Hombres de los bosques
Hombres de los bosques
La noche había caído, pero las antorchas llegaban una tras otra, iluminando la demente escena con todos sus macabros detalles. Hombres desnudos y tatuados inundaban la playa, lanzándose en oleadas contra la empalizada con los dientes desnudos y los ojos brillando a la luz de las teas. Las plumas de búcaro ondeaban sobre las melenas salvajes, así como las de cormoranes y otras aves. Algunos guerreros, los más violentos y bárbaros, llevaban colmillos de tiburón entre los rizos. Todas las tribus de la costa se habían reunido para librar a su tierra de los invasores de piel blanca.
Se lanzaron contra la empalizada precedidos por una andanada de flechas, ignorando la lluvia de muerte procedente de los defensores. A veces se acercaban tanto al fuerte que golpeaban las puertas con sus hachas, o arrojaban sus lanzas por las troneras. Sin embargo, en todas las ocasiones se retiraban sin llegar a superar la barrera, dejando cada vez más muertos. En aquel tipo de lucha los marinos eran realmente eficaces. Sus saetas abrían grandes claros en la horda atacante, y sus sables descuartizaban a los salvajes que trataban de escalar.
Sin embargo, una y otra vez los pictos de los bosques regresaban con su ferocidad intacta.
—¡Son como perros rabiosos! —alcanzó a decir Zarono, cortando unas manos oscuras que se aferraban a las puntas de las estacas y apuñalando los rostros retorcidos que aparecían sin cesar.
—Si logramos contenerlos hasta el amanecer perderán su valor —gruñó Conan, hendiendo un cráneo emplumado con sorprendente precisión—. No mantienen asedios prolongados. ¡Mira, están retirándose!
La carga cesó de nuevo, dando tiempo a los defensores para limpiarse el sudor de la frente, contar a sus muertos y ajustar el agarre de la empuñadura de sus espadas. Como lobos hambrientos a los que se les denegara su presa, los pictos se retiraron más allá del círculo de antorchas. Solo los cuerpos de los muertos quedaban frente a la empalizada.
—¿Se han marchado? —preguntó Strombanni pasándose el pelo rizado y sudado por encima del hombro. Su sable estaba mellado y ensangrentado, y tenía los brazos totalmente rojos.
—Aún están ahí —dijo Conan señalando con la cabeza la oscuridad más allá de la luz de las antorchas. Podía vislumbrar movimientos en las sombras, el brillo de ojos y de las armas de cobre—. Se han retirado momentáneamente. Poned centinelas en la muralla y dejad que los demás coman y beban. Ya es más de medianoche y llevamos horas luchando sin tener un respiro. ¿Cómo va la batalla, Valenso?
El conde, ataviado con un yelmo mellado y cubierto de sangre y una armadura de cuero, se acercaba sombrío hacia Conan y los capitanes. Musitó entre resuellos algo ininteligible, y en ese momento una voz surgió de la oscuridad. Era alta y clara, y se oyó claramente en todo el campamento.
—¡Conde Valenso! ¡Conde Valenso de Korzetta! ¿Me oyes? —Hablaba con acento estigio.
Conan advirtió cómo el noble tragaba saliva, como si hubiera recibido una herida mortal. Trastabilló y se aferró a los troncos de la empalizada, con el rostro pálido a la luz de las antorchas. La voz siguió hablando.
—¡Soy yo, Thoth-Amon del Anillo! ¿Creías que podrías huir de mí una vez más? ¡Ya es demasiado tarde para eso! Todos tus planes no servirán de nada, pues esta noche te enviaré un mensajero. Es el demonio que custodiaba el tesoro de Tranicos, al que he liberado de su cueva para atarlo a mi servicio. Él se encargará de darte el destino que tú, perro, te has ganado: una muerte lenta, terrible y agónica. ¡Veamos cómo escapas esta vez!
El discurso terminó con una risa musical. Valenso profirió un grito de terror, bajó de un salto de la empalizada y corrió dando tumbos hacia la casa.
