1. El comienzo de la división
Unionismo contra derechos de los Estados
En 1816, los Estados Unidos celebraron el cuadragésimo aniversario de su Declaración de la Independencia. En esos cuarenta años habían arrancado esa independencia de Gran Bretaña por la fuerza de las armas, y luego elaboraron una Constitución que establecía una compleja forma federal de gobierno por la cual los Estados particulares cedían suficiente a fin de formar un gobierno central bastante fuerte como para llevar el control de la nación.
Pero la naturaleza exacta del federalismo así establecido seguía en disputa. ¿Cuánto poder, exactamente, habían cedido los Estados? ¿Cuánto poder, exactamente, había obtenido el gobierno federal? En caso de discrepancia sobre si un determinado poder correspondía al Estado particular o al gobierno federal, ¿quién habría de decidir?
Sin duda, existe una Constitución escrita en forma clara, pero sus palabras pueden ser matizadas e interpretadas en un sentido u otro. Algunos podían sostener que los Estados eran la autoridad última y que los derechos básicos eran esencialmente los suyos, mientras que la Unión Federal de los Estados sólo poseía aquellos derechos que la Constitución le otorgaba específicamente. De quienes defendían esta opinión puede decirse que se pronunciaban por los «derechos de los Estados».
Por otro lado estaban aquellos que sostenían que, si la Unión Federal había recibido ciertos derechos, era natural suponer que también había recibido implícitamente poderes que permitían poner en práctica esos derechos. Pensaban que la Unión tenía todos los derechos posibles excepto los que la Constitución le prohibía y reservaba a los Estados. Podemos llamar «unionistas» a tales personas.
En aquellos tempranos años posteriores a la adopción de la Constitución se formaron dos partidos. Uno de ellos era el Partido Federalista, el cual, como indica su nombre, creía en una Unión Federal poderosa y era de filosofía unionista. El otro era el Partido Demócrata Republicano, que defendía los derechos de los Estados.
Durante doce años los federalistas estuvieron en el gobierno, bajo los presidentes Washington y Adams, y el rumbo de la nación fue puesto en la dirección de una centralización creciente y una unión cada vez más fuerte. Siguieron dieciséis años de gobierno demócrata republicano, bajo los presidentes Jefferson y Madison, pero aunque los Estados Unidos adquirieron un espíritu más democrático en esos años, las realizaciones del federalismo no fueron anuladas.
Bajo los primeros cuatro presidentes, Estados Unidos pasó por un difícil período de revoluciones y guerras en Europa, y luego sobrevivió a una segunda guerra contra Gran Bretaña, la guerra de 1812, en la que Estados Unidos no obtuvo ninguna victoria clara, pero tampoco sufrió ninguna derrota clara[1].
Y ahora, en 1816, la lucha parecía haber terminado. Europa estaba en paz, y lo mismo Estados Unidos. Un bien acogido velo de paz hasta parecía haber caído sobre la lucha partidista interna. El Partido Federalista había sido mortalmente herido durante la Guerra de 1812 porque parecía haber abrigado intenciones traidoras, y después de terminada la guerra eran cada vez menos los que se declaraban federalistas. Al parecer, la nación se estaba volviendo totalmente demócrata republicana.
Pero esto no significaba que todo el mundo estuviera de acuerdo en todo. Todos podían decirse demócratas republicanos, pero algunas personas aún deseaban una Unión fuerte y otras defendían los derechos de los Estados. Extrañamente, aunque fue el partido defensor de los derechos de los Estados el que ganó y sobrevivió, el ala unionista del partido, en los días que siguieron a la guerra, era el más fuerte.
Por ejemplo, estaba en pie la cuestión de la existencia de un banco nacional. En 1791 se había creado un banco de los Estados Unidos a sugerencia de Alexander Hamilton, el primer secretario del Tesoro y el más brillante de los federalistas. Los demócratas republicanos lo contemplaron con alarma, pues lo consideraban como un medio por el cual los inversores extranjeros, en combinación con los representantes de los intereses comerciales del Noreste, podían tiranizar al resto de la nación.
En 1811, pues, cuando expiró el plazo de veinte años fijado al banco, los demócratas republicanos, entonces en completo dominio del gobierno, no lo renovaron, y el Banco de los Estados Unidos dejó de existir.
Pero su inexistencia debilitó la estructura financiera de Estados Unidos e hizo considerablemente más difícil para la nación llevar adelante eficientemente la Guerra de 1812. Después de la guerra, pues, el ala unionista del Partido Demócrata Republicano decidió tratar de corregir lo que pensaban que había sido un error.
En el último año de la guerra, el presidente Madison, preocupado por la creciente desorganización de las finanzas americanas y la práctica bancarrota del Tesoro, nombró a Alexander James Dallas (nacido en la isla de Jamaica el 21 de junio de 1759, de padres escoceses) secretario del Tesoro. Dallas inmediatamente persuadió al Congreso a que votase mayores impuestos, restableció el Tesoro y recomendó la resurrección del Banco de los Estados Unidos.
Los esfuerzos para crear tal banco empezaron de inmediato en el Congreso, y la lucha fue conducida por un brillante joven miembro del Congreso, John Caldwell Calhoun (nacido en Abbeville, Carolina del Sur, el 18 de marzo de 1782). Se había casado por interés, y en 1811 fue elegido miembro de la Cámara de Representantes. Aquí, inmediatamente se destacó como uno de los principales «halcones de la guerra», los deseosos de la guerra con Gran Bretaña.
También entre los halcones de la guerra estaba Henry Clay, de Kentucky (nacido en el condado de Hanover, Virginia, el 12 de abril de 1777). Clay había estado activo en la política de Kentucky desde la época en que había viajado por primera vez al oeste, a este Estado, a la edad de veintitrés años, y había estado en el Senado en dos ocasiones. En 1811 renunció a su escaño en el Senado a fin de presentarse para las elecciones a la Cámara de Representantes (por entonces considerada la rama más prestigiosa del Congreso).
Así como Calhoun y Clay habían trabajado para provocar la Guerra de 1812, así también ahora, después de la guerra, actuaron juntos en el ala unionista del Partido para crear un segundo Banco de los Estados Unidos. Calhoun presentó el proyecto de ley para crear el banco y Clay trabajó para hacerlo aprobar.
Entre los que se oponían al proyecto se contaba Daniel Webster (nacido en Salisbury, New Hampshire, el 18 de enero de 1782), quien había entrado en la Cámara de Representantes en 1813. Nueva Inglaterra había sido desafecta al resto de la Unión durante la Guerra de 1812, y los restos de este descontento dejaron en Webster algunos persistentes rastros de sentimientos favorables a los derechos de los Estados.
