LA CANCIÓN DE SORAIS
Una vez libres de Agon y sus secuaces, volvimos a nuestro aposento del palacio y fuimos obsequiados por las dos reinas, los nobles y el pueblo, que se desvivían por honrarnos, colmándonos de dones. Llegamos a ser lo más notable del país, y algunos jóvenes elegantes copiaron nuestros trajes, especialmente la cazadora de sir Enrique.
Un día una diputación de sastres pasó revista al traje de Good, tomando medidas y notas de todos los detalles, y quince días después tuvimos el gusto de ver a siete u ocho “mashers” zu-vendis vestidos con un uniforme tan semejante al de Good, que éste, que antes se vió halagado por la visita de los sastres (no sabíamos entonces que lo fuesen), cambió de parecer y mostró tanta sorpresa y disgusto, que nunca olvidaré la expresión de su rostro. Después de esto, a fin de evitar observaciones y, sobre todo, que nuestros trajes acabaran de estropearse, adoptamos el del país, que era bastante cómodo por cierto, aun cuando me veo obligado a confesar que no nos favorecía en nada.
El día siguiente al de nuestra milagrosa salvación en el templo, se presentaron a nosotros tres señores graves y estirados provistos de libros manuscritos y plumas de ave, indicando por signos que iban a enseñarnos la lengua del país. Exceptuando a Umslopogaas, todos nos aplicamos: empleamos cuatro horas al día en tal estudio y adelantamos con rapidez. Por la tarde quedábamos libres y podíamos entretenemos con alguna diversión. Quisiera tener espacio suficiente para referir todo lo que haciamos en aquel país, rico en tierras de labrantio. Además, teníamos caballos magníficos: el establo real estaba a nuestra disposición, sin contar con los que Nyleptha nos había regalado.
Por la noche se hizo costumbre que sir Enrique, Good y yo comiéramos, o mejor dicho, cenáramos con sus majestades, si no todas las noches, al menos tres o cuatro veces por semana, cuando no tenían muchos convidados o no lo impedían los asuntos de Estado. Aquellas comidas íntimas son las mas agradables que he disfrutado. En ellas pudimos apreciar el carácter de las dos reinas gemelas, que era una incomparable mezcla de sencillo candor y soberana altivez, cuando el caso lo requería.
Nunca olvidaré una escena en la cual adquirí la seguridad de que Nyleptha amaba a sir Enrique. Cuando llevábamos tres meses estudiando el idioma, Good, aficionado como era a1 bello sexo, y cansado, sin duda, del anciano que le enseñaba, manifestó a éste, sin contar con nosotros para nada, que era imposible acabar de aprender aquella lengua, si no nos la enseñaban señoritas jóvenes, puesto que ellas son las únicas que entienden de ciertas delicadezas. Añadió que en nuestro país siempre se confiaba a las jóvenes más lindas y amables el encargo do enseñar a los extranjeros que se hallaban en las mismas condiciones que nosotros, y muchas otras cosas que el anciano profesor oyó decir con la boca abierta, cada vez más admirado, afirmando que no iba desencaminado en todo aquello que decía, pues siendo el sexo bello tan aficionado a charlar, había más práctica de viva voz. El profesor terminó la lección aquel día manifestándole que buscaría la manera de que se llevaran a cabo nuestros deseos.
Imagínese cuál seria mi sorpresa y la de sir Enrique cuando al día siguiente, en vez de nuestros respectivos maestros, encontramos en el salón de estudio tres jóvenes de las más hermosas de Milosis, que es cuanto hay que decir, las cuales, sonriendo y ruborizándose, nos dijeron que eran las encargadas de perfeccionar nuestros conocimientos en el idioma zu-vendi. Como estábamos ignorantes de la conversación de Good con el maestro, aquél nos indicó entonces que el anciano había dispuesto tal cambio. Sorprendido más y más, apelé a sir Enrique, buscando consejo.
-La cosa es -dijo éste- que, estando ya aquí las señoritas, tal vez se ofendan si las despedimos; es preciso ser corteses. ¡Y la verdad es que son guapas!
Good había emprendido ya una conversación con la más hermosa de las tres, y, tuvo que acceder, aunque bastante a disgusto por cierto. Aquel día todo fué bien: los señoritas eran bastante instruidas y serias: únicamente sonreían cuando cometíamos alguna equivocación. Good y sir Enrique nunca mostraron mayor aplicación.
