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El corazón me golpea las costillas y cierro los dedos para que Daniel no vea que me tiemblan. Él traga saliva y mantiene la mirada fija al frente. Respira despacio y percibo en mi piel la fuerza que desprende. No es la primera vez que pasamos por esta carretera desde el accidente que casi acaba con su vida, y a los dos nos resulta difícil contener los sentimientos que nos abordan siempre que nos vemos obligados a recordarlo.

Como ahora.

Aflojo los dedos de la mano derecha y busco los de Daniel en el cambio de marchas. Él gira la palma y, por un segundo, los entrelaza con los míos, luego me suelta para colocar ambas manos en el volante. Deja escapar el aliento entre los dientes y los nudillos se le quedan blancos de tanto apretar.

El Jaguar se desliza con suma agilidad y firmeza por el asfalto. No es el mismo coche que conducía Daniel la noche que estuvo a punto de morir —ése quedó destrozado—, pero él insistió en comprarse un modelo prácticamente idéntico. Era su manera de decir que nada de lo que había sucedido esa noche lo había asustado o le había hecho perder el control.

Aunque sin duda Daniel ha cambiado.

Los prados a mi izquierda, a pesar de estar bañados por la increíble luz del atardecer, no consiguen rivalizar con el magnetismo de Daniel, y mis ojos son incapaces de dejar de mirarlo.

Un mechón de pelo negro le cae sobre la frente y se lo aparta con gesto rápido y eficaz. Bajo el cuero cabelludo le ha quedado una cicatriz; no es la peor de todo su cuerpo, pero sí la que más me duele ver. Empieza a salirle barba, aunque se ha afeitado esta mañana… lo he afeitado esta mañana, me corrijo, y se me encoge el estómago al recordarlo. Me muevo en el asiento y aprieto las piernas para contener el deseo.

Nunca podré acostumbrarme a esa sensación. Es demasiado.

Daniel ha salido de la ducha con una toalla enrollada en la cintura y ha venido a buscarme con los utensilios para afeitar en una mano y un cinturón en la otra. Por un instante lo he mirado confusa, pero entonces he recordado adónde íbamos hoy y he comprendido lo que me estaba pidiendo. Lo que necesitaba. Y se lo he dado.

Nos casamos dentro de una semana y hoy vamos a Hartford. A la casa donde él vivió con su hermana Laura.

Admiro a Daniel y sé que nunca habría podido amar a otro hombre como lo amo a él. Es valiente, fuerte…

—Deja de mirarme así.

Tardo varios segundos en reaccionar. Su voz ronca se me ha metido en las venas y la sangre me circula tan espesa que apenas puedo pensar.

—¿Así cómo?

Él se limita a enarcar una ceja.

Yo, evidentemente, sigo mirándolo, y no puedo evitar sonreír cuando veo que sujeta el volante con más fuerza que antes.

—Amelia —me advierte—, estoy conduciendo.

—Lo sé.

Daniel mueve ligeramente una pierna. No sé si ha sido un gesto inconsciente, pero ha conseguido llamar mi atención y ahora mis ojos no pueden apartarse de la erección que se marca bajo sus vaqueros.

—Deja de mirarme. Por favor.

Levanto lentamente la vista. Lo hago muy despacio, porque quiero que note, aunque no lo toco, que lo estoy acariciando. Los dos nos quedamos sin aliento cuando mi cara queda a la altura de su hombro, y él aguanta la respiración hasta que yo dirijo la atención al paisaje.

—Gracias —dice tras unos segundos.

La palabra y el tono con que la ha dicho me estremecen y asiento levemente. Esta mañana también me ha dado las gracias al terminar.

Él estaba sentado en la cama, desnudo, con las manos atadas en la espalda…

—Deja de pensar en eso.

—¿Cómo sabes en qué estoy pensando? —le pregunto sin mirarlo. Si lo hago, le ordenaré que pare el coche aquí mismo.

