Juana ha llamado. Agitada, nerviosa. ¿Estás bien? Pon la radio. Ha ocurrido algo. Parece que los militares han ocupado el Parlamento. No te muevas. Pon la radio. Te llamaré en cuanto pueda. Lo sabía, lo sabía. Ellos no se quedarán tranquilos. No podrán aceptar la democracia. Antonia está en casa. La llamo. Encendemos la radio. Música clásica. No hay noticias. Antonia, ¿qué pasará? Tranquila, doña Gabriela. No va a pasar nada. No se lo vamos a tolerar. Estoy tranquila. Pero Juana y Miguel están en Madrid y nosotras aquí. Y qué cree usted, ¿que esto no es Madrid? Esto es tan Madrid como lo otro. Mire, precisamente por esta parte empezaba el frente. Yo era una niña pero lo recuerdo muy bien. El cerro Garabitas. El Puente de los Franceses. ¡Que si me acuerdo!…
Puente de los Franceses,
nadie te pasa,
porque los milicianos, mamita mía,
qué bien te guardan.
La cantábamos todos, niños y grandes. Y luego lo pasaron y se quedaron. Pero ahora es distinto, mujer. Ahora no pasarán porque la gente ya sabemos más, ya no damos lugar a que lleguemos a eso, a que pasen otra vez el puente…
Estábamos velando a mi padre. Llegó el rumor en la boca de una vecina: Los militares se han sublevado en África y vienen para acá. Mi madre estaba absorta en su dolor, parecía sorda a todo lo demás. Sin embargo, escuchaba. Porque dijo en voz baja: Mejor que tu padre no lo sepa. Mejor que no lo haya llegado a saber… La vecina agorera se fue y nosotras nos quedamos solas. Pensé en Ezequiel, en la mina. No puede ser, le dije a mi madre. El gobierno… Ella me miró con sus ojos cansados y tristes. Todo puede ser, dijo.
La radio continúa con la música. Juana llama. Siguen encerrados en el Congreso de los Diputados. La calle está tranquila. Todo el mundo hace vida normal. Hay otros focos; en Valencia. Pero no tengas miedo. ¿Miguel? Precisamente salió esta mañana para Canarias. Un reportaje gráfico en La Gomera. Mamá, que se ponga Antonia. Antonia dice a todo que sí. Seguro que Juana le está pidiendo que me dé un calmante. Qué obsesión con los calmantes. Todavía no se ha enterado, mi hija, de que estoy casi siempre calmada. Demasiado calmada. La vejez es una anestesia. Vuelvo a coger el teléfono. ¿Y Sergio?, pregunto. Le había olvidado, no me había preocupado por él hasta ese momento. Hay un espacio de silencio. Luego Juana dice: Está en el Congreso, encerrado como todos. La vejez es un distanciamiento. No me preocupa Sergio. Miguel está en Canarias. La otra vez Franco estaba en Canarias. Voló desde allí a la península.
Mi madre no lloraba. Repetía de vez en cuando: Mejor que tu padre no haya vivido para verlo. En el entierro, rápido, civil, no hubo sermones. Todavía no se había enfriado la tierra sobre mi padre y ya teníamos la certeza de la catástrofe extendiéndose por toda España como un río de fuego. El fuego llegaría en seguida a la mina, a Ezequiel. Yo estaba sentada en la huerta, bajo el emparrado. Hacía mucho calor. Las mariposas se detenían un instante en cada flor. Juana jugaba bajo el nogal, en una piedra lisa y plana donde nos sentábamos a veces buscando la sombra frondosa del árbol. Juana colocaba hojas de nogal con pétalos de rosa, y era la ensalada. En otras hojas ordenaba piedrecitas. Y era la carne. Sentaba la muñeca en el suelo, junto a la mesa, y le daba de comer. Era la muñeca que le compró Ezequiel y se la colocó en la escalera una noche de Reyes… Todo está en silencio. Pienso en el río cercano. Imagino un baño en el río. Hace mucho calor. Mi madre dice: Ni se te ocurra. ¿No ves que no hay nadie en la calle? No pasa nadie hacia la carretera. Sólo el silencio. De pronto, un ruido extraño, un ruido atronador. Aeroplanos, dice mi madre. En el cielo aparece uno, después otro. Vuelan bajo. Pasan sobre nuestras cabezas. Se puede ver el perfil de dos hombres con cascos. Desaparecen detrás de la montaña de las hogueras de San Juan. En seguida se oye un trueno espantoso. Es del otro lado de la peña, hacia Asturias. Cojo a Juana de la mano y corremos hacia el interior de la casa. Bombardean. Ezequiel está en la mina…
Llama Juana, ¿qué hora es?… El Congreso está rodeado. Siguen dentro, pero van a rendirse. No tienen otra salida. Parece que ha sido un guardia civil. Ha entrado encañonando a todo el mundo en el momento en que se votaba la investidura de Calvo Sotelo. La calle sigue tranquila. ¿Tienes la radio puesta?…
El avión volvió al día siguiente. Bombardeaba el otro lado de la montaña pero el estruendo se repetía por las estribaciones de la cordillera Cantábrica.
Las noticias de la radio anuncian que va a hablar el Rey. Crazy me mira fijamente. Algo nota en mí que le hace sentirse inquieto. Le acaricio la cabeza. Ya está todo tranquilo, Crazy, le digo. Mueve el rabo, se relaja y se duerme a mis pies.
El 24 de julio, a las doce de la mañana, llegó a casa María, la hermana del alcalde republicano, mi amiga de la infancia. Entró en la cocina, se sentó en una silla, se tapó la cara con las manos, luego se estiró la falda sobre las rodillas. La cara descubierta era un campo de lágrimas. Cálmate, le dije, cálmate. Pero no se calmaba. Dijo: Las tropas van a entrar de un momento a otro. Los hombres se han echado al monte. Quieren pasar a Asturias. Luego guardó silencio un momento y supe que iba a decir lo más importante, lo que le había hecho salir de su casa y acercarse aquí corriendo por la calle vacía, algo que iba a caer implacable sobre nosotras. Ya han tomado Los Valles, Gabriela, dijo. Se levantó y vino hacia mí. Me abrazó y entre sollozos me dio la noticia: Han fusilado a Ezequiel y a los compañeros de la mina y a don Germán. Te lo manda a decir Eloísa, la hija de ese señor, por medio de uno que logró escapar y llegó a su casa, a la Venta Vieja, y él se lo dijo a Juanito el de las muías, y Juanito a mi madre, y aquí me tienes, Gabriela…
El camino de los recuerdos dolorosos me lleva de una muerte a otra, de la muerte de Ezequiel a la de Octavio. Si la muerte de Ezequiel fue brutal, repentina, abrumadora, la muerte de Octavio fue una tortura, un suplicio, una prolongada condena. Por entonces ya habíamos recuperado la paz y todo estaba como antes de Soledad. El combate había durado mucho. Demasiado, pienso ahora. Si me quedé, si no corté con él, ¿por qué ese ensañamiento con Octavio? Mi soberbia no aceptaba el fracaso. Noche tras noche le castigaba. Él aceptó el castigo y esperaba un milagro, un cambio de actitud. Un día, repasando las cartas vi un sobre verde que destacaba entre todos los demás. La letra me resultaba familiar. No había remite. Se la di a Octavio y esperé que la abriera. Es de Soledad, advertí retadora. Él la abrió y dentro había una tarjeta postal con un paisaje de Guatemala. Sin palabras, Octavio me la dio. Sólo una línea escrita: Te recordaré siempre. Soledad. Toda la furia y la congoja de aquellos meses se desbordó. Rompí en pedazos la tarjeta y luego me abracé con rabia al cuerpo de Octavio. Brillaba el sol del mediodía. Abrazados, entramos en nuestro dormitorio. Nuestra batalla fue ardorosa, desesperada, incruenta. No hubo ni vencedores ni vencidos.
