El redoble del tambor negro
El redoble del tambor negro
Belesa no supo cuánto tiempo había pasado sin sentido. Lo primero que notó fueron los brazos de Tina a su alrededor, y los sollozos en su oído. Se incorporó mecánicamente y estrechó a la joven entre sus brazos. Se quedó sentada, con los ojos secos, contemplando ausente la llama de la vela. No se oía sonido alguno. El canto de los bucaneros había cesado. De forma apagada, casi impersonal, pensó en su problema.
Valenso estaba loco, enfurecido por la historia sobre el misterioso hombre negro. Deseaba abandonar el asentamiento y huir con Zarono por escapar de ese extraño. Hasta ahí todo era obvio. Igualmente evidente era que estaba dispuesto a sacrificarla a cambio de la ocasión de escapar. En la negrura que le rodeaba no veía un solo destello de luz. Los sirvientes eran salvajes insensibles, y sus mujeres estúpidas y apáticas. Ninguno de ellos se preocupaba por ella, ni se arriesgaría para salvarla. Estaba totalmente desamparada.
Tina levantó su cara llorosa como si oyera una voz interior. Su comprensión de los pensamientos más íntimos de Belesa era casi increíble, así como su reconocimiento del inexorable destino y de la única alternativa que le quedaba a los débiles.
—¡Debemos irnos, mi señora! —susurró—. Zarono nunca os poseerá. Vayámonos lejos, al bosque. Marcharemos hasta que no podamos más, y entonces caeremos y moriremos juntas.
Aquella fuerza trágica en el último refugio del desesperado entró en el alma de Belesa. Era la única huida de las sombras que le habían atenazado desde el día en que huyeran de Zíngara.
—Nos marcharemos, chiquilla.
Se levantó y comenzó a buscar una capa, pero entonces una exclamación de Tina le distrajo. La muchacha estaba en pie, con un dedo en los labios y los ojos muy abiertos por el terror.
—¿Qué sucede, Tina? —Su expresión hizo que Belesa no emitiera más que un susurro, al tiempo que una aorensión que no podía describir se adueñaba de su corazón.
—Hay alguien en el pasillo —susurró Tina, aferrando el brazo de su señora—. Se ha detenido en nuestra puerta y después ha marchado hacia la cámara del conde.
—Tu oído es mejor que el mío —murmuró Belesa—, pero no hay nada extraño en eso. Sería el propio conde, o Galbro.
Se acercó para abrir la puerta, pero Tina le pasó frenética los brazos por el cuello. Belesa pudo sentir el latido frenético de su corazón.
—¡No, no, no, mi señora! ¡No abráis la puerta! ¡Tengo miedo! ¡No sé por qué, pero siento que un gran mal nos acecha!
Impresionada, Belesa le dio unas palmadas para calmarla y se acercó al disco metálico que enmascaraba el mirador en el centro de la puerta.
—¡Vuelve! —tembló Tina—. ¡Lo oigo!
Belesa también oyó algo, unas curiosas pisadas sigilosas que, supo con un escalofrío, no eran de nadie que conociera. Tampoco eran los pies de Zarono, ni de ningún hombre con botas. ¿Podía tratarse del bucanero, que avanzara por el pasillo descalzo para acabar con su anfitrión mientras dormía? Recordó a los soldados de guardia abajo. Si el hombre se había quedado allí durante la noche habría un soldado en su puerta. ¿Quién era el que merodeaba en el pasillo? Nadie dormía arriba, salvo ella, Tina, el conde y Galbro.
Con un rápido movimiento apagó el cirio para que no brillara por el agujero y apartó el disco de cobre. Todas las velas del pasillo, normalmente encendidas, estaban apagadas. Alguien avanzaba por el corredor a oscuras. Sintió más que vio un cuerpo pasar delante de la puerta, pero lo único que pudo distinguir es que parecía un hombre. Una oleada de terror le recorrió la espalda. Se quedó paralizada, incapaz de liberar el grito que se había congelado tras sus labios. No era el terror que su tío le inspiraba ahora, ni un miedo como el que sentía por Zarono. Se trataba de un horror ciego e inexplicable que aferraba su alma y le helaba la lengua en el paladar.
La figura se acercó a la escalera, donde quedó momentáneamente iluminada por el débil fulgor procedente de abajo. Se trataba de un hombre, pero no era nadie a quien Belesa conociera. Tuvo la impresión de que tenía la cabeza afeitada y de que sus rasgos eran aquilinos. La piel era oscura, más que la de sus compatriotas. Los hombros eran anchos, y sobre ellos descansaba una capa negra. Desapareció.
Belesa se acuclilló en la oscuridad, aguardando el grito que anunciara que los soldados habían visto al intruso. Sin embargo, la casa permaneció en silencio. En alguna parte el viento aullaba lastimero.
Tenía las manos húmedas por el sudor, por lo que le costó encender de nuevo el cirio. Aún temblaba por el miedo, aunque no podía determinar qué había en aquella figura oscura que hubiera despertado aquel miedo cerval. Solo sabía que la aparición le había robado su resolución. Estaba desmoralizada, incapaz de actuar.
La vela se encendió, iluminando el rostro pálido de Tina con un brillo amarillo.
—¡Era el hombre negro! —susurró Tina—. ¡Lo sé! Mi sangre se heló, como ocurrió al verlo en la playa. Hay soldados abajo. ¿Por qué no lo han visto? ¿Debemos decírselo al conde?
