2. Colonias y aranceles

La Doctrina Monroe

La esperanza, por parte de muchas personas de los Estados esclavistas, de una futura expansión al Oeste y al Sur no era una fantasía remota. Mientras España vendía la Florida a Estados Unidos, el resto de su imperio americano estaba derrumbándose.

Había habido insurrecciones en una y otra parte de las colonias españolas en el siglo 18, pero fueron sofocadas. Mas en la primera década del siglo 19, España sufrió el huracán de las guerras napoleónicas. En 1807, Fernando VII de España fue depuesto por Napoleón, quien proclamó rey de España a su propio hermano José Bonaparte.

Las colonias españolas de América se negaron a aceptar al nuevo gobernante, y cuando parecía que la dominación napoleónica de España podía durar largo tiempo, varias colonias declararon su independencia. Pero luego Napoleón fue derrotado y, en 1814, Fernando fue restaurado en el trono. De inmediato Fernando trató de dar marcha atrás y declaró que las antiguas colonias eran… aún colonias.

Esto no lo aceptaron las que-ya-no-eran-colonias. Región tras región, diversas partes de lo que antaño había sido el Imperio español de América del Norte y del Sur mantuvieron y extendieron sus pretensiones de independencia. Al mismo tiempo, también el enorme Brasil se rebeló contra su madre patria, Portugal.

Mucha gente en Estados Unidos se regocijada de esta citación. Los Estados esclavistas estaban particularmente ansiosos de ver a España y Portugal totalmente fuera del hemisferio occidental. Abandonadas a sí mismas, las naciones latinoamericanas[4] recientemente independizadas serían más fáciles de tratar y, quizá, podían ser zonas adecuadas para la expansión estadounidense.

Naturalmente, la región más importante del Imperio español en lo concerniente a Estados Unidos era México, con el que lindaba al Sur y al Oeste. Allí España logró mantener una vacilante autoridad hasta 1820, cuando estalló la revolución en el país. Durante un momento la monarquía española se tambaleó, y México se separó. El 24 de febrero de 1821 se declaró independiente de España.

Ya en 1818 Henry Clay propuso el reconocimiento americano de las nuevas repúblicas. Tal reconocimiento permitiría a Estados Unidos extender su ayuda a ellas en sus batallas contra España, como antaño Francia había reconocido y ayudado a Estados Unidos en rebelión contra Gran Bretaña.

Pero el secretario de Estado, Adams, se negó a apresurar las cosas mientras estaban en marcha las negociaciones sobre la Florida. Sólo cuando Estados Unidos se hubiese anexado y ocupado formalmente la Florida sería seguro ir más adelante. Entonces, el 12 de diciembre de 1821, Estados Unidos reconoció a México como nación independiente.

La cuestión era si Estados Unidos se comprometía a ir a la guerra en esta cuestión. Puesto que España aún no había reconocido la independencia de sus colonias, era posible que considerase la medida tomada por Estados Unidos como un acto hostil.

Esta posibilidad, por sí sola, no preocupó a Estados Unidos. España se hallaba en tal estado de parálisis que, cualquiera que fuese su reacción, no podía hacer nada. Pero más allá de España estaba el resto de Europa. Las potencias europeas que habían derrotado a Napoleón después de muchos años de lucha —principalmente, Gran Bretaña, Prusia, Austria-Hungría y Rusia— estaban decididas a mantener, en lo sucesivo, el continente seguro y en paz. Hasta Francia, ahora libre de Napoleón y nuevamente gobernada por su viejo linaje de reyes, estaba de acuerdo en esto.

Estas naciones pensaban que todos sus problemas con Napoleón habían comenzado con la Revolución Francesa de 1789; por ello, decidieron que las revoluciones debían ser aplastadas a toda costa desde el comienzo. Así, cuando España pasó por una revolución en 1820 y pareció que se establecería en ella una monarquía más liberal, las otras naciones intervinieron. Realizaron una conferencia sobre la cuestión en 1822 y convinieron en permitir a Francia que enviase un ejército a España para sofocar la revolución. Francia lo hizo sin problemas, y el 31 de agosto de 1823 la revolución llegó a su fin.

La nación más fanáticamente antirrevolucionaria era Rusia. De hecho, el zar Alejandro I de Rusia había llamado emotivamente a una «Santa Alianza» contra los demonios que creyeran en los principios de la libertad y el Republicanismo. El llamado no logró nada. Otras naciones se enrolaron para complacer a Rusia, pero ninguna de ellas pretendía salir de cruzada a los confines de la Tierra o hacer de policía en todo el planeta.