Ahora Juana viene con más frecuencia. Se sienta a mi lado y me cuenta las últimas noticias. Va todo bien, me dice. Dentro de un año estaremos dispuestos para el relevo. Quiere decir el relevo en el gobierno, pero tengo que detenerme unos momentos para entender. Un verano es mucho tiempo. Otro verano y otro otoño. El invierno y de nuevo primavera. Se me olvida que todavía es primavera. Repentinamente siento la necesidad de pasear por la colonia, entre los jardines encerrados tras las tapias por las que se desbordan, a uno y otro lado de la calle, ramas de árboles cuajadas de flores, macizos apenas adivinados: petunias, alegrías, tulipanes. ¿Salimos? Juana acepta encantada. Tantos días en casa no te conviene, dice. Recuerda lo que ha dicho el médico. Si tú vinieras todos los días pasearía más, le digo. Al mirarla capto un gesto de disgusto en su cara. El gesto dura un instante, pero comprendo que mi propuesta suena a queja y le molesta. Me rebelo, no puedo evitar decirle: Eres egoísta, Juana. Todo te cuesta trabajo. Te fastidia sólo pensar en tener que acercarte aquí todos los días, para animarme a salir… Juana se enfada. Sabes que tengo trabajo. Te ha dado últimamente por encerrarte y dedicarte a meterte conmigo. El otro día me acusaste de dejarte sola… Mentira, grito, eso es mentira. Juana se lleva las manos a la cabeza. Yo no recuerdo haberle dicho nada parecido, pero la actitud de Juana me inquieta. ¿Estoy acaso perdiendo la razón? Pongo atención y escucho a Juana que indaga con Antonia: ¿Come bien? ¿Duerme bien? Algo dentro de mí se revuelve de nuevo: ¿Por qué, le digo, tanta preocupación? Me dejas sola días y días y luego te preocupas. Mientras hablo, yo misma me horrorizo. ¿Qué estoy diciendo? Juana está asustada. Nunca me ha visto así, no he protestado nunca, nunca le he reprochado su abandono. Si fuera justa, ¿sería capaz de achacarle abandono? No estoy con ella porque no quiero. ¿Cómo voy a exigirle que suspenda su vida y se dedique a cuidarme hasta el último día? Después de los reproches, el silencio. Cierro los ojos y me mantengo inmóvil en la butaca. Crazy no se separa de mi lado. Quiere llamar mi atención pensando que dormito. Tira un poco del chal con que me abrigo. Abro los ojos. Juana susurra con Antonia, y Crazy quiere advertirme. Comer, come poco, dice Antonia. Dormir, no se lo puedo decir. La enfermera es tan poco habladora. Nos cruzamos por la mañana: Hola y adiós. Si hubiera algo importante, algo que yo tuviera que saber, yo creo que me lo diría. De todos modos, pregúntele a ella. Llámela por teléfono…
Quisiera decirle: Juana, no me hagas caso. La primavera me excita mucho; para mal. Me malhumora, me irrita. Será porque es la época del año en que todo revive; el momento de hacer proyectos. La vejez es la incapacidad de proyectar. Te quedas paralizado, te detienes en lo que vas a hacer dentro de un rato o ahora mismo. Proyectar, no. Va llegando el tiempo de despedirse de paisajes, actividades, personas, objetos. Poco a poco, hay que ir ordenando las despedidas. Sin olvidar a nadie… Pero, Juana, te aseguro que yo no he dicho eso. No he dicho que me tienes olvidada en esta casa y en esta soledad que odio. Llamándome todos los días y viniendo a verme una vez al mes. No te lo he dicho aunque lo pienso. Tú no puedes saber lo que pienso y lo que siento. Hija mía… Lo digo y no lo digo. Lo pienso y no lo pienso. Sufro, Juana, porque entre todos me tenéis sola. Sola con Crazy, que me escucha y me entiende y se pone de mi parte… Sola, avanzando paso a paso hacia el silencio total. Rodeada ya, ahogada ya en olas de silencio…
La enfermedad de Octavio fue una condena, una maldición. Poco nos duró la alegría del reencuentro, la gloria de la reconciliación. ¿Duró meses, semanas, días? Fue un tiempo corto y no me detuve a medirlo. Cuánto lamenté después mi obcecación, mi hosquedad y mi empeño en hacer sufrir a Octavio, a todas horas, el peso de su culpa. Yo me sentía hundida en un bloque de hielo. Dentro me hervía la rabia y fue esa misma rabia la que derritió un día el muro que me aislaba. Solos los dos, Juana en España y Merceditas con su marido en Puebla, vivimos por un tiempo enajenados, prisioneros de una misma locura recobrada. Después la enfermedad, la brevedad del plazo, la intensa sensación del bien recuperado, nos mantuvieron hasta el final sumidos en un trance de amor interminable.
A los cincuenta años ya había enterrado a dos maridos. Ninguno de los dos llegó a conocer la vejez y la soledad de la vejez. Juana también tuvo dos maridos. Se divorció, ¿qué año se divorció? Juana, ven, dime qué año era cuando te divorciaste. Juana se ha ido, dice Antonia. No se ha despedido de mí. Sí, señora, se ha despedido de usted. Todos se empeñan en demostrarme que estoy mal, que mi memoria falla o que no atiendo a nada y no me entero de lo que sucede a mi alrededor. Juana se ha ido y no puedo acordarme del año de su divorcio. Muchas veces me veo perdida en el laberinto de la memoria. Pierdo la pista, el hilo que me lleva a recuperar una palabra huida, un objeto esfumado, guardado, ¿dónde? Toda mi vida se deshace en preguntas ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? La niebla se extiende. En el silencio de la noche, en el silencio infinito de la noche, tengo que levantarme, investigar el posible lugar, la huella probable que el objeto ha dejado para que me ayude a recuperarlo. En esta flaqueza de la memoria, el presente y el pasado se alejan de mí. Cada vez queda todo más remoto. A veces creo que no he vivido lo que recuerdo. Está tan diluido, tan difuminado en el tiempo. Y un cansancio destructor paraliza mi pensamiento y me obliga a cesar mis búsquedas.
Juana me dice: El Rey ha estado claro y tajante: él obedece la Constitución. ¿Por qué me hablas de eso ahora, Juana, después de tanto tiempo? No hace tanto tiempo, mamá, hace un mes, más o menos… Te recordaba el golpe de febrero. La postura del Rey… Estás loca, Juana. El Rey se ha ido de España. Sin una gota de sangre. Sin violencia. Pero se ha ido… Juana me mira con esa sombra de susto y angustia que se refleja en sus ojos cada vez que viene a verme. Mamá, te confundes con la República… Creo que Juana tiene toda la razón. He dado un salto atrás y la palabra Rey me ha colocado en aquel día: el día que tú naciste, Juana, el día en que se proclamó la República. Me estoy volviendo vieja, Juana. Acéptalo.
¿Qué día empecé a envejecer? ¿Fue un catorce de abril, un ocho de marzo, un quince de noviembre? ¿Qué día vacilé por primera vez al bajar una escalera? ¿En qué momento comprendí que las arrugas de la piel me traspasaban el alma? ¿Qué día empecé a endurecerme, a aislarme de lo que me rodea, a observarme por dentro, a vivir pendiente de los cambios más leves, de los síntomas más insignificantes en el oscuro funcionamiento de mi cuerpo? ¿Qué día empecé a vivir en el miedo? Veo la vida como una serie de pequeñas catástrofes sucesivas. Al cruzar la calle, pienso, me voy a resbalar y caer. Se me caerán las bolsas al entrar en un coche. No tengo manos para coger el bolso y el paraguas y agarrarme a una barandilla. Eso es la vejez. Yo nunca había sido vieja, por eso no sabía si aquellas molestias, aquel pequeño dolor, tenían que ver con la edad. Reflexiono y divago, mis dos ocupaciones favoritas. Las dos se desarrollan en silencio y en soledad. Estoy encogida en mi butaca favorita, junto al ventanal desde el que veo el jardín. La primera semana de abril ha sido maravillosa. Sol y lluvias y sol. Todo parecía crecer día a día. Los almendros, que, desorientados, dieron su flor en febrero, muestran sus copas blancas asomando sobre las tapias de los jardines. También las lilas se anticiparon semanas al calendario. Su aroma reaviva en mí la esperanza de todas las primaveras. Algo va a mejorar, algo va a suceder. Un efímero resplandor ilumina mis sentidos apaciguados, torpes. Un espejismo. En seguida todo vuelve a su estado real. La referencia sensorial disminuye y, en consecuencia, la asociación que provoca en el sentimiento y luego en las ideas, se debilita. Todo causa menos placer y menos dolor. Sólo la memoria, tan confundida estos últimos días, se reaviva. En la memoria permanece lo que debe permanecer, lo valioso, lo fundamental. Por otra parte, el desgaste sensorial de la vejez —ver menos, oír menos, saborear menos— permite eliminar interferencias en el proceso de recordar.
En primavera y en verano sueño más. O recuerdo mejor lo que sueño. Sueño con casas. Habito casas reales pero transformadas, convertidas en casas deseadas o imaginadas. Sueño con la Hacienda pero está colocada en España, en un paisaje verde con un río. En la Hacienda aparece Octavio sentado en un sillón, a la sombra del patio. Sueño con él, enfermo. Me mira, habla, pero no entiendo ni una sola palabra. Él se da cuenta y guarda silencio. Levanta la mano reclamando la mía. La estrecha débilmente. La besa. Sufro mucho y cuando me despierto me invade una desolación infinita. Igual que cuando Octavio se fue con Soledad. En el sueño Octavio ha regresado, pero está perdido.
Me ha dado por pensar en el divorcio de Juana. Cómo me preocupó ese divorcio. Juana me decía: Parece que eres tú la que te vas a divorciar. Yo pensaba en Miguel, en cómo le iba a afectar a Miguel esa decisión. Y le afectó. Además, fue una separación total. No es igual vivir en la misma ciudad, en el mismo país, que estar tan lejos. Ahora ya es mayor y puede comprender a su madre y a su padre y las razones de ambos para separarse. Miguel tiene casi perdido a Alejandro. Siempre que me habla de él, lo hace pesaroso. Miguel es bueno, sincero, transparente. Generoso a su manera. Generoso con las causas difíciles y olvidadas. Aparentemente, más generoso con su padre que con su madre. Porque a él lo ve más desamparado. Miguel: lo que queda de mí. Mi futuro que no veré. Mi último amor.
Recuerdo los últimos años de mi madre. Miraba hacia dentro. Se observaba. Analizaba cada latido, cada síntoma. Todo era una amenaza. Yo la veía cada vez más lejana, más ausente. Seguramente así me ve a mí Juana. Salgo con ella a dar un paseo. Crazy nos sigue despacio. Pienso: ¿Tendrá celos de Juana? Hace un tiempo era él solo quién me acompañaba en mis paseos. En nuestro recorrido por las calles de la colonia, pasamos ante El Paraíso. Crazy huele y retrocede. En el jardín hay dos ancianas sentadas en sillones de mimbre. No hablan. Se limitan a tomar el suave sol de abril. Un coche se detiene y una pareja de mediana edad sale a la acera y llama al timbre. Les abren y entran silenciosos. Vienen a cumplir con una obligación filial. Un mal rato, ver a mamá o a papá así. Se justifican. Dime, Juan, Pedro, Salvador, ¿qué otra cosa hubiéramos podido hacer? En casa no hay sitio. Además, la casa está vacía hasta la noche. Todos comemos, trabajamos, estudiamos fuera. Una familia en la calle todo el día. Y mamá o papá ¿cómo va a estar solo? Una sombra de mala conciencia les acompañará cuando salgan, en el trayecto de regreso a Madrid, hasta que alcancen la puerta de su casa y recuperen el ritmo de la vida cotidiana. Los hijos, la cena, el televisor, el sueño. Antes de dormirse recordarán de nuevo al padre o a la madre abandonados en El Paraíso. Él, o ella, suspirará. El otro, el que todavía no ha necesitado recurrir a soluciones extremas para sus padres, cogerá su mano y la apretará en un signo de comprensión o solidaridad. O no. O dirá: Ya está bien de tanta exageración. Tu padre —o tu madre— es un privilegiado. Peor estaremos nosotros cuando nos llegue la hora. Él y ella guardarán silencio, pero una tristeza sin nombre les envolverá. Tengo momentos, como éste, absolutamente lúcidos, en los que lo veo todo con una claridad extraordinaria. Lo veo y lo entiendo y puedo razonarlo. Pero no lo siento. El sentimiento llega amortiguado. De todos modos, soy consciente de que mi torpeza aumenta. Pero no me rebelo. La acepto y trato de contrarrestarla. No oigo bien, no veo bien, no me muevo con soltura. Pero me recojo sobre mí misma y trato de seguir adelante. Cada iniciativa es un reto. Si salgo victoriosa, no conquisto una alegría especial. Si fracaso, me hundo más y más en la melancolía.
