LA MANO NEGRA

Salimos de Lamu, y diez días después nos encontramos en el sitio denominado Charra, a orillas del río Tana, después de correr algunas aventuras que no necesitarnos mencionar aquí. Entre otras cosas, visitamos las ruinas de una ciudad, de las muchas que hay en aquellas costas, y que, a juzgar por los numerosos restos de mezquitas y casas de piedra, fueron tal vez en su tiempo ciudades populosas. Tales ciudades, antiquísimas en su existencia, debieron de ser emporios de riqueza y actividad en los tiempos a que se refiere el Antiguo Testamento, centros de comercio con India y otros sitios; pero su gloria ha desaparecido: el comercio de esclavos concluyó con ella, y donde una vez se reunían los ricos mercaderes del antiguo mundo civilizado para comprar y vender en plazas acreditadas, se reúnen hoy también los leones, y en vez del rumor de las voces de los esclavos y las más ruidosas de los postores, suena por las ruinosas galerías el eco estridente de los rugidos.

En las ruinas donde nos detuvimos, en un terraplén cubierto de basura y maleza, hallamos dos portales de piedra, de lo más hermoso que puede concebirse: tenían unos labrados tan exquisitos, que siento en el alma no haber tenido medios de llevármelos. Indudablemente, habían sido en su tiempo entradas de un palacio, del cual no podía verse ya huella alguna, acaso por estar sepultado bajo el elevado terraplén.

Había desaparecido, exactamente lo mismo que las demás cosas del mundo. Lo mismo que los nobles y las damas que vivieron dentro de sus muros, aquellos palacios tuvieron su vida y su época, y hoy son lo que Nínive y Babilonia, y lo que tantas otras ciudades serán algún día. Todo en este mundo tiene su tiempo, y todo debe desaparecer: en aquella ciudad ruinosa el moralista veía el símbolo del destino universal.

En Charra reñimos malamente con el jefe de los conductores alquilados hasta allí, que quería sacarnos más dinero del que habíamos convenido como precio de sus servicios, y nos amenazó con delatarnos a lo masais. Aquella noche huyó con todos sus compañeros, llevándose la mayor parte de los objetos cuya conducción les habíamos confiado. Afortunadamente, nos dejaron los rifles, las municiones y muchos efectos personales, no por delicadeza alguna, sino porque estaban en poder de los wakwafíes. Después de este suceso comprendimos que habíamos sufrido ya bastante con guía y conductores y podíamos pasarnos sin ellos, toda vez que había desaparecido lo que debían transportar; pero, ¿cómo iríamos adelante?

Good resolvió el problema.

-Ahí tenemos el río -dijo, señalando al Tana-: ayer mismo vi una partida de indígenas cazando hipopótamos en canoas. Según tengo entendido, la misión del señor Mackenzie está situada a orillas del río. ¿Por qué no comprar canoas e ir hasta ella?

Esta luminosa idea -inútil es decirlo- fué recibida con aclamaciones. Me dispuse a adquirir canoas, y se las compré a los indígenas que habitaban en las cercanías. Después de una dilación de tres días, conseguí alcanzar dos grandes, capaces para seis hombres y sus equipajes, y por las cuales me vi obligado a dar las telas que nos quedaban y muchos objetos más.

Al día siguiente, emprendimos la marcha. En la primera canoa se acomodaron sir Enrique Good y tres wakwafies, y en la segunda, Umslopogaas, los otros dos wakwafíes y vuestro humilde servidor. Come íbamos contra corriente, cada canoa tenía que hacer uso de sus cuatro remos, lo cual significa que todos, excepto Good, estábamos ocupados trabajando como negros, en una labor muy penosa por cierto. Y he dicho excepto Good, porque éste, apenas puso el pie en la canoa, hallándose en su elemento natural, tomó el mando de la tripulación y nos gobernó a todos.

Good en tierra era un hombre amable, cariñoso, dado a la jocosidad; pero en un bote, según tuvimos ocasión de aprender a nuestra costa, era un verdadero demonio. En primer lugar, sabia navegar, cosa que todos ignorábamos, siendo una mina de conocimientos en tal arte. Sus ideas sobre la disciplina eran muy severas, y se resarcía de todo lo que podíamos hacerle rabiar en tierra. Por lo demás, debo decir que manejaba las canoas de un modo admirable.

