Para mí acabó la guerra aquel día de noviembre en que llamó mi hija. Yo estaba en la Hacienda. Llamó Juana. Me sobresaltó como siempre oírla, tan lejos y con tanta claridad. Habíamos hablado hacía pocos días, por eso me chocó más. Mamá, me dijo. Franco acaba de morir. Haz las maletas. Te esperamos… La llamada parecía un telegrama. Estaba expresada en términos de telegrama. Juana estaba nerviosa. Todo tranquilo, sí. Todo tranquilo. Cuando colgué el teléfono me quedé inmovilizada. Había llegado el momento, se había cumplido el plazo que me había impuesto, el plazo que había exigido a mi hija que respetara. El final del destierro. El regreso y también la despedida de México, de la mitad de mi vida. Los amigos llamaron en seguida desde Ciudad de México. Estaban exaltados. Unos reían, otros lloraban. Brindaban con champán por sus cuarenta años perdidos. Por su exilio. Por los que murieron. Yo no estaba alegre. Demasiado tarde. No me sentía con fuerzas para brindar por Ezequiel, mi marido fusilado el 18 de julio, por nuestros sueños rotos, por mi vida truncada. Era el 20 de noviembre y pocos días antes yo había cumplido setenta y un años.
Repasar los recuerdos es como tirar del hilo de un ovillo. La vida es como un ovillo de lana bien enrollado, apretado, redondo. Buscas la punta del hilo escondido, la que está al fondo. La que has dejado suelta para que asome al final. Coges ese extremo y tiras, y suavemente van desenroscándose las primeras vueltas, las que un día formaron el corazón del ovillo. Tiras y tiras. El hilo se desliza por tus dedos, se desliza áspero o sedoso, depende de su calidad. Así la propia vida. Me gusta tirar del hilo, y cuántas veces me canso, me agoto y abandono. Otras, no sé dejarlo. Me produce una exaltación especial sentir el roce de lo vivido entre los dedos. Esas variantes en el efecto de los recuerdos dependen de muchas cosas, hasta del día que hace. Con sol todo parece diferente. Brilla el sol y el hilo corre sin sentir, allá van los momentos alegres, saltan juguetones, ríen entre tus dedos. Pero luego están los días nublados, los cielos amenazadores, la lluvia persistente y monótona, que aísla al mundo de ti y te empuja al último rincón, el más protegido de la casa. Esos días el hilo se desprende de los dedos y ahí queda, abandonado, responsable de sombras pasadas. Detenido en un nudo de la lana o trabado en un punto difícil del recuento.
En esas ocasiones me muevo por la casa, me acerco a la cocina, repaso las provisiones que están a punto de agotarse. Hago listas para la tienda. Ordeno los cajones de la cómoda, tropiezo con la pelota de Crazy. Se la tiro, corre tras ella, me la trae, la cojo y se la vuelvo a lanzar lejos. Sonrío. El ovillo ha quedado abandonado cerca de la butaca, en un costurero imaginario que una vez tuve.
El teléfono suena. Casi siempre suena a la misma hora, hacia las seis. Esa hora señala un hueco entre las dos partes de la vida diaria de mi hija. Marca el final de su jornada de trabajo y el comienzo del anochecer, cuando ella tiene previsto asistir a un concierto, una reunión, una conferencia. Acontecimientos que pueden prolongarse después en horas de charla, discusión o proyectos con los compañeros. Ellos, Juana y su marido, tienen que tomar parte en todo lo que sucede. Tienen que estar informados, atentos, esperar la ocasión para actuar, recibir e interpretar consignas, aceptarlas, rechazarlas, argumentar… Mamá, estamos en el corazón de este gran cambio histórico. Tenemos que colaborar. Es muy fácil criticar sin hacer nada. Hay que comprometerse. Yo asiento y trato de convencerme de que están en lo cierto. Retrocedo en el tiempo a aquellos años nuestros, a aquella España que viví cuando era joven, antes de que el exilio me convirtiera en un fantasma. Todo era distinto entonces, me digo. Mi vida era muy poco complicada. Se trataba de sacar adelante, con nuestro esfuerzo, a un puñado de gentes que teníamos cerca y nos necesitaban. Tu padre y yo perdidos por los pueblos, Juana. Luchando con la ignorancia y el abandono y la injusticia. Enseñando a leer a los chicos y a discurrir por cuenta propia a los adultos…
Juana ha llamado a las seis, como todos los días. ¿Qué has hecho hoy, mamá? ¿Necesitas algo? No Necesito nada. Es primavera. La lluvia ha cesado. El sol asoma un momento antes de iniciar la retirada. Pronto las sombras descenderán sobre el jardín, sobre la calle silenciosa. Los coches empezarán a regresar. Oiré los golpes de las puertas de los garajes al caer. Luego, el silencio. Los vecinos están ahí. Se han encendido las luces que iluminan un ángulo de mi jardín por la derecha. Los otros, los que viven a mi izquierda, llegan más tarde. No dan la luz del porche. Bajan la persiana y se encierran hasta el día siguiente. No salen más que los viernes. Son médicos los dos; deben de llegar cansados. Tienen dos hijos ya mayores que no viven aquí.
Tengo miedo. Así como suena, miedo. El que no tuve nunca. Pero este de ahora no es un miedo a peligros reales. Es miedo a la noche, a la oscuridad. Miedo a la soledad. Porque la verdad es que sola, casi nunca había vivido. Doy veinte vueltas antes de acostarme, recorro la casa, la exploro. El piso bajo es fácil. El salón, el dormitorio de Juana y Sergio, su baño, su salita. ¿Cuánto tiempo hace que no se quedan a dormir aquí? Al principio todo eran promesas. Verás, en cuanto llegue el buen tiempo no nos vas a echar de aquí. Los fines de semana, las vacaciones cortas. Luego, nada. Pero ¿qué fines de semana si no paran? Tan pronto un mitin aquí como una conferencia allá. El dormitorio siempre está vacío. Una ojeada: todo en orden, todo silencioso. Luego tengo que echar un vistazo al cuarto de atrás, al de servicio, la ducha, el lavadero. La despensa, la cocina y ya está. Ahora a subir las escaleras, que a estas horas ya me cansan. El piso de arriba. Mi cuarto, el de Miguel, el de invitados. Los baños. Cuando todo está en orden y me enfrento a la soledad de la noche, el miedo se va adueñando de mí. El que no tuve en Guinea. El que no tuve en aquel pueblo de la mina cuando la revolución del 34. El que no tuve cuando la guerra, ni luego en México. Miedo a los fantasmas de la soledad… El viento golpea los cristales de las ventanas, sacude las ramas de los árboles, silba entre las rendijas de las persianas. El perro levanta las orejas cuando me oye moverme, inquieta, en la cama. Tranquilo, Crazy. El perro. Quién me iba a decir a mí que al final iba a hablar con un perro. Fue idea de mi nieto, regalo de Miguel. Mamá, dijo Juana, cómo te habrías puesto si el perro te lo regalo yo… Y es verdad. Yo que nunca quise tener en casa gatos ni pájaros. De todos modos, se cambia. Siempre somos igual y a la vez se va cambiando en detalles. Se cambian los puntos de vista. Y se aprende. Se aprende hasta el último día de la vida, estoy convencida. La noche es larga pero ahora, en primavera, se va notando cómo crecen los días. Amanece pronto. Y con la primera línea de luz que se filtra por la persiana, los peligros han terminado. La luz del día es mi salvación. La noche es larga cuando no tienes a nadie a quien cuidar. Un niño, por pequeño que sea, te hace olvidar el miedo. Pero cuando nadie te necesita, empieza la soledad. Y el miedo a la soledad.
Anoche soñé con Octavio. Un sueño de esos que yo llamo sentimentales, porque no sólo aparecen las imágenes más o menos claras de las personas y las cosas, sino también los sentimientos. Suelen ser sentimientos teñidos de tristeza o de angustia que no desaparecen al despertar. Al contrario, me arrastran todo el día, me zarandean en una devastadora melancolía. Sólo la improbable llamada de Miguel podría borrar los efectos del sueño. La voz alegre que me enternece: Gabriela, acabo de llegar, te voy a ver, te contaré, ¡qué viaje! Prepárate… La voz de Miguel, la visita de Miguel. Me miro al espejo, me arreglo el pelo, me muerdo los labios para que tengan color. Mi nieto Miguel… Bueno, pues anoche soñé con Octavio y soñé con México. Estábamos los cuatro, Octavio y yo con Juana, mi hija, y Merceditas, la hija de Octavio. Las dos eran niñas y se mantenían un poco aparte, al otro lado del salón que, como suele ocurrir en los sueños, era el salón de la Hacienda pero a la vez tenía muebles, rincones del salón de esta casa que Octavio nunca conoció. Todos estábamos silenciosos. Octavio me había cogido la mano y decía en voz baja: Nunca os dejaré marchar. Parecía triste y cansado como solía cuando empezó a estar enfermo. No cuando nuestras hijas eran niñas como en el sueño, sino cuando eran ya mayores. Juana estudiaba en Madrid y Merceditas tenía novio. Yo no decía nada pero dejaba mi mano entre las suyas, notaba su calor un poco febril, su leve presión. En el sueño reviví aquel contacto de la piel y la seguridad que me transmitía ese contacto.
Hoy no ha venido Antonia, la asistenta, y no he cruzado palabra con nadie. Crazy me sigue por toda la casa pero rara vez le hablo. Le cuento historias en silencio; me dirijo a él, le acaricio mientras recuerdo. Creo que él me entiende, nota mi estado de ánimo en el ritmo de mis movimientos. Si me muevo con viveza es porque he dormido bien o porque hace sol o porque llama Miguel. Acerco el auricular a la enorme oreja peluda y Miguel habla y Crazy se queda mirándome y gruñe suavemente mientras mueve el rabo. Los días pesados, cuando tardo en levantarme y me derrumbo en la butaca y leo o dormito, Crazy suspira y se tumba a mi lado, esperando que le dedique alguna atención. En esos días bajos es cuando suelo hablarle de verdad. Le hablo porque pienso que mi tristeza le desconcierta y tiene que saber que no ocurre nada, que todo va bien, que estamos protegidos en nuestra guarida, aislados del mundo, pero vivos y felices. Que poco a poco nos iremos acostumbrando a esta nueva soledad.
A ellos se lo dije cuando hace dos años decidieron cambiar de casa. Haced lo que queráis, pero yo de aquí no me muevo. Mamá, no seas terca. Si vieras ese piso te volverías loca. Un dúplex con jardín, fíjate. En esa zona maravillosa, tranquila pero céntrica a la vez. Arriba tienes tu cuarto, mejor dicho tu suite, con tu baño, tu vestidor, y enfrente la de Miguel. Nosotros tenemos abajo un espléndido piso para nosotros solos. A un lado los salones y nuestra zona, y al otro lado la cocina y la parte del servicio. ¿Te imaginas lo que es vivir juntos y a la vez independientes? No, les dije, no quiero irme. Juana miró a su marido y se encogió de hombros. Sé que soy difícil y mi postura es antipática, pero hay en esa reacción un punto de venganza por su abandono y un vago deseo de independencia relativa. Era diferente cuando vivían aquí. Todos pasaban el día en la ciudad, pero al anochecer los tenía de vuelta y eran unas horas intensas de convivencia y cercanía. Aunque regresaran tarde, yo sabía que llegarían y que cada uno de nosotros había tenido un día propio, sin interferir en el día de los demás. Por otra parte, me he aferrado a esta casita, a esta colonia que conserva casas de hace cincuenta años, cuando era, de verdad, un pueblo. Si el tiempo es bueno cierro la puerta, cojo la llave y salgo a pasear. A la derecha se extiende una urbanización moderna, la nuestra. Las casas son todas iguales, las bicicletas de los niños abandonadas en la entrada del garaje, los coches a medio camino de la rampa sin decidirse a entrar. A la izquierda, en la parte antigua, las casas son diferentes unas de otras. Hay casas grandes, villas con jardines extensos, fuentes de mármol, árboles frondosos de troncos gruesos. Y otras pequeñas, de una sola planta pegada a la tierra. En una calle cercana, una villa rodeada por una torre y rematada por un descuidado jardín destaca por su tamaño y su esplendor desvencijado. El nombre está incrustado en la pared, en una cerámica blanca con letras doradas: El Paraíso. Cuando paso delante, una sombra se mueve arriba en la torre. Allí vive, según Antonia, un hombre mayor. Al parecer es un solitario. Como yo.
Yo nunca había vivido en Madrid. Más aún, no conocía Madrid. Cuando me recogieron en el aeropuerto me quedé deslumbrada. No me había imaginado tanto movimiento, tanta luz y esplendor. Llegué a tiempo para las Navidades. Juana me llevaba a todas partes, de compras, de museos. Miguel había cambiado mucho. Hacía tres años que no le veía. Tenía catorce cuando me lo quitaron y acababa de cumplir los diecisiete. Alto, con otra voz, con otra soltura en la conversación. Pero los mismos ojos rientes, la misma dulzura en la boca. Se me quedaba mirando y sonreía. ¿No me has olvidado, Miguel? No, decía, pero me miraba con gran atención, tratando de recuperar los años de su infancia en México, cuando sus padres viajaban por el país y allá en la Hacienda nos quedábamos los dos. Todavía Remedios me ayudaba mucho, ella tan dispuesta a todo, tan conocedora de todos los entresijos de la vida en la casa. Ay mi mexicanito, decía, mi niño es como yo, mitad de allá, mitad de acá. Qué gloria, doña Gabriela, enseñar a su nieto las letras, usted que ha desbravado a tanto niño en su tierra y a tanto indito aquí… Porque seguía manteniendo la escuela que abrí un día en la Hacienda, para los inditos, recién casada con Octavio. Me ocupaba de vigilar y controlar las clases y los programas, pero desde que Merceditas se fue a vivir a la ciudad me ayudaban personas nuevas. Aquélla fue una mala época de nuestras relaciones familiares. Como una bomba me llegó un día la noticia: Juana y Alejandro, mi yerno, el padre de Miguel, iban a separarse. Por qué, por qué, me preguntaba a todas horas. Te lo explicaré todo cuando llegue, me dijo Juana. De momento, no se lo digas al niño. Me llamaba desde Costa Rica, pero iba a tardar una semana en volver. Cuando apareció sola, se me hundió el mundo. Siempre creí que volverían juntos, que todo se arreglaría. Pero no fue así. Juana esperó más de un año, pensando qué iba a hacer con su vida, y en el 72 se marchó a España. En cuanto organizó sus cosas allí, se presentó en la Hacienda para buscar al niño. Me lo quitaste, le digo cuando hablamos de ello. Y Juana se pone furiosa ¿Qué querías que hiciera, mamá? Yo no podía quedarme en España sin el niño. Por qué no viniste con nosotros si tanto te costaba separarte de él… Yo no me fui. Faltaban tres años para la muerte de Franco, un acontecimiento que se había convertido en meta inalcanzable para muchos exiliados. Estúpida meta, decían algunos. No hay plazo que no se cumpla, decía yo. Aquella muerte era un símbolo, una revancha personal. Para mí significó, además, la recuperación de Miguel. Al principio, cuando llegué, vivíamos todos aquí, en esta casa. Mi nieto, mi hija con su nuevo marido y yo. El nuevo marido era un antiguo novio, Sergio, el primero y al parecer el más importante de los amores de Juana. El que un día cedió ante la intransigencia de su madre y cortó su relación con Juana, que había sido intensa, íntima y total. No me preocupó el aspecto moral de la historia, aunque Juana pensara lo contrario. Pero sí me preocupó el dolor de Juana, el daño hecho a Juana y la huella que la experiencia podía dejarle. Veinte años después pude comprobar que la huella había sido imborrable.
