Capitulo 4

Sería justo decir que yo he sido menos que sensible ante los problemas de los soldados en el pa-sado —he mantenido a los militares en el desprecio sumo. Tenía mis razones, las que he asentado en otra parte de estas páginas.

Pero es igual de justo señalar que desde que me he vuelto uno de ellos —compartido sus priva-ciones, sufrimientos y raros momentos de éxito, visto de cerca sus vicios despreciables y sus virtudes no-bles—, yo soy un hombre castigado.

De los diarios de vuelo del oficial Isle, L., miliciano de la REF ? 666-60-937.

Minmei había estado en la Base Tirol de la REF muchas veces, pero nunca a tra-vés de las callejas oscuras y los pilotes elevados de la carretera como un convicto escapado.

Ella se habría sentido curiosa sobre este oficial de vuelo —Isle, decía su dis-tintivo—, de no ser porque se estaba sintiendo enferma de nuevo y estaba ex-hausta después del vuelo traumático desde la SDF-3.

Ellos habían abandonado el Alpha cinco kilómetros atrás bajo los restos des-trozados de un puente de la Antigua Tiresia. Isle logró esquivar a sus perseguidores —ellos se habían separado en todas direcciones para tratar de encontrarlo.

¿Pero por qué no se quitaba ese casco de vuelo? Los pilotos de cazas robo-tech a veces sentían una unión supersticiosa con sus gorras pensantes, pero de verdad esto era un poco escalofriante.

El complejo de investigación I&D de Lang estaba justo adelante. Isle pare-cía considerarlo terreno seguro, pero Minmei no estaba tan convencida. Ni su sal-vador podía explicar por qué no pudo aterrizar el VT en el alguacilazgo de Lang.

Según las transmisiones que habían escuchado durante el descenso de la fortaleza superdimensional, Edwards estaba privando de fuerzas a gran parte de su comando REF para seguir a Breetai y al Valivarre. Pero Minmei sabía que Ed-wards nunca la dejaría ir, sin importar las circunstancias.

No obstante, su pequeña mano estaba en la mano enguantada de Isle mientras él la llevaba por una calleja que atravesaba una plaza enorme desde una verja trasera del dominio de Lang. Pero delante de la verja, a unos cuatro-cientos metros de distancia, las tropas mecanizadas de las fuerzas terrestres de Edwards se estaban enfrentando a la gente de seguridad de Lang. Obviamente, Edwards se había movido rápidamente para reprimir y cercar a Lang. Lo más probable sería que Lang ni siquiera tuviera la más vaga idea del por qué.

Isle se mantuvo imperturbable mientras retrocedía terreno y la presionaba hacia la oscuridad. Justo en ese momento dos patrulleros de infantería pasaron por la plaza; uno apuntó casi ociosamente su luz contra esta y atrapó a Isle y a Minmei.

Isle se volvió con calma de hierro y la llevó de regreso por el camino por el que habían venido, pero para ese entonces había un sonido de persecución: si-renas, Aeromotos y jeeps, vehículos a tracción de oruga, gritos y chisporroteo de estática en las radios portátiles.

Un reflector bajó desde algún lugar alto y después varios más iluminaron el área. Isle se presionó a él mismo y a Minmei contra una pared cuando uno se acercó; luego este siguió su camino.

Pero un Hovertank se detuvo chillando en el extremo de una calle trasera con un resonar de motores, justo en su camino. Dos escuadras de infantería se apresuraron a bloquear el extremo opuesto, atrapándolos entre las filas de edifi-cios vacíos.

Isle empujó a Minmei contra una pared y sacó una pistola automática mágnum enorme, del tipo que ella había oído que los soldados llamaban Badger; no era robotech, pero era criminalmente eficaz.

Los soldados de la REF se estaban acercando desde ambos lados, hombres y mujeres por igual. Probablemente muchos de ellos eran personas que habían escuchado sus canciones en el club de milicianos. Minmei puso su mano sobre el barril de la Badger y lo presionó hacia el suelo. Este no se movió.

—Yo puedo sacarte de aquí —todavía ese sonido llano y metalizado del al-tavoz del casco de Isle—. Minmei, yo puedo salvarte.

Parecía como si él le estuviera ofreciendo la redención. Ella estaba agitan-do la cabeza.

—¿Matando personas? ¡Entonces maldito seas si lo haces! Porque si una persona más muere debido a mí, me mataré.

Ella dijo esta última frase mostrándole los dientes y después giró hacia los re-flectores que se estaban instalando en el extremo más cercano de la calle. Min-mei caminó hacia ellos cuando estos convergieron. Tenía sus manos extendidas como un santo penitente.

