CAPÍTULO XVII

Al ruido, Monsieur de Lauranay, Mademoiselle Marthe y mi hermana, súbitamente despertadas, se habían lanzado fuera de la choza. En el hombre que salía conmigo de entre la espesura del bosque, no habían podido adivinar a Monsieur Jean, ni a Madame Keller, que acababa de aparecer casi en seguida. Monsieur Jean se lanzó hacia ellos. Antes de que hubiese pronunciado una palabra, lo había reconocido Mademoiselle Marthe, y él la estrechaba contra su corazón.

—¡Jean! —murmuró la joven.

—¡Si, Marthe! ¡Yo mismo! ¡Y mi madre también!

Mademoiselle de Lauranay se arrojó en los brazos de Madame Keller.

No convenía perder la sangre fría ni cometer imprudencias.

—Entremos todos en la choza —dije—, os va en ello la cabeza, Monsieur Jean.

—¡Qué! ¿Sabéis quizás, Natalis?…

—Mi hermana y yo lo sabemos todo.

—¿Y tú, Marthe, y vos, Monsieur de Lauranay? —preguntó Madame Keller.

—¿Pues qué hay de nuevo? —exclamó Mademoiselle Marthe.

—Vaís a saberlo —respondí yo—. Entremos.

Un instante después, todos estábamos encajonados dentro de la choza. Si no nos veíamos unos a otros, al menos nos oíamos. Yo, colocado tema dé la puerta, escuchando siempre, no dejaba de observar el camino.

Y Monsieur Jean lo refirió todo, no interrumpiéndose más que para escuchar si había algún ruido en el exterior. Por otra parte, este relato lo hizo Monsieur Jean con un tono fatigoso, con frases entrecortadas, que le permitían tomar aliento, como si llegase sofocado por una larga carrera.

—Querida Marthe —dijo— esto debía suceder, y más vale que me encuentre aquí, oculto en esta choza, que allí, bajo las órdenes del coronel von Grawert y en la misma compañía del teniente Frantz.

Entonces, en pocas palabras, Marthe y mi hermana supieron lo que había pasado antes de nuestra salida de Belzingen; la provocación insultante del teniente; el encuentro convenido, y su negativa a llevarlo a efecto después de la incorporación de Monsieur Jean al regimiento de Lieb.

—Si —dijo Monsieur Jean—. Yo iba a estar bajo las órdenes de aquel oficial, que podría entonces vengarse de mí a su placer, en lugar de verme enfrente de él con un sable en la mano. Y aquel hombre que os había insultado, Marthe, yo le hubiera matado; estaba seguro de ello.

—¡Jean!, ¡pobre Jean! —murmuró la joven.

—El regimiento fue enviado a Borna —añadió Jean Keller—. Allí, durante un mes, fui sometido a los trabajos más duros, humillado en el servicio, castigado injustamente, tratado como no se trata a un perro; y todo por Frantz. Yo me contenía; lo soportaba todo, pensando en vos., Marthe, en mi madre, en todos mis amigos. ¡Ah! ¡No sabéis lo que he sufrido! En fin: el regimiento salió para Magdeburgo. Allí fue donde mi madre pudo reunirse conmigo; pero fue allí también donde una noche, hace cinco días, en una calle en que yo me encontraba solo con el teniente Frantz, después de haberme llenado de injurias, me hirió con su látigo. Ya eran demasiadas humillaciones y demasiados insultos. Me arroje sobre él, ciego, y le herí fuertemente.

—¡Mi pobre Jean!… —murmuró de nuevo Mademoiselle Marthe.

—Yo estaba perdido, sí no lograba escaparme —añadió Monsieur Jean—. Felizmente, pude encontrar a mi madre en la fonda en que se alojaba. Algunos instantes después había cambiado mi uniforme por un traje de paisano, y salimos de Magdeburgo. Al día siguiente, según supe bien pronto, estaba condenado a muerte por un consejo de guerra. Se ponía a precio mi cabeza: ¡mil florines a quien me entregara! ¿Cómo poder salvarme? No lo sabía: pero yo quería vivir, Marthe; quería vivir para volver a veros a todos.

