LA AMENAZA
–Despierta, Raúl, despierta.
–¿Qué hora es? –preguntó Zarra a la voz con acento francés venida del más allá.
–Son casi las siete y media de la mañana. Fuera del albergue hay una pareja de la Guardia Civil que quiere hablar con todos los que hemos dormido aquí. Ha habido un robo en la iglesia.
El corazón de Raúl se aceleró bombeando por fin la cantidad de sangre que necesitaba su cuerpo para incorporarse.
–Joder –bufó sin poder reprimir un gesto de enfado que no se correspondía con su papel–. Perdona, Lucille, con tanto ronquido casi no he podido dormir. Y tampoco soy de buen despertar –se disculpó–. ¿Has dicho un robo?
–Sí, un robo –contestó la francesa, molesta–. Un robo y algo más. Algo malo, muy malo. Cuando ha llegado la Guardia Civil se han encontrado con uno de los suizos del Equipo A.
–Ayer me dijisteis que salían pronto, pero no imaginaba que tanto. Es malo, pero me parece peor lo de la iglesia –dijo Raúl, tratando de hacerse el gracioso mientras buscaba su sudadera para meterse de nuevo en el papel de despreocupado peregrino.
–Sí, es malo, Raúl –respondió Lucille muy seria–. Lo han encontrado muerto.
–Su jefe le manda recuerdos.
La sargento de la Guardia Civil, sentada frente a Zarra, le miraba con una mezcla de pena y diversión esperando la reacción del topo que los de Patrimonio habían confirmado que tenían en el Camino de Santiago.
–Vaya cagada –fue todo lo que Zarra acertó a decir.
–Y también me ha pedido que le pregunte que a qué coño, con perdón, se cree que ha venido al Camino de Santiago.
–Eso mismo llevo preguntándome yo las dos últimas horas –suspiró Raúl, pudiendo por fin desahogarse después de que todos los peregrinos hubieran pasado por el único despacho del albergue para prestar declaración.
Todavía no se lo podía creer, acababan de robar el Cristo de la iglesia de Rabanal del Camino delante de sus narices. Tanta atención en las vírgenes del románico le había hecho pasar por alto la posibilidad de que la banda de ladrones pudiera tener interés en robar un Cristo tallado en marfil de principios del siglo dieciséis. Una auténtica obra de arte del Barroco.
Durante la espera había podido hablar con el párroco. Su rostro reflejaba dolor y tristeza. Se lamentaba por no haber cuidado de la representación de Jesucristo con más cuidado, y en un arrebato de sinceridad, había llegado a decir a Raúl que iba a solicitar el traslado de todos los retablos que decoraban el interior del templo.
«En mi iglesia, sólo quiero custodiar un cáliz y la sagrada forma –había dicho–, nada más.»
Raúl no había podido decir nada. Ésa era su forma de darle la razón: guardar silencio.
–¿Por dónde empezamos? –preguntó la guardia civil.
Raúl miraba a través de la ventana del despacho a los peregrinos que, cargando con sus mochilas, comenzaban a salir en procesión. Había amanecido nublado –como su ánimo–. Lo único bueno que probablemente tendría aquel día. «Hoy no pasaré calor. Si sigo en la investigación, claro», pensaba.
–Detective García Zarrabeitia –intervino el teniente al comprobar que el topo de la policía no reaccionaba–. La sargento Guevara le ha preguntado que por dónde quiere empezar.
–Por donde ustedes quieran, me da igual –respondió Zarra volviendo al albergue–. Si no hay más mensajes de mi jefe, podríamos empezar por el robo y luego seguir con el muerto.
–Buena idea –dijo la sargento, tomando de nuevo la iniciativa–. Si da su permiso, mi teniente… –dijo de nuevo mirando a su superior.
El teniente era un guardia civil joven de manual. Recién salido de la academia y menor de treinta años, se notaba que trataba de esconder su inseguridad detrás del escudo que le proporcionaban los galones de su rango. «Por lo menos es espabilado», pensó Zarra al comprobar que no ponía objeción a que su compañera continuara hablando.
