ALFONSO Y SU ANITA

Después de la comida, visitamos detenidamente todos los edificios y terrenos de la estación misionera, que, en honor a la verdad, debo decir que era lo mejor en su clase que he visto en África. Volvimos después al mirador, donde hallamos a Umslopogaas aprovechando tan favorable ocasión para limpiar bien los rifles: era lo único que podía hacer, pues, como jefe zulú, no correspondía a su dignidad el trabajo manual; pero lo hacía bien.

Había puesto un nombre especial a cada arma, y era curioso oír cómo se dirigía a ellas individualmente mientras las limpiaba, como si se tratara de seres animados. Su hacha, como ya he dicho, tenía por nombre “Inkosi-kaas”, que en zulú significa “Capitana”. Solía consultar con ella muchos de sus asuntos. Cuando le pregunté por qué lo hacía así, respondió que, penetrando con mucha frecuencia en el cerebro de los hombres, debía ser muy sabia.

La famosa hacha había pertenecido a un jefe a quien Umslopogaas mató en combate muchos años antes, y era de delicada manufactura y del más puro acero.

Era el arma más fatal que he visto; su dueño la quería como a su propia vida: pocas veces la soltaba, y, aun entonces, se sentaba sobre su largo mango.

Poco después de mi entrada en el mirador, cuando yo entregaba el hacha a Umslopogeas tras un detenido examen, entró Flossie, la hija del misionero, y me invitó a ver su colección de flores, lirios africanos y arbustos en flor, algunos de los cuales son hermosísimos, y cuyas numeraras variedades eran casi desconocidas para mí, y hasta para los botánicos en general, según tengo entendido. Le pregunte si había oído hablar del lirio “Goya”, que, según me habían dicho algunos exploradores que lo habían visto, era de tan maravillosa hermosura, que habían quedado atónitos.

Flossie me dijo que había visto dicha flor, que la conocía bien y había intentado tenerla en su jardín, pero sin resultado alguno; y que, si yo quería verla. como precisamente florecía en aquella época, me proporcionaría un ejemplar.

Pregunté después a la niña si no se sentía sola entre aquellos salvajes, sin compañeras de su edad.

-¿Sola? -repuso-. ¡No por cierto! Soy completamente feliz, y, además, no estoy aislada: tengo amigas que me agradan mucho. ¿De qué me serviría estar entre otras jóvenes blancas como yo, sin que nada nos diferenciara a unas de otras? Aquí yo soy “yo”, y no hay indígena en muchas millas a la redonda que no conozca a “Lirio de agua”, que así me llaman, y no esté pronto a hacer lo que le pida. En los libros que he leído acerca de las jóvenes inglesas, no ocurre lo mismo; todo el mundo está harto de ellas, y tienen que ir a la escuela y obedecer a la maestra. Si a mí me encerraran en una jaula así y no me dejaran libre como el aire todo el día, me moriría de pena.

-¿No os gustaría estudiar? -pregunté.

-También estudio aquí: papá me enseña latín, francés y Aritmética.

-¿Y no tenéis miedo a lo salvajes?

-¡Miedo! No; nunca se meten conmigo. A mi parecer, me creen semejante a la Divinidad porque soy blanca y rubia, y, además -añadió llevándose la mano al seno y sacando un diminuto derringer-, siempre llevo esto cargado, y, si alguien intentara tocarme, lo mataría en el acto. Una vez maté a un leopardo que saltó sobre el asno que yo montaba. Me asusté mucho; pero le solté el tiro en una oreja, y cayó redondo. Sobre mi cama tengo siempre su piel. Mirad, señor Quatermain -añadió en tono alterado, tocándome el brazo y señalando un objeto lejano-: os decía hace poco que tengo amigos. Mirad: ahí tenéis uno.

Miré, y por primera vez en mi vida pude observar el monte Kenia en todo su glorioso esplendor. Hasta entonces la cumbre del monte había permanecido envuelta en nieblas; pero, en aquel momento, desapareciendo estas, dejaban ver sus picos de purísima blancura destacándose sobre el azul del cielo. La solemne majestad y belleza de aquel espectáculo eran tales, que mi pluma es impotente para describirías.

