Capitulo 2

En el caso de la evolución garudana, no puede haber dudas de que se desarrolló un amplio espectro de organismos intracelulares a través de la guerra canibalística entre bacterias, lo que llevó a un grado asombroso de simbiosis. Las interacciones de todo el ecosistema garudano, incluida la especie dominante del planeta, destacan a aquellos que defienden que la evolución de los organismos multicelulares fue el resultado de la simbiosis extracelular de los organismos monocelulares.

Como el nuestro, el cuerpo de un garudano está compuesto de aproximadamente diez mil bi-llones de células animales y otros cien mil billones de células bacterianas. Pero el alcance y la variedad de la actividad micro-orgánica es mucho mayor, y la interacción de los simbiontes es mucho más compleja.

El resultado es que un humano que se expone a la atmósfera garudana es como una calculadora de bolsillo conectada a un sistema informático principal: no está diseñado para eso y se quemará rápidamente.

Quizá previsiblemente, tomando en cuenta la reciente investigación, los garudanos tienen una explicación simple para la naturaleza extraordinaria del ecosistema de su planeta: “Haydon lo deseó así”.

Cabell, Un pedagogo en el extranjero: notas sobre la campaña de los Centinelas.

La mano de Vince Grant cubrió la frente de Lisa Hunter. La retiró humedecida con su transpiración.

—Todavía está afiebrada.

Luchó consigo mismo por un momento, sin saber si podía o debía decir qué más estaba pensando.

Jean, la esposa de Vince, asintió ligeramente. Todos los pacientes estaban así: Rick y Lisa, Karen Penn y Miriya Sterling. Estaban comatosos y se deterioraban rápidamente como resultado de su exposición a la atmósfera garudana. Estaban atados en camillas para ayudar a controlar sus espasmos intermitentes.

Las placas de la cubierta del trasbordador vibraron bajo las suelas de las botas de Vince.

—¿Jean, qué pasa si Veidt está equivocado, o los invids nos traicionan?

Alguien tenía que hacer la pregunta. El destino de los mundos estaba mon-tado en lo que los Centinelas harían. Los moralistas dirían que las vidas de cuatro individuos eran tan importantes como la vida de un planeta o el resultado de una guerra, pero Vince no tenía el lujo de tratar con lo abstracto.

Limpió la transpiración de la frente de Lisa con una tela y le puso la manta de vuelta bajo la barbilla. Contempló a los otros Centinelas incapacitados.

Aquí había cuatro vidas que se acabarían a menos que se pudieran utilizar las habilidades curativas haydonitas prácticamente milagrosas. ¿Pero qué podía costar la supervivencia de los Hunter y los otros?

Los invids parecían tan cooperativos... eso sólo podía ser alguna clase de truco. Vince respiró hondo y estiró la casaca de su uniforme. Dado su tamaño, era probable que nadie —mucho menos un ET—, notara la protuberancia de las pistolas de asalto Badger que llevaba en las pistoleras debajo de cada axila. Si esta fuera una trampa, las hordas del Regente averiguarían qué tan caro era el precio que una escaramuza supuestamente simple podía llevar.

Vince no estaba particularmente preocupado por morir. Hacía mucho tiempo desde que descubrió su postura sobre la muerte, y otras personas sentían su calma interior. Cuando el trasbordador empezó a meterse en la atmósfera de Haydon IV, Max Sterling apareció en la compuerta anudando sus dedos y miró a Vince.

Max había dejado su lugar en los mandos para permitirle a Wolff que se hiciera cargo, y vino a popa para visitar de nuevo a su esposa.

—Veidt consiguió la aprobación final de aterrizaje —les dijo Max. Dudó un poco y después agregó—. Mantendrán su palabra, ¿no lo creen? Los invids, quie-ro decir.

Jean Grant, que atendía a sus pacientes, evitó el contacto visual con Max; no quería mentir y no quería expresar sus dudas. En secreto pensaba que era sólo una posibilidad de cincuenta-cincuenta que Miriya, o cualquiera de ellos, se cura-ra —que alguien en el trasbordador sobreviviera a la visita a Haydon IV.

Vince se volvió hacia Max y dijo:

—Será mejor que lo hagan.