No me arrepiento de haber vuelto, eso desde luego. Pero la vuelta me ha envejecido. Lo noto, lo siento en todo mi cuerpo. En pocos años he pasado a convertirme en una anciana. Tonterías, mamá, dice Juana. Te veo mejor que nunca. Mira qué piel tienes y lo ágil que estás… Todo eso es verdad, pero la clave es otra. He pasado a convertirme en un ser inútil. A veces me pongo a leer los anuncios del periódico a ver si encuentro algo así: Se necesita persona con experiencia para trabajo con niños especiales, difíciles, abandonados. Mamá, eso sería acabar en la parroquia de tumo haciendo caridad. Sal, muévete, matricúlate en un curso de arte o de jardinería. Muchas mujeres lo hacen cuando los hijos crecen y ellas no tienen necesidades materiales… ¿Cuándo los hijos crecen? Juana, querrás decir cuando crecen los nietos…
El último día que Miguel vino a verme me explicó sus proyectos. Hace dos años, cuando llegué, él terminaba el bachillerato. Ahora está en la universidad pero no quiere seguir con Biológicas, como parecía. No piensa dedicarse a investigar la vida de los anfibios, como aseguraba. Me aburro, dice, es todo pequeño y reducido. Quiero vivir libre y recorrer países y conocer gente y comprenderla, ¿entiendes? Recorrer la tierra y colaborar en algo que tenga que ver con la naturaleza, su conocimiento, su conservación… Quiere hacer un curso de microfotografía, para luego colaborar en una editorial o en una buena revista. Y viajar, Gabriela, visitar países lejanos. Te llevaré, ya lo verás. Algún día daremos juntos la vuelta al mundo…
Cuando hablo de Guinea y le cuento lo que significó para mí la escuela que tuve allí, advierto que me mira con cierta admiración. Es lo que más valora de mi biografía.
La conversación sobre su futuro fue hace quince días. Ahora está recorriendo la sierra de Cazorla con unos amigos, en tienda de campaña. Cuando vuelva, le invitaré a comer, sólo a él, porque a Juana y a Sergio no hay quien pueda ponerles de acuerdo para el día y la hora.
Desde la chimenea, el árbol de la vida resplandece. Lo ilumina un foco del techo, aunque, en realidad, el foco pretende iluminar un cuadro colgado más alto, sobrepasando la última rama del árbol de cerámica. El cuadro es oscuro, un retrato anónimo en sienas y amarillos y tierras. El cuadro lo dejaron aquí. No creas que tenemos mucha pared libre en la casa nueva, dijo Juana. El árbol ni pensaron en llevarlo. Se lo traje para ella cuando vine. Me parecía que era un trocito de México. Gracias, mamá, pero ¿sabes que se encuentran aquí, en algunas tiendas que importan artesanía de América? Así que me he quedado con él. Me recuerda las palabras de mi madre: Con un poco de tierra para echar raíces, con un poco de lluvia y un poco de sol, el árbol de la vida sigue, no se puede secar. Mi madre, qué remota y lejana. A veces me pregunto: ¿Existió alguna vez? ¿Alguna vez fui niña y tuve una madre?
Después de varios días de lluvia, hoy sale el sol. Brilla con fuerza y ahora, a las doce de la mañana, hace calor. Abro la puerta del jardín. Hay que aprovechar los rayos del sol de mediodía. No me había dado cuenta de que las mimosas están en flor. Las ramas cargadas de florecillas apretadas, apiñadas en bolas amarillas, asoman por encima de las tapias de ladrillo. Desde lejos huele a lilas. Lilas y violetas de mi infancia: ha llegado la primavera. Me he puesto un chal ligero sobre los hombros; sobre el vestido de lana malva y blanco. Paso delante de El Paraíso. Todas las ventanas están abiertas. Debajo del remate de la torre hay un trozo de pared limitado por curvas, una pared-pantalla cuajada de cristales de colores a los que el sol arranca destellos. En El Paraíso también hay lilas. Pero no veo el árbol. Lo que se ve es una palmera. La palmera, justo en medio, y el minarete policromado me recuerdan una fotografía de una villa en la Costa Azul que vi en un libro de Octavio. Algún día iremos, Gabriela. La Costa Azul es un paraíso…
Una vaga ensoñación está empezando a perturbar mi paseo. Me detengo y respiro hondo el aire fresco y caliente de la primavera. Vámonos a casa, Crazy. Vamos a almorzar al sol. Mañana puede llover y se acabó este paseo de hoy, este olor, estas ganas de respirar, de andar, de estirar los brazos al sol. Esta alegría…
La vida es un cuento muy largo, sobre todo si se lo cuenta uno a sí mismo. Porque no hay un gesto, ni un movimiento que hagas, ni un paso que des, que no te traiga recuerdos. Se te va entretejiendo la vida como los hilos de un tapiz que estuvieras bordando en distintos colores. Cojo aquel hilo, dejo éste. Corto. Y ahora vuelvo atrás y retrocedo y cojo el hilo verde esperanza, es decir, cojo el primer año en que trabajé. En el tapiz todo va entremezclado, trabado, como un encadenamiento de lo vivido, y todo circula en una misma corriente, la corriente de la sangre que te mantiene despierta mientras vives. En el tapiz salen aquellos pueblos de montaña, ásperos, miserables, donde yo fui a entrenarme con mi entusiasmo de maestra joven, recién salida del cascarón. En aquel pueblo había un señor viejo, o a mí me lo parecía porque yo era muy joven. Él fue el primero que me habló de Guinea. Tenía un sombrero de paja fina y se lo ponía para salir al prado detrás de su casa, cuando pesaba el sol. Yo le visitaba y él empezaba a contarme su aventura en aquellas tierras de África. Era mi único amigo, mi único consejero, trataba de ayudarme a salir adelante. El invierno era eterno y nos quedábamos incomunicados, aislados del mundo que se extendía al otro lado de las montañas…
Si me detengo en un nudo que sobresale en el tapiz, el año 1972, por ejemplo, me detengo en lo del divorcio de Juana. Lo entendí y lo acepté, pero eso no quiere decir que no me diera pena en su momento, cuando me lo dijo y me quedé sumida una vez más en la incertidumbre de un futuro inmediato. ¿Y ahora qué? Porque, claro, yo sabía que todo aquello cambiaría su vida pero también la mía. Y egoístamente pensaba: Se acabó el tener a Miguel conmigo. Se acabó la tranquilidad de mi vida. Es decir, que la noticia del divorcio me dejó inquieta pero no por lo que ella cree, Juana, que siempre ha tenido de mí una idea equivocada. Ella siempre ha creído que yo soy puritana, estrecha de mente en todo lo moral. Y no es así. No creo que en mis opiniones o mis actitudes o en mi propia vida haya dado señales de tanta rigidez. Es verdad que nunca le he confesado a Juana que quizás yo también me hubiera divorciado de su padre si hubiera ocurrido algo muy especial. Por ejemplo, si se presenta Émile así de golpe en aquel pueblo de Castilla donde coincidimos su padre y yo, donde nos conocimos y vivimos ya casados. Bueno, pues si allí se presenta Émile… ¿Le dije alguna vez que el médico de Guinea se llamaba Émile? No estoy segura. Pero de Guinea sí que le hablé. De aquella locura mía, de aquel deseo de escapar, de aquella necesidad de vivir experiencias. En cuanto pude, pedí una escuela en Guinea, el sitio más lejano al que podía aspirar. Lo pedí y me lo dieron en seguida. Aquello no fue largo pero mereció la pena. Allí me enamoré de verdad de un médico negro que se llamaba Émile. A Juana no le conté lo del enamoramiento. Hay cosas difíciles de contar a una hija. Sólo le hablé de la personalidad de Émile, de su lucha por mejorar aquel país atrasado y explotado. Pero lo demás, no. No le hablé a Juana de mi amor porque todo quedó en nada, porque no tuvimos tiempo de que aquello se convirtiera en algo definitivo. Por eso digo que si un día, ya casada con Ezequiel, viene a buscarme Émile y me pide que me vaya con él, ¿quién me dice a mí que no lo hubiera hecho?
La nube ya está aquí. Encenderé la chimenea y tomaré el café dentro. Ya empieza a llover. Pero esta lluvia no es nada al lado de las lluvias de Guinea. Rápidas y torrenciales. Lo arrasan todo. Se llevan por delante chozas, cultivos… Pero así y todo yo me habría quedado allí si mi salud hubiera resistido. ¡Qué mal estaba cuando me mandaron a la península! Tenía mucha fiebre y en mis delirios aparecía siempre Émile. Yo hubiera vuelto a Guinea pero no me dejaron. Qué locura, decían mis padres. Me coaccionaron, me obligaron a quedarme. Yo era joven y soñadora de sueños pequeños y grandes. Había hecho en Guinea el mismo trabajo que iba a seguir haciendo en otros pueblos: educar, luchar para que los niños supieran más y en consecuencia se defendieran mejor de las injusticias a que estaban sometidos. Ésos eran los sueños grandes. Pero luego estaban los sueños pequeños, la exaltación personal, la atracción que se siente por una persona, el deseo violento de permanecer siempre a su lado, la necesidad de estar entre sus brazos. Eso no lo sentí yo por Ezequiel. Así que compartíamos los sueños grandes, pero los pequeños se escondían en los lugares ocultos de nuestra cabeza y nuestro corazón. Al menos en mi caso. En el suyo no sé, aunque siempre adiviné que le faltaba algo, que también él se sentía atraído por personas diferentes a mí…
La lluvia ha cesado. Son las cuatro de la tarde. Voy a adormecerme un rato junto a la chimenea pero dejo la puerta entreabierta. Me gusta el olor que entra, un olor a tierra mojada, a flores, a yerba húmeda…
Miguel ha vuelto. Me llama y me dice que viene a comer. Pollo a la mexicana. Como lo hacía Remedios, me pide, muy picante. Vengo hambriento. Te llevo fotos. Verás qué maravilla… ¿Has llamado a tu madre?, le pregunto. Y él contesta: Sí, pero no estaba. No volverá hasta la tarde. No come en casa nunca, ya lo sabes. Le he dicho a su secretaria que voy a estar contigo…
Luego dice su madre que no le ve el pelo… Si ella estuviera en casa esperándole… Pero ¿qué tonterías se me ocurren? ¿Cómo va a estar Juana en casa como yo? Tampoco tú, mamá, deberías quedarte en casa todo el día. Siempre repite lo mismo. No se da cuenta de que no necesito distracciones sino responsabilidades. Llenar mi tiempo con algo útil, algo que necesiten los demás. El tiempo. Tiempo es lo que yo pedía antes. Tener un poco más de tiempo para mí. Y mira por dónde ahora que tengo todo el día libre para leer, para pasear, para imaginar, ahora he perdido el interés por casi todo. Porque para estar vivo no hay que detenerse. Lo mejor es andar, correr detrás del tiempo. Medir el tiempo, administrarlo, estar siempre a la caza de un minuto libre… Hay que ver lo que fue aquel año último de Octavio. Ver cómo se apagaba, cómo sufría. Y yo a su lado constantemente. Le abrigaba y le abanicaba, según el frío o el calor que hacía. Le cambiaba de postura, le daba de comer en la boca. Estuve sin dormir noches y noches. Abandoné hasta la escuela de la Hacienda, la dejé en manos de Merceditas y de las ayudantes que entonces tenía. Quería tener ocupada a Merceditas. No por mí, no. Por ella. Aquella criatura viendo morir al padre. Un día que ya estaba mal, muy mal, me dijo Octavio: Cómo has podido perdonarme… Los hombres, qué poco se enteran de las cosas. Cómo he podido perdonarle, qué pregunta. Y por qué no se le ocurrió preguntar: Cómo vas a poder respirar, andar o abrir los ojos cuando yo no esté. Eso no se lo preguntaba él. Siempre aferrado a su culpa, tan pasada, tan lejana que de no ser por su pregunta ni siquiera yo la hubiera recordado, anegada como estaba en el dolor por la pérdida cercana. ¿Es mi destino, pensaba yo, perder lo que amo? A Octavio no le gustaban las grandes palabras. El destino, el amor, la vida, la muerte. Nunca habló de su muerte. Decía: Cuando yo no esté. O: Cuando me haya ido. Y nunca como reflexión sino refiriéndose a cosas concretas. Algo que había que afrontar, una medida que en su momento sería necesario tomar. No necesitaba palabras importantes. Pero tenía la virtud de transmitir la alegría y el cariño o la queja con palabras sencillas. No sabes lo mal que estaba cuando te conocí… No sabes lo que es ahora llegar a casa y encontrarte… Y al final: Cómo has podido perdonarme…
Al cruzar la calle para entrar en la tienda, sale de ella el anciano de El Paraíso. Lleva en la mano una caja envuelta en papel transparente. Parece una caja de bolsitas de té. Se detiene, se hace a un lado para dejarme entrar. Se lleva la mano al sombrero de paja clara. Yo digo: Buenos días. Desde dentro, la tendera nos mira sonriente. Al acercarme al mostrador, dice: Un caballero de los que ya no hay. Porque lo que es ahora, si te descuidas te llevan por delante, te empujan… Se inclina sobre el mostrador, mira alrededor y añade en voz baja: O te matan… Yo asiento vagamente y saco la lista: guindillas, chile. ¿Tiene a comer a la familia, eh? Mire, yo empecé a traer estas cosas que me pide cuando su hija se instaló aquí, porque, claro, algunas veces le venían invitados de allá o quería ella hacer para los amigos esos platos tan sabrosos y tan fuertes que tienen ustedes en México… Esta mujer habla demasiado. Aprovecha las visitas de los clientes para desahogarse y, a la vez, indagar las claves de las vidas ajenas… Porque su yerno no parece de allá, ¿verdad?, tan clarito el pelo y los ojos azules. Le vi un día con su hija…
Yo no voy a explicarle mi vida por mucho que lo intente. Espera que le diga: No, yo no soy mexicana. Soy española pero me marché allí hacia el año… Y mi nieto sí, mi nieto es hijo de mexicano. Mi hija se divorció y el que usted dice, Sergio, es su segundo marido, español, sí, muy español…
Seguramente ella, la tendera, tiene un resumen de la vida del anciano archivado en algún pliegue de su fichero: me imagino una tira alargada y doblada muchas veces de tal modo que cada información tiene el tamaño de una tarjeta postal. Allí estaré también yo, mi vida escrita en una ficha: la señora que llegó un día de México, me ha dicho su asistenta. Parece que se fue para allá por cosas de la guerra. Tuvo la suerte inmensa de encontrar un hombre rico que se casó con ella. La hija es del primer marido, sí, del que mataron en la guerra. No sé quiénes lo hicieron, pero si ella se fue a México no pregunte… Mi ficha. Con los datos muy claros para poder pasarlos a cualquiera que se cruce algún día conmigo al salir de la tienda y sienta curiosidad por saber quién soy, en qué calle de la colonia vivo, qué lugar ocupo en este mundo pequeño y ensimismado.
