Los hombres Tatuados

Los hombres Tatuados

El claro parecía vacío, pero de repente surgió un hombre agazapado entre los arbustos. No se había producido un solo ruido que alertara a las ardillas de su llegada, pero los pájaros de plumaje grisáceo que disfrutaban del sol en el lugar se asustaron ante su repentina aparición, levantando el vuelo con un estruendo de graznidos. El hombre frunció el ceño y miró rápidamente por encima del hombro, como si temiera que las aves hubieran delatado su posición a algún perseguidor invisible. Entró en el claro, midiendo sus pasos cuidadosamente.

A pesar de su cuerpo enorme y musculoso, se movía con la seguridad y la precisión de un leopardo. Estaba desnudo, salvo por un harapo atado en su entrepierna, y sus miembros estaban llenos de cicatrices por los espinos y el barro seco. En el musculoso brazo izquierdo llevaba atado un vendaje sucio. La melena era negra y el rostro severo, y sus ojos ardían como los de un lobo herido. Cojeaba levemente, siguiendo el pálido sendero que se adentraba en el espacio abierto.

A mitad de camino se detuvo y giró con agilidad felina, encarándose con el lugar que acababa de dejar. Del bosque llegó un largo aullido. A otro hombre no le hubiera parecido más que la llamada de un lobo, pero él sabía que no se trataba de ningún animal. Era un cimmerio, y comprendía las voces de la naturaleza como un hombre de la ciudad reconocía las voces de sus amigos.

La rabia ardía en sus ojos inyectados en sangre, pero se volvió una vez más y se apresuró por el sendero. El camino, tras dejar el claro, corría paralelo a una densa espesura. Entre la senda y esta barrera vegetal había derribado un grueso tronco, profundamente embebido en la tierra. Cuando el cimmerio lo vio, se detuvo y observó el claro. Alguien normal no podía saber que había pasado por ahí, pero para un conocedor de los bosques las pruebas eran visibles, como lo eran para los ojos atentos que le perseguían. Gruñó como una bestia acosada dispuesta a saltar sobre sus enemigos.

Caminó con deliberado descuido por el camino, aplastando la hierba y alguna rama ocasional. Después, al llegar hasta el extremo del enorme tronco, saltó sobre él, giró sobre los talones y corrió. Como el corcho estaba carcomido hacía mucho por los elementos, no dejó señal alguna que indicara que había vuelto sobre sus pasos. Cuando alcanzó la zona más densa de la espesura desapareció en ella como una sombra, dejando apenas una hoja rota que señalara su paso.

Transcurrieron los minutos. Las ardillas comenzaban de nuevo a recoger sus frutos, pero de repente se aplastaron contra las ramas y quedaron en silencio. El claro era invadido por segunda vez. Tan silenciosamente como había llegado el primer hombre, otros tres aparecieron en el extremo este. Eran de piel oscura y baja estatura, con pechos y brazos musculosos. Vestían taparrabos de piel de ciervo y una pluma de águila en el moño negro que coronaba sus cabezas. Llevaban el cuerpo tatuado con complejos diseños e iban equipados con armas toscas de cobre maleado.

Escudriñaron cuidadosamente el claro antes de salir a campo abierto, lo que hicieron titubeantes, en fila india y caminando cautos como leopardos, agachados para observar el sendero. Estaban siguiendo el rastro del cimmerio, algo difícil incluso para sabuesos humanos como ellos. Avanzaban lentamente, hasta que uno se tensó, gruñó y señaló con su espada de hoja ancha una brizna de hierba aplastada donde el camino volvía a introducirse en el bosque. Todos se detuvieron inmediatamente, escudriñando con sus ojos negros la espesura. Sin embargo, su presa estaba bien escondida. Al no ver nada que despertara sus sospechas reanudaron la marcha, esta vez con mayor rapidez. Siguieron las leves marcas que indicaban que su presa se había vuelto descuidada, ya fuera por debilidad o desesperación.

Acababan de pasar el punto en el que la espesura estaba más cerca del viejo camino cuando el cimmerio apareció tras ellos, blandiendo las armas que había sacado de su taparrabos: un largo cuchillo de cobre en su mano izquierda y un hacha del mismo material en la derecha. El ataque fue tan rápido e inesperado que el picto que cerraba la fila no pudo evitar que el bárbaro le hundiera el cuchillo entre los hombros. La hoja le atravesó el corazón antes de que supiera que estaba en peligro.

