A través de la bruma hiperfría encerrada en el metalón, una cara.

La graban a fuego en mi cerebro a través del enlace neuronal. Esa cara. Una cara que conozco…

Me tambaleo a través de mis pesadillas. El reino de lo semirrecordado, un laberinto de penumbra sin sentido.

De repente estoy solo, soy un niño raquítico temblando entre los desperdicios y la sombra de la imponente colmena prima. El hedor químico de la montaña de basura hiere mis fosas nasales, como ya lo hizo una vez.

Estornudo y me encuentro convertido en un joven todo piel y huesos, aplastado en la fila de la campaña de reclutamiento del Ejército Imperial, en medio de susurros sobre una gran guerra que se acerca a Próxima Apócrifa. El Hort Apocrifadi cumplirá con su noble parte. Espero tres días en aquella fila indisciplinada, sólo para escuchar la cáustica risa de un suboficial y el perro faldero de su sargento. Me doy la vuelta y me voy.

Caigo inmediatamente en la cacofonía de un tiroteo. En la infracolmena, corriendo con los Sangre de Trueno. Paladeo el sabor cobrizo del fuego cruzado, de los casquillos eyectados y las hojas de los puñales brillando recortadas frente a las empalizadas cubiertas de herrumbre. Estamos en los Bajíos de Tritus. Estamos en territorio de los Perros de Presa, y me refiero Fluke y a mí. Recuerdo el paso caliente del disparo traidor que me atraviesa la espalda, el sonido del roce de los pasos con los que huye dándome por muerto. Me deja a merced de los Perros. A merced de la brutalidad de jefe Corquoran y sus agentes del orden de la colmena. A merced de la soledad enloquecedora de una celda vertical de dos por dos en la incarcetoria abarrotada. A merced del duro trabajo en la cadena de mano de obra forzada destinada a la construcción de la espiral.

Desde las alturas en las que mi cuerpo se endurece y mi nariz es presa de hemorragias soy empaquetado, comprado y arrastrado de nuevo a una celda. Una celda de esclavo. El redil de uno de los muchos pozos de gladiadores de la colmena prima. Soy un animal que vive exclusivamente para dar muerte a otros. Un animal que llama la atención del barón Chravius Blumolotov, el abotargado sobrino del igualmente abotargado primado Lord-Gobernador. Se presenta cada noche en mi celda, cuando mi cruenta labor ha terminado, y pasa sus dedos grasientos sobre mi pelo empastado de sangre coagulada. Es el agradecimiento de un endogámico. La piedad de un maníaco.

—Mi leal súbdito —me susurra.

Pero una vez más mi sangre encuentra un precio. La oferta del visitante extraplanetario es una que ni siquiera el barón puede rechazar.

Una larga, larga oscuridad después redescubro mi terror en las agonías y las profanaciones de la carne que ningún luchador de pozo o pandillero soñaría con infligir. Encuentro… al Clado y su tortuoso regalo de una nueva existencia. Mi cuerpo se convierte es su oscura obra de arte: una escultura quirúrgica de aumentación genética y cibernética. Barbarismo muscular hipertrofiado envolviendo un armazón endoesqueletal roto, restructurado y reforzado. Me convierto para ellos en un torrente de química bélica. Mi sangre se cuaja y mis venas arden con drogas de combate e infusiones de una potencia tan esclavizadora que estoy condenado a no conocer nunca más la vida sin ellas. El psicoadoctrinamiento hace saltar en pedazos lo que queda de mi escondido en el interior de la monstruosa creación del Clado. Soy catástrofe. Soy furia fría. Soy destrucción indiscriminada, destilada y dirigida. Un arma viviente lista para ser desplegada.

Soy Eversor.

Sólo entonces conozco al arquitecto de mi mortal diseño, aquel a quien llaman el Sigilita. Instila en mis multicorazones el profundo amor del Emperador y el odio abisal que debo llevar a sus enemigos. De sus labios oigo pronunciar mi nombre por primera vez después de lo que parece una eternidad:

—Ganimus…

A través del enlace neuronal me muestra esa cara. La cara que conozco.

—Ganimus… —dice el Sigilita—. Este hombre se cuenta ahora entre nuestros enemigos. Es un peón del Señor de la Guerra. Un hereje desleal. Debes acabar con este hombre, Ganimus, y con todo aquel que permanezca a su lado.

La bruma hiperfría encerrada en el metalón se aclara.

La criosuspensión se desactiva. Oigo el ahullido del descenso atmosférico desgarrando el blindaje de la cápsula mientras caigo como una bomba, como un rayo, como la venganza del Emperador a través de un cielo de plomo abrasado. El impacto detiene el informe-pesadilla. La descarga al cortex se ha completado. Mi tarea es un amo atroz de mi mente que debe ser obedecido. Mi objetivo lo es todo: me arrastra con la irresistible gravedad de una estrella. No soy más que furia insaciable.

Me abro camino desgarrando el blindaje de la cápsula como si fuera un útero metálico. El mono de combate medianoche apenas puede contener mi espantoso potencial. Hinchado hasta la monstruosidad —una figura grotesca labrada en carne y odio— piso de nuevo las cenizas de Próxima Apócrifa. Recorro la sombra de la colmena prima y la penumbra helada que una vez llamé hogar. Desenfundo mi pistola ejecutora y extiendo las puntas hipodérmicas de mi neuroguantelete impregnado de toxinas.

A través de los sensores óptico de mi casco labrado como una calavera veo los estandartes horusianos ondeando en los palacios de la espiral. El ojo solitario del Señor de la Guerra, observando mi aproximación de asesino. Una bota delante de la otra —cada zancada incrementando mi velocidad y mi furia—, ascendiendo por la montaña de basura de los arrabales. Y empieza la matanza. Y ya no se detiene.

Me alimento de muerte. Ciudadanos de la colmena, trabajadores sin cualificación de las fábricas, pandilleros envueltos en sus propias confrontaciones: todos muertos en mi estela sangrienta. Sacio mi hambre de destrucción. Caen chimeneas, se colapsan fábricas, arden infiernos. Como una bestia, despedazo a los agentes enviados a detenerme antes de llevar la batalla hasta los propios traidores del 3er Hort Apocrifadi. Me vuelvo la gran guerra que por fin ha llegado a ellos, masacro a los meros soldados en su vehículos blindados antes de arrancar el corazón de sus superiores heréticos. Dejo a las malogradas y jóvenes fuerzas del Señor de la Guerra estupefactas y a los cobardes muertos. Me remonto como una conflagración por los palacios de la espiral, como un monstruo ascendente de las profundidades. Empapado con la sangre azul de los privilegiados, despedazo a los ricos y poderosos miembro a miembro, hasta que finalmente se me concede una rara audiencia con el primado Lord-Gobernador.

Esa cara. La cara que conozco.

—Soy un leal servidor del Emperador —balbuce Chravius Blumolotov, barón ya nunca más.

—No —le susurro—. Pero yo sí.

Mi voz tiembla. Estoy ya más allá de las palabras. No puedo contener más la carnicería que estoy a punto de liberar. Soy Eversor. Y me he convertido en venganza.