El 10 de abril de 1816 el proyecto fue aprobado y se creó el segundo Banco de los Estados Unidos con una carta que mantendría su validez por veinte años. Un quinto de su capital de 35 millones de dólares fue proporcionado por el gobierno y un quinto de sus directores fueron designados también por éste. El resto se hallaba en manos privadas. Como el primer banco, el segundo también tuvo su sede central en Filadelfia. Las operaciones comenzaron el 1 de enero de 1817.
Los defensores de los derechos de los Estados no estaban totalmente derrotados. Los Estados podían emprender acciones. En Maryland, por ejemplo, se aprobaron leyes que ponían duros impuestos a la rama del banco que se había establecido en Baltimore.
El banco se negó a cumplir con esas leyes sobre la base de que eran inconstitucionales, y en 1819 la disputa llegó al Tribunal Supremo.
El presidente del organismo era John Marshall (nacido en Germantown, Virginia, el 24 de septiembre de 1755). Había sido nombrado en el cargo por el presidente John Adams en 1801 y era un declarado y obstinado federalista. Aunque el Partido Federalista había desaparecido y los federalistas estaban todos muertos o retirados o se habían convertido, Marshall estaba vivo y activo, y era tan federalista como siempre.
El caso llegó al Tribunal Supremo como la causa «McCullough contra Maryland», pues James McCullough era el cajero de la rama de Baltimore que se había negado a obedecer la ley de Maryland.
A la sazón, Daniel Webster se había hecho unionista en grado suficiente como para ser uno de los abogados defensores del banco. El Tribunal Supremo oyó los argumentos, y entonces Marshall anunció una de las decisiones judiciales más importantes de la historia americana.
Adoptó la posición unionista de los poderes implícitos. El gobierno federal tenía poder para crear un banco, dijo, aunque la Constitución no lo dijera específicamente, porque para gobernar con eficiencia debía disponer de tal poder si lo juzgaba necesario, y la Constitución no decía específicamente que no podía hacerlo.
Además, puesto que el gobierno federal podía crear el banco, esto significaba que ningún Estado podía destruirlo, lo cual, a su vez, significaba que ningún Estado podía ponerle impuestos, pues, decía Marshall, «el poder de poner impuestos es el poder de destruir». Yendo aún más lejos, Marshall sostenía que el gobierno federal no era responsable ante los Estados, sino directamente ante el pueblo.
Mientras el banco estaba destinado a fortalecer internamente la economía americana, otra medida tomada aproximadamente por la misma época apuntaba a la situación externa. La intención era limitar la dependencia americana de productos manufacturados en el exterior a fin de estimular la industrialización doméstica. Esto podía lograrse mediante un arancel, o impuesto sobre los artículos importados.
Los aranceles estaban, claramente, dentro de los poderes constitucionales de la Unión Federal, pero el propósito original de tal impuesto sobre las importaciones era solamente el de elevar los ingresos. Por ello, los aranceles eran generalmente tan pequeños como fuera posible, ya que si eran demasiado elevados podían interrumpir totalmente el comercio y las rentas disminuían.
Pero ahora el propósito era limitar el comercio. Si los aranceles eran tan elevados que los productos importados se volvían demasiado caros para que los comprasen los americanos, éstos se verían obligados a comprar productos de fabricación interna, aunque no fuesen de tan buena calidad. Entonces, puesto que las fábricas americanas quedarían inundadas de pedidos, prosperarían, se expandirían, mejorarían la calidad de sus productos y todos los americanos estarían mejor.
Puesto que tales aranceles estaban destinados a proteger a los manufactureros americanos de productos como el cuero, el papel, los sombreros, los textiles, etc., de la competencia por parte de sus equivalentes más adelantados del exterior, fue llamado un «arancel protector». Nuevamente, Calhoun y Clay estuvieron vigorosamente a favor de él, y el Arancel de 1816, la primera tarifa proteccionista de la historia de la nación, se convirtió en ley el 27 de abril. Fue otra victoria unionista.
Clay y Calhoun actuaron también en otra dirección La Guerra de 1812 había demostrado que la nación tenía serias dificultades para desplazar sus ejércitos a través de su enorme y subdesarrollado territorio. Y lo que era dificultoso para los fines de la guerra también lo era para el comercio; la falta de caminos en las regiones solitarias limitaban la prosperidad y también obstaculizaban la acción de un gobierno federal eficiente.
Clay, por ello, propuso lo que llamó el «sistema americano» (con referencia a toda la nación, y no ya a uno u otro Estado). Propuso «mejoras internas», un sistema completo de caminos, puentes y canales por el que las personas y los bienes pudieran trasladarse de una parte del país a otra. Esto no podían hacerlo los Estados separadamente, puesto que habría sido casi imposible asegurarse la cooperación de todos, y algunos Estados eran menos ricos que otros. Tenía que hacerlo el gobierno federal.
Calhoun trató de hacer aprobar un proyecto de ley por el cual se recaudaría dinero para este fin, dinero que debía ser administrado por el Banco de los Estados Unidos. El proyecto fue aprobado por el Congreso, pero el presidente Madison era esencialmente un defensor de los derechos de los Estados y lo vetó, pues pensó que el gobierno federal adquiriría un poder injustificado si el proyecto se convertía en ley.
Aunque el sentimiento unionista era fuerte después de la Guerra de 1812 y aunque la decisión de Marshall en la causa «McCullough contra Maryland» sentó las condiciones para un gobierno federal fuerte, el bando defensor de los derechos de los Estados no estaba totalmente derrotado. Tenía sus partidarios y, como en el caso del veto de Madison, sus victorias. De hecho, en los cuarenta años siguientes, el enfrentamiento entre el unionismo y los adeptos del derecho de los Estados se haría cada vez mayor y con el tiempo llegaría casi a destruir la nación.
El curso de este enfrentamiento, y el modo en que los Estados Unidos apenas lograron sobrevivir a la crisis que provocó, constituye el tema de este libro.
Continúa la dinastía de Virginia
El año 1816 no fue solamente el año de la creación del Banco y del arancel proteccionista. Fue también un año de elecciones. James Madison, cuarto presidente de los Estados Unidos, estaba en el último año de un segundo mandato.
Era un virginiano, nacido en el Estado que había sido la colonia más antigua, la más populosa y, a sus propios ojos, con mucho la más importante. De hecho, de los primeros cuatro presidentes de Estados Unidos, tres (Washington, Jefferson y Madison) habían sido virginianos y cada uno había tenido dos mandatos. La única interrupción se había producido con la presidencia de un solo mandato de John Adams, de Massachusetts.