—¡No disparen! ¡Nos rendiremos! ¡Pero quiero que dejen ir a este hombre, aquí donde yo pueda verlo! ¡Si no lo sueltan, no nos tendrán a ninguno de noso-tros con vida!

Ella se desvaneció un poco; se apoyó contra una pared dura y pasó un tiempo indeterminado. Había gente a su alrededor, los rayos de las linternas y de los faroles brillaban sobre ella; gente que trataba de retraer sus párpados mientras ella gritaba, escupía, luchaba y los alejaba a cachetazos, los mordía y chillaba las cosas más obscenas en las que podía pensar.

Después se tranquilizó.

—Déjenlo ir —lloró—. Déjenlo ir.

En ese momento la más aborrecida de todas las voces apareció cerca de ella, la de Edwards.

—¿Dejar ir a quién? ¿Quién estaba aquí, Minmei? ¿Quién te secuestró?

Edwards todavía estaba a un poco de distancia de ella —no eran sus ma-nos represoras la que la agarraban. Ella tragó aire, pestañeó para borrar sus lá-grimas y vio que las tropas de Edwards habían asegurado el área, pero Isle no es-taba ahí. No se lo veía por ninguna parte.

Miró hacia la pared pálida donde lo había visto por última vez. Tal vez había ligeras perforaciones en ella; la luz era demasiado tenue para decirlo, sobre todo con los hombres y mujeres que la sujetaban. Pero de todas maneras, sólo había una persona que ella podía creer capaz de...

Edwards había estado a punto de infligir un nuevo miedo en Minmei, algu-na amenaza para ponerla en vereda de un susto. Pero en cambio la súbita risa maníaca de Minmei puso el miedo en él.

—¿Sabes lo que finalmente has hecho? —gritó ella, echando espuma por la boca—. ¡Has despertado a los muertos! ¡Y ahora tu vida está acabada!

Minmei, elegante como era, casi saltó sobre él con los dedos extendidos como garras; se necesitaron varios infantes para dominarla.

—Camisa de fuerza —dijo Edwards con severidad mientras observaba el forcejeo sobre el pavimento mojado.

La lluvia caía por su capucha de aleación, por su lente ocular reluciente y por la furia pálida de su cara.

—Pónganla en una camisa de fuerza y mándenla a mi cuartel general.

Después de que todos se fueron, miró hacia la pared que Minmei había mi-rado. En la luz tenue era difícil de decir; ¿esos huecos eran accidentales... produc-to de defectos materiales, perforaciones y cosas por el estilo, no es cierto?

Pero alguien había volado el Alpha que nadie parecía poder encontrar. Al-guien había estado parado junto a ella vestido con un traje de vuelo.

Pero Edwards pensaba que Minmei no revelaría pronto la identidad del culpable; podía oír su risa y su llanto enloquecido mientras su policía de seguridad se la llevaba.

***

—¡Comandante! Naves más rápidas que la luz están apareciendo ante no-sotros proyectándose en nuestro curso. Dos de clase escolta SDF, y están envian-do desafíos.

Breetai levantó la vista de los cálculos personales que estaba haciendo.

—Transfiérelas.

Se levantó de la silla del capitán del puente del Valivarre. Pausadamente arregló su sobretodo zentraedi que estaba lleno de trenzas y condecoraciones, todas ellas pagadas con lucha y sangre. Su pieza craneal, toda de cristal y alea-ción resplandeciente, reflejó la luz.

—¡Atención, Valivarre! —dijo la voz humana. Una cara apareció en una pantalla sobre Breetai, un varón humano de mediana edad. El hombre era de ros-tro redondo y rubicundo, y llevaba una gorra de oficial trenzada.

—Soy el comodoro Renquist del crucero Tokugawa de la REF. En nombre del Consejo Plenipotenciario les ordeno que se detengan y se entreguen, ustedes, su nave y tripulación, y la mena monopolar.

Los dos cruceros eran últimos modelos diseñados y construidos por la gente de Lang. Breetai estaba un poco sorprendido; él habría pensado que Edwards era demasiado inseguro de su propia posición en Tirol para enviar a tantos de sus seguidores en la misión de hacer volver al Valivarre.