El vecino de al lado, el divorciado, ya ha ocupado la jaula como Antonia pronosticara. A los pocos meses de su separación empezó a traer chicas. Parejas momentáneas, casuales. Luego, etapas de soledad. Ahora ya tiene una compañera fija. Mucho más joven que él. Calculo que tendrá la edad de sus hijos. Ésta parece que va en serio. Ha trasladado bastante equipaje. Maletas, un televisor, un ordenador, un perro. Crazy ha tomado nota y a los ladridos del foxterrier ha respondido marcando claramente su territorio. Hasta aquí, hasta la verja que separa nuestros jardines, es tu casa. Pero de este lado empieza la mía, parece decir. La perrita —es perra, me ha informado Antonia— parece batalladora. Olfatea entre la yedra que trepa por la separación de nuestros jardines y ladra, provocando a Crazy. Él apenas le hace caso y Violante —se llama Violante— se desespera. Hasta que, harto ya del concierto, Crazy decide poner las cosas en su sitio. Se levanta, se dirige al hocico de la perra y le lanza el gruñido más furioso que puede producir su garganta. También levanta la yedra con las patas y trata de investigar a fondo la presencia del ser que le invita o le reclama desde el otro lado de la valla vegetal. Ahora sí, Violante reacciona. Se esfuma en silencio y espera otra ocasión para iniciar de nuevo el tormentoso contacto. Anécdotas así, la contemplación de dos perros que se enfrentan y tratan de establecer las normas de su convivencia, me entretienen y me reconfortan. Hay un palpitar de vida en esa conducta animal, un complicado sistema de relación que derivará, seguro, en una amistad forzosa. Lo inmediato, el presente, me sumerge en la realidad, pero cuando me aíslo y me entrego a contemplar desde ángulos nuevos los viejos recuerdos, entonces puedo perderme en una maraña de sensaciones antiguas entremezcladas con las nuevas. Un intrincado bosque de senderos ocultos, un bosque para perderse, como en los cuentos, hasta que llega la ayuda del príncipe salvador.
Juan Pablo es hoy mi príncipe. Viene hasta mi butaca de la mano de Antonia. Trae en la mano un ramito de flores azules. Las ha cogido en el camino de arriba, aclara Antonia, el camino que sigue usted hasta lo alto de la loma. Ha pasado bastante tiempo desde la última visita del niño, pero no olvida los cuentos. Invento uno sobre la marcha, uno de una viejecita perdida en un bosque y un niño de cinco años que la busca diciendo sin cesar su nombre hasta que suena, lejos, la voz de la anciana. Luego, interviene Juan Pablo, cuando el niño la encuentra, la trae aquí para que se siente en la butaca y le cuente a él un cuento… Crazy levanta las orejas, como si también él escuchara. El niño, dice Juan Pablo, iba a buscarla con un perro como éste, que también se llamaba Crazy…
Es ya verano. Se huele la tierra seca, el tomillo de hojas fuertes y duras, el romero, que Antonia mete en un frasco de alcohol para remedios caseros —es buenísimo para el pelo, para poner fuerte el pelo—; la hierbabuena… Mi madre cogía ramitas de la huerta para añadirla a diferentes guisos. Mi padre decía: La hierbabuena, en Cuba, se la ponen al ron con limón y un poquito de azúcar moreno. El ron es de los piratas, decía yo. Lo beben los piratas en las novelas de aventuras. Claro, contestaba él, los piratas han estado alguna vez en Cuba y en otras islas del Caribe que también tienen ron. En el verano, mi madre hacía ensaladas jugosas con tomate y lechuga y una hojita de hierbabuena.
¿De quién será ahora la casa de mis padres? La habrán cambiado o destruido para hacer otra, o quizá, simplemente, la han mejorado. Todo ha cambiado en los pueblos. El mío será más grande, más moderno. Ya no jugarán los niños en la carretera, porque los coches se habrán adueñado de ella. Los jóvenes irán en coche a las romerías del verano en los pueblos cercanos. Nosotros hacíamos el camino andando. Salíamos temprano, cuando el calor no molestaba todavía. Llevábamos merienda para pasar el día. El camino era alegre. Cantábamos, bromeábamos, llegábamos hacia el mediodía y nos bañábamos en el río antes de comer. Luego, esperábamos la hora del baile, adormilados bajo un árbol. El baile era en el prado de la iglesia, al son de una orquesta de aficionados que iba de pueblo en pueblo en un carro arrastrado por muías que ellos mismos guiaban. Las chicas nos colocábamos en grupo, mirando el baile. Los chicos solían estar al otro lado del corro improvisado que marcaba los límites de la pista imaginaria. Un juego de codazos transmitía de unos a otros mensajes nerviosos: Atrévete, vete a sacarla —ellos—. Si te saca a bailar no te hagas la melindrosa —ellas—… Cansados de la fiesta, después del baile y los empujones y las risas, regresábamos al anochecer. Íbamos juntos, los del pueblo, y la cercanía de la noche invitaba a los sustos y las historias truculentas. La eterna estrategia del miedo que convertía en protectores a los muchachos. Era necesario tener un elegido para poder seguir el juego lleno de consignas contradictorias. Te ha mirado. No le mires. Mírale. No te hagas la interesante… Modestas maniobras que acababan en risas, tirones de coletas de ellos, bofetones de ellas. Y algún beso robado, rápido, apenas percibido, que dejaba a la víctima del acoso ruborizada y furiosa y un si es no es temblorosa y satisfecha.
Este verano van a estar pocos días fuera de Madrid. No podemos, me explica Juana. Hay mucho que hacer. Además, no estoy tranquila si tú te quedas aquí. Por mucha Antonia y enfermera, no me quedo tranquila. Sin energía, trato de convencerla de que el verano es la mejor estación para mí. ¿Qué me puede suceder en verano, con el calor que aumenta la vida? Y que aquí no es el calor de Madrid. Es un calor muy soportable. Fresco por la mañana, casa cerrada a piedra y lodo al mediodía, y a la noche fresco otra vez… No te preocupes, Juana. Juana mira a Antonia porque no se cree esta actitud mía, pacífica y cargada de razones. Es verano, Juana, le digo resumiendo la causa y el origen de mi placidez.
El espejo lo traje de México. No era nuevo. Me había acompañado desde el día en que me casé con Ezequiel. Me lo regalaron mis amigas de entonces. Cuando regresamos al pueblo de nuestras escuelas, lo coloqué en seguida para que no se rompiera. A la izquierda de la cama, en una pared toscamente encalada, como toda la casa. En el espejo me he mirado mil veces. La de conversaciones silenciosas que habré tenido yo con el espejo a lo largo del tiempo. Cuando empecé mi vida de casada, me quedaba abstraída, me miraba al espejo y pensaba: Iremos bien o mal, he acertado o he cometido un error. En el espejo me miraba a los ojos y pensaba en Émile. Pensaba en el primer encuentro en el barco que nos llevaba a Santa Isabel. Y luego, en la amistad intensa y perturbadora que yo convertía en fantasías. El espejo recibía, inalterable, mis confidencias. Sólo la luz cambiaba el brillo de mis ojos, el color de mis mejillas, que se ruborizaban al pensar en el médico negro. Eso fue sólo al principio. En seguida me acostumbré a Ezequiel a mi lado, Ezequiel en mi cama, Ezequiel y yo charlando hasta muy tarde de nuestros niños de la escuela, de los trabajos con adultos, del futuro. Una vida serena y apacible que me protegía de los altibajos de la imaginación. Al espejo me asomé cuando supe que estaba embarazada. Las preguntas se volvieron un poco angustiosas, hasta que llegó el día de la verdad y nació Juana, y cuando tuve fuerzas para levantarme me dirigí al espejo y allí estaba mi cara ojerosa, descolorida, pero con una luz nueva en los ojos que me contemplaban. El espejo estuvo siempre entre mis cosas, cerca de mí para seguir en él mi soliloquio. Traje el espejo desde México y lo coloqué sobre la mesa que Juana instaló en mi cuarto para mis papeles y mis cartas. Cuando me sentaba en la mesa, sólo con levantar la mirada veía mi cara reflejada en la superficie del espejo. Me miraba, me acercaba hasta casi rozar con la frente la frialdad de mi imagen. Hoy me he despertado en mitad de la noche y he pensado en acercarme al espejo. Me fui hasta el fondo de la habitación en penumbra. Me senté en la mesa y miré hacia arriba. El marco estaba vacío. Sólo el blanco marfil de la pintura de la pared ocupaba el espacio de mi cara, mis ojos, mis sombras reflejadas. Alguien ha roto el espejo y ha robado mi secreto. Arranco el marco vacío y lo guardo en el cajón de la mesa. Juana dirá: Te pondré un espejo nuevo. Ella no entiende que el desaparecido se ha llevado mil caras que ya nunca podré recuperar.
Ayer me ocurrió algo extraño que tiene que ver con lo real y lo engañoso. Hubo una gran tormenta por la noche. Los truenos que empezaron en la sierra se acercaban a nosotros. El calor excesivo se resolvió en un espectacular despliegue de relámpagos y truenos. En las tormentas de mi infancia había árboles destrozados, pastores sorprendidos en pleno monte por la puntería mortal del rayo.