Pero Estados Unidos temía que lo hicieran. La Santa Alianza se convirtió en una pesadilla para los americanos. Una vez que la monarquía española fue restablecida nuevamente en su forma completamente antiilustrada, ¿no podría la Santa Alianza, luego, devolver las colonias españolas en revolución a la madre patria? ¿No podría la Santa Alianza hasta decidir que los Estados Unidos habían surgido de una revolución ilegal y tratar de devolverlos a Gran Bretaña? Esto era muy improbable, por supuesto, pero los americanos se sentían suficientemente nerviosos como para preocuparse por ello.

Lo que hacía parecer a la Santa Alianza particularmente peligrosa era que la misma Rusia, el cabecilla, tenía posesiones en el continente americano. Durante el siglo 18, los rusos se habían dedicado al comercio de pieles a lo largo de las costas de Alaska, y en 1800 Rusia inició la ocupación en serio del país. Bajo el mando de un competente gobernador, Alexander Baranov, la influencia rusa se expandió. En 1799, Baranov fundó como capital Nueva Arcángel, sobre la costa del Pacífico, bien al sur de la península de Alaska. (La ciudad siguió siendo la capital de Alaska durante un siglo y hoy es llamada Sitka.) Se construyeron fuertes aún más al sur, y en 1811 se edificó uno (temporalmente) inmediatamente al norte de San Francisco.

En 1821, el zar anunció que Rusia reclamaba como suya la costa del Pacífico hasta la línea de los 50° de latitud norte. Esta reclamación alcanzaba el extremo septentrional de la isla de Vancouver y estaba bien dentro del Territorio de Oregón, que Estados Unidos reclamaba como suyo. Se prohibió a los barcos extranjeros, incluidos los barcos americanos, acercarse a menos de ciento sesenta kilómetros de la costa reclamada por Rusia.

Estados Unidos estaba furioso, pero ¿qué podía hacer? No podía luchar contra la Santa Alianza.

De hecho, Gran Bretaña se alineó con Estados Unidos en lo concerniente a los nuevos países latinoamericanos. Mientras España y Portugal conservaron sus imperios, la posibilidad de Gran Bretaña de comerciar con esas regiones era pequeña, pero una vez que las naciones latinoamericanas se hicieron independientes, los barcos británicos podían comerciar allí libremente; de modo que convenía a los grandes intereses comerciales de Gran Bretaña mantenerlas libres.

Gran Bretaña no deseaba reconocer como naciones independientes a las colonias, pues era una monarquía y no quería alentar el Republicanismo de forma demasiado abierta. También deseaba no tener enemigos en Europa. No le importaba dejar que Estados Unidos hiciera el trabajo sucio por ella, y estaba totalmente dispuesta a proteger a Estados Unidos mientras hacía ese trabajo sucio. Mientras Gran Bretaña dominase los mares, ninguna otra nación europea podía embarcar un ejército para las Américas sin permiso británico, y menos librar una guerra allí, de modo que, realmente, Estados Unidos estaba seguro.

El ministro de Relaciones Exteriores británico, George Canning, hasta ofreció unirse a los Estados Unidos en una declaración por la cual no se permitiría ninguna invasión europea de las Américas. El embajador americano en Gran Bretaña, Richard Rush (quien había negociado el acuerdo Rush-Bagot), se sintió tentado. Cuando las noticias llegaron al presidente Monroe, también se sintió tentado, lo mismo que Jefferson y Madison, a quienes pidió consejo Monroe.

Pero el secretario de Estado, Adams, se opuso firmemente a unirse a Gran Bretaña en una declaración conjunta. Si lo hacían, el mundo la consideraría como enteramente británica, y Estados Unidos haría el papel de un ridículo enano que repetía «yo también». Además, si Gran Bretaña se unía a la declaración, ella misma no estaría sujeta a ella.

Adams insistió en que Estados Unidos hiciese su propia declaración, contra Gran Bretaña tanto como contra cualquier otro país. Gran Bretaña apoyaría la declaración por su propio interés, de modo que ninguna otra nación podría desafiarla seriamente. Además, Adams sugirió que fuese acompañada por una especie de soborno. Estados Unidos prometería no intervenir en el hemisferio oriental. No alentaría revoluciones en Europa ni intentaría ganar poder allende los mares.

Mientras los funcionarios gubernamentales americanos discutían entre ellos, los británicos gradualmente perdieron interés; comprendieron que realmente nadie planeaba invadir las Américas.

Monroe, pues, convino en emitir una declaración puramente americana. Adams quería que se enviasen copias de la declaración a los principales gobiernos del mundo, pero el secretario de Guerra, Calhoun, se opuso juiciosamente a ello. Esos gobiernos podían sentirse ofendidos y negarse a recibir la comunicación. En cambio, sugirió Calhoun, puesto que pronto debía hacerse la alocución anual del presidente al Congreso, ¿por qué no hacer, sencillamente, que la declaración formase parte de la alocución? El mundo escucharía, si quería hacerlo.

Fue lo que hizo Monroe. El 2 de diciembre de 1823 anunció lo que años más tarde se conocería como la «Doctrina Monroe».

