El Extraño
El Extraño
La bruma azulada se había condensado para crear una monstruosa figura oscura, apenas definida, que llenaba uno de los extremos de la cueva, absorbiendo a las figuras sentadas e inmóviles. Apenas lograba vislumbrar unas orejas puntiagudas y un par de cuernos.
Al tiempo que los enormes brazos surgían como tentáculos hacia su garganta, el cimmerio, rápido como el rayo, atacó con su hacha picta. Fue como golpear un tronco de ébano. La fuerza del corte rompió la empuñadura del arma y lanzó la cabeza de cobre volando por la estancia. Sin embargo, por lo que el bárbaro sabía, apenas había arañado la carne de su enemigo. Hacía falta algo más que un filo ordinario para perforar la piel de un demonio. Los dedos monstruosos comenzaron a cerrarse alrededor de su garganta, tratando de romperle el cuello como si fuera un junco. Conan no había sentido una fuerza tal desde que combatiera contra Baal-pteor en el templo de Hanuman, en Zamboula.
Al sentir los dedos hirsutos contra su piel, tensó los grandes músculos de su cuello y agachó la cabeza todo lo que pudo, tratando de dar a su enemigo sobrenatural la menor ventaja posible. Dejó caer el cuchillo y la empuñadura rota del hacha, aferró las enormes muñecas negras y estiró sus piernas hacia arriba, golpeando con toda su fuerza el pecho de la criatura.
El tremendo impulso de las poderosas piernas y la espalda del cimmerio liberaron su cuello de la presa mortal y lo enviaron volando por el túnel por el que había venido. Aterrizó de espaldas sobre el suelo de piedra, pero se incorporó en un rápido movimiento ignorando sus heridas para huir o pelear, según requiriese la ocasión.
Sin embargo, mientras esperaba agazapado observando la puerta de la cueva interior, no vio aparecer tras él ninguna forma monstruosa. En cuanto Conan se hubo liberado de su presa, la criatura se había disuelto en la bruma azulada de la que había surgido. Había desaparecido.
Se mantuvo preparado para girar y correr por el túnel mientras los temores supersticiosos de los bárbaros corrían por su cabeza. Aunque era valiente hasta el punto de la temeridad al enfrentarse a hombres y a bestias, lo sobrenatural le producía un pánico incontrolable.
¡Ése era el motivo por el que los pictos habían huido! Debería haber sospechado de algún peligro así. Recordó todo lo que había aprendido sobre demonios en su juventud en la nubosa Cimmeria, y más tarde en sus viajes por casi todo el mundo civilizado. Se decía que el fuego y la plata eran letales para los diablos, pero en aquel momento no disponía de ellos. Sin embargo, si los espíritus podían asumir una somera forma material, en cierto modo sufrían las limitaciones de ese estado. Aquel monstruo, por ejemplo, no podía correr más rápido que una bestia de su tamaño y forma generales, y el cimmerio pensaba que podía superarlo a la carrera en caso de necesidad.
Controlando su miedo, gritó con audacia juvenil.
—¡Eh, cara fea!, ¿no piensas salir?
No hubo respuesta; la bruma azulada seguía girando en la cámara, pero conservaba su forma difusa. Pasándose la mano por el cuello herido, el cimmerio recordó una historia picta sobre un demonio enviado por un brujo para matar a un grupo de hombres extraños del mar, pero que fue después confinado en una cueva para que, una vez conjurado y dado forma material, no se volviera contra quien le había arrancado de su infierno natal.
Una vez más, Conan volvió su atención hacia los cofres que se amontonaban en las paredes del túnel…
De vuelta en el fuerte, el conde saltó.
—¡Fuera, rápido! —dijo abriendo las puertas—. ¡Arrastrad ese escudo hasta aquí antes de que lleguen los extraños!
—Pero Strombanni ha huido —protestó Galbro—, y ese barco es zingarano.
—¡Haced como os he ordenado! —rugió Valenso—. ¡No todos mis enemigos son extranjeros! ¡Afuera perros, treinta de vosotros! ¡Traed el escudo hasta la empalizada!
Antes de que el nuevo barco pudiera fondear cerca de donde lo había hecho el bajel pirata, los soldados de Valenso habían recuperado el artefacto y lo habían introducido de costado dentro del fuerte.
Desde la ventana de la casa del señor, Tina estaba confusa.