* * *
Cuando la lucha remitió, Tina se acercó a su ventana, de la que se había retirado por el peligro de las flechas. Observó en silencio a los hombres reunirse alrededor del fuego. Belesa estaba leyendo una carta que una sirvienta le había llevado:
Conde Valenso de Korzetta, a su sobrina. Saludos:
Mi destino me ha alcanzado al fin. Ahora que me resigno a él, aun sin aceptarlo, debes saber que soy consciente de que te he usado de un modo impropio del honor de los Korzettas. Lo hice porque las circunstancias no me dejaban otra opción. Aunque es tarde para las disculpas, te pido que no me recuerdes así y que si eres capaz de ello, y por algún azar sobrevives a esta noche terrible, reces a Mitra por el alma mancillada del hermano de tu padre. Mientras tanto, te aconsejo que te mantengas alejada del gran salón, si no quieres que el mismo destino que me aguarda caiga sobre ti. Adiós.
Las manos de Belesa temblaban mientras leía. Aunque nunca había amado a su tío, aquella era la acción más humana que le había visto.
—Debería haber más hombres en las murallas —dijo Tina desde la ventana—. ¿Creéis que el hombre negro volverá?
Belesa se acercó a ella para mirar, temblando ante la idea.
—Tengo miedo —murmuró Tina—. Espero que Strombanni y Zarono mueran.
—¿Conan no? —preguntó la mujer con curiosidad.
—Conan no nos haría daño —respondió la niña con confianza—. Sigue su bárbaro código de honor, mientras que hay hombres que han perdido todo respeto.
—Eres mucho más sabia de lo que indica tu edad, Tina —respondió Belesa con la vaga inquietud que la precocidad de la joven solía despertar en ella.
—¡Mirad! —dijo—. ¡El centinela ha desaparecido de la muralla sur! Hace un instante lo vi sobre la pasarela, pero se ha desvanecido.
Desde la ventana, la empalizada sur apenas era visible por encima de los tejados de las cabañas que cubrían todo ese lateral. Entre la empalizada y la fachada trasera de las casas (dispuestas en una hilera) se formaba un pasillo abierto de unos tres o cuatro metros de anchura. Ahí era donde vivían los siervos.
—¿Dónde habrá ido el centinela? —susurró inquieta la joven.
Belesa estaba observando el extremo de la hilera de casas, que no quedaba lejos de una puerta lateral de la mansión del conde, y podía jurar que había visto una figura surgir de las sombras y correr hacia la entrada ¿Qué había sucedido? ¿Por qué había dejado el centinela su puesto, y por qué trataba de entrar sigilosamente en la casa? Estaba segura de que no era al soldado a quien había visto, y un miedo frío le congeló la sangre en las venas.
—¿Dónde está el conde, Tina? —preguntó.
—En el gran salón, mi señora. Está sentado solo en la mesa, envuelto en su capa bebiendo vino. Su rostro es gris como el de la muerte.
—Ve y dile lo que hemos visto. Seguiré vigilando desde la ventana para que los pictos no ganen la muralla desprotegida.
La joven se marchó. De repente, recordando la advertencia en la carta del conde sobre el gran salón, Belesa se puso en pie y oyó los pasos de Tina por el pasillo, dirigiéndose hacia las escaleras.
Entonces oyó un alarido de terror tal que el corazón se detuvo en su pecho. Salió de la cámara y corrió por el pasillo antes de que se diera cuenta de que lo hacía. Bajó las escaleras a toda prisa… y se detuvo como si se hubiera convertido en piedra.
No gritó como había hecho Tina, ya que era incapaz de emitir sonido alguno o de moverse siquiera. Vio a la muchacha y notó cómo sus manos pequeñas se aferraban frenéticas a ella. Sin embargo, eso era lo único que tenía sentido en una negra pesadilla de locura y muerte dominada por una monstruosa sombra antropomórfica que extendía sus brazos impíos con un fulgor demoníaco.
* * *
En la empalizada, Strombanni sacudió la cabeza ante la pregunta de Conan.
—No he oído nada.
—¡Yo sí! —Sus instintos salvajes se habían activado y estaba en tensión, con los ojos atentos—. ¡Llegó de la muralla sur, tras esas cabañas!
Desenvainó su sable y corrió hacia el lugar. Desde el suelo, la empalizada sur y el centinela allí apostado no eran visibles, ya que quedaban ocultos. Strombanni corrió detrás, impresionado por la reacción del cimmerio.
