VII

ESTABA SUBIENDO LA MAREA. Las luces del puerto se reflejaban en los charcos, en el azabache de la mar, en las cubiertas mojadas de las naves. Las luces del puerto se reflejaban, también, en los ojos de Macario Martín, acodado en la baranda del espardel del Aril.

El Uro entró de popa sobre la rampa. Fue amarrado fuertemente. Simón Orozco ordenó la maniobra esperando que en la marea baja se pudiese trabajar en la avería. La marea en su punto más bajo se daría al amanecer. Hasta el amanecer —dos de guardia en los barcos, dos de rumia de malas palabras, dos al vino para olvidar el puerto— había franquía para las tripulaciones.

Don José hablaba en el muelle con Simón Orozco. Mister O’Halloran representaba a las casas armadoras en el puerto de Bantry. Mister Ginebra convidaba en Mulligan’s Shop a la primera ronda a los tripulantes del Uro y del Aril.

Don José O’Halloran, alias Mister Ginebra, sacó de su cartera veintiséis libras y se las dio al patrón de pesca Simón Orozco.

—Anoto a usted —dijo.

Luego guardó la cartera en el bolsillo interior de su chaleco.

—Hoy hay fiesta en el Dancing —dijo O’Halloran—. Han tenido suerte. Usted, patrón, ¿querría venir conmigo a tomar copas?

—Gracias, don José, estoy cansado. Voy a dormir. Mañana hay que trabajar.

—Bien, conforme, ¿puedo invitar a su gente?

—Como quiera.

—Bien —hizo una gran pausa, alargó la mano para saludar a Simón Orozco—. Buenas noches.

El patrón de pesca se acercó al Uro. Llamó a un marinero. Contó trece libras.

—Dale esto al pesca, una para cada uno, a descuento.

Saltó Simón Orozco a su barco. Llamó a Macario.

—Hay una libra para cada uno, a descuento, el que la quiera que la pida. Díselo a todos, Macario. Diles también que don José espera en Mulligan para invitaros.

—Bien, señor Simón.

Macario bajó del espardel y entró en la cocina. En el rancho de proa avisó:

—Mister Ginebra paga en Mulligan. Quien quiera una libra a descuento que la pida.

Sas saltó rápidamente de la litera.

—¿Tienes una camisa limpia, Venancio?

—Tengo para mí.

Joaquín Sas hablaba rápida y confusamente.

—No tengo ni una camisa limpia. Tú, Ugalde, déjame una camisa. ¿No tienes más que una para ti? Tú, Celso, déjame una camisa, te invito a una cerveza.

Celso Quiroga advirtió:

—Si me invitas a una cerveza grande y luego lavas la camisa, te la dejo. Si rompes la camisa tienes que comprarme otra.

—No.

Sas se puso a revolver en su saco. Extrajo una camisa arrugada. Se acercó con ella a la luz.

—No está muy sucia, puede pasar.

Celso Quiroga defendió su negocio.

—Una piltrafa que olerá a pescado, de tirar para atrás.

—¿Y qué?

Celso se encogió de hombros.

—Las chicas…

—Yo no quiero mujeres, quiero beber —dijo Sas ruidosamente—. Quiero beberme la libra que me den.

—A Mulligan —habló Macario— no tienes por qué ir hecho un artista de cine.

—¿Qué día es hoy? —gritó Sas.

—Sábado —respondió calmosamente Macario—. Sábado sabadillo, habrá baile.

Sas quedó un momento suspenso.

—Me tendré que lavar y afeitar.

Macario Martín desapareció hacia el rancho de popa. José Afá se estaba afeitando, mirándose en un espejo colgado de la puerta.

—Dan una libra —anunció Macario—. Mister Ginebra paga en Mulligan, ¿quién viene?

Afá dejó la maquinilla a unos centímetros del rostro.

—Yo voy contigo, Matao.

Macario se quitó las botas de aguas y se calzó unos zapatos. Juan Arenas pidió vez para usar el cubo.

—No tan de prisa —dijo Manuel Espina—, hay que echar a suertes, porque uno se tiene que quedar.

—Le toca a Gato Rojo —contestó Arenas.