Tras el último trueno se ha apagado la luz, en la casa y en la calle. A esta hora todos duermen. La enfermera está cerca pero no se oye movimiento alguno en su cuarto. Las cerillas y la vela que tanto han hecho reír a mi hija son mi salvación. Las tengo siempre a mano, en la mesilla. Es una precaución antigua, de otros tiempos en los que ningún servicio público era seguro. Empieza a llover con fuerza. Una tromba de agua de verano. Con los cristales cerrados miro a través de la ventana. El jardín parece una pequeña piscina. El agua va a entrar en casa. ¿Despierto o no despierto a la enfermera? Aunque no veo mucho, me doy cuenta de que las sillas tienen las patas totalmente hundidas en el agua. Vuelvo a la cama y espero. No puedo despertar a una persona que trabaja todo el día por una tormenta. Trato de dormir pero la lluvia continúa. Crazy no se despierta. No debe olfatear el peligro. Me levanto, cojo la vela y abro la puerta de mi habitación. Me asomo al hueco de la escalera. Abajo, brilla el suelo. El parquet es un espejo. El agua ha entrado. Debería bajar, limpiar. Cuento los escalones. El agua llega hasta el número once, el penúltimo. Regreso al cuarto. La vela se apaga. Se ha consumido por completo en el rato que llevo despierta. No puedo hacer nada. El agua no llegará hasta aquí… Qué bien he hecho volviendo a mi habitación en este piso. Una vez en la cama, tapada hasta la barbilla, extrañamente tranquila, me duermo en seguida. Al despertar recuerdo la lluvia. Miro por la ventana. Amanece. Las farolas están encendidas. La luz de la mesilla también funciona. El jardín parece seco. Abro la puerta para asomarme al hueco de la escalera y en el salón tampoco hay señales de inundación. ¿Lo he soñado todo? ¿Ha habido de verdad una tormenta? Sobre la mesilla está la vela consumida. Esta vela es real. Ayer era un trozo de cera alargado y grueso. Hay una parte real y otra engañosa en mi recuerdo. Reales, seguramente los truenos. Real, el corte de la luz. El agua, las sillas del jardín sumergidas en un lago, el salón inundado son, seguramente, consecuencia de mi preocupación, mi duermevela. Me doy cuenta de que esa confusión entre la realidad deformada y la realidad real es frecuente en los últimos tiempos. A partir de un dato cierto mi imaginación se desliza sin control hacia asociaciones diversas. ¿Es todo esto un camino hacia la locura, hacia la pérdida de mi claridad perceptiva?
Cuando se abandona un lugar en el que se ha vivido durante cierto tiempo, comienza en seguida el desprendimiento de las pequeñas o grandes rutinas. Hay un afán de distanciamiento inconsciente que trata de hacer menos dolorosa la partida. Cuando abandoné México, me distancié afectivamente de México. Tuve un empeño especial en borrar de mi vida la Hacienda y sus habitaciones, la familia de Octavio en Puebla, pobre Adelaida, pobre Ramón abandonados. Sólo Merceditas sigue dentro de mí. Me distancié de México en el espacio y en el sentimiento como una gran defensa. Pero México aparecía a cada instante en mis recuerdos y el subconsciente lo hacía brotar en sueños y pesadillas. Me doy cuenta de que vivo en dos planos. Por una parte están los momentos, cortos o largos, de lucidez, como ahora mismo. Una lucidez incluso excesiva, hiriente, como esa luz que dan los focos de muchísimos vatios. Por otra parte están los estados de somnolencia, las captaciones brumosas de la realidad, la mezcla de noche y día, sueño y desvelo. Ahora que estoy muy despierta me repito lo que le dije al médico en una ocasión: desde aquella caída, desde la inmovilidad forzosa del esguince, he descendido muchos escalones hacia el abismo del desconcierto. Tengo la terrible impresión de irlo perdiendo todo: vista, oído, movimiento. La vejez es irse desprendiendo de personas, cosas, paisajes, para emprender con menos dolor la marcha definitiva. La vejez es insolidaria; discurre en una serena frialdad. Sólo el terror a perder a los escasos seres que quiero mantiene viva en mí la razón de existir.
Mi cansancio es infinito. Me duele cada dedo del pie. Estos pies que me han sostenido y me han llevado de un sitio a otro… Siento los brazos cansados. Los brazos que han abrazado, acunado, soportado tantos pesos… La cabeza. Todo el cansancio del mundo se ha refugiado en mi cabeza. El otoño se acerca. Desde mi ventana veo la enredadera de la tapia del jardín, que se vuelve roja. Las nubes aparecen con frecuencia y descargan su violencia sobre la tierra. Las lluvias se llevan lo que queda del verano. El calor, las flores que hace unos días languidecían, vivas todavía. El olor de las hojas quemadas se extiende por la colonia. El otoño cubre de humo la tierra. Los cuidados arrecian. No estoy ni un momento sola. Percibo la presencia de la enfermera, la de Antonia, la de Juana, aunque esté con los ojos cerrados. Siempre hay alguien cerca de mí, para evitar que salga a la calle, que baje sola las escaleras. Todos me vigilan y, a la vez, me disminuyen. Desconfían de mi sensatez, de mi autocontrol físico y mental. Lo noto y al mismo tiempo siento que ahora menos que nunca me iría a vivir con Juana. No creo que ella lo desee. Perturbaría el ritmo de su casa, permanentemente visitada. Las tertulias, los encuentros de trabajo… Me enfado mucho con Juana. Qué tertulias, le digo, qué encuentros. Lo que tendríais que hacer es levantar barricadas para defenderos de lo que se os va a venir encima. Me mira como si no me comprendiera. ¿No está claro? Juana acaba de llegar de Alemania de un congreso de no sé qué. Alemania, le digo, volverá a las andadas, pero yo no lo veré. No digas tonterías, me grita, me pones muy nerviosa. Y no es verdad, porque es ella la que me pone loca a mí. Pero Juana es buena conmigo. Me soporta, me quiere. Me coge la mano y la tiene mucho tiempo apretada. Me acaricia el pelo, me lo arregla cuando los mechones rebeldes se ponen tiesos, cada uno por su lado. Antonia me lava el pelo de vez en cuando, pero eso no es suficiente para que la cabeza tenga un aspecto armonioso, organizado, por dentro y por fuera. Hay que buscar a alguien que venga a casa a peinarte, dice Juana. No, le digo. Déjame en paz.
No me han dicho que Miguel estuvo aquí. No lo puedo soportar, Antonia. Quién eres tú para no despertarme. Quiero ver a mi nieto, quiero tenerlo cerca, y una vez que viene, me lo ocultas, me dejas dormir aburridamente en vez de darme la alegría de verle, besarle. Quiero que se dé cuenta de que soy capaz de entusiasmarme todavía con sus viajes, de contemplar sus fotos… Déjame llorar y vete lejos de mi vista. Se lo diré a Juana, no lo dudes. Me moriré sin verle. Eso es lo que tú quieres y lo que queréis todos…
Era Navidad. Mi madre había preparado la cena muy pronto. Coliflor con bechamel, pollo asado con patatas y sopa de almendras. Turrones de dos clases, el amarillo, de almendra molida, y el blanco, con trozos duros de almendra sin triturar. Mi padre bebía vino en las comidas. Mi madre y yo bebíamos agua. Al terminar la cena me dieron una taza de té con miel. Es bueno y muy caliente, te quitará el catarro. Yo tosía y tosía, pero había querido estar allí en la cena de Nochebuena, una fiesta que todo el mundo consideraba la mejor del año. Yo tenía once años y muchas preguntas que hacer. ¿Es verdad que Jesús nació en Belén hace mil novecientos quince años? Sí, dijo mi padre. Pero si tú no crees en Jesús, ¿por qué lo celebramos? Él sonrió. Creo en Jesús como persona, como personaje histórico, pero nada más. Y celebramos su nacimiento porque es una costumbre de nuestro país, algo que se ha ido transmitiendo de padres a hijos a través de los tiempos. Y esa costumbre no tiene nada de malo. No seas nunca intransigente con los sentimientos. Sólo las ideas deben ser coherentes… Había poca gente en el pueblo que pensara como él. Pero le respetaban y le querían, y yo deduje entonces que él era tolerante con los sentimientos de los demás y firme con sus propias ideas.
Juana se empeña en llevarme al médico. No hablo en todo el trayecto. Análisis, pruebas, reconocimientos. Mis males son del alma, le digo al doctor, joven, sonriente, especialista en nosotros, los mayores. Por qué pierde usted su tiempo con los viejos. Mejor los niños, siempre mejor los niños. Piense en África, en Asia, en América. Ocúpese de los niños… Pero yo creo que todo esto no lo digo. Sólo lo pienso con todo convencimiento, con una certeza total.
No tienes nada concreto, mamá, me dice Juana. Y no eres vieja. Mujeres mucho mayores que tú trabajan, cuidan la casa, hacen vida normal. Podría contestarle muchas cosas, pero no quiero discutir. No me duele nada, es verdad. No tengo síntomas alarmantes en ninguna parte del cuerpo. Sólo molestias erráticas que a veces me producen miedo. Pero un cansancio terrible me devora. Por mí, ni me movía de la cama. Me levanto, me siento en la butaca. Paseo, sí, por el jardín: veinte vueltas al cuadrado de la pradera. Y luego están las salidas con Antonia. Hasta la tienda, hasta la farmacia que está bastante lejos, hasta el final de la calle, donde se tuerce para subir a la colina. No he vuelto a contemplar las puestas de sol. Pero iré cuando llegue la primavera. El invierno es la noche y la oscuridad. Cuando me despierto todavía está oscuro, y en seguida se hace de noche otra vez. Días cortos y odiosos. Me gusta el sol. No podría vivir en Suecia, en Holanda. Gabriela, me dice Miguel, cada clima tiene su belleza. Estoy deseando ir a Alaska y quedarme allí algún tiempo. La nieve es maravillosa, Gabriela. Nos iremos los dos y daremos un paseo en trineo, ¿te parece? Miguel me trata como a una niña. Me cuenta historias como las que yo le contaba a él. Tienes que dejar de hacerte la enferma y la anciana, me dice. Eres joven. Y tenemos muchas cosas que hacer juntos. Las mentiras no me engañan, pero el amor de Miguel me reconforta. Le adoro, como al sol. Es el sol que necesitaría todos los días y a todas las horas de mi vida.
