Espadas de Aquilonia

Espadas de Aquilonia

El amanecer teñía las aguas de tonos rosados. A lo lejos se podía ver un punto blanco que surgía de la niebla, una vela que parecía suspendida del cielo grisáceo. Sobre un alto, Conan el cimmerio sostenía una capa rasgada sobre una hoguera de leña verde. Al mover la tela, las nubes de humo se elevaban hacia arriba, temblando en el cielo antes de desvanecerse.

Belesa estaba acuclillada cerca, con un brazo sobre Tina.

—¿Crees que nos verán y que comprenderán el mensaje?

—No hay duda de que lo verán —le aseguró—. Llevan toda la noche en la costa, tratando de encontrar a alguno de los supervivientes. Estarán asustados. Son solo seis, y ninguno sabe navegar lo suficiente como para regresar desde aquí a la Islas Baracanas. Comprenderán las señales, pues son el código del pirata. Agradecerán entregarme el mando del barco, porque soy el único capitán que les queda.

—¿Y si los pictos ven el humo? —dijo temblando, mirando las arenas brumosas. Varios kilómetros al norte aún se veía una columna de humo.

—No es probable que lo vean. Tras ocultaros en los bosques, regresé y los vi sacar los barriles de vino y cerveza de los almacenes. Todos se tambaleaban, y ahora mismo estarán dormidos, demasiado borrachos para moverse. Si tuviera cien hombres podría acabar con la horda entera… ¡Crom y Mitra! —exclamó de repente—. ¡Ése no es el Mano Roja, sino una galera de guerra! ¿Qué estado civilizado enviaría un barco de su flota hasta aquí? Salvo que alguien quiera hablar con tu tío, en cuyo caso necesitará a una bruja para despertar a su espíritu.

Arrugó el entrecejo en un esfuerzo por distinguir los detalles del buque. Se acercaba hacia ellos, de modo que solo podía ver el mascarón de oro de la proa, una pequeña vela movida por el débil viento de la costa y los bancos de remos a ambos costados, subiendo y bajando al unísono.

—Bien —dijo Conan—, al menos se acercan para sacarnos de aquí. Sería un largo paseo hasta Zíngara. Hasta que descubramos quiénes son y si son amigos, no digáis quién soy. Pensaré en un relato adecuado para cuando lleguen.

El bárbaro apagó el fuego, le devolvió la capa a Belesa y se estiró como un gran felino soñoliento. La mujer le observaba maravillada. Su actitud imperturbable no era una fachada; la noche de fuego, sangre y muerte y la huida posterior por los bosques no había afectado a sus nervios. Estaba calmado, como si hubiera pasado la velada bebiendo y disfrutando. Los vendajes obtenidos con trozos del vestido de Belesa cubrían las heridas menores que había recibido al pelear sin armadura.

La mujer no le tenía miedo, y desde que llegara a aquella costa nunca se había sentido tan segura. No era como los filibusteros, hombres civilizados que repudiaban todo sentido del honor: Conan seguía el código de su gente, que era bárbaro y sangriento, pero que al menos defendía una moralidad justa y peculiar.

—¿Crees que está muerto? —preguntó.

Conan no le preguntó a quién se refería.

—Eso creo. La plata y el fuego son mortales para los espíritus malignos, y tuvo mucho de ambos.

—¿Qué hay de su maestro?

—¿Thoth-Amon? Supongo que habrá regresado a alguna tumba estigia. Esos brujos son escurridizos.

No volvieron a hablar del tema, y Belesa comenzó a recordar el momento en que la figura oscura había aparecido en el gran salón, consumando una venganza largo tiempo aplazada.

El barco era grande, pero aún tardaría en llegar a tierra.

—Cuando llegaste a la casa —dijo Belesa— dijiste que habías sido general en Aquilonia, y que habías tenido que huir. ¿Qué sucedió?

Conan sonrió.

—Fue culpa mía, por confiar en esos malditos numedidas de cinco rostros. Me hicieron general por unas pequeñas victorias contra los pictos, y cuando logré vencer a una horda cinco veces mayor que mis fuerzas en una batalla en Velitrium, rompiendo su confederación, fui llamado de vuelta a Tarantia para una celebración oficial. Todo apelaba a la vanidad, ya que cabalgaba junto al rey mientras las mujeres arrojaban pétalos de rosas a mi paso: fue en el banquete cuando ese bastardo me drogó el vino. Desperté encadenado en la Torre de Hierro, aguardando mi ejecución.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros.

—¿Cómo saber lo que pasa por lo que esos estúpidos llaman cerebro? Quizá alguno de los generales aquilonios, resentido con el ascenso repentino de un bárbaro extranjero en sus filas sagradas, tuviera sospechas.

O quizá el rey se ofendiera por mis comentarios francos sobre el gasto del tesoro real para adornar Tarantia con estatuas de oro de sí mismo, en vez de en la defensa de las fronteras. El filósofo Alcémides me confió, justo antes de beber el vino drogado, que esperaba escribir un libro sobre la ingratitud como un principio del gobierno, empleando al rey como modelo. ¡Ja! Yo estaba demasiado borracho como para comprender que me estaba avisando. Sin embargo, tenía amigos con cuya ayuda escapé de la Torre de Hierro. Me dieron un caballo y una espada y me liberaron. Regresé a Bossonia con la idea de incitar una revuelta, comenzando de nuevo con mis propias tropas. Sin embargo, cuando llegué descubrí que mis valientes bossonianos habían sido enviados a otra provincia. En su lugar había una brigada de palurdos de mirada bovina, la mayoría de los cuales nunca había oído hablar de mí. Insistieron en arrestarme, de modo que tuve que abrir unos cuantos cráneos para escapar. Me arrojé al Río del Trueno con las flechas zumbando sobre mi cabeza… y aquí estoy.