Belesa negó con la cabeza. No quería repetir la escena que había seguido a la mención del extraño. Además, no se atrevía a salir al pasillo.
—¡No podemos ir hacia el bosque! —tembló Tina—. ¡Estará allí!
Belesa no preguntó cómo sabía que el hombre estaría en el bosque, pero era el escondite lógico para cualquier ser malvado, hombre o diablo. Además, sabía que Tina tenía razón. Ahora no se atreverían a dejar el fuerte. Su determinación, que no había flaqueado ante la idea de una muerte segura, se rendía al pensar en atravesar los bosques siniestros con aquella oscura criatura suelta. Desesperada, se sentó y escondió el rostro entre sus manos.
Tina se había quedado dormida en un sofá, aunque sus lágrimas caían sobre un cojín. Se agitaba inquieta en su reposo mientras Belesa observaba.
Hacia el amanecer, Belesa detectó una extraña cualidad en el aire. Oyó el retumbar del trueno a lo lejos, en la costa. Apagó la vela, que se había consumido casi por completo, y se acercó a la ventana, desde la que podía ver tanto el océano como el anillo del bosque tras la fortaleza.
La bruma había desaparecido, y en el horizonte oriental vio un brillo pálido que presagiaba el amanecer. Sin embargo, en el mar se alzaba una niebla oscura en la que restallaban los relámpagos. El rugido de los truenos era contestado por el bosque negro.
Atónita, Belesa se volvió y observó la siniestra floresta. Un pulso extraño y rítmico llegaba hasta sus oídos, una reverberación que no correspondía al redoble de los tambores pictos.
—¡Un tambor! —sollozó Tina, abriendo y cerrando espasmódica los dedos en su sueño—. El hombre negro… tocando un tambor negro… ¡en el bosque negro! ¡Oh, que Mitra nos asista!
Belesa sintió un escalofrío. Las nubes oscuras al oeste se agitaban y cambiaban, pero siempre creciendo. Observó atónita, ya que en todo el verano no había habido una sola tormenta en la costa. Nunca había visto nubes como aquellas.
Se acercaba a tierra como una bullente masa de oscuridad y venas de fuego azul. Giraba y ondulaba con el viento en su vientre, y sus truenos hacían vibrar el aire. Otro sonido se mezclaba terrible con las reverberaciones, la voz del vendaval que corría antes de su llegada. El horizonte negro era rasgado por los destellos luminosos. Lejos, en el mar, vio las olas blanquecinas correr frente al viento. Oyó su rugido retumbante, aumentando de volumen al acercarse a la costa.
Sin embargo, la galerna aún no había llegado a tierra. El aire era cálido, irrespirable. Había una sensación de irrealidad en aquel contraste. Afuera el viento, el trueno y el caos se acercaban a la orilla, pero más allá no había más que una quietud opresiva. Abajo se cerró un postigo, rompiendo el tenso silencio. La voz de una mujer llegó claramente, alarmada. Sin embargo, casi todos los moradores del fuerte parecían dormir, ajenos al huracán.
Comprendió que aún oía aquel misterioso tambor. Miró hacia el bosque negro con la piel de gallina. No era capaz de ver nada, pero una oscura intuición le llevaba a vislumbrar una horrenda figura negra agazapada bajo ramas oscuras, tocando un encantamiento impío en un tambor extraño.
Desesperada, luchó contra la espantosa convicción y miró hacia el mar, justo en el momento en que un estallido partía en dos el cielo. Recortado contra el fulgor vio los mástiles del barco de Zarono, las tiendas de los bucaneros en la playa, los riscos arenosos del cabo meridional y los acantilados rocosos al norte, tan claros como al sol del mediodía. El viento rugía cada vez más fuerte, hasta que toda la mansión despertó. Oyó pies subiendo por la escalera, así como la voz aterrada de Zarono. Las puertas se abrían y cerraban, y Valenso gritaba para que se le oyera por encima del fragor de los elementos.
—¿Por qué no me advertisteis de una tempestad procedente del oeste? —aullaba el bucanero—. Si las anclas no aguantan…
—¡Nunca antes había llegado una tormenta del oeste en esta época del año! —gritó Valenso, saliendo al pasillo con una camisa, el rostro pálido y el pelo húmedo—. Esto es obra de… —Sus palabras se perdieron al correr precipitadamente por la escalera que conducía a la torre de vigilancia, seguido por el bucanero.
Belesa se acercó a la ventana, temerosa y sorda. La borrasca aumentaba su intensidad cada vez más, hasta que apagó cualquier otro sonido… salvo el enloquecedor redoble del tambor, que ahora se alzaba como un inhumano cántico triunfal. La tormenta rugió hacia el interior, enviando delante una inmensa cresta de espuma blanca. Fue entonces cuando el infierno y la destrucción se liberaron sobre la costa. La lluvia cayó como un torrente, barriendo las playas con ciego abandono. El viento golpeaba como un ariete, haciendo que todos los edificios del fuerte temblaran. La ola barrió las arenas, ahogando los rescoldos de los fuegos encendidos por los marinos.
En aquel fulgor Belesa vio, a través de la cortina de la lluvia cortante, las tiendas de los bucaneros voladas y convertidas en harapos. Vio a los propios hombres acercarse dando tumbos al fuerte, prácticamente derrotados por las arenas y la furia del impacto. También vio, delineado contra el destello azul, el barco de Zarono liberado de sus anclas, dirigiéndose directamente hacia los arrecifes rocosos que abrían sus brazos para recibirlo.