—Puedo sentirlo.

Meses atrás, esa respuesta me habría parecido estúpida. Sin embargo, ahora tiene todo el sentido del mundo. Yo también puedo sentir lo que piensa Daniel.

Ahora lo sé y por eso puedo ser todo lo que él necesita.

Tengo que pensar en otra cosa. Cierro los ojos e intento vaciar mi mente.

La respiración de Daniel también recupera la normalidad y su ritmo se acompasa con el mío. El Jaguar gira hacia la derecha y abro los ojos sorprendida.

—Quiero enseñarte una cosa —explica él antes de que yo formule la pregunta.

Lo miro y sé que no ha terminado. Sea lo que sea lo que quiere enseñarme, es importante. Daniel tiene muchos secretos y sé que irá contándomelos cuando esté preparado.

Me ha costado mucho llegar a este punto y todavía hay una parte de mí que se muere por preguntarle por su pasado y por todo lo que siente, pero desde que se ha entregado a mí, puedo esperar.

Ahora es mío, su futuro me pertenece y su pasado también.

—Claro, llévame donde quieras —le digo y levanto una mano para acariciarle la mejilla.

Él respira aliviado y flexiona los dedos.

—En realidad —añade, apretando los dientes—, quiero hacer dos paradas antes de llegar al hotel.

Hemos decidido no quedarnos a dormir en la casa de Jeffrey Bond. Daniel habría sido capaz, él es así de fuerte, pero yo no sé si habría podido resistir la tentación de prender fuego a esas paredes.

—¿Amelia?

El odio que siento por Jeffrey Bond me consume de tal manera que por unos instantes me he olvidado del cambio de planes.

—¿Sí?

—Necesito que me obligues a llegar hasta el final. Pase lo que pase, no permitas que me eche atrás.

Se me acelera el corazón y me resulta imposible dejar de mirarlo y de desearlo. Sé que haré todo lo que haga falta para que este hombre sea feliz.

—Tranquilo, Daniel —le acaricio de nuevo la cara un momento y después deslizo las uñas hasta su nuca y le tiro del pelo—. Haré lo que tenga que hacer, todo lo que necesites.

Él asiente. El torso le sube y baja despacio. Su erección parece incluso dolerle, aprisionada como está en los vaqueros, pero tiene la mirada tranquila. La misma mirada que tiene siempre que se entrega a mí.

—¿Cuánto falta para llegar al primer sitio que quieres enseñarme? —le pregunto, pero está perdido entre el deseo y sus recuerdos y no me contesta.

Tengo que recordarle que no hay nada más importante que él y yo y lo que sucede entre nosotros, así que muevo la otra mano y la coloco encima de su erección. Aprieto y al mismo tiempo le tiro del pelo.

—Contesta.

—Dios —susurra entre dientes—. Ya hemos llegado —dice, al tomar aire—. Es aquí.

Gira con pericia el volante y conduce un par de minutos por un sendero. Al llegar ante un antiguo roble, se detiene y apaga el motor.

La respiración se le vuelve a acelerar y cierra los ojos.

Le he prometido que no lo dejaré arrepentirse de haberme llevado hasta allí y voy a cumplir mi promesa.

—Abre los ojos y mírame, Daniel. ¿Por qué me has traído aquí?

Le tiro del pelo y presiono su erección con fuerza.

—Una tarde de verano… —empieza a contar con los ojos cerrados. Voy a permitírselo durante unos segundos, pero después le dejaré claro que no pienso tolerar que me evite. Le clavo las uñas en la nuca—. Una tarde de verano —repite, abriendo ahora sí los ojos, sin que tenga que pedírselo—, Laura y yo estábamos aquí leyendo. La casa está detrás de esa colina —explica.

—Sigue.

—Mi tío y uno de sus amigos aparecieron de la nada. —Traga saliva—. Y Laura me pidió que me fuera. Me lo exigió —se corrige, como si lo estuviese recordando bien por primera vez— y me echó de su lado. Me dijo que era demasiado pequeño para leer aquel libro con ella.