Los otros dos se giraron con la velocidad de los salvajes, pero al tiempo que el cimmerio extraía el cuchillo de la espalda de su primera víctima, conectaba un tremendo golpe con el hacha. El segundo picto aún se estaba girando cuando el hacha le hendió el cráneo hasta la mandíbula.

El guerrero restante, un jefe por la punta escarlata de su pluma de águila, se lanzó al ataque como un poseso, apuñalando a su enemigo en el pecho mientras éste sacaba el hacha de la cabeza del muerto. El bárbaro tenía la ventaja de su mayor inteligencia, y de blandir un arma en cada mano. El hacha detuvo la acometida de la lanza mientras el cuchillo ascendía hacia el estómago tatuado.

Un terrible aullido surgió de la garganta del picto mientras se derrumbaba, destripado. El grito de furia atónita y bestial fue respondido por un coro de alaridos a lo lejos, al este del claro. El cimmerio recuperó rápidamente el equilibrio y se agazapó como un animal salvaje, profiriendo un gruñido mientras se limpiaba el sudor de la frente. La sangre que manaba del vendaje le caía por el antebrazo.

Con una imprecación incoherente y entrecortada, giró sobre sus talones y huyó hacia el oeste. Ya no vigilaba sus pasos, sino que corría con toda la velocidad que le permitían sus largas piernas, haciendo uso de la prodigiosa resistencia con la que la naturaleza compensaba la existencia de los bárbaros. A su espalda el bosque permanecía en silencio, pero entonces llegaron los aullidos demoníacos y supo que sus perseguidores habían encontrado los cadáveres. No tenía aliento para maldecir la sangre que manaba de la herida reabierta, dejando un rastro que hasta un niño podía seguir. Había pensado que tal vez los tres pictos fueran los últimos de la partida que le había seguido durante más de ciento cincuenta kilómetros, pero debería haber sabido que aquellos lobos humanos nunca abandonaban un rastro de sangre.

Los bosques volvieron a quedar en silencio, lo que significaba que corrían tras él, siguiéndolo por el goteo de sangre que era incapaz de detener.

Un viento del oeste, salado, húmedo y reconocible, le golpeó en la cara. Se sorprendió. Si estaba tan cerca del mar, la persecución debía haber sido más larga de lo que imaginaba.

Pero estaba a punto de concluir, ya que incluso su vitalidad animal comenzaba a resentirse por el terrible esfuerzo. Inspiró profundamente para conseguir más aire, pero una punzada de dolor le perforó el costado. Las piernas le temblaban por la fatiga, y la que tenía herida le dolía como una cuchillada en los tendones cada vez que la apoyaba. Había seguido los instintos de la naturaleza que le había criado, agotando cada nervio y cada músculo, empleando todos sus trucos para sobrevivir. Ahora, cerca de su fin, obedecía a otro instinto: el de encontrar un lugar en el que esperar y vender su vida al mayor precio posible.

No dejó el camino que recorría la espesura. Sabía que era fútil intentar evadir ahora a sus perseguidores. Corrió por el bosque mientras la sangre le palpitaba cada vez con más fuerza en los oídos y su aliento se convertía en una tortura dolorosa. A su espalda oyó un grito demente, señal de que sabían que estaban cerca de su presa y de que esperaban alcanzarla muy pronto. Llegarían como una manada de lobos famélicos, aullando sin cesar.

Salió de repente de la espesura y vio, frente a él, la cara de un acantilado que ascendía casi vertical desde el suelo, sin pendiente previa. Un rápido vistazo a izquierda y a derecha le indicó que se encontraba ante un afloramiento aislado que se alzaba como una torre desde las profundidades del bosque. Siendo niño, el cimmerio había escalado las empinadas colinas de su tierra natal, pero aunque en buenas condiciones hubiera podido intentar ascender por aquel precipicio, sabía que en su estado debilitado no tenía muchas posibilidades. Para cuando hubiera conseguido subir diez metros, los pictos aparecerían del bosque y lo asaetearían.