—Gato Rojo está de guardia, pero esto es distinto, hay que echar a suertes. Vamos al motor a echar a suertes.

Juan Arenas protestó un poco, luego se avino. Juntamente con Espina bajó a las máquinas.

Macario Martín estaba muy contento.

—Hoy la voy a agarrar, José.

Dejó de afeitarse Afá.

—Es un plan para el que no cuentes conmigo.

—Peor para ti.

Macario se asomó por el ojo de buey.

—Los del Uro ya están en el muelle. Son los de urgencia. ¡Qué gente!

Juan Arenas entró en el rancho cantando. Macario preguntó:

—¿Quién se queda?

Señaló con el pulgar derecho a sus espaldas.

—El de las suertes…

Manuel Espina entró detrás de su compañero y se tumbó rabiosamente en la litera, golpeando el cabezal con los puños.

—Me c… en…

Domingo Ventura había subido al puente. Paulino Castro estaba sentado en el banquillo junto a la radio.

—¿Quieres tu libra?

—Sí, ¿va a ir usted a Mulligan?

—Luego. Diles a los de abajo que se den prisa, que no me voy a pasar aquí toda la noche esperando que vayan llegando. Que se den prisa a recoger su libra…

Se abrió la puerta del puente.

—¿Se puede, patrón?

Joaquín Sas extendió la mano.

—Espera que apunte —dijo Paulino.

Sacó un cuadernillo y apuntó: Domingo Ventura, una libra, Joaquín, una libra. Dio la libra a Sas.

En el rancho de proa discutían los hermanos Quiroga —el de las manos grandes, el de las uñas como cucarachas— sobre si habrían de pedir una libra para cada uno o una libra para los dos.

José Afá y Macario Martín salieron del rancho de popa. Se oía cantar a Juan Arenas, cantaba los tangos cortando, en el estilo de los viejos cantadores, los versos con suspiros. Manuel Espina le interrumpió:

—¿Quieres callarte, quieres dejar de fastidiar?

—Bueno, bueno, hombre.

Venancio Artola y Juan Ugalde habían saltado al muelle y no se decidían a ir solos a la tienda de Mulligan. Estaban acostumbrados a andar en banda y esperaban a los compañeros. Solos en el muelle se sentían como desamparados.

—Venga, Sas —gritó Artola.

Sas saltó al muelle.

—¿Esperamos a los otros? —preguntó Ugalde.

—¿Para qué? —dijo Sas—. Vamos de prisa, que tengo ganas de darme un buen golpe de cerveza a cuenta de Mister Ginebra.

Los tres echaron a andar hacia la tienda de Mulligan. De vez en cuando Artola volvía la cabeza. Cuando vio a Afá y a Macario, se paró.

—Vamos a esperar al contramaestre y al Matao, que vienen detrás de nosotros.

Macario Martín casi saltaba de alegría y sonreía constantemente.

—Buena se prepara —se frotó las manos—. Buena la vamos a armar.

—Ojo —dijo Afá—: nada más saltar a tierra, comenzar a beber hace más daño que beber el doble después de un rato.

Macario Martín, con las manos en los bolsillos, caminaba delante de sus compañeros, se volvía hacia ellos y explicaba la táctica a seguir.

—Después de que Ginebra invite, invito yo. Tiro mi libra en el mostrador. Si Mister Ginebra me deja pagar, cada uno de vosotros tiene la obligación de convidarme una vez hasta que estemos en paz. Si Ginebra no me deja pagar, eso llevamos en la tripa y luego cada uno se arregla por su cuenta.

La tienda de Mulligan estaba en una calle que daba al muelle. Mulligan usaba, para entenderse con las tripulaciones cantábricas, unos jirones de español con acento mejicano. La base de su extraño idioma pertenecía a sus años de emigrante en California, a su contacto con los braceros mejicanos.

En la puerta de Mulligan’s Shop dos campesinos, con las viseras muy caladas, con las manos en los bolsillos, se refrescaban entre cerveza y cerveza. Macario Martín definió.

—Raqueros del sur parecen estos tíos.

Entraron en la tienda. Mister Ginebra estaba rodeado de los tripulantes del Uro. Macario Martín se abrió paso y tendió su mano a O’Halloran.