Gabriela, el mundo es cada vez más pequeño, dice Miguel mientras come con verdadero gusto. Espero que me salga este proyecto. He preparado un plan de viaje, un guión, un álbum con mis fotografías. Le he pedido a Sergio, que conoce a tanta gente, que me diga a quién debo dirigirme para que me escuche y me asesore…
Sergio le puede ayudar, es verdad. Él conoce a todo el mundo. Quién me iba a decir a mí, después de tantos años, veintitantos, que iba a encontrarme con Sergio, que iba a conocer a aquel amor frustrado de Juana cuando vino a estudiar a la universidad. Pensándolo bien, nuestra vida, la de ella y la mía, tienen algo de novela. Vamos a ver. Primero lo mío. Saltar de aquel pueblo de mis padres, al pie de la montaña, con el río, el mercado, la casa en la que siempre fui feliz… Saltar de allí a Guinea, después de haber recorrido algunos pueblos. Y de Guinea vuelta a España y el encuentro con Ezequiel y nuestra vida juntos, dos maestros entusiasmados, locos por enseñar, por educar, por cambiar el mundo que nos rodeaba, tan pobre, tan mezquino e ignorante. Y luego aquel verano del 36 que nunca podré olvidar. La muerte por entonces de mi padre y, a los pocos días, la guerra y la noticia susurrada de oído en oído hasta llegar a mí: Ezequiel fusilado. El viaje con Juana, tan pequeña. El cementerio: Aquí están todos juntos, me dijo Eloísa. No sé ni cuántos son, pero antes de enterrarlos vinieron las familias y fueron poniendo nombres a aquellas caras terribles, contraídas unas, serenas otras, a aquellos cuerpos deshechos por la pólvora. Yo certifiqué a Ezequiel, me dijo, yo le reconocí y ahí figura en la lista, con mi padre y todos los compañeros. Había que enterrarlos deprisa y, luego, cada uno que reclame, que se presente, que dé pruebas de su parentesco para poder mover la tierra y sacarlo si lo autorizan. Gabriela, olvídalo. Ya sabes dónde está. Otros ni eso. Deja a los muertos quietos…
Ya sé cómo pensáis tú y mi padre y mi madre y Sergio, dice Miguel, pero yo no me siento capaz de embarcarme en política. De verdad, no sé si será por haberla vivido tan de cerca. Además, hay otras formas de hacer cosas que merezcan la pena…
A Juana no le gusta. A Sergio le parece frívolo, estoy segura. Ellos tienen tanto empeño en participar en la vida política del país, en modernizarlo, transformarlo económicamente, convertirlo en un país europeo… No sé si Miguel acierta. Algo de su padre hay en ese empeño por lanzarse a conocer otros mundos y otras formas de vida. Las gentes que viven mal, que están abandonadas en barrios miserables de ciudades lujosas. O reducidas al hambre en África o la selva amazónica. Algo del padre preocupado por la antropología, por la causa del indio. Todo eso, ¿no es política? El mismo Miguel, el niño que todavía es, cree que política es sólo la guerra de las ideologías. Y él se dice a sí mismo, como Eloísa me dijo a mí: Deja a los muertos quietos. Es decir: No te empeñes en la revancha, el turno, el partidismo. Y tiene razón. Los jóvenes tienen razón cuando prefieren las causas grandes y nobles y totales. También esas causas son política…
Ya llegan los vecinos trasnochadores. El motor del coche, el golpe de la puerta del garaje. Yo digo: ¿Por qué no se quedarán a dormir en la ciudad? No disfrutan del jardín ni del sol del mediodía ni de la paz artificial de este lugar entre colonia y pueblo, entre ciudad y campo; este híbrido de naturaleza y civilización. Llegan y se encierran. Por la mañana salen temprano. Y vuelven a estas horas. Trabajan, comen, cenan en la ciudad. Y duermen aquí al lado. A veces oigo las persianas que suben o bajan, pero nada más. Los fines de semana se levantan muy tarde, salen y regresan por la noche, mucho más tarde que el resto de los días. Por aquí, los hijos no vienen nunca. Los amigos tampoco. Se verán en Madrid… Me interesa la gente. Me intriga, quiero explicarme por qué actúan así y no de otra manera. Me pregunto para qué quieren una casa y más una casa en las afueras sólo para dos personas. Un domingo, estaba yo en el porche desayunando, oí que salían, como todos los domingos, hacia Madrid. Iban discutiendo. La calle estaba silenciosa. Por eso pude entender lo que decían. De ninguna manera, decía él. Eso vete quitándotelo de la cabeza, porque no estoy dispuesto… Su voz era enérgica y dura, una voz áspera, una voz enfadada. Ella contestó irritada: Eso lo dirás tú pero no voy a quitarme nada de la cabeza y si quiero lo haré, te guste o no y tenga las consecuencias que tenga… El motor del coche saliendo del garaje, la puerta que se cierra y otra vez el silencio. Por unos minutos me quedé pensando en la causa de la discusión, del desacuerdo, del enfrentamiento. Luego lo olvidé. Tiempo después, semanas después, se repitió la misma escena. Ahora era ella la que decía: Ni se te ocurra, de ninguna manera… ¿Por qué?, preguntaba él. Porque es un juego peligroso, aseguraba ella. También era domingo. Desde el jardín me llegaban claras las voces de los dos. Las últimas palabras de él, fueron: Lo haré te guste o no, tenlo presente… Empecé a llamarles, desde entonces, los trasnochadores enfrentados. Hoy, como todos los días, han regresado tarde. No hablan. Cierran la puerta del jardín, el coche se desliza en la rampa del garaje. Por la puerta interior entrarán en la casa. No sé si, dentro, se hablarán, se amarán, pelearán. Aquí sólo se oye el silencio. La luz de la farola entra por la persiana semicerrada de mi cuarto. Hay un perfume intenso de verano anticipado. Aromas que me llegan mezclados y turbadores. Los aromas de mi niñez: la casa de mis padres con su huerta alrededor. El jazmín, el saúco, la madreselva, los rosales trepadores que alcanzan mi ventana. Del monte cercano, traído por la brisa, se desliza hasta mí el olor del tomillo, el romero, la lavanda. El olor de la tierra de mi infancia.
El otro día leí en la prensa la noticia de la próxima rehabilitación de los maestros de la República que hubieran sido represaliados. Un castigo de cuarenta años por haber querido preparar a los niños para un mundo más abierto y más justo. Por haber querido que aprendieran más cosas y pudieran alcanzar una vida mejor. Dice Juana que espere, que ellos van a enterarse del reconocimiento de mis derechos, del tratamiento que van a damos en cuanto al tiempo pasado. Han muerto muchos. Y los que estamos vivos ya no tenemos fuerzas para volver a trabajar. ¿Qué esperan de nosotros? Cálmate, dice Juana ¿qué prisa tienes? No tengo prisa, he perdido la prisa. De nada sirve que me diga: Soy joven por dentro, pienso con claridad, mantengo el entusiasmo. No es cierto. Estoy cansada.
Mi madre murió cuando era mucho más joven que yo ahora. La recuerdo vigorosa, ágil, pero al final era una anciana. Aquel final rompió para siempre la parte de mi vida sólo mía, lo que quedaba de mis orígenes: mi infancia, mi pasado. Cuando estábamos en México, Juana siempre quería que le contara cosas de ese pasado. Tenía verdadera obsesión con la memoria. No quiero olvidar lo que viví, decía. Y quiero saber lo que viviste tú cuando yo no había nacido. Ese deseo de saber y recordar le venía de nuestro destierro. Tenía miedo de perder las raíces, la familia, el paisaje, los nombres de las plantas, los juegos infantiles.
Al regresar de España, con la carrera terminada, Merceditas seguía viviendo en Puebla y venía a vemos de vez en cuando, pero siempre estaba ocupada con su marido y sus hijos. Así que pasábamos mucho tiempo solas Juana y yo. Estuvo Juana una temporada grande sin decir lo que iba a hacer, el rumbo que iba a dar a su vida, a su destino. Y una tarde, después del almuerzo, sumidas las dos en una somnolencia de sombra y mecedora, ella, que parecía adormilada, me dijo en voz muy clara: Tienes que hablarme, tienes que contarme con mucha calma tu vida. Quiero que me hables de la España que tú conociste y sobre todo de tu vida personal, día a día, de los abuelos, de los amigos, todo…
Así empecé a contarle, poco a poco, lo que ella quería saber. Era una especie de mil y una tardes, mil y una sombras, mil y una mecedoras. Llegaba hasta un punto significativo y lo cortaba hasta el día siguiente. Pero no empecé en la infancia. La infancia, Juana, tiene poco que contar. Se incorpora a nosotros, queda depositada en el fondo de nuestro ser y se convierte en esencial. Pasa a formar parte de tu sangre y es el esqueleto que soporta tu cuerpo, pero apenas recuerdas lo que sentías y pensabas. Sólo algún episodio intenso, algún choque emocional, una muerte, una catástrofe quedan grabados con cierta claridad. La infancia como historia personal se convierte con el tiempo en un puñado de anécdotas y una cadena de sensaciones, olor, color, sabor, vagas imágenes distorsionadas. Todavía ahora, una brisa fresca en una tarde de verano, el olor de la leña quemada en el otoño, el tacto de la nieve en el invierno levantan para mí el velo del pasado. Revivo el instante seleccionado a mi pesar, reconstruyo la breve historia que el estímulo sensorial ha despertado. Todavía ahora, oigo los pasos de mi madre en las escaleras de esta casa que sustituye a aquella de mis padres evocada por la fragancia del jardín en primavera. Oigo sus pasos sin sonido, el roce de sus dedos suaves arropándome. En noches como éstas, el perfume que brotaba de las plantas en flor inundaba mi cuarto de niña, me adormecía con su esencia balsámica. Ella venía, mi madre, todas las noches, apartaba de mi frente un mechón rebelde, acariciaba levemente mis mejillas. Todavía ahora… Pero, Juana, le dije, será mejor que la historia empiece a partir de la edad que tú tienes ahora, cuando yo terminé la carrera y, como tú, dudaba sobre lo que iba a hacer con ella…
Le fui contando día a día, tarde a tarde, hasta que llegué a un punto de la historia en el que ya no quise continuar. Quizás porque había llegado al final de una etapa, a la profunda escisión entre nuestra vida anterior y la que inauguramos trágicamente aquel día de julio de 1936. Además, le dije a Juana, todo lo que sigue ya lo recuerdas tú, lo sabes tú, está cerca todavía.
Al otro lado de la calle, enfrente de esta casa, vive una cantante. Es muy joven, tiene el pelo lacio y negro, aspecto agradable. Poco más. La cantante vive sola. Hay muchos solitarios en este falso pueblo, en este conjunto de casas individuales que parecen hechas para familias grandes. También hay niños, claro. Niños que se van por la mañana en autobuses escolares y regresan al atardecer. En invierno es de noche cuando llegan. Ahora, ya cerca del verano, todavía tienen tiempo de dar una vuelta en bicicleta por las calles de la colonia. Pero la cantante vive sola. Recibe visitas, eso sí. Grupos de amigos que organizan, al parecer, bastante ruido. Yo apenas los oigo porque el lugar de reunión es la parte de atrás de la casa, la que yo no veo, la que tiene un jardín grande con muchos árboles. Cuando pienso en ella la llamo la cantante india, porque tiene unos rasgos ligeramente exóticos y ese pelo tan negro y las faldas largas, de flores. Hace unos días tuve ocasión de hablar con ella. Una de esas noches de junio que duran tan poco. De madrugada, subí la persiana hasta arriba para que entrara el frescor del jardín. Y la vi. Estaba sentada en el último escalón de la entrada principal. Tenía la cabeza entre las manos. La falda de vuelo le cubría las piernas, juntas, y los codos apoyados en las rodillas sobresalían casi a la altura de la cara. No se movía. Me puse la bata y bajé a la calle. Se sobresaltó ligeramente al oír la puerta de mi jardín. Me vio y volvió a esconder la cara entre sus manos. ¿Le ocurre algo?, pregunté desde la acera. ¿Necesita algo? Movió la cabeza de un lado a otro, negando. Abrí la verja, me acerqué a su escalera y volví a insistir. ¿No tiene llave? ¿Se encuentra bien? Entonces habló: La llave la tiene Enrique. Me dijo que la guardaría para que no pudiera entrar y salir a mi antojo… Parecía cansada. La calle estaba absolutamente desierta. Venga a mi casa, le ordené. No puede quedarse aquí toda la noche, lo que queda de la noche… Apartó las manos de la cara, me miró y dijo: No. Luego, giró la cabeza y se quedó escuchando. En seguida se oyó el motor de un coche acercándose. Se levantó de golpe, salió a la acera y empezó a agitar las manos. Las farolas de la calle la iluminaban como en un escenario. El coche frenó y Enrique se abalanzó hacia ella, la tomó en sus brazos, subió los escalones con su ligera carga. Yo retrocedí y crucé la calzada hasta mi casa, donde ya estaba Crazy alborotado de gemidos y llanto, arañando la puerta de mi cuarto, donde le había dejado encerrado. No me pude volver a dormir. Vigilaba el primer atisbo del amanecer, la débil línea de luz que avanzaba desde el fondo de mi calle hasta mi casa, mi ventana abierta, mi desvelo.