Madison favoreció la permanencia de la «Dinastía de Virginia» y apoyó a James Monroe (nacido en el Condado de Westmoreland, Virginia, el 28 de abril de 1758), que había combatido en la Guerra Revolucionaria y había sido herido en la batalla de Trenton, íntimo amigo de Thomas Jefferson, Monroe era un firme defensor de los derechos de los Estados. Había figurado entre los que negociaron la compra de Luisiana bajo Jefferson, y finalmente fue nombrado secretario de Estado bajo Madison, en 1811, cargo en el que permaneció hasta el final del gobierno de Madison.
Cuando los miembros demócratas republicanos del Congreso se reunieron para elegir un candidato, no todos estaban contentos con Monroe, quien en el momento en que representó a la nación en Francia y otras partes ocasionalmente fue más allá de sus poderes de un modo precipitado. Los miembros más jóvenes querían elegir a William Harris Crawford. También éste era un virginiano de nacimiento (Condado de Amherst, 24 de febrero de 1772). Pero su familia se había trasladado a Georgia y en 1807 había sido elegido senador por este Estado. En 1815 entró en el gabinete de Madison, primero como secretario de Guerra y luego como secretario del Tesoro.
Pese al apoyo presidencial a Monroe, y pese al hecho de que Crawford no hizo campaña electoral, Crawford obtuvo 54 votos, frente a 65 de Monroe. La prueba de que la popularidad de éste no era abrumadora no alteró el hecho de que Monroe era el candidato demócrata republicano en un año en el que el candidato de este partido no podía perder. Para equilibrar la candidatura (es decir, para tener dos candidatos de diferentes partes de la nación) se eligió como candidato a la vicepresidencia al gobernador de Nueva York, Daniel D. Tompkins (nacido en Scarsdale el 21 de junio de 1774).
Los federalistas que quedaban en el Congreso eligieron como candidato presidencial al neoyorquino Rufus King (que se había presentado sin éxito como candidato a vicepresidente en 1804 y 1808). Como vicepresidente eligieron a John Eager Howard (nacido en Baltimore, Maryland, el 4 de junio de 1752), veterano de la Guerra Revolucionaria, en la que fue herido, y que había servido a su Estado como gobernador y senador.
Hablando en términos estrictos, no hubo lucha. Los federalistas sólo podían ganar en Massachusetts y Connecticut.
Todos los demás Estados votaron a los demócratas republicanos. Monroe recibió 183 votos electorales contra 34 de King, y la «Dinastía de Virginia» continuó.
En el Decimoquinto Congreso, que fue elegido al mismo tiempo, en el Senado los escaños demócratas republicanos sumaban 34, contra 10 de sus oponentes, mientras que las cifras en la Cámara de Representantes eran de 141 a 42.
También continuó el crecimiento de la nación. El 11 de diciembre de 1816 Indiana entró en la Unión como el Estado decimonoveno. Como territorio, había recibido su nombre antes de la época de la compra de Luisiana, cuando era la sede de las tribus indias mejor organizadas que quedaban en suelo americano.
En los tres años siguientes, otros tres Estados se añadieron a la lista. Mississippi, sobre las orillas orientales de los tramos inferiores del río de igual nombre, ingresó como el vigésimo Estado el 10 de diciembre de 1817; Illinois, como Estado vigésimo primero, el 3 de diciembre de 1818, y Alabama, como Estado vigésimo segundo, el 14 de diciembre de 1819. «Illinois» y «Alabama» son versiones de los nombres dados a estas regiones por las tribus indias.
El continuo incremento de los Estados hizo que fuese necesario modificar la bandera americana. Estaba difundido el sentimiento de que el número de bandas y estrellas debía reflejar el número de Estados; así, el dibujo original de trece franjas y trece estrellas fue aumentado a quince después de la admisión de Vermont y Kentucky.
Pero era claro que no se podía aumentar más el número de franjas. Si se introducían once franjas rojas y once franjas blancas para reflejar la situación existente a fines de 1819, a distancia la bandera se vería como una mancha uniforme de color rosa. Por ello, el 4 de abril de 1818 se decidió fijar el número de franjas en trece (siete rojas y seis blancas) y aumentar solamente el número de estrellas, a medida que aumentase el número de Estados. Desde entonces, Estados Unidos se ha adherido a esta regla.
El censo de 1820 reveló que la población de Estados Unidos era de 9.638.453 personas, un incremento de dos veces y media sobre la cifra del primer censo, en 1790, sólo tres décadas antes. Nueva York y Filadelfia tenían ahora poblaciones que superaban las cien mil personas.
Los barcos de vapor comenzaron a navegar por el río Mississippi y los Grandes Lagos. El primer barco de vapor que cruzó el Atlántico fue un americano, el Savannah, que hizo el viaje en 1819.
Aunque el gobierno federal no podía financiar las mejoras internas, varios de los Estados lo hicieron. Nueva York, en particular, empezó a construir un canal del lago Erie al río Hudson, de modo que se extendiera una vía acuática continua a todo lo largo de los Grandes Lagos y hasta el océano Atlántico. (En aquellos días, era mucho más fácil y rápido transportar materiales por agua que por tierra.)
También la nación pudo ajustar sus fronteras con razonable éxito.
Cuando Monroe ocupó la presidencia, Estados Unidos tenía dos vecinos extranjeros: Gran Bretaña, que dominaba Canadá al norte, y España, que dominaba La Florida y México al sur. Podía parecer que Gran Bretaña sería la más inquietante, ya que era la más fuerte de las dos potencias y acababa de finalizar una guerra con ella. En verdad, después de la guerra, parecía que comenzaría una carrera en la que Estados Unidos y Gran Bretaña tratarían cada uno de superar al otro en la militarización de los Grandes Lagos y el lago Champlain. La perspectiva parecía ser la de una frontera intensamente fortificada, sumamente costosa para ambas naciones, y que seguía el origen de frecuentes incidentes militares y amenazas de guerra.
Afortunadamente, ni Estados Unidos ni Gran Bretaña deseaban estos riesgos, y que ello no ocurriera se debió en gran medida a John Quincy Adams (nacido en Braintree, Massachusetts, el 11 de julio de 1767), por aquel entonces embajador americano en Gran Bretaña.
John Quincy Adams era el hijo mayor de John Adams, el segundo presidente de Estados Unidos. A los ocho años, el pequeño Adams había contemplado la batalla de Bunker Hill, y, en 1781, cuando sólo tenía catorce años, hizo su primer viaje a Europa. Posteriormente fue embajador en los Países Bajos durante la presidencia de Washington, y embajador en Prusia durante la de su padre.