Al mirar sentí una emoción indescriptible; grandes y maravillosas ideas acudieron a mi mente. Los indígenas de Mackenzie llamaban a aquel monte “El dedo de Dios”, y para mí fué como una revelación de la paz inmortal, de la sublime y pura calma que existe, seguramente, en ese mundo superior a éste, febril y agitado. Una línea de cierta poesía acudió a mi mente:

Un objeto hermoso es una eterna alegría,

y por primera vez comprendí de veras lo que el poeta había querido decir. Indigno y vil sería en realidad el hombre que, mirando aquel monumento eterno, no reconociera su propia insignificancia y no adorara a Dios desde el fondo de su corazón, bajo cualquiera manifestación que fuese.

Sí; tales bellezas son eterna alegría, y pude entender lo que la pequeña Flossie decía cuando manifestaba que el monte Kenia era su amigo.

Poco después volvieron los exploradores que nuestro huésped había enviado por la mañana para saber si había por allí huella alguna de masais, y manifestaron que en todo el territorio comprendido en quince millas a la redonda no habían descubierto un solo elmoran, por lo cual creían que habrían abandonado la persecución y vuelto al sitio de donde salieron. Mackenzie exhaló un suspiro de satisfacción al oír tales seguridades, y otro tanto hicimos nosotros; en realidad, teníamos de los masais buenos recuerdos que nos durarían toda la vida. Supusimos que, conociendo que habíamos llegado en salvo a la estación misionera, y sabiendo lo fuerte que era ésta, habrían desistido de sus propósitos. Acontecimientos sucesivos nos demostraron cuan errónea era esta suposición.

Cuando los exploradores se retiraron y la señora de Mackenzie y su hija fueron a acostarse, se presentó Alonso, y sir Enrique, que habla el francés muy correctamente, le rogó que nos contara la causa de su ida al África central. El francés accedió, refiriéndonos el caso con un lenguaje peculiar suyo, que no me atrevo a reproducir en su totalidad.

-Mi abuelo -dijo para empezar su narración- era soldado y sirvió a Napoleón; estuvo en la retirada de Moscú y vivió diez días manteniéndose del aire y de algo que robo a un camarada. Solía emborracharse; murió borracho perdido, y recuerdo que quería tocar el tambor sobre la caja. Mi padre...

Manifestamos que podía dejar en paz a sus antepasados e ir al grano.

-Bien, messieurs -agregó el jocoso hombrecillo haciendo un político saludo-; quería demostrar únicamente que el principio militar no es hereditario. Mi abuelo era un hombre magnífico: tenía seis pies y dos pulgadas de estatura, cuerpo proporcionado y buenos bigotes. A mí lo único que me ha tocado da él son los bigotes. Soy cocinero, messieurs, y nací en Marsella. En esa dichosa ciudad pasé mi feliz juventud lavando los platos del Hotel Continental por espacio de muchos años. Aquellos tiempos eran hermosos. Soy francés y adoro la belleza, adoro la hermosura. Messieurs, admiramos todas las rosas de un jardín; pero sólo tomamos una. Yo tomé una; pero, ¡ay, messieurs!, me pinché los dedos. Era una doncella del hotel; se llamaba Anita. Era encantadora; tenía el rostro de un ángel, y su corazón... ¡ay, messieurs!, ¡que tenga yo que confesarlo!, era tan negro y tan resbaladizo como un zapato de cuero.

Al decir esto, el buen Alfonso rompió en lágrimas.

-¡Vamos; no os apenéis! -dijo sir Enrique en francés, dándole palmaditas en la espalda.

