EL PALACIO MONALDESCHI

 

El reloj de la iglesia de la Trinidad acababa de dar las nueve en punto, y a esa hora, monseñor Santos Abril se encontraba tomando el segundo café de la mañana en una de las gelaterias más lujosas de Roma. Sentado en la terraza situada a los pies de las escalinatas de la plaza de España, sentía que la Virgen de la Inmaculada, desde lo alto de su columnata, le protegía. Detrás de la Virgen, la fachada de la misión diplomática más antigua del mundo, esperaba.

Observando aquel edificio, monseñor Santos Abril no podía dejar de sentir cierto orgullo al comprobar que su criticada nación había sido capaz de conservar y mantener durante casi cuatrocientos años uno de los palacios más bonitos de la capital de Italia: el Palacio Monaldeschi.

En el año 1480, el Rey Fernando decidió establecer una representación permanente de su Gobierno en la Santa Sede. Gracias a esa representación, y a sus buenas relaciones con la Iglesia, los Reyes Católicos habían alcanzado acuerdos como el Tratado de Tordesillas, que, bendecidos por el Papa, les daban derecho a conquistar la casi totalidad del nuevo mundo. Doscientos años después de ese tratado, cuando el imperio español declinaba en tiempos de Felipe IV, además de disputarse la supremacía mundial en los campos de batalla, las naciones pugnaban por conseguir la máxima influencia política en cada ciudad de Europa. La adquisición del Palacio Monaldeschi había sido otra disputa más entre Francia y España, en la que los veintidós mil escudos romanos puestos por el embajador Íñigo Vélez de Guevara habían inclinado la balanza hacia el Rey Planeta, y el Estado Vaticano había tenido que mantener su apoyo a la decadente pero todavía rica nación española.

Monseñor Santos Abril observaba el edificio tratando de imaginar todas las disputas, pactos y alianzas que habrían conocido sus muros. En aproximadamente una hora, a las diez en punto, él también pasaría a formar parte de la dilatada historia de negociaciones realizadas al abrigo de aquel palacio.

«En comparación con esos asuntos, los detalles de la visita de un Papa no dejan de ser un asunto menor», se decía el obstinado religioso, nacido en la provincia de Teruel, queriendo eliminar el cosquilleo en el estómago que le acompañaba desde primera hora de la mañana. A pesar de sus esfuerzos por tranquilizarse, el hecho de ser consciente de que los pequeños detalles marcaban las relaciones de los estados en el futuro, se lo impedía.

Santos Abril tuvo que echar mano de toda la confianza que tenía en sí mismo al entrar en la embajada y encontrarse con las majestuosas escaleras diseñadas por Borromini. «Más poderoso es mi Señor», tuvo que pensar el religioso ante El alma condenada de Bernini que, como un perro a la puerta de la finca de su amo, amenazaba a todo aquel que osara acercarse. Pasaban cinco minutos de las diez de la mañana cuando por fin llegó a la antesala del despacho del embajador, donde María, su secretaria, le esperaba.

–Monseñor –dijo–, cuánto tiempo desde su última visita. No sabe la alegría que me he llevado cuando el embajador nos ha dicho que hoy nos iba a visitar.

–La alegría es mía –respondió el obispo–. Cuando vengo aquí siento que en realidad estoy haciendo un corto viaje de vuelta a casa.

–Es que esto es su casa –le recordó la secretaria–; o una parte de ella, al menos.

–Lo sé –rió monseñor–, lo mismo dice el embajador cada vez que me ve. ¿Ha llegado ya? –preguntó–. Quizá he llegado demasiado puntual.

–No, no, le está esperando.

Separándose de su mesa de trabajo, María se situó delante del obispo para guiarlo hasta el despacho del representante de España en el Vaticano.

–Embajador –dijo María tras golpear con sus nudillos la puerta y entrar en su espacio de trabajo–, monseñor Santos Abril ha llegado.

–Que pase, dígale que pase, por favor –escuchó el obispo que aguardaba educadamente en un segundo plano.


El recibimiento no pudo ser más amable. El embajador se apresuró a recorrer la distancia que le separaba del obispo y después, con una reverencia, besó su anillo.

–Pedro, Pedro –dijo azorado Santos Abril–, ya sabes que disfruto mucho de tu amabilidad, pero no de este tipo de saludos. ¿Qué tal estás?, ¿todo bien?

–No nos podemos quejar –respondió el embajador–. Con bastante trabajo, pero bien.