Cierra de nuevo los ojos y le tiembla un músculo de la mandíbula.

—No tendría que haberle hecho caso —dice, furioso consigo mismo y con Laura, pero mucho más con él.

Nada de lo que le diga lo hará cambiar de opinión. Daniel necesita algo más que palabras. Mucho más. Me necesita a mí.

—Sal del coche.

Abre los ojos y me mira, sus pupilas negras parecen devorarme.

—Ahora —le ordeno.

Asiente y abre la puerta del Jaguar.

No espero a que venga a abrirme la mía; él siempre tiene ese gesto, pero ahora no es momento de que sea caballeroso.

Daniel camina hasta el roble y se detiene delante del tronco, mirándome. Yo lo sigo, el cielo todavía no está oscuro y la luz del atardecer confiere un aspecto mágico a ese lugar. La carretera más cercana no lo está lo suficiente como para que alguien pueda vernos y el coche nos protege de los curiosos con mejor vista. La copa del roble es una improvisada glorieta y las sombras ocultan parcialmente el rostro de Daniel.

—No le hiciste caso —afirmo, adivinando lo sucedido a través de la tensión que desprende Daniel—. Te quedaste.

—Había unas balas de paja unos metros hacia el norte. Me escondí detrás de una.

Oh, Dios mío. Odio cuando utiliza esa voz fría y distante porque sé que significa que está sufriendo y que no quiere demostrármelo. Deseo abrazarlo, besarlo, rodearlo con los brazos y decirle que no pasa nada, que era sólo un niño, pero veo la cinta que rodea su muñeca.

No es lo que necesita. O mejor dicho, lo necesitará más tarde.

—No fue culpa tuya, Daniel —le digo con voz firme.

A pesar de la penumbra veo perfectamente que entrecierra los ojos y los clava en los míos. El duelo dura unos segundos. Voy a darle la oportunidad de que me cuente por qué se ha parado aquí precisamente hoy, de que me pida lo que quiere de verdad.

No lo hace.

—Será mejor que volvamos a entrar en el coche —dice apartando al fin la mirada.

No se mueve. No da un solo paso. Un desafío en toda regla.

—Date la vuelta y apoya las manos en el roble.

Su aliento está tan acelerado que creo poder sentirlo en mi piel. Mi corazón amenaza con ahogarme y con el pulgar acaricio el anillo que Daniel colocó en mi dedo anular hace unas semanas. Me da fuerzas para seguir adelante, aunque me basta con ver el brillo de sus ojos negros para saber que estoy haciendo lo que ambos deseamos.

—Date la vuelta y apoya las manos en el roble. No voy a volver a pedírtelo, Daniel.

Él suelta la respiración y sus pies se mueven como si estuviesen rompiendo unas cadenas. Los dos pasos que lo separan del árbol simbolizan mucho más que unos centímetros y cuando apoya las manos en el tronco veo que le tiemblan ligeramente.

Me acerco. No tardo demasiado porque no quiero que tenga tiempo de encerrarse de nuevo en sí mismo. Toco con los dedos la cinta que lleva en la muñeca y los deslizo despacio por su brazo por encima del jersey de cachemir gris. Sus músculos tiemblan a mi paso. Me detengo en su espalda y le cojo la nuca para echarle la cabeza hacia atrás y poder dar el siguiente paso.

Le muerdo el lóbulo de la oreja.

—Lo estás haciendo muy bien, amor.

Le suelto el lóbulo y me aparto un poco, pero con una mano sigo reteniéndolo por el cabello de la nuca.

—Pero no vamos a irnos de aquí hasta que el único recuerdo que tengas de este roble sea el de tu rendición.

Veo que flexiona los dedos con fuerza. Respira despacio, cada bocanada de aire parece dolerle tanto como los recuerdos.