En un comienzo había sido federalista, pero se pasó al bando demócrata republicano bastante antes de la Guerra de 1812, de modo que no compartió la fortuna declinante del Partido Federalista. Fue embajador en Rusia bajo Madison y luego contribuyó a negociar el Tratado de Gante, que puso fin a la Guerra de 1812. Más tarde fue nombrado embajador en Londres.
Sin duda el diplomático más capaz del país por entonces, y uno de los más capaces de la historia de la nación, Adams promocionó la idea del desarme en los Grandes Lagos. A principios de 1816 logró persuadir al gobierno británico a que aceptase este principio. Las negociaciones sobre esta cuestión continuaron en Washington, D. C., cuando Monroe subió a la presidencia.
El secretario de Estado de Monroe era Richard Rush (nacido en Filadelfia, Pensilvania, el 29 de agosto de 1780), quien había sido ministro de Justicia bajo Madison. Trató con Charles Bagot, el embajador británico en los Estados Unidos. Juntos, elaboraron el Tratado Rush-Bagot, que fue aprobado por el Senado el 16 de abril de 1818.
Todo lo que hizo el Tratado Rush-Bagot fue limitar los barcos de guerra que cada nación mantendría en los Grandes Lagos, permitiendo sólo un pequeño número de ellos para funciones policiales y aduaneras. No se dijo nada acerca de la frontera terrestre, y ambas partes podían dar fin al Tratado con seis meses de aviso. Si hubiera habido una continua enemistad entre las dos potencias, el Tratado no habría servido de nada.
Pero ambas partes se beneficiaron tan claramente con el desarme que todos los cambios posteriores se hicieron siempre en el sentido de reducir aún más las fuerzas. El límite entre los Estados Unidos y Canadá llegó a convertirse en la más larga frontera no fortificada del mundo y siguió siendo un permanente ejemplo de cómo las naciones podían vivir en paz, aunque pudiesen surgir disputas entre ellas.
Y hubo disputas. No había ningún límite definido entre Estados Unidos y los dominios británicos al oeste del lago de los Bosques. El lago de los Bosques, situado a unos 400 kilómetros al oeste del lago Superior, señalaba el extremo noroeste de los Estados Unidos de acuerdo con el Tratado de París de 1783, que había puesto fin a la Guerra Revolucionaria. Excepto en lo concerniente a la frontera septentrional de Maine, que era aún incierta, el límite entre Estados Unidos y el Canadá Británico había sido fijado por el Tratado.
Pero en 1803 Estados Unidos había comprado el territorio de Luisiana a Francia y nadie sabía cuáles eran los límites septentrionales de este territorio. La región nunca había sido explorada apropiadamente.
Estados Unidos consideraba que la manera más razonable de dirimir la cuestión era prolongar la línea existente al oeste del lago de los Bosques. Puesto que el lago se centraba alrededor de la línea de los 49° de latitud norte, la sugerencia equivalía a hacer de esta línea la frontera entre los Estados Unidos y Canadá y prolongarla hasta el Pacífico.
Los británicos discrepaban por dos motivos. En la región del lago de los Bosques querían que la frontera estuviera bastante al sur de la línea de los 49°, para que el curso superior del río Mississippi estuviese en suelo británico. En segundo lugar, no admitían que la línea se extendiese más allá de las Montañas Rocosas. Reclamaban hasta los 42° de latitud norte la región situada al oeste de las montañas (el Territorio de Oregón), que era el límite septentrional del territorio dominado por los españoles.
Finalmente, los británicos retiraron su demanda del lago de los Bosques, que los Estados Unidos no admitía en modo alguno, mientras que Estados Unidos admitió la demanda sobre las Montañas Rocosas. La frontera fue establecida a lo largo de la línea de 49° desde el lago de los Bosques hasta la divisoria de aguas continentales, y este límite ha permanecido sin cambio hasta hoy.
En cuanto al Territorio de Oregón, iba a estar bajo la ocupación conjunta británico-americana; el problema no se resolvería hasta otro cuarto de siglo después.
La Florida
Al sur, las cosas eran diferentes. España no había estado en guerra con los Estados Unidos, pero tampoco era una potencia amiga. Estaba resentida por la compra americana de Luisiana a Francia, pues Francia había arrancado la región ilegalmente a España. Además, Estados Unidos había interpretado la compra ampliamente y se había apoderado unilateralmente de la región de la costa del golfo de Florida occidental, incluyendo la ciudad de Mobile, que había tomado por la fuerza en 1813.
Además, aunque España, por enemistad con Gran Bretaña, había ayudado a Estados Unidos a conquistar su independencia, el ejemplo americano era peligroso para su dominación, cada vez menos sólida, sobre México, América Central y la mitad de América del Sur. Así, aunque España no tomó medidas manifiestas contra Estados Unidos, ciertamente no estaba dispuesta a ayudar a los americanos contra sus enemigos.
Entre esos enemigos estaban los indios del Sudoeste americano, los cuales habían guerreado contra Estados Unidos en el curso de la Guerra de 1812 y habían sido derrotados por un duro hombre oriundo de Tennessee, Andrew Jackson (nacido en la frontera con Carolina, el 15 de marzo de 1767), quien se convirtió posteriormente en héroe nacional al obtener una gran victoria sobre los británicos en la batalla de Nueva Orleans, el 8 de enero de 1815[2].
Pero algunos de los indios derrotados se retiraron a la Florida septentrional, adonde las fuerzas americanas legalmente no podían seguirlos y donde las fuerzas españolas no veían ninguna razón para actuar contra ellos. A los indios se unieron negros que escapaban de la esclavitud. Los indios y los negros juntos se llamaban a sí mismos seminólas (de una palabra india que significa «fugitivos»).
El río Apalachicola corre hacia el sur a través de la Florida occidental, y en su desembocadura, a trescientos veinte kilómetros al este de Mobile, los británicos habían fundado Fort Apalachicola durante la Guerra de 1812. Los seminólas se habían adueñado de este fuerte y lo usaban como base para hacer incursiones por los campos de Georgia y Alabama. Peor aún, desde el punto de vista de estos Estados, la existencia de Fort Apalachicola era un constante incentivo a la fuga de esclavos.
Por ello, en 1816, Estados Unidos envió una fuerza armada a Florida y el 27 de julio destruyó el fuerte. Esto no tuvo mayores repercusiones, pues si bien el territorio era teóricamente español, no había fuerzas españolas en la vecindad, y aunque España probablemente ayudaba a los seminólas subrepticiamente, no estaba dispuesta a hacer de eso un problema real.
Pero los seminólas contraatacaron, y lo que siguió fue llamado la Primera Guerra Seminóla. Puesto que Estados Unidos no podía librar eficazmente la guerra si los indios usaban la Florida como santuario intocable, el ejército americano recibió órdenes de perseguir a los seminólas por la península hasta los mismos puestos españoles.