Al día siguiente charlamos bastante. Las jóvenes nos hicieron una porción de preguntas sobre nuestro país, a las cuales respondimos todo lo mejor que podíamos. Oí a Good asegurar que la hermosura de las damas zu-vendis, comparada con las europeas, es lo que el sol al lado de la luna. Su profesora manifestó que se burlaba de ella. Después cantaron algunas canciones del país de un modo encantador, sin afectación alguna.
A la tercera lección éramos ya buenos amigos y nuestras instructoras se permitían algunas bromas. La mía tuvo el mal gusto de colocarme en la espalda un ejemplar de la familia de las cucarachas, y, como si hay algo en el mundo que yo aborrezca son esos bichitos, entre furioso y sorprendido por tal imprudencia, cogí el almohadón donde había estado sentada la joven, que a la sazón corría huyendo de mi, y se lo tiré a la cabeza. Júzguese cual sería mi horror y disgusto al ver que en aquel instante se abría la puerta, presentándose en ella Nyleptha acompañada de dos oficiales, y que el almohadón caía precisamente sobre la cabeza de uno de éstos.
Procuré aparentar que no lo había arrojado yo, sir Enrique silbó distraído, y las pobres muchachas quedaron paralizadas de terror.
Nyleptha se irguió altiva, enrojeció palideciendo después como una muerta, y con voz entrecortada y serena, apuntando con el braza a la instructora de Curtis, dijo en tono autoritario:
-¡Guardias, matad a esa mujer!
Los oficiales vacilaron.
–¿Haréis lo que ordeno? -añadió la reina en el mismo tono-. ¿Os negaréis a hacerlo?
Los guardias se acercaron a la joven con las lanzas levantadas; pero sir Enrique, que había recobrado su presencia de ánimo, comprendiendo que nuestra comedia iba a terminar trágicamente, se colocó delante de la joven y exclamó con tono airado:
-¡Deteneos! ¡Y tú, oh, reina, avergüénzate de tu conducta! ¡No la matarás!
-Indudablemente, debes tener buenas razones para protegerla -repuso Nyleptha enfurecida-, y el honor te obliga a ello; pero morirá. ¡Morirá; te lo aseguro! -agregó hiriendo el suelo con su menudo pie.
-Está bien -repuso Curtis-. En ese caso, moriré yo con ella. Soy tu siervo, ¡oh, reina! Obra conmigo según te plazca.
Y saludándola, la miró con desdén.
-También debía matarte a ti, porque te burlas de mí repuso la reina.
Pero comprendiendo, sin duda, que estaba vencida, y tal vez sin saber qué partido tomar, rompió a llorar de tal manera, apareciendo tan soberanamente hermosa en su dolor, que, a pesar de ser viejo, sentí envidia de Curtis al ver que la cogía en sus brazos para consolarla. La misma idea debió ocurrirle a Nyleptha, porque se fué dejándonos disgustados.
Poco después volvió uno de los oficiales con la orden de que las jóvenes, bajo pena de muerte si no obedecían, debían salir de la ciudad y volver a sus respectivos pueblos natales, si querían evitarse el castigo. Después de este incidente, nuestros antiguos maestros reanudaron sus interrumpidas lecciones, con gran satisfacción por mi parte.
Aquella noche, cuando, llenos de temor, fuimos al comedor real, supimos que Nyleptha se había acostado sufriendo un violento dolor de cabeza, que duró por espacio de tres días. Al cuarto se presentó tan graciosa como siempre, y con una sonrisa dulcísima dió la mano a sir Enrique para que la condujera a la mesa. Tocante al acontecimiento de días anteriores, se limitó a decir con encantadora sencillez que aquel día, cuando iba a presenciar nuestros progresos, había sido víctima de una especie de mareo que le había durado hasta entonces, añadiendo con el tonillo de broma peculiar en ella que debió afectarle la idea de que trabajábamos demasiado.
Sir Enrique repuso que ya había hecho él la observación de que no debía hallarse bien aquel día. La reina lo miró con una de aquellas miradas tan frecuentes en ella, que penetraban como la hoja de un puñal, y no se habló más del asunto. Después de cenar, quiso apreciar por sí misma nuestros adelantos, y se manifestó satisfecha con los resultados, terminando por darnos una lección muy interesante para todos.