En la entrada del espacio abierto entre las cabañas y la muralla, Conan se detuvo atento. El lugar estaba pálidamente iluminado por las antorchas que ardían en las esquinas, pero pudo ver cómo una sombra caía al suelo.
—¡Bracus! —maldijo Strombanni corriendo hacia delante y arrodillándose junto a la figura—. ¡Por Mitra, le han cortado el cuello de oreja a oreja!
Conan revisó el lugar cuidadosamente, sin encontrar más que a Strombanni y al muerto. Miró por una tronera, pero fuera no se movía nadie.
—¿Quién ha podido hacer esto? —se preguntó.
—¡Zarono! —saltó Strombanni, irradiando furia como un gato salvaje, con el cabello erizado y el gesto torcido—. ¡Ha ordenado a sus ladrones que apuñalen a mis hombres por la espalda! ¡Planea eliminarme con su traición! ¡Diablos! ¡Me rodean tanto dentro como fuera!
—¡Espera! —le contuvo Conan—. No creo que Zarono…
Pero el enloquecido pirata se liberó de él y corrió hacia el otro extremo de las cabañas, profiriendo blasfemias. Conan corrió tras él, maldiciendo. Strombanni se dirigía directamente hacia la hoguera en la que se encontraba el alto y enjuto Zarono bebiendo una pinta de cerveza.
La sorpresa del bucanero fue mayúscula cuando vio cómo le arrancaban violentamente la jarra de las manos, llenando su peto de espuma. El capitán de los piratas le dio la vuelta violentamente, con el rostro contraído por la furia.
—¡Perro asesino! —rugió Strombanni—. ¿Matarás a todos mis hombres por la espalda mientras luchan por tu asqueroso pellejo, tanto como por el mío?
Conan corría hacia ellos, y todos los hombres dejaron de comer y de beber, sorprendidos.
—¿A qué te refieres? —escupió Zarono.
—¡Has ordenado a tus asesinos que acaben con mis hombres en sus puestos! —gritó el enloquecido baracano.
—¡Mientes! —El rescoldo del odio estalló en una llama repentina.
Con un aullido incoherente, Strombanni alzó su sable y se lanzó a por el cuello del bucanero. Zarono detuvo el golpe con la armadura de su brazo izquierdo, haciendo que saltaran las chispas. Dio unos pasos hacia atrás, desenvainando su acero.
En un instante, los capitanes comenzaron a luchar como posesos, cortando y acometiendo a la luz de las hogueras. Sus tripulaciones reaccionaron de forma inmediata y ciega, y un profundo rugido anunció el inicio de la lucha. Todos los hombres dejaron sus puestos y bajaron de la empalizada, con las espadas en la mano. El fuerte se convirtió en un campo de batalla en el que grupos caóticos se acuchillaban en un ciego frenesí. Algunos de los siervos y soldados se vieron arrastrados al combate, y los defensores de las puertas se dieron la vuelta atónitos, olvidando al enemigo que aguardaba fuera.
Todo sucedió tan rápido (las pasiones estallando en una batalla repentina) que los hombres luchaban por todo el complejo antes de que Conan pudiera llegar hasta los jefes enloquecidos. Ignorando sus espadas, los separó con tal violencia que los dos trastabillaron. Zarono tropezó y cayó de bruces.
—Malditos idiotas, ¿estáis dispuestos a morir todos?
Strombanni estaba enloquecido, y Zarono gritaba pidiendo ayuda. Un bucanero saltó sobre Conan por la espalda, tratando de arrancarle la cabeza. El cimmerio se giró y le atrapó el brazo, deteniendo el golpe.
—¡Mirad, imbéciles! —rugió, señalando con la espada.
Algo en su tono atrajo la atención de los combatientes, que se congelaron en sus posiciones y giraron la cabeza para mirar. El bárbaro señalaba a un soldado en la pasarela, que caminaba dando tumbos hacia atrás, ahogándose mientras trataba de gritar. Cayó derrumbado al suelo, y fue entonces cuando todos pudieron ver la flecha negra clavada entre sus hombros.