Por la mañana el coche seguía allí, abandonado a la puerta de la cantante. Por la tarde llegó un ramo de flores con una tarjeta sin firma, en la que se leía sólo: Gracias.
Juana me llama temprano. Me pregunta si me apetecería ir con ellos este verano a algún lugar del Mediterráneo, todavía no saben cuál. Quieren alquilar una casa cerca del mar. Procuro dejar la respuesta en el aire. Prefiero esperar y ver si, cuando llegue el momento, me siento o no con fuerzas. Recuerdo el verano pasado. Era en el norte, es cierto. Llovía mucho y caí en un estado casi depresivo. Desde la ventana veía los montes verdes. La bruma lo envolvía todo, cubría de un silencio especial la tierra. Yo salía al jardín, paseaba por el sendero de gravilla rodeado de hortensias hermosísimas, macizos de color rosa o azul. Y una angustia física me invadía. Me he acostumbrado demasiado al sol. El sol de Castilla, el sol de México, hasta el sol enemigo de Guinea. Me he acostumbrado a asociar la vida al sol. Quizá el Mediterráneo… Por lo pronto, tiene algo a favor: el sol.
Juana es así, activa, urgente. Se le ocurre una cosa y quiere organizaría ya. Necesita tener todo muy claro, ir por delante del futuro, proyectar. A mí también me gusta proyectar, pero he tenido pocas ocasiones de vivir sobre proyectos. Mi vida ha ido sucediéndose a sí misma de acuerdo con unas situaciones en las que yo influía poco. Más que proyectar, lo que he hecho ha sido elegir alguna vez lo posible, lo que estaba a mi alcance. Elegí marcharme a África cuando era muy joven. Elegí emigrar a México por Octavio. Elegí regresar a España por mi hija. Todo lo demás ha sido una continua aceptación de lo único que se me ofrecía. Pueblos, escuelas, Ezequiel. Otros pueblos. Otras escuelas. Juana, desde que era muy niña, elaboraba fantasías. Me contó, años después, cómo había inventado nuestro futuro la primera vez que vio a Octavio paseando por las calles de la ciudad, la capital de la provincia a la que habíamos llegado al comienzo de la guerra. Octavio en su coche rojo, con Merceditas sentada a su lado. El viudo, le dijeron. Un viudo muy misterioso. Nadie sabe de dónde ha salido. Y ella, Juana, fabuló al instante: ese viudo, joven y solitario como mi madre, podría casarse con ella y nos iríamos por el mundo los cuatro, ellos dos y nosotras, las niñas, en el coche rojo, insólito en aquella época y en una pequeña ciudad castellana. Fue como un fogonazo. Nunca más, dijo Juana, volví a pensar en ello, y luego, cuando lo encontré en casa de Amelia, cuando supe que era amigo de sus padres, cuando tú aceptaste un día venir a conocer a la familia de mi amiga, entonces no se me ocurrió proyectar…
Juana no supo nunca, porque hay cosas que no se dicen, se formulan apenas a uno mismo pero no se declaran, que, ajena a sus sueños momentáneos, aquella tarde, en el salón de la casa de Amelia, entre personas tan distintas a las que había tenido siempre a mi alrededor, también yo acaricié un deseo fugaz, un breve esbozo de proyecto. Miraba a Octavio y me decía: Este hombre es diferente a todos los que conozco… Desde aquel primer día vi en Octavio una amenaza, una promesa y una tentación.
El futuro no existe, leí en una cerca que protege unas obras a la vuelta de la esquina. Estaba escrito en carbón y había un contraste entre el grave contenido filosófico del mensaje y la inmadurez del trazo. El futuro no existe. Pero tampoco el pasado, me dije, completando la negación. Sólo el presente más inmediato tiene el peso específico de lo real. La aparición de Octavio alteró por completo mi presente. A los pocos días de conocemos me dejó en casa una nota en un sobre: Gabriela, me gustaría tanto volver a verla. ¿Qué le parece el jueves a las seis en la puerta principal de la Catedral? Me pareció una carta de adolescente, poco seria. O quizás era yo la excesivamente seria y aquella propuesta encerraba una afirmación de juventud. A mis treinta y siete años no me había detenido a pensar que era una mujer joven todavía. Octavio me hizo recuperar mi verdadera edad. A aquella primera cita siguieron otras. No dije a nadie lo que estaba ocurriendo entre nosotros. A Juana menos que a nadie. Me parecía prematuro hablar del hombre que había cambiado el rumbo de mi vida. Tenía que esperar hasta estar segura de aquella locura. Porque locura me parecía lanzarme sin apenas reflexión a sus brazos y, aún más grave, a sus planes, que incluían un largo viaje a un país desconocido y un corte con mi vida anterior. Y sobre todo significaba decidir en nombre de Juana su futuro.
Crazy me espera antes de doblar una curva que me deja atrás, oculta para él. Cuando llego a su altura sigue andando y otra vez se detiene, vigilante, ante el menor obstáculo, una desigualdad del terreno, un montón de piedras o una rama de árbol atravesada. Cada día subimos allí, a la explanada en lo alto de la loma, para cumplir un rito: la despedida del día, la contemplación del sol en retirada. Las primeras estribaciones de la sierra limitan el horizonte. El sol, rojo brillante, se hunde suavemente entre dos montes. Durante unos instantes permanecemos quietos, abrumados por el esplendor del ocaso. Luego, al descender, un rastro titubeante de luz grisácea anuncia la inminencia de la noche. Allá arriba, hemos ganado unos minutos al sol fugitivo.
Miguel ha venido a visitarme. Parecía triste. He hablado con mi padre, abuela… Siempre me deprime hablar con él. Parece apagado, aburrido. ¿Cuándo vienes?, me pregunta. Y no sé qué decirle. Me cuesta mucho trabajo volver. Me da miedo volver. Precisamente porque aquello me atrae y me atrapa en seguida. Luego está él y su incapacidad para rehacer su vida. Siempre estoy dividido, abuela, entre estas dos mitades…
Sonríe débilmente. Cuando pronuncia la palabra «abuela», algo anda mal. Él prefiere rehuirla, llamarme por mi nombre para acercarme más a él, a su juventud arrolladora. Abuela, ¿qué hago? Las preguntas son muy fáciles. Lo difícil son las respuestas. Comprendo su angustiosa duda, la dificultad que encierra vivir en un desgarro permanente, padre y madre y dos patrias. Haz coincidir un trabajo con la visita, le sugiero. Búscate algún pretexto real, un reportaje allí o en algún país cercano. Algo que te obligue a ir y te obligue a volver en un plazo de tiempo razonable…
El padre mexicano de Miguel, el marido de Juana, mi yerno Alejandro, antropólogo, indigenista, rebelde y, casi siempre, sombrío. Nunca entendí muy bien aquella unión. Juana es alegre, inquieta, apasionada. Él, reflexivo, paciente, hermético, intelectualmente implacable.
Cuando Juana regresó a México después de terminar sus estudios y se refugió en la Hacienda como en un cálido albergue, yo pensé que nunca más volvería a España. Llegaba herida por un fracaso amoroso, se sentía culpable por no haberme acompañado cuando murió Octavio. Se aferraba a nuestra vieja Remedios, que la mimaba y la cuidaba con fervor, a Merceditas y a sus hijos, a la escuela. Su vida se reducía a esa recuperación del afecto abandonado durante tanto tiempo. La Hacienda volvió a ser alegre. Subía Merceditas desde Puebla, en busca de la hermana perdida. Más que hermanas, decía Remedios. Porque dígame usted, doña Gabriela, ¿cuántas hermanas de verdad conoce usted que se quieran tanto?… Subía Adelaida suspirando siempre por su hermano muerto y por el otro, el bueno de Ramón. Está fatal, decía Adelaida. Pero estos hombres, qué poco valen… Al principio, Juana se quedó en la Hacienda. Pero pronto se cansó. Tengo que hacer algo relacionado con mi carrera, mamá. Con Historia de América podré trabajar aquí mejor que en otra parte, ¿qué te parece?… A los pocos meses de instalarse en Ciudad de México ya había recuperado su vitalidad, su energía. Un día, no se me olvidará nunca porque tuve una especie de sobresalto inexplicable, llegó a la Hacienda y me dijo: Quiero que conozcas a Alejandro. ¿Qué Alejandro?, pregunté yo. Y ella, riendo y con un brillo especial en los ojos, contestó: El hombre de mi vida, mamá…
¡Qué parecidas y qué distintas nuestras vidas! Digo parecidas en lo de casamos con mexicanos las dos. Y distintas casi en todo lo demás. Si Octavio no hubiera muerto, yo nunca me habría movido de la Hacienda. Los que vivimos juntos fueron unos años gloriosos. De puertas afuera no sé si se veía. No sé si mi hija pudo adivinar alguna vez el fuego, la pasión, la violencia de nuestro amor. Ya desde que nos conocimos en España, desde que decidí seguirle a su país, actué impulsada por la fascinación que Octavio ejercía sobre mí. Durante el mes que pasamos en Lisboa a la espera de arreglar papeles y pasajes, las noches se volvieron días. Vivíamos la noche los dos, entregados uno al otro, mientras las niñas dormían juntas en el mismo cuarto del hotel, agotadas de las visitas y excursiones diarias. Pasaba yo al cuarto de Octavio o él al mío, y en el arrebato de nuestro amor nos descubríamos y nos transfigurábamos uno en el otro y los dos en el mismo delirio interminable. Amanecía y nos despedíamos lentamente, adormecidos y absortos en la contemplación del cielo gris que dejaba una luz plateada sobre las aguas de la bahía… Noches ardorosas, días tiernos en los que divagábamos somnolientos por calles, cuestas y jardines de la ciudad bellísima, de la mano de nuestras hijas, que disfrutaban su aventura ajenas a la transformación de nuestras vidas. Juana ¿qué pensaría? Ni un gesto, ni un indicio pudo vislumbrar en nuestra contenida reserva. Siempre juntos los cuatro, vagábamos por la ciudad o viajábamos en coche a lugares cercanos. Mostrábamos todo el entusiasmo que las niñas necesitaban, por los nuevos lugares recorridos, padres perfectos de vacaciones con sus hijas.
Pasó bastante tiempo antes de que le hablara a Juana de mi relación con Octavio y de nuestra intención de casamos. Al principio fui yo la que marcó una etapa de reflexión, de adaptación, de convencimiento por ambas partes antes de dar pasos definitivos. Trabajé en Ciudad de México, viajamos a Puebla, conocí a la familia de Octavio, a sus hermanos Ramón y Adelaida, a su sobrina Rosalía. No pisé la Hacienda hasta que nos casamos. Fue allí donde pasamos nuestra luna de miel. Muy pocos días, porque los dos deseábamos tener con nosotros a las niñas lo antes posible. De Puebla subieron una tarde, conducidas por Adelaida y su viejo chofer, y Juana corrió hacia mí, se agarró a mi falda fuerte, fuerte, pero no lloró.
¿De dónde vienes, Crazy? ¿Tienes padres, hermanos? Cuando Miguel te trajo y te instaló a mi lado para que nos cuidáramos el uno al otro, me dijo: Es un regalo de un amigo. Se llama Crazy. Era un cachorro y había que darle biberón. ¿Y su madre?, pregunté. No sé, me dijo Miguel. Y se encogió de hombros. Eso me hizo pensar que Crazy venía de un criadero o de una tienda de animales. ¡Crazy!, le llamo. Me mira, levanta las orejas con un movimiento rápido. Crazy es dorado y negro. Un pastor alemán espléndido. Un gran amigo y un enemigo feroz.
Desde muy niño Miguel adoraba a los perros, pero sus padres nunca le habían permitido tener uno. Tantos niños hambrientos…, y todos esos argumentos, ya sabes, Crazy. Nobles argumentos hipócritas, dice Miguel, porque un ser vivo, cualquiera que sea su complejidad biológica, tiene derecho a ser alimentado, a ser protegido del exterminio…
Miguel, Miguel. Cuando nació pensé en seguida que iba a ser mío. Y así fue. Ellos, los padres, estaban tan ocupados con sus cosas… Cada dos por tres aparecían por la Hacienda: Mamá, nos vamos, te dejamos a Miguel. Y yo feliz, porque otra vez mi vida tenía un sentido. Miguel corría por la Hacienda vigilado de cerca por Catalina, su niñera de la ciudad, una buena mujer que le seguía siempre y establecía conmigo una rivalidad inevitable. Miguel, no corras tanto…, decía yo. Y ella: Déjele correr que eso le hará las piernas largas. Miguel, vete a dormir, decía ella. Y yo: Espera un poco que el niño necesita un ratito de cuentos de su abuela…
Miguel conmigo y sus padres de estado en estado, tomando notas, investigando piedras y legajos, levantando los ánimos y las rebeldías de las gentes. Alejandro era el más apasionado. Era lo suyo, era su pueblo y lo vivía intensamente. Juana también vibraba con la lucha, con las batallas de Alejandro, pero yo la veía ausente a veces, cuando volvían y contaban y los ojos de Alejandro brillaban con rabia. Juana estaba y no estaba allí. Me daba cuenta de lo cambiada que había vuelto de España. A veces el exaltado discurso de Alejandro se interrumpía cuando ella regresaba de su abstracción y me pedía: Cuéntanos algo de la guerra civil, mamá. Y de las causas de la guerra. Alejandro está deseando saber más cosas de España… Alejandro sonreía y sí, sí estaba interesado en todas las causas justas, en todas las luchas, en los destinos de todos los países… Yo hablaba a mi pesar. Me entristecía revivir el pasado que siempre estaba ahí, escondido en el fondo, amenazando con levantarse para mi desasosiego. Hablaba y me inflamaba sin querer recordando aquellos años de promesas y derrotas. Algún día, decía Juana, algún día todo cambiará. Y todos guardábamos silencio sumidos cada uno en sus propias esperanzas y dudas, en el temido vaivén del futuro incierto.