Mientras nosotros hablábamos, o mejor dicho, procurábamos hablar, Sorais, sentada en su silla de marfil, nos miraba sonriendo de un modo semejante a un relámpago de verano desgarrando una obscura nube. Good, sentado a su lado, la contemplaba extasiado: iba enamorándose en serio de aquella hermosa morena, la cual me inspiraba miedo.
Observándola detenidamente, había podido ver que sentía celos de Nyleptha y que también amaba a sir Enrique. Claro es que no estaba completamente seguro de ello: no es fácil entender a una mujer fría y altiva; pero percibí ciertos detalles que me hicieron creerlo así.
Pasaron otros tres meses, y al fin de ellos éramos, maestros en el idioma zu-vendi, que, después de todo, es fácil de aprender. Para entonces habíamos llegado a ser populares y todo el mundo nos dispensaba su favor, considerándonos personas muy sabias.
Sir Enrique, como ya he dicho, enseñó la manera de hacer cristales, y, auxiliado por un almanaque para veinte años que llevaba consigo, predijo ciertos acontecimientos que ni siquiera habían sospechado los astrónomos del país. Conseguimos demostrarles el principio en que se basa la teoría del vapor y una porción de cosas por el estilo, y todos convinimos en que no debíamos salir del país: cosa que, a decir verdad, nos habría sido imposible, aun cuando lo hubiéramos deseado, Nos concedieron grandes honores, confiriéndonos el cargo de oficiales de la guardia personal de las reinas, con habitación fija en el palacio real, y otras muchas gabelas.
Pero, por azul y risueño que nos pareciera el cielo, una nube muy densa se extendía por el horizonte. Nada habíamos vuelto a oír sobre el asunto de los hipopótamos; pero no por eso se había olvidado nuestro sacrilegio, ni se había apaciguado Agon. Por el contrario, su furia había aumentado al ver que el prestigio que hasta entonces sólo gozaban los sacerdotes, como personas instruidas, lo compartíamos nosotros. El favor con que el pueblo y las reinas nos miraban, consultándonos en muchas ocasiones, fué una afrenta para la casta sacerdotal, la entidad más poderosa en el reino hasta entonces.
Otra fuente de peligros que nos amenazaba era la envidia le los nobles, que, capitaneados por Nasta, empezaban a ponerse en contra nuestra.
Nasta había sido desde hacía algunos años uno de los pretendientes a la mano de Nyleptha; pero, apenas llegamos nosotros al país, terminaron todas las muestras de favor que aquélla hubiera podido darle hasta entonces. Furioso y alarmado, dirigió sus pretensiones a Sorais, hallando que tratar de conquistar el corazón de ésta era tan inútil como pretender ablandar una roca, y que aquella puerta se cerraba para él después de hacerle soportar algunas bromas sobre la volubilidad de sus afectos. Como el sistema del país era hasta cierto punto el feudalismo, Nasta pensó en los treinta mil hombres oue podía armar. y que apenas los llamase vendrían de las montañas, jurando adornar con nuestras cabezas las puertas de Milosis.
Pero antes, según supimos, intentó hacer el ultimo esfuerzo para obtener la mano de Nyleptha, aprovechando la ocasión en que iban a reunirse las Cortes, y pidiéndola después de la ceremonia que anualmente se hacía para firmar las leyes dadas por las reinas para aquel año.
La misma Nyleptha fué quien nos lo refirió con temblorosa voz la noche que precedió a la sesión de las Cortes para la ceremonia de la firma.
Sir Enrique se mordió los labios, y, aunque procuró dominar su emoción, no pudo ocultarla.
-¿Y qué respuesta se servirá dar la reina al gran señor? -pregunté en tono de broma.
-¿Respuesta, Macumazahn? (habíamos preferido hacer uso de nuestros nombres kafires mientras durase nuestra estancia en aquel país) -repuso Nyleptha encogiéndose de hombros-. No lo sé aún. ¿Qué ha de hacer una pobre mujer cuando el pretendiente tiene treinta mil lanzas que impongan su amor? -Y al decir tales palabras, fijó en Curtís una mirada velada por sus sedosas pestañas.
