4
Daniel
Hace meses que sé lo que es despertarme con Amelia en mis brazos, pero me temo que una parte de mí nunca terminará de acostumbrarse. Me gusta. Me gusta abrir los ojos y verla dormida a mi lado. Son unos segundos maravillosos, durante los cuales soy completa y absolutamente feliz.
Quién lo habría dicho, yo feliz. Sí, los últimos meses han sido un infierno, pero volvería a pasar por ellos mil veces con tal de tener a Amelia conmigo.
Miro su mano izquierda y respiro aliviado al ver el anillo de compromiso.
Aún falta una semana para la boda, aunque reconozco que, para mí, un estúpido papel no cambiará nada. Y sé que para Amelia tampoco. Sencillamente pensé —pienso— que necesito dejarle claro al resto del mundo que ella me pertenece. Y yo le pertenezco. Y el matrimonio es el sistema más fácil y rápido que se me ha ocurrido para hacerlo.
Hemos venido a Hartford para ver la tumba de mis padres y la de mi hermana Laura. Yo llevo años sin visitarlas. No soy consciente de haber tomado una decisión al respecto; sencillamente, me fui de aquí y no volví. Hasta hoy.
Fui yo quien le pidió a Amelia que me acompañase en este viaje antes de iniciar el nuestro; ella dice que necesito perdonar a mis padres y despedirme de Laura. Yo no creo que pueda hacer ni lo uno ni lo otro, pero por Amelia estoy dispuesto a intentarlo. Por Amelia estoy dispuesto a todo.
Se mueve dormida y le acaricio la espalda. Está acurrucada en mis brazos, con la mejilla encima de mi pecho, con mi corazón latiendo acelerado justo debajo. Vuelve a quedarse quieta y creo que se ha dormido de nuevo, entonces noto la leve presión de sus labios en mi torso.
Me da un beso, y otro, y otro. Va subiendo hacia mi hombro, mi cuello, mi boca.
Se aparta y parpadea un segundo antes de mirarme, como si la molestasen los rayos de sol que entran por la ventana. Anoche, ninguno de los dos tuvo el buen tino de correr las cortinas.
Sin poderme resistir, levanto la mano derecha y, sin ocultar que me tiembla, le acaricio el pelo y se lo aparto de la mejilla para colocárselo detrás de la oreja.
—Hola. —Me cuesta pronunciarlo, pero lo consigo.
Y la sonrisa de Amelia hace que el esfuerzo haya valido la pena.
—Hola —responde, también con la voz ronca.
Apoya las manos en mi torso y se acerca para besarme. Mi boca se rinde a la suya al sentir el primer roce y nuestras lenguas se entrelazan, después de echarse de menos durante las horas que han estado separadas.
Cuando conocí a Amelia, le exigí que nunca durmiese conmigo; ahora me entran sudores fríos sólo con pensar en pasar una noche separado de ella. Me ha costado mucho llegar hasta aquí, y no me engaño; sé que todavía tenemos que superar muchos problemas y que me falta mucho camino por recorrer para poder darle a Amelia todo lo que se merece. Y para que ella pueda darme a mí todo lo que necesito.
Le bajo la mano por la espalda y me detengo en sus nalgas. Se las acaricio suavemente. Me fascina su piel, su tacto, la delicadeza que desprende. Una delicadeza que es capaz de ponerme de rodillas y de obligarme a entregarme a ella.
Sin embargo, y por mucho que me duela, sigo sin ser capaz de hacerle el amor sin sentir que me domina o sin dominarla yo. Amelia no me ha dicho nada, pero sé que una parte de ella está triste por eso, que le gustaría que estos besos que nos damos por la mañana o cuando estamos en el sofá se convirtiesen en algo más de una manera natural.
Dice que no le importa, y la creo; sin embargo, sé que lo echa de menos. Echa de menos hacer el amor con un hombre «normal».
Dios, cuánto odio esa palabra.
—Chis, tranquilo, amor. No pasa nada —me susurra, apartándose del beso.
Se ha dado cuenta.