—Tranquilo, amor. Cierra los ojos un segundo.

—No.

—Sé que quieres mirarme —le digo para tranquilizarlo— y yo quiero que me veas, pero ahora estoy detrás de ti y quiero que cierres los ojos.

Espero unos segundos hasta que Daniel obedece y apoya la frente en el roble.

—¿Por qué querías enseñarme este lugar?

—No pude ayudarla —dice entre dientes.

—Eras un niño.

—Tendría que haber hecho algo.

—Y lo hiciste. Sobreviviste. —Deslizo la mano por su espalda. Despacio, dejando que el temblor de su cuerpo pase al mío—. ¿Te acuerdas de anoche? —Me pego de nuevo a su espalda y, cogiéndolo de nuevo del pelo, le echo la cabeza hacia un lado. Él me deja hacer. Estoy convencida de que nunca veré nada tan excitante como a Daniel completamente en mis manos—. Te ha quedado una marca en el cuello. —Deslizo la lengua por la suave quemadura y él se estremece. Le muerdo el músculo del hombro—. Me gustaría poder hacerte lo que hacemos en casa.

Daniel tiembla.

—Tranquilo, sé lo que necesitas. No nos iremos de aquí hasta haber enterrado al menos uno de tus demonios.

Aprieto su erección y subo los dedos despacio en dirección a su cintura. Cuando llego allí, los deslizo por el cinturón y, al llegar a la hebilla, se lo desabrocho y tiro de él. El cuero sisea por encima de los pantalones de Daniel hasta quedar suspendido en el aire; un extremo está en mi mano y la punta toca el suelo.

Vuelvo a apartarme. Él no se ha movido y sigue con los ojos cerrados. Su confianza no sólo es afrodisíaca, sino el regalo que más valoro. Sujeto el cinturón por la hebilla, que es cuadrada y de un elegante color metalizado. La púa es puntiaguda; es exactamente lo que necesito ahora. O, mejor dicho, lo que necesita Daniel.

Me coloco justo detrás de él. Respiro pegada a su oreja derecha y dejo que sienta lo furiosa que estoy por lo que le sucedió allí en su infancia. Haría cualquier cosa con tal de que no hubiese tenido que vivirlo.

Mis caderas están pegadas a la parte trasera de sus muslos. A pesar de que llevo tacones, Daniel es mucho más alto que yo. Mi mano izquierda se mueve sigilosa de nuevo en busca de la erección y se la aprieto con fuerza.

En la mano derecha tengo la púa de la hebilla del cinturón y la paso por la espalda de Daniel, por debajo del jersey, arañándole la piel. El metal está frío y aprieto para que Daniel lo sienta.

—¿Por qué me has traído aquí?

—Se sentaron uno a cada lado de Laura —empieza él, al notar que la púa de metal le recorre las vértebras—, no oí lo que le dijeron. Pero vi el rostro de mi hermana. Mi tío le apartó un mechón de pelo de la cara y el otro hombre le puso una mano en la rodilla un segundo.

Mueve la espalda en busca de la punta de acero. Yo aprieto un poco el metal al mismo tiempo que lo muevo hacia abajo y le susurro:

—Tranquilo, cariño. —Le muerdo de nuevo el cuello y, con la lengua, noto que se le acelera el pulso.

—Se levantaron y se fueron. Laura se echó a llorar. Aquel hombre se quedó a cenar y a dormir en casa esa noche. No hice nada, Amelia —dice entre dientes.

—No lo sabías.

Muevo de nuevo el cinturón, dibujando olas con la punta afilada.

—¡Me había olvidado! —grita, furioso de verdad—. Hasta hace unos días… me había olvidado. Laura lo hizo todo por mí y yo la he olvidado.

—Eso no es verdad.

—¡Sí lo es! No me merezco estar aquí.

Detengo la mano con la que sujeto el cinturón y me aparto de él.