Hoy no pienso levantarme, Antonia. Nubes y más nubes. ¿No lo ves? Me quedaré durmiendo, calentita, tranquila. Cierra la puerta y vete a hacer tus cosas. Déjame en paz.
La vejez es una brumosa disposición ante todo. Una repetición borrosa de las sensaciones pasadas creyendo que las vivimos otra vez. Un suave escepticismo. Un obsesivo deseo de bienestar físico. No te lo estoy explicando, Juana. Lo siento y es suficiente…
Los inviernos en el pueblo aquel perdido en la montaña, aquéllos sí que eran duros. Consumía velas para leer en la cama, no había luz eléctrica. Sólo un candil en la cocina, y se hacía de noche a las tres de la tarde. ¿Finlandia?, dice Miguel. Aquellos pueblos eran peor. ¿Qué se puede hacer sin luz? Se pueden desgranar mazorcas de maíz. Se pueden devanar madejas, hacer punto, contar historias. Todo esto es a la luz de la lumbre. Pero ni siquiera en mi caso. La mujer que me alojaba vivía sola y apagaba el fuego y el candil temprano, para ahorrar. Yo entraba en mi habitación, un refugio helado, miraba por la ventana y sólo veía el blanco de la nieve, la única luz que iluminaba el paisaje. Medias gruesas de lana, jerséis, chaquetas, gorros de punto que mi madre tejía para mí, todo era poco para meterse dentro de la cama. Me tapaba hasta los ojos, me encogía sobre mí misma y el ladrillo envuelto en telas viejas, que mi patrona había calentado en el hogar de la cocina, iba cambiando de sitio, arriba, abajo, para añadir un poco de calor a las sábanas. Y al otro día, la escuela, los niños ateridos, los sabañones de los niños, los catarros de los niños. Los reunía a todos en círculo al lado de la estufa, que tiraba mal pero que daba una ilusión engañosa de calor. Los niños, sonrientes y helados, me miraban esperando mi palabra, la propuesta de un trabajo, la narración de una historia real: cómo viven los esquimales, cómo se llaman sus casas, dónde está situado su país…
Antonia llega agitada: Está nevando, doña Gabriela, está nevando. Me levanto, me acerco a la ventana cerrada. Unos copos, menudos todavía, golpean el cristal. La pradera del jardín se está cubriendo de una capa blanca. Una alegría infantil me sacude. Atiza bien la chimenea, Antonia. Sube el termostato de la calefacción. No dejes salir a Crazy. Y prepárame una taza de leche muy caliente con azúcar y unas gotas de coñac. Está nevando como en mi juventud en aquel pueblo perdido entre las montañas. ¿A quién podría leer hoy Una invernada entre los hielos…?
Me fatigo de leer con luz artificial. Me duelen los ojos. Los cierro y descanso. Juana se empeña en traerme una televisión. Juana, le digo, no la he querido cuando estaba bien, menos cuando he empezado a estar mal, quiero decir a ver peor, a cansarme antes. Si no puedo leer, tampoco puedo estar mirando la pantalla horas y horas, estúpidamente…
Sergio me envía libros de historia y biografías. Sabe que me gusta ese tipo de lectura. Juana me trae novelas. Juana la novelera. Desde pequeña andaba a la caza de los cuentos fantásticos, las novelas románticas, los libros que la transportaban a ambientes exóticos, islas, mansiones donde transcurrían las vidas de unos personajes atractivos que un día se veían golpeados por la tragedia. Yo siempre he vivido con los pies en la tierra. Por eso me apasiona la historia con mayúscula, la vida, con mayúscula, de las personas que han hecho algo importante. Las novelas de la adolescencia las dejé atrás en seguida. La novela, la parte de novela que me toca, la he vivido y no necesito escaparme a mundos imaginarios. Bastante tengo con mis recuerdos buenos y malos pero que parecen, algunos, arrancados de una de esas novelas de amor y sufrimiento y más amor. Bastante tengo con mis insomnios que me llevan sin querer al mismo punto: la historia y la novela de mi vida.
En febrero busca la sombra el perro, decía mi madre cuando un sol débil acariciaba la tierra. En febrero aumentan las horas de luz, pero todavía es invierno. Todavía es tiempo de asar castañas en el horno para comerlas mientras se juega al parchís o a las damas, en la cocina con la gran chapa encendida y el agua hirviendo en una enorme marmita de hierro. Recuerdos y recuerdos. Pero ¿volver atrás? Nunca. Mejor cada cosa en su sitio. Esto aquí y aquello allí. Nada de repetir lo vivido. Sólo el hoy es fresco y verdadero. Lo que queda atrás es una sombra, un reflejo mortecino de instantes gloriosos, una suave reminiscencia de los dolores pasados. Un montón de hojas secas que han perdido el olor y el color y la sedosa textura de la primavera. Crazy, ¿me escuchas?
De pequeña, Juana era preciosa. Carita redonda, ojos inteligentes, siempre alegre. Su padre la adoraba, con esa adoración un poco distante de la paternidad. Juana quería mucho a Ezequiel. Se lanzaba a sus brazos cuando llegaba, le hacía preguntas, le contaba historias en su lenguaje que cada día avanzaba un poco más. El padre hacía grandes planes para ella. Era la única ambición personal de Ezequiel: Juana educada, Juana políglota, universitaria, viviendo en una gran ciudad. Juana y todas las Juanas de España, decía a veces queriendo extender sus sueños a los demás. Juana decía que sí, movía la cabeza arriba y abajo y asentía sin palabras conducida por el fervor del padre. Eran sueños imposibles de imaginar para una niña de cinco años, pero hermosos en la voluntad del padre. Yo era realista. La niña lo primero que va a hacer es aprender a leer, ¿verdad, Juana? Y ella también decía que sí, que ahora mismo. Le encantaba jugar con las letras y aprendió a leer casi sola, antes de la edad que yo consideraba adecuada en mi programa escolar. Era el curso 1935-1936. El 14 de abril Juana había cumplido cinco años. El 18 de julio se quedó sin el padre y sin los sueños del padre.
Le he preguntado a Juana: ¿Y Amelia? Ella se ha quedado mirándome como si hubiera oído algo inesperado y extraño. ¿Amelia?, ha repetido. Tu amiga, tu querida Amelia… Al empezar la guerra y trasladamos a vivir a la ciudad, su primera amiga había sido Olvido, una vecina de la casa. Pero la más querida fue Amelia. La conoció un día cuando empezó a asistir a la escuela nacional en que yo la inscribí. Amelia, la hija de los farmacéuticos, con su hermosa casa en las afueras de la ciudad, que acogieron a mi hija con todo el cariño y que un día me presentaron, en su casa, a Octavio… Juana parece despertar de un ensimismamiento. Estoy segura de que en ese momento su cabeza estaba muy lejos de mí y de mi pregunta. Ha parecido despertar en seguida y ha dicho: Claro, mamá, Amelia… Hace mucho tiempo que no sé nada de ella. Vive en el campo. Se casó con un veterinario, ya te lo dije. Tiene tres hijos y parece feliz…
Observo que Juana está muchas veces ausente. Cuando está conmigo, piensa en sus cosas. Sobre todo, creo yo, piensa en la política. A Ezequiel le hubiera gustado saber que ella está afiliada al Partido Socialista y que tiene una parte activa en la lucha política. Las visitas frecuentes que me hace últimamente deben de ser un problema para ella. Le digo: No vengas tanto. Te avisaremos si algo va mal… Pero ella no está tranquila si no me ve. Necesita observarme y comprobar mis sucesivos deterioros. Con tristeza y también, a veces, con cierta esperanza de que los deterioros se precipiten. Mamá, estás loca, me dijo un día cuando yo sugerí que no era necesaria para nadie y por lo tanto sería deseable que no tardara mucho en llegar el final… Mamá, estás loca… ¿Estoy loca? Quizás.
Merceditas me escribe y yo le contestaré cuando tenga fuerzas para hacerlo ordenadamente y contarle cosas de cada uno de nosotros. Siempre dice que un día vendrá a España. No acabo de creerla. Parece feliz, pero, al escribirme, estoy segura, se conmueve y el recuerdo de su padre se extiende entre las dos, como un puente secreto de comprensión y melancolía. Las cartas de Merceditas: Tía Adelaida bien, tío Ramón y Luisa, bien. Remedios casi ciega pero sigue opinando y dando órdenes por la casa. Se queda dormida en cualquier sitio pero no quiere dejar de trabajar, de dirigirlo todo, como cuando tú estabas…
He tropezado con la alfombra en la que duerme Crazy y he caído de rodillas. Crazy me lame, aúlla suavemente, se queja. Nadie acude. La enfermera duerme. No puede estar despierta noche y día. Me levanto como puedo. Parece que no me he roto nada. No recuerdo por qué me he levantado de la cama. Miro el reloj. Las cuatro y media. Noche cerrada. Creo que soñaba con buscar algo. Pero no sé qué. Subo a la cama con cuidado. No me he roto nada, tranquila, digo no sé a quién. Tardo mucho rato en dormir de nuevo. Mis temores se van cumpliendo. Pero no me he roto nada, todo va bien, Juana.
