SEGUNDA PARTE
LA MADRE SUPERIORA
Convocó una reunión extraordinaria.
—Ya están aquí las cuatro hermanas nuevas —dijo—. A partir de ahora formarán parte de la orden. Os las presento —continuó—. A sor Marta Lucía ya la conocéis. Es colombiana y está en nuestra orden desde hace cuatro años. Emma Luz, novicia de Lima, deberá seguir estudiando y formándose. Sor Cielo también es colombiana y se ordenó hace seis años. ¿Digo bien? —Cielo asintió en señal de reverencia—. Y sor Carisma, peruana también. Y ahora si me permitís, quiero conversar con ellas.
Las monjas se fueron retirando una a una. La última fue Matilde. Parecía que no había oído la orden.
—Desde hoy todas llevaréis los hábitos. —Les fue entregando a cada una el suyo, al igual que el calzado. Luego pasó a explicarles los horarios y el funcionamiento del convento, a qué hora se rezaba, a cuáles se comía, los momentos de tiempo libre, de descanso y de meditación—. No debemos olvidar que somos una orden contemplativa —dijo mientras subía las escaleras y se paraba en el primer rellano. Emma Luz miró de reojo a Marta Lucía y ésta hizo una ligera mueca que se parecía a una sonrisa—. Y aquí está la campana. Nos sirve para comunicarnos. En este folio tenéis apuntados los toques que hay que dar para llamar a cada hermana. Ayer agregué los vuestros —dijo señalando una hoja de papel colgada en la pared junto al cordel.
—¿Puedo probar? —preguntó sor Carisma, un poco perdida.
—Claro, llama a… sor Mercedes. Aquí lo tienes, tres toques dobles y uno simple.
La monja tiró de la cuerda que estaba atada al badajo y la campana sonó siete veces. Minutos más tarde vieron aparecer a Mercedes. Cuando ésta se reunió con las nuevas sonó a lo lejos la campanilla del teléfono.
—Perdonad —se excusó la superiora.
Las recién llegadas se quedaron con Mercedes, ensayando para memorizar los códigos de las campanadas. Sor Matilde se acercó con paso cansino hasta donde estaban reunidas.
—¿Me habéis llamado?
—Sabes muy bien que no.
Matilde se mantuvo ausente con la mirada fija en la campana. De repente se volvió hacia Mercedes.
—Esta niña tiene una tableta igual a la de mi sobrina Rosa —dijo señalando con el dedo a Marta Lucía.
Mercedes conocía de sobra el estado de salud de la hermana.
—Ven conmigo —le propuso tomándola del brazo. Matilde opuso resistencia.
—Yo la vi con mis propios ojos —insistió—. La tiene en la maleta.
Marta Lucía permaneció impasible. Mercedes sonrió a la acusada.
—Sabrás perdonarla —balbuceó a modo de excusa—. Últimamente está algo perdida.
—¡Que no! —repitió Matilde.
Mercedes volvió a tomarla del brazo y la acompañó hasta la planta baja. La madre superiora regresó caminando con pasos cortos, como quien está ansioso por contar algo.
—¿Y la hermana Mercedes?
—Vuelve en un momentico —dijo Cielo.
En cuanto vio aparecer a Mercedes le hizo un gesto para que acelerara el paso.
—Acaban de llamar de un parador —explicó con la respiración entrecortada—. Quieren que les vendamos dulces para el restaurante y la tienda.
—¿Crees que podemos hacer frente a las entregas? ¿De cuántas cajas se trata?
—Empezaríamos con mil. Ya me han comunicado la lista de los dulces que quieren.
Guardaron silencio hasta que Emma Luz tomó la palabra.
—Si usted me permite, madre, en el convento donde estuve era la encargada de la cocina. Hacíamos muchísimos dulces. Todo depende de la infraestructura del obrador.
—Yo también trabajé en la repostería de mi convento —añadió Marta Lucía.
—A mí me gustaría colaborar —interrumpió sor Carisma.
—Un momento, por favor —dijo la madre Laura—. En el obrador hay poca cosa y no tenemos mucho dinero para máquinas.
—En ese caso —apuntó Marta Lucía— la solución estaría en hacer turnos. Así aprovecharíamos mejor el espacio.
Emma Luz y Marta Lucía se miraron furtivamente.
—Yo no tengo problemas en trabajar de noche —propuso Emma Luz.
La madre superiora no lo dudó ni un instante. Sacó del bolsillo un folio plegado en cuatro en el que tenía apuntada una lista.
—Marta Lucía y Emma Luz os vais a encargar de las sultanas, los almendrados y las magdalenas. Cielo y Carisma de los tocinos de cielo, las galletas de limón y las rosquillas.
Se sentía satisfecha. Las cuatro hermanas nuevas habían traído suerte. Calculó mentalmente cuántas cajas de dulces tendrían que vender antes de reunir el dinero necesario para restaurar la capilla.
DIEGO
Esta vez no tardó en llamarla. Eran las once de la mañana y no había conseguido dormir ni dos horas seguidas. Le propuso que se vieran esa misma tarde. A Rosa no le pareció buena idea que pasara a recogerla en moto por su casa. Quedaron a las cinco en el centro de la plaza de la Trinidad.
Cambió de postura intentando conciliar el sueño. Se sentía aturdido, cavilando acerca de cómo salir del brete en el que estaba metido. No conseguía dejar de darle vueltas a la cabeza. Revivió decenas de veces la fecha en la que empezó a colaborar con la organización. Aunque todo hubiera comenzado mucho antes, cuando cortó definitivamente el vínculo con su madre.
Sus padres se habían casado con bombo y platillo y separado antes de que él naciera. Simona era una italiana de alcurnia, culta e instruida, que acertaba en el buen gusto para la ropa y los muebles en igual medida en que desacertaba con los hombres. Con poco más de veinte años, durante un viaje a Granada con sus compañeras de la universidad, se enamoró de Diego Heredia, un gitano del Sacromonte que era una suerte de líder del barrio, además de contar con un talento innato para el flamenco y la juerga. Simona se quedó embarazada y pese a tener a su familia en contra se trasladó a Granada. El amor duró lo que tardó en llegar la primera escena de celos. Empacó y se volvió a Florencia con el mismo desparpajo con el que se había marchado. Sus padres la recibieron con los brazos abiertos, cual hija pródiga. Al nacer el niño, se instaló en uno de los pisos de la familia ubicado en el mismo bloque para que los abuelos disfrutaran del nieto y ella, de su libertad.
Al cumplir cuatro años, su madre volvió a enamorarse. Esta vez fue el turno de un cantautor napolitano con quien se fue a vivir a Nápoles. Simona pensó que lo mejor sería que el niño pasara una temporada con su padre, hecho que se prolongó hasta que cumplió once años, con visitas a su madre que sus abuelos pagaban sin pestañear durante puentes y vacaciones. Regresó a Italia durante los tres años en que su madre estuvo de nuevo sola. Después conoció a un marroquí importador de alfombras y su hijo regresó a España para instalarse definitivamente.
La entrada en la organización coincidió con la muerte del padre y Diego la tomó como una herencia, puesto que trabajaba para ellos. Hasta ese momento se ocupó de ambientaciones para eventos, fiestas, publicidad y algún que otro escaparate. El trabajo empezó a mermar y sus deudas con el banco se convirtieron en alarmantes. La organización le garantizaba dinero constante y en abundancia.
Adquirió la casona que en otros tiempos perteneció a la familia Heredia y la convirtió en su base operativa. Hizo reformas en el último piso, donde estaban las mejores vistas, y aprovechó un viaje de trabajo a Marruecos para comprarse dos magníficas alfombras que alternaba según la temporada.
Tumbado con los brazos detrás de la cabeza, los retazos de su vida iban encendiéndose y apagándose como escenarios de teatro que se iluminan y de golpe se sumen en la oscuridad. Con la imagen de Rosa en el aire se quedó profundamente dormido. Era casi mediodía.
Despertó sobresaltado a las cuatro sin saber dónde estaba ni cuánto tiempo había dormido. Se duchó y se dispuso a salir.
Llegaron los dos a la hora fijada. Diego pretendía actuar con la sangre fría de un cirujano. No podía seguir viéndola porque la misión corría peligro por mucho que le gustara.
Fueron a sentarse a un banco y él le comunicó escuetamente que no podía seguir con ella. Arguyó que se trataba de un momento de su vida en que debía priorizar otros asuntos.
—¿Estás saliendo con otra chica? ¿Estás casado?
—Ni lo uno ni lo otro.
Rosa permaneció en silencio un largo rato. De pronto se volvió hacia él y lo miró desafiante.
—¿Es por lo de la dinamita y las pistolas?
Diego se quedó helado. Esa pregunta no entraba en su cálculo de previsiones acerca de qué rumbo podía tomar la conversación. «¡Rosa sabe!» Eso cambiaba el juego.
—¿De qué hablas?
—De lo que guardas en una de las habitaciones de tu piso, de tu obsesión por que cierre los ojos cuando vamos en moto, de lo que ocultas.
Podía seguir negando la evidencia hasta el infinito, podía sacar su lado chulo y no verla nunca más, podía darse media vuelta y desaparecer para siempre. Y podía también convertirla en su cómplice.
Tras el gesto de osadía, Rosa sintió miedo por primera vez. ¿Y si ese hombre del que se había enamorado a primera vista fuera un asesino? Alejó rápidamente la idea de su mente. Quizás estaba mezclado en algo turbio, pero alguien con esas manos era imposible que matara a nadie.
—Vale —dijo—, pero si quieres que sigamos viéndonos, me tienes que jurar que no le contarás nada más a tu tía la monja.
Esta vez fue Rosa quien se quedó atónita. Sus mejillas se sonrojaron como las de una niña a la que descubren in fraganti cometiendo una travesura.
—Y tú, ¿cómo lo sabes?
—Ya ves, los dos sabemos cosas que no deberíamos saber.
SANTIAGO
Cumplió sesenta años y estaba solo. Su hijo menor dormía en la habitación de arriba. Habían cenado juntos como solían hacerlo una vez por semana, aunque desde hacía algún tiempo al joven le costaba encontrar una noche libre para estar con su padre, dormir en su casa y compartir el desayuno. Santiago aceptaba la realidad con filosofía. Tenía un hijo de veinte años y él se estaba haciendo mayor. Sus hermanos habían abandonado el hábito hacía bastantes años, sobre todo desde que lo habían hecho abuelo y se habían trasladado a otras ciudades.
Últimamente se levantaba más temprano que el despertador. Tenía por costumbre ponerlo a las ocho para llegar cómodamente a las diez al hospital. Siendo jefe de unidad podía escoger con libertad los horarios que más le convenían y hasta elegir a sus pacientes. O sea, que disponía de tiempo para dedicarse a lo que quería. En los últimos cuatro meses en que había visto reducido su horario laboral —supuestamente para escribir una novela— apenas si había conseguido concentrarse para garabatear unas pocas páginas inconsistentes. Durante ese tiempo se preguntó mil veces si realmente tendría madera de escritor. Había pasado media vida deseando escribir y ahora que no le faltaba tiempo ni dinero, no lo hacía. El primer mes de inactividad lo atribuyó a la necesidad de adaptarse a una nueva vida. El segundo le resultó más difícil de justificar.
Leía y releía a H. Mankell, las mismas novelas que en otro tiempo le regaló a una mujer a la que no conseguía olvidar, tratando de dejarse llevar por la ligereza de las líneas y de las páginas que se movían sin cesar bajo su mano. Sentía fascinación por la soltura del escritor sueco. Percibía a alguien a quien no le costaba escribir, alguien que escribía como a él le habría gustado hacerlo.
Las madrugadas involuntarias y recientes se habían convertido en el momento ideal para la lectura, mientras que antes, cuando era joven, solía leer por la noche, incluso hasta la madrugada.
No podía frenar el flujo de pensamientos ni la sensación de fracaso. Ése era uno de los momentos del día en que sentía la tentación de escribirle un correo o de llamarla, pero el impulso desaparecía en cuanto imaginaba la respuesta o el silencio. La última vez que estuvieron juntos se lo dijo sin rodeos: «No vuelvas a llamarme». Incluso había echado mano de una excusa profesional durante una de las crisis de Rafaela. Le mandó un wasap informándole sobre el estado de su paciente, pero ni siquiera le respondió.
Quizás fuera eso lo que fallaba con ella: él lo calculaba todo, tratando de que nada quedara librado al azar. Pero ahora era diferente y quería que lo supiera. La sucesión de ideas era siempre la misma, al igual que el resultado que consistía en posponer la llamada para otro día en que se sintiera más en forma. No podía tampoco dejar de preguntarse qué sería de su vida, si se habría mudado, si habría conocido a otro hombre, si tendría trabajo, si sería feliz sin él. El carmen aparecía a menudo en sus sueños, aunque fueran imágenes que le despertaran nostalgia y melancolía. Habían pasado muchas noches y días juntos allí.
Exactamente un año atrás aceptó salir a cenar con el grupo de practicantes. Eran cinco y muchos iban con sus mujeres, maridos o novios. Santiago barajó la posibilidad de invitar a Juana. En el último momento prefirió ir solo aunque le hubiera gustado presentarle a las personas que solía nombrar. Además de sus hijos y amigos, formaban parte de su mundo. Sin embargo, no lo hizo. No quería que Ana, una médica del grupo, los viera juntos. Todos sabían que el jefe mantenía una relación algo misteriosa con una traductora franco-argentina a quien nadie había visto en persona.
Santiago se afeitó por segunda vez en el día y se presentó en el Oliver tarde. Prefería no tener que esperar, sino que lo esperaran a él.
Ana no dejó de prestarle atención en toda la noche, de festejarle las bromas y de alabar cada uno de su comentarios. Llegó la hora de las copas y, hacia las dos, las parejas comenzaron a marcharse. Se quedaron solos. Ana le propuso tomar la última en su piso y él aceptó. El final de la velada era previsible pero no sus consecuencias. Quince días más tarde Ana le anunció un retraso y al cabo de otras dos semanas confirmó que estaba embarazada. No habían vuelto a verse más que en el hospital. Santiago se sentía confuso y culpable. Se encontraron al día siguiente de darle ella la noticia en un bar apartado del centro. La conversación se desarrolló deprisa y el tono fue crudo y directo. Ana quería el niño, él no. Ana lo quería a él, pero él no le correspondía. No obstante se haría cargo de la situación. No podría vivir tranquilo el resto de su vida si la dejaba sola. No paraba de maldecir el momento en que había aceptado tomar esa última copa por más que en el fondo supiera que su estúpido orgullo masculino le había jugado otra mala pasada.