-Monsieur es muy bondadoso -dijo Alfonso cesando de llorar-; pero tiene la mano algo pesada. Para continuar, diré que nos amamos y fuimos muy felices. Entonces vino el golpe... ¡Sapristi, cuando pienso en ello!... Messieurs dispensarán si enjugo una lágrima. Mi suerte era muy mala, y la fortuna quiso vengarse de mí por haber ganado el corazón de Anita. Caí soldado, y tuve que marchar. Procuré desertar; pero me cogieron unos compañeros brutales y me hicieron volver a culatazos. Tenía yo un primo que vendía ropa blanca y estaba en buena posición, aunque era muy feo. Había sacado un número bueno; salió libre, y le confié a mi novia diciéndole: “Te confío a Ana; cuida de ella y vigílala mientras yo combato por la gloria en el campo de batalla”. “Vete tranquilo -me dijo-; cumpliré tu encargo”. ¡Y lo cumplió, en efecto! Me marché, y sufrí torturas que no olvidaré nunca, Una mañana supimos que mi batallón partía para Tonkin: pregunté dónde estaba eso, y me dijeron que en China, y que allí había muchos salvajes que abrían en canal a los europeos. Los grandes hombres toman pronto una resolución, y yo determiné que no me despanzurraran. Deserté, y volví a Marsella disfrazado de viejo; fui a casa de mi primo, y allí hallé a Anita. Era el tiempo de las cerezas. Mi primo, en son de gracia, tomó una doble, y poniéndosela en la boca, dió la otra a Ana, y ambos masearon el rabo hasta que se juntaron sus labios y se besaron. ¡Que tenga yo que decirlo! Era un juego muy bonito; pero me puso furioso. La heroica sangre de mi abuelo se encendió dentro de mí; corrí a la cocina, y di un golpe a mi primo con la muleta en que me apoyaba. Cayó... lo había asesinado: es decir, creo que lo asesiné. Ana gritó; llegaron los guardias; huí, y llegando al puerto, me oculté en un vapor que se hacía a ir mar. El capitán me vió y me pegó; después, desde un puerto extranjero, avisó a la policía. Como yo guisaba bien y durante todo el viaje le hice la comida de balde, porque cuando le pedía algo me pegaba, no me dejó en ningún puerto. Al llegar a Zanzíbar puso un telegrama, y yo maldije, y maldigo ahora, al que inventé el telégrafo Iban a arrestarme por desertor, por asesino, y qué sé yo por cuántas cosas más. Huí de la cárcel, y, medio muerto de hambre, encontré por estas cercanías a los hombres de monsieur le Curé, que me trajeron aquí, y aquí estoy, siempre temblando de miedo. Pero no vuelvo a Francia, no, más vale arriesgar mi vida en estos sitios horribles, que ir a vivir en la Bagne.

Se detuvo; nosotros nos ahogábamos de risa, y tuvimos que volver la cara a otro lado.

-¿Lloráis, messieurs? -dijo-. ¡Ah, no es extraño! ¡Es una historia muy triste!

-¡Tristísima! -dijo sir Enrique-. Y ahora propongo que vayamos a acostarnos: estoy muy cansado, y anoche no dormimos muy bien en aquella maldita roca, que Dios confunda.

Nos retiramos a dormir, y las limpias sábanas y los lindos dormitorios nos parecieron muy extraños después de nuestras recientes aventuras.

Aventuras de Allan Quatermain
titlepage.xhtml
Aventuras para epub.html
Aventuras para epub-1.html
Aventuras para epub-2.html
Aventuras para epub-3.html
Aventuras para epub-4.html
Aventuras para epub-5.html
Aventuras para epub-6.html
Aventuras para epub-7.html
Aventuras para epub-8.html
Aventuras para epub-9.html
Aventuras para epub-10.html
Aventuras para epub-11.html
Aventuras para epub-12.html
Aventuras para epub-13.html
Aventuras para epub-14.html
Aventuras para epub-15.html
Aventuras para epub-16.html
Aventuras para epub-17.html
Aventuras para epub-18.html
Aventuras para epub-19.html
Aventuras para epub-20.html
Aventuras para epub-21.html
Aventuras para epub-22.html
Aventuras para epub-23.html
Aventuras para epub-24.html
Aventuras para epub-25.html
Aventuras para epub-26.html
Aventuras para epub-27.html
Aventuras para epub-28.html
Aventuras para epub-29.html
Aventuras para epub-30.html
Aventuras para epub-31.html
Aventuras para epub-32.html
Aventuras para epub-33.html
Aventuras para epub-34.html
Aventuras para epub-35.html
Aventuras para epub-36.html
Aventuras para epub-37.html
Aventuras para epub-38.html
Aventuras para epub-39.html
Aventuras para epub-40.html
Aventuras para epub-41.html
Aventuras para epub-42.html
Aventuras para epub-43.html
Aventuras para epub-44.html
Aventuras para epub-45.html
Aventuras para epub-46.html
Aventuras para epub-47.html
Aventuras para epub-48.html
Aventuras para epub-49.html
Aventuras para epub-50.html
Aventuras para epub-51.html
Aventuras para epub-52.html
Aventuras para epub-53.html