La Doctrina Monroe anunciaba que los continentes americanos estaban cerrados a la ulterior colonización por potencias europeas (advertencia dirigida principalmente a los intentos de Rusia de extender sus posesiones de Alaska). También declaraba que las potencias europeas no debían tratar de subvertir las formas americanas de gobierno por métodos distintos de la guerra. En retribución, Estados Unidos no intervendría en las colonias europeas de América existentes por entonces, ni se mezclaría en los asuntos internos de las potencias europeas o en guerras estrictamente europeas.

Equivalía a decir: «Dejadnos en paz y os dejaremos en paz».

La Doctrina Monroe no fue tomada en serio por ninguna nación, ni siquiera por las nuevas repúblicas latinoamericanas, que prefirieron confiar en la flota británica.

Afortunadamente para los Estados Unidos, Gran Bretaña, por sus propios motivos egoístas, llevó a cabo una política que coincidía con la Doctrina Monroe, por lo que la proclamación americana pareció surtir efecto. Con el tiempo, por supuesto, Estados Unidos llegaría a ser suficientemente fuerte como para hacerla valer aun sin la cooperación de Gran Bretaña.

Gran Bretaña también hizo a Estados Unidos otro favor. Estaba tan inquieta como Estados Unidos por la expansión rusa aguas abajo de la costa del Pacífico, y podía demostrar su disgusto más enérgicamente. Rusia decidió que no merecía la pena querellarse por esa cuestión y el 17 de abril de 1824 convino en reducir su reclamación a los 54° 40’ de latitud norte, que era la frontera septentrional del Territorio de Oregón. Esta concesión parecía una respuesta a la Doctrina Monroe y los pechos americanos se hincharon de orgullo.

La elección de los cinco candidatos

Pero el segundo gobierno de Monroe estaba llegando a su fin, y ya era una tradición bien establecida que ningún presidente tuviera más de dos mandatos. Se planteó la cuestión del sucesor, y el mismo Monroe favorecía a su secretario del Tesoro, William H. Crawford (quien ocho años antes había estado a punto de arrebatar la candidatura a Monroe).

Crawford, aunque georgiano, había nacido en Virginia y era un defensor de los derechos de los Estados al viejo estilo de Jefferson, Madison y Monroe. Éste pensó que Crawford sería el que mejor continuaría las tradiciones de la Dinastía de Virginia.

En el pasado, la manera habitual de elegir un candidato presidencial había consistido en que los diversos miembros del Congreso de un partido determinado se agrupaban en lo que se llamaba una «reunión electoral» y votaban sobre la cuestión. Pero esta vez el viejo sistema no funcionó. No había federalistas para celebrar una reunión electoral y parecía haber demasiados demócratas republicanos con demasiados puntos de vista diferentes para efectuar otra.

Pese a esto, se efectuó una pequeña reunión electoral con 66 miembros del Congreso, de un total de 216, y el 14 de febrero de 1824 eligieron candidato a Crawford. Fue un espectáculo sin relieve, y la última reunión electoral para elegir candidatos que se llevó a cabo.

En todo el país habían surgido protestas contra el sistema. La reunión electoral parecía una manera de mantener el control en manos de los políticos profesionales para actuar sobre seguro, eligiendo a un viejo colaborador eficaz tras otro. Nunca habría cabida para héroes populares fuera de la tradición del Congreso.

Ni siquiera dentro del gobierno la reunión electoral había significado nada. El secretario de Guerra, Calhoun que había maniobrado para llegar a la presidencia desde 1821, se proclamó candidato, y el 18 de noviembre de 1822 la legislatura estatal de Kentucky, por su parte, eligió candidato a presidente al orgullo de Kentucky, Henry Clay. Éste, que era un político sumamente hábil, había maniobrado para hacer que el Congreso aprobase el Compromiso de Missouri, lo cual tenía mucho mérito.

Pero la candidatura de mayor resonancia surgió en Tennessee. Allí el clamor no era por un miembro del gabinete o del Congreso, sino por un héroe de guerra que se había destacado en la batalla de Nueva Orleans y en la Florida. Ya el 20 de julio de 1822 la legislatura de Tennessee había elegido a Jackson candidato a presidente; luego lo envió a Washington como senador. No había duda de que este activismo rudo y vigoroso complacía a gran parte de la nación.

Estos cuatro candidatos eran de Georgia, Carolina del Sur, Tennessee y Kentucky, todos ellos Estados esclavistas. Surgió un quinto candidato en Boston, el 15 de febrero de 1824. Nuevamente, se trataba de un personaje notable, John Quincy Adams, el arquitecto de la Doctrina Monroe. Fue el único miembro de los Estados libres en la competición.

Nunca antes ni después hubo cinco candidatos fuertes que se disputasen la presidencia, y la «era de los buenos sentimientos» llegó totalmente a su fin.