Camino de su casa se interrogó un sinfín de veces sobre la posible reacción de Juana. Era obvio que la noticia la heriría, pero estaba seguro de que con el tiempo lo comprendería y lo consideraría un desliz sin importancia. Pero eso era cosa suya. En cuanto a Ana no tendría más que pasarle una cuota de ayuda al mes y ver al niño de cuando en cuando. No había motivo para que Juana se viera involucrada. Es más, hasta se le olvidaría.
La reacción de Jeanne fue bien distinta de la que imaginó. Lo escuchó sin mirarlo a los ojos para levantar luego la vista y decir con la cara desencajada: «No quiero verte nunca más». Había pasado poco más de un mes cuando la divisó por la calle caminando con Sultán por el paseo que bordea el Genil. Se la veía guapa a pesar del cansancio que expresaba su andar. Estaba sentado en uno de los bancos junto al río observando el agua que discurría entre las piedras. Sacó el móvil del bolsillo y marcó su número. La vio detenerse, abrir el bolso y estudiar su gesto al descubrir su nombre en la pantalla. Dudó un instante, rechazó la llamada y apagó el móvil.
Minutos más tarde recibió la llamada de Ana diciéndole entre sollozos que acababa de perder el niño. Pasaría por su casa para ver cómo se encontraba. Se despidió rápidamente. Sentía alivio, lisa y llanamente.
Como quien despierta de una persistente pesadilla su vida volvería a la normalidad. Urgía hacerle saber a Juana que no sería padre por cuarta vez. Esa noche le escribiría un mensaje y al día siguiente le enviaría por correo la última novela que había comprado y que no alcanzó a regalarle.
Pasó a ver a Ana antes de regresar a su casa. Tenía ganas de estar solo para poder pensar.
Al día siguiente se levantó renovado tras nueve horas de sueño. Sentía que su cuerpo había recuperado el vigor y la energía de hacía cuarenta años. Mientras tomaba la segunda taza de café abrió el libro y escribió la dedicatoria sin titubear.
A Juana, porque ella misma es una novela con un misterio por desvelar. Por su irrenunciable vocación por revelarme secretos. Por todo esto, una muestra ínfima de mi eterna gratitud. S.
No puso fecha. Introdujo la novela en el sobre y la colocó en la mochila. Iría andando hasta Correos. Al salir saludó a su nueva vecina. Sólo sabía que era abogada porque se lo contó el camarero del bar donde tomaba café antes de ir al hospital. Vivía sola aunque de vez en cuando se la veía con un oriental, muy probablemente japonés. A primera vista le caía bien.
Hizo un envío certificado, así que estaba seguro de que Juana lo había recibido. Esperó impacientemente día tras día a que llegara alguna respuesta, pero no la hubo.
Hasta que se cruzaron en el hospital. Rafaela acababa de ser ingresada y Juana fue a visitarla. Santiago la puso al corriente del estado de su amiga. Esa noche le mandó un wasap con más información psiquiátrica. Esta vez tampoco respondió.
Pero estaba convencido de que Juana no era un capítulo terminado.
Eran casi las diez de la mañana. Gonzalo acababa de levantarse. Le preparó una cafetera entera para él. Era el único de sus hijos que había heredado la afición por el café negro sin azúcar y con quien solía compartir algo de su vida personal.
—Y la morena esa que tanto te gusta, ¿qué? ¿La invitaste a una copa?
—¡No me dio tiempo! Llegó con sus amigas y se puso a bailar. En la barra había un tío que no le quitaba los ojos de encima.
—¿Se enrolló con él?
—No sólo eso, sino que a los diez minutos ya estaban fuera.
—¿Cómo se llama la niña de tus ojos?
—Rosa. Y no seas cursi, papá.
MARTA LUCÍA
La superiora les ordenó preparar la primera entrega de dulces. Unas diez cajas de pasteles surtidos para que los responsables del parador aprobaran la calidad.
El obrador era amplio aunque escaso de utensilios y tecnología. Tuvieron que empezar con lo que había, pero resultaba imposible afrontar semejante producción con dos hornos de butano y uno eléctrico, algo vetustos. Ni batidoras ni frigoríficos capaces de contener la enorme cantidad de ingredientes perecederos. Al parecer existían en el mercado robots y hornos programables que facilitarían la tarea. Las dos monjas nuevas se lo comentaron a la madre superiora. Les corría prisa porque ellas sí que tenían una fecha para la primera entrega de quinientas cajas. Eran conscientes sin embargo de la necesidad de actuar de forma diplomática porque esa mujer estaba acostumbrada a mandar y ellas no podían correr el riesgo de que se sintiera avasallada. Laura hizo una breve llamada al responsable del parador a fin de solicitarle un adelanto. Al día siguiente tendría el dinero depositado en la cuenta corriente. Se trataba de comprar las máquinas necesarias al mejor precio.
Marta Lucía albergó la esperanza de salir a la calle, entrar en tiendas, aunque fueran de electrodomésticos, y hojear catálogos. A pesar de que la llegada de las nuevas, en especial de Emma Luz, calmó en parte la angustia del encierro, necesitaba estar unas horas en contacto con el mundo. Su deseo se vio rápidamente frustrado cuando la madre superiora les comunicó que solicitaría la visita de un técnico.
Gustavo confiaba en que le pidiera ayuda. No por nada se había convertido en su consejero. La última vez que estuvo en el convento para reparar los daños de la explosión le repitió hasta el cansancio que no dudara en llamarlo para cualquier consulta. Y también sabía que la madre superiora tenía en cuenta sus consejos y que hasta podía ejercer cierta influencia sobre ella.
No se sorprendió cuando al regresar de Monachil encontró un mensaje en el contestador de Jun. Revolvió la pila de papeles que descansaban en un rincón del escritorio buscando la lista de proveedores de cocinas y maquinarias de repostería. Marcó el número del convento y le dictó a Laura un teléfono. Se trataba de una empresa de su entera confianza.
La superiora colgó el auricular y volvió a levantarlo.
Sonrió satisfecha. Esa misma tarde iría un técnico al convento para ver el obrador y recomendar la maquinaria adecuada.
Pensó en la cantidad de cambios que se estaban produciendo en tan breve tiempo. Primero la explosión, a la que siguieron las obras, la llegada de las cuatro hermanas nuevas y la propuesta del parador. En fin, una sucesión de episodios que la hacían sentirse viva y entusiasmada.
Dos golpes en la puerta la sacaron de sus cavilaciones. Sor Mercedes entró en el despacho.
—Te traigo esto para que lo pruebes. —Se acercó al escritorio y apoyó una bandeja pequeña en la que reposaba un plato con pastas sobre una carpetita blanca bordada—. Me parecen exquisitas —continuó—. Las ha hecho Marta Lucía.
La madre superiora dio un mordisco y saboreó la espuma de coco. Mientras lo hacía, asintió con la cabeza.
—Saben diferente —comentó.
—Son mejores que las nuestras. Creo que deberían ser las encargadas de preparar las sultanas. En este momento están horneando los almendrados. Tienen muy buen aspecto también.
La madre Laura observó a Mercedes. Se la veía más alegre que nunca. La presencia de Marta Lucía, que tanto le recordaba a su hermana, había obrado en su ánimo una suerte de milagro. Como si le leyera el pensamiento Mercedes aprovechó para hacerle un comentario.
—Matilde anda difamando a las nuevas —dijo—. Creo que deberíamos hacer algo con ella.
Laura se sorprendió. Si bien era evidente que sor Matilde vivía en otro mundo, nunca hablaba mal de nadie.
—¿Qué ha pasado?
—Ha acusado a Marta Lucía de esconder una tableta, creo que dijo, en la maleta.
—¿Y eso para qué vale?
—Eso mismo le pregunté a Emma Luz. Es una especie de ordenador que sirve para navegar por internet. Matilde sabe lo que es porque su sobrina Rosa tiene una.
La madre superiora se quedó pensativa. Disponer de un instrumento de comunicación con el exterior constituía una violación al voto de silencio que imponía un convento de clausura. ¿Por qué la hermana Marta Lucía habría de violar una norma a la que se había sometido de forma voluntaria? No tenía ningún sentido. Serían fantasías de Matilde.
—No le demos importancia —concluyó Laura.
—Eso mismo digo yo.
El camión aparcó en la puerta del convento, con Gustavo detrás en su coche. Las hermanas estaban alteradas por diferentes razones. La superiora, porque veía que gracias a su gestión se iniciaba una nueva etapa. Su intuición de que entraran hermanas nuevas estaba dando resultados excelentes: las cuatro empezarían a cumplir con su tarea sin más dilaciones; el resto de las monjas porque no estaban acostumbradas a salirse de la rutina de muchos años. Matilde, en cambio, escondida tras los quicios de las puertas, esperaba ansiosa el domingo en que iría a visitarla su sobrina.
Dos fornidos operarios bajaron las máquinas y las llevaron al obrador, ayudándose de cuerdas, rampas y carretillas.
Gustavo fue marcando cruces en el albarán a medida que entraban los hornos, las neveras y las cajas de utensilios.
—Habrá que tender una nueva línea para estos aparatos —comentó. La superiora lo miró algo desconcertada. No contaba con más gastos—. No se preocupe por el dinero, madre. Más tarde vendrá un amigo mío y a cambio de unas cajas de pasteles hará el trabajo gratis.
—¡Qué haría yo sin ti!
Gustavo se encargó también de recoger las garantías. Misión cumplida. Por suerte la compra había llegado a tiempo de Madrid a Granada y la entrega se había realizado según los plazos previstos, lo que hubiera sido imposible de no haberlos encargado casi con un mes y medio de antelación.
El electricista estaría a punto de llegar. En ese momento llamaron al telefonillo y la madre Laura corrió a abrir.
Diego traía varias cajas de herramientas. Lo acompañaron al obrador y le mostraron el cuadro eléctrico de donde tenía que sacar una línea nueva que alimentara exclusivamente la cocina.
Matilde, escondida en la despensa, observaba la escena. Había algo en el muchacho que acababa de entrar que le resultaba extraño. Tenía un aspecto demasiado fino para ser electricista. Analizó sus manos de dedos largos y la ropa, demasiado nueva para un operario.
—Dejémoslo trabajar —aconsejó Gustavo—. Tendrá para rato.
Laura acompañó al pintor hasta la puerta no sin antes agradecerle su valiosa ayuda.
En cuanto la cocina quedó vacía, Matilde salió de su escondite y se paró detrás de Diego que estaba desatornillando una ficha de empalme. Por el bolsillo trasero del pantalón asomaba un sobre a punto de caerse. Emitió una tenue risita pensando qué podría ocurrir si se lo quitaba.
Diego se volvió de repente y dio un paso atrás, asustado.
—Perdone, hermana, es que no la he oído. Matilde se quedó mirándolo, perdida en sus pensamientos. Le sonrió, dio media vuelta y se marchó.
Cuando Marta Lucía estuvo segura de que en el obrador no quedaba nadie más que el electricista entró sigilosamente y esperó la señal. Diego estaba agachado, pero la distinguió por el rabillo del ojo. Comprobó que correspondía a la descripción que le habían dado. Sin volverse, le hizo un gesto señalando el sobre. La monja lo tomó, lo escondió en su bolsillo y desapareció.
POSTAL DEL CARMEN DE LA CHUMBERA Nº 4
Me levanté temprano con algo de resaca. Aprovecho este momento de tranquilidad para escribir antes de que Sultán despierte y reclame comida y paseo.
Empecé las clases de francés con Fernando GG. Dudé mucho antes de aceptar pero finalmente dejé de lado mis escrúpulos y me decanté por lo práctico, sobre todo después de que también AGD me propusiera darle clases a uno de sus amigos de la residencia. Se trata de un escultor que ganó una beca para ir a París y necesita un curso intensivo durante el verano. Los acepté a los dos.
Hace tres años abandoné mi puesto en la Universidad para dedicarme de lleno a la traducción. Fue una decisión drástica, fruto más del ambiente en el que ejercía la profesión que del trabajo en sí mismo. Enseñaba lengua y lo mejor eran los alumnos. A algunos de ellos sigo viéndolos. Es lo único que echo de menos.
Creí que la docencia era un capítulo archivado hasta esta semana en que volví a enseñar. Toda una revelación. Reconocí rápidamente la satisfacción que me da el que al cabo de una hora alguien pueda aprender a decir algo en otro idioma. A saludar, ça va?, a presentarse je m’appelle… je suis… o a decir gracias, merci.
Tengo la suerte de haber aprendido dos idiomas sin darme cuenta. Con mi papá siempre hablé francés y con mi mamá español. Empecé a estudiar en el Lycée a los cuatro años y era la única de mi grupo que ya hablaba el idioma. A los diecisiete empecé a enseñar, incluso antes de terminar el colegio. Eran clases de apoyo a chicos que sacaban malas notas. De esa manera ganaba dinero para pagarme las vacaciones en Uruguay o en Brasil. Unos años más tarde la enseñanza se convirtió en un medio de subsistencia.
Prefiero no contar las horas que me dediqué a lo mismo. Ahora, como al principio, acabo de volver a las clases particulares.
Acordé con ambos tres horas semanales en tres días diferentes para aumentar el contacto con la nueva lengua. Lunes, miércoles y viernes en mi casa de seis a siete y de siete a ocho de la tarde. Así tendré una jornada sin cortes que me permite continuar con la traducción.
Aparte de su pronunciación estoy segura de que Fernando va a aprender, simplemente porque está entusiasmado. Ayer recordaba todo lo de la clase anterior. Dice que el tiempo se le pasa volando y que mi voz cambia muchísimo hablando en francés.
Alejandro, en cambio, necesita recordar lo que alguna vez supo en los lejanos años del colegio y avanzar sobre todo en la comprensión y la expresión orales. Tiene una voz maravillosa y excelente pronunciación.
Diría que es uno de esos períodos de mi vida en el que me siento a mis anchas. Vivo en una casa magnífica, conozco a gente espectacular y tengo dos alumnos nuevos. Desde la separación de Santiago no me siento con tanta energía. Sigo acordándome de él pero menos que antes y, sobre todo, tengo la certeza de haber tomado la decisión correcta.
«No quiero una relación con el padre de un recién nacido que concibió estando juntos». Me pregunto infinidad de veces si no habré sido demasiado dura, pero lo cierto es que aun queriendo no hubiera podido volver a confiar en él.
Intentaré terminar esta postal hablando del carmen antes de que Sultán me reclame. Es más, resulta extraño que aún no lo haya hecho siendo las nueve.
Hoy me tomo el día libre y sigo poniendo orden en La Chumbera. Ha llegado la hora de montar la librería y abrir cajas. Como dispongo de más espacio, usaré el antiguo estudio de AGD como biblioteca y lugar para dar clases. Está iluminado por un amplio ventanal que da al jardín y aparte de radiadores, hay chimenea. Me veo leyendo junto al fuego tumbada en un cómodo sofá mientras afuera el indicador del termómetro no deja de bajar. Así me imagino la habitación en invierno.