—¿Por qué no abre el conde las puertas y sale a recibirlos? ¿Le asusta que el hombre al que teme pueda encontrarse en ese barco?
—¿A qué te refieres, Tina? —preguntó inquieta Belesa. Aunque el conde no era un hombre que huyera de sus enemigos, nunca había explicado el motivo de su exilio. La convicción de Tina era molesta, casi increíble. La joven no había parecido haber oído la voz de Belesa.
—Los hombres han regresado —dijo—. Las puertas vuelven a estar cerradas y atrancadas, y los soldados están de nuevo en sus puestos tras la empalizada. Si ese barco perseguía a Strombanni, ¿por qué no lo sigue haciendo? No es una galera de guerra, sino una carraca como la otra. Mira, un bote se acerca a la costa. Veo a un hombre en la proa, embozado en una capa oscura.
Cuando la barca alcanzó la orilla, el recién llegado se acercó lentamente por la arena, seguido por otros tres. Era un hombre alto y poderoso, vestido con seda negra y acero pulido.
—¡Alto! —rugió el conde—. ¡Hablaré con vuestro líder a solas!
El extraño se quitó el yelmo e hizo una reverencia. Sus compañeros se detuvieron y abrieron sus capas. Tras ellos, los marinos se inclinaban sobre los remos para observar la bandera que ondeaba en la empalizada.
Cuando el jefe se acercó lo suficiente a las puertas, dijo:
—¡Vaya, pensaba que no debería haber suspicacias entre caballeros en estas aguas desiertas!
Valenso le observó inquieto. El extraño era de aspecto siniestro, con un rostro depredador y un fino bigote negro. Llevaba un pañuelo de encaje en la garganta, así como en las muñecas.
—Te conozco —dijo Valenso lentamente—. Eres Zarono el Negro, el bucanero.
El extraño volvió a inclinarse con elegancia.
—¡Y nadie podía no distinguir el halcón rojo de los Korzettas!
—Parece que esta costa se está convirtiendo en punto de reunión de todos los bribones de los mares del sur —gruñó el conde—. ¿Qué deseas?
—Vamos, vamos, señor —protestó Zarono—. Me dais una pobre bienvenida para haberos prestado un gran servicio. ¿No era ese perro de Argos, Strombanni, el que hace unos momentos acosaba vuestras puertas? ¿No desapareció raudo en cuanto me vio doblar el cabo?
—Cierto —gruñó el conde a regañadientes—, aunque no hay mucho que elegir entre un pirata y un renegado.
Zarono rio sin resentimiento y se afinó el bigote.
—Sois de habla tosca, mi señor, pero no deseo más que vuestro permiso para fondear en vuestra bahía, de modo que mis hombres puedan buscar carne y agua en vuestros bosques, y, quizá, beber yo mismo un vaso de vino con vos.
—No veo el modo de impedirlo —respondió Valenso—, pero entiende esto, Zarono: nadie de tu tripulación traspasará mi empalizada. Si alguno se acerca más de treinta pasos recibirá una flecha en el estómago. También te ordeno que no dañes mis jardines, ni al ganado en los rediles. Podrás quedarte con un buey para que dispongas de carne fresca, pero nada más. Y, en caso de que tengas otras ideas, puedo defender este fuerte contra los rufianes.
—Vos mismo no teníais mucho éxito contra Strombanni —señaló el bucanero con sonrisa burlona.
—Esta vez no encontrarás madera para construir escudos, salvo que tales árboles o destruyas tu propio barco —aseguró sombrío el conde—. Y tus hombres no son arqueros baracanos, pues no son mejores que mis soldados. Además, no encontrarás aquí dentro botín que merezca la pena el coste.
—¿Quién habla de guerras y botines? —protestó Zarono—. No, mis hombres ansían estirar las piernas por la costa, y están cansados de mascar cerdo salado. ¿Pueden desembarcar? Garantizo su buena conducta.
Valenso dio a regañadientes su consentimiento con un ademán. Zarono se inclinó con una mueca burlona y se retiró con el mismo gesto que hubiera empleado en los suelos de cristal pulido de la corte real de Kordava (donde, se rumoreaba, había sido una vez una figura conocida).
—Que ningún hombre abandone la empalizada —ordenó Valenso a Galbro—. No confío en esa escoria renegada. El que haya expulsado a Strombanni de nuestras puertas no garantiza que no quiera cortarnos las gargantas personalmente.
