El León se puso furioso al oír la risa con que festejaban la caída del Espantapájaros y, lanzando un rugido atronador, echó a correr cuesta arriba.
De nuevo salió una cabeza a gran velocidad y el enorme León cayó rodando por la colina como si le hubiera golpeado una bala de cañón.
Dorothy corrió para ayudar al Espantapájaros a levantarse, y el León fue hacia ella, sintiéndose dolido y molesto, al tiempo que decía:
—Es inútil combatir con gente que dispara la cabeza como si fuera una bala. Nadie podría enfrentarlos.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó ella.
—Llama a los Monos Alados —sugirió el Leñador—. Todavía puedes darles una orden más.
—Muy bien —repuso ella y, poniéndose el Gorro de Oro, pronunció las palabras mágicas.
Los Monos fueron tan puntuales como siempre, y en pocos momentos estuvo toda la banda frente a ella.
—¿Qué nos ordenas? —preguntó el Rey, haciendo una reverencia.
—Llévanos por sobre esta colina hasta el país de los Quadlings —pidió la niña.
—Así se hará —repuso el Rey.
Acto seguido, los Monos Alados se apoderaron de los cuatro viajeros y de Toto y se alejaron volando con ellos. Cuando pasaron por sobre la colina, los Cabezas de Martillo aullaron de furia y lanzaron sus cabezas hacia lo alto, mas no pudieron alcanzar a los simios voladores, quienes se llevaron a Dorothy y sus amigos al otro lado de la montaña y los bajaron en el hermoso país de los Quadlings.
—Esta es la última vez que nos llamas —dijo el jefe a Dorothy—. Así que adiós y buena suerte.
—Adiós y muchísimas gracias —respondió la niña, y los Monos levantaron vuelo y se perdieron de vista en un abrir y cerrar de ojos.
El país de los Quadlings parecía muy próspero. Abundaban los cereales en sus campos, los caminos estaban bien pavimentados y por doquier veíanse murmurantes arroyos de agua clara cruzados por puentes muy bien construidos. Las cercas, casas y puentes estaban pintados de rojo vivo, tal como eran amarillos en el país de los Winkies y azules en el de los Munchkins. Los mismos Quadlings, que eran bajos, regordetes y bienhumorados, vestían todos de rojo, destacándose así contra el fondo verde del césped y el amarillo oro de los granos maduros.
Los Monos habían dejado a los viajeros cerca de una granja y los cuatro amigos marcharon ahora hacia la casa y llamaron a la puerta, la que abrió la esposa del granjero. Cuando Dorothy le pidió algo de comer, la mujer les brindó a todos una buena comida, con tres clases de pastel y cuatro clases de bizcochos, así como un tazón de leche para Toto.
—¿Queda lejos el castillo de Glinda? —preguntó la niña.
—No mucho —fue la respuesta—. Tomen el camino del Sur y pronto llegarán a él.
Luego de dar gracias a la buena mujer, partieron de nuevo y marcharon por entre los campos sembrados y los bonitos puentes hasta que vieron ante ellos un castillo muy hermoso. Ante las puertas se hallaban tres mujeres jóvenes que vestían vistosos uniformes rojos con adornos dorados.
Al acercarse Dorothy, una de ellas le preguntó: ¿Por qué vienen al País del Sur?
—Queremos ver a la Bruja Buena que gobierna aquí —contestó la niña—. ¿Nos llevarán ante ella?
—Denme sus nombres y preguntaré a Glinda si quiere recibirlos.
Le dijeron quiénes eran y la joven soldado entró en el castillo para regresar poco después y anunciarles que podían pasar.