Lo primero que le pregunto a Antonia cuando llega con el desayuno es: ¿Quién me ha quitado la música? ¿Qué música?, pregunta ella a su vez. La música aquella que le gustaba a Octavio… Se encerraba en el despacho y oía música. Conciertos. Sinfonías. Ópera. A mí, lo que más me gustaba era la ópera. Yo tenía la música en mi cuarto. Seguramente se la ha llevado Juana. La he oído tantas veces. Ahora que empieza la primavera, quiero oír música. Y sentir el perfume de las flores. Las dos cosas me recuerdan México. En los pueblos con nieve no huele nada, Antonia. En los pueblos con carbón, huele a carbón. Llama a Juana y dile que me devuelva la música que me ha quitado… Pronto olerán las lilas y el jazmín y los nardos. Pero hasta el verano no volverá a despertar el galán de noche. Quiero oír otra vez la ópera, quiero que suene alta, que lo llene todo. La ópera hay que escucharla alta. La otra música no. El piano, la cuerda, suaves. Las sinfonías, ni altas ni bajas. El órgano en la catedral, alto, y las voces del coro, sonoras… Díselo a Juana. La música era de Octavio. No era de ella y tampoco mía. La música la trajo Octavio a nuestra vida…
Decía mi madre: No gastes más de lo que tienes. Ayuda a quien te necesite. Limpia bien tu casa, tu cuerpo, tu pelo. La casa de mi madre brillaba. Olía a cera, a jabón, a lejía. Todo limpio, el alma también. Y mi padre: La justicia sobre todas las cosas. El camino recto. No te desvíes ni un milímetro. Morir con la conciencia tranquila. Y vivir con la cabeza alta. De religión no me hablaba ninguno de los dos. Pero nadie era más rígido ni más severo que ellos en sus costumbres, en sus comportamientos consigo mismos y con los demás.
Ahora que Juana viene con frecuencia, la siento más lejana que nunca. ¿Soy yo o es ella la causa de esta lejanía? No me cuenta muchas cosas porque sabe que no me interesan. No me pregunta ella tampoco. Sé que no le importa lo que pienso, lo que siento, lo que me atormenta. Repite siempre el mismo estribillo machacón: ¿Te duele algo? ¿Comes bien? A veces le contesto sí o no. Pero si guardo silencio acude a Antonia, que no es mucho más explícita. Qué le voy a decir, su madre está lo mismo que ayer o antesdeayer, cuando usted vino… Nos vengamos la una de la otra. Yo me niego a tranquilizarla. Ella se niega a tratarme con cariño. Quiere datos concretos, de fichero médico: temperatura, tensión, comidas. Lo quiere controlar todo, para que su papel de hija no tenga fallos. Pero no me pregunta por la verdadera enfermedad que padezco: la soledad. Tú la has buscado, me diría si le gritara la verdad. Juana, si no te importo, ¿por qué lloras? Llora cuando se cree que estoy dormida, o cuando Antonia mueve la cabeza a los dos lados desde el umbral de la puerta, como dudando de mi buena salud. No se lo digo a ninguna de las dos. Lo único que me duele es la soledad.
Crazy también se aleja de mí. Pasa muchos ratos tumbado a mi lado, pero se da cuenta de que ya no soy la misma que lo sacaba a paseo, le daba de comer, le hablaba siempre, unas veces con palabras, otras sin ellas. Me parece, cuando lo observo, que está triste. Suspira de vez en cuando. También él duerme mucho más que antes.
Hay días que me despierto con energías. Quiero levantarme en seguida, salir al jardín, dar un breve paseo por la calle. Hablo con Antonia. Le pido un plato especial. Le ruego que me arregle bien el pelo. Quiero vestirme. Tiro la bata que se ha convertido en mi prenda favorita. Vamos, Antonia, estoy mucho mejor. Ella sigue moviendo la cabeza. ¿No me ve? ¿En qué piensa esta mujer? Todos los que me rodean son un poco enemigos. La enfermera, la primera. Sólo me utiliza para hacer sus pruebas y pasárselas al médico: temperatura, inyección, pulso. Es verano. Hace calor. Quiero salir a la calle. A cualquier calle. Quiero ver a la gente vivir y estar contenta de vivir… Hoy Juana no ha venido y no me puede ver alegre…
Toda la noche he estado pensando en la cara de mi madre. Pero no puedo verla. Sólo algún rasgo suelto; la cara no. Se me escapa y no puedo retenerla…
Del despacho de Octavio se pasaba a una gran estancia: la biblioteca. La biblioteca la había heredado Octavio de su abuelo materno, un hombre muy interesado en la investigación histórica. Había libros valiosísimos. Las estanterías llegaban hasta el techo. Por una escalera de caracol se subía a un balconcillo que se extendía a lo largo de tres paredes. A Juana y Merceditas les gustaba subir allí y tocar los lomos de los libros que olían a cuero seco y antiguo. Desde el suelo hasta el balcón, los armarios con puertas de cristal encerraban los ejemplares más raros y valiosos. Libros en varios idiomas que procedían de aquella herencia familiar lo mismo que la cama con dosel de nuestro dormitorio, la mesa y la sillería del comedor, los aparadores y consolas, los espejos de marcos trabajados, la lámpara de cristal y bronce. Las maderas eran nobles: caoba, palosanto, cedrina.
Había una habitación que permanecía amueblada, pero nadie la ocupaba. Era la habitación de matrimonio de Octavio y su primera mujer, y me la enseñó el primer día como el resto de la casa. Me estremecí al imaginar a los dos en aquella cama o en aquella chaise longue, o a ella mirándose en el espejo del tocador, arreglándose para Octavio. Todo estaba como lo podía haber dejado la ausente al salir para un viaje. Sobre una mesa había una fotografía de boda que apenas contemplé. Octavio cerró las contraventanas, volvió a correr las cortinas y el cuarto desapareció en la penumbra.
Me pregunto: ¿Quién abrirá nuestro dormitorio para enseñárselo a alguien?
Tengo miedo. Hay alguien en este cuarto, mirándome. Se acerca a mí, me toca, quiere envolverme en las sábanas. ¡No!, grito. No es un sueño. Estoy despierta. Se enciende la luz y la enfermera me agarra los brazos, me dice: Cálmese, cálmese, soy yo. Es ella, la carcelera. La tienen a mi lado todo el día, para que no me escape. Déjeme que la tape. Duérmase. Estaba usted helada…
El día es largo pero la noche es eterna. Estoy sudando. Me quiero levantar, sentarme en la butaca. Pero no me dejan.
Oigo a Juana cuchichear con Antonia. No es Antonia, es Sergio. No es Sergio, es un extraño, un médico. Oigo palabras sueltas: la memoria, la mente, pequeños infartos cerebrales. No sé si es día o noche. Juana, tú no te vayas. Que se vaya este hombre… El extraño dice: Si no come…
No como. Las pastillas para dormir me dan sed. ¿Adonde va?, pregunta la enfermera. Quiero ir al baño. Acaba de ir usted. Quiero volver. No se excite. Espere a que la pastilla le dé sueño. Quiero ir. ¿Adonde? A la calle. A la calle no, me contesta.
Si te portas bien vendrá Miguel a verte, dice Juana. Si estás tranquila te devolveremos a Crazy. Me lo han quitado. ¿Lo habéis matado?, digo. No, mamá. Le pones muy nervioso. Quiso atacar a la enfermera porque le gritabas. Tienes que calmarte. No puede ser. Todo lo que me decís es mentira. Pero no sé lo que me ha dicho Juana. Sólo sé que ha dicho: Miguel. Miguel, murmuro, Juana me besa en la frente. Reconozco sus labios, Juana me dice: Miguel vendrá a verte esta tarde. Se va a América. A Ecuador y luego a México, a visitar a su padre. Y a Merceditas, le digo, y a Octavio. Mamá, ¿qué dices?, me grita Juana. A Octavio, sí, a Octavio. ¿Quieres decir a Octavio, el niño de Merceditas? Quiero decir Octavio…
Miguel llega, me abraza: Abuela, me voy a México, pero volveré en seguida… Volverás tarde, digo. Volveré pronto, replica. Volverás tarde, insisto. Mamá, no llores. Si lo sé, no le dejo venir. Miguel me besa la mano. Va a México a ver a Octavio…
La enfermera me viste. No quiero salir. Me viste. Me sienta en la butaca. Sobre la cama hay una maleta. La va llenando de ropa. ¿Adonde vamos? Juana siempre habla de París. No quiero ir a París. Llega Juana. No he oído el coche, pero es Juana. Oigo sus pasos en la escalera. Mamá, vamos a ver a un médico muy bueno que te va a poner fuerte y bien. No quiero la maleta, le digo. Sí, mamá. Vas a quedarte allí unos días para que te hagan todas las pruebas… Mejor en la residencia del viejo. Mejor en El Paraíso. Juana dice que no, que me lleva a una clínica muy buena. Pero mejor aquella tan cerca de casa. No quieren dejarme ni un trocito de Paraíso…
Me muevo en un laberinto de barras colocadas de tal forma que en todas partes se puede encontrar una a la que agarrarse. Desde mi ventana veo el letrero en el ala central: Clínica Geriátrica. El timbre está en la mesilla, a mi lado. Es un cuadrado grande con un punto de luz en el centro. La cama es baja y la colcha hace juego con las cortinas: un estampado de flores de colores alegres. La puerta se abre y una enfermera vestida de verde claro me da una pastilla con un vaso de agua. No la tomo. Me sujeta con energía, me tapa la nariz, me introduce la pastilla en la boca abierta. Luego me inclina un poco hacia atrás y me hace tragar el agua. Me da un golpecito suave en la cara y se va.
La cena llega en una bandeja. Sopa, croquetas, fruta, agua. La camarera, vestida de blanco, se va. No viene nadie a ayudarme para entrar en la cama.
Me despierto sobresaltada. Oigo gritos. Una voz aniñada, quejumbrosa: Mamá, mamá. Alguien se mueve por el pasillo. Los gritos siguen durante un corto espacio de tiempo. Luego cesan. Una puerta se cierra muy cerca. Alguien entreabre la mía un momento. Se va.
Sueño mucho, pero cuando despierto no recuerdo nada. Los sueños se han atropellado unos a otros, se han enredado entre sí y no logro recuperar el hilo de ninguno. Había muchos colores. Los colores se movían de un lado a otro y yo decía: Es un tiovivo o una cesta de flores mexicanas, de papel. Una niña mueve la cesta de un lado a otro, por eso se mueven los colores. La niña no es Juana ni Merceditas. Es una niña india. Aparece la enfermera en el sueño y le dice al doctor: Esta señora no habla. El doctor mira sus notas. Sí, habla. Está equivocado. Esta señora hablaba al principio, pero ya nunca más ha vuelto a hablar.