El senescal asintió. Era bien consciente de la enemistad que existía entre los piratas y los bucaneros zingaranos. Los primeros eran, en su mayor parte, marinos de Argos fuera de la ley; en el caso de aquellos filibusteros, a la antigua disputa entre Argos y Zíngara se unía la rivalidad por los intereses opuestos. Los dos caían sobre los barcos mercantes y los pueblos costeros, y se atacaban mutuamente con igual codicia.
De modo que nadie abandonó la muralla mientras los bucaneros desembarcaban; eran hombres de tez oscura con ropas de seda roja y armas de acero. Llevaban pañuelos anudados en la cabeza y aretes de oro en las orejas. Ciento setenta y cinco acamparon en la playa, y Valenso notó que Zarono apostaba guardias en el perímetro. No entraron en los jardines, y el buey designado por el conde fue liberado y sacrificado. Allí mismo encendieron fuegos, abriendo un tonel de cerveza que se llevó a tierra desde el barco.
Otros barriles se llenaron de agua de la fuente situada al sur de la empalizada, al tiempo que hombres armados con ballestas entraban en el bosque. Viendo esto, Valenso se vio obligado a avisar a Zarono, que caminaba de un lado a otro en su campamento.
—¡No dejes que tus hombres entren en el bosque! Toma otro buey de los establos si no tienes carne suficiente, pues si entran a cazar pueden ser presa de los pictos. Tribus enteras de diablos tatuados viven ahí dentro. Logramos rechazar un ataque poco después de desembarcar, y desde entonces seis de mis hombres han sido asesinados en la selva. Ahora tenemos una tregua, pero está pendiente de un hilo. ¡No quiero arriesgarme a empeorar la situación!
Zarono dirigió una mirada sorprendida hacia los bosques, como si esperara ver a una horda de salvajes acechando. Luego se inclinó.
—Os agradezco la advertencia, mi señor —gritó a sus hombres para que regresaran, con una voz áspera que contrastaba con el acento cortesano que empleaba al dirigirse al conde.
Si la vista de Zarono hubiera podido penetrar en la espesura, hubiera sentido una mayor aprensión. Vería la figura siniestra que allí acechaba, observando a los extraños con unos inescrutables ojos negros. Era un guerrero con tatuajes repulsivos, desnudo salvo por un taparrabos y una pluma de ave colgada de su oreja izquierda.
A medida que llegaba la noche, un velo gris surgió en el horizonte y comenzó a cubrir el cielo. El sol desapareció con sus tonos rojizos, tiñendo las olas negras de sangre. La bruma surgió del mar y ascendió hasta lamer el límite del bosque, enroscándose en la empalizada como unos tentáculos humeantes. Los fuegos en la playa tenían un brillo apagado, y el canto de los bucaneros parecía amortiguado y lejano. Habían traído con ellos viejas velas de la carraca con las que elaboraron refugios en los que asaban la carne y bebían la cerveza que su capitán les servía.
La gran puerta estaba cerrada y atrancada, y los soldados montaban guardia en los bordes de la empalizada, con la pica al hombro y el agua condensada brillando en sus capacetes de acero. Observaban inquietos los fuegos en la playa y vigilaban con mayor inquietud aún el bosque, ahora una línea vaga y oscura, difuminada por la niebla. El fuerte estaba dormido. Se podía ver alguna vela mortecina a través de las grietas en las cabañas, además de la luz que surgía de las ventanas de la casa del conde. El único sonido era el de los pasos de los centinelas, el goteo del agua de sus cascos y el canto lejano de los bucaneros.
Un débil eco de sus voces llegaba hasta el gran salón, donde Valenso bebía vino con su invitado no deseado.
—Tus hombres parecen contentos —gruñó.
—Están felices por sentir de nuevo arena bajo sus pies —respondió Zarono—. Ha sido un viaje agotador, con una larga persecución. —Levantó la copa elegante como saludo a la muchacha silenciosa sentada a la derecha de su anfitrión, y bebió con ceremonia.
A los lados esperaban ayudantes impasibles: los soldados con picas y cascos, los sirvientes con túnicas. La casa de Valenso en aquellas tierras salvajes era un pálido reflejo de la corte que había tenido en Kordava.
