EL «NUNCIO DE HIERRO»
Descolgó el teléfono encomendándose a la imagen de la Virgen del Pilar que presidía su escritorio y marcó el teléfono de la Embajada del Vaticano en España recordando que debía esconder sus inseguridades.
El mensaje de Pedro López Aguirrebengoa no había gustado en la Santa Sede, y el cardenal Sodano, su jefe y secretario de Estado, había empleado adjetivos muy críticos hacia el Gobierno español.
–Es inaceptable –había llegado a decir en un arrebato de furia del que rápidamente tuvo que arrepentirse.
Santos Abril había experimentado un sentimiento de enfado similar al salir del palacio Monaldeschi. El Vaticano era el centro de influencia religioso más importante del mundo, pero a la hora de negociar con un país, ésta se reducía a la capacidad de presión de los católicos que allí vivían. En España su número era muy elevado, pero su fervor y movilización con cada año que pasaba era menor, y eso, a la hora de negociar, se notaba. Y mucho.
El secretario de Estado, pasado el enfado y tras unos minutos de reflexión, le había pedido a Santos Abril que siguiera intentando la visita de Su Santidad a Santiago: «Unos minutos de soledad en el sepulcro serían suficientes». Después había valorado positivamente el hecho de que les hubieran abierto la vía de visitar Madrid.
–Trataremos de cerrar esa visita cuanto antes –había dicho–. Teníamos pensado beatificar a Enrique de Ossó en Roma antes de que acabara el año. Podríamos proponer la beatificación del fundador de la Compañía de Santa Teresa en una celebración multitudinaria y al aire libre en el centro de Madrid. Esto compensaría el hecho de no poder acudir a Santiago en Año Santo.
–Puede estar seguro –había respondido monseñor Santos Abril, recordando los poemas de la mística que muchos días recitaba el Papa en sus clases de español–. Al Papa le haría muy feliz celebrar un acto en el que también se homenajeara a Santa Teresa de Ávila.
–Llame cuanto antes al obispo Tagliaferri –acabó diciendo el cardenal tras valorar el comentario de monseñor–. Quizá no esté pasando por su mejor momento después de lo sucedido en febrero, pero estoy seguro de que pondrá todo lo que esté en su mano para ayudarle a conseguir un resultado favorable en las negociaciones.
De vuelta a su despacho, y antes de marcar el teléfono del embajador de la Santa Sede en España, Santos Abril recordó el incidente al que se refería el cardenal Sodano.
El «Nuncio de Hierro», así era como conocían a Tagliaferri en España. Había tratado de ejercer su influencia para que eligieran a su candidato, y candidato de la Curia Vaticana, como presidente de la Conferencia Episcopal Española. «La diplomacia de mantel» o las invitaciones a comer la comida italiana preparada por él mismo habían resultado ser un completo fracaso, y finalmente monseñor Elías Yanes, de la corriente renovadora opuesta a la política oficial vaticana, había sido el elegido.
–¿Hola? ¿Pronto?
Desde España, al obispo le llegó una voz alegre y vigorosa justo en el instante en el que, hecho un mar de dudas, pensaba colgar. Si el obispo Tagliaferri guardaba alguna tristeza por el fracaso de las negociaciones de hacía pocos meses, sabía disimularlo perfectamente. Quizá era ese «hola» tan español con acento italiano, o el hecho de poder vivir en Madrid en el mes de junio… Por la razón que fuera, el embajador del Vaticano se mostraba de lo más animado.
–¿A qué debo su llamada, monseñor? –preguntó–. ¿Algún detalle de la visita de Su Santidad en el que pueda echar una mano?
Con la segunda pregunta, monseñor despejaba sus dudas. La alegría del nuncio se debía a la llamada. Probablemente incluso la esperara, algo que empezaba a molestarle. Parecía que todos los que podían tener algún tipo de responsabilidad en la organización del viaje iban siempre un paso por delante de él. Esperando que el obispo italiano, al contrario que el embajador español en Roma, estuviera de su lado, describió sin rodeos la preocupación en torno a la visita del Papa y, adornando el discurso con varias alabanzas a su labor diplomática en España, le pidió ayuda.
–No le voy a ocultar –confesó el nuncio ante el discurso directo de Santos Abril– que hace un par de días me llegó la información de que iban a producirse modificaciones en la agenda del Papa. Tampoco le negaré que esperaba su llamada –reconoció.
De manera inconsciente, monseñor Santos Abril llevó sus dedos al manto de la Virgen suspirando y sonriendo aliviado. El nuncio de la Santa Sede estaba al corriente de la situación y probablemente habría empezado a trabajar para arreglarla.
–Puedo decirle –continuó– que no se trata de un asunto político. Me ha llegado o han querido que me llegue la información de que no va a autorizarse la visita del Santo Padre a Santiago. No puede garantizarse su seguridad.
Monseñor Santos Abril apenas dejó que el nuncio acabara la frase.
–Eso mismo dijo López Aguirrebengoa, pero no quise creerle. No entiendo que permitan el viaje de Su Santidad a Madrid y no le permitan ir a Santiago.
Monseñor escuchó un suspiro del otro lado de la línea. Un suspiro apagado que contrastaba con la voz animosa del principio de aquella conversación.
–También me han informado, quizá para rebajar nuestras pretensiones, de que, en función de futuros acontecimientos, también se deba suspender la visita del Papa a Madrid.
–¿Cómo podría ser eso posible? ¿Cómo se justificaría esa decisión? –preguntó, enfadado, Santos Abril.
–No lo sé –respondió Tagliaferri–. He tratado de enterarme, pero me he encontrado con un muro allá donde he preguntado.
Monseñor Santos Abril decidió que era el momento de guardar unos segundos de silencio. Quería comprobar que el Nuncio de Hierro no se guardaba ninguna información. Probar la resistencia de su «hierro».
–Quizá tengamos una oportunidad… mínima.
«Estoy deseando oírla», pensó monseñor, manteniendo el silencio.
–Ayer me llamaron del Ministerio del Interior… Después de tratar asuntos menores, me dejaron caer, muy de pasada, que el secretario de Estado tenía celos de los ministros que habían tenido la oportunidad de cenar en la embajada.
–Entiendo –dijo Santos Abril–. ¿Cree que sería una buena idea?
Un nuevo suspiro le llegó al obispo aragonés. Un suspiro cargado del temor que le salía al cardenal al repetir un fracaso en una negociación con los españoles.
–Debemos agotar todas las posibilidades –dijo Santos Abril comprendiendo las dudas del embajador–, aunque eso signifique sacrificios.
Monseñor Santos Abril volvió a mirar la imagen de la Virgen del Pilar. Sabía que estaba presionando algo más de la cuenta y, en cierta manera, se sentía culpable. Tocando el manto de la Virgen, volvió a pedir su ayuda, y también, casi sin querer, perdón.
–Organizaré una comida con el secretario de Estado –dijo por fin.
–No veo otra posible solución –respondió monseñor.
–Pero a esa comida deberá asistir también usted –añadió–. Cuando todo pase, siempre podrá decir que al menos pudo probar una excelente comida italiana.
El obispo turolense sonrió. El Nuncio de Hierro, el mismísimo Tagliaferri, le estaba pidiendo repartir el peso de la negociación. Y monseñor lo comprendía.
–Señor obispo –respondió, alegre–, estaré encantado de viajar a España para probar su famosísima pasta.
–No le defraudará –rió el nuncio, por fin más relajado–. Arrivederci –se despidió, con la misma alegría con la que había iniciado la conversación.
–Ciao –se despidió monseñor.
«Y que Dios le bendiga», pensó.