El 26 de diciembre de 1817 se otorgó el mando del ejército al vigoroso y muy poco sutil Andrew Jackson. Sus instrucciones le parecieron oscuras y escribió a Washington pidiendo aclaraciones. Preguntó si tenía permiso para hacer lo que juzgase mejor, en cuyo caso podía apoderarse de toda Florida, de un extremo a otro, en sesenta días. El secretario de Guerra bajo el presidente Monroe era John C. Calhoun. Ni él ni el presidente consideraron adecuado contestar la carta de Jackson.
Presumiblemente, la idea era dejar que Jackson hiciese lo que quisiera (y sabían que éste actuaría audazmente). Si las cosas salían bien, magnífico. En caso contrario, Monroe y Calhoun podían decir que Jackson había actuado sin órdenes y arrojarlo a los lobos.
Jackson tomó el silencio por consentimiento (como el gobierno sabía que haría) y se abalanzó a Florida. Tomó San Marcos el 7 de abril de 1818, y Pensacola el 24 de mayo, ocupando toda la faja noroccidental de la región. Éstos no eran puestos indios, sino fortificaciones españolas.
Esto ocurría en el mismo momento en que John Quincy Adams, ahora secretario de Estado de Monroe, estaba negociando con Luis de Onís, el embajador de España en Estados Unidos, sobre límites en disputa y sobre el permiso que daba España para que los indios usasen la Florida como refugio. Podía parecer que la vigorosa ofensiva de Jackson ponía en mala situación a Adams, pero de hecho no era así. Adams se lamentó de la cuestión ante el embajador español, pero era muy consciente de que Jackson estaba demostrando a España que no podría mantener la Florida por mucho tiempo y que causaba más trastornos de lo que valía.
Pero entonces Jackson fue demasiado lejos. Encontró dos súbditos británicos, Alexander Arbuthnot y Robert C. Ambruster, y sospechó que suministraban material de guerra a los seminólas. Quizá lo hicieran, pero no eran americanos ni actuaban en suelo americano, y los americanos estaban allí ilegalmente. Pasando todo esto por alto, Jackson hizo fusilar a uno de los comerciantes y ahorcar al otro. Luego, sin pedir permiso a nadie, nombró un gobernador militar de Florida y retornó a su país.
Naturalmente, España protestó con vehemencia, y si bien el gobierno británico optó por no hacer nada, la opinión pública británica reaccionó furiosamente y parecieron cernirse nuevamente las nubes de la guerra.
Monroe tuvo que tomar una decisión y reunió a su gabinete, la mayoría del cual optó por la retirada; Calhoun, en particular, estuvo a favor de formar un consejo de guerra a Jackson como manera de apaciguar a España y Gran Bretaña. Además, el bando más cauteloso del Congreso, conducido por Henry Clay, pensaba que Jackson debía ser censurado.
Pero Adams apoyó las acciones de Jackson y argumentó vigorosamente que Estados Unidos debía seguir una política firme y no volverse atrás. Hacía más aceptable esta opinión el hecho de que la aventura de Florida resultó ser enormemente popular entre el público americano (como siempre ocurre con las aventuras militares entre cualquier público… cuando tienen éxito). Monroe finalmente respaldó a Adams y Jackson no fue reprendido.
En cambio, Adams envió una nota al gobierno español en la que tomó la ofensiva, acusando a los españoles de alentar la anarquía y las actividades antiamericanas en Florida. Defendió a Jackson alegando que había actuado en defensa propia y ofreció a España la alternativa de conservar la Florida en la paz y el orden o cederla a los Estados Unidos. Luego salvó las apariencias para España restituyendo el territorio que Jackson había tomado.
Para entonces, España comprendió claramente que debía ceder la Florida a los Estados Unidos voluntariamente o sufrir la humillación de que éstos la tomasen por la fuerza. Por ello, el 22 de febrero de 1819 el secretario de Estado y el embajador español firmaron el Tratado Adams-Onís, que fue rápidamente ratificado y convertido en ley.
Por este Tratado, Florida era cedida a Estados Unidos, con lo que llegaron a su fin tres siglos de dominación española allí (exceptuando el período comprendido entre 1763 y 1783, en que la Florida fue británica). Estados Unidos no pagó por la Florida, pero convino en hacerse cargo de las deudas por cinco millones de dólares que España debía pagar a ciudadanos americanos.
Además, el Tratado establecía una línea fronteriza definida a través de todo el continente, desde el golfo de México hasta el océano Pacífico, que separaba los territorios de Estados Unidos de los españoles. A diferencia de la línea establecida en el Norte, ésta del Sur y el Oeste no duraría más de una generación.
¿La era de los buenos sentimientos?
El gobierno de Monroe parecía funcionar a las mil maravillas. Había paz y prosperidad. Había desarme en algunas fronteras y límites fijados pacíficamente en otras, con un poquito de gloria militar como condimento.
El arancel de 1816 fue seguido por algunos años de expansión económica, particularmente para Nueva Inglaterra, que prosperó detrás de la muralla aduanera a medida que pasó del comercio a la industria. Cuando Monroe visitó Nueva Inglaterra, en el verano de 1817, esta próspera región olvidó su legado de federalismo, para no hablar de su actitud cercana a la traición en la Guerra de 1812, y saludó al presidente con gran entusiasmo. El 12 de julio de 1817 un periódico de Boston, el Columbian Centinel, anunció lo que llamó una «era de buenos sentimientos», y el gobierno de Monroe ha pasado con este nombre a los libros de historia.
Parecía haber alguna razón para hacer tal caracterización. En las elecciones para el Congreso de 1818 hubo un mayor decrecimiento de la lucha partidista, o al menos un mayor aumento de la desproporcionada mayoría demócrata republicana. El número de federalistas en el Senado disminuyó de diez a siete en el Congreso Decimosexto, y en la Cámara de Representantes su número disminuyó de cuarenta y dos a veintisiete.
Cuando llegó el momento de la elección presidencial de 1820, real y literalmente no hubo pugna por primera (y última) vez desde Washington. Monroe y Tompkins fueron reelegidos como candidatos por los demócratas republicanos, pero los federalistas sencillamente no se molestaron en elegir a ningún candidato. Fue una elección con un solo partido y no hubo campaña electoral.
El 6 de diciembre de 1820 se emitieron los votos electorales y estaba claro que Monroe obtendría los 232 votos. Sin embargo, hubo un hombre que puso objeciones. William Plumer (nacido en Newburyport, Massachusetts, en 1759), un elector de New Hampshire que estaba terminando su tercer mandato como gobernador de este Estado, deliberadamente votó por John Quincy Adams. La razón que adujo fue que, en su opinión, ningún otro americano, excepto George Washington, debía ser elegido unánimemente. Y, sin duda, hasta hoy, ningún otro lo ha sido.