La casa señorial, como insistía en llamarla, era una maravilla en aquel lugar remoto. Cien hombres habían trabajado noche y día durante meses para construirla. Aunque el exterior de troncos estaba desprovisto de todo adorno, por dentro era una reproducción lo más exacta posible del Castillo Korzetta. Los troncos que componían las paredes quedaban ocultos por pesados tapices de seda trabajados en oro. Las vigas del barco, lavadas y pulidas, formaban el techo. El suelo había sido cubierto con ricas alfombras, y la escalera que ascendía desde el salón estaba también cubierta. La balaustrada había sido en el pasado la borda de un galeón.
El fuego en la chimenea de piedra alejaba la humedad de la noche, y las velas en un gran candelabro de plata en el centro del tablero de caoba iluminaban el salón, proyectando sombras sobre el resto de la casa.
El conde Valenso estaba sentado en la cabecera de la mesa, presidiendo un grupo compuesto por su sobrina, su invitado pirata, Galbro y el capitán de la guardia. El pequeño tamaño de la reunión enfatizaba las proporciones de la mesa, en la que podrían haberse sentado cincuenta con facilidad.
—¿Seguías a Strombanni? —preguntó Valenso—. ¿Lo has expulsado hasta aquí?
—Lo seguía —rio Zarono—, pero no huía de mí. Ese pirata no huye de nadie, no. Venía buscando algo… algo que yo también deseo.
—¿Qué podría tentar a un pirata o a un bucanero tanto como para acudir a esta tierra perdida? —murmuró el conde, observando el contenido de su copa.
—¿Qué podría tentar a un conde de Zingara? —replicó Zarono, con una luz brillante en la mirada.
—La putrefacción de la corte real puede enfermar a un hombre de honor —respondió Valenso.
—Korzettas honorables han soportado su podredumbre con tranquilidad durante muchas generaciones —replicó el bucanero—. Mi señor, saciad mi curiosidad: ¿por qué vendisteis vuestras tierras, cargasteis vuestro galeón con la decoración de vuestro castillo y navegasteis hasta el horizonte, alejándoos del regente y los nobles de Zíngara? ¿Por qué os asentasteis aquí, cuando vuestra espada y vuestro nombre pueden labraros un lugar en cualquier tierra civilizada?
Valenso jugueteó con el sello de oro que llevaba en una cadena alrededor del cuello.
—Respecto a por qué dejé Zíngara —dijo—, es un asunto personal. Fue el azar el que me trajo aquí. Había desembarcado a toda mi gente y parte de la decoración que mencionaste, pretendiendo construir un asentamiento temporal. Pero mi barco, anclado en la bahía, fue arrastrado hasta los acantilados del cabo norte y destruido por una repentina tormenta. Son comunes en ciertas épocas del año. Después de aquello, no podía hacer más que quedarme y sacar todo lo posible de la situación.
—Entonces, ¿regresaríais a la civilización de poder hacerlo?
—No a Kordava, pero sí quizá a un lugar lejano, como Vendhya o incluso Khitai…
—¿No os aburrís aquí, mi señora? —preguntó Zarono, dirigiéndose por primera vez directamente a Belesa.
El ansia por ver una cara nueva y oír una voz diferente había llevado a la muchacha al gran salón aquella noche, pero ahora deseaba haberse quedado en su cuarto con Tina. No había modo de confundir el significado de la mirada de Zarono. Aunque su habla era decorosa y formal, su expresión sobria y respetuosa, no era más que una máscara por la que asomaba el espíritu violento y siniestro de aquel hombre. No podía alejar el deseo ardiente de sus ojos cuando observaba la aristocrática belleza de Belesa, oculta tras un vestido de amplio escote y un cinturón enjoyado.
—No hay mucha variedad aquí —respondió en voz baja.
—Si tuvierais un barco —preguntó bruscamente Zarono a su anfitrión—, ¿abandonaríais este asentamiento?
—Quizá —admitió el conde.
—Tengo un barco. Si llegáramos a un acuerdo…
—¿Qué clase de acuerdo? —preguntó Valenso, observando a su huésped con suspicacia.
—Algo a cambio de algo —respondió el bucanero, apoyando los dedos de la mano sobre la mesa, como las patas de una enorme araña. Temblaba por la tensión, y en su mirada se adivinaba una nueva luz.
—¿Qué a cambio de qué? —insistió Valenso, con evidente estupor—. El oro que traje conmigo se hundió con mi barco y, al contrario que los maderos destrozados, no llegó flotando a la costa.
