ESTALLA LA TEMPESTAD
Entonces fué cuando el temor, que al principio había sido como una nubecilla, empezó a crecer, ennegreciéndose y empañando nuestro horizonte. La preferencia de Sorais por sir Enrique había sido siempre un peligro para nosotros: entonces yo veía que la tormenta arreciaba, que la tempestad iba a estallar, y así lo veía también mi desdichado camarada. El afecto de una mujer hermosa y de tan elevada condición no era cosa que pudiera considerarse como una calamidad para ningún hombre; pero, hallándose en las condiciones de Curtis, hacía muy difícil la situación.
En primer lugar, Nyleptha, aun siendo encantadora por todos conceptos, era algo celosa, y algunas veces manifestaba a su amante la indignación que le producía lo que Alfonso hubiera llamado la “distinguida consideración” con que lo favorecía su real hermana. El forzoso secreto de sus relaciones con Nyleptha impedía a Curtis manifestar de algún modo a Sorais que amaba a su hermana e iba a casarse con ella. El tercer aguijón de la vida de sir Enrique consistía en saber que Good amaba sincera y lealmente a la desdeñosa “Señora de la Noche”, y que adelgazaba hasta el punto de no sostenérsele el monóculo en el ojo, mientras ella coqueteaba descuidadamente con él, sin que quisiera convencerse de que era así.
En Zu-vendis es cosa corriente y que se considera bien vista por todos el dar serenata a las jóvenes, cualquiera que sea su condición y categoría, y cantarles toda clase de canciones amorosas. Good, aprovechándose de tal costumbre, creyó conveniente dar serenata a Sorais, cuyas habitaciones, así como las de toda su servidumbre, estaban opuestas a las nuestras, al extremo de un patio largo y estrecho que dividía las dos secciones del gran palacio. Provisto de una cítara, que, siendo experto en la guitarra, aprendió a tocar pronto, empezó a medianoche, la hora apropiada para tales cosas, y a cantar con tanto entusiasmo, sin tener en cuenta la hora que era, que corrí a mi ventana para ver lo que ocurría.
Desde lejos, a la luz de la luna, vi a Good, adornado con una inmensa pluma de avestruz y con una flotante capa de seda, cantando una horrible canción que era insufrible. En las habitaciones de las damas de honor se abrieron algunas ventanas, y pude percibir el eco de varias risas; pero las de la reina, a quien compadecí de veras si estaba allí, permanecieron cerradas y silenciosas como una tumba.
Sir Enrique, a quien yo había llamado, presenciaba conmigo la escena; y no pudiendo soportar aquel horrible canto, con su eterno estribillo “Te besaré!”, asomé la cabeza, gritando:
-¡Por amor de Dios, Good; no habléis tanto: besadla de una vez y dejadnos dormir!
Así conseguí que se callara y terminase la serenata, que fué un incidente ridículo en un asunto trágico.
Como suele ocurrir generalmente, mientras más se alejaba sir Enrique de Sorais, más se interesaba ella por él, poniéndose las cosas de tal manera, que hube de asustarme. Al fin llegó el momento supremo, tal y como yo lo había previsto.
Un día que Good había ido de caza, sir Enrique y yo; sentados tranquilamente, hablábamos comentando la situación, cuando un mensajero de Sorais llegó con una esquela que desciframos con bastante dificultad, leyendo que “la reina Sorais pedía el servicio de lord Incubu en sus habitaciones particulares, adonde seria conducido por el mensajero”.
-¡Dios mío! -exclamó sir Enrique-. ¿No podríais ir vos en mi lugar, Quatermain?
-No, por cierto -dije con energía-. ¡Antes me presentaría delante de un elefante herido! Os aconsejo que tengáis cuidado, Curtis: el que fascina como vos, debe sufrir las consecuencias. No me cambiaría con vos por un imperio.
-¿Qué derecho tiene esa reina para exigir mi servicio en sus habitaciones? Me gustaría saberlo; pero no iré.
-No podéis evitarlo. Sois oficial de la guardia real: tenéis que obedecerla, y ella lo sabe. Después de todo, esa guardia termina pronto.
-Eso dicen; pero no lo sé. Espero que no intente matarme, porque la creo capaz de todo.
Y sir Enrique, descorazonado, cosa nada extraña, partió al momento.
Esperé, y cuarenta y cinco minutos después volvía peor que cuando se marchó.