Un grito de alarma surgió de la empalizada, seguido por los aullidos sangrientos y el ruido de las hachas golpeando las puertas. Flechas encendidas volaron sobre la muralla para clavarse en los troncos de las casas, haciendo saltar débiles volutas de humo azul. Entonces, de detrás de las chozas que ocupaban la muralla sur, aparecieron las figuras rápidas y furtivas inundando el lugar.
—¡Los pictos han entrado! —gritó Conan.
Así llegó el caos. Los marineros olvidaron su pelea y algunos se volvieron hacia los salvajes, mientras los demás corrían para alcanzar la empalizada. Los pictos surgían como una oleada tras las cabañas, extendiéndose por todas partes. Sus hachas atacaban a los sables de los filibusteros.
Zarono aún trataba de incorporarse cuando un salvaje tatuado apareció a su espalda y le destrozó el cerebro de un tajo.
Conan, con un grupo de marineros detrás, peleaba contra los pictos que habían superado la empalizada. Strombanni, junto a la mayoría de sus hombres, subía a defender la muralla y golpeaba a las figuras oscuras que no dejaban de escalar. Los pictos se habían arrastrado sigilosamente y habían rodeado el fuerte mientras los defensores peleaban entre ellos, y ahora atacaban por todas partes. Los soldados de Valenso estaban reunidos en las puertas, tratando de resistir a una horda de demonios exultantes que la golpeaban desde el exterior con el tronco de un árbol.
Más y más pictos llegaban desde las chozas, ya que escalaban la muralla sin protección. Strombanni y sus piratas estaban siendo expulsados de la empalizada, y en un abrir y cerrar de ojos todo se llenó de guerreros desnudos. Acosaban a los defensores como lobos, y la batalla se resolvía como remolinos de figuras tatuadas rodeando a pequeños grupos aislados de hombres blancos desesperados. Pictos, marineros y soldados cubrían la tierra, aplastados por los que aún quedaban en pie.
Guerreros empapados de sangre entraban aullando en las cabañas, de las que surgían los gritos de las mujeres y los niños, asesinados por las hachas enrojecidas. Al oír los lamentos, los soldados abandonaron las puertas, que fueron derribadas por los pictos, logrando un nuevo punto de entrada. Las chozas comenzaron a arder.
—¡A la casa! —rugió Conan, que se abría paso a espadazos con una decena de marineros detrás.
Strombanni estaba a su lado, empuñando su sable como si fuera un mayal.
—¡No podremos defendernos!
—¿Por qué no? —Conan estaba demasiado ocupado exterminando pictos para mirarlo.
—Porque… ¡Agh! —Una mano oscura hundió un cuchillo hasta la empuñadura en la espalda del baracano—. ¡Que el Diablo te devore, bastardo! —Strombanni se giró trastabillando, hendiendo el cráneo del salvaje hasta la mandíbula. El pirata dio unos pasos atrás y cayó de rodillas, con la sangre manando de su boca.
—La casa está… ardiendo —dijo antes de derrumbarse.
Conan miró rápidamente a su espalda. Todos los hombres que le habían seguido habían sido asesinados, pero el picto moribundo a su pies era el último del grupo que le había bloqueado el paso. A su alrededor la batalla era un caos, pero de momento estaba solo.
No estaba lejos de la muralla sur y en unas zancadas podía saltar a la pasarela, superar la coronación y desaparecer en la noche. Sin embargo, recordó a las dos muchachas indefensas en la casa, de la que no dejaba de salir el humo. Corrió hacia allí.
Un jefe emplumado apareció en la puerta con un hacha de guerra, y tras el cimmerio llegaban decenas de pictos. No frenó su paso, y con un corte descendente del sable rechazó el ataque del enemigo y le partió el cráneo. Un instante después cerró la puerta a su espalda y la atrancó, mientras las hachas golpeaban insistentes la madera.
El gran salón estaba lleno de humo, por lo que avanzó a tientas. En alguna parte oía los sollozos histéricos de una mujer con los nervios destrozados. El cimmerio salió de un remolino de humo y se detuvo en seco.
Había muy poca luz, pues el candelabro de plata estaba derribado y las velas se habían apagado. La única iluminación era el brillo mortecino procedente de la chimenea y de la pared en la que ésta se encontraba, ya que las llamas se habían propagado hasta las vigas del techo. En esta penumbra, Conan vio un cuerpo humano colgando del extremo de una cuerda. El rostro muerto y totalmente retorcido se volvió hacia él con el balanceo, pero ya sabía que se trataba del conde Valenso, ahorcado en su propia casa.