—Mucho gusto en saludarle, don José.

Mister Ginebra dudó.

—Tú te llamas… te llamas —descubrió en su memoria el apodo de Macario y se echó a reír—: Muerto.

—No, don José: Matao.

—Eso, Matao. Bebed lo que queráis.

Macario extendió la mano a Mulligan.

—Viejo loco.

—Loco… loco… no. Viejo.

—Viejo, cinco grandes de ginger-ale.

Confraternizó a Macario con O’Halloran, le dio una palmada respetuosa en las espaldas.

—Don José —dijo alegremente—, va para veinticinco años que le conozco a usted. Dígaselo a éstos.

O’Halloran rememoró. No encontró fechas en la memoria. Preguntó:

—¿Qué barcos? ¿De dónde?

Pausadamente Macario los fue enumerando, cogiendo con el índice en gancho de la mano izquierda los dedos de la derecha.

Laredo, de Santander, pareja del Santoña; patrón de pesca el señor Rogelio el Viejo. Zadiaran y Badaya, Pasajes; patrón de pesca el Chato Remedios, que se emborrachaba mucho, que luego murió en el hundimiento del Navarra

—Ya, ya —dijo Mister Ginebra, luego ordenó algo en inglés a Mulligan—, ya, ya —continuó diciendo—. Chato Remedios bebía, ¡uf!, bebía mucho.

Macario Martín se apresuró a beber su ginger-ale. Afá y Sas habían logrado apartar a algunos tripulantes del Uro. Artola y Ugalde estaban en segunda posición. Macario Martín picardeó con Mister Ginebra.

—Me dejará usted que le invite a lo que quiera tomar.

—No, yo invito; guarda tu libra, Muerto. Beberás mucho y te faltará dinero.

O’Halloran invitó de nuevo a todos. Macario Martín cuando apareció otra vez la cerveza ladró. O’Halloran se rió.

—Hazlo otra vez —dijo.

—Tengo que beber mucho para hacer bien el perro.

—Bebe.

—Si bebo muy de prisa, luego voy a tener sed y no voy a tener dinero.

O’Halloran pidió cerveza para Macario. Le colocaron un vaso junto al que tenía mediado. Macario bebió del recién puesto.

—Así infecto los dos, don José; si no, éstos me lo beben en cuanto me descuide.

Macario Martín miró triunfalmente a su amigo Afá y a los compañeros.

—Haz el perro —dijo O’Halloran.

Macario Martín abrió cancha, puso la mano izquierda en el culo, con la palma vuelta hacia arriba y la movió. Comenzó a ladrar lastimeramente.

—Estoy pidiendo perra —aclaró en una pausa.

Luego ladró suavemente y acabó sacando la lengua.

—Acabo de montar a la perra —dijo.

O’Halloran se reía a carcajadas. Palmoteó.

—Muy bien, muy bien. Podrías ganar mucho dinero en un circo.

Macario Martín quedó repentinamente triste.

—Sí, en un circo.

De la tristeza pasó a la seriedad.

—Ahora invito yo —dijo con rabia—. Viejo, ponnos a todos de beber.

Afá le clavó el codo en el costado. Macario Martín se volvió hacia su amigo.

—¿Tú no sabes hacer el perro o cualquier otro animal, José?

O’Halloran no entendía a Macario Martín. La mutación de humor le confundió. Preguntó ingenuamente a Sas:

—¿Está molesto el hombre?

—Es así, es muy raro.

Macario Martín recibió la vuelta de su libra y salió de la tienda de Mulligan. O’Halloran volvió a invitar.

—¿Dónde irá? —dijo Sas.

—A otra taberna —respondió Afá—. Se emborrachará como un demonio.

—O’Neill —dijo Mister Ginebra— tiene todavía abierto. Irá allí.

Sas se encogió de hombros y bebió de un trago su cerveza. Dijo:

—¿Invitas tú o invito yo, Afá?

—Invito yo —dijo, distraídamente, el contramaestre.

Don José O’Halloran, alias Mister Ginebra, bebió su última copa.

—No bebo más. Muchas gracias. Mañana —sonrió ampliamente— hay trabajo. Divertirse, muchachos.