Amelia siempre se da cuenta de todo lo que me pasa. Seguramente por eso es la única mujer ante la cual he sido capaz de ser yo mismo, de arrancarme la máscara y mostrar mi verdadero yo.
Se coloca encima de mí y me besa de nuevo. Sus pechos me acarician el torso y su tacto me excita sobremanera. Aprieto las manos en sus nalgas y levanto las rodillas para aprisionarla entre mis piernas. Amelia mueve ligeramente las caderas y su sexo se aprieta sobre mi erección.
Noto una punzada que se extiende por todo mi miembro y aprieto la mandíbula para contenerla.
—¿Te duele? —me pregunta al instante, interrumpiendo el beso.
Me planteo la posibilidad de ocultárselo, porque no quiero hacerla dudar de lo que sucedió anoche entre los dos, pero Amelia se aparta un poco y guía su mano derecha hacia mi erección para acariciarla.
—Es normal que te duela —añade, deslizando los dedos por la marca que sin duda ha dejado el aro de cuero—. Volveré a acariciarte, Daniel, tranquilo, sólo dime si te duele.
—Un poco.
Incluso ahora, siento como si sus suaves dedos terminasen en un millón de diminutos alfileres y se me estuviesen clavando en la piel. Me excito, no puedo evitarlo, y Amelia, gracias a Dios, sigue tocándome.
Aprieto los dientes y echo la cabeza hacia atrás. Ella me besa el cuello y desliza la lengua hasta el hueco que queda justo por encima del esternón. Sin dejar de mover la mano por mi pene, asegurándose de que sus uñas recorren la línea que ha dejado marcado el aro de cuero, sus labios siguen descendiendo hasta llegar a mi pezón, que captura entre los dientes.
Arqueo la espalda y gimo su nombre.
—Tranquilo, amor. —Aparta los labios y me acaricia suavemente el torso con las manos, depositando besos de vez en cuando.
Es tan dulce, tan cariñosa. De repente, me escuecen los ojos. Dios, esta mujer me está destrozando, está derribando una a una todas las barreras que he levantado a mi alrededor para sobrevivir.
—Lo siento —mascullo sin poder evitarlo y cierro con fuerza los párpados para contener las lágrimas.
Noto que Amelia se mueve, la presión de su cuerpo sobre el mío cambia ligeramente, pero su mano sigue masturbándome.
Si deja de hacerlo le suplicaré.
—Lo siento —repito, tras humedecerme los labios.
—Abre los ojos, Daniel —me pide con voz autoritaria junto a mi oído. Cuando lo hago, me encuentro con su mirada—. ¿Qué es lo que sientes?
—No poder hacerte el amor como te gustaría.
Los ojos de ella brillan con un fuego que he visto en contadas ocasiones. Cuando está excitada, en sus pupilas aparecen llamas diminutas que bailan alrededor de sus iris. Cuando está triste, brillan y se convierten en lagunas cristalinas. Cuando me dice que me ama, podrían derretirme. Y cuando está furiosa, o muy dolida, todos esos elementos están presentes y su mirada me atraviesa el alma de tal modo que me duele mirarla.
Ahora sus ojos están así, y se muerde el labio inferior para contener las lágrimas. Le he hecho daño y en ese segundo me odio por ello. Lo único que me da esperanza es que su mano sigue tocándome y deslizándose por mi miembro.
Me gritará, me dirá que la he decepcionado, que… Sus ojos se clavan en los míos con tanta intensidad que interrumpen incluso mis pensamientos.
No dice nada. Su mano se mueve hasta llegar al extremo de mi pene y se detiene justo encima de la piel marcada. Aprieta con fuerza y me clava las uñas.
Arqueo la espalda y aprieto los dientes y Amelia hunde entonces los dientes en mi pecho. Me muerde con fuerza y cuando se aparta no me besa. Veo que está furiosa de verdad. Vuelve a mover la mano y ahora detiene los dedos en mi prepucio, para capturar una gota de semen con la yema. Recorre mi erección de nuevo hacia el otro extremo, dejando que esa pequeña humedad intensifique el calor de sus caricias.