-¡Dadme algo que beber! -dijo con voz ronca.
Le di una copa de vino, preguntándole al mismo tiempo lo que le ocurría.
-¿Qué me ocurre? ¡Que ha llegado lo peor! -repuso--.
Cuando os dejé, me llevaron directamente a la cámara de Sorais, aposento suntuoso y encantador, donde se hallaba sola, sentada en un diván tocando la cítara. Me detuve delante de ella, y apenas se fijó en mi al principio. Siguió tocando y cantando una canción muy tierna, y al terminar me miró sonriendo. Luego dijo:
-“¡Ah! ¿Estás aquí? Creí que tal vez te detendrían asuntos de la reina Nyleptha. Ese es siempre tu servicio, y, a no dudar sabes cumplirlo con lealtad.
“Saludé, y manifesté que esperaba sus órdenes.
“-Sí -añadió.-, tengo que hablarte; pero siéntate: es muy molesto para mi levantar la cabeza.
“Y, retirándose un poco, me hizo sitio, en el diván a su lado, colocándose de, tal modo que podía ver perfectamente mi rostro.
“-No está bien, -dije- que me siente al mismo nivel que la reina.
“-Digo que te sientes! -fué su respuesta.
“Me senté, pues, y empezó a mirarme con sus grandes y penetrantes ojos, como si fuera el espíritu de la hermosura hecho carne, sin hablar y mirándome incesantemente. Llevaba una flor blanca en el cabello, y en ella fijó la mirada, procurando contar sus pétalos; pero fué inútil. Al fin, no sé si sería su mirada, el perfume de sus cabellos, o qué; lo cierto es que empecé a sentirme hipnotizado.
“-Incubu -exclamó, levantándose de repente-, ¿te agrada el poder?
“Respondí que todos los hombres gustan de él en mayor o menor grado.
“-Lo tendrás -dijo-. ¿Te agrada la riqueza?
“-Me agrada por lo que representa -repuse,
“-También la tendrás. ¿Te agrada la hermosura?
“A esto respondí que me gustaba sobremanera la estatuaría y la arquitectura, y algunas otras necedades que le hicieron arrugar el entrecejo y callar un instante. Mis nervios estaban ya tan alterados, que temblaba como la hoja en el árbol. Comprendía que iba a ocurrir algo terrible; pero me tenia encantado y no era dueño de mí mismo.
“-Incubu -añadió al cabo de unos minutos-, ¿quieres ser rey? Escucha: ¿quieres ser rey? Mira, extranjero: mi intención es hacerte rey de todos los zu-vendis y esposo de Sorais, la de la Noche. Escúchame: nunca a hombre alguno de mi pueblo he abierto mi corazón de tal manera; pero tú eres extranjero, y no me avergüenzo de hablarte así, sabiendo como sabes todo lo que puedo ofrecerte y lo duro que debe ser para mi manifestártelo. Tienes una corona a tus pies, lord Incubu, y con ella una mujer que muchos quisieran conquistar. ¡Respónderme, escogido de mi alma, y que tus palabras sean dulces a mis oídos!
“-¡Oh, Sorais! -dije-. ¡Te suplico que no hables así! Comprende que no puedo escoger las palabras que debo emplear; pero tal cosa es imposible. Estoy prometido a tu hermana Nyleptha, y la amo a ella, y sólo a ella,
“Comprendí al instante que había dicho una inconveniencia, y levanté la cabeza para ver los resultados. Mientras yo hablaba, Sorais ocultaba el rostro entre sus manos, Cuando la miré, quedó espantado. Estaba pálida como la muerte; sus ojos fulguraban de ira. Se levantó como si se ahogara, y sentí miedo: su misma tranquilidad me asustaba más. Miró hacia una mesa sobre la cual había una daga, y creí que iba a matarme; pero no la cogió siquiera. Al fin habló, y sólo dijo una palabra:
“–¡Vete!
“Salí, contento al fin de verme fuera de allí, y aquí estoy. Dadme otro vaso de vino y decidme lo que habremos de hacer.
Moví la cabeza: el asunto era muy serio. En realidad, no hay furia peor que una mujer burlada, como dice un poeta, especialmente si esa mujer es reina, y Sorais por añadidura, y temí que ocurriera todo lo peor; incluso un inminente peligro personal para nosotros.