Sin embargo, quizá las demás caras del peñasco fueran más fáciles. El camino se curvaba alrededor de la roca, dirigiéndose a la derecha. Lo siguió y descubrió que la falda oeste se levantaba con más suavidad, creando un escarpado camino de rocas que ascendía hasta una amplia cornisa cerca de la cima.

Aquel saliente era un lugar tan bueno como cualquier otro para morir. Mientras el mundo a su alrededor quedaba cubierto por una confusa neblina rojiza, ascendió por el camino ayudándose con las manos y las rodillas en las zonas más empinadas, sosteniendo el cuchillo entre los dientes.

Aún no había alcanzado el saliente cuando unos cuarenta salvajes tatuados aparecieron al otro lado del peñasco, aullando como lobos. Al ver a su presa, sus gritos aumentaron hasta alcanzar un volumen diabólico y corrieron hasta la base de la ascensión, disparando flechas. Las saetas llovían alrededor del hombre, clavándosele una en la pantorrilla. Sin detenerse un instante, el bárbaro se la arrancó y la arrojó a un lado, ignorando las flechas menos precisas que se estrellaban cerca de su cabeza. Se aupó agónico por el borde de la cornisa y se volvió, sacando su hacha y tomando el cuchillo con la mano libre. Se quedó mirando a sus perseguidores desde aquel lugar, mostrando solo su cabello y sus ojos salvajes. El pecho le dolía al tomar grandes bocanadas descontroladas. Apretó fuertemente los dientes para contener las nauseas.

Sólo unas pocas flechas más silbaron cerca, ya que la horda sabía que la presa estaba acorralada. Los guerreros gritaron y saltaron hacia la base del peñasco, armados con hachas. El primero en llegar a la zona por la que se podía ascender era un fuerte luchador, con la punta de la pluma pintada de rojo para denotar su posición. Se detuvo un instante, con un pie en el camino ascendente y una flecha preparada. Echó la cabeza hacia atrás y separó los labios para lanzar un grito exultante… pero nunca llegó a soltar la cuerda. Se quedó inmóvil, mientras la sed de sangre de su mirada daba paso a una atónita comprensión. Se volvió hacia sus guerreros e hizo un gesto con la mano para que dejaran de gritar. Aunque el hombre en la cornisa comprendía la lengua picta, estaba demasiado lejos como para entender el significado de las frases entrecortadas del jefe.

Todos quedaron en silencio y observaron mudos, pero no hacia su presa, sino hacia la propia roca. Entonces, sin más titubeos, desarmaron sus arcos y los guardaron en las aljabas de piel que colgaban de sus cintos, se dieron la vuelta y corrieron por el camino por el que habían venido, desapareciendo por la curva de la colina sin mirar atrás ni una sola vez.

El cimmerio estaba atónito. Conocía demasiado la naturaleza picta como para no ver que no pensaban regresar. Era evidente que volvían a sus aldeas, a cientos de kilómetros al este.

No podía comprenderlo. ¿Qué sucedía con su refugio, que había hecho que una partida de guerra picta abonadora una persecución a la que se había lanzado durante tanto tiempo con una pasión salvaje? Sabía que había lugares sagrados, puntos reservados por los diversos clanes, y que un fugitivo que alcanzara uno de ellos estaba a salvo de un clan determinado. Sin embargo, las tribus no solían respetar los de los demás y, con toda certeza, el clan que le había perseguido no tenía ningún lugar sagrado en aquella región. Eran guerreros del Águila, cuyas aldeas se encontraban muy al este, cerca del país de los pictos del Lobo.

Eran los Lobos los que habían capturado al bárbaro, que entró en los bosques huyendo de Aquilonia, y eran ellos los que le habían entregado a las Águilas a cambio de un jefe capturado. Los pictos del Águila tenían cuentas que saldar con el gigante cimmerio, y ahora muchas más, pues su huida le había costado la vida a un importante jefe. Ese era el motivo por el que le habían perseguido infatigables, atravesando anchos ríos, colinas quebradas y largas leguas de bosques oscuros, terreno de caza de tribus hostiles. Y ahora los supervivientes de la cacería se daban la vuelta cuando su enemigo estaba atrapado y vencido. El bárbaro sacudió la cabeza, incapaz de comprender.