Sus dientes capturan mi otro pezón y lo torturan igual que el primero. Las uñas de su mano izquierda se clavan en mi costado e, instantes después, bajan por la cintura hasta deslizarse sigilosamente también por mi muslo. Suben por la parte interior del mismo y aprisionan mis testículos en el mismo instante en que su mano derecha desaparece de mi erección.
Dejo escapar el aliento que estoy conteniendo y me doy cuenta de que tengo los brazos levantados por encima de la cabeza y que estoy sujetándome del cabezal.
Amelia no me ha ordenado que no la toque o que no me mueva, pero mi cuerpo depende tanto del suyo que responde ya a sus deseos sin que ella tenga que decirlos en voz alta.
Sus labios descienden por mi estómago y me clava los dientes de nuevo, esta vez junto al ombligo. Me está marcando, noto la sangre quemándome en la piel del abdomen por la succión de sus labios.
Vuelve a sujetar mi erección con la mano derecha, mientras la izquierda sigue en mis testículos. Me los aprieta. Me duele.
Dios, va a volverme loco de deseo.
Desliza de nuevo el aro de cuero por mi miembro y se aparta de repente.
No, no va a volverme loco, voy a morir.
Abro los ojos y veo a Amelia de pie junto a la cama. Desnuda. Enfadada. Preciosa.
—Voy a ducharme. Tú quédate aquí y no se te ocurra tocarte ni quitarte la cinta. Ninguna de las dos —añade, mirando primero mi muñeca y después mi miembro.
«Jamás me quitaré la de la muñeca», quiero decirle, pero estoy tan excitado que soy incapaz de hablar. Trago saliva varias veces para intentarlo y no me sirve de nada.
Tampoco me quitaré la que me ha puesto en el pene, a pesar de que tengo la sensación de que estoy a punto de estallar y de que me está quemando la piel. No lo haré, porque ella me ha pedido que no lo haga. Y con eso me basta.
Se aparta el pelo de la cara. Tiene las mejillas sonrosadas y los labios húmedos de nuestros besos. Tiembla, aunque no tanto como yo. Y si no fuera por el anillo que llevo en el pene, podría correrme sólo mirándola.
—Voy a la ducha —repite— y tú te quedarás aquí hasta que se te meta en la cabeza que no tienes que pedirme perdón por nada. Nunca.
Da un paso en dirección al cuarto de baño y el corazón está a punto de salírseme del pecho de lo mucho que me duele ver que se aleja de mí. No sé si he dicho algo, o si algún gemido ha logrado escapar de mi garganta, pero Amelia se detiene y se vuelve hacia mí.
Nos miramos, le suplico con los ojos.
Se acerca y no se detiene hasta quedar a la altura de mi cabeza. Antes de que yo pueda dar con las palabras exactas, se inclina hacia mí y, tirándome del pelo, me besa. La lengua, los dientes, los labios, todo yo sollozo al sentir el amor y la pasión que llena el beso que me está dando.
Termina con la misma brusquedad con que ha empezado y, sin soltarme el pelo, dice:
—Siempre me haces el amor como me gusta. Eres el único que lo ha hecho. —Me suelta el pelo—. Piénsalo y no vuelvas a tocarme hasta que te lo creas.
Se aleja y desaparece en el cuarto de baño.
¿Qué he hecho?
Tardo varios minutos en reaccionar. El ruido del agua de la ducha me golpea la conciencia igual que una tormenta la copa de un árbol indefenso. Cómo he podido ser tan estúpido. Uno a uno, aflojo los dedos y suelto la barra de hierro del cabezal. Me cuesta hacerlo, no porque sea físicamente difícil o porque esté entumecido. Me cuesta porque mi cuerpo se niega a desobedecer a Amelia. Ella me ha dicho que tengo que quedarme allí hasta que comprenda lo que he hecho y justo ahora empiezo a hacerlo. Sin embargo, no puedo esperar más. Sencillamente, no puedo.
Tengo que ir con ella.
Tengo que pedirle perdón y rezar para que me perdone.