Pasado el primer día, con un pedazo de tela y dos palos consiguió hacer una vela para cada canoa, con lo cual disminuyó bastante nuestro trabajo; pero la corriente tenía tal fuerza, que no podíamos hacer más de veinte millas al día. Nuestro plan consistía en salir a la aurora, navegar hasta las diez y media, hora en que el sol calentaba demasiado para seguir remando, y, resguardándonos en alguna ensenada o a la sombra de un árbol, tomar un refrigerio frugal y pasar el tiempo hasta las tres, en que volvíamos a emprender la marcha, remando hasta una hora después de ponerse el sol. Entonces nos deteníamos en cualquier sitio a fin de pasar la noche.

Cuando saltábamos en tierra al anochecer, Good, mediante el auxilio de los ascaris, construía un pequeño “scherm” o cercado defendido por zarpas espinosas, y encendía una hoguera; sir Enrique, Umslopogaas y yo salíamos de caza a fin de buscar algo para el plato, tarea nada difícil por regla general, puesto que las orillas del Tana abundan en toda clase de caza. Una noche sir Enrique logró matar una jirafa, cuyos huesos nos proporcionaron un suculento tuétano: yo cacé en otra ocasión una pareja de gamos acuáticos, y Umslopogaas, con intensa satisfacción por su parte, puesto que, como la mayor parte de los zulúes, era poco experto en materia de rifles, consiguió matar un hermoso y suculento ciervo con un martini que yo le presté. A veces variábamos nuestra alimentación con alguna gallina de Guinea, algún “paan”, muy numerosos por allí, o con un puñado de peces amarillos, abundantísimos en las aguas del Tana, y que, a mi entender, forman el principal alimento de los cocodrilos.

Tres días después de emprender la navegación nos ocurrió un desagradable incidente. Nos dirigíamos, como de costumbre, al sitio donde intentábamos acampar para pasar la noche, cuando acertamos a ver una figura parada en una colina a cuarenta varas de distancia, observando con gran atención nuestros movimientos. Aun cuando personalmente desconocía la tribu de los masais, a la primera ojeada comprendí que era uno de ellos, un masai elmoran o soldado joven. En realidad, si yo hubiera abrigado alguna duda sobre su procedencia, la terrible exclamación, “¡masai!”, que brotó simultáneamente de los labios de todos los wakwafíes, la habría disipado al momento.

A pesar de haber estado entre salvajes toda mi vida, nunca he visto uno tan feroz o que inspirara tanto terror. Era de estatura tan elevada como la de Umslopogaas, bien construido, pero con rostro de demonio; con la mano derecha empuñaba una lanza de cinco pies y medio de longitud, cuya hoja tenía dos pies y medio de largo por unas tres pulgadas de ancho, y en la punta del mango un espigón que medía más de un pie. En el brazo izquierdo sostenía un escudo elíptico de piel de búfalo, con pinturas extrañas representando asuntos heráldicos. Una larga capa adornada de plumas de halcón pendía de sus hombros, y alrededor del cuello ostentaba un “naibere” o tira de algodón con una raya de color en el centro, de unos diecisiete pies de longitud por uno y medio de ancho. El traje de piel de cabra curtida, que en tiempo de paz es el atavío corriente, iba atado a la cintura a modo de cinturón, y de él pendían a derecha e izquierda, respectivamente, un puñal hecho de una pieza de acero y sujeto en una vaina de cuero, y un enorme knobkerice o maza.

Lo que más llamaba la atención en el atavío de aquel hombre era el tocado, que consistía en un adorno de plumas de avestruz, sujeto a la barbilla, que, pasando por las orejas, llegaba a la frente, siendo, como una elipse que rodeara el rostro, de tal manera, que el diabólico semblante parecía salir de un abanico de plumas. Alrededor de los tobillos llevaba una especie de fleco de cabellos, y saliendo de las pantorrillas, largas espuelas, estrechas y afiladas como espinas, de las cuales pendían mechones del hermoso pelo negro del mono de Colobus.

Tal era el artístico tocado del masai elmoran que observaba nuestras dos canoas; aunque es imposible comprender cómo era sólo por la descripción: es preciso verlo. Como es de suponer, yo no pude apreciar todos sus detalles la primera vez que lo vi; pero tuve muchas ocasiones posteriores a la que acabo de referir, en las cuales pude hacerme cargo exacto de todas las piezas de que se componía.

Mientras discutíamos le que debíamos hacer, el masai adoptó una posición altiva, nos amenazó con su lanza, y, volviéndose, desapareció por el lado opuesto de la colina.

-¡Hola! -gritó sir Enrique desde la otra canoa-. ¡Nuestro amigo el jefe de los conductores ha hecho lo que prometió avisando a los masais! ¿Creéis que será conveniente saltar a tierra?