En verano ha de ser un espacio fresco y ligeramente sombrío en el que se cuele la brisa. Lo ideal sería construir un alero. Quizás baste con una estructura de cañizo que prolongue el espacio.
Dejo aquí esta postal algo desordenada y voy a buscar al perro.
PADRE JOSÉ
Pretextó varias obligaciones antes de acudir a la llamada de la madre superiora y presentarse en el convento para conocer a las recién llegadas. Ya habría tiempo para confesarlas y hablar de manera más personal. En ese momento lo fundamental era mantener la situación bajo control. Cada eslabón de la cadena debía estar en su sitio cumpliendo con una función específica. Se presentaría el domingo, día de visitas. Estando las hermanas entretenidas, podría observarlas cómodamente desde la pequeña ventana del primer piso. Escogió la mejor ubicación para ver cómo se movían y qué tipo de complicidad existía entre ellas.
Según las órdenes recibidas tenía que comprobar que Marta Lucía y Emma Luz trabajaran juntas en un clima de cordialidad y que consiguieran quitarse de en medio a las otras dos. Que Julia fuera a visitar a su supuesta prima y le entregara la caja de dulces. También debía vigilar a Matilde, que andaba fisgoneando donde no debía. De continuar así, tendría que recomendarle a la superiora que la internara en alguna residencia para enfermos mentales.
Supuso asimismo que Rosa iría a visitar a su tía. Le devoraba la curiosidad de ver cómo era esa niña a quien atribuía diferentes figuras a la hora de aliviar su deseo. ¿Sería realmente tan atractiva como para que Diego perdiera la cabeza? Cada vez que se acordaba pensaba en la escena del ascensor y sentía una oleada de calor que le invadía el cuerpo.
Estaba ansioso por ver el cuadro general desde una atalaya que le consentiría tener una visión global de la marcha de las cosas. Hasta ahora, todo se estaba cumpliendo al pie de la letra.
Cuando se abrieron las puertas del convento, las campanas de alguna otra iglesia repicaron dando las diez de la mañana. José extrajo los prismáticos del bolsillo y se apostó a un lado de la ventana. En cualquier caso sería raro que alguien mirara hacia arriba, entretenidas como estaban en recibir visitas y regalos.
Reconoció a Rosa en cuanto la vio aparecer. Iba vestida de rojo de pies a cabeza y tenía un aspecto que recordaba lejanamente a los emos, que había visto en un reportaje de la tele. La piel blanca y tersa enmarcada en un pelo negro y lacio confirmaban su extrema juventud. Sin embargo, sus gestos y su mirada transmitían seguridad y decisión. Rosa era una niña de la calle Recogidas, pero con agallas.
Abrazó a Matilde y sacó un paquete de una bolsa. Vista de lejos se parecía a las que se usaban para la compra, de rayas blancas y rojas y dos asas de plástico brillante. Un detalle provocador en ese atuendo deliberadamente impactante. No obstante había algo que no cuadraba. Supuestamente Diego debía haberla dejado y ella debía estar triste. No lo estaba o al menos no lo parecía.
Rosa ayudó a Matilde a quitar el lazo y arrancar el papel. El padre José aguzó más la vista. Eran bombones. La chica invitó a las demás. En ese momento reconoció a Julia cerca de la puerta. Buscaba con la mirada a Marta Lucía cuando se acercó Rosa ofreciéndole un chocolate. Se la veía bronceada y con aire de aburrimiento.
Por las descripciones con las que contaba reconoció también a Emma Luz. Confirmó que era poco agraciada aunque de mirada inteligente. A su lado había otras dos monjas jóvenes que debían ser sor Cielo y sor Carisma. Una le impactó sobremanera. Reguló los prismáticos para observarla mejor. Tenía una piel color miel y unos ojos verdosos que le recordaron el mar, la nariz perfecta y una boca encarnada que contrastaba con dientes dignos de una publicidad de dentífrico. Toda una belleza. Volvió a enfocar a Emma Luz conversando con las otras dos. Estaba claro que para ella existía la guapa dado que ni miraba a la otra. ¿Cómo serían esas dos hermanas desnudas en una cama acariciándose? Casi sin querer encogió el cuerpo, apretó las piernas y aferró aún más los prismáticos tratando de contener una ráfaga de deseo que se apoderaba de él. Primero las miraba, después se incorporaba al cuadro, dedicándose a una y dejándose querer por la otra. No pudo evitar volver al tiempo anterior a profesar, cuando todos le llamaban José y las mujeres se peleaban por él. Antes de que ocurriera la desgracia que lo llevó a ordenarse.
Dio un último vistazo a la escena y se fijó en Marta Lucía. Estaba tensa, aunque quizá fuera así su naturaleza. Luego se desplazó hasta enfocar el grupo de las tres. Era evidente que Emma Luz le tiraba los tejos a la guapa y ésta se dejaba seducir. La tercera no contaba.
Sacó el móvil y tomó una foto de la escena. Era un buen dato para la tarea que tenía encomendada. Y además era el único que tenía acceso a este tipo de información.
Guardó los prismáticos y el móvil en los bolsillos de la sotana y se dispuso a hacer su entrada triunfal en la sala de visitas. No tenía más que salir sin que lo vieran y volver a entrar por el portón principal.
YO/DIARIO
Creí que me aburriría estando solo y sin nada que hacer, pero me equivoqué. Desde que empecé con las clases estudio todos los días un poco y veo diez minutos al día de televisión francesa. El resto del tiempo lo paso leyendo —ya voy por la segunda novela de H. Mankell— y ordeno un poco la casa aunque para eso soy un desastre.
Pienso mucho en Elena. ¿Cómo puede haberse evaporado de ese modo? ¿Por qué no ha dado señales de vida? Si hasta le dije dónde vivo. ¡Veinte días desde la noche en el campo! Estaba haciendo un viaje de placer, por lo que lo más probable es que haya recorrido otras ciudades. A veces me imagino una llamada suya desde alguna localidad distante; me veo buscando un vuelo, despegando en un avión hasta llegar a Praga o a San Petersburgo para reunirme con ella. Nos besamos, corremos al hotel porque nuestro deseo no admite dilaciones y nos precipitamos a la cama arrancándonos la ropa. Está más guapa que nunca. A veces su cara se confunde con Jeanne, en quien también pienso a menudo aunque de una manera más concreta porque no se trata de un fantasma sino de una presencia. Las clases de francés nada tienen que ver con esto. La actitud de Juana es tan profesional que no permite que se cuele ningún tema que no sea estrictamente didáctico. No lo percibo como una medida de distancia sino más como un gesto de respeto al que paga por aprender un idioma. Terminada la clase, el clima entre nosotros cambia. Ya no somos profesora y alumno y nos convertimos en amigos. Poco a poco ella va cediendo.
Acabé de aprender de memoria la conjugación de los verbos regarder, être, avoir y faire. Me apetecía dar un paseo antes de ir donde Juana. A esa hora de la tarde el sol es abrasador. El Albaicín empezaba a despertarse de la siesta. Se notaba porque había voces que salían de los cármenes. Apuré el paso en mi descenso hacia el paseo de los Tristes para alcanzar una calle en sombra. Se me ocurrió que podía pasar por Al sur de Granada y comprar una botella de cava para después de la clase. No tenía más que bajar la calle Elvira. Me entretuve mirando exquisiteces antes de pagar y me encaminé hacia casa de Juana. Decidí entrar por la calle de abajo y llamar desde el portón del jardín. Cuando di con uno de los extremos del callejón aún faltaban unos minutos para las siete. Me detuve un momento a observar el empedrado. Al levantar la vista distinguí una figura ante la puerta de Jeanne: un hombre de mediana estatura y complexión fuerte, en cuclillas frente a la verja, con una mano extendida hacia delante como si estuviera llamando a un animal. Me acerqué unos pasos para tener una visión más clara y poder oír. El hombre llamaba a Sultán. El perro se acercó a la cancela y le ofrecía la cabeza para que se la acariciara. Podía tratarse de un vecino, pero había algo en él que desentonaba. Su aspecto quizá, mucho menos burgués que los del barrio. Llevaba una camiseta raída por la que asomaba la sombra de una barriga fofa. Los pantalones ajustados evidenciaban a alguien que ha engordado más de la cuenta. Traía zapatillas de deporte y una gorra de béisbol con la visera hacia atrás. Sultán seguía pegado a la verja recibiendo caricias cuando el hombre sacó el móvil. Creo que envió un mensaje y después desapareció cuesta abajo por la primera calleja.
Di vuelta a la manzana y me presenté frente a la puerta principal a las siete en punto. Alejandro, el otro estudiante, estaba saliendo.
Al terminar la clase la botella de cava estaba en su punto. Brindamos por el francés y por nosotros. Se la veía radiante y su compañía era sin duda lo mejor que me podía pasar para olvidarme de mi madre, de mi hermano, de Elena y hasta de Susana que últimamente me llama con cualquier excusa. De todos los problemas que tengo, es el menos apremiante. Quizá porque pienso en Málaga como en otra vida.
Terminamos tarde la soirée y tal vez algo achispados, descalzos, recostados en una mullida tumbona junto a la fuente, con Sultán echado a nuestros pies. Medianoche cuando miré el reloj. Hacía seis horas que no entraba Elena en mi pensamiento.
Regresé a casa andando. Cogí la primera calle y tras dar algunas vueltas alcancé la cuesta del Chapiz. Al pasar frente al camino del Sacromonte sentí la tentación de tomarme un whisky antes de que me bajara el efecto del cava. La calle estaba desierta. Di media vuelta y volví sobre mis pasos. El silencio era absoluto. A lo lejos oí el ruido de una moto que se acercaba. Pasó a mi lado reduciendo la velocidad. Iban en ella un hombre y una chica enteramente vestida de rojo. Fue la única presencia humana con la que me topé hasta llegar a casa.
Me acosté y dormí muchas horas seguidas hasta que me despertó el móvil.
Respondí sin alcanzar a leer el nombre de quien me llamaba.
—Por favor, vení ya. ¡Sultán está dormido y no se despierta!
Mientras me vestía a toda prisa pensé en el hombre que merodeaba junto a la verja.
EMMA LUZ
Cuando la madre superiora les comunicó que el responsable del parador había llamado para realizar el primer encargo sintió que tocaba el cielo con las manos. Sólo faltaba convencerla de la necesidad de establecer turnos de noche; mientras las demás dormían, podrían realizar el trabajo sin levantar sospechas.
Conseguir que llegara salvo hasta el borde / Opuesto que construyen las nubes caídas5, fue el último mensaje decodificado por su compañera que llegó a través de Diego. Se trataba de duplicar la cantidad de dulces que encargaba el parador de la Alhambra —las nubes caídas propias de la Sierra Nevada, lado/borde opuesto al Albaicín— y sacar las cajas extra del convento sin que la superiora se enterara, siendo quien supervisaba la cadena de producción. Que sor Mercedes la ayudara simplificaba el cumplimiento del trabajo de las dos nuevas gracias a la evidente simpatía de la monja por Marta Lucía.
Había también otro motivo por el que Emma Luz se sentía en la misma gloria: Cielo. La mujer más hermosa que había visto jamás. El panorama se presentaba difícil pero para ella representaba un desafío. Como el de un conquistador que marcha a pie sin más que un machete en la mano. Habían tenido oportunidad de hablar y de conocerse un poco.
—¿Y tú por qué te hiciste monja? —le preguntó Emma Luz.
—Para salirme de mi familia —respondió sonrojándose.
Emma Luz supo que a Cielo la habían violado infinidad de veces los de su mismo pueblo cuando era apenas una niña. Meterse a monja le garantizaba inmunidad. Ese hábito negro no era sino una coraza que la protegía del mundo de los hombres bárbaros y salvajes que creía ver en todas partes. Se aferró a la idea de Dios como a una tabla de salvación y le dio así sentido a su existencia. Emma Luz lo tenía claro: enamorarse de una mujer, donde el sexo se resuelve con menos contundencia, podía significar una alternativa. Intuía sus pechos firmes por debajo del hábito y un pubis frondoso del mismo color del pelo. Los días en el convento se le hacían cortos y mezquinos para alguien enamorado. Era difícil acercarse a ella fuera de los horarios estipulados; aprendió a marcar su código de campana antes que a reconocer el propio. La llamaba con cualquier excusa sólo para verla llegar por el pasillo y subir las escaleras. Entablaba un tema de conversación cualquiera tratando de sonsacarle información sin perder de vista las reacciones ante el más mínimo contacto de sus cuerpos. Debajo del paño negro a la colombianita le corría sangre por las venas y Emma Luz lo sabía.
Ingenua respecto a la Iglesia, tenía tal fe en las jerarquías que le impedía hacerse cargo de los avances del cura confesor. Emma Luz le vio la hilacha en el mismo momento en que hizo su entrada como una visita más. Se entretuvo lo justo con la superiora antes de lanzarse ávidamente en dirección al grupo de las tres.
Sabía que era uno de los mensajeros que le permitiría comunicarse con el exterior. Imprescindible que le diera cita para la confesión lo antes posible.
Pero la intención del cura se hizo evidente cuando le concedió el primer turno a Cielo. Mientras acordaban el horario, la frente se le perló de sudor y Emma Luz creyó distinguir también un ligero temblor en las manos. Necesitaba avanzar con cautela en su conquista amorosa si no quería correr el riesgo de que la monja se confesara ante su rival y la pusiera en evidencia.
ALMUDENA IBARGUREN
Mientras Juana buscaba el número de la abogada dio un suspiro de alivio. El peligro ya había pasado.
—Estoy saliendo de la veterinaria. Lo más probable es que a Sultán lo hayan envenenado.
—Y eso, ¿cómo pudo ocurrir?
Le resumió los hechos. La costumbre de dormir en el fondo del jardín junto al portón metálico, su carácter bonachón y amigable con cualquiera que lo acariciara a pesar de ser perro de caza, el hombre al que un alumno suyo había visto la tarde anterior merodeando y llamando a Sultán por su nombre y la sospecha que el tipo había despertado.
—Se me paró el corazón cuando lo vi inmóvil. Traté de ver si respiraba. No percibía ningún movimiento ni reflejo y pensé que estaba muerto. Entonces llamé a un amigo que me acompañó en coche hasta acá. Le hicieron un lavado de estómago y le dieron suero. Dicen que lo envenenaron.
—Habrá que esperar los resultados de los análisis, ¿no? ¿Está despierto?
—Sí, desde las cuatro. El veterinario considera prudente tenerlo bajo observación hasta mañana.