Apoyo las palmas en el colchón y me incorporo despacio. Sigo tan excitado como antes, el anillo de cuero que me ha puesto alrededor del pene me impide eyacular, pero también impide que desaparezca la erección. Es una tortura, un infierno que sin duda me merezco por haberle dicho a Amelia que no soy capaz de ser lo que ella necesita.
Respiro hondo varias veces e intento apaciguar los latidos de mi corazón. Cuando estoy a punto de conseguirlo, abro los ojos y me miro el torso.
Me quedo sin aliento al ver las marcas de los dientes de Amelia. Me ha marcado como suyo; ella no reprime sus sentimientos ni intenta disimularlos. Se ha entregado a nuestro amor por completo, y yo… yo me he comportado como un imbécil.
Levanto la mano derecha y toco la marca que me ha dejado en el vientre. Está roja y va subiendo de tono. Las marcas de sus dientes siguen visibles, aunque no tardarán en desaparecer. Por suerte —suspiro—, el morado se quedará unos días.
Aprieto la mandíbula y me pongo en pie. Voy hasta el cuarto de baño con el corazón en un puño. Si ha cerrado la puerta con pestillo, me desmoronaré. Cojo el picaporte y me resbala por culpa del sudor que me empapa la palma de la mano.
En el segundo intento, la puerta se abre sin oponer resistencia y me quedo sin aliento al ver a Amelia bajo el chorro de agua caliente.
El vapor ha empañado el cristal y la mampara. No es una ducha tan grande como la que tenemos en casa, pero hay espacio de sobra para dos personas.
No sé si ella no me ha oído o si finge no haberlo hecho para darme tiempo. Tiempo y la oportunidad de irme si así lo deseo. Así es mi Amelia; cuando nos reconciliamos, me dijo que nunca me pediría nada que no fuera capaz de darle, y si no me pide, ni me ordena, que me quede, es porque una parte de ella cree que no estoy listo.
Me duele pensar que duda de mi amor, de mi rendición. Pero es culpa mía. Y de mí depende hacer lo que sea necesario para remediarlo.
Entro en el cuarto de baño y abro la mampara para entrar en la ducha. Amelia está de espaldas a mí, con el agua cayéndole sobre la cabeza y resbalando por su columna vertebral. Le pongo una mano en el hombro y ella tiembla al notarla. Despacio, le pido con mi gesto que se dé la vuelta y me mire.
Ha estado llorando.
—Lo siento —le digo con voz trémula—. Lo siento —repito, antes de besarla.
El agua cae ahora encima de los dos, se desliza por mi espalda y mi torso, colándose por mis labios cuando me separo de Amelia para después besarla de nuevo.
Sus manos están sobre mi torso y sus dedos me aprietan con fuerza. Suspiro aliviado y poco a poco voy acercándola a mí, abrazándola. No dejo de besarla hasta que la oigo suspirar y cuando, por fin, ese sonido tan maravilloso alcanza mis oídos, me aparto tras un último beso y la miro a los ojos.
El agua de la ducha se entromete en mi camino, pero me da igual. Dejo de abrazarla para sujetarle el rostro entre mis manos. Con los pulgares, aparto gotas que creo que son lágrimas y me juro que haré lo imposible para que no vuelvan a aparecer en nuestra vida.
—Lo siento, Amelia. Perdóname.
Ella se muerde el labio inferior y me mira fijamente.
—Perdóname, por favor. Sé que me has dicho que no tengo que pedirte perdón —trago saliva antes de continuar— y después de hoy no volveré a hacerlo. No te estoy pidiendo perdón porque crea que no puedo hacerte el amor como necesitas. Te lo estoy pidiendo por haber dicho tal estupidez. —Le acaricio el labio inferior con el dedo índice y, al hacerlo, mi mirada se fija un instante en la cinta de mi muñeca—. Necesito que me perdones por haber dudado de mí, por haber creído por un segundo que no soy suficiente para ti.
Los ojos de ella vuelven a echar fuego y la detengo antes de que hable.
—Lo soy. Soy suficiente para ti. Deja que te lo demuestre. —Si se niega, no podré seguir adelante—. Por favor.
—No eres suficiente, Daniel.