O’Halloran salió de la taberna, repartiendo sonrisas. En la puerta se topó con Paulino Castro.

—¿A casa, don José? —preguntó Paulino Castro.

—A casa… Mucho beber, mucho sueño… A casa.

Se despidieron. Los patrones se sentaron en unas banquetas en un rincón, junto a unos sacos de pescado ahumado. Desde el mostrador Mulligan preguntó:

—¿Cerveza?

—Ginebra —respondió Paulino.

El contramaestre Afá, cuando Mulligan sirvió los vasos de ginebra, se los acercó a los patrones. Paulino Castro se sintió generoso.

—Toma algo a mi cuenta, Afá.

—Gracias, patrón, estoy bebiendo.

—¿Dónde habéis echado al Matao?

—Se fue solo… Estará en O’Neill.

—En el Dancing hay festejo.

—Ya, ya. No irá al Dancing. Se acabará de emborrachar en O’Neill.

Los patrones bebían con tranquilidad sus vasos de ginebra. Afá hablaba en voz baja con Artola y Ugalde.

Sas intervino:

—Dejadle que se emborrache.

—Armará un naufragio —dijo Sas—. Hay que ir a buscarle.

Afá pagó y salió de Mulligan seguido de Artola y Ugalde.

—¿Por dónde es eso? —preguntó Artola.

—Aquí al lado —contestó Afá—. Habrá cambiado por ginebra y tendrá la trompa encima.

Desaparecieron los tres por una callejuela estrecha. Al fondo de la calle brillaba el letrero del Dancing: una maleta de hierro y cristales, vertical al plano de la pared. Dancing en letras muy grandes por los dos lados, media docena de bombillas dentro de la maleta.

Los ladridos de Macario Martín llegaban a la calle. Tres marineros del Uro aplaudían a Macario haciendo el perro. Desde el mostrador contemplaban las payasadas del Matao los habituales de la tienda. Afá estaba receloso. Cuando Macario Martín repetía las bufonadas, no lo hacía alegremente, lo hacía casi odiándose. Habría bronca a última hora; de eso estaba seguro el contramaestre.

—Macario —dijo Afá—, vamos a bebernos unas cervezas.

Los ojos de Macario se fijaron en los de su amigo. Los ojos de Macario tenían una bruma de tormenta. Los ojos de Macario corrieron inquietos sobre los rostros serios de Artola y Ugalde.

—Ginebra.

—Bueno, ginebra.

Macario Martín ladró estirando el cuello y alzando la cabeza hacia el techo. Los marinos del Uro aplaudieron.

—¿Qué te parece cómo hago el perro cachondo, José? —dijo Macario.

El contramaestre no contestó. Le alargó el vaso a Macario. Éste lo bebió de un trago.

—¿Verdad, José, que soy una mierda de individuo?

José Afá miró a su amigo, por encima del bolsillo del vaso de cerveza que estaba bebiendo. Macario insistió:

—¿Verdad que soy una mierda de hombre?

El contramaestre depositó el vaso en el mostrador.

—Déjate de tonterías, Macario.

Se abrió la puerta de O’Neill, golpeó contra la pared, vibraron los cristales. Después se escuchó la voz de Sas. Joaquín Sas cantaba una canción gallega. Entró cantando. Macario ladró. Sas dejó de cantar y comenzó a barbarizar…

Simón Orozco estaba durmiendo cuando Paulino Castro regresó al cuarto de derrota. Paulino Castro se descalzó suavemente y se echó vestido en la litera. Se tapó con el cubridor y cerró los ojos. Giró a la izquierda, se sintió molesto. Abrió los ojos. Sacudió el cabezal otra vez de espaldas. Tenía ardor de estómago. Había bebido demasiada ginebra. Sentía calor, saltó de la cama y salió descalzo al puente. Cerró la puerta del cuarto de derrota y abrió los ventanillos de babor. La brisa del mar no refrescaba, era pegajosa y dulce, al respirarla por la boca dejaba en los labios una sensación de mantequilla azucarada.

