Al amanecer, Dorothy se lavó la cara con el agua de un arroyo cantarino y poco después partieron de nuevo hacia la Ciudad Esmeralda.

El día iba a ser muy ajetreado para los viajeros. No habían caminado más de una hora cuando vieron ante ellos una gran zanja que cruzaba el camino y parecía dividir el bosque en dos partes hasta donde la vista alcanzaba. Era muy ancha y cuando se acercaron cautelosamente hasta el borde, observaron su gran profundidad y las numerosas piedras afiladas que salpicaban el fondo. Sus costados eran tan empinados que ninguno de ellos podría deslizarse hasta abajo o subir de nuevo por la parte opuesta, y por el momento pareció que allí iba a terminar el viaje.

—¿Qué hacemos ahora? —suspiró Dorothy.

—No tengo la menor idea —dijo el Leñador, mientras que el León agitaba su melenuda cabeza y parecía sumirse en profundas meditaciones.

—Es seguro que no podemos volar —dijo por su parte el Espantapájaros—. Tampoco podemos bajar al fondo de este zanjón tan profundo. Por lo tanto, si no podemos saltarlo, tendremos que quedamos donde estamos.

—Yo creo que puedo saltarlo —expresó el León Cobarde luego de medir la distancia con la mirada.

—Entonces estamos salvados —aprobó el Espantapájaros—; tú puedes llevarnos sobre tu lomo a todos nosotros, por una vez.

—Bien, lo intentaré —asintió el León—. ¿Quién irá primero?

—Yo —se ofreció el hombre de paja—, porque si no lograras salvar esa distancia, Dorothy podría matarse o el Leñador se abollaría todo contra las piedras de abajo; pero si me llevas a mí eso no importaría mucho, ya que la caída no me haría daño alguno.

—Yo mismo tengo un miedo terrible de caer —confesó el felino—. Pero supongo que no queda otra alternativa que intentarlo, así que monta sobre mi lomo y haremos la prueba.

El Espantapájaros se instaló sobre el lomo del León, y la enorme fiera fue hasta el borde del barranco y se agazapó.

—¿Por qué no tomas impulso para saltar? —preguntó el hombre de paja.

—Porque los leones no lo hacemos así —fue la respuesta.

Después dio un tremendo envión, voló por el aire y fue a posarse con gran suavidad en el otro lado del zanjón. Todos se sintieron encantados de ver la facilidad con que lo había hecho, y después que el Espantapájaros se apeó de su lomo, el León volvió a saltar sobre la fisura.

Como decidió ser la próxima, Dorothy tomó a Toto en sus brazos y se instaló sobre el lomo del León, agarrándose fuertemente de la melena con una mano. Un momento después le pareció como si volaran por el aire, y luego, antes de darse cuenta de nada más, ya estaban a salvo en el otro lado. El León volvió por tercera vez para trasladar al Leñador, y después se sentaron un rato a fin de dejar descansar a la fiera, pues sus grandes saltos habíanle cortado el aliento y jadeaba como un enorme perro que hubiera corrido demasiado.

De ese otro lado el bosque se presentaba muy tupido, oscuro y bastante lúgubre. Después que el León hubo descansado, continuaron su marcha por el camino amarillo preguntándose cada uno de ellos si alguna vez saldrían de aquella espesura para volver a ver la luz del sol. Para colmo de males, empezaron a oír ciertos ruidos misteriosos procedentes de lo profundo del bosque, y el León les susurró que era en aquella región donde vivían los Kalidahs.

—¿Qué son los Kalidahs? —preguntó Dorothy.

—Unas fieras monstruosas con cuerpos de osos y cabezas de tigres —contestó el León—. Sus garras son tan largas y filosas que podrían abrirme en dos con tanta facilidad como podría yo matar a Toto. Les tengo un miedo terrible a los Kalidahs.

—Y no me extraña —dijo Dorothy—. Deben ser bestias horribles.

El León estaba por contestar cuando llegaron a otro barranco, pero éste era tan ancho y profundo que el felino comprendió al instante que no podría salvarlo de un salto.

Se sentaron entonces a pensar en lo que podrían hacer, y luego de mucho meditar dijo el Espantapájaros:

—Allí hay un árbol muy alto que crece a un costado del abismo. Si el Leñador puede cortarlo de manera que su parte superior caiga del otro lado, podría servirnos de puente.