(William Plumer es importante en la historia americana por otro motivo. El más antiguo y más famoso colegio de New Hampshire, Dartmouth, tenía una junta directiva federalista. Plumer, que era demócrata republicano, condujo la lucha para convertirlo en una universidad estatal, de modo que pudieran incorporarse a la junta directiva nuevos miembros de la tendencia política de Plumer. Dartmouth se resistió y el caso llegó al Tribunal Supremo. Daniel Webster, alumno de Dartmouth, defendió elocuentemente al colegio, y John Marshall, el tenaz federalista, sostuvo que un Estado no podía violar un contrato ni, por ende, entrometerse en el colegio. Ésta fue una importante limitación puesta por el Tribunal Supremo al poder del gobierno y una importante salvaguardia a los derechos de los gobernados.)
Sin embargo aunque las cosas parecían marchar a las mil maravillas durante el primer año de la presidencia de Monroe, había problemas, y un poco por debajo de la superficie no era en modo alguno una era de buenos sentimientos.
En primer lugar, la prosperidad se había detenido repentinamente en 1819. El optimismo nacional habría conducido a la especulación con tierras occidentales mediante el uso de papel moneda exuberantemente emitido por los bancos estatales. Con todo este dinero disponible, la gente estaba dispuesta a hacer ofertas elevadas por las tierras, con la esperanza de venderlas por precios aún mayores. De hecho, los precios de todo se elevaron mucho y hubo, como siempre en tales condiciones, una inflación galopante.
Cuando todo se encaminada hacia el caos, el Banco de los Estados Unidos emprendió una acción que fue al mismo tiempo demasiado drástica y demasiado tardía. Dejó de conceder nuevos préstamos, exigió el pago de muchos préstamos que había concedido, y lo exigió en dinero contante y sonante, no en papel. Los bancos de los Estados, que estaban endeudados con el Banco de los Estados Unidos, tuvieron que cerrar; las hipotecas fueron ejecutadas; los precios agrícolas cayeron drásticamente; las fábricas cerraron. Fue el «pánico de 1819».
Las personas perjudicadas por esta situación —granjeros y especuladores en tierras del Oeste y el Sur— naturalmente acusaron al Banco. En primera línea del clamor contra el Banco estaba Thomas Hart Benton (nacido cerca de Hillsborough, Carolina del Norte, el 14 de marzo de 1782). Era un hombre tan duro como Andrew Jackson, y, aunque en un principio fueron amigos, riñeron por un malentendido. Ambos tenían temperamentos violentos y se batieron a duelo; Jackson casi falleció (tuvo que dirigir la campaña contra los indios, al año siguiente, con el brazo en un cabestrillo.)
Benton se había trasladado a Saint Louis, Missouri, en 1815, y allí, como director de un periódico, empezó a abogar por un mayor peso del Oeste en el gobierno americano. Llamó al Banco «el Monstruo», y éste se convirtió en su nombre para todos los que se oponían a él.
Era muy claro que el Banco de los Estados Unidos había actuado mal en la crisis, y en medio del pánico estuvo a punto de destruirse a sí mismo. Se nombró como nuevo presidente a Langdom Cheves (nacido en Abbeville, Carolina del Sur, el 17 de septiembre de 1776), ex presidente de la Cámara de Representantes. Reorganizó el Banco adoptando una cautelosísima política de ahorro, y bajo su dirección se restableció sobre bases firmes.
En enero de 1823, uno de los directores del Banco, Nicholas Biddle (nacido en Filadelfia, Pensilvania, el 8 de enero de 1786), se convirtió en su tercer presidente, y bajo su eficiente y conservadora administración el Banco continuó floreciendo. Pero el Banco nunca comprendió la importancia de las relaciones públicas. Su gerencia nunca se molestó en ocultar su alianza con los elementos empresariales de la nación o su indiferencia hacia los elementos rurales. Por ello, en todo el Sur y el Oeste la política aprobada era ser contrario al Banco.
El pánico de 1819 y los años de depresión que siguieron podían haber llevado a una escisión entre las partes meridionales y occidentales de la nación, por un lado, y la parte Noreste, por el otro. Esto habría sido similar a la escisión regional que en tiempo de Washington había conducido a la fundación de los partidos Federalista y Demócrata Republicano.
Tal escisión habría sido bastante nociva, pero no se produjo. En cambio, surgió otro tipo de regionalismo sobre otras bases, que fue mucho más serio y contribuyó a hacer de la era de los buenos sentimientos la última que la nación conocería por largo tiempo. Esa nueva escisión concernía a la cuestión de la esclavitud y se produjo del siguiente modo.
El problema de la esclavitud no había sido tomado muy en serio por la mayoría de la nación en la época en que fue aprobada la Constitución. Ésta aceptaba el hecho de la esclavitud, aunque no la mencionaba en ninguna parte. Tampoco en la Declaración de Derechos figuraba el derecho a no ser esclavizado. El gobierno federal no estaba facultado para aprobar ninguna ley concerniente a los esclavos. (La única excepción fue que la importación de negros africanos destinados a la esclavitud —el «comercio de esclavos»— pudo ser detenida veinte años después de ser adoptada la Constitución. Y, efectivamente, el comercio de esclavos fue suspendido veinte años más tarde, el 1 de enero de 1808.)
Se dejó a cada Estado la facultad de decidir si permitir o no la esclavitud. Cuando la población de un territorio solicitaba al gobierno ser admitida como un Estado, podía decidir si quería ser un Estado que permitía la esclavitud o un Estado que no la permitía. (La única excepción fue el territorio situado al norte del río Ohio, donde la esclavitud había sido prohibida antes de que se redactase y aprobase la Constitución.)
Muy pocas personas juzgaban errónea la esclavitud por la época en que se aprobó la Constitución. Se daba por sentado que los negros eran inferiores a los blancos, mental y moralmente, y que sacarlos de sus países bárbaros y otorgarles los beneficios de la civilización y el cristianismo era para su bien.
Pero hubo un número creciente de personas para quienes la esclavitud era injusta y debía ser abolida; por ello, fueron llamados «abolicionistas». Poco a poco triunfaron en los Estados norteños. Para 1819, la esclavitud había sido puesta fuera de la ley en los Estados situados al norte de la línea Mason-Dixon (la línea de Este a Oeste que señalaba el límite entre Pensilvania y Maryland). Los Estados situados al sur de ella aún permitían la esclavitud. Así, la nación se dividió en «Estados libres» y «Estados esclavistas».