—Te sugiero que vayas a comisaría y pongas otra denuncia. Y si consigues que tu alumno haga lo mismo, pues mejor.
—Está acá conmigo.
—Vale, os espero allí.
Almudena llamó a Clara por el interfono y le pidió que localizara al subinspector Abdel Martínez.
—Muy buenas, Abdel. Me dijeron que estuvo de vacaciones.
—Bueno, no fueron exactamente vacaciones. Ya le contaré. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
La abogada le relató lo que acababa de ocurrir con el perro de su clienta y lo que les había pasado a ambas con las ruedas del coche, y a ella en su despacho, después de haber enviado la carta al ex casero de su clienta.
El policía la escuchó atentamente y le dio cita para las seis.
A las cinco, Juana, Fernando y Almudena estaban poniendo la denuncia. Afortunadamente esta vez había poca gente y les atendieron enseguida. La ciudad estaba sumida en el sopor veraniego de la siesta.
Mientras un policía tomaba declaración a Juana y a Fernando, la abogada completaba la información para que el caso cobrara carácter de urgente. Cuando llegó el turno del testigo, Almudena se sobresaltó. ¡Fernando GG!
—Es su hermano pero está de nuestra parte —susurró Juana.
Al concluir las formalidades de la denuncia la abogada les propuso ir a tomar algo antes de la cita con el subinspector. Quería ganar tiempo para intercambiar un par de palabras con su clienta.
—¿Nos disculpas un segundo?
Enseguida volvieron evidenciando que habían aclarado la situación y se habían puesto de acuerdo.
—¿Y ese tal Abdel Martínez? —quiso saber Juana tras el primer sorbo de cerveza.
—La historia es larga pero te digo que es un policía muy agudo y de mi entera confianza. Un excelente investigador que quiere pasarse a la científica.
—¿Tan grave es? —preguntó Juana que comenzaba a sentir temor además de rabia.
—Me parece que estamos ante un sujeto peligroso.
Todos permanecieron en silencio.
—Y tú, ¿por qué estás aquí?
—Supongo que porque no quiero que se salga con la suya una vez más —dijo Fernando a la vez que hacía una seña al camarero.
RAFAELA
No reconoció a lo lejos la sirena de la ambulancia.
Llamaban al timbre con vehemencia. Sigilosamente se dirigió al cuarto de baño y cerró la puerta con llave. Les haría creer que no estaba. Maldijo otra vez a su madre y a su hermana, culpables de que su vida transcurriera más en la unidad de psiquiatría del hospital que en su propia casa.
Pasaron al menos diez minutos antes de que sonara el móvil.
«¡Mierda! Lo he dejado en el salón».
Abrió la puerta y se deslizó gateando hasta el lugar donde había olvidado el teléfono. No quería que la vieran si se asomaban por la ventana.
—¡Sabemos que está ahí! —gritó una voz desde el otro lado de la puerta.
El móvil la había delatado.
A cuatro patas llegó hasta la cocina donde por fin pudo incorporarse. Estaba empapada en sudor. Pensó que lo mejor sería beber algo bien frío. Tiró varias veces de la puerta del congelador pero no pudo abrirla: una capa de hielo había soldado las gomas. Tomó un cuchillo y le asestó varios golpes hasta que empezaron a caer trozos de hielo. Los enfermeros seguían llamando a la puerta y al móvil. El calor se hacía insoportable.
Un charco de agua empezó a formarse a los pies de la nevera. Con un par de cuchillazos más estaría abierta. Dio el primero, pero la hoja resbaló y penetró en la yema del índice. En un santiamén, la blancura helada se tiñó de rojo. Corrió al fregadero y puso el dedo debajo del chorro de agua fría. El corte era bastante superficial pero debía frenar la hemorragia. Esas heridas solían sangrar mucho. Corrió al cuarto de baño en busca del papel higiénico mientras iba dejando un reguero de sangre en el suelo de madera. Apretó el trozo de papel contra el dedo para cerrar la herida. Los enfermeros estaban apostados en la ventana. Seguramente la habían visto pasar.
—¡Si no sale de inmediato vamos a llamar a los bomberos! ¡Ábranos, por favor!
Rafaela se sentó en la tapa del váter. Llevaba la camiseta y los pantalones manchados de sangre y comprobó que el corte no se había cerrado. Tarde o temprano tenía que salir de casa e ingresar en el hospital como había sucedido en otras ocasiones. ¿Por qué la tenían en la mira? ¿Qué delito estaba cometiendo para que la internaran? Cantar, lo único que hacía era cantar y rezar a los dioses que le hablaban sólo a ella porque nadie era capaz de escucharlos ni de entenderlos.
Se quedó inmóvil unos minutos tratando de calmar la rabia. Oyó la sirena de los bomberos; pronto estarían allí y echarían la puerta abajo.
Cuando escuchó que aparcaban, se levantó y se asomó a la ventana.
—¿Qué queréis? ¡No veis que estáis molestando!
—Señora, va a tener que salir. Acompáñenos voluntariamente, por favor.
Rafaela reconoció a uno de los enfermeros y a dos de los bomberos. Uno de ellos le parecía muy atractivo.
—Vamos a ver, salgo si viene él a buscarme —dijo señalando al más alto y atlético—. Esperad un momento —gritó mientras corría a responder al móvil. Era Juana. Sabía por qué llamaba. Respondió más para huir de los de la puerta que para hablar con ella.
—Rafa, ¿qué tal estás?
—Perfectamente.
—A ver, tú sabes que no.
—Yo estoy bien. Déjate ya de confabular en mi contra.
—Rafa, sé que la ambulancia esta ahí. Andá con ellos antes de que todo se vuelva más violento.
—¡No veo por qué! ¿O tú también quieres verme encerrada?
Rafaela apagó el teléfono. Así dejarían de molestarla. Miró el reloj. Era la hora de sus ejercicios de canto, pero con la ambulancia y los bomberos afuera no podría concentrarse.
—¡Señora! Último aviso. ¡Si no abre enseguida tendremos que derribar la puerta!
Disponía de pocos minutos para escapar. Entró en su habitación con el dedo enhiesto. Abrió el primer cajón de la cómoda y extrajo algo de ropa y los doscientos euros que su hermana le había prestado el día anterior. Metió el teléfono en la mochila y salió al jardín dispuesta a saltar el paredón de los vecinos.
Antes de irse se acercó a la puerta.
—Si me dais diez minutos para prepararme, hacer pis y caca, salgo.
—De acuerdo. Esperamos —dijo uno de ellos.
Rafaela corrió al jardín, lanzó la mochila por el cerco para poder trepar mejor y pasó al otro lado. Recogió el equipaje y corrió bordeando el muro para que el perro de los vecinos no ladrara.
Le pareció oír el motor de una radial. Serían los bomberos tratando de abrir la puerta de su casa. Para cuando lo lograran, estaría a varios cientos de metros de distancia.
MARTA LUCÍA
Se acostó exhausta. Emma Luz y ella acababan de inaugurar el turno de noche en el obrador. Miró los dos celulares y decidió empezar por el colombiano. Al otro tenía que cambiarle la tarjeta.
Abrió la pestaña de las redes locales y comprobó que había varias. De repente se detuvo en una: FGG. El icono indicaba un alcance limitado. Pensó en las señas que Fernando le dio la noche en que se conocieron. Las iniciales coincidían. Vivía más cerca de lo que pensaba. Se le aceleró el ritmo del corazón ante la idea de salir, encontrarse con él, tomar una copa, bailar quizás, hacer el amor y despertarse al lado de alguien. Aun consciente de que no debía abandonar el convento hasta que se lo ordenaran, su deseo de libertad se intensificaba día a día. En el obrador y contra sus propias convicciones se lo comentó a la peruana. Más por necesidad que por simpatía.
—Me provoca ensayar lo de la reja. ¿A vos no?
—Tú sabes que eso es peligroso —contestó Emma Luz frunciendo el ceño. Su tono era áspero.
Marta Lucía meditó la respuesta. Se sentía como en el colegio cuando la maestra te riñe.
—Ahora mismo también lo es enamorarse de una monja.
La peruana guardó silencio, midiendo el alcance de las palabras que había oído. Dibujó en su mente el cuadro de la situación. No podía ponerse en contra a su propia socia y mucho menos después del comentario que acababa de hacerle. Ambas estaban violando códigos y si quería preservarse lo mejor sería tenerla de su lado.
—Ok. ¿Quieres que te ayude a salir? ¿Que te cubra?
—Sí. Ya te diré cuándo.
—¿Se te ocurre cómo hacerlo?
—La mejor opción me parece la de la tapia del jardín de la iglesia.
—Da al patio de un restaurante, ¿verdad?
—Sí, y si consigo saltar sin que me vean me siento a una mesa y hago como si fuera una clienta que ya estaba dentro.
—El muro no es demasiado alto y tú pareces estar en forma.
Miró nuevamente el celular. El haber descubierto la red de FGG aceleró sus fantasías. De poder elegir esa noche dormiría con Rolo. Pero su jefe estaba al otro lado del Atlántico y ella era una mujer de carne y hueso encerrada en un convento, rezando, meditando, cocinando pasteles y respetando votos de silencio. Por suerte compartía turno con Emma Luz, ahora cómplice. Había empezado a caerle mejor. Al principio le pareció sólo una de esas maniáticas de la limpieza que por no ensuciarse renuncian hasta al sexo. Pero desde que vio cómo miraba a sor Cielo su opinión empezó a cambiar. Al menos no era sólo histérica, nerviosa e insatisfecha sino una persona capaz de tener sentimientos y jugársela por ellos.
Imaginó una futura conversación con su compañera en la que tal vez se contaran confidencias. No porque le interesaran de manera particular, sino por el hecho mismo de hablar que ahora apreciaba más que nunca. Se detuvo a pensar en las hermanas de la orden que se habían pasado más de media vida en silencio.
Chequeó el correo. Sensaciones crecientes y menguantes reconocen / La coautoría de las moscas femeninas constantes6. Sonrió y se sintió abrazada a Rolo. Acudía a la cita cuando ya no quedaba nadie en las oficinas. Él se levantaba y ponía música. Un bolero meloso estremecía sus cuerpos que se mecían al son de las notas. Deslizaba la mano por su espalda y le acariciaba suavemente las nalgas. Ella se apretaba más contra su pecho balanceando las caderas.
Volvió a la realidad.
Leyó de nuevo el mensaje: no necesitaba decodificación. Rolo estaba satisfecho con su trabajo y se lo hacía saber de esa manera tan peculiar. Se sintió llena de calor, como si esos versos le hubieran insuflado nuevas fuerzas.
Decidida a concederse una noche de libertad, inició los preparativos. Necesitaba ropa cómoda y un bolso donde guardar el hábito. Sería oportuno esperar a que el restaurante estuviera menos lleno y poder colarse sin que la vieran.
Pero antes advertiría a Emma Luz: eran más de las once. Tenía una hora por delante para ultimar los detalles.
Sacó el perfumero del estuche, abrió la ventana y aceitó la reja como lo hacía a diario.
ROSA
Se encerró en su habitación, aburrida de vivir escondiéndose. A su madre le mentía con descaro; a su padre, a quien veía muy de vez en cuando, lo engañaba sin tapujos. Y éste lo consentía, probablemente porque también tenía algo que ocultar.
Solía verle los fines de semana cuando regresaba de realizar asistencias técnicas de calderas por toda la provincia. Esos dos días intentaba sosegar las angustias de su mujer y ver a sus hijos. Los dos pequeños no tardarían en regresar de la colonia de vacaciones. En agosto pasarían unos días en Almuñécar en el piso de un tío que ese mes solía viajar al extranjero. Últimamente su padre estaba nervioso y más conciliador que de costumbre. Cuando Raquel le contó, poniendo el grito en el cielo, lo que Rosa le había confesado no reaccionó.
—Ernesto, necesito que me ayudes con esta niña. ¡Hace lo que le da la gana! ¡Tiene sólo diecisiete años!
—No es para tanto, mujer. Es una chica responsable. ¡Ya verás como se le pasa el capricho!
Así zanjó el tema que tanto le preocupaba. Para Raquel la situación no era nueva. Con el trajín de colegios y actividades la angustia se diluía, pero una vez que llegaban las vacaciones la realidad se le echaba encima. Afloraron todos sus fantasmas: Matilde, no poder ganarse a su hija, el engaño de su marido, no declarado pero evidente.
Rosa pensó que sus padres terminarían separándose muy pronto.
Se asomó a la ventana y contempló la calle alborotada con las rebajas de verano. Enseguida tendría que recoger a dos perros y llevarlos a dar un paseo. No solía alejarse del barrio, pero esa tarde le apetecía andar un poco más. Iría por la calle Recogidas hasta Puerta Real y desde allí por Reyes Católicos hasta plaza Nueva, el paseo de los Tristes y la cuesta del Chapiz. Era la ruta que la llevaba imaginariamente a casa de Diego cada vez que desaparecía o que ponía una excusa para no verla.
Como no llamaba nunca desde el mismo móvil, Rosa no sabía qué número marcar. Él la tranquilizaba y esgrimía el argumento de la precaución hasta que llegara el momento de estar juntos sin tener que ocultarse. Entonces desaparecían las preocupaciones. Lo importante era que la abrazara.
¿A qué se dedicaba? ¿Quién era en realidad? ¿Por qué tenía explosivos en su casa?
Estas preguntas le daban miedo. Creía en lo que sentía y en lo que pensaba, aunque en el caso de Diego no coincidían. Admitió lo de los explosivos pero no quiso darle explicaciones.
¿Y si le hacía una visita sorpresa con la excusa de los perros?
Abrió el armario y fue escogiendo algunas prendas. Saldría vestida enteramente de negro.
Dejó una nota a su madre, comprobó que tenía la llave de sus clientes y salió a la calle.
Una brisa ligera le daba de lleno en la cara y el agua que corría por el Darro levantaba un aire fresco. La Alhambra empezaba a teñirse de rojo.
La cuesta del Chapiz le pareció menos dura de remontar. En la primera bocacalle giró a la derecha y entró en el Sacromonte. Al pasar delante de la discoteca recordó su fiesta de quince. En esa ocasión sus padres le permitieron volver fuera de hora.
Cuando llegó a la finca de Diego no supo a qué timbre llamar. Miró hacia arriba y comprobó que las ventanas estaban abiertas; las cortinas, movidas por el aire, despuntaban un poco hacia afuera. Observó el caserón. El edificio parecía abandonado. Nadie podía imaginarse lo que había dentro.
Marcó el último número que tenía. Esperó varios segundos a que respondiera. Luego, saltó el buzón de voz.
Se sentó en el escalón mientras los perros no paraban de olerla. De pronto le pareció oír voces en el interior de la tapia. Se acercaban por el sendero que conducía hasta el ascensor exterior.