–En la iglesia apenas hemos encontrado nada –dijo la sargento después de interpretar el silencio de su superior como permiso concedido–. El párroco nos ha confirmado que sólo cierra sus puertas el fin de semana, por eso la cerradura no estaba forzada. Para tratar de justificarse, nos ha dicho que así los peregrinos pueden entrar y salir de la iglesia a su antojo: «Nunca se sabe cuándo aparece la necesidad de rezar» –leyó la guardia civil en su bloc de notas–. Ah, también nos ha dicho que en el lugar que ocupaba el Cristo se ha encontrado…
La sargento interrumpió su relato para buscar dentro de su cartera el objeto que quería nombrar. Después de unos segundos, de entre lo que debían ser otras muestras, sacó una alegre pitufina encerrada en un sobre transparente.
–El cura nos ha dicho que ha encontrado esto.
–Qué cagada –respondió el detective por segunda vez en lo que iba de mañana.
–¿Es la marca de sus ladrones, no? –preguntó el teniente con una sonrisa divertida.
–Sí, de mis expoliadores. Perdone, pero creo que todavía no me ha dicho cómo se llama –dijo Zarra, molesto. Esa sonrisa le había tocado mucho los huevos.
–Teniente Tejero –respondió sin inmutarse.
Zarra no podía creer su mala suerte.
–Ésta es la quinta figura que encontramos en lo que va de mes –respondió tragándose el orgullo–. No sé, he debido de ser muy mala persona en otra vida.
–De la escena del robo poco más te puedo decir –continuó la sargento tuteando por primera vez al detective. Una manera de decirle que reconocía la presión que estaba soportando.
–Gracias –respondió Raúl, agradeciendo el detalle–. ¿Y qué me podéis decir del suizo?
–Del muerto o la víctima tenemos más información. Hemos sacado unas cuantas muestras y seguramente que…
–¿Víctima? –la cortó Zarra–. ¿Has dicho víctima?
–No podemos descartar nada –respondió esta vez el teniente tomando el mando–. La posición en la que nos hemos encontrado el cuerpo sin vida nos ha parecido poco natural.
Raúl no había tenido que enfrentarse nunca a un caso de asesinato, pero podía entender perfectamente el significado de la expresión poco natural: Los desastres de la guerra, de Goya, estaban llenos de muertos en ese tipo de posiciones.
–El tronco y las piernas estaban boca abajo –continuó el teniente–, y la cabeza miraba hacia arriba, con los brazos separados del cuerpo, rotos como los de un espantapájaros. Sólo una de sus botas la tenía en el pie; la otra estaba en la boca, con la puntera hacia dentro, como si se la hubieran clavado. La mandíbula nos ha dado la impresión que estaba rota. El juez tardará un rato, así que, si quiere, luego puede acompañarnos y echar un vistazo.
–Me hago una idea, gracias –respondió el detective–. Además, no sé cómo podría explicar el hecho de que una pareja de la Guardia Civil me acompañe a visitar al muerto, por muy compañero peregrino que fuera.
–Por último –añadió la sargento–, en la mano del suizo hemos encontrado esto escrito. –La sargento giró su cuaderno para que Zarra pudiera leer el mensaje–: «LC 1 3 3».
La pareja de la Guardia Civil permaneció callada esperando alguna reacción del detective de la Policía Nacional.
–Lucas, uno treinta y tres… ¿Lucas, trece tres? –murmuró Zarra.
–¿Cómo? –preguntó el teniente, abandonando por primera vez su escudo de superioridad.
–San Lucas –dijo Zarra–. Una Biblia, ¿dónde hay una Biblia? –preguntó, levantándose después de comprobar que había una estantería repleta de libros a su espalda.
–Claro –dijo la sargento–. San Lucas el evangelista. Mi madre va a tener que darme la razón cuando le diga que las monjas no lo hicieron tan bien.
A Raúl no le llevó mucho tiempo encontrar una Biblia en la biblioteca del albergue, y tampoco dudó al tener que elegir una edición de entre las muchas que había: la escolar de color marrón y tapa dura: un clásico.
Abrió el libro sagrado, tomando de nuevo asiento, y como siempre le ocurría, un capítulo del Antiguo Testamento fue lo primero con lo que se encontró. Tuvo que ir casi hasta la parte final del texto para encontrarse con el Evangelio de San Lucas. Sin pensarlo, fue directo al capítulo trece, no podía ser otro. La pareja de la Guardia Civil, mientras tanto, continuaba sin decir palabra.