El aspecto del embajador, Pedro López Aguirrebengoa, era fiel reflejo de las palabras que acababa de pronunciar: con un traje azul marino impecablemente planchado, corbata a juego y un pañuelo blanco que sobresalía del bolsillo izquierdo de su chaqueta, era la elegancia personificada. Su rostro no presentaba ni una arruga, y sólo las entradas de su frente daban alguna pista de la edad que realmente tenía.

–Me tienes que decir el secreto para que te conserves tan bien. Espero que no hayas hecho un pacto con el diablo –bromeó el religioso.

–Bien sabes que no –dijo sin poder evitar reírse de la broma del obispo–. Es esta ciudad, que me trata muy bien. Pero siéntate y dime qué te trae por aquí. El otro día noté cierta preocupación en tu tono de voz.

No por ser una persona en extremo educada el embajador podía abandonar su faceta de hábil negociador, y ya con su primera pregunta trataba de conocer la importancia del asunto que llevaba hasta su embajada al obispo. Era probable que desde el Ministerio de Asuntos Exteriores español le hubieran advertido de la posible razón de su visita; es más, casi con total seguridad habría recibido indicaciones sobre cómo actuar. El obispo sabía que la primera pregunta del embajador formaba parte de la negociación, y a él le tocaba responder del mismo modo, negociando.

–Preocupación, no –respondió–; extrañeza, quizá.

El embajador aguardó unos segundos en silencio esperando que monseñor continuara hablando. «El arte de los silencios –pensó el obispo–. A mí también me encantaría permanecer callado, pero creo que me toca seguir hablando», se lamentó.

–La semana pasada llegó hasta mis manos el primer borrador de la agenda del viaje del Papa elaborada por tu Gobierno, y en ella no aparecían dos ciudades cuya visita había sido solicitada por la Santa Sede.

–No tenía noticia de este borrador –dijo el embajador aparentando interés–. ¿Y cuáles son esas dos ciudades?

«Como si no lo supieras», pensó el obispo, conteniendo el impulso de contestar de forma seca.

–Pedro –respondió el religioso tratando de no perder la cercanía con su interlocutor–, en el listado no aparece la ciudad de Madrid ni la ciudad de Santiago de Compostela.

–Qué raro. Si se solicitó la visita y no hubo objeción por parte del Gobierno, probablemente se trate de un error.

El obispo respiró aliviado al escuchar la confidencia de López Aguirrebengoa. Quizá no había nada de lo que preocuparse, quizá todo era un lamentable error.

–De todas formas, monseñor, me extraña que el Gobierno no pusiera objeción a que el Santo Padre visitara Compostela. ¿Seguro que no hubo ninguna comunicación censurando esta visita? Ya sabes cómo se pone la ciudad en el mes de junio. Se mezclan estudiantes, turistas y peregrinos de mil nacionalidades. Un verdadero dolor de cabeza para la policía. Lo mismo que en Madrid, aunque allí están acostumbrados.

El religioso tuvo que tragar saliva al oír estas palabras, y su capacidad de autocontrol no evitó que el corazón se le acelerara y se encendieran sus mejillas: el embajador había sido aleccionado.

–Señor embajador –dijo adoptando un tono formal que hasta ese momento no había sentido la necesidad de utilizar–, es deseo del Santo Padre visitar la ciudad de Santiago de Compostela, así como la de Madrid. Espero que su Gobierno, que también es el mío, haga todo lo que esté en su mano para que sea posible.

–Si estaba acordado por ambas partes, no dude el señor obispo que se hará lo posible por cumplir el acuerdo –respondió también con seriedad el embajador–. También espero que la Santa Sede se muestre comprensiva y entienda la enorme dificultad que supone garantizar la seguridad del Santo Padre en una ciudad como Santiago.

La postura del Gobierno de España quedaba clara. El embajador volvía a descartar Santiago sin mencionar Madrid. Ése era el posible punto de encuentro.

–Con voluntad, todo se puede –dijo el religioso–. Transmitiré tu opinión y tus dudas sobre la visita y te pido –dijo recuperando la cercanía en su tono de voz– que transmitas que el Papa Juan Pablo II se sentiría muy apenado si no pudiera formar parte de la peregrinación jacobea en un Año Santo.

–Así lo haré, no lo dudes –respondió el embajador en el mismo tono–. Y ahora, después de conocer la razón de tu preocupación –bromeó–, me gustaría que me acompañaras a visitar el salón del trono. Hemos terminado la restauración de los tapices de Rubens, no imaginas su colorido. ¿Sabías que narran los viajes de Telémaco? Una maravilla.

–Por supuesto –se obligó a responder el obispo–. Te acompañaré encantado –mintió.

Camino de ladrones
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