10 Prisionero
Fue difícil calibrar el peso de sus sentimientos en ese instante. Por un lado, la captura de su secuestrador podía considerarse una victoria, pero por otro lado...
Bayir seguía siendo el más hermoso de los peces.
Un animal único que no merecía ser devorado por los humanos; sus espinas no deberían ser arrojadas a los cerdos.
Seleine se ocultó para que el rey de los peces no la descubriera. Desde detrás de una palmera, vio cómo Batir se debatía con todas sus fuerzas envuelto en la red. Los hombres que le sujetaban se mantenían lo más lejos posible para que no los golpeara con la cola o las aletas, tales eran las convulsiones que producía en sus desesperados intentos por liberarse. Fuera de las aguas, los rayos del sol arrancaban destellos celestiales a sus escamas, que brillaban incluso más que bajo el mar, donde reinaba con todo su esplendor. Los niños del pueblo estaban boquiabiertos, pues jamás habían visto nada parecido.
Al llegar a la plaza, la comitiva se detuvo y Bayir quedó tirado en el suelo, sin dejar de moverse.
Siempre que ocurría algo singular, el Consejo del pueblo se reunía para debatir, aunque en este caso era la comunidad entera la que hablaba y gritaba.
–¿Qué vamos a hacer con él?
–¡Nos lo comeremos!
–¡Sí, eso, seguro que es un dios de las aguas y nos hará más fuertes!
–¡No! ¿Comerlo? ¡No seáis absurdos! ¿De qué servirá eso? ¡Es demasiado bello para que desaparezca!
–Hay muchas personas que vienen en sus grandes barcos y nos compran cocos, hojas de palma y también las cosas que hacemos. ¿Por qué no venderles este pez a un buen precio?
–¡Sí, sí!
–¡Pero es nuestro, nosotros lo pescamos! ¿Acaso hemos de renunciar a contemplarlo solo por lo material?
Seleine se volvía loca. ¿Comerse a Bayir? ¿Venderlo? ¿Matarlo y disecarlo? El rey pez la había apartado de los suyos durante años y había actuado mal, muy mal, comportándose de forma egoísta por mucho que dijera que la amaba. Pero ella sí tenía corazón, y era enorme. Un corazón capaz de perdonar, de no desear venganza.
Cruel palabra la venganza.
La joven salió de su escondite.
Y al verla, Bayir dejó de moverse.
–¡Mirad! –gritó alguien–. ¡Lo ha paralizado con su hechizo!
Todos se fueron apartando mientras Seleine se acercaba a Bayir.
Se miraban a los ojos.
No intercambiaron palabra.
En los del rey pez, Seleine vio todo el amor que le profesaba. En los de ella, Bayir vio muchas cosas: piedad, perdón, ternura, esperanza...
–Escuchadme todos –la joven se volvió hacia sus vecinos–. Yo conozco a este pez. En mis viajes lo he visto muchas veces en el agua, saltando junto al barco que me conducía –esperó a que sus palabras calaran en su gente–. Una vez caí al agua, y me habría ahogado si él no me hubiera salvado, dejándome cabalgar sobre su lomo mientras una barca me rescataba. En aquella ocasión también quisieron capturarlo, pero él fue más listo y regresó al fondo de mar –volvió a dejar que el silencio amparara su breve pausa–. Estoy en deuda con él, y puesto que me habéis proclamado princesa, os digo que no vamos a comerlo ni a venderlo ni a disecarlo. Lo que haremos será dejarle vivir en nuestra laguna.
–¡Sí!
–¡Seleine tiene razón!
–¡A la laguna, a la laguna!
La muchacha se quedó quieta, con el corazón latiéndole con fuerza, mientras los pescadores llevaban la red que aprisionaba al rey pez a la laguna que presidía el centro del pueblo.
Una laguna de apenas veinte metros de diámetro donde solo se podía nadar en círculos, jamás en línea recta.