En este instante Monsieur Jean se interrumpio.

—¿Se oye algún ruido? —preguntó.

Yo me lancé fuera de la choza. El camine estaba silencioso y desierto. No obstante, apliqué mi oído al suelo. Ningún ruido sospechoso se escuchaba por el lado del bosque.

—No se oye nada, —dije, entrando.

—Mi madre y yo —continuó Monsieur Jean— nos habíamos lanzado a través de las campiñas de Sajonia, con la esperanza de poder alcanzaros, puesto que mi madre conocía el itinerario que la policía os había obligado a seguir. Caminábamos casi siempre y con preferencia durante la noche, comprando un poco de alimento en las casas aisladas, atravesando de prisa las poblaciones, en muchas de las cuales podía leer el edicto que ponía a precio mi cabeza.

—Si; el edicto que mi hermana y yo hemos leído en Gotha, —repliqué yo.

—Mi designio —dijo Monsieur Jean— era tratar de llegar a Thuringia, donde, según mis cálculos, debíais hallaros todavía. Además, allí estaría con más seguridad. Al fin llegamos a las montañas. ¡Qué camino tan rudo!… Bien lo sabéis, Natalis, puesto que os habéis visto obligados a recorrer una parte de pie a pie.

—En efecto, Monsieur Jean —repliqué—. Pero ¿quién ha podido deciros?…

—Ayer tarde, cuando, llegábamos al lado de allá del desfiladero de Gebauer —respondió Monsieur Jean—, vi una berlina partida por la mitad, que había sido abandonada en medio del camino. En el momento reconocí el carruaje de Monsieur de Lauranay. Era claro que os había acontecido algún accidente. ¿Estabais sanos y salvos? ¡Ah! ¡Qué angustias experimentamos! Mi madre y yo habíamos caminado toda la noche y al llegar el día era preciso ocultarnos.

—¡Ocultaros! —dijo mi hermana—. ¿Y por qué? ¿Acaso erais perseguidos?

—Si —respondió Monsieur Jean—; perseguidos por tres bribones que habíamos encontrado a la bajada del desfiladero de Gebauer, el cazador furtivo Buch y sus dos hijos, de Belzingen. Ya los había yo visto en Magdeburgo, en seguimiento del ejército, con otro gran número de vagos y ladrones de su especie. Sin duda sabían que había mil florines que ganar siguiendo mi pista; eso es lo que han hecho, y esta misma noche hace apenas dos horas, hemos sido atacados rudamente a una media legua de aquí, en el lindero del bosque.

—¿Es decir, que los dos tiros que yo creí oír?…

—Son los que han disparado ellos, Natalis. Mi sombrero ha sido atravesado por una bala, sin embargo, refugiándonos en una espesura tanto mi madre como yo, hemos podido escapar de esos miserables. Sin duda, han debido creer que hemos retrocedido en nuestro camino, pues se han dirigido por el lado de la montaña. Entonces nosotros hemos emprendido nuestra marcha hacia la llanura, y al llegar al límite de bosque os he reconocido en el silbido, Natalis.

—¡Y yo que ha disparado sobra vos, Monsieur Jean al ver un hombre que avanzaba!…

—Poco importa, Natalis; pero es posible que vuestro tiro haya sido oído, y es preciso que me marche al instante.

—¿Sólo? —exclamó Mademoiselle Marthe.

—¡No! Partiremos juntos —respondió Monsieur Jean—. Si es posible, no nos separaremos hasta haber alcanzado la frontera francesa. Cuando la hayamos pasado, será ocasión de pensar en una separación, que acaso, sea muy larga.

Todos sabíamos ya lo que nos importaba saber; es decir, cuán amenazada estaría la vida de Monsieur Jean, si el cazador furtivo Buch y sus dos hijos volvían a ponerse sobre sus huellas. Indudablemente trataría de defenderse contra aquellos bribones; no se rendiría sin luchar tenazmente; pero ¿cuál sería el resultado de esta lucha, en el caso probable de que los Buch hubieran reunido algunas genios de la peor especie, de tantas como entonces infestaban la campiña?