Crazy ladra. Algo se mueve ahí fuera, en la calle. Algo sucede. Subo la persiana. En la casa de enfrente hay luz; en la casa de la cantante india. Pero no es una fiesta. Las fiestas son en el jardín que yo no veo, que no vemos los que vivimos a este lado de la calle. Crazy, cállate. Vecinos silenciosos salen de los jardines cercanos. De otras casas, más alejadas, llega gente. ¿Qué ocurre? Y, sobre todo, ¿cómo ha sabido todo el mundo que algo está sucediendo en esa casa? Un tantán desatado por movimientos inesperados, sonidos no usuales y por tanto desconcertantes, alerta la calle. Cualquier alteración se detecta en el silencio de la madrugada. Desde mi ventana en el primer piso se ve toda la escena. Un pequeño grupo permanece de pie ante la puerta de la cantante. La puerta está abierta. Sale un gemido del interior, un lamento, un ay que se eleva y aumenta de volumen. El grupo no se decide a entrar. A lo lejos se oye la sirena de una ambulancia que se acerca. Se abren ventanas y se encienden luces a lo largo de la calle. Nadie pregunta: ¿Qué pasa? Todos están callados y taciturnos. Algunos van completamente vestidos como si acabaran de llegar a sus casas en el momento en que surgió la señal de alarma, el confuso S.O.S. de las situaciones anormales. Un coche que se detiene a deshora. Un golpe violento al cerrar la portezuela. Otro coche que llega acelerado y aparca junto al primero. Deduzco todo esto porque efectivamente hay dos coches, uno al lado del otro, ante la casa, en un lugar donde no suele aparcar nadie. La cantante no tiene coche. Yo tampoco. Los demás tienen espacio suficiente delante de sus casas sin contar con los garajes. De los dos coches, uno es azul y el otro blanco. Yo creo que es el blanco el que llegó la noche en que la cantante, acurrucada en el escalón superior de su entrada, esperaba al parecer a Enrique. La ambulancia se acerca por el final de la calle. Se apartan los componentes del grupo, que ha ido aumentando poco a poco. De la ambulancia bajan dos camilleros y otra persona, ¿un médico?, vestidos todos de blanco. El supuesto médico pregunta al que tiene más cerca: ¿Quién ha llamado?, y nadie contesta. Como la puerta está abierta, los tres hombres de blanco avanzan entre los observadores y traspasan el umbral. Un nuevo gemido se deja oír. Y luego nada, el silencio. A los pocos minutos salen los sanitarios y transportan en la camilla desplegada un cuerpo. Un cuerpo pequeño, delgado, un bulto que apenas levanta la sábana que lo cubre. Ahora empiezan los murmullos contenidos pero audibles. Es ella, sí, es ella. Detrás de los enfermeros sale el médico con dos muchachos. Uno es Enrique, sin lugar a dudas, el otro, un desconocido. Abandonan el coche blanco y suben los dos al azul. Conduce el desconocido. La ambulancia se pone en marcha, no sin antes dirigirse el que parece médico a los más cercanos y decirles: La llevamos a la Paz, por si alguien pregunta. Es urgente. Cuando la puerta de la ambulancia se cierra de golpe tras el médico y arranca finalmente, los reunidos empiezan a hablar muy alto. Se quitan la palabra, se piden y se dan informaciones. Decididamente, no voy a bajar. No hay nada más que hacer. Ella está ya camino del único lugar en que pueden ayudarla. Mañana nos dará Antonia toda la información. A dormir, Crazy. Bajo la persiana y apago la luz. El rumor de las conversaciones se prolonga un rato. Luego, lentamente el grupo se va disolviendo a medida que la excitación de los reunidos remite. De la ventana abierta, por las rendijas de las persianas penetra con una intensidad especial el aroma de las rosas que cubren mi fachada. 23 de junio, recuerdo. Mañana empieza el verano. Mejor dicho, ha empezado ya. Probablemente al mismo tiempo que la niña, la cantante, la que lloraba y reclamaba a Enrique hace unas noches, vencida por una nueva desesperación, se ha embarcado en un viaje sin retorno. En el último momento una llamada de terror habrá llegado hasta Enrique. No sé si pronto o tarde, si recibió en seguida el mensaje balbuciente o lo recibió al llegar a su casa de labios de una madre, un compañero de cuarto, o quizá no fue él sino el ocupante del coche azul el que alcanzó la llamada de la niña en un intento de rectificar, retroceder, pedir ayuda. La farola y la luna brillan con fuerza, de modo que en mi cuarto veo con claridad las formas, los objetos. Es difícil, casi imposible, pensar en dormir. Una claridad nueva entra de la calle. Proviene de la casa abandonada. Se han dejado olvidada la luz del vestíbulo. Su resplandor se anuncia a través del cristal que remata en una curva, la parte superior de la puerta.
Cuando murió mi madre, yo estaba sola. Cuando murió Octavio, también. Ezequiel murió rodeado de sus compañeros, de pie junto a la tapia del cementerio. Los tres murieron al amanecer. La muerte que ha rondado esta calle, la lúgubre escena de hace un instante, remueve en mi memoria muertes que fueron próximas. Todos murieron en este punto en que se aleja la noche para dejar paso a la luz lechosa de un nuevo día. Todos menos mi padre. Él murió por la tarde, con el ocaso. Se fue apagando con el sol, se retiraron los dos al mismo tiempo. Una angustia añadida me asaltó entonces. Sabíamos que aquella muerte iba a llegar en cualquier momento. Estábamos las dos, mi madre y yo, preparadas para ese trance. Pero la coincidencia con la implacable oscuridad añadió a mi dolor un nuevo matiz funeral. Fue sólo un instante. Encendí las luces y abracé a mi madre que se había inclinado sobre la cama para cumplir con los ritos ineludibles. Cerrar los ojos, unir las manos y besar la frente de mi padre muerto.
La muerte de esta niña es una muerte ciudadana. Esa soledad, ese desquiciamiento. Y nosotros, los que vivimos por aquí, ese despertar en plena noche y encontrarte un drama a tu lado que nadie ha podido evitar. Todos quietos, a la puerta de la niña, esperando que algo sucediera. Ni una voz ofreciendo ayuda a aquellos muchachos. Paralizados todos, respetuosos. En un pueblo no te dejan morir sin compañía. Ya sé, ya sé que en los pueblos también hay solitarios que aparecen un día en su pajar, colgados de una viga. La muerte es un asunto solitario; lo sé. Pero vivir aquí es peor que vivir en la ciudad. Peor que vivir en una casa de pisos donde acabas, sin querer, conociendo a los vecinos y raro será que no haya alguno, al cabo del tiempo, a quien acudir si es necesario. Esto de las casitas aisladas unas de otras por sus jardines, esto, te lo digo yo, Crazy, es lo más cercano a la completa soledad. Solos estamos todos. Sola yo. Sola, en la sala de autopsias del hospital, la cantante. Pobre criatura.
Cada dos o tres semanas me vienen a buscar y voy a comer con mi hija, quiero decir mi hija y Sergio y Miguel. Ellos querrían, dicen, que fuera todos los domingos, pero no puedo obligarme ni obligarles a esa asiduidad. Por lo general estamos solos, en familia, porque, pienso yo, no viene a cuento mezclar familia y amigos y, además, creerán que yo prefiero tenerlos para mí sola. Lo que sí suele ocurrir es que, a media tarde, se presente alguien a tomar café o una copa, a discutir asuntos de trabajo con ellos o simplemente a charlar. Juana ha convertido su casa en un lugar confortable y atractivo, muebles bonitos, libros, cuadros, muchas plantas. Se está bien allí y los amigos están a gusto. Y lo comprendo. Juana ha sabido crear un clima grato a su alrededor. Desde muy pequeña se fijaba en los objetos bellos. Necesita armonía, equilibrio. Su manera de expresarse, de vestirse responden a la misma necesidad de finura y delicadeza. Juana es alegre por naturaleza y quiere que todo sea vivo y optimista en su mundo. Qué distintas somos, me dice con frecuencia. Tú eres tan seria, tan austera, tan perfeccionista. No exactamente, Juana, le digo. Pero no acaba de creerlo. Me ha visto, desde que nació, bajo esa apariencia triste y sombría. Los años de la guerra, tan duros. Los que siguieron después, hasta que decidí lanzarme a la aventura de México. La suya fue una infancia marcada por la escasez, el miedo y el aislamiento, pero rica en afecto. Dos mujeres, mi madre y yo, vivíamos para ella, para cuidarla y educarla y compensar de mil maneras la aspereza del ambiente. En cuanto a mí, es cierto que soy seria, severa, prudente. Y eso tiene que ver con circunstancias anteriores a la guerra, a los pueblos, a Ezequiel. Tiene que ver con la influencia de mi padre. Y con el carácter de mi padre. El mismo que al parecer heredé yo. Heredada o aprendida, su postura ante la vida fue forjando mi infancia. Me educaron en la más exigente de las éticas. Una ética libre de las normas de una religión concreta. Privada del perdón de los pecados y aceptando como único control la propia conciencia. Eso era lo esencial en la conducta de mi padre: la implacable lucidez de la conciencia. ¿Yo era como él? Sí y no. Le seguía ciegamente pero también sufría con sus exigencias. Cuando era muy joven y llegaba el verano, salía con mis amigas, me acercaba con ellas a las romerías de los pueblos cercanos. Había música y baile. Los chicos se acercaban a los grupos de chicas y las sacaban a bailar. Yo nunca, nunca bailé. Gabriela la seria, Gabriela la formal, decían. Y yo con unas ganas de bailar… Pero no podía, me sentía rígida, inmóvil, incapaz de decir una palabra, de sonreír, de lanzarme en brazos de los chicos conocidos. Hasta qué punto puede afectamos la influencia primera, la que da forma a nuestra infancia. O hasta qué punto desarrolla unas tendencias y oscurece otras igualmente auténticas. El hecho es que toda mi vida tiene que ver con esa dificultad para gozar de los momentos alegres, de considerar inútil y frívola la alegría de vivir. Y cuando en Guinea conozco a Émile, un personaje nuevo y atractivo, filántropo, rebelde, entregado a su pueblo pero vital, gozador de las cosas hermosas de la vida, mezcla de su mundo exótico y la educación francesa, entonces vuelvo a España enferma, desesperada, frustrada. Más tarde, no iba a ser Ezequiel quien podía haberme cambiado. Ezequiel estaba cerca de mi padre y de sus ideales. La entrega a los demás, la lucha por conseguir un mundo mejor. Todo ello noble, generoso, exaltado. Pero ni un resquicio para la vida personal, para detenerse a mirar alrededor y observar cómo cambian las estaciones; cómo nuestros sentidos proclaman la belleza del mundo; cómo la juventud golpea nuestro cuerpo reclamando aromas, tactos, sabores, músicas… Nada de todo eso tuve con Ezequiel, pero no importa. Desarrollé otras cosas que ya estaban en mí y que él reconoció al instante. Embriagados de altruismo, ascetas convencidos, compartíamos la tarea más desinteresada y fértil, educar a los abandonados en sus desiertos culturales durante siglos de la historia de España. Atraso, ignorancia, miseria eran palabras que Ezequiel pronunciaba con rabia. Ignorancia fue mi palabra elegida, en la que me centré para librar mi batalla. Ezequiel las juntó todas y las fusionó en una sola: injusticia. Apostó en su lucha contra esa injusticia y ganó su muerte.
De una radio cercana llega una voz vibrante, redonda, plena. Una espléndida voz de soprano cantando el aria de una ópera. Puede ser Tosca. Todas las ventanas están abiertas en esta hermosa mañana de junio. La música viene de mi izquierda, de la casa en la que viven los médicos. Ellos no están a estas horas. No son ellos los que ponen la radio a todo volumen. Es la mujer que limpia, y, a veces, canta ella misma. En este mundo silencioso que es la colonia en pleno día, saber que hay alguien vivo reconforta. Termina el aria y no logro entender al locutor que anuncia la siguiente interpretación. De todos modos, no importa porque ya la oyente invisible ha cambiado de emisora. Encuentra al fin algo a su gusto. La copla aflamencada inicia sus acordes. Cierro la ventana y me voy hacia atrás, hacia el jardín que pocas veces frecuento. Está cubierto de yedra y en el centro crece un olivo. Los bancos de madera ocupan las esquinas. Me recuerda el patio de la Hacienda con su pozo de sombra y el cielo alto, arriba, un cuadrado siempre azul. Allí los bancos son de hierro y la buganvilla crece y se enrosca en tomo a una palmera gigante. Por primera vez disfruté en aquel patio de horas de música. Me llegaban desde la sala de Octavio, de nuestra sala, que era suya porque allí trasladaba los libros que leía, sus papeles, su pick-up. Con Octavio fui por primera vez a la ópera. Había empezado la temporada y él me dijo: ¿Te gustaría que fuéramos a la ciudad un par de días? Podríamos ver a los amigos y, sobre todo, ir a la ópera.