Voy a morir.
—Eres todo lo que necesito. Lo único que necesito —añade, justo a tiempo de evitar que se me doblen las rodillas, y me besa encima del corazón—. A mí no hace falta que me lo demuestres, pero tienes mi permiso para hacer todo lo que necesites para no volver a dudarlo jamás. ¿De acuerdo?
Sonrío al oír esa última pregunta. Amelia siempre dice eso cuando me domina.
—De acuerdo.
Sube las manos por mi cuello y me acaricia la cara un instante antes de tirar del pelo de mi nuca. Me muerde de nuevo el torso y esta vez sí me pasa la lengua por encima de la marca al terminar.
—Vamos, Daniel, demuéstrame que me perteneces.
Dios, ahora sí se me doblan las rodillas, y no puedo evitar caer al suelo de la ducha. Le rodeo la cintura con los brazos y acerco el rostro a su vientre. Ella desliza los dedos por mi pelo y oigo que susurra:
—Tranquilo, amor. Todo saldrá bien.
No me la merezco y no voy a dejarla escapar. El tacto de su piel me quema, el aroma de su sexo impregna mis fosas nasales y tiñe mi sangre sin remedio. Las manos me tiemblan encima de sus nalgas y mi cuerpo toma el control de mis sentidos y se rinde a ella de nuevo.
Separo los labios y mi lengua busca su clítoris por entre las gotas de agua. Se lo beso. Lo lamo. Le hago el amor con la boca y lo adoro con la reverencia que se merece.
Mi lengua me odia porque es incapaz de recorrer los labios de su sexo y penetrarla al mismo tiempo y al final tiene que conformarse con alternar ambos movimientos. Su sabor me ha poseído por completo, las gotas de agua que se meten en mis labios y lo diluyen me ponen furioso.
Amelia mueve las caderas con suavidad, casi de un modo imperceptible. Es como si supiera exactamente lo que necesito. No, lo sabe, me corrijo. Ella sabe exactamente lo que necesito. Necesito demostrarme a mí mismo que soy el único que conoce todos y cada uno de los secretos de su cuerpo, el único que puede darle esa clase de placer. El único cuya rendición la hace sentirse completa.
Acerco la nariz a los labios de su sexo, la penetro con la lengua y la araño suavemente con los dientes. Sus dedos siguen acariciándome suavemente el pelo y, de vez en cuando, se deslizan hasta mis pómulos y me tocan con ternura. Con amor.
Extiendo las manos sobre sus nalgas y la pego a mi boca. Mi lengua se desliza hasta lo más profundo y la poseo igual que haría con mi pene, que ahora me duele tanto que apenas lo siento.
Amelia se estremece, las paredes internas de su sexo se aprietan alrededor de mi lengua, atrapándola en su interior. Los temblores se extienden por su cuerpo y me tira del pelo al alcanzar el orgasmo. No me suelta.
No quiero que me suelte, quiero seguir lamiéndola y saboreándola toda la vida. Puedo seguir allí de rodillas la eternidad entera. Besándola, dándole placer sin importarme el mío lo más mínimo.
—Daniel —susurra con voz ronca.
Gimo. Sollozo sólo con oír mi nombre en sus labios.
Sigo besándola, ahora más despacio, con ternura. Besos con los labios cerrados, que voy depositando en los pliegues de su sexo y en el interior de sus muslos. Deslizo la lengua por mi boca para capturar las últimas gotas de su sabor.
—Levántate. Ahora.
Esas dos palabras son como látigos. Me queman la piel y reacciono del mismo modo que si las cintas de cuero me hubiesen golpeado.
Quiero levantarme, pero me doy cuenta de que, para lograrlo, tengo que aflojar los dedos y soltar a Amelia. Mis manos se niegan a obedecerme.
—Levántate, Daniel. Ahora.
Me tira del pelo y mis dedos se rinden a su orden. Me pongo en pie y cuando nuestras miradas se encuentran, viene a mi encuentro y devora mis labios. Sé que puede detectar su sabor en mi boca, y compartirlo con ella me parece un gesto íntimo y muy sensual. Como todo lo que sucede entre nosotros.