En el muelle gritaban. Paulino Castro preguntó desde el bacalao qué pasaba. Nadie le respondió. Luego vio cómo Afá y Artola llevaban a Macario cogido por los brazos. Se acercaron al barco. Macario Martín barbarizaba. Paulino Castro preguntó a gritos:

—Afá, ¿qué ha ocurrido?

Los tres se pararon. Macario Martín levantó el rostro ensangrentado. En la oscuridad del muelle seguían gritando.

—Afá, ¿qué ha ocurrido? —repitió Paulino.

—Éstos —dijo Afá—, bronca.

Paulino Castro se pasó una mano por el estómago.

—Bajadlo a cubierta. Mañana se verá. ¿Quién es el otro?

—Sas, que se ha quedado con Ugalde. No ha pasado nada importante, patrón. Unos puñetazos. Nada importante.

Paulino Castro se sintió poseído de su autoridad.

—Bien, mañana se verá; bajadlos.

Ya no tenía nada que hacer en el bacalao. Quedarse sería contemporizar tarde o temprano; enterarse de los pequeños detalles por los que se había desatado la pelea sería disculpar a los contendientes. No podía perder autoridad. Abrió la puerta del puente y entró. Pasó al cuarto de derrota y se tumbó en su litera. El ardor de estómago continuaba. Permaneció pendiente del estómago durante unos minutos. Luego eructó. Se dio la vuelta y cerró los ojos, esperando el sueño.

Simón Orozco saltó de la litera al amanecer. Se vistió calmosamente, miró un momento a Paulino Castro, que continuaba durmiendo; se volvió sobre su litera y alisó la ropa; consultó el reloj y salió al puente.

Cuando Simón Orozco bajó a la rampa, ya estaban trabajando los engrasadores del Uro en la avería. En la rampa se encontró con O’Halloran.

—Tan pronto —dijo Simón Orozco.

—Había que ver la avería; podía necesitarse algo.

—Bien, don José.

Simón Orozco miró a los ojos de O’Halloran. Los ojos de O’Halloran eran ojos de sueño mal dormido, ojos irritados de mucho sueño y mucho alcohol.

—¿Se bebió anoche? —preguntó Orozco.

—Con los muchachos —respondió O’Halloran—. Algunos bebieron demasiado. Pregunte.

Simón Orozco hizo un movimiento de mandíbula al patrón de pesca del Uro, que estaba junto a ellos.

—Nada, Sas y el Matao, que les sopló una surada y se arrearon…

Simón Orozco quedó un instante pensativo.

—¿Y esto qué tal?

—Para las diez, listos; si el eje no tiene avería.

—Bien.

Los engrasadores trabajaban con el agua por las rodillas. Uno levantó la cabeza.

—Patrón —alzó la voz—, patrón, la malleta se ha metido en el juego y hay que limpiarlo.

—Bueno.

—Tendremos que sacarlo desde dentro. Va a ser largo.

Simón Orozco seguía el trabajo de los engrasadores. Preguntó:

—¿No podéis probar antes de soltarlo?

—No, señor Simón, está muy metido.

El motorista del Uro subió por la rampa, resbalándose; cuando estuvo a la altura de Simón Orozco comenzó a darle explicaciones. Simón Orozco contradecía algunas de las afirmaciones del motorista. Al fin preguntó el tiempo:

—¿Hasta cuándo?

—Hasta el mediodía, por lo menos. Dos horas nos lleva el desmontarlo. Hay que limpiarlo y repasarlo. Después montarlo. Después probar. Todo esto siempre que no se haya roto algo importante.

Intervino O’Halloran. Sonrió.

—Tenemos tiempo de tomar muchas cosas. Orozco. Vengan para mi casa.

Orozco y el patrón de pesca del Uro caminaron por el muelle, acompañando a O’Halloran.

—Ya están avisados los armadores —dijo O’Halloran—. He telegrafiado a Cork. Desde allí lo darán por radio.

En las calles de Bantry había como una neblina, como un vaho gris, que se iba iluminando y desapareciendo en el creciente del día.

A media mañana Simón Orozco volvió al muelle. Le anunciaron que había que esperar la nueva bajada de la marea para montar el juego del eje. Cosa de poco tiempo y listos para partir. Simón Orozco se sentó en un noray y estuvo un rato pensando. Después se levantó y echó a andar.