En el gran vestíbulo de Bellas Artes, antes de empezar la representación, saludamos a mucha gente. Octavio, qué alegría verte, decían los amigos que iban acompañados por mujeres enjoyadas y distantes. Me miraban desde arriba, desde la altura de sus peinados complicados y sus trajes ostentosos. Tenía a Octavio cerca, a Octavio que se dirigía a mí a cada instante y también sonreía. Me di cuenta que éstos eran amigos diferentes a los que habían ido a nuestra boda. Pertenecían a otro mundo. Por otra parte, la boda se celebró en la intimidad y asistieron los amigos vinculados a España, simpatizantes de la República, y muchos exiliados españoles. Los que nos rodeaban en el teatro me observaban tratando de descubrir si yo iba a ser estimuló u obstáculo para una posible reincorporación de Octavio a su mundo social. La representación me fascinó. Los trajes, las luces, los decorados. Y, sobre todo, la música arrolladora, las voces humanas que alcanzaban momentos de belleza escalofriante. Nunca antes había oído cantar así. En aquella primera radio que Ezequiel compró y que presidía nuestra cocina como un talismán, nunca sonaron voces como éstas. O al menos nunca las oímos. Porque eran otras las voces que buscábamos, las que necesitábamos oír. Voces que nos acercaban a Madrid, donde se fraguaba todo. Voces de informadores y políticos. Promesas de futuro. Promesas de un destino que estaban dispuestos a conseguir para nosotros. Voces airadas o persuasivas, voces serias. Pero ópera, nunca. La ópera fastuosa, recamada, que se desarrollaba ante mis ojos y mis oídos, me gustó. Años después, conservé los discos de Octavio, pero rara vez tuve el valor de oírlos. Las óperas que oí grabadas y las que, de vez en cuando, veíamos en Ciudad de México, quedaron atrás. La radio que invadió mi intimidad hace un instante, despertó en mí con toda nitidez la velada completa de aquella primera noche musical. Recuerdo que, justo al entrar en el patio de butacas, yo iba un poco delante y Octavio avanzaba detrás con uno de sus amigos. Un hombre atractivo, de mediana edad, pelo gris, ojos negrísimos. Decía: Sé que la tienes en tu casa. Octavio se encogió de hombros. Yo no la tengo, dijo. Trabaja en mi casa. Se quedaron un poco rezagados y no pude oír el resto de la conversación. Comprendí que hablaban de Soledad, recién llegada para ayudarme en la escuela. A mi lado, otro amigo de Octavio que se había adelantado hasta alcanzarme, sonrió: Une femme fatale, dijo. Y supe que hablaba de Soledad. El escaso francés que aprendí en mi carrera afloró milagrosamente. Fatale, como el destino, añadí con una desenvoltura inesperada. Cuando regresábamos al hotel le dije a Octavio: Me siento un poco ajena a esta gente. Yo también, dijo él, por eso vivo en la Hacienda. La fuerza del destino era la ópera. No sabía yo entonces que el destino me esperaba a la vuelta de la esquina. La clave estaba en aquel breve comentario: ¿La tienes en tu casa? A Soledad.
Estos últimos días he estado un poco triste. Juana lo nota en seguida. ¿Estás bien? La cantinela eterna. Sí, estoy bien. Estás muy sola ahí. ¿Por qué no vienes de una vez con nosotros? Y si no, ¿por qué no te buscamos un apartamento cerca de casa? Los hay maravillosos con un gran salón, dos dormitorios para que puedas tener a alguien contigo o simplemente por si alguna vez se quiere quedar Miguel… Habla sin que yo la interrumpa. Se desahoga. Sé que está inquieta a veces cuando piensa en mí, cuando supone que voy a ponerme enferma. No, le digo, no, Juana. Soy muy fuerte. La convenzo a medias. Ella no puede venir a cada instante. Tiene muchas cosas que hacer y yo soy una testaruda que no le da facilidades. No hay razón alguna para que yo siga aquí sola. Es una reacción irracional que tuve desde el principio, desde que ellos se fueron de esta casa. ¿Os vais? De acuerdo, pero yo me quedo y tendréis que admitir que me habéis abandonado. Juana no quería seguir aquí. Esta casa llenó una etapa, me explicaba. Cuando me vine a vivir con Sergio me gustaba este lugar un poco apartado de la gente conocida. Sobre todo de su familia, de su mujer y sus hijas. Pero ahora todo ha cambiado. Todo está claro, la separación, el divorcio, nuestro matrimonio.
El destino. Recuerdo aquella carta dramática que Juana me escribió desde Madrid. Ya había muerto Octavio. Yo no quería de ninguna manera que ella hiciese un viaje precipitado a México. Era su último curso y me dio miedo que lo perdiera. También temía derrumbarme si ella llegaba. Aquella carta me dejó estupefacta. Nunca pensé que mi hija fuera a dar un paso así. Me encontré razonando que una mujer no podía entregarse así como así a un hombre sin estar casada con él. Indignada conmigo misma, rechacé mis prejuicios con energía. Sólo una cosa me preocupaba. Que aquel amor que tanto la había absorbido fuera sincero. Se lo dije en una carta. Si todo es serio, si no es frívolo, si lo has vivido de verdad, no tienes nada de que avergonzarte. Más tarde, cuando ya la carta estaba rumbo a España, reflexioné y tuve que aceptar que hasta en mi concesión había un punto de prejuicio y mezquindad. Si todo es serio… ¿Era obligatorio que todo fuera serio? Podía ser serio y siniestro o frívolo y maravilloso. Pero no estaba a tiempo de rectificar ni lo hice nunca después.
Cuando Juana volvió a México no hablamos mucho del asunto. Sólo una breve alusión que ella se sintió obligada a hacer. Sergio es un inmaduro, dijo, absolutamente presionado por su madre, una mujer terrible, cerrada, con una visión del mundo digna de otros siglos…
La madre de Sergio había muerto cuando ellos se volvieron a encontrar en Madrid de forma no tan casual dado el ambiente que Juana frecuentaba. Sergio otra vez. Y otra carta. ¿Recuerdas mi primer amor, mamá? Lo he encontrado otra vez. Sergio se ha convertido en un hombre hecho y derecho en todos los aspectos. Creo que hoy no hubiera dado la espantada de hace veinte años. Ya sé lo que me vas a decir: los cuarenta no son los veinte. Pero lo cierto es que ha cambiado. Ha conseguido una cátedra de Economía. Está separado de su mujer y tiene dos niñas. Ha sido un reencuentro emocionante para los dos. Su mujer es hija de un banquero, no trabaja. Lo que su madre quería. Ahora, con la separación, tiene que pasarle un verdadero dineral, pero dice que se siente libre y sereno. Y feliz…
Sergio otra vez. No supe si alegrarme o sentirlo. Desde el principio sospeché que la vuelta a España de Juana tenía mucho que ver con su estancia pasada. No que ella volviera en busca de Sergio, sino de algo que había quedado pendiente en su experiencia española. Y que iba a resolverlo. Con Sergio o con alguno de sus compañeros de entonces que, lo vi en seguida, le habían dejado una huella que Alejandro fue incapaz de borrar. Las cosas empezaban a cambiar. De aquel viaje de exploración Juana llegó a México transfigurada. Me llevo al niño, dijo. Y tú debes venir con nosotros. Se llevó al niño de acuerdo con Alejandro, que no opuso resistencia. Nunca pude entender su pasividad ante una separación tan importante. Yo me negué a seguirles. No mientras viva Franco, había prometido una vez. Y lo cumplí.
Están sacando los muebles de la casa de enfrente, los muebles de la cantante. Ahí están sus pertenencias, a la vista de todos. Cuando morimos, nuestras cosas pierden toda su importancia. No importa ese piano que ella tocaba, esa maleta llena de ropas. Sus zapatos silenciosos de bailarina. Sus collares, pulseras, pendientes. Las cartas que recibía, los recortes de prensa, los discos que escuchaba. Todo se agolpa a la puerta por la que salió un día, a un paso de la muerte definitiva. Cuando se muere joven, el derrelicto es más escaso. A más años, más objetos abandonados a las olas. Una muerte tardía equivale a un maremoto. Las aguas inundan las entrañas de la casa y sacan a la superficie cosas grandes y chicas, la cama que sustentó nuestros sueños y soportó nuestras pesadillas, la butaca preferida. Y los objetos pequeños de uso diario, asideros minúsculos que nos ayudaron a superar los despertares y los atardeceres. El plato, el vaso, el reloj, las gafas, el espejo que nos acompañó a lo largo de los años… Demasiados despojos…
Alguien vendrá a ocupar la casa vacía y la sombra de la cantante quedará borrada de la faz de la tierra. Sus cosas se esparcirán como cenizas a los cuatro puntos cardinales. Me entiendes, Crazy, me escuchas cuando pienso, mueves el rabo en una permanente muestra de amor. Vamos, avanza, no te cruces en mi camino. Has observado, te has dado cuenta de todo lo que se puede sentir en pocos segundos, mientras cierro la puerta de la casa y abro la del jardín y también la cierro…
Al cruzar la calle, percibo el olor del jazmín que trepa hasta las ventanas de la cantante. Lo plantó el mismo jardinero que suele venir a arreglar nuestras plantas. Huele como la intensidad del ocaso que se acerca. Este olor me vuelve a México, a la tierra caliente de la Hacienda.
Allí el jazmín no era blanco. Teníamos una pared cubierta de jazmín morado. Lo llaman jazmín del Paraguay… Vamos, deprisa, Crazy, o no llegaremos a lo alto de la cuesta para decir adiós al sol. Deprisa, que no quiero yo que el jazmín me trastorne más de la cuenta. Cruza con cuidado. Yo miraré a los lados… La rutina acorta el tiempo. Junta mañana con tarde, día con noche. Para que el tiempo se estire hay que llenarlo con cosas diferentes. Este nuestro es un camino largo y desierto que no se tuerce nunca, que no tiene ramales ni obstáculos. Ni sorpresas. Siempre igual.
Parece que Juana trabaja en una asociación o departamento de un organismo; algo que tiene que ver con las relaciones hispanoamericanas. Se ocupa sobre todo de estudios económicos y de cómo ampliar las relaciones que España podría tener con la América Latina cuando los socialistas, dice, lleguen a gobernar. Que será pronto, mamá, ya lo verás… ¿Os ocuparéis de la educación?, pregunto. Por supuesto, me contesta. Les oigo hablar siempre de lo mismo, la economía, Marx, el capitalismo, las fuentes de producción, el producto interior bruto… Mamá, no hay desarrollo cultural cuando hay hambre, carencias materiales. Y luego, fundamental, la sanidad, la vivienda… Lo sé, replico. Pero tampoco hay todo eso sin educación. ¿Por qué no puede hacerse todo a la vez?… Empezamos hablando de América para acabar hablando de España. Hay que cambiar las cosas de raíz, dice Juana. A veces, cuando les oigo hablar les digo: Me doy cuenta de lo jóvenes que sois, históricamente quiero decir. Porque los que andáis en el juego político no habéis vivido lo anterior, no recordáis lo anterior… La historia no va a saltos. Cada etapa es consecuencia de la anterior… Me miran un poco indiferentes. Como si no entendieran a qué vienen mis razonamientos.
Me he encontrado un país que no se parece en nada al que dejé. Hay un esplendor económico inimaginable en los años cuarenta, cuando yo me fui a México. Pero a juzgar por lo que ellos mismos dicen, por lo que leo, hay grandes problemas sin resolver.
Desde mi aislamiento, sólo Antonia, la asistenta, con sus quejas de cómo está la vida, y la señora de la tienda, con sus nostalgias franquistas, me obsequian de vez en cuando con una visión del mundo desde dos ángulos opuestos. Antonia es viuda. Su marido era conductor de una empresa de transportes. Murió a consecuencia de las heridas sufridas en un accidente. La dejó en una situación bastante precaria, con tres hijos que ya van siendo hombres… Lo que importa ahora, me dice, es que las cosas cambien de raíz y los que vengan sean de los nuestros y se ocupen de los trabajadores. A su vez la dueña de la tienda dice: ¿Usted cree que sin Franco estamos mejor? Ni lo sueñe. Porque Franco era el orden y el trabajo para todos sin protestas ni huelgas de esas que hay por ahí fuera, por esos países. Se muere Franco. ¿Y qué nos espera ahora? Menos religión, menos moral, ningún freno para la juventud. Ya lo verá… Se quejan de la policía y los guardias de la época de Franco. Pero yo les digo: A mí nunca me ha detenido la policía. A las personas decentes nadie las molesta… Las dos caras de la moneda hasta en ese pequeño rincón de mi colonia que parece un lugar irreal, desconectado de la vida del país. Muchas veces, en mis soliloquios, me pregunto qué será de nosotros. Nosotros como pueblo, como país. Han sido tantos años de espera y desesperanza, que da miedo que no se afirmen los cambios que se están produciendo, la legalización de los partidos, la creación del Parlamento, la libertad de expresión…
Están anunciadas las primeras elecciones. El gran momento desde la muerte de Franco. Muchos miles de españoles no han votado nunca. No puedo por menos de rememorar las últimas que viví; la inquietud, la zozobra y la alegría de la victoria en aquel febrero del 36. Entonces fui a votar con Ezequiel a lo alto del pueblo, a las escuelas de la mina. Ezequiel y yo, con Domingo e Inés, nos reunimos luego en casa de don Germán y su hija Eloísa. Nuestro viejo amigo estaba triste en medio de la euforia general. Don Germán era un hombre sensato, moderado en sus juicios, un republicano liberal, un humanista, culto y respetuoso con todos. Creo que no estaba seguro de la victoria de la izquierda; mejor dicho, de las consecuencias que se derivarían de la victoria del Frente Popular. Aunque no llegó a imaginar que les quedaban tan pocos meses de vida a él y a Ezequiel y a tantos y tantos españoles. Inés, siempre combativa, siempre exaltada, decía: Ahora sí que es el momento de darle la vuelta a todo, tenemos que sacudir al país de una vez, a ver si la República tiene el valor de cumplir todas sus promesas… Ezequiel asentía, sombrío. Yo sonreí. Necesitaba creer que todo iba bien, pero la actitud un poco triste de don Germán me afectó. Vi cómo Eloísa, la única persona que le quedaba en el mundo, le cogía la mano y se la apretaba. Brindamos todos por la victoria conseguida. Ahí, don Germán se animó e inició el brindis con unas palabras conmovidas: Por la libertad y la justicia, por la educación y la cultura de este país nuestro…
He ido a votar sola. Sabía que era un acto emocionante para mí y no quería testigos cercanos. Comprobé que llevaba el documento de identidad: Gabriela González Pardo, nacida en 1904. Al introducir la papeleta en la urna supe que recobraba la libertad perdida. Junio de 1977, pensé, impulsada por la fascinación de las fechas. Cerca de mí, en la larga cola que se había formado en las escuelas de la colonia, estaba el anciano de El Paraíso. Al verme sonrió y, como otras veces, llevó la mano al ala de su sombrero. No sé qué recuerdos, qué pesadillas, cruzaban por su frente, pero su soledad y su silencio le rodeaban de una aureola de melancolía. Salió antes que yo y me esperó en medio de la calle. Se colocó a mi lado y caminamos los dos sin palabras: el paso ágil, la figura erguida, el aire un poco solemne que nos identificaba como lo que éramos, dos supervivientes de sucesos históricos. No cruzamos palabra hasta llegar a mi casa. Allí, mi acompañante se detuvo, me miró fijamente, entre inquisitivo y cordial, y dijo: ¿Qué nueva andanza histórica nos reservará el destino?… Guardé un momento de silencio antes de contestar: El destino es el carácter. Lo leí en alguna parte. Me parece que es una cita de un clásico. El carácter… Interpreto que se alude al carácter individual pero también al nacional… Luego me encogí de hombros levemente y, risueña, di la mano al anciano arrogante y triste que me dejó ir con un leve movimiento de cabeza.