Se puso en pie y se ocultó, acuclillada, detrás de la columna de la derecha. Las voces se oían cada vez más cerca. Reconoció la de Diego. La otra, creía haberla oído recientemente, pero no tenía idea de cuándo ni dónde.
El portón se entreabrió y los dos hombres se despidieron. Diego se quedó dentro y el otro se alejó, por lo que Rosa sólo pudo verlo de espaldas. Si no tardaba en darse vuelta, quizá podía verle la cara. Estaba tan nerviosa que se puso a juguetear con el móvil.
A unos veinte metros la cuesta daba una suave curva hacia la izquierda y Rosa pudo distinguir su perfil. Se detuvo un momento, hizo la señal de la cruz y continuó hasta desaparecer.
Rosa permaneció inmóvil pensando en el hombre que acababa de salir. De ser quien creía —estaba casi segura— la situación se tornaba aún más oscura.
¿Qué diablos hacía Diego con un cura? ¿Confesarse? No, imposible. Además, iba de paisano, sin alzacuellos y sin sotana.
Se incorporó, tomó los auriculares, los enchufó al móvil, se los colocó en los oídos y subió el volumen.
—Vámonos, chicos —dijo tirando de la correa. Le dio a la música y se perdió calle abajo.
SOR MATILDE
—Ave María purísima.
—Sin pecado concebida.
—Dígame, hermana. ¿Por qué quería verme con tanta urgencia? —preguntó el cura molesto por haber tenido que cambiar el turno de confesión de sor Cielo.
—Padre, yo sé muchas cosas y nadie me hace caso. Andan diciendo que estoy loca.
—¿Cómo es eso?
—Últimamente ocurren cosas muy extrañas. Las nuevas, por ejemplo.
El padre José comenzó a sudar mientras pensaba en la mejor estrategia a seguir. Hasta el momento creía que Matilde fabulaba, pero quizás la monja estuviera más lúcida de lo que creían. Tenía que hacerla hablar fuera como fuese.
—¿Qué pasa con las nuevas? Son muy trabajadoras, ¿verdad?
—Sí, pero esconden cosas. Vi cómo la hermana Marta Lucía conspiraba con el electricista, ese chico tan majo que vino a poner la instalación. Tenía un sobre en el bolsillo trasero del...
—Perdone que la interrumpa, hermana. Y usted, ¿cómo sabe todo eso?
Matilde se sonrojó, aferró la cruz que le colgaba del cuello y agradeció que el cura no pudiera verla.
—Yo estaba escondida en la despensa —susurró con vergüenza.
—¡Eso es pecado, hermana! —exclamó alzando la voz. —José se dio cuenta de que su tono había sido demasiado brusco y que podría ahuyentarla—. Quiero decir que una hermana no debe espiar —añadió simulando dulzura y comprensión.
Le pareció oír que Matilde sollozaba.
—Ya lo sé, padre.
—¿Y qué más, hermana? Prometo no interrumpirla hasta que usted termine. Seguramente Dios ya la habrá perdonado.
Matilde se enjugó las lágrimas y continuó.
—Marta Lucía tiene una tableta igual a la de mi sobrina. Hay noches en que no puedo dormir y me levanto a rezar y a dar un paseo. Vi que tenía la ventana abierta y la luz de la celda encendida. Cuando se lo conté a sor Mercedes respondió que eran imaginaciones mías. La otra, Emma Luz, se lo pasa hablando en cuanto puede. Llama todo el tiempo a sor Cielo con la campana. ¡Exagerado! También oí su voz la otra noche en la cocina mientras preparaban los pasteles que, hay que decirlo, son exquisitos, ¿los ha probado?
José no podía sino pensar en lo que ya sospechaba. Se imaginó a la peruana seduciendo a Cielo y sintió una punzada de celos. Estaban juntas todo el día mientras él se tenía que limitar a los turnos de confesión. La antipatía por Emma Luz no tardó en convertirse en ira.
Se concentró en Matilde. Tenía que seguirle la corriente si quería que continuara suministrándole información.
—Hermana, le prometo que voy a investigar lo que me cuenta.
—Entonces, ¿me cree, padre? Tenía la voz de una niña expresando gratitud.
—Sí, hermana, aunque usted me jura que va a dejar de espiar porque en caso contrario Dios la castigará. Ego te absolvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —dijo haciendo la señal de la cruz y mirando el reloj. Sor Cielo estaba a punto de entrar en la capilla.
Llamaría a Diego para acordar una cita con él y con Gustavo. Lo de Matilde se estaba complicando.
SANTIAGO
En la consulta halló un postit donde ponía que Juana Duvelier había llamado a las diez. Se le aceleró el corazón. Era la primera vez en todo un año que lo buscaba aunque supiera que no sería para hablar de ellos sino de Rafaela Puig —uno de los casos más difíciles de su carrera—, amiga íntima de Jeanne. Si algo le debía a su paciente era haber conocido a Juana.
Dejó atrás los recuerdos. La policía llevaba 24 horas buscándola sin hallar rastro de su paradero.
Todas las patrullas estaban sobre aviso: mujer de cuarenta años, rubia, 1,70 aproximadamente, que responde al nombre de Sarasuati o Rafaela.
Sarasuati —o mejor Sárasuati— es la diosa del conocimiento y de la música en el hinduismo. Sus divinidades y rituales eran un leitmotiv durante las crisis de su paciente al igual que los ríos, las cascadas, el mar y los árboles. Santiago estaba seguro de que esta vez, por ser verano, habría primado la versión panteísta y que seguramente estaría durmiendo en un bosque, comiendo frutos y raíces o escalando una montaña. Pero Rafaela no tenía conciencia del peligro y podía poner en riesgo su vida, como ya había ocurrido en otras ocasiones. En verano las crisis se disparaban y sin la medicación adecuada la situación podía degenerar rápidamente.
El médico tenía motivos para estar preocupado. Cobijaba la vana esperanza de que su paciente le llamara, por lo que llevaba el móvil siempre encendido.
Dudó un instante antes de responder al mensaje de Jeanne.
Al terminar la conversación Santiago se sentía nervioso. Se puso la chaqueta que acababa se quitarse, buscó las llaves del coche y salió de la consulta.
—Una ampolla de Seroquel y una jeringuilla, por favor —dijo asomándose a un cuartucho sin ventanas que alojaba el depósito de medicamentos.
Paró el coche en la esquina acordada y la vio. Apagó el aire acondicionado, que ella detestaba. Parecía que el tiempo no hubiera pasado. Estaba de espaldas, esperando que él apareciera por la otra bocacalle. Como siempre presionó dos veces la bocina. Juana subió y sin dilaciones le comunicó las novedades.
—Tiene doscientos euros que la hermana le prestó anteayer.
—Sí, hablé con Regina y me lo dijo. Se llevó también algo de ropa. Pero tú dices saber dónde está.
—Supongo que en Víznar, cerca del barranco.
—Donde mataron a Federico.
—Exacto. Probablemente acampada en uno de aquellos bosques. ¿Y tú por qué estás tan seguro de lo que iba a decir?
—Porque observé que leía a Lorca, cantaba las canciones de Lorca. En fin…
—Una especie de obsesión.
Santiago se quedó pensativo. Por lo que conocía a su paciente, podía ser.
—¿Vamos a Víznar?
—Vamos.
Arrancó. Miró de reojo a Juana, hierática, con la vista fija en el parabrisas. La encontró guapa como siempre. A las once la mañana empezaba a notarse el calor pero aún se sentía un resabio de aire fresco. Pasaron delante de la Cartuja y siguieron hasta la rotonda que indicaba el desvío hacia Víznar. El camino se hizo más estrecho y empezaron a subir. El paisaje era realmente magnífico a esa hora.
—¿Por qué me has llamado? —preguntó Santiago.
—Porque confío en vos como profesional y porque sos el psiquiatra. Y no quiero que la encuentre la policía y se desate otra escena de violencia.
—Es decir, que quieres protegerla. Deberías cuidarte tú.
Juana respondió con lo que Santiago solía llamar el «bufido a la francesa», un resoplido de hastío o de protesta. Le encantaba cuando Juana lo hacía. Se miraron y estallaron en una carcajada.
SOR CIELO
Oyó tres campanadas y entró en su celda. Necesitaba encerrarse a rezar antes de confesarse. No entendía lo que le estaba ocurriendo.
Se santiguó y se hincó en el suelo frío con la vista fija en el crucifijo.
—Jesusito, ¿por qué me abandonas? —susurró antes de que sus ojos se llenaran de lágrimas.
A Cielo, al igual que a sus dos hermanas, la desvirgaron a la fuerza a los nueve años. Su vida se convirtió en un infierno. A los doce ingresó en un internado regentado por monjas donde a cambio de cama, comida y educación prometió abrazar la vocación. Su fe creció y a los dieciocho años se ordenó novicia. Fue una estudiante modelo con sensibilidad para la poesía religiosa y los idiomas, aunque el latín —que aprendió de autodidacta—despertó en ella un interés especial.
Con el tiempo se fue tranquilizando. Ningún hombre podía tocarla ni golpearla a su antojo. En el convento no había varones a excepción de los curas, pero ésos no contaban. Como ella, estaban sujetos al voto de castidad.
La vida transcurrió monótona y serena hasta que llegó a España.
Al principio no le dio importancia. Ruborizarse ante alguien era algo que le ocurría desde la adolescencia y que nunca había conseguido dominar. Sería cuestión de tiempo. Cuanto más frecuentas a una persona, más te acostumbras a su presencia y no te invade la timidez o la vergüenza.
Sin embargo con la peruana ocurría todo lo contrario. Siempre que la veía se le alteraba la sangre.
Emma Luz era el ser que la trataba con mayor dulzura; leyó en su rostro amor y no simple lascivia. Consciente de estar violando un principio esencial de la orden al poner en juego su propia identidad como esposa de Dios, vivía atormentada por la culpa. ¿Cómo era posible que alguien a quien apenas conocía tuviera tanto poder sobre ella como el mismo Jesús? Durante unos días puso en marcha el «plan represión». No respondería al llamado de la campana cuando lo considerara inoportuno y evitaría su presencia. Funcionó sólo a medias. En la capilla, durante los maitines, eligió arrodillarse en uno de los reclinatorios delanteros para no sentir la tentación de espiar sus gestos. Pero no hubo un segundo en que no sintiera aquella mirada. Entonces decidió situarse en la última fila. Tampoco esta estrategia funcionó: imaginaba que Emma Luz sabía que la estaba mirando.
Dejó de oponer resistencia. La peruana parecía triste y abatida y conjeturó que se debía a su indiferencia. La culpa se acrecentó. Se preguntó si Emma Luz sentiría lo mismo que ella, si su presencia la habría sumido en una crisis de conciencia como la que estaba atravesando. Pasaron por su mente infinidad de imágenes: los inmensos rebaños de cabras en el desierto infinito de su tierra, la primera comunión, el día en que juró los votos, el momento en que dejó su casa abandonando a sus hermanas, la felicidad de sentirse protegida por el Dios a quien se debía en cuerpo y alma.
La cercanía de Emma Luz la había arrancado de su beatitud para sumirla en un mar de dudas.
Un golpe apenas perceptible la distrajo de sus reflexiones; se levantó a abrir. Era ella.
—Pongámonos cómodas, por favor —propuso señalando la cama.
—Voy a hablar yo —continuó—. Tú no tienes por qué hacerlo.
Sor Cielo asintió sin dejar de mirarla a los ojos. Emma Luz estaba muy nerviosa y no paraba de secarse la frente con un pañuelo. Cielo extendió el brazo y encendió un ventilador que descansaba en la mesita de noche. Un zumbido quejoso movió las aspas y la carcasa trazando un giro de 180º. El aire caliente hacía ondular las cofias negras. Los segundos transcurrían tan lentos que parecían haberse suspendido en el espacio que las separaba. Hechizadas, no dejaron de observarse ni un instante. Emma Luz recordó la primera vez que se sintió verdaderamente atraída por una mujer.
En segundo año de la secundaria llegó una compañera nueva. Edilma y ella se hicieron amigas enseguida. Por la tarde estudiaban juntas y poco a poco la relación se fue haciendo cada vez más íntima. Emma Luz no estaba acostumbrada a tener amigas. A esas niñas bien de colegio privado les daba vergüenza tener una compañera bajita, fea y morochita. Con Edilma fue distinto desde el principio. A pesar de que era muy bella, no se sentía acomplejada.
—¿Ya te acostaste con un hombre? —le preguntó una tarde mientras repasaban las guerras de la Independencia.
—No, ¿y tú?
—Yo sí.
—¿Y qué te pareció?
—Mira lo mejor son las cosquillas que te dan aquí —dijo colocando el índice sobre el pubis. —Emma Luz se avergonzó—. ¿Probamos? Yo te toco a ti y tú a mí… Es muy lindo.
Se acercó a Cielo y le acarició la mano. Una oleada de calor le recorrió el cuerpo. Con delicadeza rozó con los labios los suyos.
Cielo permaneció impasible tratando de disimular la electricidad que se movía por su cuerpo.
Emma Luz volvió a besarla, mordisqueándole apenas el labio superior. Cielo emitió un sonido quejumbroso, cerró los ojos y se desmayó.
ABDEL MARTÍNEZ
Cliqueó el ratón hasta dar con la carpeta que contenía los expedientes.
—Vamos a ver, tenemos cuatro denuncias. Dos de Jeanne Duvelier —comenzó leyendo en un perfecto francés—, una de Almudena Ibarguren y otra de Fernando GG. ¿Correcto?
—Así es —respondió la abogada.
—Eso ya está en manos de la policía. ¿Qué puedo hacer por vosotros?
—Nos gustaría que nos ayudara a identificar al culpable —continuó.
—¿Tenéis idea de quién puede ser?
Almudena le hizo un relato breve pero pormenorizado de las posibles causas que podrían haber desencadenado la oleada de agresiones.
—¿Todo esto por la devolución de una fianza? —quiso saber el subinspector.
—No sólo. El personaje es un poco especial —añadió Almudena. Se sentía inhibida por la presencia de Fernando y no quiso continuar agregando adjetivos.
—Con perdón de los presentes, voy a ser más concreta. Este hombre me hizo la vida imposible durante los cinco años que alquilé su casa —intervino Juana.
—La de mi madre —apuntó Fernando.
El policía frunció el entrecejo.
—Perdonad, pero no entiendo nada.
Juana le aclaró la situación y esbozó el retrato del sospechoso. Trató de ser imparcial pero a medida que hablaba se fue acalorando.
—Prepotente, paternalista, autoritario, misógino, acomplejado, inútil, atravesado, desleal, pelotudo, patotero, descerebrado, señorito, racista. ¡Un facha!