En cuanto a Renquist, Breetai reconoció el nombre del hombre. Un lame-suelas que se había convertido en uno de los sirvientes de Edwards y al que lo habían promovido por encima de oficiales más capaces. Breetai había esperado a medias que Adams o Benson, o uno de los otros del círculo interno de Edwards estuviera a cargo de cualquier fuerza que enviaran contra él, pero Edwards debió de haber advertido que esos bichos traidores no eran nada como para enviarlos contra el Valivarre y sus cientos de fuertes guerreros zentraedis.

—Son culpables de piratería y motín, así como de traición —decía Renquist con la voz un poco temblorosa—. Les recordaré su juramento y les daré una, y só-lo una, oportunidad de rendirse.

—Mi juramento y lealtad se entregaron al gobierno terrestre debidamente constituido, y al almirante Hunter —retumbó Breetai—. ¡No a su hediondo general Edwards, ni tampoco a usted, cobarde!

La cara de Renquist asumió la palidez y distorsión de la cera fundida. El su-dor empezó a caer por frente.

—¡Monstruo inservible! ¡Haré que lo vuelen en átomos!

Lástima que el Valivarre no haya logrado más que una ventaja —reflexionó Breetai. Su oportunidad de evitar a los cruceros había sido buena y creía impro-bable que Edwards permitiera que la mitad de su línea principal de defensa va-gara lejos de Tirol o se fuera por demasiado tiempo.

Claro, Breetai podía intentar evadirlos, pero las veloces naves escolta SDF habrían seguido fácilmente su huella. Además, luchar en una batalla sideral a ve-locidades superluminares era complicado y la ventaja quedaría con Renquist, sus cruceros y la nueva generación de armas de Lang. Sería mejor resolver las cosas aquí.

Breetai cruzó sus brazos sobre su pecho enorme.

—Yo casi no creo que eso sea posible, ya que usted destruiría toda la mena monopolar que queda en esta región. Y ninguno de ustedes regresará jamás a la Tierra, ¿no es cierto? No obstante, si es batalla lo que busca, los zentraedis lo ayu-darán alegremente. Breetai nunca ha huido de una lucha. ¡Venga, pues!

La garganta de Renquist se esforzó cuando tragó laboriosamente; la fanfa-rronada había fallado y ambos comandantes lo sabían. Al destruir la mena, Ren-quist estaría sellando su propio destino. Intentó demostrar determinación, pero es-ta sólo salió como una protesta débil.

—¡Por dios, nosotros los vencimos una vez, diablos, y los venceremos otra vez! ¡Si no se rinden al instante, yo daré la orden de lanzar!

Breetai asintió gravemente.

—No dejemos esperando a nuestros pilotos, comodoro.

Lo que Renquist había dicho era innegable: los humanos habían derrotado a los guerreros gigantes años atrás. Pero esta vez Minmei no estaba allí con sus canciones para poner a zentraedi contra zentraedi, y esta vez no había SDF-1 con su última explosión del escudo de barrera.

Breetai pensó en una expresión que había oído usar a Max Sterling: ¡Los te-nemos sobre un barril y pronto los tendremos dentro del barril! Sólo que, ¿quién se-ría vencido así esta vez?

—Está lanzando mecas, milord —dijo un técnico del puente.

Pero no muchos —ciertamente no tantos como llevaban los cruceros. Qui-zás era una sonda, o podría ser que Edwards realmente no había escatimado tan-tos de sus Jinetes Fantasma como parecía al principio. Y a lo mejor había otro elemento en esta situación.

—Ordena que salgan nuestros Battlepods —dijo Breetai con su voz de barí-tono—. Y ordena a los artilleros que disparen a discreción a los mecas, pero no a los cruceros, ¿está claro?

Alphas, Betas y Logans montaron las estelas de fuego azul de sus propulso-res a través de la noche eterna en dirección al Valivarre. Los enormes Battlepods zentraedis salieron para enfrentarlos.

Los mecas de los gigantes eran como avestruces acéfalos gigantescos con torsos que hacían pensar en focos de aleación montados sobre dos largas piernas articuladas hacia atrás. Las pecheras estaban llenas de cañones y bastidores de misiles. Los pods de los oficiales tenían, además, montantes extras de armas de dos barriles que blandían como si fueran Derringers enormes.

Los aviadores humanos eran los Jinetes Fantasma, leales sólo a Edwards, más que ansiosos de matar a los gigantes que habían sido firmes aliados de la humanidad hasta no hace tanto tiempo. Les habían informado sobre los puntos vulnerables y los perfiles de actuación de los pods; arremetieron con confianza.

Una de las tácticas que en la Guerra Robotech le había dado la ventaja a los humanos se desarrolló cuando Miriya Sterling reveló una debilidad en el diseño de los pods. El fuego concentrado en un punto justo a popa de la unión de las piernas desactivaría a los pods y los dejaría a la deriva y desvalidos.