Nos besamos. El agua está fría, pero a ninguno de los dos nos importa. La rodeo por la cintura y la pego a mi cuerpo. No puedo respirar con Amelia lejos de mí. No quiero.
El beso es brutal, mis labios y mis dientes se enfrentan entre sí para acariciar los de Amelia y ella responde a mis caricias dominándome. Tomando el mando de mi cuerpo. Noto sus dedos en mi nuca, enredándose en mi pelo. Y de repente siento su otra mano en mi erección. Tocándome. Masturbándome. Enloqueciéndome.
—Amelia —susurro, cuando ella deja de besarme.
Sujeta mi miembro con fuerza.
—Di que me perteneces.
—Te pertenezco —afirmo sin dudarlo ni un instante, porque en mi corazón sé que es así y que siempre será así.
Ella me acaricia de nuevo durante unos segundos hasta que vuelve a detenerse justo encima del aro de cuero.
—Di que te pertenezco.
Me cuesta respirar, el aire se escapa entre mis dientes y noto una opresión en el pecho.
—Dilo, Daniel.
Afloja los dedos y los lleva a la punta de mi pene, desliza una uña por donde se escapan las pocas gotas de semen que logran eludir la presión del anillo.
—Dilo, Daniel.
Me pellizca.
Echo la cabeza hacia atrás y aprieto la mandíbula.
—Dilo y créetelo, Daniel. —Vuelve a pellizcarme—. ¿O acaso crees que hay algún otro hombre capaz de hacerme sentir lo que siento estando contigo?
«¡No!», Grito en mi mente. Abro los ojos de repente y me encuentro con su mirada. Sincera. Honesta. Valiente. Llena de amor y de pasión.
—No —digo entre dientes, dejando que toda mi rabia impregne esa sílaba—. Tú me perteneces a mí, sólo a mí. Yo soy el único hombre que puede hacerte feliz.
La frase sale de mis labios al mismo tiempo que se graba en mi alma y en mi cerebro.
Amelia me quita el anillo de cuero de alrededor del pene y lo sujeta mientras eyaculo con tanta fuerza que estoy a punto de desplomarme.
Me tiemblan los muslos y tengo que plantar firmemente los pies en el suelo para no caerme. Mis labios buscan sedientos los de Amelia y ella me da la clase de beso que necesito. Un beso dulce, destinado a tranquilizar las emociones que me queman por dentro. Su lengua baila con la mía y sus labios me dominan igual que un domador a una fiera salvaje. Sigo rodeándole la cintura y la pego a mí por completo.
Si pudiera, me metería bajo su piel.
Ella me acaricia durante uno de los orgasmos más largos de mi vida. Sus dedos saben exactamente la presión que tienen que ejercer en mi pene para arrancarle hasta el último temblor. Mis caderas son esclavas de su mano y siguen sus movimientos a ciegas. Mi cuerpo ya no me pertenece, sólo obedece a esta mujer que me ha poseído en cuerpo y alma sin remedio.
Cuando termino, estoy tan abrumado que apenas me doy cuenta de que Amelia me enjabona el cuerpo y el pelo con suma ternura y luego me mete debajo del agua para quitarme el jabón. Me acompaña fuera de la ducha y, tras rodearme la cintura con una toalla, vuelve a entrar para ducharse.
Yo me quedo allí mirándola. Hipnotizado con sus movimientos e incapaz de irme de allí sin ella. Son cinco minutos, pero la verdad es que habrían podido ser dos horas y me habría dado completamente igual.
Cierra los grifos y se envuelve también en una toalla, aunque la de ella le oculta los pechos y el resto del cuerpo. Se planta delante de mí y me da un beso encima del corazón.
Me encanta que haga eso, aunque amenaza con causarme un infarto cada una de las veces. Después, se pone de puntillas y me besa en los labios.
Tiemblo y suelto despacio el aliento.
Amelia no piensa darme tregua, no va a permitir que me deje puesta ni la más leve coraza.
—Vamos —me dice, entrelazando sus dedos con los míos—. Tenemos mucho que hacer.