Estación de la mano[2]

Alguien de mi familia encontró hace poco en Buenos Aires unos papeles míos que habían entrado a formar parte de esa vaga región de las casas donde antiguos colchones, números de Para Ti, mosquiteros agujereados, juegos de té incompletos y latas vacías pero siempre útiles, o quizá llenas pero ya no se sabe de qué y por lo tanto peligrosas, van aglutinándose en un rincón favorecido por las pelusas, las arañas y las vagas esperanzas de los niños a la hora de la siesta; y me escribió con el cortés desconcierto del que se topa con algo que sale de las categorías domésticas y que sin llegar a ser resueltamente basura ocupa de todas maneras un sitio que podría servir más ventajosamente para un pan de jabón amarillo o ese dulce de tomate que se hace en la Argentina y del que guardo una nostalgia llena de sauces y amores imposibles. Incurrí en curiosidad por esas huellas que había dejado mi mano en otros tiempos (creyendo quemar, junto con las naves, todos los papeles un día de noviembre del cincuenta y uno); me llegó así un diario de un viaje por Chile hacia el cuarenta y dos, y una especie de cuentecito totalmente olvidado y muy tonto, donde justamente se trataba de una mano. Petulante, ingenuo y de un esteticismo ceniciento y Vernon Lee, me enterneció por pasado, por indefenso. Lo doy tal cual, pensando en esas palabras de Corot que cita Jean Cocteau en Opium y que traducen exactamente mi ternura: «Esta mañana tuve el placer extraordinario de ver de nuevo un cuadrito mío. No había nada en él, pero era encantador y estaba como pintado por un pájaro.»

La dejaba entrar por la tarde, abriéndole un poco la hoja de la ventana que da al jardín, y la mano descendía ligeramente por los bordes de la mesa de trabajo, apoyándose apenas en la palma, los dedos sueltos y como distraídos, hasta venir a quedar inmóvil sobre el piano, en el marco de un retrato, o a veces sobre la alfombra color vino.

Amaba yo aquella mano porque nada tenía de exigente y sí mucho de pájaro y hoja seca. ¿Qué sabía ella algo de mí? Sin titubear llegaba a mi ventana por las tardes, a veces de prisa —con su pequeña sombra que, de pronto, se proyectaba sobre los papeles— y como urgiendo que le abriese; y otras lentamente, ascendiendo por los peldaños de la hiedra donde, a fuerza de escalarla, había calado un camino profundo. Las palomas de la casa la conocían bien, con frecuencia escuchaba yo de mañana un arrullar ansioso y sostenido, y era que la mano andaba por los nidos, ahuecándose para contener los pechos de tiza de las más jóvenes, la pluma áspera de los machos celosos. Amaba las palomas y los bocales de agua fresca y clara; cuántas veces la encontré al borde de un vaso de cristal, con algún dedo levemente sumergido en el agua que se complacía y danzaba. Nunca la toqué; comprendía que hubiera sido desatar cruelmente los hilos de un acaecer misterioso. Y muchos días anduvo la mano por mis cosas, abrió libros y cuadernos, puso su índice —con el cual sin duda leía— sobre mis poemas preferidos y fue como si los aprobara pausadamente, verso a verso.

El tiempo transcurría. Los sucesos de fuera que entonces me dolían y marcaban, empezaron a adelgazar sus látigos que sólo de sesgo me alcanzaban. Descuidé la aritmética, vi cubrirse de musgo mi más prolijo traje, apenas salía ahora de mi cuarto, a la espera cadenciosa de la mano, atisbando con esperanza el primer —y más lejano y hundido— roce en la hiedra.

Le puse nombres: me gustaba llamarla Dg, porque era un nombre que sólo se dejaba pensar. Incité su probable vanidad olvidando anillos y brazaletes sobre las repisas, espiando su actitud con secreta constancia. Alguna vez creí que se adornaría con las joyas, pero ella las estudiaba dando vueltas en torno y sin tocarlas, a semejanza de una araña desconfiada, y aunque un día llegó a ponerse un anillo de amatista fue sólo por un instante y lo abandonó como si le quemara. Me apresuré entonces a esconder las joyas en su ausencia y desde entonces me pareció que estaba más contenta.

Así declinaron las estaciones, unas esbeltas y otras con semanas teñidas de luces violetas, sin que sus llamadas premiosas llegaran hasta nuestro ámbito. Todas las tardes volvía la mano, mojada con frecuencia por las lluvias otoñales, y la veía tenderse de espaldas sobre la alfombra, secarse prolijamente un dedo con otro, a veces con menudos saltos de cosa satisfecha. En los atardeceres de frío su sombra se teñía de violeta. Yo encendía entonces un brasero a mis pies y ella se acurrucaba y apenas bullía, salvo para recibir, displicente, un álbum con grabados o un ovillo de lana que le gustaba anudar y retorcer. Era incapaz, lo advertí pronto, de estarse largo rato quieta. Un día encontró una artesa con arcilla, y se precipitó sobre ella; horas y horas modeló la arcilla mientras yo, de espaldas, fingía no preocuparme por su tarea. Naturalmente, modeló una mano. La dejé secar y la puse sobre el escritorio para probarle que su obra me agradaba. Era un error: a Dg terminó por molestarle la contemplación de ese autorretrato rígido y algo convulso. Cuando lo escondí, fingió por pudor no haberlo advertido.