En el curso de la campaña, las cosas se simplificaron un poco cuando Calhoun, juzgando la situación con un criterio práctico, llegó a la conclusión de que no sería elegido. Por ello, se retiró y aceptó la candidatura a la vicepresidencia que le ofrecieron las fuerzas de Adams y de Jackson. Luego Crawford sufrió un ataque y quedó con una parálisis parcial. Aunque se negó a retirarse de la competición, su posición quedó debilitada.

Además del número de candidatos, hubo otra complicación en la elección de 1824. Se estableció prácticamente una nueva forma de votación. Hasta entonces, el presidente había sido elegido por un grupo de electores, tantos por cada Estado, y estos electores habitualmente eran elegidos por las legislaturas estatales.

Pero poco a poco se hizo cada vez más común que la gente de cada Estado votase directamente a los electores. La mayoría generalmente elegía una de las listas rivales de electores, cuyos miembros se comprometían todos a votar por el candidato particular deseado por esa mayoría[5]. Así, en 1824 no sólo había un voto electoral, para elegir a un presidente, sino también un «voto popular», que mostraba cuál era el sentir de la población en general.

En la elección de 1824, la primera en la que se registró un voto popular, Jackson fue el más votado con 153.544 votos, frente a los 108.740 para Adams. Pero los otros dos rivales, Crawford y Clay, recibieron un poco más de 45.000 cada uno, lo cual hizo que la ganancia de Jackson estuviese lejos de ser una clara mayoría popular; había recibido sólo el 43,1 por 100 de los votos.

Por supuesto, eran los votos electorales los que contaban, pero aquí la situación era la misma. Jackson tenía 99 votos electorales; Adams, 84; Crawford, 41, y Clay, 37. Puesto que se necesitaban 131 votos, nadie llenó las condiciones para ser elegido. (El caso fue diferente en la competición por la vicepresidencia: Calhoun, apoyado por Adams y Jackson, obtuvo 182 votos electorales y fue elegido.)

Por segunda vez en la historia americana[6] terminaba una elección presidencial sin que ningún candidato obtuviese una clara mayoría. De acuerdo con la Constitución, esto implicaba que los tres candidatos con más votos debían hacer frente a un voto de decisión en la Cámara de Representantes. Clay, que salió en cuarto lugar, fue excluido.

Puesto que Clay no podía ser presidente, tenía el privilegio de elegir a quién apoyar de los tres restantes, y su apoyo fue influyente, en verdad. Como era un unionista, no sentía ninguna simpatía por Crawford, un firme partidario de los derechos de los Estados. Las inclinaciones políticas de Jackson eran desconocidas, y a Clay no le gustaba particularmente. Adams, en cambio, era el más cercano a las ideas unionistas de Clay. Así, Clay, aprovechando al máximo su considerable influencia entre los representantes, apoyó vigorosamente a Adams.

Cada Estado tenía un voto en este caso, y cuando Clay terminó y se emitió el voto, el 9 de febrero de 1825, resultó que trece de los veinticuatro Estados votaron por Adams, mientras que Jackson obtuvo siete votos y Crawford cuatro. Esto significaba que, si bien Adams ocupó el segundo lugar tanto en el voto popular como en el electoral, fue elegido, y tres semanas más tarde comenzó su mandato como sexto presidente de los Estados Unidos. (Éste es el único caso en la historia americana en que un padre y su hijo obtuvieron la presidencia. John Adams, que había sido el segundo presidente de los Estados Unidos, aún estaba vivo y se estaba acercando a los noventa años.)

Los adeptos de Jackson estaban horrorizados por lo que había hecho la Cámara de Representantes y se sentían particularmente amargados por el papel que le cupo desempeñar a Clay. Aunque ahora podemos ver que las acciones de Clay fueron motivadas por principios, esto no era tan visible para quienes estaban ciegos de cólera. Muchos de ellos insistían en que Clay había vendido su influencia por alguna clase de posición bajo Adams; y el mismo Jackson, un hombre de intensos odios y que nunca olvidaba y nunca perdonaba, parecía creerlo.

Adams, como su padre, era de una enorme capacidad e integridad, y es totalmente inconcebible que se hubiese entregado a maniobras poco limpias para ganar la elección. Pero también, como su padre, tenía una marcada carencia de tacto y de sentido común político. Incapaz de imaginar que alguien pudiese dudar de su honestidad, ofreció a Clay el cargo de secretario de Estado.

Clay, que era un político consumado, debe de haber comprendido que, en esas circunstancias, habría sido mejor que se alejase de Adams hasta que se apaciguase el furor de la elección del Congreso. Pero fue incapaz de resistir la tentación de ese alto cargo, sobre todo porque, en aquellos días, la Secretaría de Estado conducía directamente a la presidencia. Jefferson, Madison, Monroe y el mismo John Quincy Adams habían ocupado el cargo de secretario de Estado antes de conquistar la presidencia.