El resultado de las elecciones ha sido alentador. Una buena parte de los españoles ha votado a la izquierda. En casa de Juana se vive una tensión enfervorizada. Los socialistas empiezan a preparar la ofensiva, desde su papel de primer partido de la oposición. Me voy interesando, tengo que tomar parte en las conversaciones. No quiero inhibirme de lo que está ocurriendo, de lo que todavía está por venir. Por eso, intervengo y digo: Tenéis que pensar en la experiencia pasada, en el ciclo que se acaba de cerrar. Para no caer en las mismas debilidades, ofuscaciones, fallos…
Me miran con incredulidad. Probablemente ven en mí lo que yo veía en la actitud de don Germán en plena República: unos temores inadmisibles en una persona de izquierdas. O quizá simplemente ven la eterna alusión a lo vivido de los viejos.
Estas reuniones en casa de Juana y Sergio me gustan y me agotan a la vez. Hablar con mucha gente, oír sus opiniones que me sugieren réplicas, me estimula y me excita demasiado. Luego, me cuesta trabajo dormir. Cuando llego a casa, me sumerjo en un baño de agua caliente. Necesito relajarme. Trato de vaciar mi cerebro de la carga de las palabras, sonrisas, ceños fruncidos que he acumulado a lo largo de la tarde.
En el baño, dentro del agua, me toco la piel. La recorro con las manos. La piel es mi límite. Existo dentro de la piel. Este límite delgado, continuo, suave a trozos y a trozos áspero, señala mi separación de todo lo que me rodea. Me muevo dentro de mi piel, me acerco a otras pieles, otros seres humanos igualmente encerrados en sí mismos, protegidos y encarcelados en su piel. Lo único cierto es este entramado de venas, nervios, huesos, músculos que la piel oculta. La sangre y los finísimos hilos conductores. Los sentidos alerta, apartando obstáculos, ofreciendo tentaciones. De piel adentro, soy el mundo. Lo que me rodea puede desaparecer en cualquier momento. Si yo me alejo, desaparece. Si se destruye ante mis ojos, desaparece. Yo soy el único mundo real, el único que siento como existente. Este pequeño mundo ambulante que transporto o que me transporta, flota en una atmósfera inestable. A veces hay tempestades que lo zarandean, o brisas suaves que lo mecen… Me adormezco en el agua templada. Dentro del agua pierdo hasta la conciencia de mi piel. El agua me rodea y extiende mis límites hasta el contacto sólido de la bañera…
Me gusta el verano. El calor me devuelve a lugares cálidos en los que fui feliz, Guinea y México. Guinea, mis veintitrés años, la escuela en lo alto de la playa, abajo el mar. Los niños negros con sus anchas sonrisas, mirándome con atención. Calor. Crazy busca la sombra, suspira y se adormece. Calor, dice Antonia secándose la frente. Calor. Pero es un calor seco, le digo. Usted no sabe lo agotador que puede ser el calor acompañado de humedad. Estoy de nuevo en el recuerdo de Guinea. Émile. Calor. Su casa es fresca. Una casa en penumbra, puertas y ventanas semientornadas, las aspas del ventilador colgado del techo. Él me respeta, el negro, el médico que ha alcanzado su título en Francia, y odia el peso del imperialismo europeo, me respeta. Está sentado a mi lado, deja la silla, casi se arrodilla para mostrarme una serie de fotografías de un libro que va a publicar en París un amigo suyo. La verdad de Guinea. La miseria, el trabajo brutal de los guineanos. Y luego, la sombra blanca de los europeos vestidos de lino, protegidos con sombreros. Nombres, denuncias de algunos hacendados. Émile, el calor. También él y yo vestimos de hilo blanco como los europeos de las fotos. Émile se queda pensativo contemplándolas. No se mueve. El libro está apoyado en el brazo de mi asiento. Él tiene la cabeza inclinada, demasiado inclinada sobre el libro. No puedo resistir la tentación y acaricio levemente la cabeza africana, el pelo rizado y áspero. Se sobresalta. Porque él no osaría, no hubiera osado parecido acercamiento. Me mira y reconozco en aquella mirada el fulgor de la ira. ¿Te doy pena?, pregunta. Luego, él mismo rectifica. Ha visto en mi asombro una prueba de su error. Ante mi rotunda respuesta: No, él sonríe, coge mi mano, la besa. Émile. ¿Vivirá? ¿Por qué nunca he sabido nada de él? La playa, el agua, la arena, el zumo de papaya, los baños en la orilla, por la noche, el agua caliente, la arena caliente. Émile, perdido para siempre. Vivo o muerto en Guinea o huido a Francia. Émile, el descubrimiento de la pasión…
Antes de sumergirme en el mundo del calor de México, suena el teléfono. Es Juana. Mamá, lo tuyo está a punto de salir. No sé todavía la fecha exacta. Te van a rehabilitar, como a todos los demás. Pero no sé si va a poder hacerse todo aquí. Parece que cada uno tiene que ir a la provincia en que ha tenido la última escuela, es decir, la provincia en la que fue depurado, pero nada es seguro, todavía… No dudo un instante: No puede ser, le digo. No iré…
Los argumentos que Juana me da no me sirven. Es demasiado tarde para todo. También para tender un puente de cuarenta años que no quiero, de ninguna manera, recorrer. Destruyo sus argumentos con un razonamiento irrebatible. Tengo setenta y cuatro años. Sería una rehabilitación simbólica. Una especie de compensación por tantos años que nadie me puede devolver… Pero no puedo volver a aquel pueblo y a aquella ciudad… Ha sido un error solicitarlo. Demasiado tarde. No necesito el dinero. Sabes que tengo de sobra con la renta que me dejó Octavio. No necesito nada, nada… Juana cuelga el teléfono. No está de acuerdo con mi reacción desmesurada. Estoy segura. Soberbia, dirá. Y tiene razón. No tengo derecho a permitirme este arrebato de soberbia cuando hay tantos —¿o quedan de verdad algunos?— regresados de otros países como yo, o de las catacumbas interiores, para aceptar humildemente el sueldo congelado en un punto lejano del tiempo. Porque ellos sí lo necesitan.
Decididamente el día de junio se ha nublado. No me quedan energías para acercarme al sol de México, la cálida tierra, el olor, el sabor, las noches y los días… No.
Desde mi vuelta a España, con frecuencia regreso a la infancia. En México, no. Allí rara vez recordaba o soñaba los días de mi niñez. La fuerza de aquel país me absorbió por completo. O la fuerza de Octavio y mi pasión por él. El hecho es que nunca sentí nostalgia de los años pasados en el pueblo y la casa de mis padres. Sin embargo, desde que he vuelto, sueño muchas veces que estoy allí, que entro en la cocina nada más levantarme y desayuno el gran tazón de café con leche, las rebanadas de pan tostado, la mantequilla hecha en casa.
Y, luego, el paseo por el jardín para comprobar los minúsculos cambios que la noche produce en las plantas. Las gotas de rocío en las flores recién nacidas que yo descubría cada mañana. La parra enroscándose al entramado de hierro, creando un toldo vegetal sobre el poyo de piedra. El arroyo que cruza el prado, la gruta, la casita de las herramientas donde yo guardaba mis juguetes. El nogal centenario. El camino bordeado de grosellas que serían blancas, rojas y negras cuando estallara su fruto al final del verano. Frutos pálidos ayer, coloreados, maduros, teñidos en el reposo de la noche por el calor acumulado en las últimas horas de la tarde. Y, luego, las hojas que se caen con los primeros vendavales del otoño, las ramas tronchadas, los suelos dorados, ocres, rojizos, el tapiz de las hojas que durará unos días hasta que las lluvias los conviertan en una pasta húmeda y resbaladiza.
Los inviernos gélidos. La nieve que se acerca por las montañas, que se cuela por los desfiladeros de las montañas y azota la huerta desnuda… Mi padre, en el sueño, me habla, me explica algo, despierta en mí una curiosidad nueva, un nuevo deseo de saber el porqué de las cosas. Como solía hacer cuando era niña. Mi madre entregada a las pequeñas tareas de la casa, moviéndose de un lado a otro, de la despensa a la cocina, de la salita al pozo. Mi madre me sonríe, pero no me habla. Mi madre, sólo una sombra durante mi infancia y luego, en los años duros, mi apoyo y mi sosiego. En mis sueños, mis padres siempre están vivos, y yo siempre soy niña.
Esos días, los que siguen a las noches de los sueños, tiendo a sumirme en somnolencias que me devuelven fragmentos de lo soñado. Dulce tortura deseada y al rato rechazada con energía para recuperar el movimiento hacia un fin propuesto: la pequeña meta que me planteo para los distintos momentos del día.
Eso me ocurre aquí desde mi regreso. ¿Derribé sin saberlo las defensas, las barreras que apartaban el pasado lejano del presente incierto? Cuando la noche da paso al día trato de concentrarme en la lectura. A veces lo consigo. Pero al amanecer los sueños se escapan, vuelven a conmoverme, a perturbarme, a introducirme en el torbellino de sensaciones cuya combustión no se había producido totalmente.
En el paseo diario doy un rodeo para pasar ante El Paraíso. Me ha dicho Antonia que el anciano se ha ido. Me detengo a contemplar la casa. Las ventanas están cerradas y un pájaro picotea en la mesa del jardín. El pájaro vuela y de un saltito pasa al sillón de mimbre, abandonado. El sillón en que él, seguramente, se recostaba a pensar, dormir, dejar pasar el tiempo. Hay un silencio rumoroso en el jardín. Una lagartija se desliza con su rabo latigueante por la pared desconchada de la casa. El remate de cristales coloreados brilla al sol. El Paraíso, escrito en letras de mosaico dorado, tiene un desconchón en la erre. Me abruma la deprimente sensación de que el anciano no ha huido, sino que ha desaparecido, ha dejado de existir. Es ya un muerto para mí porque nunca, nunca, le volveré a ver. Siento una absurda decepción que me irrita. Nadie es responsable de las fantasías que despierta en los demás.
Cada cierto tiempo, y como de casualidad, Miguel me pregunta por su abuelo Ezequiel. Le interesan mucho sus ideas políticas, su actuación, que le llevó primero a la cárcel en el 34 y después a su muerte en el 36. Me cuesta trabajo hablar de todo eso, pero es mi obligación y me exijo rigor en lo que cuento. Tu abuelo era un hombre bueno…, empiezo siempre así. No sé por qué esa necesidad de aludir a la bondad de Ezequiel. Inmediatamente siento el deber de aclarar: bueno, noble, leal, auténtico y una larga lista de adjetivos que maticen la afirmación primera. Le hablo luego de sus orígenes, de su infancia terrible, del hambre, la miseria, la orfandad que sufrió. De la solidaridad con la pobre gente que esa experiencia desarrolló en él. Su elección de la carrera de maestro, después de un tiempo en el seminario, adonde le envió el cura del pueblo en vista de su inteligencia… Le cuento cómo era cuando le conocí, cuando se presentó ante mí por vez primera, en una visita de compañero, como maestro del pueblo más cercano al mío. De mi ternura por la absoluta soledad y el desamparo en el que vivía… Y lo que Miguel deseaba saber, su afiliación y su actividad en el Partido Socialista, su compromiso con los mineros en el pueblo al que nos trasladamos juntos, después de nacer Juana. Un día en que habíamos hablado más que otras veces de Ezequiel, fui a buscar para entregársela la herencia que recibí de su abuelo: el carnet del Partido Socialista, un retrato de Pablo Iglesias y un programa con la bandera republicana en cuyo interior figuraba el anuncio de un mitin en el que Ezequiel iba a participar. Miguel se quedó silencioso, un poco impresionado. Qué efecto tan raro esta bandera, dijo. Pero me gusta, añadió con una sonrisa. Qué pena que no tengas fotografías de esos tiempos, del abuelo y los mineros y la gente de la calle… No tengo fotos ni de la boda, le digo yo. La pena es que tú no hubieras estado allí para hacer el reportaje de la vida en aquellos pueblos…
Recuerdo libros, revistas, películas en México que retrataban la España de entonces. Yo no podía ver aquellos testimonios gráficos con serenidad. Estaba todo muy cercano y las imágenes eran demasiado reales para soportarlas. Ahora, hubiera querido tenerlo todo aquí para regalárselo a Miguel. Pero tú lo encontrarás. Se publicaron tantos libros sobre nuestra guerra y sobre tiempos anteriores a ella. También aquí llegarán algún día. Puede que todavía sea pronto…
La visita de Miguel me ha desvelado. Hablamos tanto, me anima tanto sentirle cerca. Hace calor. No puedo dormir. Me asomo al jardín y el aroma del galán de noche me trastorna. Es un aroma suave, penetrante, finísimo. Asciende hasta mi ventana y México se instala en mi tranquilo recinto. Una fragancia, un color, un sonido despiertan en mí torbellinos de sentimientos. Me inquieta pensar hasta qué punto estos estímulos sensoriales son más fuertes que los interminables discursos con que me obsequio a mí misma. Oídos, ojos, tacto, paladar, olfato, ventanas fieles abiertas a fuegos nunca extinguidos, avivadores de esos fuegos que habitan mi pasado. El perfume de esta noche de junio vivida ya hace años en un jardín de México me devuelve los brazos de Octavio, los besos de Octavio, la apasionada transformación, la inexplicable conciencia del enajenamiento. La casa de nuestros primeros encuentros. Una casa construida en el centro de un jardín, vecina a la casa de los tíos de Octavio. Una casa habitualmente vacía, deshabitada, heredada por Octavio: Aquí pasó mi madre su infancia y su juventud hasta que se casó. No quiero venderla ni cambiarla. Algún día será para mi hija y ella decidirá… Objetos detenidos en el lugar que un día les fue asignado. Jarrones y retratos, pianos mudos, arañas tintineantes al menor golpe de aire, al abrir la ventana como entonces, cuando Octavio me amaba y del parterre ascendía el perfume enloquecedor.