Nos levantarnos de la mesa para ir a otro aposento, y sir Enrique, acercándose a mí, me dijo al oído:
-Oíd una palabra pronto, Quatermain. Nunca he hablado de ello; pero supongo que habréis adivinado que amo a Nyleptha. ¿Qué he de hacer?
-Hablar con ella esta misma noche -repuse-. Si no arovecháis la ocasión, será inútil después. Acercaos a ella en el salón, y decidle que vaya a medianoche junto a la estatua de Rademas, en el salón del trono, donde os encontrará. Yo velare allí por vos, Curtis. Ahora o nunca: ya lo sabéis.
Pasarnos al salón. Nyleptha, sentada en su sillón, dejaba ver en su rostro profunda pena y gran ansiedad. Sorais, cerca de ella, hablaba con Good en su tono frío y mesurado.
El tiempo pasaba; un cuarto de hora más, y, según constumbre habitual de las reinas, se retirarían, sin que sir Enrique hubiera tenido ocasión de hablar particularmente con Nyleptha. En realidad, aunque veíamos con frecuencia a ambas hermanas, era difícil hablar con ellas a solas. Torturé mi cerebro, y al fin me ocurrió una idea.
-¿Será la reina tan bondadosa -dije inclinándome ante Sorais- que se digne cantar para sus siervos? Nuestros corazones están abatidos esta noche. Cántanos algo, “Soberana de la Noche”.
Este nombre era el que solía dar a Sorais el pueblo, y el que más le agradaba.
-Mis canciones no pueden alegrar los corazones tristes, Macumazahn; pero cantaré, si lo deseas -repuso.
Y levantándose, se acercó a una mesa sobre la cual había un instrumento semejante a una cítara, e, hiriendo sus cuerdas, dejó oír algunos acordes.
Después, las notas de su privilegiada garganta de ave se desgranaron en un canto tan dulce, tan celestial y triste a la vez, que todos nos sentimos afectados. Era un canto maravilloso; pero no tuve tiempo de oírlo con calma. Corno después pude saber las palabras, doy a mis lectores una imperfecta traducción de lo que es casi intraducible:
CANCIÓN DE SORAIS
Como el ave desolada que atraviesa la obscuridad buscando su perdida senda; como el brazo que se alza en vano para detener la muerte que amenaza -¡así es la vida! ¡Sí, la vida que conduce a la pasión e inspira mi canto!
Como el canto del ruiseñor, lleno de inexplicable dulzura –como un espíritu que desgarra las puertas de Cielo para dar fe de lo que es -¡así es el amor! ¡Sí, el amor que muere cuando se destrozan sus alas!
Como el paso de las legiones cuando las trompetas lanzan su reto -como el clamor del dios de las tormentas cuando el relámpago desgarra el negro cielo -¡así es el poder! ¡Si, el poder que también se hundirá en el polvo!
Corta es nuestra vida, y sin embargo, hay espacio para el olvido -una amarga ilusión, un sueño del cual nadie puede despertarse -hasta que la muerte nos alcanza en la aurora o en el ocaso.
¡Oh; qué hermoso es el mundo a la aurora, a la aurora, a la aurora! -Pero al ocaso, el sol se hunde rojo en sangre. ¡Rojo en sangre se hunde el sol!
El canto era tan hermoso, que siento en el alma no poder transcribir la música.
-Ahora, Curtis! -murmuré al oído de éste, cuando Sorais empezó la segunda estrofa.
Mis nervios estaban tan excitados que, a pesar del divino canto de la reina Sorais pude percibir la voz de sir Enrique murmurando al oído de Nyleptha estas palabras:
-Deseo hablarte esta misma noche, ¡oh, reina! Me va en ello la vida. ¡No me lo niegues; te lo suplico!
-¿Cómo puedo acceder a tu deseo? -replicó Nyleptha mirando en torno suyo-. Las reinas somos diferentes de las demás mujeres: me rodean, me vigilan.
-Oye. A medianoche estaré delante de la estatua de Rademas, en el salón de honor. Tengo la contraseña y puedo estar allí. Macumazahn y el zulú harán guardia en aquel sitio. ¡Ve, oh, reina! ¡No me lo niegues!
-No es cosa bien vista, y mañana...
La canción terminaba en aquel momento y Sorais volvía a su sitio.
-Estaré allí -añadió Nyleptha en tono apresurado-; pero, ¡por tu vida, ten cuidado y no me comprometas!