Abdel fue tomando nota y haciéndoles preguntas. En esa primera fase lo importante era construir un perfil certero del sospechoso para intentar descubrir por qué había reaccionado como lo había hecho.
—Por lo que me decís, este hombre se pelea con todo el mundo.
—Es un vulgar picapleitos —dijo Almudena.
—Y la gente le tiene miedo —apuntó Fernando.
—¡Lógico! Es como un mono con una escopeta —concluyó Juana.
Sonrieron ante la imagen. Martínez volvió a la carga.
—Pues vale. Yo organizo todo este material y se lo paso a mi superior. Él sabrá quién lleva el caso —dijo mientras ponía en orden los folios con los apuntes.
—Perdone. ¿No podría hacerse cargo usted? —preguntó la abogada.
Abdel Martínez se recostó en la butaca y la hizo girar para quedar frente a los tres.
—Verá. En este momento estoy investigando una explosión que hubo en un convento hace más de un mes. Se trata de un asunto complicado del que no tenemos pistas. No creo que me permitan trabajar en otro caso.
—¡En el convento de las Tomasas! ¡Yo escuché la explosión! Está muy cerca de la casa que le alquilaba a Pedro GG y donde ahora vive él —dijo Juana señalando a Fernando. El policía la miró con interés—. De hecho, como consecuencia de la explosión apareció una grieta bastante profunda en una pared de la casa.
Abdel se quedó absorto. Sabían que el explosivo había sido colocado en el subsuelo del edificio, aproximadamente entre la capilla y el claustro principal, pero hasta el momento no habían conseguido dar con el sitio. Según la madre superiora, bajo tierra sólo había un refugio subterráneo que se usó durante la Guerra Civil para protegerse de posibles ataques. Tampoco allí habían hallado indicios. Se trataba de un sótano bastante pequeño al que se accedía por los pórticos del segundo claustro. Cuando estalló la bomba las hermanas corrieron a refugiarse. Olía a humedad y a encierro porque raras veces lo abrían para ventilarlo. Ninguna de las monjas quiso llegar hasta abajo porque temían lo que pudieran encontrar. Permanecieron en silencio y de pie rezando en fila hasta que oyeron las sirenas.
—Procedamos por orden —dijo el policía—. Usted —continuó mirando a Fernando—, es importante que nos ayude a hacer un retrato robot del hombre que vio con el perro.
—Ningún problema.
—No os prometo nada —añadió dirigiéndose a las dos mujeres—, pero intentaré enterarme de quién sigue vuestro caso y veré qué puedo hacer.
—Confío en usted —concluyó la abogada.
Antes de despedirse, el policía preguntó:
—Perdone, Jeanne. ¿De qué raza es su perro?
—Un setter irlandés.
—Cuídelo, son unos perros maravillosos.
—Gracias. Pierda cuidado, a partir de ahora no me separaré de él ni un segundo.
JULIA
Daría un último largo antes de salir de la piscina y ponerse a trabajar. Eran las doce del mediodía, el cielo estaba despejado y la temperatura superaba los treinta y cinco grados.
Se pasó la mano por la cara para quitarse el agua de los ojos y se sentó en el borde. El sol empezó a evaporar rápidamente las gotas que cubrían su cuerpo.
Entró en casa, sacó un botellín helado de la nevera, tomó el portátil y se instaló en la mesa protegida por la sombrilla.
Abrió la pantalla del ordenador mientras bebía el primer sorbo.
Necesitaba organizar las próximas actividades para cumplir con las órdenes recibidas.
Abrió el archivo Convento y leyó la tabla que había hecho la noche anterior:
Mercadería A, cajas, dulces, día, mes, total. Repasó mentalmente las cuentas. Cada dulce contenía 1 gramo, cada caja, 12 dulces, es decir, 12 gramos. 100 cajas al día hacían 1,200 Kg, o sea 36 al mes. De seguir cumpliendo el programa, respetarían los plazos de la entrega.
La mercadería B, es decir la que hacían sor Cielo y Carisma, era de aproximadamente 50 cajas por día, lo que equivalía a la mitad de las de las chicas. Si querían terminar la misión en los tres meses programados tenían que seguir con el mismo ritmo.
Rolo quería aprovechar el verano, cuando el calor aplatana los sentidos incluso a la policía. Menos gente local en la calle y por consiguiente menos riesgos.
Julia apuró el último trago de cerveza y elaboró una lista de tareas:
- Cajas. Las parceras pierden mucho tiempo marcándolas una a una.
- Depósito de la mercadería dentro del convento.
Al principio Rolo pensó en utilizar el refugio subterráneo. Era un sitio ideal porque ninguna monja accedía a él. Hasta la explosión.
- Otros modos de introducir la mercadería en el convento: ¿canalización?
OBSTÁCULOS
- Matilde: resolver URGENTE
- Marta Lucía: prioridad: estado de ánimo peligroso.
Lo de las cajas tenía fácil solución. Debían diferenciarlas por dulces, o sea que las sultanas irían en una caja con letras rojas y los almendrados en azul, y así para cada tipo de pastelito. De ese modo las chicas sabrían que tenían que trabajar con las cajas de los colores que eligieran. Ahorrarían tiempo a la hora de preparar el envío y correrían menos riesgos de equivocarse al marcar u olvidarse de alguna.
En cuanto llegara Gustavo, le pediría que la pusiera en contacto con el proveedor de material de embalaje.
Echó otra ojeada al documento y se centró en lo de la canalización. Por lo que sabía, comunicaba dos aljibes. Lo importante era diversificar, sostenía Rolo. Había que usar todos los medios a la vez: las almendras, los tampones y las tuberías. Hasta el momento no había hecho falta usarlas pero a partir de ahora la producción tenía que ir a toda marcha. No podían detenerse. El pedido y la entrega de los ingredientes los controlaba la madre superiora, a quien a veces ayudaba Mercedes. En eso las chicas no podían intervenir. La entrega en los tampones quedaba reducida a los domingos, cuando iba a visitar a Marta Lucía. Había que inaugurar la otra opción que les permitiría contar con mayor cantidad de mercadería.
Se trataba de una antigua canalización, actualmente en desuso, que unía el aljibe de las Tomasas con el del Gato. Teniendo en cuenta que este último se encontraba en una finca privada abandonada cuya puerta estaría cerrada con un candado de combinación, era mejor que Emma Luz o Marta Lucía fueran a buscar el paquete ahí, aunque el otro les quedara más cerca. Se trataba además de una calle menos transitada, especialmente en plena noche.
Diego había conseguido instalar un sistema de cuerdas y roldanas de tal manera que se pudiera colocar el bulto en un extremo y tirar de la cuerda desde el otro. Diego o Gustavo se vestirían de operarios y atarían la mercadería a la soga. Llevarían el bulto hasta la mitad del recorrido. Mediante una contraseña las monjas sabrían que tenían que salir como máximo en 24 horas, de noche, llegarse hasta la propiedad, abrir una tapa de hierro que se encontraba junto a la del aljibe, bajar las estrechas escaleras y empezar a tirar de la cuerda hasta acercar el bulto. Subirían con él, lo cargarían en un bolso o un morral y regresarían al convento.
Si funcionaba no tendrían que usarlo más que cuatro o cinco veces.
Julia levantó la vista de la pantalla y vio que Gustavo estaba entrando en la finca.
—Buenos días —lo saludó. Intentaba ganarse su confianza.
—Hola, piba. ¿Novedades?
—Sí, empezamos a trabajar con los aljibes. Y tú, ¿qué me cuentas?
—Que nos tenemos que sacar de encima a la monja chalada.
Julia estalló en una carcajada espontánea e infantil.
—Sí, está entre las prioridades.
—Ayer nos reunimos con el cura. Y resulta que la chalada sabe un montón.
Julia volvió a reírse. La palabra le hacía mucha gracia.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Lo que se hace con los enfermos, baby.
—¿Internarlos?
—¡Bingo! ¡A ver si se deja de joder de una puta vez!
MARTA LUCÍA
El convento estaba inmerso en un silencio sepulcral. Se deslizó a través de la reja después de haber pasado el bolso con la ropa y la peluca. Una vez afuera empujó los barrotes hasta escuchar el clic de las pestañas que se cerraban. Afortunadamente la luna no estaba llena. Sigilosamente se dirigió hacia el patio de la iglesia. Pasó muy cerca del obrador donde Emma Luz se haría cargo del trabajo durante un par de horas. Si alguien se acercaba, le diría que estaba en el baño o en su celda porque no se encontraba bien.
Los altos cipreses del jardín le permitieron parapetarse evitando el resplandor de las farolas. Llegó a la tapia que separaba la iglesia del restaurante y trepó para observar cuánta gente había comiendo y dónde estaban sentados. Pasada la medianoche, los escasos comensales se ubicaban en el centro del patio.
Marta Lucía buscó un lugar adecuado para dejar el hábito hasta su regreso y encendió la linterna del celular. Distinguió una piedra grande a la que se subió para echar otro vistazo. Recorrió las mesas con la mirada hasta que se detuvo en una en la que creyó ver una figura familiar. Había poca luz pero logró distinguir los detalles.
Era Fernando en compañía de una mujer con un perro. Una camarera se acercó a la mesa y les llevó la cuenta.
Marta Lucía volvió a ocultarse, se puso la peluca y se cambió de ropa. Agazapada tras la tapia esperó el mejor momento para saltar al otro lado.
Quedaba poca gente, por lo que salir del restaurante fue fácil. Preguntó en la recepción hasta qué hora estaba abierto.
—Dentro de media hora empieza un espectáculo de flamenco. Si quiere quedarse… la gente está haciendo cola.
—Muchas gracias, pero creo que regresaré más tarde.
Caminó en dirección al convento. A lo lejos distinguió las figuras de Fernando, la mujer y el perro. Giraron por el callejón de las Tomasas. Marta Lucía se apostó en la curva de la calle para seguir sus movimientos. No se explicaba el motivo, pero el impulso de espiar lo que hacía Fernando era incontrolable. Los vio entrar en una casa. La mujer y el perro volvieron a salir al cabo de cinco minutos.
Verificó las redes inalámbricas en el móvil. Tal y como ella pensaba, la FGG tenía el máximo de cobertura.
Dejó que la mujer se perdiera en la calle, se arregló la peluca, se acomodó los vaqueros y anduvo los pasos que la separaban de la puerta de Fernando.
Llamó al timbre. El hombre, pensando seguramente que se trataba de su amiga, abrió enseguida.
—¡Elena!
—Hola. Si quiere que pase, no me tiene que hacer ninguna pregunta. Ésta es la condición.
Fernando la invitó a entrar.
—Apenas tengo tiempo. Lléveme a la cama.
Cuando Marta Lucía regresó al restaurante el espectáculo había finalizado.
—Vamos a cerrar —le dijo un camarero.
—La última copa, ¿puede ser? —pidió usando todo su poder de seducción.
—Vale. ¿Qué va a tomar?
—Un gin tonic.
Eligió la mesa más cercana a la tapia y saboreó el alcohol. Se sentía completamente ebria. Los músicos recogían sus bártulos dejando por momentos el patio semivacío.
Sacó un billete de veinte euros del bolsillo, lo dejó sobre la mesa y en cuanto vio que no había nadie, saltó al otro lado.
Se puso el hábito y deshizo el camino que había recorrido para escapar.
Entró en la cocina donde el silencio era absoluto. En un rincón vio a Emma Luz dormida sobre una mesa. Se acercó y le puso una mano en el hombro. La peruana se sobresaltó.
—Yo soy, parce. ¿Por dónde sigo?
Emma Luz la miró y sonrió.
—¡Qué buena cara traes y cuántas ganas de trabajar!
—Vaya a descansar si quiere. Yo traigo una energía que puedo preparar y empaquetar la producción completa.
POSTAL DEL CARMEN DE LA CHUMBERA Nº 5
Hace días que no escribo. Son las cuatro de la tarde y Santiago acaba de dejarme en plaza Nueva, de regreso de la excursión a Víznar.
Rafaela será la protagonista de esta postal como lo fue de muchas otras desde que nos sorprendió con su primera crisis.
Sobre mi amiga pesa nuevamente un ingreso involuntario, pero a diferencia de aquellas ocasiones en ésta ha optado por escaparse.
Según contaron enfermeros y bomberos, les hizo creer que saldría voluntariamente de su casa y, mientras esperaban, saltó la tapia del jardín con una muda y doscientos euros.
Tengo la impresión de que el ciclo de entradas y salidas del hospital se acelera cada vez más. No pasó ni un mes desde el último ingreso y lo dramático es que la situación se ha vuelto incontrolable. Para ella, para los médicos, para su familia. En fin, para todos.
En el último mes nos vimos dos veces. Fueron dos cervezas breves a mitad de camino entre su casa y la mía. Aunque tenía ganas de conocer mi nuevo carmen no quise que viniera. Cuando tiene sus crisis estar con ella resulta complicado, como si se manipulara una sustancia tóxica de la que algo se te queda pegado por más que te pongas guantes y barbijo.
No obstante intercambiamos mensajes casi a diario. Es una manera de estar cerca y lejos al mismo tiempo.
En esos escuetos textos me supo informar acerca de su «re-descubrimiento» de Lorca, su «re-inspiración» y su «re-homenaje». Acaba de leer a Ian Gibson y está obsesionada con la muerte del poeta.
Una de las características de mi amiga es imaginarse protagonista de acciones heroicas. Conjeturé que en su huida de la realidad podría soñar con convertirse en la nueva desveladora del misterio que rodea el asesinato de Federico.
Esta mañana le propuse a Santiago ir a buscarla. Siendo su médico, me pareció la mejor compañía para este asunto. En ningún momento pensé en el encuentro ni en el tiempo transcurrido desde la última vez que nos vimos. No le avisé con la excusa de Rafaela, sino por ella. Sin embargo, en el instante en que lo vi supe que aquello traería cola.
En mis postales —este género que siento tan afín— registré también muchísimas reflexiones acerca de Santiago. Recuerdo haber escrito varias sobre la sorpresa de conocerlo y luego, dos años más tarde, sobre la sorpresa de perderlo.
Desde nuestra separación he vuelto a pensar muy pocas veces en él como alguien real. Me dediqué más bien a recordar lo que vivimos juntos. Por eso no quise responder a sus mensajes ni a sus llamadas. Santiago para mí pasó a ser una figura antigua, sin presente y sin futuro. Hasta esta mañana en que ambos movimos ficha.
Al llegar al barranco de Víznar dejamos el coche en un ensanche del camino, muy cerca de la entrada al parque García Lorca, donde hay fosas comunes. Según el historiador irlandés, el poeta podría estar enterrado en una.