Más de un vez me preguntó Juana: ¿Fuiste feliz en México?, o ¿Fuiste feliz con Octavio? Qué difícil respuesta. Nunca fui tan feliz, tenía que haberle contestado. Pero también: Y fui terriblemente desgraciada, aquel tiempo, aquella larga etapa en que Soledad entró en nuestra casa y lo trastornó todo, enloqueció a Octavio y a mí me destrozó por dentro. Creían todos que no me daba cuenta porque ignoraban lo que luego ocurría en nuestro dormitorio. A mis preguntas, Octavio se cubría la cara y decía: No me tortures, por favor. Y yo, la verdaderamente torturada, tenía que callar y esperar al día siguiente y al otro para ver si algún cambio me devolvía el aire, que hasta el aire me faltaba en aquellos días. Juana me ha preguntado muchas cosas, pero a los hijos se les cuentan las verdades parciales. Una madre es capaz de recibir el peso de las confidencias de un hijo por dolorosas y brutales que sean. Pero no podemos cargar a un hijo con el peso de nuestros descalabros. Porque ellos nunca están preparados para aceptarlo. Cuando la pregunta de Juana fue: ¿Fuiste feliz con Octavio?, yo le contesté: Sí. Y un día, cuando volvió a preguntar: ¿Más que con mi padre?, volví a contestarle: Sí. Estoy segura de que eso no podía herirla. El recuerdo del padre estaba muy lejano y la presencia de Octavio era muy fuerte todavía, aunque ya había muerto. Por aquella época, Juana andaba a vueltas con su separación de Alejandro. No me contestó, ni me dijo lo que pensaba de mi respuesta.
Con frecuencia aparece en la prensa el nombre de Sergio. Su carrera política sigue adelante. En las comidas de los domingos, cuando voy a pasar el día con ellos, se suele hablar de política. Haremos lo que podamos sin pasar facturas, dicen, sin viejos odios. Les digo: Venganza no, pero memoria sí. Perdonad, pero no olvidéis. Juana ríe: Mamá, nunca te he visto tan enfervorizada. Los viejos sueños, le contesto, no he renunciado a los viejos sueños…
Los tengo muy claros en la memoria. Ya sé que ahora no hace falta ir a los pueblos sin luz con un grupo electrógeno para llevarles el cine. Ya sé que todos tienen luz y televisión, pero la verdadera revolución educativa no se ha hecho. ¿Y el poder de la Iglesia? ¿Ha disminuido? Se miran y se ríen. Todos menos Miguel, que me coge la mano y decide: Tú y yo no pertenecemos a este mundo, abuela. Tú y yo emigraremos otra vez, ya lo verás… Soy yo la que cierra la discusión: Todo seguirá lo mismo hasta que un día volvamos a empezar. Aunque yo no lo vea… Al atardecer, Miguel me devuelve a casa. La carretera está llena de coches. Es verdad que España ha cambiado. Recuerdo la impresión que causó a Juana niña el coche rojo de Octavio. Todo el mundo se maravillaba. Debe de ser mexicano por el acento, le había dicho a Juana su amiga Olvido, la vecina. Yo no las escuchaba, sumida en mis constantes incertidumbres. ¿Qué hacer en una ciudad hostil a los vencidos, que me estaba impidiendo trabajar, que me asfixiaba y me deprimía? Mí madre no quería oír hablar de viajes, huidas, exilios. Yo no podía imponerle un destierro de ningún tipo. Os vais vosotras, me decía. Mi madre me entristecía. Ella, que había sido mi soporte desde que nació Juana, me estorbaba porque los ciclos vitales se van cumpliendo y hay un momento en que no necesitamos a los padres. Hay una eliminación natural de lo que ya no sirve. Hay un punto en el que la función paterna no es necesaria. ¿Soy yo necesaria a alguien? Sumida en mis preguntas, no me doy cuenta de que hemos llegado. El perro me espera en la verja del jardín. Ladra en cuanto oye el coche de Miguel. Reconoce el ruido del motor. Miguel se despide. No quiere entrar. Tengo que ver a los amigos, Gabriela. Su piel fina a trozos, a trozos rasposa por la barba mal afeitada, se detiene un momento sobre mi cara. Cuídate, amor mío, le digo. Me abre la puerta, me enciende la luz, me acompaña hasta el salón, con Crazy al lado saltando y ladrando. Me vuelve a besar. Adiós. Sólo ceno un té. Me acuesto pronto. Hojeo el periódico antes de apagar la luz. Los domingos que voy a casa de Juana no me da tiempo a leerlo por la mañana. En la primera página leo que han muerto dos mineros en Asturias. Un accidente. Lo de siempre. La noticia, repetida, frecuente, me desvela. Por otra parte, la visita a casa de Juana siempre me trastorna. Tanto hablar, discutir, tanto remover argumentos y recuerdos excita mi imaginación y me impide conciliar el sueño. Tu aislamiento voluntario, tu falta de costumbre de hablar con gente, diría Juana. Ya lo sé. La muerte de los mineros me traslada a aquellas noches en la casa de don Germán, con Eloísa, Inés y Domingo. Siempre, al principio o al final, la política. La política real, acuciante, la necesidad inmediata de resolver los problemas de los mineros. Problemas cercanos e ineludibles. Problemas económicos, sí, pero no teóricos ni asépticos. Salarios de hambre, despidos, injusticias. El peligro en el trabajo. Ezequiel se exaltaba. No puede ser, tenemos que hacer algo. Algo era comprometerse más y más. Se pasaba la vida arriba, en el pueblo alto, participaba en las reuniones políticas de la mina. Yo me quedaba abajo, en la zona agrícola del pueblo donde estaban nuestras escuelas y llegaba sólo el polvo del carbón, el sonido de las sirenas, donde olía el campo y se oía a veces a las vacas mugir en los corrales. Yo sé que él estaba a gusto con los compañeros. Sé que respetaba mi ausencia, pero hubiera preferido una Gabriela activista, luchadora como Inés, que utilizaba su trabajo en las escuelas de la Compañía como un medio para mantenerse en el centro del poblado minero. Yo la admiraba y me parecía bien su actitud. Pero no me sentía capaz de imitarla. Yo permanecía en casa, atendía a mi hija, corregía los cuadernos de los niños, preparaba los temas para el día siguiente. Cumplía mis obligaciones de madre y maestra. Sabía, me daba cuenta, que eso no era bastante. El ardor de Ezequiel me conmovía. Tenía un fondo de amargura y resentimiento muy justificados. Desconfía de los ricos, desconfía de los señoritos, acaban traicionándote, decía. No lo decía por don Germán, que era un hombre justo, inteligente y bueno. Don Germán no le traicionó. Murió a su lado en las tapias del cementerio, con rabia y valentía. Como Ezequiel. Domingo e Inés desaparecieron a tiempo y nunca volví a saber nada de ellos.
Y, mira por dónde, me viene a la memoria la noche aquella en que se andaba preparando la voladura del puente, en el 34. Aquella noche Ezequiel llegó muerto, reventado, y se quedó dormido sobre la cama, sin quitarse la ropa ni las botas. Se las quité yo, le acaricié los pies. Le despojé cuidadosamente de la chaquetilla parda que llevaba, sucia de días de lluvia y polvo. Se la doblé y de un bolsillo saltó un papel. Lo desdoblé y leí: Siempre en la lucha, juntos, aunque se muera uno de los dos. Y una hoz y un martillo y una I, con un trazo retorcido. Una I fuerte, agresiva, con un rasgo que se enroscaba en la columna vertical de la letra. Me quedé paralizada. Algo que yo no había percibido claramente, pero que me hacía rechazar a Inés, se había ido fraguando a mis espaldas.
Ezequiel e Inés. Todo era posible, absolutamente probable. Cierto. Nunca pudimos discutir el contenido de aquel papel. La ocupación del pueblo por el ejército, la cárcel de Ezequiel. ¿Qué importancia tenía aquel descubrimiento, aquella relación surgida en el fervor de la lucha política, sus afinidades, mi lejanía? Inés desapareció y nunca volví a verla.
¿Y qué hubiera pensado Ezequiel de Octavio? Señorito, señorito de izquierdas, pensando una cosa y haciendo otra. Qué simple todo, qué fácil, Ezequiel. Octavio era el producto de un medio en que nació y creció, de una casta especial en un país especial. Pero no quites mérito a sus ideas. Era inteligente y sensible y aceptaba todas mis críticas a las situaciones ambiguas en que a veces se debatía. Octavio no te hubiera traicionado. Me traicionó a mí, pero no por las ideas. Por la pasión, por el deslumbramiento, por la admiración que le producía aquella mujer, brillante, atractiva, joven. Octavio me traicionó con Soledad. Y tú con Inés. Os entiendo a los dos, ahora, al cabo del tiempo, cuando todo se ha vuelto borroso, los sentimientos, las frustraciones, el dolor de los descubrimientos. Sólo queda la línea argumental. Como en una novela que no me hubiera sucedido a mí y, en consecuencia, no me hubiera afectado… No puedo dormir. Hace ya rato que he oído el golpe de la puerta del garaje de mis vecinos. No veo bien el reloj. Por la ventana entra una ligera claridad de la calle. ¿Me tomo la pastilla o no? Lo que más me preocupa de la pastilla no es el dolor de cabeza de mañana, el ligero amodorramiento que arrastraré todo el día. Me preocupa lo que sueño, lo que altera esa droga la sima de los recuerdos.
Me hieren los sentimientos olvidados que se levantan durante el sueño artificial y me hacen sufrir. ¿Qué descanso es ése? Prefiero desvelarme con la cabeza más o menos clara, pero controlada por mí. Por ejemplo, ahora voy a decidir olvidarme de ellos, de Ezequiel y de Octavio. Y ponerme a pensar en lo que guardo intacto. El fondo de ese pozo dichoso del pasado. Voy a pensar, ordenadamente, en mis niños y mis escuelas. Desde aquella primera, en Tierra de Campos, hasta la última, en Los Valles. Ordenadamente. Esa parcela de mi vida aparece luminosa en mi memoria. Serena, satisfactoria y transparente. Lo único que tengo claro. Lo único de lo que estoy segura. He dedicado lo mejor de mi vida a ayudar a los demás. Y en eso no me he equivocado…
¿Quiere que le diga una cosa?, pregunta Antonia. Le sonrío y toma la sonrisa como una afirmación. Pues mire, lo que voy a decirle es muy clarito: que no sé lo que hace usted aquí, en este pueblo, en esta colonia o como quiera llamarla, cuando podía usted vivir como una reina con su hija, al ladito de la Castellana. ¿Pero usted sabe lo que es vivir allí? Sale usted pasito a pasito y se va dando un paseo hasta Serrano, hasta el Museo del Prado, hasta la Puerta del Sol. Y si es mucho, se coge usted un taxi. Pero vamos a ver, ¿qué pinta usted aquí sola, rumiando todo el día como si tuviera noventa años? ¿Sabe lo que le digo? La soledad envejece y le vuelve a uno un poco trastornado. Que no lo digo por usted, que es muy lista. Pero eso ocurre. Hay que vivir entre la gente y ver por dónde van los tiros. Mire, yo, en mi torpeza, cuando vengo en el tren aquí a su casa, voy observando a los otros viajeros que, la mayoría como yo, vienen a trabajar. Y me da por pensar qué familia tendrán, qué problemas o qué alegrías. Me gusta a mí observar y ponerme a pensar. Así que usted, con lo que sabe y lo que vale, aquí encerrada con el perro. No me diga, por favor…
Tiene razón Antonia. Una pasividad especial me ha inmovilizado desde que llegué a España. Si hubiera seguido trabajando estaría más viva. Me he convertido en una vieja ociosa. Con una renta que me da para vivir y una hija que está ahí, vigilando de lejos mi vida. Dependo exclusivamente de mi buena salud. Si la salud me falla, se acabó. ¿Y para qué quiero la buena salud si me paso la vida aquí, parada? Porque leer un rato, oír la radio, dar un paseo no son actividades suficientes para personas vivas y capaces. Siempre dándole vueltas al pasado, ¿qué sentido tiene? Mi pasado será como el de todos: una suma de cosas buenas, malas, regulares. Un montón de sensaciones viejas, imágenes gastadas, cenizas. ¿Qué hago aquí? Esta parálisis tiene mucho que ver con aquel plazo que me marqué un día. Era un reto. No sabía quién llegaría antes a ese punto final, a esa muerte segura, si él o yo. Y cuando sucedió, cuando gané la apuesta, cumplí la promesa que me hice un día y regresé. Me pareció que todo estaba en orden, que ya podía morir tranquila. ¿Y por qué, me pregunto, me he quedado vacía de proyectos, de fuerza? A medida que pasan los años se cierran las posibilidades de elegir. Hay días que no puedo soportar la angustia física que me produce este lugar. La sensación de estar a ras de tierra en esta casita baja, a la que quitan luz los árboles del jardín y de la calle. No veo la puesta de sol como en la Hacienda, desde lo alto de la finca. Me quedaba mirando los ocasos frutales, vinosos, los ocasos de Castilla, allí. Necesito la tierra ancha, con horizontes. Esta casa es una celda, una prisión, una cueva. Alrededor del caserío suburbano no hay campos cultivados, bosques, montes. Sólo otro falso pueblo con casitas nuevas, gasolineras, tiendas, clubes de deporte. Tampoco tienen la fuerza del cemento y el hierro, el cristal, el acero, las calles llenas de multitudes, el ritmo vivo de la ciudad. Ahora es diferente. Ya no podría vivir en ese mundo que Juana y Sergio se han buscado. Yo, sola, estoy mejor aquí. Aquí donde quedamos sólo los viejos y algún ama de casa a la que abandonan durante el día el marido y los hijos. Vivimos en un pueblo fantasma, sin amaneceres y sin puestas de sol. Yo seguiré subiendo cada día hasta lo alto de la colina para vivir el ocaso. Y la angustia limpia e intensa que produce la identificación con la naturaleza. Al despedirnos, Merceditas me dijo: Éste es tu hogar. Vuelve cuando quieras. Pero la Hacienda es sólo su hogar. Y yo tengo lo más parecido al mío aquí, cerca de Juana y Miguel y Sergio.