Los abolicionistas se sintieron cada vez más insatisfechos de que hubiera Estados esclavistas en los Estados Unidos.
Pensaban que la existencia de la esclavitud en cualquier parte de la nación era una vergüenza para todos los Estados, tanto libres como esclavistas.
Es posible que todos los Estados hubieran llegado a ser libres como los del Norte, pues había sentimientos abolicionistas aun en aquellos Estados que todavía eran esclavistas. Virginia era un Estado esclavista, por ejemplo, pero muchos virginianos (Washington y Jefferson, entre otros) con el tiempo liberaban a sus esclavos. Asimismo, había hombres de los Estados esclavistas que se destacaban en los movimientos que aspiraban a devolver a los negros su libertad africana, si no se podía obtener para ellos la libertad americana. (En 1816 se fundó la Sociedad Americana de Colonización, y se llevaron negros a la costa de la protuberancia occidental de África. Allí se fundó la nación de Liberia —de la palabra latina que significa «libertad»— y una capital, Monrovia, así llamada en homenaje al presidente Monroe. La nación aún existe hoy y aún es llamada Liberia, y su capital es todavía Monrovia.)
Pero ocurrió algo que cambió esta situación. El inventor Eli Whitney, de Connecticut, había creado, en 1793, la desmotadora, que hacía muy fácil separar las fibras de algodón de las simientes. Esto eliminó el principal obstáculo para la producción de algodón, que entonces comenzó a expandirse enormemente. Los Estados esclavistas del Sur empezaron a depender cada vez más, año tras año, del algodón que alimentaba a las fábricas textiles de Nueva Inglaterra y Gran Bretaña, y este algodón era recogido por esclavos negros. Puesto que el algodón era la espina dorsal económica de la mayoría de los Estados sureños, éstos consideraron que la esclavitud era vital para su prosperidad.
Con este motivo económico para retener a sus esclavos, la gente de los Estados esclavistas empezó a defender la esclavitud como un categórico bien.
Además, a medida que crecía el movimiento abolicionista en los Estados libres, aumentó el temor de la gente de los Estados esclavistas. Les parecía que los abolicionistas estimulaban a los negros a rebelarse, y la historia de las revueltas de esclavos era temible. En el siglo anterior había habido rebeliones de negros en la isla de Santo Domingo que fueron tiempos de horror para los blancos.
La gente de los Estados esclavistas, herida por las acusaciones de inhumanidad y temerosa de la posibilidad de matanzas y violencias a manos de negros rebeldes, cerró filas. Fue imposible predicar el abolicionismo en los Estados esclavistas. Allí la esclavitud se hizo sacrosanta; no se la podía cuestionar.
Así, cuando llegó el tiempo de la llamada «era de los buenos sentimientos» había notablemente escasos buenos sentimientos entre los Estados libres y los Estados esclavistas. Había comenzado una división regional que iba a empeorar y hacerse más peligrosa constantemente durante los siguientes cuarenta años.
El Compromiso de Missouri
A fines del primer mandato de Monroe, los Estados esclavistas eran plenamente conscientes de que estaban a la defensiva. Aunque los Estados esclavistas eran mayores en superficie —1.125.000 kilómetros cuadrados frente a 750.000 de los Estados libres— estaban quedando atrás en cuanto a población. En la época del primer censo, en 1790, la población de los Estados que luego formarían los Estados libres era aproximadamente igual a la de los Estados que luego serían esclavistas, pero en 1820 había cinco millones de personas en los Estados libres y sólo 4,4 millones en los Estados esclavistas.
Más aún, por lo menos un millón y medio de los habitantes de los Estados esclavistas eran esclavos, y la Constitución sólo permitía contar tres quintos de ellos para la representación en la Cámara de Diputados. Eso significaba que en ésta, mientras en 1790 los Estados libres y los esclavistas habían tenido una representación, casi igual, ahora los miembros del Congreso de los Estados libres superaban a los de los Estados esclavistas en una proporción de tres a dos.
Era obvio que esta desproporción entre las poblaciones iba a aumentar. Los Estados libres estaban pasando por un proceso de industrialización y ofrecían mayores oportunidades a los inmigrantes, que llegaban de Europa en grandes cantidades. Para los inmigrantes no tenía sentido ir a los Estados esclavistas, donde las tareas agrícolas las efectuaban los negros y el trabajo industrial era inexistente.
Los Estados esclavistas conservaban mayor homogeneidad en la población y un modo de vida más antiguo, más aristocrático y más grato (para los miembros de las clases superiores), pero eran los Estados libres los que se estaban haciendo ricos y prósperos. Los esclavos y el algodón fueron una trampa en virtud de la cual los Estados esclavistas cayeron en una situación de dependencia económica con respecto a los banqueros e industriales de los Estados libres, pero los propietarios de esclavos se negaban a hacer frente a este hecho.
Los presidentes de Estados Unidos eran elegidos por electores, y cada Estado tenía un número de electores igual al número total de sus senadores y diputados. Esto implicaba que los Estados libres, con un número sustancialmente mayor de representantes, tenían mayor peso en la elección de presidentes. Así, de los cinco primeros presidentes, cuatro (Washington, Jefferson, Madison y Monroe), elegidos un total de ocho veces, habían procedido del Estado esclavista de Virginia, mientras que sólo John Adams, elegido una vez, provenía del Estado libre de Massachusetts.
Pero no era probable que se mantuviese esta tendencia, y muchas personas reflexivas de los Estados esclavistas pensaron que sería cada vez más probable que los presidentes provinieran de los Estados libres y que, con el tiempo, apoyasen el movimiento abolicionista.
Sólo parecía quedar una muralla protectora, y ésta era el Senado. Cada Estado tenía dos senadores, cualquiera que fuese su población, y, como en efecto ocurrió, el número de Estados esclavistas era igual al de Estados libres. Había once de cada lado en 1819: New Hampshire, Vermont, Massachusetts, Rhode Island, Connecticut, Nueva York, New Jersey, Pensilvania, Ohio, Indiana e Illinois eran Estados libres; Delaware, Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Georgia, Alabama, Mississippi, Luisiana, Tennessee y Kentucky eran Estados esclavistas. Esto significaba que había veintidós senadores de los Estados libres y veintidós de los Estados esclavistas.
Mientras los senadores de los Estados esclavistas resistieran firmemente, no podía aprobarse nada insoportable para los Estados esclavistas, independientemente de lo que ocurriese en la Cámara de Representantes o de quien estuviese en la Casa Blanca. Por ello fue esencial para los Estados esclavistas vigilar para que, a medida que se incorporaban nuevos Estados a la Unión, el número de Estados libres no superase al de los Estados esclavistas.