Naturalmente, el atronador alboroto de los partidarios de Jackson alcanzó nuevas alturas. Muchos vociferaban: «¡Un trato corrupto!», y muchos lo creían. No había ninguna posibilidad de reconciliación. Los adeptos de Jackson pasaron a la oposición con tal fuerza que fue como si se hubiesen formado dos partidos: uno encabezado por el gobierno, bajo Adams y Clay, y otro por los jacksonianos. La campaña para la elección de 1828 empezó inmediatamente.

La aparente división partidista se convirtió en una división de hecho. Clay pronto formaría un Partido Nacional Republicano, así llamado para diferenciar a sus seguidores de los demócratas republicanos de Jackson. En el curso de los años siguientes, las dificultades que suponía tener dos tipos de republicanos fueron tales que las fuerzas de Jackson acentuaron la primera mitad de su nombre; se convirtieron simplemente en los demócratas, y este nombre ha persistido hasta la actualidad.

En general, los republicanos nacionales[7] tendieron a ser unionistas, y los demócratas se inclinaron hacia el bando de los defensores de los derechos de los Estados.

El Decimonoveno Congreso, elegido en 1824, fue partidario del gobierno, pues las fuerzas jacksonianas eran superadas por 26 a 20 en el Senado y por 105 a 97 en la Cámara de Representantes. Pero los efectos del alboroto del «¡trato corrupto!» aparecieron en las elecciones de mitad del mandato, en 1826, cuando el Vigésimo Congreso se inclinó al bando de Jackson, quien tuvo ahora una mayoría de 28 a 20 en el Senado y de 119 a 94 en la Cámara de Representantes.

Adams, que había sido un gran secretario de Estado en el pasado e iba a ser un gran miembro del Congreso en el futuro, demostró ser un mediocre presidente. Optó por mantener su integridad política hasta el suicidio político. Mantuvo en su cargo a hombres que habían actuado contra él, sobre la base de que hacían bien sus tareas. Designó a opositores en cargos del gobierno, sobre la base de que estaban cualificados para ellos. Se negó a entregarse a ninguno de los juegos políticos que hacen amigos y debilitan a los enemigos, por lo que debilitó a sus amigos y aumentó el número de enemigos.

También operó contra Adams la continua liberalización del proceso de las elecciones. Originalmente, los Estados habían establecido requisitos de propiedad para votar, lo que había mantenido el voto mayormente en manos de personas ricas y cultas, que no eran propensas a dejarse arrastrar por entusiasmos populares. Los nuevos Estados incorporados desde la Guerra de 1812 carecían de tales requisitos, y los viejos Estados empezaron a eliminarlos.

Naturalmente, todo aquello que favoreciera el voto de todo el mundo redundaba en beneficio de Jackson, que era un héroe popular.

El arancel de las abominaciones

La impopularidad de Adams y el implacable odio que sentían hacia él los jacksonianos lo obstaculizaron en todo, hasta en el campo en que era más experto: los asuntos extranjeros. Era muy natural, considerando la larga historia de Adams como diplomático y su hoja de servicios como creador de la Doctrina Monroe, que se interesase particularmente por el destino de las repúblicas latinoamericanas; pero hasta sus esfuerzos en esta esfera fueron erróneos.

Canning, el ministro de relaciones exteriores británico, también se interesaba por la América Latina. Había ofrecido unirse a los Estados Unidos en lo que fue luego la Doctrina Monroe y había sido rechazado. Sentía cierto fastidio por ello y estaba decidido a golpear a Estados Unidos en su propio terreno. No necesitaba violar la Doctrina Monroe para hacerlo (aunque probablemente no le hubiera preocupado si lo hacía). Gran Bretaña no necesitaba colonizar América Latina ni subvertir su política; sólo necesitaba comerciar con las nuevas naciones y reducirlas a la servidumbre económica.

Gran Bretaña tenía enormes ventajas sobre Estados Unidos por esa época, pues las mismas naciones latinoamericanas preferían la protección británica y el comercio británico a los de Estados Unidos. Gran Bretaña era más fuerte y más rica que Estados Unidos y, por ello, podía ser de mucha mayor ayuda. Así, cuando Simón Bolívar, uno de los jefes de la revolución latinoamericana, convocó un congreso interamericano en Panamá para crear medios de protección mutua, invitó a Gran Bretaña pero no a Estados Unidos.

Algunas de las naciones latinoamericanas (particularmente México, que lindaba con Estados Unidos y no deseaba tener un enemigo innecesario), también invitaron a Estados Unidos. Adams y Clay aceptaron prestamente la invitación y nombraron dos delegados.