El trasbordador bajó sobre Glike, el principal centro poblacional haydonita. La ciudad parecía ser algo salido de las Noches de Arabia, tan fabulosa que momentáneamente se olvidaron de sus miedos. Algunos de los estilos arquitectó-nicos se habían pedido prestado de otros mundos —columnas y frisos tiresianos; palacios de cristal spherisianos; estatuarias y tótems praxianos. Pero la mayor par-te de Glike era singularmente haydonita: alminares y capiteles delgados, fantásti-cas mansiones de pan de jengibre glaseado, salones de encaje de fantasía que parecían brillar con una luz interna.

Además de naves voladoras como la de Veidt, había máquinas de los mundos variados que comerciaban con Haydon IV, y diferentes formas de naves haydonitas. En una oportunidad Jean divisó una que le recordó a una ballena con enormes alas con forma de paletas, toda llena de curvas y un prominente compartimiento transparente para el pasajero.

También había alfombras voladoras, o algo que se les parecía bastante, que la hacían pensar en Scheherazada.

Justo en ese momento Veidt y Sarna llegaron desde la cubierta de vuelo, donde habían estado guiando a Wolff en su acercamiento de aterrizaje. Parecían tan fantasmales y remotos como siempre, vestidos con capas y flotando a unos centímetros sobre la cubierta; sus caras eran tan insustanciales como las de aque-llos maniquíes inacabados.

—Aterrizaremos pronto —dijo Veidt con esa voz rara, susurrante y procesa-da—. Creo que harían bien en prepararse ustedes mismos y a sus pacientes.

Max volvió al asiento del piloto y se ocupó del asentamiento con ayuda del coronel Wolff. Cabell y Sarna observaban. El Mando de Haydon los había dirigido hacia una plataforma de aterrizaje en medio de la ciudad, una de varias plata-formas de vidrio ahumado azul que emergía de una torre central.

Un comité de recepción ya había aparecido para encontrarse con ellos, parados todos juntos sobre una alfombra voladora que flotaba a unos cuantos metros sobre la superficie de aterrizaje. Mientras Vince, Max y Wolff abrían la compuerta, la alfombra flotó hacia ellos y se detuvo a unos treinta centímetros de la plataforma.

Como se había convenido, Veidt y Sarna fueron los primeros en saludar a la media docena de haydonitas que esperaba en la alfombra —o, más precisamen-te, flotaban sobre ella. Jonathan Wolff aprovechó ese momento para examinar la alfombra voladora.

La alfombra era más gruesa que las de los cuentos. Parecía una estera de judo ondulada, aunque estaba tejida y decorada con dibujos exóticos e iridiscen-tes. Era vagamente rectangular, pero pudo ver que tendía a moverse y cambiar de estructura. Es más, las otras alfombras que navegaban encima de la ciudad venían en muchas formas y dimensiones, desde tapetes de bienvenida de un solo pasajero hasta las del tamaño de un salón de baile.

Veidt y Sarna intercambiaron reverencias ritualistas y dignificadas con su gente. Como los haydonitas carecían de brazos al igual que rostros —y también de piernas, supuso Wolff, aunque nadie que él conociera había conseguido ja-más echar una mirada debajo de aquellos dobladillos de túnica flotantes para averiguar qué había debajo de ellas—, toda la ceremonia tuvo un aspecto reser-vado e inhumano.

Wolff descubrió que podía discernir entre los varones y las mujeres. Las caras de los hombres haydonitas tenían planos angulares y cosas con forma de gemas del tamaño de platos esparcidos en sus túnicas.

El líder del comité de bienvenida era un varón, más alto y más delgado que Veidt. Tenía un cráneo prominente y un tono cobrizo profundo en su piel. Un sím-bolo resplandeciente como la luz de una estrella zafiro brillaba en el centro de su frente.

—¿Entonces, Veidt, regresas otra vez para traer tus perturbaciones entre no-sotros?

Pero fue Sarna quien contestó.

—¡Sabes que no es así, Vowad! ¡Nuestros amigos están gravemente enfer-mos y sólo la ciencia haydonita puede salvarlos! Tú conoces la Ley; estamos obli-gados a ayudar.

El que llamaban Vowad hizo un sonido de irritación.

—Sí, sí... y si no hubiera sido esta excusa, habría sido alguna otra, ¿eh?

Los otros detrás de Vowad se movieron con inquietud y uno de ellos intervi-no.

—¡Suficiente! Si hay vidas en peligro, es mejor que la curación empiece de inmediato.