La primera sorpresa que recibieron los Ghosts fue descubrir que a los pods los habían recompuesto para reforzar el talón de Aquiles, y la segunda fue que las armas de los pods y su precisión eran más mortales que nunca. Además, los pilo-tos de Breetai tenían experiencia suficiente en luchar contra los VTs, mientras que a los jóvenes aviadores Ghost los habían entrenado después del fin de la Guerra Robotech. Y estos zentraedis estaban entre los mejores.

El resultado final fue que los primeros momentos de combate mostraron Ghosts explotando en bolas de fuego y haciendo erupción en escombros can-dentes cuando los pocos Battlepods tomaron una ventaja inmediata. Una vez más los misiles iluminaron la oscuridad y los rayos de energía furiosa riñeron de un lado a otro.

Breetai observó a un Logan deshacerse en las costuras como un melón re-ventado, emanando luz y fuerza explosiva de él.

—Nosotros juramos ser sus aliados —murmuró—, pero nunca sus esclavos o sus víctimas.

***

En el puente del Tokugawa, Renquist miraba mortificado cómo los zentrae-dis repelían su primera ola de ataque con muchas bajas, aunque los gigantes también habían recibido unos cuantos golpes. Los oficiales de Operaciones e Inteligencia y sus computadoras tenían una docena de pobres excusas y supuestos análisis, pero él los ignoró. A los Ghost simplemente los estaban superando.

Un rostro apareció en una de las pantallas laterales, un joven oficial de vue-lo.

—¡Comodoro, con todo el debido respeto, debo protestar! ¡El concilio nos dio órdenes definidas de negociar con Breetai antes de que se tomara cualquier acción directa!

Renquist entrecerró los ojos y su quijada tembló.

—¡Negociación y un cuerno! ¿Cómo se atreve? ¡Una palabra más y haré que lo ejecuten por amotinamiento! —tras un gesto enfadado del comodoro, la conexión se cortó.

Pero esto le recordó a Renquist otro aspecto infortunado de su misión. Co-mo Breetai había supuesto, Edwards era demasiado cauto como para despojar a la Base Tirol de la REF y a la SDF-3 del grueso de sus Ghosts y dejarse a él mismo en riesgo. Por consiguiente, casi la mitad del grupo aéreo asignado a Renquist esta-ba compuesto de elementos sacados de las otras unidades que quedaron des-pués de que se usó a los Skulls para el servicio con los Centinelas. Y los Jokers, Diamondbacks y demás estaban menos ávidos de seguir esta variación de las ins-trucciones del concilio.

Pero Renquist sentía que ya había visto la fuerza total del enemigo. ¡Des-pués de todo, sólo había apenas más de cien zentraedis en total! Todo lo que te-nía que hacer era asegurarse de que la ventaja numérica humana fuera absolu-ta.

Los zentraedis habían ganado una competencia limitada; pero aun des-pués de la derrota inicial, Renquist podía doblar las apuestas sin acudir a nada más que los Jinetes Fantasma y seguramente devastar a los gigantes.

Giró hacia un oficial del puente.

—Lanza el resto de los Ghosts inmediatamente y vuelve a formar a los so-brevivientes de la primera ola del ataque. ¡Esta vez vamos a aplastar a esa esco-ria extraterrestre!

Breetai no había esperado menos. Los Alphas, Betas y Logans se abalanza-ron hacia los Battlepods, haciéndolos retroceder o volándolos en pedazos; algu-nos de ellos lograron atravesar y se dirigieron hacia el Valivarre.

Las baterías de armas y los bastidores de misiles de la embarcación de la mena abrieron fuego, pero esta era una nave minera, no un buque de guerra; pronto, los tiros amenazaron con penetrar sus escudos. Breetai notó que los Ghosts estaban siendo muy deliberados al disparar hacia los motores y secciones de con-trol para buscar desactivar en lugar de destruir.

Los pods ya no podían proteger la nave de mena. Breetai vio que un meca de oficial seriamente dañado, asediado por dos Logans en modo Guardián, in-tentaba arremeter contra uno de ellos. Pero el Logan evitó la carrera kamikaze y los dos humanos atraparon al pod en un fuego cruzado convirtiéndolo en una bola de fuego.

Luego se volvieron y, con otros, se formaron para agregar su potencia de fuego al ataque final sobre el Valivarre. Breetai los observó picar hacia él con su cara como la de un ídolo grabado.