-Hay que contar el caso a Nyleptha -repuse-; es preciso decírselo al instante, y tal vez sea mejor que yo se lo diga, evitando así que sospeche de vos. ¿Quién hace guardia en su habitación esta noche? -pregunté.
-Good.
-Perfectamente: en ese caso, no hay peligro de que lleguen a ella. No os sorprendáis, Curtis; no creo que su hermana intente tal cosa. Opino que debemos referir a Good lo ocurrido.
-No sé -replicó sir Enrique-; tal vez se ofenda. Ya sabéis lo mucho que se interesa por Sorais.
-Verdad es; y, después de todo, tal vez no sea necesario decírselo: pronto lo sabrá por otro conducto. Vos, Curtis, fijaos bien en lo que digo. Sorais se pondrá de parte de Nasta, que intenta levantarse en el Norte con su gente, y habrá guerra tal como no se ha conocido en Zu-vendis desde hace muchos siglos. ¡Mira! —añadí, viendo que salían dos mensajeros de las habitaciones particulares de la reina-. ¡Seguidme!
Ambos echamos a correr y subimos a una torre, desde la cual, y con auxilio de nuestro anteojo, pudimos ver a uno de los mensajeros camino del templo; sin duda, para poner en conocimiento de Agon lo que ocurría. Poco después logramos descubrir al otro, que, jinete en un brioso corcel, corría presuroso hacia las puertas del norte de la ciudad.
–Sorais es una mujer animosa -dije- y no pierde el tiempo. La habéis humillado, amigo mío, y ríos de sangre, la vuestra inclusive si puede conseguirlo, correrán por el país. Voy a ver a Nyleptha. Vos esperad aquí, procurando recobrar la serenidad entretanto, porque os hará mucha falta. ¡No en balde he estudiado la naturaleza humana por espacio de tantos años!
Obtuve audiencia de la reina Nyleptha sin gran trabajo, y al verme entrar en vez de Curtis, a quien ella esperaba, exclamó con visible disgusto:
-¿Qué ocurre a mi señor, que no viene él, Macumazahn? ¿Está enfermo acaso?
Repuse que estaba bien, y sin más preámbulo le referí lo ocurrido, con todos sus detalles. ¡Imposible comprender sin verla la ira que se apoderé de ella! ¡Qué hermosísima estaba en su furor!
-¿Cómo te atreves a venir a mí con ese cuento? -gritó-. ¡Decir que mi señor enamora a Sorais, mi hermana! ¡Es una burda mentira!
-Perdona, ¡oh, reina! -repuse-. He dicho que Sorais trataba de enamorar a tu señor.
-¡No busques subterfugios ni sutilezas de palabra! ¿Acaso no es la misma cosa? Uno da, otro toma; pero todo termina, y nada importa quién de los dos fué más culpable. ¡Sorais! ¡La aborrezco! Pero es reina y es mi hermana, y si él no hubiera dado motivo, ella no habría descendido tanto. ¡Razón tuvo el poeta que dijo que el hombre era una serpiente venenosa que emponzoñaba con su contacto!
-Tu observación es excelente, ¡oh, reina!; pero no has comprendido bien al poeta -dije-. Bien sabes que tus palabras son necias, y no es tiempo de necedades.
-¿Cómo te atreves? -gritó hiriendo el pavimento con el pie-. ¿Acaso te ha enviado mi falso señor para que me insultes? ¿Quién eres, extranjero, para que me hables a mí, la reina, de ese modo? ¿Cómo te atreves?
-Me atrevo, ¡oh, reina!, si. Escucha. Los momentos que pierdes en iras inútiles, que pueden costarte a ti la corona y a nosotros la vida, los aprovechan Sorais y sus parciales alistándose. Dentro de tres días se alzará Nasta con la fuerza de un león, y sus rugidos retumbarán por el Norte. La “Señora de la Noche” tiene la voz muy dulce; pero su canto tampoco será inútil. Su bandera ondeará de campo en campo y de valle en valle, y los soldados brotarán a su paso como el polvo en un remolino de viento. La mitad del ejército se levantará a su grito de guerra, y en todas las ciudades y aldeas de este vasto reino se predicará que la guerra es santa, porque es contra el extranjero. ¡He dicho, oh, reina!
Nyleptha se había tranquilizado; su celosa ira había pasado ya, y, dejando a un lado el papel de mujer hermosa y obstinada, con la rapidez y energía tan características en ella, adoptó el de reina y mujer de negocios. La transformación fué súbita y completa.