El cementerio de Bantry era para Simón Orozco un muelle pesquero con gente conocida. El cementerio de Bantry tenía una tapia baja con una ringla de árboles grandes y copudos, sin pájaros. Por encima del cementerio de Bantry revoleaban las gaviotas. Simón Orozco no entró en el cementerio. Había ido paseando, solo, hasta él. Sabía dónde estaban, en grupo, los marineros conocidos: Zugasti y su tripulación; Arbaizar y sus hermanos; los gallegos del barco Miño… Media vida de navegar Gran Sol.

Había nombres no conocidos, de pescadores antiguos, de los primeros que navegaron en la carrera de los bancos de pesca. Simón Orozco miró por encima de la tapia hacia el rincón de Zugasti. Hasta el rincón de Zugasti llegaría el viento del sur y revolvería en la hierba, silbaría en la cruz. Zugasti y su tripulación hacían capa para siempre bajo la tierra de Bantry, a una braza de profundidad, con alto vuelo de gaviotas y árboles sin pájaros.

El cielo cubierto de nubes tenía borrones de azul. Por ellos descendía sobre la mar una luz ácida que alimonaba las aguas. En las rocas de la costa rompían las olas recortando en blanco los accidentes. La bahía de Bantry se abría hacia alta mar. Simón Orozco se sentó en un ribazo. La hierba estaba húmeda y la tierra no tenía olor o al menos él no lo advertía. Respiró hondo para oler la mar. La mar nunca olía lo mismo. Miró al cielo y volvió a respirar hondo. Olía agriamente. Picaba como carne pasada de bonito. Pensó que Zugasti y él, en el lejano Pasajes, cuando muchachos, antes de embarcar para siempre…, «cuando íbamos a ver la llegada de los boniteros, cuando tú dabas voces anunciando la entrada por la bocana de los barcos, cuando dabas sus nombres antes que nadie… Ahí viene cargado el Zarauz, ahí entra la sardinera de Romualdo Araquistain, ahí está de vacío y con las varas rotas y la chimenea doblada el barco del señor Agustín…».

Simón Orozco se levantó, contó las cruces del rincón de Zugasti, contó más cruces a todo lo largo de la tapia. Gentes de la mar, gentes de todos los rincones, desde el Bidasoa al Miño, de frontera a frontera. Los ingleses de los bous tenían un rincón aparte, el club de los ingleses. Los franceses de los pitís eran pocos. Llevaban los muertos a su tierra o los tiraban a la mar envueltos en un trozo de vela amarilla o colorada, atados a un grampín. Las costas de Irlanda estaban lejos de la carrera de los pitís.

En la taberna de Mulligan había bebido Zugasti, y Zugasti sabía las cuatro tabernas para pescadores de Bantry: Mulligan, O’Neill, el Escocés y el Refreshment de James, donde se entraba pocas veces, donde no se estaba a gusto. El pensamiento de Simón Orozco gravitó sobre la noticia de la pelea de Macario Martín y Joaquín Sas. Recordaba haber peleado cuando navegaba en los barcos yanquis. Peleas feroces en los tinglados de los muelles, peleas en popa arbitradas por los contramaestres, hasta que uno caía rendido de golpes y de cansancio. Recordaba los duelos de los fogoneros en las carboneras vacías, con el polvillo ahogador en la garganta, el sudor, los salivazos a la cara, tanto para cegar al contrario como para poder respirar sin impedimento. Recordaba cómo se le escapaba de las manos el cuerpo sudado del contrario, cómo frotaba las manos contra el suelo o contra las paredes del pañol para secarlas. La bebida. Bebida antes de pelear, bebida tras pelear. Los puertos americanos, las llegadas a bordo, la dureza de los contramaestres: «El cubo grande de agua helada para la cabeza más dura y más trastornada». Los barcos yanquis…

«Macario Martín, viejo loco, esto se ha acabado, te dejo en el muelle en cuanto volvamos. Macario Martín, no hay quien te entienda. ¡Pelear con Sas, veinte años más joven que tú! Macario Martín, despídete de Gran Sol. Gran Sol se ha acabado para ti. Ya puedes ir buscándote un puesto en la bajura, ya puedes irte buscando un enchufe en los mercantes, de cocinero, de lo que te den. Y tú, Sas, también se acabó, búscate otra pareja, date por despedido, vete a la Comandancia o donde quieras, protesta y di lo que quieras, pero no vuelvas a hacer un viaje en el barco en que esté yo.»