—¡No hablo de eso! —dijo Zarono con gesto impaciente—. Seamos francos, mi señor. ¿Pretendéis que crea que fue el azar el que os trajo a este lugar, de los miles de kilómetros de costa?
—No pretendo nada —respondió fríamente Valenso—. El capitán de mi barco era Zingelito, un antiguo bucanero. Conocía esta costa y me persuadió de que atracáramos aquí, diciéndome que tenía un motivo que revelaría más adelante. Pero nunca llegamos a conocerlo, pues un día después de llegar desapareció en los bosques. Su cuerpo decapitado fue hallado más tarde por una partida de caza. No hay duda de que había caído en una emboscada de los pictos.
Zarono observó fijamente al conde durante un tiempo.
—¡Que me hundan! —dijo al fin—. Os creo, mi señor. Los Korzetta no saben mentir, a pesar de sus muchos otros logros. Os haré una propuesta: admito que, al fondear en vuestra bahía, tenía otros planes en mente. Suponiendo que ya habríais asegurado el tesoro, pretendía tomar el fuerte con estrategia y cortaros la garganta, pero las circunstancias me han hecho cambiar de idea… —dijo lanzando una mirada a Belesa que hizo que la joven se ruborizara y levantara la cabeza indignada—. Tengo un barco con el que sacaros de vuestro exilio, con vuestra familia y algunos sirvientes que elijáis. El resto deberá valerse por sí mismo.
Los ayudantes en la estancia se miraron inquietos. Zarono siguió, con una cínica brutalidad que impedía ocultar sus intenciones.
—Sin embargo, primero debéis ayudarme a hacerme con el tesoro por el que he navegado miles de kilómetros.
—¿Qué tesoro, en nombre de Mitra? —exigió el conde enfadado—. Ya farfulláis como el perro de Strombanni.
—¿Habéis oído hablar del Sangriento Tranicos, el mayor de los piratas baracanos?
—¿Y quién no? Fue quien asaltó el castillo en la isla del príncipe exiliado, Tothmekri de Estigia, pasando a todos por la espada y robando el tesoro que el príncipe había llevado con él al huir de Khemi.
—¡Así es! Y la historia de ese tesoro atrajo a los hombres de la Hermandad Roja como la carroña a los buitres: piratas, bucaneros e incluso los corsarios negros del sur. Temiendo la traición de sus capitanes, Tranicos huyó al norte con un barco, desapareciendo para siempre. Eso sucedió hace más o menos cien años. Sin embargo, persisten los relatos que aseguran que un hombre sobrevivió al último viaje y regresó con los baracanos, solo para ser capturado por una galera de guerra zingarana. Antes de ser ahorcado contó su historia y dibujó un mapa con su propia sangre en un pergamino, que fue robado a su captor. Este era su relato: Tranicos había navegado mucho más allá de las rutas comerciales, hasta legar a una bahía en una costa solitaria, donde fondeó. Desembarcó tomando su tesoro y a once de sus capitanes de mayor confianza, que le habían acompañado en el barco. Siguiendo sus órdenes, el buque se alejó para regresar a la semana, recogiendo al almirante y a sus capitanes. Mientras tanto, Tranicos pretendía ocultar el tesoro cerca de la bahía. El barco regresó en el tiempo indicado, pero no encontró rastro ni de Tranicos ni de sus once acompañantes, salvo una tosca morada construida en la playa. Había sido destruida y había huellas de pies desnudos alrededor, pero no señales de lucha.