-Has hablado bien, Macumazahn; perdona mi necedad. ¡Qué reina sería yo si no tuviera corazón! ¡Sólo los insensibles pueden conquistarlo todo! La pasión es como el relámpago: hermosa; une el cielo con la tierra, pero también es ciega y destruye. ¿Crees que mi hermana Sorais se levantará en guerra contra mí? Pues dejémosla: no vencerá. Tengo también parciales y amigos; son muchos los que gritarán “¡Nyleptha!”, cuando mi pendón se extienda por montes y llanuras y mis faros brillen en los despeñaderos llevando el grito de guerra. Quebrantará sus fuerzas y deshará sus ejércitos. ¡La “Señora de la Noche” tendrá una noche eterna! Dame tinta y pergamino -añadió-, y llama al oficial que está en la antecámara: es hombre de confianza.
Hice lo que la reina me ordenaba, y un veterano de noble continente, llamado Kara, que hacía la guardia en aquel sitio, se presentó en la estancia saludando con humildad.
-Toma este pergamino -dijo Nyleptha-. Es una autorización para que hagas guardia delante de las habitaciones de mi hermana Sorais, “Señora de la Noche” y reina conmigo del pueblo zu-vendi. Tu misión consiste en impedir que entre alguien en esas habitaciones o salgan de ellas los que están dentro. ¡Te va en ello la vida!
-Se cumplirá el mandato de la reina -repuso el soldado. Y volviendo a saludar, salió de la estancia.
Nyleptha envió un mensaje a sir Enrique, y éste se presenté bastante alarmado. Creí que iba a tener lugar otra escena de celos e ira; pero las mujeres son muy especiales. No dijo una palabra acerca de Sorais ni de la supuesta inconstancia de su amante; lo saludó amistosamente, y manifestó que necesitaba su opinión y consejo en un asunto de la mayor importancia. Pude notar, sin embargo, cierta energía en sus palabras y en sus miradas cuando se dirigió a él, y pensé que no había olvidado el asunto y que lo guardaba para mejor ocasión.
Poco después de llegar Curtis, volvió Kara, manifestando que Sorais se había marchado al templo, dejando dicho que, en conformidad con la costumbre que tenían las damas zu-vendis de alto rango, iba a pasar la noche en meditación delante del altar. Nos miramos en silencio: el golpe llegaba demasiado pronto, y era preciso obrar al instante.
Fueron llamados todos los generales que merecían confianza y les revelamos el asunto con ciertas restricciones, ordenándoles que dispusiesen sus fuerzas. Se hizo otro tanto respecto de los nobles leales a Nyleptha, algunos de los cuales salieron aquel mismo día para lejanas regiones del país a fin de reunir a sus vasallos y partidarios. Se enviaron despachos sellados a los gobernadores de ciudades distantes, y antes de caer la noche salieron veinte mensajeros a caballo con orden de no descansar hasta entregar las cartas que llevaban. Por último, se enviaron espías a distintos sitios.
En tal labor, y ayudados por algunos secretarios de confianza, emplearnos el resto del día y parte de la noche. Nyleptha mostró tal energía y claridad de inteligencia, que quedé atónito.
Más de las ocho serían cuando llegamos a nuestras habitaciones, sabiendo por Alfonso (furioso ya porque, siendo tarde, se había estropeado la comida, cosa enojosa para él, siendo el cocinero), que Good había vuelto de la cacería y entrado de servicio. Como se habían dado instrucciones al oficial de la guardia exterior para que reforzara el número de los centinelas y no teníamos motivo alguno para temer por nosotros tan pronto, no creímos necesario buscarlo para referirle lo ocurrido, y después de tragarnos la comida sin darnos cuenta apenas de lo que hacíamos, nos retiramos en busca del descanso, que tanto necesitábamos.
Antes, sin embargo, tuve la buena idea de decir a Umslopogaas que no perdiera de vista la entrada a las habitaciones particulares de Nyleptha. El zulú era muy conocido ya en el palacio y tenía permiso de la reina para andar por todas partes, según le conviniera, permiso que él aprovechaba para vagar de noche por el palacio durante las horas en que todos dormían, valiéndose de ciertos medios, muy corrientes entre los negros, para que no lo vieran cuando no quería ser visto. De todos modos, su presencia en los corredores no sería sospechosa. El zulú, sin hacer ningún comentario, se separó de nosotros y nos metimos en el lecho.