Wolff no estaba tan seguro de que le hubiera gustado lo que oyó y no sabía si querría arriesgar su vida a favor de los haydonitas, pero era demasiado tarde para retroceder. Subrepticiamente se cercioró de que las armas convencionales que había ocultado bajo su ropa estuvieran seguras y lamentó que fuera imposi-ble llevar armas de Protocultura debido a estas defensas planetarias de las que todos hablaban.

Sarna se volvió hacia los humanos que esperaban al pie de la rampa del trasbordador.

—Tráiganlos. ¡Iremos a los Salones de Curación de inmediato!

Jean Grant operó una pequeña unidad remota. Las camillas médicas au-tomatizadas en que habían ceñido a Rick y los otros salieron rodando. Vince iba a preguntar cómo se iban a levantar las camillas con ruedas hacia la alfombra vo-ladora cuando una parte de esta se extendió como una lengua tapizada, en un ángulo suave, como si fuera una rampa. Max caminó al lado de su esposa.

Una vez que Vince aseguró la nave, se unió a Wolff, Jean y los demás en la alfombra voladora. Esta no cedió bajo su peso considerable y se sentía estable.

Es más como una nube voladora que una alfombra voladora —pensó.

Ante una orden invisible, esta subió y se alejó flotando sobre la ciudad. Aunque no había alerones o parabrisas, los humanos sólo sentían un vago revolo-teo del aire —a pesar del hecho de que la alfombra viajaba con bastante rapi-dez.

Ellos observaron una ciudad ocupada con el mercado y el comercio. Co-mo Veidt y Sarna lo habían explicado, Glike era similar al antiguo Hong Kong. Era un lugar de tregua obligatoria, inmune a los conflictos militares que habían rabia-do alrededor de ella.

Mientras los otros miraban encantados la elevada belleza y la elegancia exquisita de Glike, Sarna fue hacia Max.

—Luces cansado, Maximilian. Debes descansar. ¿No te sentarás?

Él miró alrededor cuando ella señaló con una inclinación de su cabeza y vio que la superficie de la alfombra se había abultado para formar una clase de silla de salón justa para su tamaño. Él no tenía idea de cómo ella había hecho eso.

El cielo sabía lo exhausto que estaba, pero en todo lo que podía pensar era Miriya; él se negaba a dejar su lado. Max señaló hacia Veidt y los otros haydoni-tas, ahora hundidos en una conversación con Cabell, que sin duda discutían los procedimientos médicos.

—Ese tipo... ¿cuál es su nombre, Vowad? ¿Por qué está tan enfadado con Veidt?

Sarna los miró.

—Vowad cree, como muchos, que nosotros podemos coexistir indefinida-mente con los invids. Que cualquier concesión que hagamos, cualquier aplaca-miento, vale la pena. Tú ya sabes cómo mi marido y yo nos sentimos. Cuando Veidt insistió en hacer conocer sus opiniones, los invids se las arreglaron para se-cuestrarnos a ambos.

Max sintió un recelo súbito.

—Pero... los invids no pueden atacarlos aquí, ¿no es eso lo que nos dijiste? Las defensas del planeta reaccionarían.

Sarna inclinó su cabeza, un gesto extraño de alguien que no tenía ojos y só-lo contornos donde debía haber una cara.

—Así es. Pero hay otras maneras de ejercer presión... la amenaza de un asedio, o ataques contra nuestros clientes y socios de comercio. Y los invids han logrado gran influencia sobre algunos de nuestra gente... con poder económico y otras cosas.

Ella se acercó más y habló más bajo.

—Vowad es quizá el haydonita más poderoso y yo pienso que fue con su cooperación que Tesla nos secuestró a Veidt y mí. Debemos cuidarnos de él.

Como si hubiera oído, Vowad se volvió hacia Sarna y exclamó:

—Ven, danos tu opinión sobre el régimen de tratamiento propuesto por Cabell. Sin duda mi hija tiene mucho para decir. Siempre lo hiciste cuando tú eras más joven.

—Sí, padre —dijo Sarna, y flotó de regreso al grupo para dejar a Max con la quijada caída por la sorpresa.

***

El teniente Isle no era Rick Hunter o Max Sterling, pero manejaba el Alpha con destreza calma, ejecutando gran parte de su fuerza bruta y de su asombrosa actuación así como los galgos daban caza.

Los Jinetes Fantasma que volaban en patrulla entre la SDF-3 y Tirol, estorba-dos por el hecho de que Minmei estaba dentro de la presa, terminaron en una desventaja profunda. El rescatador de Minmei disparó tiros de advertencia que no erraron por mucho, dejando en claro que él no se hacía mucho problema por prescindir de alguien que lo presionara demasiado.