El único problema era que los jacksonianos no estaban dispuestos a aceptar nada que propusiera el gobierno. No asignaron fondos a los costes de la misión, y la disputa fue larga y agotadora. Finalmente, ganó el gobierno, mas para entonces uno de los delegados estaba muerto y, de todos modos, la reunión de Panamá había sido suspendida. Fue un asunto humillante para Estados Unidos, y para Adams en particular.

La rivalidad británico-americana en América Latina podía haber continuado y su encono crecido peligrosamente, pero Canning murió en 1827 y sus sucesores no estaban interesados en competir con los Estados Unidos en esa región del mundo. Una vez más, Estados Unidos ganó por buena suerte, más que por buen sentido.

Otro problema —y mucho peor— que surgió por la enemistad de los jacksonianos concernía a los aranceles.

Los aranceles protectores de 1816, de hecho, no habían protegido suficientemente a las industrias americanas. Los productos británicos aún competían duramente y dejaban en desventaja a las fábricas americanas. Los niveles arancelarios sobre ciertas mercancías fueron elevados en 1818 y 1822, pero aún eran bajos.

Los Estados industriales del Noreste presionaban al gobierno para que efectuase nuevos aumentos. Pero los Estados esclavistas, que seguían siendo agrícolas, estaban firmemente en contra de tales aumentos, pues preferían productos manufacturados más baratos de Gran Bretaña a productos más caros del Noreste. Para ellos, era claro que los aranceles superiores aumentarían la prosperidad del Noreste industrial a expensas del Oeste y Sur rurales.

En los últimos días del Decimonoveno Congreso, cuando el gobierno todavía mantenía el control (pero sabiendo ya que lo perdería en el futuro Vigésimo Congreso), se hizo el intento de hacer aprobar esos aumentos arancelarios antes de que fuese demasiado tarde. El aumento arancelario fue aprobado por la Cámara de Representantes, y luego recibió una votación empatada en el Senado.

Calhoun, como vicepresidente, ocupaba la presidencia del Senado y tenía el privilegio de votar para romper un empate. (En verdad, no podía votar en ninguna otra ocasión.) Como miembro del gobierno y como unionista, cabía esperar que votase por el aumento arancelario. Pero también había figurado en la lista electoral de Jackson, y era más un jacksoniano que un hombre del gobierno. Además, había empezado a pasar del unionismo a la defensa de los derechos de los Estados, como demostró ahora. Votó contra el aumento arancelario y el proyecto de ley quedó anulado.

Luego, cuando el Vigésimo Congreso se reunió por primera vez, en 1827, los jacksonianos, que predominaban en el Congreso, elaboraron un plan verdaderamente maquiavélico. Prepararon un arancel con tasas extremadamente elevadas, establecidas de tal modo que actuasen contra Nueva Inglaterra cuando fuese posible.

Los representantes y senadores de Nueva Inglaterra estaban obligados a votar contra él y serían acusados del fracaso del proyecto de ley. Los jacksonianos, en cambio, podían decir a quienes estaban a favor del arancel elevado que ellos mismos habían presentado el proyecto de ley y que sus opositores habían conseguido hacerlo fracasar. El resultado final, pensaban confiadamente los jacksonianos, sería que todo el mundo estaría por Jackson y nadie por Adams.

La estrategia jacksoniana en el Congreso era conducida, claro está, por Calhoun. Lo secundaba hábilmente Martin Van Buren (nacido en Kinderhook, Nueva York el 5 de diciembre de 1782), un senador de Nueva York desde 1821, partidario de los derechos de los Estados.

Van Buren había apoyado la construcción del canal de Erie, en Nueva York, financiado por el Estado; el proyecto fue completado el 26 de octubre de 1825, gracias al vigoroso impulso que le dio el gobernador De Witt Clinton. (Clinton, nacido en Little Britain, Nueva York el 2 de marzo de 1769, era sobrino de George Clinton, que había sido vicepresidente bajo Jefferson y Madison.) El canal de Erie fue un éxito enorme e hizo de la ciudad de Nueva York el principal puerto por el cual podía efectuarse el comercio entre Europa y el interior americano. Este acceso condujo al fenomenal crecimiento de Nueva York e hizo de ella, con el tiempo, la mayor y más notable ciudad de Estados Unidos, y en muchos aspectos del mundo.

Van Buren había afilado sus dientes políticos en una larga lucha con De Witt Clinton y había ganado, finalmente. Uno de los primeros políticos que creó un sistema de fieles secuaces (una «máquina de partido») que gobernaban su Estado originario mientras él estaba en Washington, fue un temprano ejemplo de un «jefe de partido».

Como era un hombre de escasa estatura y de gran encanto personal, que tenía el arte de ganarse a la gente con una conversación suave y amable, era llamado «el Pequeño Mago». (Posteriormente, fue llamado «el Viejo Kinderhook» [Old Kinderhook], por su lugar de nacimiento, y se supone que el uso de distintivos electorales con las iniciales OK [okey] dio origen al uso generalizado del término en los Estados Unidos para significar «sí», o «muy bien», o «todo está en orden».)