Yo no creía que lo era en modo alguno; pero como no teníamos medio de hacer la comida en la canoa, ni manjares que pudiéramos comer crudos, era difícil decidir qué partido debíamos tomar. Al fin Umslopogaas simplificó el asunto ofreciéndose a desembarcar y reconocer el terreno, cosa que hizo al momento, saltando en los matorrales y arrastrándose como una culebra, mientras nosotros lo esperábamos en el agua. Media hora después volvió, diciendo que no se veía un masai por ninguna parte, y que había estado en el sitio donde poco antes habían acampado. A juzgar por ciertos detalles, debían de haberse ido una hora o cosa así antes de que él llegara, y el hombre que habíamos visto había quedado detrás, seguramente, para dar cuenta de nuestros movimientos.

Saltarnos, pues, a tierra, apostamos un centinela, y nos dispusimos a guisar y comer nuestra cena: hecho esto, tratamos seriamente del caso. Desde luego, era posible que la aparición del guerrero masai no tuviera relación alguna con nosotros y que hubiera quedado rezagado, a espaldas de alguna partida que intentara asaltar a otra tribu o simplemente merodear en ella. Nuestro amigo el cónsul nos había hablado de tales expediciones; pero, al recordar la amenaza del jefe de la caravana conductora, reflexionando sobre la manera como el masai había movido su lanza al vernos era improbable aquella idea, siendo lo más lógico, después de todo, que esperasen una ocasión favorable para atacarnos.

Dos caminos se abrían ante nosotros, en vista de tal circunstancia: uno, seguir adelante; otro, volver atrás. Todos rechazamos el segundo, seguros de que encontraríamos tantos peligros retrocediendo como avanzando, y decidimos seguir adelante a toda costa. No creyendo prudente pernoctar ea tierra, volvimos a las canoas y procuramos anclar en medio del río.

Allí no nos dejaban vivir los mosquitos, y esto, unido a la ansiedad que me producía la situación en que nos hallábamos, me impedía dormir, como hacían mis compañeros, ajenos por completo a los ataques de los mosquitos del Tana. Permanecí, pues, despierto, fumando y meditando sobre muchas cosas, y especialmente sobre la manera de burlar la persecución de los masais. Era una hermosísima noche de luna, y, a pesar de los mosquitos, del peligro que corríamos de adquirir calenturas pernoctando en el agua, del calambre que me molestaba en la pierna a causa de la posición que necesariamente debía tener en la canoa, y del pestilente olor que despedía el wakwafí que dormía a mi lado, empezaba a disfrutar del sitio: Los rayos de la luna rielando sobre las ondulantes aguas, daban a estas el aspecto de una sábana de plata en los sitios donde no se reflejaban arboles ni otro objeto alguno. Cerca de las márgenes reinaba, sin embargo, la obscuridad, y el viento de la noche suspiraba tristemente entre los cañaverales.

A nuestra izquierda había una pequeña bahía arenosa, sin ningún árbol, y pude observar un numeroso rebaño de antílopes que avanzaban hacia el agua, hasta que de repente un espantoso rugido los hizo correr desalentados. Poco después vi la maciza figura de su majestad el león acercándose al agua para beber después de la comida. Desapareció el león, y a poco sentí un rumor en los cañaverales: minutos más tarde una masa oscura salía del agua a veinte varas del sitio donde estábamos, dando un resoplido. Era la cabeza de un hipopótamo: desapareció al instante sin hacer ruido, y volvió a sacarla cinco minutos después a cinco varas de mi canoa. Aquello distaba mucho de ser agradable; tanto más, cuanto que el hipopótamo manifestaba evidente deseo de saber lo que eran nuestras embarcaciones. Abrió su enorme boca, para bostezar, en mi humilde entender, dejándome ver sus hermosos colmillos, y comprendí con cuánta facilidad podía aplastar nuestra frágil canoa de un simple bocado. Idea me dió de alojarle una bala en el cuerpo; pero, pensándolo mejor, decidí dejarlo en paz mientras no nos atacara. De pronto ocultó la cabeza tan silenciosamente como antes, y no volví a verlo más.

Al volverme para fijar la mirada en la margen derecha del río, creí ver una figura negra deslizándose por entre los árboles. Tengo vista de lince, y estaba casi seguro de que había visto algo, si bien no podía decir que fuera hombre, bestia o ave. Una nube pasó ante la luna en aquel instante, y la figura desapareció; y aun cuando todos los ruidos de las selvas habían cesado, una especie de lechuza con cuernos, que yo conocía muy bien, empezó a gritar con persistencia. Después, exceptuando el rumor de las cañas y los árboles cuando el viento agitaba su ramaje, el silencio fué completo.