«Zugasti, hay que ser duro con esta gente. El mar son las alubias de la familia. Antón, en la mar no se puede andar con blanduras. Antes un patrón te plantaba por una borrachera, antes era más dura la mar. Tú y yo sabemos algo de estas cosas.»

Simón Orozco entretuvo las manos sobre la pared del cementerio, se dio la vuelta y miró a la mar. «La mar no era más dura antes, la mar no variaba, tan dura antes como ahora. Tras la boca de la bahía estaban aguardando los malos tiempos. Viento del norte, viento del sur, ¡qué más daba! Todos los tiempos de la mar eran malos. Todos los días de la mar eran malos».

Simón Orozco, con las manos en los bolsillos, principió a andar hacia el pueblo. Veía en el muelle, al otro lado de las casas, sus barcos. Veía hombres en el muelle. Sabía, aunque no los distinguía, quiénes eran. «Están esperando a que yo llegue —pensó—. Están esperando a que aclare lo de Macario y Sas». Sentía sed. Pasaría por O’Neill a beber una cerveza y preguntaría distraídamente por sus marineros. Luego a Mulligan. Daba por seguro que Macario no había estado en el Dancing. Joaquín Sas sí podía haber estado. Las mujeres de Bantry solían bailar con los marineros, aun las casadas, y los brutos de los marineros… Bueno, era natural, pero se equivocaban con las manos… Bueno, cada uno tenía sus gustos, además los jóvenes… Joaquín Sas decía que las mujeres de Bantry desde la línea de flotación iban acorazadas.

El cementerio quedaba ya a las espaldas de Simón Orozco. Volvió la cabeza. Le parecía un parque chiquito, algo como una plaza de pueblo vascongada, algo lleno de serenidad, donde se debía estar bien. El rincón de Zugasti, la línea de los franceses, el club de los ingleses, la gente de Bantry… «Agur, Zugasti, hasta la próxima vez. Todavía, Antón, entraremos este año, antes de que acabe la campaña, entraremos alguna vez. Agur…» Simón Orozco miró su reloj. Eran las doce y cinco. Recapituló la exigencia que tenía con Macario Martín: a las doce en punto la comida. No estaba cumpliendo.

Antes de ir al barco, Simón Orozco entró en O’Neill y en Mulligan. En O’Neill bebió cerveza y no tuvo necesidad de preguntar porque O’Neill, nada más verle, intentó una explicación del suceso de la noche en un chapurreo de español. Mulligan no habló hasta que el patrón de pesca preguntó. Contestó con evasivas. Él quería estar a bien con todos y en su tienda nada había sucedido.

Cuando llegó al muelle se le acercó Paulino Castro.

—He hablado con Sas y con Macario.

—Bien.

—¿Qué hacemos?

—Ya se verá.

Simón Orozco saltó al Aril y subió al puente. Pocos minutos después llamaban en la puerta de estribor. Entró Macario Martín con la comida.

Macario Martín se sintió intimidado ante el patrón de pesca. Simón Orozco le preguntó:

—¿Gastaste tu libra, Macario?

—Sí, patrón.

—¿Y esta tarde?

Macario Martín se encogió de hombros.

—¿Sas gastó su libra? —preguntó Orozco.

—Creo que sí, patrón.

Simón Orozco metió la cuchara en la cazuela.

Macario Martín salió al bacalao del puente y respiró hondo. Después bajó a su rancho.

Al atardecer, los barcos de Simón Orozco eran dos manchas negras en la boca de la bahía de Bantry. Don José O’Halloran, antes de volver a su casa, recaló en Mulligan y en O’Neill.

El Uro y el Aril hacían rumbo al norte, no había viento y el cielo estaba cubierto. Los perfiles de la costa irlandesa destacaban rotundos, negros y poderosos. El Uro y el Aril hacían rumbo al norte.