En muy pocas palabras, Monsieur Jean fue puesto al corriente de todo lo que nos había acontecido desde nuestra salida de Belzingen, y de cómo nuestro viaja se había hecho sin grandes tropiezos hasta el accidente del Gebauer. Pero al presente, la carencia de caballos y de carruaje nos ponía en una situación extremadamente difícil.

—Es preciso procurarse a toda costa medios de transporte, —dijo Monsieur Jean.

—Yo tengo esperanza de que nos será fácil encontrarlos en Tann —respondió Monsieur de Lauranay—. En todo caso, mi querido Jean, no permanezcamos más tiempo en esta choza. Buch y sus hijos se han extraviado quizás por este lado; es preciso aprovecharnos de lo que nos queda de noche.

—¿Podréis seguirnos, Marthe? —preguntó Monsieur Jean.

—Estoy dispuesta, —contestó Mademoiselle de Lauranay.

—¿Y tú, madre mía, que acabas de soportar tantas fatigas?

—En marcha, hijo mío —dijo Madame Keller.

No nos quedaban más que algunas pocas provisiones; apenas las necesarias para llegar hasta Tann; pero de todos modos, eran las suficientes para evitarnos el tenernos que detener en las aldeas por donde Buch y sus hijos podrían o habrían podido pasar.

En vista de todos estas circunstancias, se decidió lo siguiente antes de ponerse en camino; pues ante todo era preciso asegurar el niño, como decimos los picardos en el juego del piquet.

En tanto que no hubiera peligro en separarnos, estábamos decididos a no hacerlo, indudablemente, lo que había de ser relativamente fácil para Monsieur de Lauranay y para Mademoiselle Marthe, para mi hermana y para mi, puesto que nuestros pasaportes nos protegían hasta la frontera francesa, sería mucho más difícil para Madame Keller y su hijo. Por consiguiente, éstos debían tomarla precaución de no entrar en las ciudades por las cuales se nos había obligado a pasar a nosotros.

Se detendrían antes de entrar, y nos esperarían al otro lado a nuestra salida. De esta manera, quizá no fuera imposible hacer el viaje juntos.

—Partamos, pues —dije yo—. Si puedo comprar un carruaje y dos caballos en Tann, ahorraremos muchos fatigas a vuestra madre, a Mademoiselle Marthe, a mi hermana y a Monsieur de Lauranay. En cuanto a nosotros, Monsieur Jean, no nos apuraremos por unos cuantos días de marcha y unas cuantas noches de dormir al raso; y ya veréis qué hermosas son en estas noches las estrellas que brillan sobre la tierra de Francia.

Dicho esto, yo me adelantó una veintena de posos hacia el camino. Eran las dos de la madrugada. Una profunda obscuridad envolvía todo el paisaje Sin embargo, en las más altas crestas de las montañas se vislumbraban ya las primeras claridades del alba.

Pero si yo no podía ver nada, al menos podía oír. Escuchó por todos lados con una atención extrema. La atmósfera estaba tan tranquila, que el más leve ruido de pasos por entre el ramaje de la arboleda no hubiera podido escapárseme.

No se oía nada. Era preciso convenir en que Buch y sus hijos habían perdido las huellas de Jean Keller. Ya estábamos todos fuera de la choza. Yo había cargado con las provisiones que quedaban, y os aseguro que no formaban un fardo muy pesado. De las dos pistolas que yo llevaba, di una o Monsieur Jean, y me quedé con la otra. Si la ocasión se presentaba, seguramente sabríamos servirnos de ellas.

En aquel momento, Monsieur Jean se aproximó a Mademoiselle de Lauranay, y cogiéndole una mano, la dijo con voz conmovida:

—Marthe: cuando quise tener la dicha de haceros mi esposa, mi vida me pertenecía. Ahora, no soy más que un fugitivo, un condenado a muerte… ¡No tengo ya el derecho de asociar vuestra vida a la mía!

—Jean —respondió Mademoiselle. Marthe— estamos unidos ante Dios. ¡Qué Dios nos guíe!…