Tampoco se veía el tesoro por ninguna parte, ni había evidencias que indicaran dónde estaba escondido. Los piratas entraron en el bosque en busca de su jefe. Tenían con ellos a un bossonio experto en los bosques y en seguir huellas, de modo que rehicieron el camino de los hombres perdidos, siguiendo viejos caminos que se alejaban varios kilómetros de la costa. Cansados, hicieron que un vigía subiera a un árbol; les informó de que cerca se encontraba una gran peña que surgía como una torre en el centro del bosque. Reanudaron la marcha, pero entonces fueron atacados por una banda de pictos y expulsados de vuelta a la playa. Sin embargo, antes de llegar a las baracas una terrible tempestad destruyó el barco, dejando a este único superviviente. Esta es la historia del tesoro de Tranicos, que los hombres han buscado en vano desde hace un siglo. Se sabe que existe el mapa, pero su situación es un misterio. Yo he podido vislumbrarlo. Strombanni y Zingelito estaban conmigo, así como un nemedio que navegaba con los baracanos. Lo vimos en Messantia, donde acechábamos disfrazados. Alguien tumbó la lámpara y se oyó un grito en la oscuridad, y cuando volvimos a conseguir luz, el viejo dueño del mapa tenía un puñal en el corazón y el propio mapa había desaparecido. La patrulla nocturna llegó con sus picas a investigar los ruidos y nos tuvimos que dispersar, cada uno por nuestro lado. Durante años Strombanni y yo nos vigilamos, suponiendo que era el otro el que tenía el mapa. Al parecer, ninguno se lo había quedado. Sin embargo, hace poco oí que el muy perro había partido hacia el norte, de modo que lo seguí. Ya habéis visto el fin de la persecución. No pude ver el mapa más de unos instantes y no podría decir nada sobre él, pero los actos de Strombanni muestran que sabe que ésta es la bahía en la que atracó Tranicos.
Creo que ocultó el tesoro en esa gran colina rocosa o cerca de ella, siendo asesinado por los pictos a su regreso. Los salvajes no se hicieron con las riquezas, porque nadie que haya recorrido esta costa ha visto jamás joyerías extrañas u ornamentos de oro en manos de las tribus. Ésta es mi propuesta: combinemos nuestras fuerzas. Strombanni está cerca. Huyó porque temía verse atrapado entre nosotros dos, pero regresará. Sin embargo, aliados podemos reírnos de él. Podemos operar desde el fuerte, dejando hombres suficientes para repeler cualquier ataque. Creo que el tesoro está escondido cerca. Doce hombres no podrían haberlo llevado muy lejos. Lo encontraremos, lo subiremos a bordo de mi barco y marcharemos a algún puerto extranjero donde pueda cubrir mi pasado con oro. Me he cansado de esta vida. Quiero regresar a tierras civilizadas y vivir como un noble, con riquezas, esclavos, un castillo… y una esposa de sangre noble.
—¿Y bien? —demandó el conde, con los ojos entrecerrados por la sospecha.
—Dadme a vuestra sobrina por esposa —exigió el bucanero.
Belesa lanzó un gritó y se puso en pie. Valenso también se incorporó pálido, aferrando fuertemente la copa como si pensara en lanzársela a su invitado. Zarono no se inmutó y se quedó sentado, con un brazo sobre la mesa y los dedos doblados como garras. Sus ojos ardían amenazadores.
—¡Cómo osas! —gritó conde.
—Parecéis olvidar que habéis caído de vuestra alta posición, Conde Valenso —gruñó Zarono—. No estáis en la corte de Kordava, mi señor. En esta costa perdida la nobleza se mide por el poder de los hombres y las armas, y ahí os supero. Son extranjeros los que ocupan el Castillo Korzetta, y vuestra fortuna se encuentra en el fondo del mar. Moriréis aquí, en el exilio, a no ser que os ceda el uso de mi buque. No tendréis motivo para lamentar la unión de nuestras casas. Con un nuevo nombre y una nueva fortuna, descubriréis que Zarono el Negro puede tomar su lugar entre los aristócratas del mundo y ser un sobrino político del que ni siquiera un Korzetta se avergonzaría.
—¡Estás loco por solo pensar en ello! —exclamó violento el conde—. ¡Tú…! ¿Qué es eso?
El sonido de unos pies ligeros distrajo su atención. Tina entró apresuradamente en el salón. Titubeó al ver los ojos furiosos del conde fijos en ella, hizo una profunda reverencia y rodeó la mesa hasta llegar a Belesa. Se arrojó en sus brazos. Resoplaba, sus sandalias estaban mojadas y tenía el pelo pegado a la cabeza.
—¡Tina! —exclamó ansiosa Belesa—. ¿Dónde has estado? Te creía en tu cuarto hace horas.
—Ahí estaba —aseguró la niña sin respiración—, pero echaba de menos el collar de coral que me disteis… —Sostenía una mera baratija, pero para ella era la más valiosa de sus posesiones porque era el primer regalo que le había hecho su señora—. Tenía miedo de que no me dejarais ir de saberlo. La mujer de un soldado me ayudó a salir de la empalizada y a regresar, y por favor, mi dama, no me hagáis deciros quién es, pues prometí no decirlo. Encontré mi collar junto al estanque en el que me bañé esta mañana. Por favor, castigadme si he obrado mal.