Los centinelas cedieron, pero cuando el Alpha blindado se zambulló hacia Tiresia en las pantallas aparecieron más acoplados lanzados desde la SDF-3. Min-mei podía oír que la respiración de Isle se enronquecía.

—Pensé que Edwards iba a estar distraído en perseguir a los zentraedis en fuga —admitió—. Pensé que tendríamos un poco más de tiempo de ventaja.

Ella soltó una risa despreciativa sacudiendo su cabeza con fatiga.

—¡Piensas que T. R. Edwards va a perseguir a Breetai personalmente! ¿Y arriesgarse a que las cosas aquí se le escapen de las manos? Tiene mucho que aprender, teniente.

El tipo de cosas yo aprendí de la manera difícil —pensó ella.

—¿Entonces ahora qué?

Él no estaba seguro; la decisión de ayudarla a escapar del sadismo de Ed-wards había aparecido más bien de sopetón.

—Para comenzar te llevaremos a la Base Tirol de la REF, al alguacilazgo de Lang.

—¿Para qué? ¿Para que el Gran General tenga una excusa para matar a Lang? ¿Por qué no nos ahorras a todos el disgusto y sólo me bajas directamente aquí?

Él se sentía confundido, pero de todas maneras puso al caza en curso hacia la Base Tirol por carecer de algo mejor que hacer. Un plan había sido intentar unir-se a Breetai, pero el Valivarre, la nave minera zentraedi secuestrada llena de la importantísima mena monopolar, ya estaba más allá del alcance del VT.

—Deja de sentir lástima de ti misma —dijo con una monotonía extraña—. Nunca le hace bien a nadie. Ahora dime qué quieres.

—Yo... yo quiero a Jonathan —ella estaba tratando de contener las lágri-mas porque sabía que él tenía razón sobre lo de sentir lástima—. ¡A Jonathan Wolff! ¡Sólo quiero estar con él!

—Pues —por la forma en que la dijo, la palabra tuvo un hondo sonido ter-minal—. El llegar hasta Lang y el concilio todavía es un primer paso. Sostente.

Volvió a aumentar la potencia.

—T-todavía no me has dicho por qué estás haciendo esto —ella hizo un gran esfuerzo por hablar mientras el meca tronaba debajo de ella.

Ella no tenía casco de vuelo, por lo que todavía solamente podía oírlo por el pequeño altavoz externo del casco de él.

—No me gusta ver que manipulan a la gente, Minmei.

***

Justo cuando debía haber estado disfrutando de su triunfo, Edwards tuvo que sufrir la noticia irritante del escape de Minmei.

Al principio había pensado que era sólo otra de sus rabietas malhumoradas, detonada por la noticia de que él tenía permiso para enviar un contingente tras los zentraedis fugados y su mena robada. Ahora comprendía, sin embargo, que ella todavía creía que amaba a ese idiota de Jonathan Wolff.

La mitad de la cara de T. R. Edwards que no estaba oculta bajo su capu-cha metálica brillante ardía enrojecida. Ella era de su propiedad y él no tenía in-tención de perderla —no ante Wolff y ni ante nadie más.

Claro, estaba fuera de cuestión admitir públicamente que ella lo había de-jado. Ya se le había pasado la voz a un número limitado de personas importantes de que la habían secuestrado. Minutos después llegó hasta él la noticia de la per-secución del Alpha blindado.

Al parecer, el piloto —quienquiera que fuera—, no era ni un Jinete Ghost ni un pícaro Skull, sino uno de los aviadores en servicio destacado que servían a la gente de I&D (investigación y desarrollo) y a las oficinas de enlace del concilio. Eso no había impedido que noqueara a varios miembros de la tripulación y roba-ra un VT. Edwards esperaba exigir una venganza temible.

Pero no tenía tiempo para desperdiciar supervisando la persecución del Alpha. Había que movilizar su flotilla y cada minuto contaba, ya que Breetai ya estaba en marcha. La mena que los zentraedis se habían llevado era la llave para una flota que permitiría que Edwards volviera a la Tierra glorioso y la conquistara.

Una vez que se hubiera eliminado a los zentraedis sería tiempo de extermi-nar a los molestos Centinelas. Y pronto Minmei sería su esposa y gobernaría a su lado, una emperatriz sobre planetas enteros, pero a su vez su propia posesión obediente.