—No sigas, Daniel. No lo digas. —Adivino sus intenciones y le advierto de que no voy a tolerar que diga tal monstruosidad.

—Tendría que haber sido yo y no ella. Desde el principio.

Los ojos se me llenan de lágrimas. Otra vez. Aunque ahora conozca gran parte de su pasado, sigue desgarrándome el corazón oírlo hablar de él.

Quiero abrazarlo. Y besarlo. Siempre quiero abrazar y besar a Daniel y sé que en el fondo él desea que lo haga, pero si quiero llegar a ese Daniel, antes tengo que poseer al Daniel que tengo delante.

Y él me ha pedido que no lo deje echarse atrás.

—Date la vuelta.

No lo hace, y sigue con las manos apoyadas en el árbol y los ojos cerrados.

—Date la vuelta y abre los ojos, Daniel. Ahora.

Se vuelve despacio y me mira. Tiene aquella mirada, la que me necesita desesperadamente, pero en medio de esa maravillosa entrega, siguen existiendo el odio y el resentimiento que siente hacia sí mismo por su pasado. Y no voy a tolerarlo.

—Extiende las manos.

Esta vez, sus brazos responden de inmediato y lo oigo suspirar aliviado.

Le coloco las palmas de las manos una contra la otra y le rodeo las muñecas con el cinturón. El cuero le da varias vueltas y, al juntar los dos extremos, aprieto con fuerza. Es imposible que pueda soltarse.

Le apoyo una mano en el torso e intento moverlo hacia atrás. No cede, pero me basta con enarcar una ceja para que su pie derecho dé un paso hacia atrás. Y otro.

Su espalda tropieza con el tronco y se detiene.

—No te muevas —susurro—, en seguida vuelvo.

Me vuelvo y me dirijo al coche. Cojo el bolso y busco la caja que contiene la sorpresa que le tenía preparada. Lo compré hace unos días, todavía no sé cómo me atreví a entrar en esa tienda, y buscaba el momento ideal para enseñárselo.

Me había imaginado una situación completamente distinta y creo que habría tardado varios meses más, o tal vez años, en dárselo, pero de repente éste me parece el momento y el lugar perfecto.

Abro la cajita y saco el anillo elástico de piel negra. Me tiemblan las manos, pero me digo que soy la única mujer ante la que Daniel se ha rendido, que él me pertenece tanto como yo le pertenezco. Me doy media vuelta y veo que está mirándome confuso, que sigue desprendiendo odio y tensión por todos sus poros y que me está esperando.

Me reta con la mirada y le tiembla un músculo de la mandíbula.

—Estoy muy enfadada contigo, Daniel.

—No tendría que haberme olvidado de lo que le sucedió a Laura.

Me coloco delante de él y le levanto las manos atadas por el cinturón para colocarme entre ellas. Si alguien nos ve desde la carretera, creerá que Daniel me está abrazando o que estamos bailando junto al árbol.

Mis pechos están completamente pegados a su torso y él mantiene la mirada fija al frente.

—Nunca te has olvidado de Laura. Nunca. Por ella, por lo que sucedió aquí, te convertiste en lo que eres. El problema —lo empujo con las dos manos hasta notar que se clava la corteza del árbol en la espalda— es que en realidad eres mucho más. ¿Acaso te has olvidado de que me perteneces?

Levanto la mano izquierda y le deslizo los dedos por el bíceps hasta el cuello, donde se los enredo en el pelo de la nuca.

Tiro de él hacia atrás para que apoye también la cabeza en el árbol. Daniel no lo sabe, pero dentro de unos minutos apenas podrá sostenerse en pie.

—Dilo, Daniel, di que eres mío.

Aparto los dedos de su nuca, asegurándome de arañarle el cuello.

Tiene que tragar saliva y humedecerse los labios, pero al final lo consigue:

—Soy tuyo.

—Muy bien, cariño.