—¡Tina! —protestó Belesa, acercando a la joven—. No te castigaré, pero no deberías haber salido de la empalizada con los bucaneros acampados en la playa. Y siempre está la amenaza de los merodeadores pictos. Te llevaré a tu cuarto y te cambiaré esa ropa húmeda.
—Sí, mi señora, pero antes tengo que hablaros del hombre negro…
—¿Qué? —La atónita interrupción fue un grito de Valenso. Su copa cayó al suelo mientras aferraba la mesa con ambas manos. Si un rayo le hubiera alcanzado, su rostro no podría ser más horrendo que en aquel momento. Estaba blanco y los ojos casi se le salían de las órbitas.
—¿Qué has dicho? —susurró, mirando con ojos salvajes a la muchacha, que se apretó aterrada contra Belesa—. ¿Qué has dicho, niña?
—U-un hombre negro, mi señor… —tartamudeó, mientras Belesa, Zarono y los sirvientes observan al conde extrañados—. Cuando bajé al estanque para buscar mi collar lo vi. Oí un extraño gemido en el viento y el mar pareció protestar, como si tuviera miedo. Entonces apareció. Llegó en un extraño bote negro rodeado por un fuego azul, aunque no vi antorcha alguna. Arrastró su barca hasta las arenas bajo el cabo sur y corrió hacia el bosque. Tenía el aspecto de una rana gigantesca. Era un hombre grande, alto, oscuro como un kushita…
Valenso trastabilló como si hubiera recibido un golpe mortal. Se aferró la garganta, arrancándose la cadena de oro violentamente. Con el rostro de un loco, rodeó la mesa y apartó a la niña de brazos de Belesa.
—¡Tú, pequeña puta! —gritó—. ¡Mientes! ¡Me has oído murmurar en sueños y has mentido para atormentarme! ¡Dime que mientes antes de que te arranque la piel de la espalda!
—¡Tío! —gritó Belesa ultrajada, tratando de recuperar a Tina—. ¿Estáis loco? ¿Qué decís?
Con un gruñido, tiró de la niña y la arrojó dando vueltas contra Galbro, que la recibió con una sonrisa que no trató de ocultar.
—¡Piedad, mi señor! —sollozaba la joven—. ¡No miento!
—¡Digo que mientes! —rugió Valenso—. ¡Gebellez!
El imperturbable sirviente aferró a la temblorosa muchacha y la desnudó con un tirón brutal que le despojó de sus pocas prendas. El hombre pasó los brazos delgados de la joven por sus hombros, alzándola del suelo.
—¡Tío! —gritó Belesa, peleando en vano contra la presa lujuriosa de Galbro—. ¡Estáis loco! No podéis… no podéis… —La voz se ahogó en su garganta mientras Valenso cogía un látigo con la empuñadura incrustada y lo descargaba sobre el frágil cuerpo de la niña, con tal fuerza que dejó una marca de sangre en sus hombros desnudos.
Belesa gimió, sintiendo náuseas al oír el aullido de Tina. El mundo parecía haber enloquecido de repente. Como en una pesadilla, vio los rostros impávidos y bestiales de los soldados y sirvientes, que no mostraban ni piedad ni simpatía alguna. La cara torcida de Zarono era parte de la pesadilla. Nada en aquella bruma escarlata era real, excepto el cuerpo blanco y desnudo de Tina, lleno de heridas rojizas desde los hombros hasta las rodillas; ningún sonido era real, salvo los chillidos agónicos y el resoplar de Valenso al descargar el látigo con una mirada demente.
—¡Mientes! ¡Mientes! ¡Maldita seas, mientes! ¡Admite tu culpa o te desollaré viva! ¡No puede haberme seguido hasta aquí…!
—¡Oh, mi señor, tened piedad! —gritó la niña, que se retorcía en vano en brazos del sirviente, demasiado frenética por el miedo y el dolor como para salvarse con una mentira. La sangre caía sobre sus muslos temblorosos—. ¡Lo vi! ¡No miento! ¡Por favor! ¡Aaaah!
—¡Loco! ¡Loco! —gritó Belesa—. ¿No ves que te está diciendo la verdad? —¡Eres una bestia! ¡Bestia! ¡Bestia!