Me suben, me bajan, me traen, me llevan. Me sientan en una terraza soleada, desde la que se ve la sierra al fondo. El sol está tan bajo que, si aguanto un poco, veré cómo se oculta. Muy cerca hay un anciano envuelto en una manta y sentado en una silla de ruedas. Tiene la cabeza hundida en el pecho, no se molesta en mirar el paisaje. La enfermera llega en el momento en que el disco solar se escabulle entre las dos montañas. Me agarra del brazo y me conduce. Anda usted muy bien, dice. Lentamente recorro el larguísimo pasillo hasta mi habitación. Tiene un número. Un 28. Tengo que recordarlo por si un día me pierdo.
Más temprano que ayer se oye el grito de la desesperada. Mamá, mamá. La madre de esta anciana no puede oírla ya. Me gustaría decírselo, convencerla de que no insista. Pero yo no trabajo con viejos. Yo trabajo con niños, que no llaman a su madre porque son felices conmigo.
No sé cuánto tiempo hace que estoy aquí.
Me han hecho muchas pruebas. Cascos en la cabeza, correas por el cuerpo, pinchazos, preguntas. No contesto a nadie. Desisten en seguida.
Me han puesto una manta más gruesa. Empieza el otoño, doña Gabriela, y no hay que fiarse. Es una chica joven y risueña. Esbozo una sonrisa de simpatía. Ella responde con otra.
Si no hubiera nacido, si no hubiera crecido, si no hubiera tenido una hija, si no hubiera ido a México. Si no…
Busca en el armario y me ayuda a ponerme un vestido de lanilla gris y una chaqueta de lana también gris. Tiene visita, dice la chica risueña. Me cepilla un poco el pelo, me echa colonia: Vamos. Bajamos en el ascensor y, de su brazo, me dirige al rumor que se levanta al fondo, en la cafetería. A los dos lados del ancho pasillo hay barras gruesas y, cogidas de ellas, avanzan algunos hombres y mujeres, en una forzosa fila india. Van encorvados, silenciosos. Uno se detiene y se pone a hablar solo. Juana está sentada a una mesa. Está fumando. No es Juana porque ella no fuma. Se levanta. Sí, es Juana.
Juana viste de negro como si viniera de un duelo. Pero no. En seguida aclara: Tengo una cena luego. Me fijo en el traje un momento. Es un bonito traje negro y está guapísima.
Si sigue así, si no come, va a ser difícil todo, dice el médico. Le oigo aunque estoy mirando frente a mí. Observo una mancha en lo alto de la pared de enfrente. Tiene forma de perro. Pero no de Crazy. De perro pequeño. El médico sale de la habitación.
Me miro las manos delgadas, huesudas, inmóviles. Si pudiera hablar le diría a Juana: ¿Por qué me habéis sacado de casa, por qué me habéis separado de Crazy, por qué no dejáis a Miguel que venga aquí? Miguel sigue en México, me recuerda Juana como si leyera en mis ojos. Parece cansada, tiene un gesto amargo. Juana, hija mía.
Sergio no viene. Ni Alejandro. Ni Octavio. Ni Ezequiel. Los hombres son cobardes y no quieren contemplar el dolor de los demás.
Juana, hija mía…
Llueve. Nadie puede salir a la terraza porque llueve. La muchacha risueña me dice: Usted sí que es buena, no como la del 38, que se nos escapó ayer. Cogió la puerta, y luego, a hacer autostop hasta Madrid, ¿qué le parece?
Duermo mucho, mucho. Los sueños ya no son de colores, son oscuros. Siempre estoy hundida en el fondo de algo sofocante y negro. Sólo una vez, una mano trató de sacarme a la luz. Cuando emergí del todo me di cuenta de que la mano era de Antonia. Antonia me ha liberado del pozo de los sueños. Está delante de mí y me da un paquetito envuelto en papel de aluminio. Un bizcocho de los que le gustan, doña Gabriela… Sonríe un poco, poco. Se va en seguida. Pobre Antonia.
Juegan al parchís en una sala cercana a la cafetería. Viejos y viejas. Me han obligado a bajar, para que pruebe mis fuerzas. Me han sentado en una mesa. He dado la vuelta a la silla y he quedado de espaldas a la mesa, al parchís, a los viejos.
Muchos no pueden moverse o han olvidado cómo se anda. Los ascensores siempre van llenos de sillas de ruedas. Si te descuidas, te aplastan.
No puedo comer. No sé por qué, pero no puedo tragar. Creen que lo hago a propósito y no es así. Es que no puedo. Tampoco puedo hablar. Iba a decir: Miguel, pero no pude articular palabra.
El doctor me pregunta: Nombre, edad, dónde vivo, cuántos hijos he tenido, y luego contar del 1 al 20, la capital de España…, preguntas ociosas para ver si razono. Aunque no las decía, pensaba las respuestas. Sólo fallé una. Cuando me dijo: Soltera, casada, viuda. No podía encontrar la respuesta correcta. Soltera, no. Pero casada o viuda… Será dos veces casada y dos veces viuda. No sé cuál es la respuesta.
Hay perros que van en busca de su amo kilómetros hasta que encuentran su rastro. ¿Dónde está Crazy?
Nos encierran con llave para que no nos escapemos. Mi vecina ha venido a visitarme del brazo de la chica risueña. Cuando me ve, se abalanza hacia mí, se inclina sobre mí, casi se cae. Me coge las manos y dice: Mamá. Luego repite en un tono más alto: Mamá. Y no suelta mis manos. ¿Le recuerdo a su madre? Grita: Mamá, mamá, mamá. La chica que la acompaña, asustada, trata de llevársela. Pobre huérfana…
Las enfermeras no son monjas pero hablan mucho de Dios. Tenga paciencia y Dios la ayudará. Que Dios no nos dé todo lo que podamos aguantar. Dios nos espera con los brazos abiertos. Si yo pudiera hablar les diría: Los que creen también tienen miedo. Miedo a perderse y no encontrarse con los seres queridos en los distintos departamentos del cielo.
Ha llovido todo el día o dos días enteros o muchos días. No lo sé. El otoño es triste. Era triste en los pueblos que conocí, triste en la guerra. Los pobres del frente se mojan, decía la gente. Empapados en las trincheras. Y los muertos sin enterrar. Los de la carretera, también. Los de las cunetas, también, empapados de agua sin nadie que les entierre.
La camarera dice: ¿Cómo está, doña Gabriela? Coma esto, que es comida de niños. Blandita, sabrosa… Pero no puedo tragar. Me dice: Va a haber que ponerle un gota a gota para que se alimente.
Se está bien así, floja, quieta. Medio dormida, medio despierta. Estoy no sé ni dónde, pero estoy bien. Como en la playa aquella del pueblo mexicano. Decía Octavio: Da gusto dejarse ir, quietos en el agua caliente. Qué maravilla quedarse para siempre así… Y Octavio, ¿dónde está? Se ha marchado pero no sé adonde. Parece que le oigo venir por el camino. Oigo los cascos del caballo. ¿Con quién viene? No lo sé.
El transistor pasa por mi puerta. Suena muy alto. Una voz sonora está diciendo: Os prometo que todo en nuestro país va a cambiar. Una reforma general, un mundo más justo para todos vosotros… Algo en el hilo del discurso me hace revivir la radio aquella de Los Valles, los entusiastas mensajes de la República. Moriré con el sueño de la República. Le he dicho a Miguel: ¿Lo recordarás tú, siempre? Juana se impacienta. Claro, mamá, Miguel conoce tus sueños, Miguel los recordará… Miguel, ¿qué República, qué sueños?, me pregunto entre nieblas.
La enfermera me trae una taza de caldo. Intenta que la tome con una paja. No puedo tragar. Doña Gabriela, tómese el caldo que tiene usted que ir a votar. Se tiene que poner fuerte, que ya falta muy poco… ¿Muy poco para qué? La enfermera parece contenta. Pero no puedo tragar. No insiste. Se va.
La puerta se abre y detrás de la chica risueña que viene a arreglarme la cama asoma una cara arrugada y sonriente. Una vieja que no conozco. Vivirá en El Paraíso, ahí al lado, y se habrá colado en casa sin que se dé cuenta Antonia. La vieja sonriente dice: Me van a venir a buscar. La chica sonriente le contesta: Ya, ya, ya lo sabemos. Todos los días la vienen a buscar, pero váyase a su cuarto que cuando vengan no la van a encontrar… La cabeza desaparece. La chica risueña me dice: Siempre está con ese disco: me van a venir a buscar. Qué más quisiera…
Dolores no, dice el doctor… Más que una enfermedad, es una negativa profunda ante todo. Pero eso tiene que ver también con su estado senil. Es el agotamiento de vivir. Qué quiere usted… La edad no. La edad no es avanzada, pero en esto no hay reglas exactas… Como una vela que se apaga, sí, como un fuego que se apaga. ¿De quién hablan? ¿Con quién hablan?
Despierto en el silencio de la noche. No se oyen ruidos y está oscuro. Sólo la lucecita que está siempre encendida como un farolillo en una calle larga y desierta… Ahora lo veo todo claro. Nunca saldré de aquí. Me voy a morir. Mis padres eran más jóvenes que yo cuando murieron. Mi historia se va cerrando. Morir es lo último que puede sucederme. Fin del capítulo.
No sé en qué día vivo pero sé que es octubre. La enredadera de la tapia estará roja. Crazy se tumbará al sol del otoño, pensará en mí a su manera. Notará mi ausencia. Se lo llevará Juana cuando yo muera. Miguel no, porque Miguel nunca está quieto. Juana o Antonia. Lo harán por mí.
Morir es despedirse de uno mismo. Eso es lo peor de morir. Dejar de hablar con uno mismo para siempre jamás.