Los ciudadanos de los Estados libres tampoco eran ciegos a la situación. Se hicieron cada vez más renuentes a admitir en la Unión a nuevos Estados esclavistas. Pocas de las personas de los Estados libres eran realmente abolicionistas. La mayoría era partidaria de que se dejase a los Estados esclavistas seguir siéndolo, pero esto no significaba que deseasen más Estados esclavistas.
En 1819, la cuestión llegó a un punto decisivo a causa de Maine. Esta región, la extensión situada más al noroeste de los Estados Unidos desde el momento de la independencia hasta la actualidad, había formado parte de la colonia de Massachusetts antes de la Guerra Revolucionaria y parte del Estado de Massachusetts posteriormente. Maine no era tiranizado por el gobierno de Boston, pero no estaba conectado con Massachusetts por tierra y consideraba que sus intereses eran distintos. No era tan rico ni tan populoso como Massachusetts, y su población demócrata republicana había sido sofocada políticamente por el Massachusetts federalista en los primeros años de la república. Maine siguió aspirando a formar un Estado separado, y el movimiento se aceleró después de la-Guerra de 1812.
Massachusetts no podía esperar beneficiarse mucho con un distrito escasamente poblado y separado de él por el mar, sobre todo si este distrito se mostraba cada vez más descontento; así, finalmente convino, el 19 de junio de 1819, en permitir que Maine formase un Estado separado. Para el resto de la Unión, no parecía haber ninguna razón para negarse si Massachusetts estaba de acuerdo con ello, de modo que nadie en Maine esperaba hallar problemas.
Por supuesto, Maine, como parte de Massachusetts, había proscrito la esclavitud mucho tiempo antes, y se dada por sentado que entraría en la Unión como un Estado libre.
Mientras tanto, la parte del territorio de Luisiana ubicada alrededor de los tramos inferiores del río Missouri, con la floreciente Saint Louis como ciudad principal, deseaba entrar en la Unión como Estado de Missouri. La gente de la región, conducida por Benton, había presentado una petición a tal fin en diciembre de 1818.
El territorio había permitido la esclavitud desde los días anteriores a su incorporación a Estados Unidos. La mayoría de los emigrantes al territorio provenía de Estados esclavistas, y en 1819 ya había dos mil quinientos esclavos allí. Los habitantes, pues, pidieron entrar en la Unión como Estado esclavista.
Hasta entonces se había supuesto siempre que un territorio podía entrar en la Unión, como esclavista o libre, a su elección; por eso los habitantes de los Estados esclavistas se horrorizaron cuando el representante James Tallmage, de Nueva York, introdujo una enmienda al proyecto de ley que aceptaba a Missouri como Estado, enmienda por la cual los esclavos que ya existían en Missouri serían gradualmente liberados y no se permitiría la entrada de nuevos esclavos. La enmienda fue aprobada por la Cámara de Representantes, pero, por supuesto, fue rechazada por el Senado.
Los Estados esclavistas vieron esta acción como la concreción de sus peores temores. Era claro para ellos que los abolicionistas iban a impedir la incorporación de nuevos Estados esclavistas y, de este modo, se adueñarían del Senado, la última defensa de los Estados esclavistas. Éstos se prepararon para una lucha a muerte y se decidieron a impedir que Maine entrase en la Unión como Estado libre a menos que Missouri entrase como Estado esclavista.
El Decimoquinto Congreso se disolvió y se reunió el nuevo Decimosexto Congreso. Después de un verano en el que las pasiones públicas, por ambos lados, llegó a extremos sin precedentes, la cuestión fue abordada nuevamente en un acalorado y tenso debate[3].
Tenía que llegarse a un compromiso, y finalmente propuso uno el senador Jesse Burgess Thomas, de Illinois (nacido en Shepherdstown, Virginia, en 1777). Fue hecho aprobar por Henry Clay (quien luego sería llamado «el Gran Compromisario»), que convenció a algunos de los demócratas republicanos de los Estados libres de la necesidad de un compromiso amenazándolos con la ruptura del Partido y la resurrección de los federalistas.
Por el Compromiso de Missouri de 1820, pues, se permitió a Missouri entrar como Estado esclavista y a Maine como Estado libre. Fue una victoria de los Estados esclavistas, que de este modo conservaron un poder igual en el Senado, con doce Estados y veinticuatro senadores de cada lado.
Pero también se llegó a un acuerdo, por estrecho margen, según el cual a partir de entonces se excluiría la esclavitud de todos los territorios restantes de los Estados Unidos aún no organizados como Estados y que estuviesen al norte de los 36° 30’ de latitud norte, la línea que formaba el límite meridional de Missouri.
Ésta fue una victoria de los Estados libres, pues ese límite estaba muy al Sur. (Más tarde, la región no organizada dentro de las fronteras americanas y situada al sur de la línea constituiría la totalidad o la mayor parte de tres Estados, mientras que el territorio al norte de la línea comprendería la totalidad o la mayor parte de once Estados.)
¿Por qué, pues, aceptaron eso los Estados esclavistas? En primer lugar existía la difundida creencia de que la parte septentrional del territorio de Luisiana, una pradera sin árboles, era «desértica» y que no era probable que se formasen Estados allí. En segundo lugar, la dominación española sobre su territorio al sudoeste de los Estados Unidos se estaba debilitando constantemente, y la gente de los Estados esclavistas aspiraba a la expansión hacia México, donde, por los términos del Compromiso, podía crear cualquier número de Estados esclavistas nuevos.
Así, por el momento, el Compromiso de Missouri pareció dirimir la cuestión y brindar una fórmula para impedir problemas similares en el futuro.
Pero en realidad fue un legado de perturbaciones. Desde ese momento, los Estados esclavistas comprendieron que sólo aumentando el poder de los Estados podían hallar seguridad. El gobierno federal seguramente iba a estar dominado por los cada vez más populosos Estados libres, en cuyo caso una Unión fuerte sería ruinosa para los Estados esclavistas.
Como resultado de ello, el unionismo empezó a decaer en los Estados esclavistas y floreció en su lugar una sólida filosofía de los derechos de los Estados. Antes de 1820, la lucha por el unionismo contra los derechos de los Estados había sido conducida vigorosamente en todos los Estados. Después de 1820 se convirtió cada vez más en un problema de regionalismo: los Estados libres optaban firmemente por el unionismo, y los Estados esclavistas firmemente por los derechos de los Estados.
En verdad, poco a poco, todos los problemas se oscurecieron y desaparecieron ante la amenaza creciente de ese único gran problema: libertad contra esclavitud. Este problema no iba a ser resuelto rápidamente, ni fácilmente, ni, por desgracia, pacíficamente.