Un despojo de cordura pareció regresar al cerebro del Conde Valenso de Korzetta. Tiró el látigo y regresó a la mesa, aferrándose ciegamente al borde. Temblaba de pies a cabeza y tenía el pelo pegado a la frente por el sudor; parecía aterrado. Tina, liberada por Gebellez, se derrumbó. Belesa se soltó de Galbro y corrió sollozando hacia ella, cayendo a su lado de rodillas. Tomó a la pequeña en sus brazos y alzó los ojos para ver a su tío, vertiendo sobre él toda su ira… aunque él no le devolvió la mirada. Parecía haberlas olvidado a las dos. Incrédula, oyó cómo su tío respondía al bucanero.
—Acepto tu oferta, Zarono. ¡En nombre de Mitra, encontremos ese maldito tesoro y marché ■ monos de esta condenada costa!
Al oír esto, el fuego de la furia de Belesa se convirtió en cenizas. En atónito silencio, levantó a la joven gimoteante en sus brazos y se la llevó escaleras arriba. Una mirada atrás le mostró a Valenso, inclinado sobre la mesa, bebiendo vino de una enorme copa que aferraba con manos temblorosas. Zarono se encontraba sobre él como un siniestro pájaro de presa, sorprendido por el giro de los acontecimientos pero presto a aprovechar la ventaja del cambio sufrido por el conde. Hablaba con voz baja y decidida y Valenso asentía mudo, como si apenas oyera lo que se le estaba diciendo. Galbro se ocultaba en las sombras, con el mentón apoyado entre el índice y el pulgar. Los sirvientes se lanzaban miradas furtivas, incrédulos ante el derrumbamiento de su señor.
En su cuarto, Belesa depositó a la chica sobre la cama y se sentó para lavarla y aplicarle ungüentos que aliviaran el dolor en los cortes. Tina se rindió sumisa a las manos de su señora, gimiendo débilmente. Belesa sentía que su mundo se derrumbaba. Se sentía asqueada y confusa, y sus nervios no se habían repuesto de la brutalidad que acababan de contemplar. El miedo y el odio hacia su tío crecían en su alma. Nunca lo había querido. Era duro y codicioso, y parecía carecer de afecto natural, pero siempre lo había considerado justo e intrépido. Las náuseas regresaron al recordar sus ojos y su rostro mortecino. Algún terrible miedo había provocado su frenesí, y por él había destrozado a la única criatura por la que ella sentía amor y dicha. Por miedo vendía a su propia sobrina a un infame forajido. ¿Qué se ocultaba tras aquella locura? ¿Quién era el hombre negro al que Tina había visto?
La niña murmuró algo, casi delirante.
—¡No mentí, mi señora! ¡No lo hice! ¡Había un hombre negro en un bote negro que ardía como el fuego azul en el agua! ¡Era un hombre alto, casi tan oscuro como un kushita, embozado en una capa negra! Me asusté al verlo y me quedé blanca. Dejó su barca en la arena y se adentró en el bosque. ¿Por qué me fustiga el conde por haberlo visto?
—Calla, Tina —susurró Belesa—. Guarda silencio. El dolor pasará pronto.
La puerta se abrió de nuevo y Belesa se giró, aferrando una daga enjoyada. En el umbral esperaba el conde, provocándole un escalofrío. Parecía haber envejecido varios años. Su rostro era ceniciento y su mirada le hacía temblar. Nunca había estado muy unida a él, pero ahora sentía un abismo entre los dos. No era su tío el que se encontraba ahí, sino un extraño que le amenazaba.
Alzó la daga.
—Si vuelves a tocarla, juro por Mitra que te hundiré este puñal en el corazón —susurró.
Él la ignoró.
—He apostado una fuerte guardia alrededor de la casa —dijo—. Zarono traerá a sus hombres tras la empalizada mañana. No se marchará hasta haber encontrado su tesoro. Cuando lo haga, nos marcharemos hacia un puerto que aún no hemos decidido.
—¿Y me venderás a él? —preguntó—. En nombre de Mitra…
Posó sobre ella una mirada en la que había desaparecido toda consideración que no fuera su propio interés. Belesa se encogió al ver la frenética crueldad que poseía a aquel hombre ante su misterioso terror.
—Harás lo que te ordene —dijo sin el menor rastro de humanidad. Se dio la vuelta y abandonó la estancia. Cegada por el horror, Belesa cayó sollozando junto a la cama en la que descansaba Tina.