Juana viene cuando puede, pero puede pocas veces. Las elecciones, me dice, las elecciones me tienen muy cogida…
Creemos que la muerte es una especie de destierro hacia algún lugar lejano desde el cual sufrimos la tortura del recuerdo de los seres queridos, de los lugares que hemos amado. No queremos aceptar que la muerte es la desaparición total…
El transistor golpea las paredes. Lo haremos…, dice la voz rotunda del transistor: Lo cumpliremos… Se oyen aplausos. La enfermera dice, desde el pasillo: Ese transistor, don José. La voz se oye más apagada pero continúa sonando.
De toda mi vida volvería a tres momentos. Uno, Guinea, con mis niños negros, la escuela de la playa, el calor. Y Émile todas las tardes, Émile los días libres. Otro, el día que nació Juana, el día que llegó la República. Y luego México, con Juana niña y el amor de Octavio que transformó mi vida. El calor de los días y el aroma de las noches. Y nada más…
No estoy a solas casi nunca. Siempre entra y sale alguien en la habitación. Médicos, enfermeras, camareras. Pero no me acompañan. Invaden mi intimidad, me despiertan si duermo o me duermen a destiempo. No me dejan descansar, ni pensar. He entrado en un mundo lleno de agujeros por los que se escapan las ideas, los recuerdos, los proyectos. He entrado en el vacío de las compañías no deseadas.
Muchos comen en el comedor. Yo he dicho desde siempre que quiero comer en mi habitación. Hace mucho tiempo que como sola y no podría soportar comer con todos esos viejos extraños. Como sola, pero no como, eso es lo malo. Lo malo es que no puedo tragar, ni sola ni acompañada.
Me han encontrado dormida en el suelo, al lado de la cama. No puedo explicarme por qué. No recuerdo si intenté bajar y no pude subir o si me caí en medio de un sueño.
Me tienen aprisionada en la cama con una botella de líquido colgada y una aguja en la vena. Como no hablo creen que no oigo, o que si oigo, no entiendo lo que dicen. Pero se equivocan. Oigo y entiendo al médico: Lo peor no es la cabeza, lo peor es la absoluta desnutrición. Lo que hayan metido en la botella entra en mi cuerpo y me siento más viva, más despierta. Yo creo que el mutismo es psicosomático, dice el doctor ya en la puerta. Se lo dice a Sergio. Y le oigo.
Cuando te pongas bien te vamos a hacer un homenaje, dice Sergio. Hoy ha venido él. Juana no puede. Me coge la mano libre, la que no corresponde al brazo de la botella. Porque gracias a ti y a gente como tú… Muevo con toda la fuerza que puedo la cabeza. No, no y no. Los homenajes son para los muertos. Como Ezequiel. ¿Y quién le ha hecho a él un homenaje?
El líquido de la botella me hace volver a soñar. O a recordar lo que sueño. Juana es pequeña y llora. No me dejes sola, mamá, tengo miedo. Yo la cojo con el brazo libre de agujas, la aprieto junto a mí. El olor es el de Juana. Reconozco su perfume de ahora. Le digo: Yo también tengo miedo. Pero no va a pasar nada. Se habían llevado a su padre detenido, después de la voladura del puente aquel. Y ella lo sabía, aunque no lo entendía. Era el año 1934. Juana tenía tres años, y yo, treinta.
Remedios, Marcelina, venid, Regina, Antonia, si no me hubierais abandonado, yo no estaría así, como me veis. Si estuvierais aquí y me ayudarais a levantarme… Porque yo sola no podré moverme nunca más… Me falta una mujer. No la encuentro. Cómo voy a encontrarla si se ha muerto. Mi madre. Mamá, mamá. No grite, por favor, doña Gabriela.
Pienso mejor ahora. Como si el líquido ese me llegara al cerebro. Pensar, ¿para qué? Pensar me lleva a recordar. No quiero recordar. He pasado más tiempo recordando que viviendo. Por lo menos eso me parece a mí.
Hoy hace sol. Entra un rayo por la ventana y va directo a los pies de la cama. Se detiene en el borde de la mesa frente a mí.
El piso está silencioso. Los que pueden moverse estarán en la terraza o en el jardín interior. A ese jardín dan las ventanas de algunas habitaciones. Es un cuadradito pequeño con plantas y una fuente con surtidor en medio. Sale un chorrito de agua del surtidor. Se oyen voces de las habitaciones, quejas, gritos. Hay cuatro bancos en tomo al surtidor. Todos miran a la fuente. Si te sientas ves el agua y los bancos de enfrente, ocupados por prisioneros como tú, que piensan o no piensan y se dejan ir.
Quiero dormir. Quiero que cierren la ventana para que no entre la luz. Toco el timbre. Entra en seguida una enfermera. Le señalo la ventana y le indico con un gesto que la cierre. Primero la pastilla, doña Gabriela, y luego puede dormir… Está mejor. Se le nota en los ojos. Le brillan más que estos días atrás. Estos días, ¿cuántos? Nadie contesta mi pregunta porque no la formulo. Sólo me la digo a mí misma.
Cierro los ojos. El sueño va llegando, las ideas me bailan, estoy aquí pero al mismo tiempo estoy en otra parte y no sé dónde. Aquí o allá, qué más da. Quiero estar como ahora, vacía. La cabeza tranquila y la mente en blanco. Qué paz…
Se abre la puerta. Se cierra. Murmullos de voces conocidas. No sé quiénes son. El silencio de nuevo. Se han ido. No puedo pensar. Quiero dormir.
Por el pasillo se pasea el transistor. Se oye una voz clarísima que dice: Lo conseguiremos, y España será libre de verdad…
El transistor es de alguien que camina despacio, tarda en llegar al final del pasillo. El que habla o discursea es un político. No recuerdo su nombre. Estoy medio incorporada en la cama, pero sigo prisionera de la botella y la aguja. Cada poco pasa alguien, entra, mira el líquido, sonríe. Y se va a otras habitaciones. No saldré nunca de aquí. Por mucho que este líquido haga milagros, por mucho que mejore, nunca me moveré de este cuarto…
Tengo que decirle a Juana que recoja todas las cosas de mi cuarto, los papeles, los documentos, las fotografías. El cuarto sigue como estaba, mamá, dice Juana, ya lo recogerás tú cuando vuelvas. Si vuelvo…
Tengo que esperar a que vuelva Miguel. Ha ido a ver a su padre, me dice Juana cada vez que viene. Ya lo sé… Tengo la cabeza tan clara en este momento que podría recordar palabra por palabra lo que me dijo Alejandro cuando me despedí de él. Cuida del niño, Gabriela. Háblale de mí, que no me olvide. Que me venga a ver. ¿Y tú no irás nunca a España? Creo que no, me dijo, creo que no…
Si yo no hubiera venido, no estaría en esta cama. La cabeza clara me dice: A lo mejor no estabas ya en ninguna parte. ¿Hubieras vivido estos años sin Miguel y sin Juana? Volví cuando tenía que volver. Se cumplió el plazo para la esperanza. No me arrepiento, Alejandro. No me arrepiento ¿de qué? Me he distraído y me he perdido. El rayo de sol se ha esfumado. Estaba sobre mi cama y se fue corriendo hacia la puerta, hacia la mesa frente a mí. La lluvia suena en los cristales. El rayo de sol no está ahora aquí. Fue ayer, hace unos días. Era un rayito fino y polvoriento… Juana no viene nunca. O estuvo ayer, como el rayo de sol, y no me acuerdo. Quiero dormir un poco. Luego volveré a ver las cosas claras. ¿Qué cosas? ¿En qué pensaba hace un momento? He abierto la mano y se me ha escapado el hilo de la cometa, playa adelante. El hilo de la cometa será de Miguel. No importa de quién sea. Quiero dormir.
Ha muerto una mujer de este piso. ¿La que gritaba mamá? Fue al anochecer. Se oían pasos apresurados, la camilla rodando por el pasillo adelante. Llamarán a su casa y dirán: Lo siento mucho. Su madre… Ellas, las camareras, ordenarán el cuarto vacío…
Eso ustedes verán, dice el médico. Nosotros más ya no podemos hacer, pero sería mejor para ella y para ustedes esta asistencia médica permanente, este cuidado. Le aseguro que en casa… No puedo hablar, pero escucho y oigo. Me gustaría que miraran hacia mí para que vieran que digo, con la cabeza: No. ¿No a qué? ¿A irme o a quedarme? No lo sé.
No puedo abrir los ojos. Las pestañas me pesan. Son de plomo. No, las pestañas no. Lo otro. No sé cómo se llaman pero pesan. Oigo la voz del médico. Nadie contesta a sus palabras. Una mano fresca me acaricia la frente. El frescor de ese roce alivia el peso de los párpados. Los párpados. Qué palabra tan rara y tan fácil de olvidar. Abro los ojos. Es Juana. Con una mano me acaricia y en la otra tiene una rosa roja. La aprieta con el puño cerrado. Me dice, en voz baja: Hemos ganado. Tiene los ojos brillantes de lágrimas. Quiero decirle: Cuidado, Juana, con esa rosa. No la aprietes tanto. Tiene muchas espinas. No puedo hablar y Juana no puede adivinar lo que pienso. Deja la rosa sobre el embozo de la sábana, cerca de mi cara, y se va. Es una rosa hermosa, pero no tiene olor. No es como aquellas rosas que cultivaba mi madre, rojas, rosadas, amarillas.
La cama rueda por el pasillo. La cama entera. La música rueda también. Pasillo adelante, escaleras abajo. La cama ha entrado en el ascensor. Ha salido. No sé adonde me llevan. Por los pasillos de mármol, por el jardín de la fuente. La música es la música de Octavio. La música del teatro con Octavio. El teatro de la Ópera, aquel día en que alguien le dijo: La has metido en casa, ya lo sé. ¿A quién? No me puedo acordar. De la música, sí. Era la preferida de Octavio. Ese transistor, dice la enfermera. Que quiten el transistor. Niego con la cabeza. Pero nadie me mira: La fuerza del destino era la ópera. La fuerza del destino…
Se va, se va, dice el médico… La música desaparece. No la oigo. No hay nada que hacer. No intentes nada, dice el médico. El médico no puede hacer que la música vuelva. Pero la tengo toda dentro de la cabeza…
Juana, hija mía, Juana…
Las Magnolias, marzo, 1997