1 El rey pez
En el fondo del mar, en las profundidades de aquellas aguas tan claras que bañaban las mil islas del arrecife coralino, vivía el más hermoso de los peces.
Se llamaba Bayir.
Era más que hermoso: era único. De cuerpo estilizado y poco más de un metro setenta de largo, tenía una aleta dorsal, dos laterales, una cola preciosa y una cabeza perfecta, puntiaguda como la de un delfín. Pero sin duda, su gran belleza provenía del brillo de su cuerpo, lleno de escamas de colores. Tantas que parecía como si un arco iris celestial se hubiera apoderado de él. La cabeza era verde; las aletas, amarillas; el tronco, azul, y la cola, roja. El cambio de un color a otro era un delicado tornasol que aglutinaba los demás tonos imaginables.
Cuando nadaba surcando los corales, incluso el agua parecía aquietarse ante su paso majestuoso y altivo. Se movía con velocidad de vértigo, dejando un cosquilleo mágico que contagiaba a los demás peces del arrecife. Como si un cometa hubiera caído al mar.
Para todas las especies del fondo del mar, no había duda: aquel era su rey.
El rey pez.
Y él vivía feliz, recorriendo sin cesar las mil islas que formaban el arrecife. Mil islas llenas de árboles y unos seres que las habitaban agrupados en poblados.
Los padres del rey pez le habían dicho cuando era pequeño:
–Cuídate de los seres de dos piernas, pues ellos salen a la mar en maderas que flotan y nos pescan, echan sus redes y nos capturan.
Bayir, sin embargo, era curioso. No podía evitarlo.
Curioso y muy joven.
Una y otra vez, eludiendo las maderas con las que viajaban aquellos seres, se acercaba a las islas para espiarlos, atisbar sus movimientos de lejos y aprender de sus costumbres. Así los veía bailar alrededor de las grandes fogatas que hacían en la playa, escuchaba sus cantos y quedaba fascinado con los juegos de los más pequeños a la orilla de las aguas. El mundo de la superficie era agradable, tanto o más que el mundo submarino.
La diferencia estaba en que ellos, los peces, no se comían a los seres de dos piernas.
No solo se trataba de las criaturas que habitaban este mundo entre la superficie del mar y el cielo, siempre lleno de pájaros. A Bayir también le gustaba ver las palmeras mecidas por el viento, sentir el calor del astro llameante en lo más alto del firmamento y notar la caricia de la brisa haciéndole cosquillas en la cabeza cuando se asomaba fuera del agua.
Ah, la existencia del rey pez era tranquila y excitante al mismo tiempo. El mundo submarino era inmenso, y Bayir comprendía que ni teniendo diez vidas conseguiría explorarlo entero. Por la misma razón, las mil islas del mundo exterior se hacían infinitas para su insaciable curiosidad.
Aun así, quizás hubiera podido llegar a ser el mayor explorador de la historia del arrecife.
Quizás.
Pero la vida de Bayir cambió un día.
Inesperadamente.