En mi opinión, lo importante era llegarnos a la acequia de Aynadamar. El agua es un elemento fundamental en la fantasía de Rafaela.
Cuando conseguimos dar con el sitio, el sol caía a plomo. Nos reservamos una porción de terreno para observarlo detenidamente. No había más que árboles y malezas.
Al rato nos cobijamos bajo un pino, sentados en el pasto y recostados contra el tronco. Sólo se oía el canto de grillos y cigarras y el ruido de las hojas movidas por la brisa. En silencio, los dos sabíamos que de no encontrar a Rafaela la situación se agravaría, que corría el riesgo de perder la poca independencia de la que aún gozaba.
Quería encontrar a mi amiga, que Santiago le suministrara un calmante y que ingresara en el hospital por su propia voluntad.
Desalentada, marqué su número. Un tono apenas perceptible se oyó a lo lejos. Nos levantamos de un salto. Corté la llamada. Era importante usar racionalmente la batería. Estuvimos de acuerdo en que lo que había sonado era un móvil pero no en la dirección desde la que procedía el sonido.
—Atención, que llamo de nuevo.
Esta vez coincidimos en la dirección. En cuanto comprobé que la melodía sonaba cada vez más cerca, volví a cortar.
La tercera llamada nos llevó directamente al lugar, sumergido en un alto pajonal. Tendida en el suelo, desnuda, con los auriculares puestos y el discman funcionando a todo volumen Rafaela parecía haber alcanzado la calma. El rictus amargo había desaparecido y me recordó su rostro de veinteañera.
Santiago le tomó el pulso y comprobó que respiraba.
Recogí las prendas que se había quitado y la vestí.
Conseguimos ponerla en pie y entre los dos llevarla hasta el coche. La recostamos en el asiento trasero. Al llegar a la primera rotonda se despertó. Colocó la cabeza entre los dos asientos y poniéndonos una mano en el hombro a cada uno dijo:
—¿Qué? ¿Ya os habéis echado un polvo en mi honor?
PADRE JOSÉ
Cuando consiguió quitarse de en medio a sor Matilde salió del confesionario esperando ver a Cielo. Llevaba diez minutos de retraso.
Tuvo que esperar otros diez hasta verla aparecer por la capilla llena de andamios.
La observó a través de los resquicios de luz del confesionario. Estaba muy pálida y su andar era algo titubeante.
Sor Cielo puso todo su empeño en disimular su malestar, a pesar de que hacía apenas veinte minutos que se había despertado del desmayo. Trataba de mantenerse erguida. En su mente se agolpaba un torbellino de sensaciones contradictorias. Se debatía entre el deseo de confesar su culpa —y así sentirse libre nuevamente— y el potente magnetismo de Emma Luz que la había hecho sucumbir. Sabía que pese a estar cometiendo un pecado su cabeza y su corazón no albergaban nada malo. Es más, la ilusión de esos encuentros de los que pretendía renegar la hacían sentirse más buena, más generosa, más magnánima.
Había atravesado una frontera que hasta ese momento creía infranqueable: la del deseo. Y para colmo de males, con una mujer. La Iglesia lo condenaba.
«No le vayas a confesar nada al padre José. Confía en mí».
No olvidaba las palabras de Emma Luz al marcharse de la celda. Claro que confiaba en ella, pero al mismo tiempo sentía remordimientos y necesitaba confesarse.
El padre José cerró la puerta. No quería que sor Cielo le viera sudoroso y con la respiración entrecortada. Antes de sentarse se acomodó la bragueta. No era lo propio de un sacerdote aunque sí del hombre que había sido.
La monja se arrodilló y esperó a que el cura pronunciara la fórmula inicial.
—Dime, hermana, ¿qué pecados has cometido? Era la primera vez que la tuteaba y le salió espontáneamente.
Al otro lado de la celosía José podía sentir su respiración y oler su perfume.
—Domine, exaudi orationem meam et clamor meus ad te veniet7.
El cura se movió en el asiento y esperó a que la monja hablara.
Sor Cielo guardó silencio. De ese modo solía iniciar sus confesiones con uno de los curas de Valledupar que admiraba su capacidad de expresarse en latín. Confesarse en otro idioma, y sobre todo en la lengua de la Iglesia, la antigua, la verdadera, le permitía sentirse más cerca de Dios.
Sabía que el Señor aceptaba aquella excentricidad que no era sino la otra cara de la timidez.
—Pecavi. Nescio sensus resistere tentationi. Quos mihi dedit Deus omnibus et nolo destitueret. Promitto confortare8.
El padre José no respondió. No había entendido más que la primera palabra. Sus estudios de latín en el seminario —era un pésimo estudiante— habían quedado sepultos en la memoria. ¿Qué le estaría diciendo esa mujer que era la imagen misma de la beatitud o la encarnación de una belleza que no pertenecía a este mundo? Presentía que de haberla conocido antes, incluso después de cumplir con su promesa de hacerse sacerdote, lo hubiera dejado todo por ella. Había algo en su mirada que reconocía. No era que le recordara a nadie; tenía la sensación de conocerla desde una época remota, anegada en el fondo de la conciencia.
Pensó en las correrías de su juventud y en las pocas canas al aire que se había echado en los diez años de sacerdocio. Aquellas mujeres nada tenían que ver con lo que le inspiraba sor Cielo.
En tal situación no podía y no quería confesar su ignorancia. Lo mejor sería darle la absolución e intentar acercarse de otro modo.
—Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Cielo se levantó y se dirigió rauda hacia la salida sin darse cuenta de que el cura la espiaba por una ranura. Había recuperado el color de la tez y andaba casi dando saltos.
Juntó las manos frente al pecho.
—¡Gracias, Jesusito!
Esa sería acaso la imagen más erótica que conservaría el cura de su amor casi imposible.
EMMA LUZ
—¿Cuánto falta para que corte el horno?
Marta Lucía controló el temporizador.
—A las cuatro; en media hora sacamos las últimas planchas.
Las monjas trabajaban afanosamente armando las cajas, colocando los dulces en sus respectivos pirotines y cerrando el embalaje. El camión pasaría a recoger el pedido esa misma mañana. Se habían acostumbrado a hablar en susurros para evitar que las oyeran. Quien las viera podría afirmar que estaban rezando.
Tras colocar la última sultana en la caja, Marta Lucía volvió a contar las unidades del pedido. Con lo que les quedaba en el horno llegarían a las cien.
Emma Luz entraba ya en el pánico de la cuenta atrás. Estaba nerviosa porque los desafíos físicos no se le daban demasiado bien. En poco menos de una hora tendría que salir del convento por primera vez, recoger la mercadería y regresar. Eran las órdenes que le transmitió Marta Lucía tras la visita dominical de Julia. A las cinco menos diez un empleado de una empresa de limpieza abriría el restaurante colindante con el jardín de la basílica. El mismo que había usado Marta Lucía en su escapada. El hombre estaría esperándola.
—Tranquila, que todo va a salir bien. ¡No sabe lo que daría yo por estar en su lugar!
Marta Lucía seguía aún reviviendo la noche con Fernando, ese hombre tan común y a la vez tan dulce. Se preguntó cómo sería su vida si hubiera hecho lo que hacen casi todas las mujeres: tener un novio buena gente, enamorarse, casarse, tener hijos. Fernando era uno de esos hombres ideales con el que pasar una vida sin sobresaltos. Lo opuesto de Rolo, con su matrimonio a cuestas, sus amantes, sus negocios y su deseo de entrar en política. ¿Sería todo esto lo que lo hacía tan atractivo?
La voz de Emma Luz la distrajo de sus pensamientos.
—Voy a prepararme. Regreso en una hora.
Ante la tapia se colocó los guantes de trabajo y exploró con la linterna la parte más baja. Asomó la cabeza. Había luz, lo que implicaba que el de la limpieza ya había llegado. Se colgó la mochila y empezó a trepar tratando de no resbalar. Consiguió engancharse con el pie en el borde del muro y con bastante esfuerzo se sentó a horcajadas. Reparó en sus pantalones rotos. Odiaba la idea de que su piel pudiera rozarse con la suciedad. Pasó la pierna hacia el interior del patio y saltó.
Llegar hasta la propiedad donde se hallaba el aljibe, abrir el pesado portón de hierro, levantar la tapa del depósito, bajar a la recámara y arrastrar la carga tirando de la cuerda le pareció un juego de niños, en comparación.
La calle olía a flores nocturnas y observó el paisaje que la rodeaba. Era un lugar solitario y romántico, sumido en un profundo silencio. Qué no daría por estar caminando por ahí con Cielo, de la mano o abrazadas, soñando con el sitio ideal donde pasar el resto de la vida juntas.
Volvió a su tarea. Introdujo la carga en la mochila y se encaminó a la verja de salida.
Antes de llegar a la basílica de El Salvador tenía la respiración entrecortada y cojeaba de una pierna. Cargada con 10 kilos a la espalda, bordeó la iglesia por una acera estrechísima y en ese momento vio venir de frente un coche de la policía. Iba despacio. El vehículo se detuvo junto a ella.
—¿Está bien, señorita?
—Perfectamente.
—Pues nada, buenas noches.
—Buenas noches.
No era la primera vez que se topaba con la policía mientras transportaba mercadería, pero en esta ocasión se sintió más vulnerable. Apresuró el paso tratando de no pensar en el dolor de la rodilla, cada vez más intenso.
Una vez dentro, volvió a vestirse de monja y se dirigió a la cocina. Faltaba poco para que dieran las cinco.
Marta Lucía no estaba en el obrador. Guardó el paquete en el último estante de la despensa y se aseguró de que no se viera desde abajo.
Unos pasos apagados resonaron por el pasillo. Su compañera regresaba con un serio gesto de preocupación. En su cabeza resonaban aún los versos de Rolo.
Marta Lucía tenía que esperar a que la última horneada de sultanas se enfriara. Era un riesgo alejarse la cocina pero necesitaba respirar el aire fresco de la noche, ver las estrellas y sentirse libre de las paredes que la mantenían enclaustrada. Subió a la terraza. Aprovecharía para comprobar si desde ahí se veía la casa de Fernando.
La Alhambra estaba oscura pero las tenues luces del palacio de Carlos V dejaban imaginar la silueta de la fortaleza.
Se asomó al borde de la azotea y distinguió los adoquines de la calle. Miró el blanco paredón del carmen de enfrente y se quedó de piedra. Grandes letras rojas pintadas a spray acompañadas de un grafiti llamativo. Sacó el móvil del bolsillo y enfocó con el zoom. El dibujo representaba un corazón partido.
Ser libre no es hacer lo que uno quiere / Sino querer hacer lo que uno no puede9. Y una firma: de R. para ML.
Marta Lucía cerró los ojos como si pudiera obviar la realidad. Rolo se había enterado de su escapada del convento y aquello era una advertencia.
—¿Qué pasó? ¿Por qué dejaste sola la cocina? —preguntó Emma Luz al verla llegar.
—¿Usted habló con alguien de mi escapada?
—No. Te lo juro.
Sabía que le estaba diciendo la verdad.
SOR MATILDE
La madre superiora llevaba días pensando en lo que le había contado y sugerido el padre José. También ella venía observando los cambios de sor Matilde. La explosión y su ingreso en el hospital habían marcado un antes y un después. La hermana ya no estaba en condiciones de respetar la vida del convento visto que sólo mejoraba cuando podía hablar. Quizás no fuera errada la idea del padre de que ingresara en una comunidad donde estuviera protegida y rodeada de gente con quien poder conversar.
Volvió a mirar la hoja de la cita, la plegó y la introdujo en el sobre justo antes de que llamaran a la puerta.
—¡Adelante!
Sor Matilde entró como un torbellino y tomó asiento sin que la madre superiora se lo ofreciera.
—¿Por qué me mandas a ver a un médico de ésos?
Parecía muy enfadada y hasta desafiante.
La superiora la miró con sorpresa.
—Se trata de un simple control. Rosa te acompañará. Ya verás que no es nada del otro mundo.
—¡Tú no me crees y prefieres confiar en esas perras nuevas!
Matilde hablaba como si fuera otra persona, con un rencor en la mirada agazapado largo tiempo. La dulzura de sus gestos se habían transformado en un rostro hinchado de sangre colérica en el que empezaban a asomar gotas de sudor.
—¡Hermana, lo que dices de las nuevas no está bien!
—¿Y acaso está bien escaparse del convento? ¡Dime! ¿Está bien eso? —Era la última ocurrencia de Matilde. La madre superiora la miró con la compasión de quien observa a alguien que está en un camino sin retorno—. ¡A ti lo que te pasa es que prefieres ganar dinero a enterarte de lo que ocurre aquí dentro!
—Sor Matilde, ¡hasta aquí podíamos llegar!
Su interlocutora palideció como un niño al que acaban de regañar. Gruesas lágrimas bañaron sus mejillas.
Se incorporó y se fue dando un portazo.
Cuando Rosa bajó del taxi, Matilde estaba esperándola en compañía del padre José.
—¿Llevas dinero? —preguntó el cura admirando ese cuerpo vestido de naranja.
—Sí, no se preocupe. Vamos, tía, que llegamos tarde.
El coche arrancó y la muchacha se quedó pensando en el cura. No cabía duda de que era la misma persona que había visto salir de casa de Diego.
Una vez completadas las formalidades burocráticas y como el Dr. Etcheverry aún no había llegado, se sentaron en la sala donde una mujer rubia también parecía estar esperando al médico. Rosa se fijó en ella por su extraña manera de vestir. Llevaba unos guantes de encaje negro que le subían hasta el codo, con las puntas de los dedos cortadas, un impermeable blanco arremangado y un gorro de lana. Matilde se levantó y se acercó a ella. Rosa hizo un gesto para frenarla.
—Están muy mal cortados estos guantes, hija. Yo te los puedo zurcir.
—Tía, ven, deja en paz a la señora.
La mujer le sonrió.
Un hombre alto y delgado entró en la sala.
—¡Santiago! —exclamó la mujer.
—¡Rafaela! ¿Qué haces tú por aquí?
—Necesito hablar contigo.
El médico miró a la monja y a su acompañante. Traían recomendación especial y sabía que no podía hacerlas esperar.
—¿Puedes aguardar media hora?
Rafaela se refregó las manos nerviosamente. Santiago observó cómo iba maquillada, la sombra azul en los párpados, los labios rojos, el colorete mal extendido en las mejillas y supo que no podía dejarla sola.
—Sabed disculparme —dijo mirando a las dos mujeres—, en cinco minutos estoy con vosotras.
Hizo un gesto hacia Rafaela indicándole que entrara en la consulta y cerró la puerta.
Su paciente permaneció de pie.
—Secuestraron a mis hijos —dijo agitada.