Sin saber por qué, empecé a estar nervioso. Fuera de los peligros naturales que rodean al viajero en el África central, no había razón lógica para que tuviera miedo: sin embargo, lo tenía. Siempre me había reído de los presentimientos, y en aquel instante me oprimía uno: el de que nos amenazaba un gran peligro. Sentí la frente inundada de sudor frío, y, a pesar de todo, me resistía a creer en ello y a despertar a mis compañeros. Poco a poco fuí sintiendo ese horrible terror impotente que tan bien conocen los que son víctimas del sonambulismo, y todavía mi voluntad se resistía a tales temores. Permanecí quieto en la posición que ocupaba, medio recostado en la proa de la canoa y volviendo solamente el rostro, a fin de mirar a Umslopogaas y los dos wakwafíes, que, tumbados a la larga, dormían cerca.

A lo lejos oí el rumor producido por un hipopótamo saltando en el agua, la lechuza gritó otra vez con un silbido estridente nada natural, y el viento, moviéndose entre los árboles con un rumor lastimero, produjo una música que helaba el corazón. Sobre mí continuaba la nube, debajo corrían las negras aguas del río, y sentí algo así como si la muerte y yo solamente ocupáramos el espacio intermedio. Era, en verdad, muy triste.

De repente creí que la sangre se me helaba en la venas y que mi corazón cesaba de latir. ¿Era mi imaginación, o nos movíamos en realidad? Volví la cabeza para mirar a la otra canoa que debía estar cerca, y no pude divisarla; pero en su lugar vi una mano flaca, semejante a una garra, que se apoyaba en la borda de mi embarcación. Indudablemente, yo era víctima de una pesadilla. Un rostro borroso, pero la diabólica expresión, pareció salir del agua; siguió un vaivén de la canoa, el rápido brillar de una hoja de acero, y un terrible grito del wakwafí que dormía a mi lado, el mismo cuyo olor me molestaba, y algo caliente salpicó mi rostro.

El encanto se rompió; no era una pesadilla: nos atacaban masais nadadores. Cogí la primera arma que hallé a mano, que resultó ser el hacha de Umslopogaas, y la descargué con toda mi fuerza en el sitio donde había visto brillar el cuchillo. El golpe cortó el brazo de aquel hombre, separándolo del cuerpo por más arriba de la muñeca: su dueño no exhaló un gemido siquiera. Se había presentado como un espíritu, y como un espíritu desaparecía, dejando tras sí una mano ensangrentada sosteniendo un gran cuchillo, o, mejor dicho, un puñal que habla sido sepultado un momento antes en el corazón de nuestro pobre criado.

Pronto sentí un murmullo, una confusión, y creí ver varias cabezas negras huyendo hacia la margen derecha, hacia la cual nos dirigíamos también nosotros con rapidez, toda vez que un cuchillo había cortado la cuerda del ancla. Apenas me di cuenta de ello, comprendí que el plan habla sido dejar el bote suelto, a fin de que, siguiendo la corriente, se dirigiera al sitio donde una partida de masais debía esperarnos, sin duda para hundir sus lanzas en nuestros cuerpos. Cogiendo un remo, indiqué a Umslopogaas que tomara otro, porque el único ascari que quedaba estaba demasiado asustado y temeroso para sernos de utilidad, y ambos remamos con fuerza a fin de volver al centro del río. Un momento que hubiéramos perdido, todo habría terminado para nosotros, pues nos hallabarnos ya cerca de la ribera.

Tan pronto como estuvimos bastante lejos, remamos contra la corriente a fin de acercarnos a la otra canoa; cosa bastante difícil, dada la obscuridad, y no teniendo nada que pudiera guiarnos, excepción hecha de los estentóreos gritos de Good, que se dejaban sentir de vez en cuando como una trompa de caza. Al fin nos encontramos, teniendo la satisfacción de saber que no habían sufrido molestia alguna. El dueño de la mano que cortó la cuerda de nuestra canoa habría cortado, sin duda, también la de la otra; pero la irresistible inclinación de matar siempre que había ocasión, desbarató su propósito, y, privándonos a nosotros de un hombre y a él de una mano, salvé al resto de la partida de una horrible matanza.

A no haber sido por aquella fantástica aparición en la borda del bote, aparición que nunca podré olvidar, hubiéramos llegado sin sentir a la orilla, y no sería yo quien escribiera esta historia.

Aventuras de Allan Quatermain
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