Había sido Van Buren quien había convocado la última reunión electoral política de miembros del Congreso en 1824 y había maniobrado para que se nombrase candidato a Crawford. Pero Van Buren percibió claramente la dirección del viento después de la elección; se pasó al bando de Jackson. En adelante no hubo jacksoniano más firme que él.

Con su acostumbrada habilidad, Van Buren activó rápidamente el proyecto de ley de elevados aranceles proteccionistas en el Congreso. Astutamente, obstaculizó a los delegados de Nueva Inglaterra en toda ocasión, toda vez que proponían enmiendas para hacer más sensato el arancel. Finalmente se llegó a la votación y, mientras los hombres de Jackson sonreían con aire satisfecho, los representantes de Nueva Inglaterra votaron a favor del proyecto. Se emitieron suficientes votos como para ser aprobado. Adams luego lo firmó, y el 19 de mayo de 1828 se convirtió en ley.

Los horrorizados defensores de los derechos de los Estados de las zonas rurales del país llamaron a la ley el «Arancel de las Abominaciones». Los jacksonianos quedaron sin habla; habían caído en su propia trampa. Sus seguidores, si hubiesen tenido otro partido al cual apoyar, habrían abandonado a los jacksonianos inmediatamente.

La desaparición de lo viejo

El inesperado resultado de la maquinación arancelaria dejó a los Estados rurales, particularmente a los esclavistas, en el más alto grado de frustración. Se acercaba la elección presidencial de 1828, que seguramente enfrentaría de nuevo a Jackson contra Adams en otra ronda de la cálidamente disputada decisión de 1824. Puesto que no podían votar por Adams y el Noreste industrial, los Estados esclavistas tendrían que votar por el jacksonismo, cuyo historial había sido bastante pobre hasta entonces.

Empezó a parecer como si, de un modo u otro, los Estados esclavistas debían ser siempre vencidos en las elecciones por los intereses industriales del Noreste. Además, los Estados occidentales, aun los que tenían esclavos, poseían una tradición democrática que les hacía sentir escasa simpatía por el aire aristocrático de los Estados costeros, más viejos; era dudoso, pues, que se pudiera confiar en el Oeste.

Este sentimiento de desconfianza hacia la mayoría de los otros Estados o hacia todos ellos era más fuerte en Carolina del Sur, donde el espíritu de la aristocracia de viejo estilo estaba aún vivo. Carolina del Sur, por ejemplo, elegía electores presidenciales por el voto de la legislatura estatal, no por elección popular. Por ello, no era sorprendente que Carolina del Sur fuese el más extremo de los Estados esclavistas en la hostilidad a las fuerzas mayoritarias que veía alinearse contra él en el resto de la Unión. Un número creciente de ciudadanos de Carolina del Sur pensó que sólo podían hallar seguridad en la más extrema posición de defensa de los derechos de los Estados.

El 2 de julio de 1827 Thomas Cooper, presidente del Colegio de Carolina del Sur, había planteado en un discurso si era posible siquiera que Carolina del Sur recibiese una apropiada consideración de sus justas necesidades por parte de una coalición hostil de Estados con tradiciones diferentes de las suyas, y si la opción no se estaba convirtiendo en la de «sumisión o separación».

La aprobación del Arancel de las Abominaciones había levantado protestas en muchas legislaturas estatales sureñas, pero Carolina del Sur fue extremada en su reacción. El 19 de diciembre de 1828 la legislatura de Carolina del Sur aprobó resoluciones que denunciaban el arancel en términos enérgicos.

Al mismo tiempo, se publicó un ensayo titulado «Exposición y protesta de Carolina del Sur». No llevaba nombre de autor, pero había sido escrito por Calhoun, el vicepresidente de Estados Unidos, quien ahora completaba de este modo su paso del unionismo a los derechos de los Estados.

El punto principal de la argumentación de Calhoun era que la soberanía estaba realmente en los Estados, es decir, que eran ellos los que finalmente debían decidir en cuestiones legislativas. La unión creada por la Constitución sólo era un acuerdo voluntario entre los diversos Estados, y ningún Estado se hallada obligado a cumplir una ley si pensaba que ella violaba ese acuerdo. Esto significaba que un Estado, frente a una ley federal que consideraba intolerable, podía anularla (declararla inexistente) dentro de sus límites.

Ésta no era una idea nueva. Ya en 1798, cuando, bajo John Adams, Estados Unidos había aprobado leyes represivas que limitaban la libertad de expresión y de prensa, el Estado de Kentucky había aprobado resoluciones que apoyaban la idea de la anulación. Estas resoluciones también habían sido escritas, anónimamente, por un vicepresidente de Estados Unidos, que a la sazón era Thomas Jefferson. Más aún, bajo los presidentes Jefferson y Madison, algunos sectores de Nueva Inglaterra habían prácticamente desafiado y anulado la ley federal.