Sin embargo, allí había algo más. El bárbaro lo vio a través del humo: una monstruosa figura negra, recortada contra el brillo del fuego infernal. Aquel perfil era vagamente humano, aunque las sombras proyectadas sobre las paredes no lo eran en absoluto.
—¡Crom! —exclamó aterrado, paralizado al comprender que se enfrentaba a una criatura contra la que su espada no servía de nada. Vio a Belesa y a Tina, abrazadas y acuclilladas en la escalera.
El monstruo se estiró, mostrando su inmenso tamaño mientras extendía los brazos. Un rostro sombrío sonrió a través del humo, una cara semihumana, demoníaca, terrible. Conan alcanzó a ver los cuernos, las fauces abiertas, las orejas puntiagudas. Se acercaba a él, y la desesperación despertó un viejo recuerdo.
Cerca del cimmerio se encontraba el inmenso candelabro tumbado, antaño el orgullo del Castillo Korzetta: veinticinco kilogramos de plata pura, delicadamente trabajada y tallada con figuras de dioses y héroes. Conan lo levantó sobre su cabeza.
—¡Plata y fuego! —rugió como un trueno, arrojando el arma improvisada con toda la fuerza de sus músculos de hierro. Acertó a la criatura en el gran pecho negro a terrorífica velocidad. Ni siquiera el oscuro podía resistirse a algo así. El demonio fue arrancado del suelo y arrojado contra la chimenea abierta, en la que rugían las llamas. Un horrendo alarido inundó todo el salón, el estertor de un ser sobrenatural sufriendo una muerte terrena. El suelo tembló y las piedras comenzaron a caer sobre el hogar, ocultando los miembros negros que se retorcían al consumirlos las llamas en su furia elemental. Las vigas calcinadas comenzaron a caer del techo, extendiendo el fuego.
El incendio ya subía por la escalera cuando Conan llegó hasta ella. Cogió a la niña con un brazo y arrastró a Belesa hasta que se puso en pie. Por encima del fragor se oyó el sonido de la puerta saltando ante el ataque de las hachas.
El bárbaro miró a su espalda, vio una puerta opuesta al desembarco de la escalera y corrió hacia ella, sosteniendo a Tina y arrastrando a Belesa, que parecía aturdida. Al llegar a la cámara adyacente oyeron un estruendo que indicaba que el techo se había derrumbado por completo. A través de la muralla de humo, Conan vio al otro lado una puerta abierta de salida. Corrió hacia ella y vio que estaba sacada de sus goznes, con la cerradura destrozada como si hubiera sido golpeada por una fuerza terrible.
—¡El diablo entró por esa puerta! —gimió histérica Belesa—. ¡Lo vi… pero no sabía…!
Aparecieron en la calle iluminada por las antorchas, cerca de la hilera de casas paralela a la muralla sur. Un picto se acercaba hacia ellos con los ojos enrojecidos por el fuego y el hacha levantada. Dejando a Tina en el suelo y apartando a Belesa del camino del golpe, Conan blandió su sable y atravesó con él el pecho del salvaje. Después, levantando a las dos muchachas de un tirón, corrió con ellas hacia la empalizada.
Todo el lugar estaba cubierto por la humareda que ocultaba en parte la carnicería, pero los fugitivos fueron detectados. Figuras desnudas, recortadas contra el fulgor de las llamas, surgieron blandiendo sus hachas ensangrentadas. Aún estaban a varios metros cuando Conan llegó al espacio entre las cabañas y la muralla. Al otro extremo del corredor vio a más figuras aullantes corriendo para cortarle el paso. Se detuvo y arrojó a Belesa sobre la pasarela y después a Tina, saltando tras ellas. Repitió la operación para hacerlas pasar por encima de la empalizada, cayendo las mujeres sobre la arena. Un destral se estrelló contra un tronco junto a su hombro, pero de un poderoso salto superó la muralla y volvió a ayudar a las mujeres. Cuando los pictos llegaron a la empalizada lo único que encontraron fueron los muertos.