Se levantó lentamente, aturdido por la fatiga y apenas capaz de comprender que estaba de pie. Sus miembros estaban rígidos y las heridas le dolían. Escupió y maldijo, frotándose los ojos con el dorso de la gruesa muñeca. Parpadeó y observó los alrededores. A sus pies, el denso bosque se extendía como una masa sólida, y sobre el extremo occidental se alzaba una bruma azul que, sabía, señalaba el océano. El viento sacudió su melena oscura y el aroma salado lo revivió. Llenó sus grandes pulmones y trató de controlar la respiración.

Después se volvió lenta y dolorosamente, gruñendo ante el dolor de la pantorrilla sangrante, e investigó la cornisa en la que se encontraba. Frente a él se alzaba un acantilado vertical que llegaba hasta la cima, a unos diez metros de altura. Alguien había tallado una estrecha escalera de asideros, y cerca se abría un nicho lo bastante grande como para albergar a un hombre.

Ascendió hasta él, observó el interior y gruñó. El sol, que se alzaba alto sobre el bosque occidental, arrojaba una hilo de luz hacia la hendidura rocosa, revelando un túnel cavernoso terminado en un arco. ¡En aquel arco había una pesada puerta de roble reforzada!

Era sorprendente. Aquel país era de naturaleza salvaje, y el cimmerio sabía que durante miles de kilómetros aquella costa occidental estaba deshabitada, salvo por las aldeas de las feroces tribus marinas, que eran aún más bárbaras que sus hermanas de los bosques.

Los asentamientos civilizados más cercanos se encontraban en la frontera, en el Río del Trueno, a cientos de kilómetros al este. Conan sabía que era el único hombre blanco que había cruzado nunca los bosques entre el río y la costa, pero aquella puerta no era obra de los pictos.

El misterio despertó sus sospechas, de modo que se acercó cuidadosamente con el hacha y el cuchillo preparados. Entonces, a medida que sus ojos se acostumbraban a la suave penumbra en el interior de la grieta, notó algo más. El túnel se ampliaba antes de llegar a la puerta, y a lo largo de las paredes había enormes cofres reforzados. Un destello de comprensión apareció en su mirada. Se inclinó sobre uno, pero la tapa se resistía a sus esfuerzos. Levantó el hacha para romper la cerradura, pero cambió de idea y se acercó hacia la puerta. Sentía una mayor confianza, y llevaba las armas caídas a los costados. Empujó la puerta, que se abrió hacia el interior sin ofrecer resistencia.

Entonces, con cegadora velocidad, se retiró con una maldición apagada, levantando el hacha y el cuchillo para adoptar una posición defensiva. Se quedó así un instante, como una amenazadora estatua, estirando el enorme cuello para observar el interior.

Veía una cueva, más oscura que el túnel, pero tenuemente iluminada por el débil fulgor procedente de una gran joya que se encontraba sobre un pequeño pedestal de marfil en el centro de una gran mesa de ébano. Alrededor estaban sentadas las formas silenciosas que habían sorprendido al cimmerio.

No se movieron ni giraron la cabeza hacia él, pero la bruma azulada que flotaba en la cámara parecía palpitar como algo vivo.

—¿Qué pasa? —dijo secamente—, ¿estáis todos borrachos?

No hubo respuesta. No era un hombre que se amedrentara fácilmente, pero se sentía desconcertado.

—¿Podéis ofrecerme un vaso de ese vino que estáis bebiendo? —gruñó, sin poder contener su beligerancia natural debido a la extrañeza de la situación—. Por Crom, mostráis poca cortesía con un hombre que ha sido de vuestra propia hermandad. ¿Vais a…?

Su voz se apagó poco a poco mientras contemplaba a las extrañas figuras, sentadas en silencio en la gran mesa de ébano.

—No están bebidos —musitó—. Ni siquiera están bebiendo… ¿Qué juego diabólico es éste?

Cruzó el umbral, y en ese instante el movimiento de la bruma azulada se aceleró. La materia se reunió y solidificó, y el cimmerio se vio luchando por su vida contra unas inmensas manos negras que saltaron hacia su garganta.