—¡Espléndida idea! —aprobó el León—. Casi sospecharía que tienes sesos en la cabeza en lugar de paja.

El Leñador puso manos a la obra sin perder tiempo, y tan filosa era su hacha que no tardó en cortar casi todo el tronco. El León apoyó entonces sus fuertes garras contra el árbol y empujó con gran energía, logrando inclinar poco a poco al gigante del bosque y hacerlo caer ruidosamente hacia el otro lado del barranco, donde quedó apoyada su copa.

Habían empezado a cruzar por este puente improvisado cuando oyeron un tremendo gruñido que les hizo volverse y, para su gran horror, vieron dos bestias enormes con cuerpo de oso y cabeza de tigre.

—¡Son los Kalidahs! —exclamó el León Cobarde, empezando a temblar.

—¡Rápido! —les urgió el Espantapájaros—. Terminemos de cruzar.

Dorothy marchó adelante, con Toto en sus brazos, seguida por el Leñador y, luego, por el Espantapájaros. Aunque tenía mucho miedo, el León se volvió para enfrentar a los Kalidahs, y entonces lanzó un rugido tan terrible y ensordecedor que Dorothy dejó escapar un grito y el Espantapájaros cayó hacia atrás, mientras que aquellas bestias espantosas se detuvieron y miraron sorprendidas al felino.

Pero al darse cuenta de que eran más grandes que el León y, por añadidura, llevaban la ventaja del número, los Kalidahs reanudaron su avance. Por su parte, el León cruzó por el árbol y volvióse para ver qué hacían sus enemigos. Sin detenerse un instante, las terribles fieras empezaron a cruzar también.

—Estamos perdidos —dijo el León a Dorothy—. Seguro que nos harán pedazos con esas garras que tienen. Pero quédate detrás de mí y te defenderé de ellas mientras me dure la vida.

—¡Espera un momento! —intervino el Espantapájaros.

El hombre de paja había estado pensando qué convendría hacer, y ahora pidió al Leñador que cortara la parte del árbol que reposaba sobre ese lado del barranco. El Leñador empezó a usar su hacha sin demora y, cuando los dos Kalidahs estaban a punto de llegar a ellos, el árbol cayó estrepitosamente al fondo, llevándose consigo a las dos rugientes fieras, las que se hicieron pedazos al dar contra las filosas rocas de abajo.

—Bueno —suspiró aliviado el León Cobarde—. Veo que vamos a vivir un poco más, y me alegro de ello, porque debe ser muy incómodo eso de no estar vivo. Esos animales me asustaron tanto que todavía me salta el corazón en el pecho.

—¡Ah! —exclamó apenado el Leñador—. ¡Ojalá tuviera yo un corazón que me saltara en el pecho!

Esta última aventura hizo que los viajeros se sintieran más ansiosos que antes por salir del bosque, y marcharon con tanta rapidez que Dorothy se cansó y tuvo que cabalgar sobre el lomo del León. Para gran alegría de todos, los árboles se fueron tornando cada vez más escasos a medida que avanzaban, y en la tarde llegaron de pronto a la orilla de un ancho río de corriente muy rápida. Del otro lado del agua pudieron ver el camino amarillo que se extendía por una hermosa región de verdes praderas salpicadas de flores y llenas de árboles cargados de frutos deliciosos. Grande fue la alegría de todos al contemplar tanta belleza.

—¿Cómo cruzaremos el río? —preguntó Dorothy.

—Muy fácil —respondió el Espantapájaros—. El Leñador nos construirá una balsa para que lleguemos a la otra orilla.

El hombre de hojalata tomó su hacha y se puso a derribar algunos árboles pequeños con los cuales construir la balsa, y mientras él se ocupaba de esto, el Espantapájaros descubrió en la orilla un árbol cargado de sabrosos frutos, lo cual complació mucho a Dorothy, que no había comido más que nueces durante todo el día, y ahora tuvo un buen almuerzo de fruta madura.

Pero lleva mucho tiempo hacer una balsa, aun cuando uno es tan trabajador e incansable como el Leñador de Hojalata, y al llegar la noche todavía no estaba terminado el trabajo. Por consiguiente, buscaron un lugar cómodo bajo un árbol donde pasaron la noche, y Dorothy soñó con la Ciudad Esmeralda y con el buen Mago de Oz que muy pronto la mandaría de regreso al hogar.