Cuando, según mi creencia, hacía sólo unos minutos que me había dormido, desperté con una sensación de inquietud, como si alguien dentro de mi cuarto me mirara sin cesar. Al despertar me senté de un salto en el lecho, sorprendido al ver que estaba amaneciendo, y que allí, al pie de mi lecho, se hallaba Umslopogaas en persona.
-¿Cuanto tiempo hace que estás aquí? -pregunté enfadado, porque es poco agradable que lo despierten a uno de esa manera,
-Media hora quizás: Macumazahn, tengo algo que decirte.
-¡Habla! -dije, completamente despierto.
-Anoche fuí, como me mandaste, a cuidar de la “Reina Blanca”, y me oculté detrás de una columna en la primera antecámara, cerca de la cual está el dormitorio de la reina. Bougwan (Good) estaba solo en la segunda, y fuera de ella había un centinela; pero quise pasar sin que me viesen, y lo conseguí deslizándome detrás de ellos. Esperé muchas horas hasta que de repente vi una figura negra que se acercaba en silencio al sitio donde yo estaba. Era una mujer y llevaba una daga en la mano. Detrás de ella avanzaba otra sombra. Era Bougwan, que, sin que la mujer lo notara, seguía sus huellas. Cuando pasó junto a mí, vi su rostro a la luz de la estrellas.
-¿Quién era? -pregunté con impaciencia.
-El rostro era el de la “Señora de la Noche”, nombre que le cuadra bien. Esperé, y vi también a Bougwan descalzo y silencioso. Los seguí a mi vez, y así, unos tras otros, avanzamos todos por la larga cámara sin hacer el más leve ruido, y ni la mujer veía a Bougwan, ni éste me veía a mí. La “Señora de la Noche” se acercó a las cortinas que separaban de la antecámara el dormitorio de la “Reina Blanca”, y abriéndolas, pasó entre ellas. Detrás entramos Bougwan y yo. En el ángulo más apartado de aquella habitación se hallaba la “Reina Blanca” en su lecho, profundamente dormida y con uno de sus níveos brazos extendido sobre la colcha. El silencio era tal, que podía oírse perfectamente su respiración. La “Señora de la Noche” se agachó, miró el arma, y dió un salto hacia el lecho tan embebida en su idea, que no se cuidó de volver la cabeza. Estando ya junto al lecho, Bougwan le tocó el brazo; ella contuvo el aliento, se volvió, y vi brillar la daga. Afortunadamente, resbaló sobre la cota de malle de Bougwan. Entonces vió éste quién era aquella mujer, y retrocedió atónito, sin poder articular una sílaba. También quedó atónita la “Señora de la Noche”, y tampoco habló. Colocando un dedo sobre sus labios, volvió hacia la cortina en compañía de Bougwan, y pasó tan cerca de mí, que su traje me rozó y sentí tentaciones de descargar sobre ella mi hacha. En la primera antecámara habló con Bougwan a media voz, y estrechándole la mano, pareció pedirle algo, aunque no pude saber qué. Pasaron a la segunda: ella pedía; él movía la cabeza negando y diciendo: “¡No, no, no!”. Creí que iba a llamar a los de la guardia; pero ella, cesando de hablar, lo miró con sus grandes ojos, y comprendí que lo fascinaba con su belleza. Después tendió una mano, que él besó, y yo me propuse acercarme a ella y hacer lo que no hice antes, ya que Bougwan no era hombre y no distinguía el bien del mal; pero, antes de que pudiera llegar a ella, vi que había desaparecido sin saber por donde.
-¡Desaparecido! -exclamé yo.
-Sí; y Bougwan, parado, contemplaba el muro como si fuera víctima de una pesadilla. A poco se fué también, y yo, después de esperar algún tiempo, vine a referirte lo ocurrido.
-¿Estás seguro de que no lo has soñado todo, Umslopogaas?
El zulú respondió abriendo la mano izquierda y mostrándome un pedazo del más fino acero, como de tres pulgadas de longitud:
-Si he soñado, mira lo que me ha dejado el sueño, Macumazahn. La daga se rompió en dos pedazos, y al volverme recogí éste, que había quedado en el dormitorio de la “Reina Blanca”.