Bajo ambas manos hasta llegar a la cinturilla del pantalón y desabrocho los botones. Con la mano izquierda, lo sujeto a él por la cintura. No ejerzo ningún tipo de fuerza, Daniel sabe que no puede moverse.

—No me gusta que digas esas cosas cuando no puedo hacer nada al respecto. Y sé que lo has hecho aposta. —Deslizo la mano derecha dentro de sus pantalones y acaricio levemente su erección por encima de los calzoncillos. Él tiembla y mueve un poco las caderas—. No voy a dejarte.

Daniel abre los ojos de golpe y resopla.

—Oh, sí, sé que en el fondo todavía estás convencido de que me dirás algo horrible que hará que te abandone. Pero eso no va a suceder. Nunca.

Sus negros ojos vuelven a desafiarme.

Subo la mano derecha por encima de los calzoncillos y al llegar a la cintura vuelvo a descender, ahora sobre su piel, por debajo de la prenda de ropa interior. Rodeo su pene con los dedos y aprieto con fuerza, sin moverlos.

—Si estuviéramos en casa —susurro despacio, siguiendo el ritmo de mi mano—, te ataría a la cama y te dejaría allí sin hacerte nada durante un rato. Me desnudaría delante de ti —se le acelera la respiración y su miembro crece entre mis dedos— y tú no podrías tocarme. Tal vez me quedaría en braguitas… y te obligaría a arrancármelas con los dientes. Sólo con los dientes. —Aflojo la mano y Daniel aprieta la mandíbula. Deslizo los dedos despacio hasta su prepucio y se lo recorro con la uña—. Pero primero no haría nada de eso.

Vuelvo a acariciar su erección y él respira aliviado, a pesar de que noto perfectamente cómo tira de las muñecas, que tiene inmovilizadas por el cinturón.

—Primero encendería una vela y acercaría la llama a tu torso. Dejaría que te quemara, pero sólo un poco.

Muevo la mano derecha, lo excito.

—Después, apartaría la vela y derramaría unas gotas de cera justo encima de tu corazón. Sé que ahí es donde más te gusta.

Daniel apoya rendido la cabeza contra el árbol y yo también me pierdo en el deseo que empieza a tejerse espeso entre nosotros.

—Pero ahora no estamos en casa y tú… —tengo que humedecerme los labios para poder continuar— tú has dicho que te gustaría haber muerto. Y eso no puedo consentirlo.

Le aparto la mano izquierda de la cintura y la llevo hasta su erección, y con la derecha cojo el aro de piel negra que me había guardado en el bolsillo.

—He comprado algo para ti —susurro, algo nerviosa—, sé que estoy aprendiendo contigo, pero te prometo que esto es exactamente lo que necesitas.

—Tú eres lo que necesito —me dice entre dientes.

Me da un vuelco el corazón siempre que oigo esa confesión. Apoyo la frente en el torso de él, que agacha la cabeza para darme un beso en el pelo.

—No puedes decir que preferirías haber muerto y creer que no vas a tener que pagar las consecuencias. —Vuelvo a mover la mano despacio y él nota el cuero que está ahora entre mis dedos y se tensa y excita todavía más—. Si termino de masturbarte, tal vez no te olvidarías de lo que sucedió en este roble. Sí, quizá recordarías ambas cosas, el pasado y el presente, pero quiero que cuando pienses en este lugar sólo te acuerdes de mí. De nosotros.

—Yo…

Daniel no va a mentirme, es incapaz, y por eso lo recompenso apretando la erección entre mis dedos como a él le gusta.

Aparto la cabeza de su torso y respiro hondo. Me gustaría desnudarlo y besarlo, recorrerle el pecho a besos y a mordiscos, sentirlo estremecerse bajo mis labios. Pero ahora debo hacer algo mejor: debo llevarlo al límite.