«Si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente», leyó en silencio.
–¿Qué dice? –preguntó la sargento Guevara al detective de policía que de nuevo había quedado sumido en sus propios pensamientos. Trataba de comprender y asimilar las consecuencias de aquella frase.
–Si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente –se obligó a decir en voz alta para quitarle el gusto al teniente de llamarle de nuevo la atención.
–No puede ser –fue todo lo que Tejero dijo para satisfacción de Zarra.
El detective pasó al teniente de la Guardia Civil la Biblia abierta por la página que acababa de leer para que éste lo comprobara con sus propios ojos. Raúl, por primera vez, sentía que tenían algo en común, estaban pensando lo mismo: la víctima –porque sin ninguna duda lo era– podía ser uno de los expoliadores de la banda, y que se tratara de un simple ajuste de cuentas. Ése había sido su primer pensamiento. Sin embargo, después de leer el mensaje de la Biblia, muy alejado de los códigos de cualquier tipo de banda de delincuentes, no podían descartar nada.
–Pero esto es la hostia, ¿no? –dijo la sargento después de leer también el mensaje.
–Guevara, esa boca –le llamó la atención Tejero.
–Perdón, mi teniente.
–Sí, es la hostia –dijo Zarra sin poder calificar aquel mensaje de otra forma–. ¿Habéis podido interrogar a los otros dos componentes del Equipo A?
–¿El Equipo A? –preguntó Guevara–. ¿Te refieres a los dos amigos con los que el suizo hacía el camino?
–Sí, a ésos.
–Pues no, los peregrinos con los que hemos hablado nos han confirmado que el suizo tenía dos compañeros, pero éstos no han pasado por taquilla. Seguramente salieron antes de que llegáramos.
–Sus nombres estarán en el registro de peregrinos del albergue –dijo Zarra.
–Así es, detective. Los nombres los tenemos, y también su descripción. No será difícil localizarlos –aseguró el teniente.
–Ayer estuve cenando muy cerca de ellos –continuó Zarra, satisfecho de que por fin le tomaran en serio–. No hablaban y apenas se miraron durante toda la cena. En mi opinión, no tenían mucho que ver con el resto de peregrinos, pero de ahí a tener alguna relación con los robos… Y los demás, ¿algún testimonio relevante? –preguntó el detective buscando respuestas.
–Nada –dijo la sargento–. Todos se han mostrado sorprendidos por el robo, muy conmocionados al saber que un peregrino había aparecido muerto. No hemos mencionado la forma en la que lo hemos encontrado y, evidentemente, tampoco hemos preguntado por el mensaje en la mano. Bastante alarma se está generando con la cadena de robos como para que alguno pueda pensar que hay un tarado caminando entre ellos.
La sargento Guevara acababa de verbalizar lo que Raúl llevaba pensando desde el momento en el que había terminado de leer el mensaje del Nuevo Testamento. El detective deseaba que se tratara de un ajuste de cuentas relacionado con los robos, pero podía ser que aquella muerte fuera la acción de un loco.
–Tome, detective –dijo el teniente Tejero–. Éstas son las declaraciones que hemos tomado. Tiene todo el tiempo que necesite para revisarlas.
–No más de media hora, recuerde que soy un peregrino –sonrió Zarra–. Hace un rato que ya debería estar caminando con mis compañeros, así que leeré lo que me dé tiempo. Antes de salir también necesitaría que me dieran toda la información que tengamos sobre el suizo. Si conseguimos relacionarlo con los robos, lo más probable es que se trate de un ajuste de cuentas. De no hacerlo, creo que tenemos un par de problemas bastante gordos –dijo Zarra con cara de resignación.
–Perdone, detective –corrigió el teniente–. Tres problemas.
Zarra miró al guardia civil extrañado. Después a la sargento. Esperaba una respuesta.
–En dos semanas el Papa visita España –anunció la guardia civil–, y ayer nos comunicaron que hacer una etapa del Camino de Santiago es una de sus prioridades.