Mi interés se tornó bien pronto analítico. Cansado de maravillarme, quise saber, invariable y funesto fin de toda aventura. Surgían las preguntas acerca de mi huésped: ¿Vegetaba, sentía, comprendía, amaba? Tendí lazos, apronté experimentos. Había advertido que la mano, aunque capaz de leer, jamás escribía. Una tarde abrí la ventana y puse sobre la mesa un lapicero, cuartillas en blanco y cuando entró Dg me marché para no pesar sobre su timidez. Por el ojo de la cerradura la vi cumplir sus paseos habituales; luego, vacilante, fue hasta el escritorio y tomó el lapicero. Oí el arañar de la pluma, y después de un tiempo ansioso entré en el estudio. En diagonal y con letra perfilada, Dg había escrito: Esta resolución anula todas las anteriores hasta nueva orden. Jamás pude lograr que volviese a escribir.

Transcurrido el periodo de análisis, comencé a querer de verdad a Dg. Amaba su manera de mirar las flores de los búcaros, su rotación acompasada en torno a una rosa, aproximando la yema de los dedos hasta rozar los pétalos, y ese modo de ahuecarse para envolver la flor, sin tocarla, acaso su manera de aspirar la fragancia. Una tarde en que cortaba las páginas de un libro, observé que Dg parecía secretamente deseosa de imitarme. Salí entonces a buscar más libros, y pensé que tal vez le agradaría formar su propia biblioteca / tener su biblioteca propia. Encontré curiosas obras que parecían escritas para manos, como otras / así como había otras para labios o cabellos, y adquirí / compré también un puñal diminuto. Cuando puse todo sobre la alfombra —su lugar predilecto—, Dg lo observó con la cautela acostumbrada. Parecía temerosa del puñal, y sólo días después se decidió a tocarlo. Yo seguía cortando mis libros para infundirle confianza, y una noche (¿he dicho que sólo al alba se marchaba, llevándose las sombras?) principió ella a abrir sus libros y examinar las páginas. Pronto se desempeñó con una destreza extraordinaria; el puñal entraba en las carnes blancas u opalinas con gracia centelleante. Terminada la tarea colocaba el cortapapeles sobre una repisa donde había acumulado objetos de su preferencia: lanas, dibujos, fósforos usados, un reloj pulsera, montoncitos de ceniza, y descendía para tenderse de bruces en la alfombra y principiar la lectura. Leía a gran velocidad, rozando las palabras con un dedo; cuando hallaba grabados, se echaba entera sobre la página y parecía como dormida. Noté que mi selección de libros había sido acertada; volvía una y otra vez a ciertas páginas (Étude de Mains de Gautier; Le Gant de Crin de Reverdy) y colocaba hebras de lana para recordarlas. Antes de irse, cuando yo ya dormía en mi diván, encerraba sus volúmenes en un pequeño mueble que a propósito le había destinado; y nunca hubo nada en desorden al despertar.

De esa manera sin razones —simplemente basada en la simplicidad del misterio—, convivimos un tiempo de estima y correspondencia. Toda indagación superada, toda sorpresa abolida, ¡qué acaecer total de perfección nos contenía! Nuestra vida, así, era una alabanza sin destino, canto puro y jamás presupuesto. Por la ventana entraba Dg y con ella era el ingreso de lo absolutamente mío, rescatado al fin de la limitación de los parientes y las obligaciones, recíproco en mi voluntad de complacer a la que de tal forma me liberaba. Y vivimos así, por un tiempo que no podría contar, hasta que la sanción de lo real vino a incidir en mi flaqueza. Una noche soñé: Dg se había enamorado de mis manos —la izquierda, sin duda, pues ella era diestra— y aprovechaba de mi sueño para raptar a la amada cortándola con el puñal. Desperté aterrado, comprendiendo por primera vez la locura de dejar un arma al alcance de tanto misterio. Busqué a Dg, aún batido por las turbias aguas de la visión; estaba acurrucada en la alfombra y en verdad parecía atenta a los movimientos de mi mano izquierda. Me levanté y fui a guardar el puñal donde no pudiera alcanzarlo, pero después me arrepentí y se lo traje, esperando su perdón o su olvido. Ella estaba como desencantada y tenía los dedos entreabiertos en una indefinible sonrisa de tristeza.

Yo sé que no volverá más. Tan torpe conducta puso en su inocencia la altivez y el rencor. ¡Yo sé que no volverá más! ¿Por qué reprochármelo, palomas, clamando allá arriba por la mano que no retorna a acariciarlas? ¿Por qué afanarse así, rosa de Flandes, si ya no te incluirá nunca en sus dimensiones prolijas? Haced como yo, que he vuelto a sacar cuentas, a ponerme mi ropa, y que paseo por la ciudad el perfil de un habitante correcto.