El pantalón está desabrochado y aparto ambos extremos para poder tocarlo mejor. Se lo deslizo un poco hacia abajo, no demasiado, igual que los calzoncillos. Le acaricio el pene con ambas manos, despacio, con fuerza, dejando que note que lo estoy tocando y mirando al mismo tiempo. Guiando y dominando su deseo.

—Si estuviéramos en casa —retomo mi relato de antes—, colocaría la vela justo aquí —deslizo los dedos por el lateral de su erección— y esperaría a que temblases. —Daniel se estremece—. Después, quizá derramaría un poco más de cera en uno de tus muslos. ¿Te he dicho que también tienes los pies atados a la cama? Estás completamente inmóvil, pero tus ojos —suspiramos los dos—, tus ojos tienen todo el poder. Esperaría a que la cera del muslo resbalase por tu pierna y entonces me sentaría entre ellas. Dejaría la vela en la mesilla de noche o quizá… —Muevo la mano derecha y paso el aro de cuero negro por toda su erección hasta llegar a la punta—. Quizá derramaría unas últimas gotas en tu ombligo. Tú contraerías los músculos, lo haces porque así notas más el calor de la cera.

Con la mano izquierda le sujeto inmóvil la erección, porque parece estar a punto de eyacular.

—Te gusta notar el calor, sentir que te quema ligeramente la piel. Y te gusta que después te bese.

Me pongo de rodillas en el suelo, sin importarme mancharme con la hierba. El Jaguar me oculta por completo de miradas imprevistas.

Necesito besar a Daniel, pero antes tengo que terminar.

—Es un anillo de cuero —le explico, deslizándolo por su erección—. Te apretará y no dejará que te corras. Sé que podría ordenarte que no te corrieras y que obedecerías —coloco el cuero justo al final de su miembro y lo aprieto—, pero así además notarás que no puedes. Lo necesitas, Daniel.

—Dios —lo oigo mascullar y su miembro crece a pesar de la restricción del cuero, aunque efectivamente no eyacula.

—Vas a llevar este anillo hasta que yo te diga. Hasta que decida perdonarte.

Antes de levantarme, no resisto la tentación de pasarle la lengua por la erección. Se la recorro despacio, deleitándome en cada temblor, y me detengo en la punta para besarla igual que si estuviera besando los labios de Daniel.

—Amelia, por favor.

Le deslizo la lengua por el prepucio y capturo una de las pocas gotas de semen que se han escapado. Vuelvo a besarlo y me aparto despacio.

Daniel está temblando y tiene los músculos de los brazos completamente tensos. Por un segundo, temo que sea capaz de romper el cinturón.

Me levanto despacio del suelo y le coloco la erección dentro de los calzoncillos. Lo acaricio por última vez antes de abrocharle los pantalones. Le doy un beso en el torso, encima del jersey que oculta su corazón, y después lo sujeto por la nuca para bajarle la cara y besarlo en los labios. Él los separa al sentir mi lengua y me devora. Sé que detecta su sabor en mí y eso lo enloquece de deseo. Su miembro tiembla y se endurece pegado a mi estómago.

Lo beso y dejo que se rinda a mí, mientras yo me rindo también a él, aunque no se lo digo. Lo sujeto por la nuca con todas mis fuerzas y mis labios sucumben a los suyos. No puedo dejarme llevar y le muerdo el labio inferior. Él se estremece y yo me aparto despacio.

—No vas a correrte. Vas a llevar este anillo hasta que yo te lo quite. ¿Entendido?

Traga saliva antes de contestarme, con las pupilas completamente dilatadas.

—Entendido.

—Muy bien, amor.

Le doy un último beso en los labios y vuelvo a agacharme para salir de entre sus brazos. A Daniel se le acelera de nuevo la respiración, y sí, lo torturo un segundo más pegándome a su cuerpo. Salgo de debajo de él y lo cojo por las muñecas.

—No voy a soltarte las manos. Voy a conducir yo y tú tendrás que ir a mi lado y pensar en todo lo que vas a tener que hacer y decir para que te perdone.