Pero con cada década que pasaba la idea de la anulación se hacía más difícil de defender. Medio siglo había transcurrido desde la declaración de la independencia, y un tercio de siglo desde que la Constitución había creado la Unión Federal.

Por entonces, la mayoría de la población había nacido y vivido en la Unión. Estaban habituados a considerarse como americanos, no como nativos de un Estado particular. Estados Unidos había luchado contra Gran Bretaña en la Guerra de 1812, terminada en un empate; había obtenido vastos nuevos territorios; cada día era más rico, más fuerte y más populoso. La idea de desmembrarlo en regiones o Estados individuales y destruir la fuerza, las dimensiones y la riqueza propia de la Unión era cada vez más insoportable.

Tampoco la mayoría de la nación aceptaba la teoría de que la Constitución era meramente el producto de un acuerdo entre Estados. El preámbulo de la Constitución, al exponer las razones de su creación, empezaba con las palabras: «Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos…», y no: «Nosotros, los Estados que constituyen los Estados Unidos…», o «Nosotros, el pueblo de los Estados».

Además, John Marshall, el duro federalista que todavía era presidente del Tribunal Supremo, había declarado firmemente que el gobierno federal era responsable ante el pueblo, y no ante los Estados, y que sólo el Tribunal Supremo, no los Estados, podía decidir si una ley era inconstitucional o no; y los americanos se habían acostumbrado a considerar que la palabra de Marshall era la ley.

La desaparición de los viejos sentimientos favorables a los Estados, no a la Unión, hizo difícil para Carolina del Sur hallar apoyo en el asunto del arancel. Otros Estados podían simpatizar con ella, pero no admitían su posición extrema, y Carolina del Sur quedó aislada.

Sólo los hombres de más de sesenta años podían recordar los días anteriores a la Constitución, pero ahora, bajo el gobierno de Adams, aparecieron algunos intensos recordatorios de aquellos viejos días.

El 14 de agosto de 1824 llegó a Nueva York un recuerdo viviente de la guerra. Se trataba nada menos que del marqués de Lafayette, quien de joven había combatido bajo el mando de Washington y desempeñado un papel de particular importancia en la fundamental batalla de Yorktown[8]. Había sido invitado por los Estados Unidos a visitar el país que había ayudado a crear, y allí fue con su hijo, para ser honrado y aclamado durante una gira de un año.

Tenía sesenta y siete años y había luchado por la libertad toda su vida. Había tomado parte en la Revolución Francesa como ardiente defensor de la libertad, fue expulsado de la nación cuando la revolución se hizo demasiado extrema para preocuparse por la libertad y retornó bajo Napoleón. Pero fue contrario a Napoleón y luchó por sus ideas liberales después de la caída de éste.

El 17 de junio de 1825, mientras Daniel Webster pronunciaba un discurso, Lafayette puso la piedra angular del monumento a Bunker Hill en Charlestown. El 8 de septiembre volvió a Europa, y allí, durante nueve años más, hasta su muerte, ocurrida el 20 de mayo de 1834, mantuvo firmemente las mismas ideas que lo llevaron a combatir como voluntario junto a los americanos por la independencia y la libertad, más de medio siglo antes.

Un signo más triste del paso del tiempo se produjo el 4 de julio de 1826, el quincuagésimo aniversario de la Declaración de la Independencia. Dos de los firmantes, y sólo dos, habían llegado a ser presidentes de Estados Unidos: John Adams y Thomas Jefferson. Habían sido enconados adversarios políticos a finales de siglo, pero en su retiro, en su vida madura y al apaciguarse las pasiones, se habían hecho amigos; se escribieron frecuente y afectuosamente durante más de trece años.

Al acercarse el quincuagésimo aniversario de la independencia, John Adams había cumplido sus noventa años, y Jefferson sus ochenta y tres; y ambos estaban enfermos. Era dudoso, en efecto, que Jefferson viviera para ver el aniversario, pero se aferró a la vida lo suficiente para darse cuenta, después de medianoche, que era el 4 de julio; luego, se dejó morir.

John Adams murió unas pocas horas más tarde, y sus últimas susurrantes palabras fueron: «¡Jefferson aún sobrevive!» Pero, ¡ay!, no era así.

Que los dos presidentes signatarios muriesen el mismo día y que este día fuese el centenario de la independencia americana es, seguramente, una de las coincidencias más notables de la historia americana.

Con la muerte de Adams y Jefferson, sólo un firmante de la Declaración seguía con vida: Charles Carroll, de Maryland, quien tenía ochenta y nueve años por entonces, habiendo nacido en Annapolis, Maryland, el 19 de septiembre de 1737. Él y dos signatarios sobrevivientes de la Constitución, Rufus King y James Madison, eran los únicos «Padres Fundadores» que seguían vivos.