Miró de nuevo al barco que se aproximaba.

—Por Crom, juraría que esa insignia es la del leopardo de Poitain, si no supiera que eso es imposible. Venid.

Llevó a las muchachas hasta la playa, al tiempo que oía el canto del timonel. Con un último golpe de remos, la tripulación detuvo la nave contra la arena. Mientras los ocupantes desembarcaban, Conan gritó:

—¡Próspero! ¡Trocero! En nombre de todos los dioses, ¿qué estáis…?

—¡Conan! —rugieron mientras le palmeaban la espalda y le estrechaban la mano. Todos hablaban a la vez, pero Belesa no entendía la lengua, que era la de Aquilonia. El llamado «Trocero» debía ser el Conde de Poitain, un noble de hombros anchos y caderas estrechas que se movía con la gracia de una pantera, a pesar de sus canas.

—¿Qué hacéis aquí? —insistió el cimmerio.

—Vinimos a por ti —respondió Próspero, delgado y vestido de forma elegante.

—¿Cómo sabíais dónde estaba?

Un hombre bajo y calvo al que Conan llamaba «Publius» hizo un gesto hacia otro, con las túnicas negras de un sacerdote de Mitra.

—Dexitheus te encontró gracias a sus artes ocultas. Juraba que seguías vivo y nos prometió llevarnos hasta ti.

El monje se inclinó con seriedad.

—Tu destino está unido al de Aquilonia, Conan de Cimmeria —dijo—. No soy más que un pequeño eslabón en la cadena de tu futuro.

—¿Qué es todo esto? —preguntó el bárbaro—. Sabe Crom que me alegro de que me rescaten de este pozo de arena, pero ¿por qué habéis venido hasta aquí?

Trocero habló.

—Hemos roto la alianza con los numedidas, incapaces de seguir tolerando sus locuras y su opresión, y buscamos a un general que lidere a las fuerzas en la revuelta. ¡Eres nuestro hombre!

Conan rio en voz alta, metiendo los pulgares en el cinturón.

—Me alegro de encontrar a alguien que reconoce el verdadero mérito. ¡Indicadme dónde está la lucha, amigos! —Miró alrededor y reparó en Belesa, que aguardaba tímidamente alejada del grupo. Le hizo un gesto de tosca galantería para que se acercara—. Caballeros, Dama Belesa de Korzetta —dijo hablando después a la joven en su lengua—. Podemos llevarte a Zíngara, pero ¿qué harás después?

Belesa sacudió la cabeza desamparada.

—No lo sé. No tengo ni dinero ni amigos, y no estoy capacitada para ganarme la vida. Quizá fuera preferible que una de esas flechas me hubiera atravesado el corazón.

—¡No digáis eso, mi señora! —suplico Tina—. ¡Yo trabajaré por las dos!

Conan sacó una pequeña bolsa de su cinturón.

—No me hice con las joyas de Tothmekri —dijo—, pero aquí hay algunas baratijas que encontré en el cofre del que saqué las ropas que llevo. —Vertió un puñado de rubíes llameantes en su palma—. Valen una fortuna —dijo devolviéndolos a la bolsa y entregándoselos.

—Pero no puedo tomarlos…

—¡Claro que sí! Prefiero dejaros a los pictos para que os decapiten a llevaros a Zíngara para que muráis de inanición —dijo—. Sé lo que es no tener una moneda en tierras hibóreas. En mi país a veces hay hambre, pero solo cuando no hay comida en ninguna parte. Sin embargo, en los países civilizados he visto a personas enfermas de gula mientras otras pasaban hambre. Sí, he visto a hombres caer y morir a las puertas de tiendas y almacenes atestados de alimentos. A veces yo también pasé hambre, pero entonces tomaba lo que quería a punta de espada. Vosotras no podéis hacer eso, de modo que coged los rubíes. Podéis venderlos y comprar un castillo, y esclavos, y buenas ropas, y con ellos no tendréis problemas para encontrar marido, ya que todos los hombres civilizados desean mujeres con estas posesiones.

—¿Y qué hay de ti?

Conan sonrió y señaló al círculo de aquilonios.

—Aquí está mi fortuna. Con estos buenos amigos tendré todas las riquezas de Aquilonia a mis pies.

El recio Publius habló.

—Tu generosidad merece crédito, Conan, pero me gustaría que me hubieras consultado primero, ya que las revoluciones no se desarrollan solo con injusticias, sino también con oro, y los numedidas han vaciado los cofres de Aquilonia hasta tal punto que tendremos problemas para poder contratar mercenarios.

—¡Ja! —rio Conan—. ¡Te conseguiré oro suficiente como para poner en movimiento todas las espadas de Aquilonia! —En pocas palabras, les habló del tesoro de Tranicos y de la destrucción del asentamiento de Valenso—. Ahora el demonio ha desaparecido de la cueva y los pictos se retiran a sus aldeas. Con un destacamento de hombres bien armados podremos marchar rápidamente hacia la caverna y regresar antes de que los pictos descubran que estamos en su territorio. ¿Estáis conmigo?

Todos gritaron hasta que Belesa temió que los pictos les oyeran. Conan le lanzó una sonrisa astuta y le susurró algo en zingarano, de modo que solo ella lo entendiera.

—¿Qué te parece «Rey Conan»? No suena mal, ¿eh?