—¡Qué dices! Siéntate y me lo cuentas.
No era la primera vez que Rafaela se presentaba en el hospital presa de alguna paranoia. Se sentó esperando que ella hiciera lo mismo pero no le siguió.
—¿Has tomado la medicación?
—¡Sí, coño! ¿O es que no me crees?
El médico la conocía de sobra. Las palabrotas, algo poco habitual en ella, eran síntoma de una situación irreversible. Estaban ante un nuevo episodio.
—Deberías pasar un tiempo en una comunidad, Rafaela. Te haría bien.
Santiago venía insistiendo en lo mismo desde hacía un año. Tenía la esperanza de que tarde o temprano cambiara de opinión.
La mujer se desplomó en la silla y estalló en sollozos. El psiquiatra la dejó desahogarse. Miró el reloj. Eran ya las once y veinte.
—¿A qué comunidad podría ir? —preguntó Rafaela entrecortadamente.
Por primera vez mostraba un mínimo interés en la propuesta.
—Lo veríamos juntos, pero lo importante es que tomes la decisión de hacerlo.
La paciente parecía haberse tranquilizado. Líneas negras surcaban su cara.
—¿Por qué no me esperas y tomamos algo juntos? —le sugirió.
Unos fuertes golpes en la puerta los distrajeron de la conversación.
—¡Doctor! —clamó la asistente sin esperar respuesta.
—¡Estoy atendiendo!
—¡La monja! ¡Se ha escapado!
Rosa irrumpió llorosa en la consulta.
—¡Fui un momento al servicio y cuando salí ya no estaba!
—Y yo estaba en la máquina de café —dijo tímidamente la otra.
Santiago se irguió y cogió las llaves del coche.
—Os venís las dos conmigo —ordenó mirando a Rafaela y a Rosa—. No puede haber ido demasiado lejos.
YO/DIARIO
Llevo tres semanas con las clases de francés y estoy aprendiendo muchísimo. Sé saludar y presentarme, contar lo que hago habitualmente, hablar de lo que me gusta, decir la hora, describir físicamente a una persona, contar hasta mil y pedir un desayuno en un café.
—¿Cuándo vamos a estudiar el pasado?
—Primero, el futuro —contestó mi profesora.
Hace muchos años que no paso un mes de julio en Granada, tal vez desde que era chico. No recuerdo ninguno tan bueno como éste. Las clases, los paseos, los días largos, la lectura. Lo único que no avanza es la casa, que tengo echa un desastre. Compré una cama grande y me instalé en la habitación de abajo, pero no he hecho nada más. La alberca empieza a parecerse a un estanque con el agua verdosa de la que en cualquier momento nacerán renacuajos. Ya la pondré en condiciones.
Eso sí, observo la grieta a diario; es lo único verdaderamente nuevo que se ha incorporado al carmen desde que estoy. La semana pasada llamé a Paco para invitarle a pasar unos días en Granada. Parecía contento. Desde que dejé su estudio no nos hemos vuelto a ver. Vendrá el próximo fin de semana y aprovecharé su sabiduría para que le eche un ojo a la grieta.
Pero lo más importante fue la visita sorpresa de Elena, que me dejó más asombrado que feliz. Desde entonces deseo volver a verla para entender el motivo de tanto misterio. Todo es muy raro. Por ejemplo, estoy casi seguro de que no se llama Elena. Recuerdo que abrió el bolso para buscar un cigarro. En la cara interna había dos iniciales dibujadas en tinta azul que vi perfectamente: ML. No se trataba de una marca comercial. Algo me dice que ése es su verdadero nombre. ¿María Luisa? ¿María Laura?
Una mujer que aparece de la nada y desaparece de la misma forma, que no permite que le acaricie el pelo. Me desconcierta. ¿Cómo supo que vivo aquí? ¿Qué será lo que esconde para ponerme como condición el no hacer preguntas? A veces me planteo si no será un hada o una bruja que se cruza en mi camino cuando menos me lo espero y de la que no quedan rastros en la vida real. Se marchó en medio de la noche mientras murmuraba palabras distantes con suma dulzura: «Ya, papi, no pregunte. No sea cansón». Sopló un beso en la palma de la mano y desapareció escaleras arriba. Se esfumó otra vez.
Y luego está Juana. Su presencia, su desparpajo, su profesionalidad y su miedo. Aunque ella no lo diga, el envenenamiento de Sultán funcionó como una verdadera alerta. No se separa del perro ni un instante y procura no dejarlo solo en el carmen que por cierto, a diferencia del mío, está quedando precioso.
Además cambió la combinación de las cerraduras y contrató a un herrero para que le soldara una plancha metálica en el portón del fondo de tal modo que el jardín no se vea desde el exterior. La caseta de Sultán está ahora en la galería a fin de tenerlo bajo control. El perro también anda un poco asustado. Cuando me siento solo pienso en la idea de tener uno y salir con él a todas partes como hace Juana.
Acabo de tener una conversación telefónica con Pedro. Hablamos de la salud de mamá y de la administración de las fincas. Después el tema fue derivando hacia el carmen y su estado de conservación. Me estaba tirando de la lengua.
—¿De qué lado estás? —me preguntó a bocajarro.
—Del de la justicia —le respondí. Me sentía como en una serie americana de la tele.
—¡Tú eres gilipollas, tío!
Y otra vez me colgó. Sé que se siente profundamente herido en su orgullo, pero lo cierto es que nos va a enredar a todos en un lío en el que habrá que pagar honorarios de abogados, multas, daños y perjuicios y todo lo que se le ocurra reclamar a Almudena. Y estará en su derecho. Pero quien realmente se verá perjudicada es mi madre. Intenté que mi hermano lo entendiera, pero es como si habláramos otro idioma.
Llamaré a Juana y la pondré sobre aviso. Conozco a Pedro y sé que tomará represalias. Debería alertar también al subinspector Martínez y a la abogada.
ROSA
Sentada en el asiento trasero del coche se concentró en detectar un hábito negro. Entrando en la calle Elvira confundió a su tía con una mujer vestida de velo y chilaba.
Todos iban callados y atentos. Además ella se sentía culpable. ¿Y si le ocurría algo?
Llevaban casi dos horas dando vueltas. Santiago llamó al convento y alertó a la madre superiora sobre la desaparición de la monja. Así, en caso de que regresara, podían ponerse en contacto con él.
Rafaela se volvió y se acodó en el respaldo.
—¿Cómo te llamas?
—Rosa.
Santiago pensó en la confidencia de su hijo Gonzalo.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete.
—No te preocupes, que la vamos a encontrar. A mí siempre me encuentran —concluyó mirando de soslayo a su médico.
—Dime, Rosa —dijo Santiago—. ¿Dónde te imaginas que puede estar? ¿Qué haría si pudiera salir libremente del convento?
La chica sabía lo que le interesaba a su tía pero le daba vergüenza decirlo. Desfilaron por su mente escenas en las que Matilde le pedía de manera directa que le hablara de sexo.
Estaban llegando a plaza Nueva cuando a Rosa se le encendió una luz.
—Frene, por favor. ¿Me esperáis aquí? Vuelvo en cinco minutos.
Rosa bajó del coche sin dar tiempo a que el doctor respondiera. Se alejó por la misma calle desandando el camino que acababan de recorrer. Buscaba un lugar en concreto.
Al divisar la fachada gris con dos amplias vidrieras apresuró el paso. Nunca había entrado en un sex shop. En cuanto franqueó la puerta distinguió la voz de Matilde. Hablaba con el empleado acerca del consolador que tenía en la mano. Un pene enorme con el glande de color más oscuro capturaba la atención de la monja que parecía venerarlo como si se tratara de la imagen de un santo.
—¡Tía! —exclamó.
Matilde dejó el pene en el mostrador y se echó en brazos de su sobrina.
—¡Cariño! ¿Dónde te metes?
No merecía la pena responderle ni pedirle explicaciones.
—Ven, que nos están esperando.
La monja se despidió con un gesto del dependiente.
Recorrieron la calle hasta llegar al coche del doctor. Sor Matilde actuaba con total naturalidad, como si no acabaran de pescarla en un sex shop admirando un falo de látex.
Santiago las vio aparecer por el espejo retrovisor.
Rafaela bajó del coche y la abrazó.
—¡Nos tenía usted muy preocupados!
La monja le acarició la cara.
—¿Me dejas los guantes para que te los zurza?
Mientras conducía hasta el convento no dejó de pensar un instante en la reacción de la monja con Rafaela; el tiempo transcurrido entre su encuentro en el hospital y el momento actual parecía inexistente. Tampoco existía el espacio, que para la hermana no se habría modificado.
Durante el trayecto Matilde y Rafaela hablaron. Era como si se conocieran de siempre, como si no hubiera diferencia de edad entre ambas. Rafaela reconocía en ella su propia religiosidad, algo que respetaba y admiraba a pesar de que el concepto de religión de su paciente fuera diferente. Y también resultaba evidente que Matilde veía en Rafaela a alguien con quien expresarse libremente.
—¿Sabes que he visto un pene? Enorme, era enorme.
Rosa soltó una carcajada.
—No te rías, niña. ¡Tú porque ya has visto varios!
Ahora fue Rafaela quien se rio. Rosa intuía que su tía estaba a punto de descarrilar, de dejarse llevar por las ganas de hablar, fruto quizás de tantos años de silencio.
—Anda, cuéntales lo del rave ése y lo del ascensor.
—¡Tía, por favor!
Afortunadamente estaban muy cerca del convento. El coche se detuvo en la puerta y Santiago esperó a que tía y sobrina bajaran.
—Dile a la madre superiora que la llamaré para acordar una cita. Es mejor que hable con sor Matilde aquí para no volver a molestarte. Y gracias por todo.
Al pasar frente al carmen en el que hasta hacía poco vivía Juana redujo la velocidad. Las ventanas estaban abiertas y dentro se oían música y voces.
Estuvo tentado de llamar al timbre. «¿Quién vivirá ahora?»
Miró a Rafaela, absorta en sus pensamientos. Pisó el acelerador y siguió su camino de regreso al hospital.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Santiago.
—En la monja. Creo que nos parecemos bastante.
Santiago no respondió. Pensaba en la sobrina de la monja y en la curiosa coincidencia con aquella chica por la que tanto suspiraba su hijo. Rosa.
ABDEL MARTÍNEZ
—¡Tenemos a nuestro hombre!
Almudena le sonrió esperando que continuara con las novedades.
—¡Sabía que podía confiar en usted! Cuénteme.
—El retrato robot nos ha permitido identificar al supuesto envenenador del perro. Se trata de Mariano Puentes, nacido en Atarfe el 3 de marzo de 1968. Trabaja de recadero en el despacho de Pedro GG pero también realiza otro tipo de tareas.
—Hace de matón. ¿Es eso lo que me quiere decir?
—No tenemos pruebas.
—¿Pedro GG le firma contrato?
—No, en negro. Y hay otra cosa: tiene denuncias en su contra por robo y extorsión pero nunca cumplió condena. ¿Adivine por qué? —Abdel Martínez giró la pantalla del ordenador hacia la abogada y le mostró las fotos que había tomado. En todas aparecía el sospechoso—. Véalo en la puerta del bufete, conduciendo el coche de GG y entrando en la vivienda particular de GG. Fíjese que abre con sus llaves. ¿Sabe quién lo libró de la cárcel a fuerza de que retiraran las denuncias?
—¡Pedrito!
Los detalles que acababa de revelarle el policía no eran para tranquilizar a nadie. Necesitaba estar segura de que Juana y ella no volverían a ser víctimas de nuevas agresiones.
—Dígame, Abdel, ¿y esto cómo sigue?
—Como os dije, mi jefe no lleva el caso. Yo sólo os puedo ayudar en mis ratos libres, colaborando con algún compañero.
—¡No pretendo tal cosa! Lo que me interesa es saber su opinión. ¿Qué haría usted?
—¿Cuánto hace que mandó la carta?
—Un mes aproximadamente.
—Como me imagino que no ha recibido respuesta, envíe otra, por favor. Yo le aviso cuándo.
—Pero así le vamos a provocar todavía más —atinó a decir.
—Exactamente. Necesitamos cogerle con las manos en la masa. Si es tan impulsivo como decís actuará en cuanto reciba la segunda carta. Mandará a su hombre a hacer barbaridades y nosotros estaremos alerta. El hecho de que tenga antecedentes nos facilita la tarea.
—A mí lo que me interesa es que devuelva el dinero que le debe a mi clienta, que cumpla con su deber de arrendador y que nos deje en paz.
—Lo primero deberá solucionarlo usted, lo segundo es tarea nuestra. Pero, repito, necesitamos pruebas.
—Perdone. Una llamada —se disculpó la abogada.
La conversación duró diez largos minutos en los que Almudena intentó mediante muecas explicarle a Abdel con quién estaba hablando.
—No me he enterado. ¿Quién era?
—Fernando GG. Esta misma mañana había un perro dentro del jardín de su carmen. El animal tenía mal aspecto y llevaba un collar en el que habían atado una nota.
—¿Una advertencia?
—Más o menos. Ponía: ya que ahora te gustan las perras, que te aproveche.
—¿Y eso sería de su propio hermano?
—Y «las perras» —dijeron casi al unísono.
—Ya sabemos a quién se refiere —concluyó la abogada.
—¿Usted cree?
—Pues claro, es que Juana se ha hecho amiga de Fernando.
—Ya. Para el hermano será como una traición.
—Una puñalada a la ley de la sangre —bromeó.
El subinspector Martínez sabía algo acerca de la lógica de las traiciones y de las venganzas. La conocía a la perfección. Uno de los motivos ineludibles por el que se había hecho policía era precisamente para combatir ese tipo de comportamiento. Existía la policía, la justicia, las instituciones y consideraba superada la ley del talión.
—Y este hombre, ¿qué va a hacer con el perro?
—Ni idea.
DIEGO
El despertador sonó a las siete. Con suerte, en poco más de un mes todo habría acabado. Necesitaba una pausa. Mientras se duchaba escuchó el pitido de un mensaje. Seguramente era de Gustavo con quien tenía que coordinar la salida.
Puso una cápsula en la cafetera y apretó el botón. La máquina parpadeó. Un regalo de su madre que, cuando se ponía «italiana», siempre decía que en España nadie sabe preparar un expreso.
Leyó el mensaje y se apresuró a vestirse: mono azul y gorra conjuntada.
Yo al del gato, digitó.
Una vez dentro del aljibe esperó a recibir la señal del otro lado. Gustavo movería la cuerda. Se puso en cuclillas hasta alcanzar la altura del tubo y pudo oír claramente cómo su compañero abría la tapa a varias calles de distancia.
—¿Sos vos? —susurró.
—Sí. Te escucho perfectamente.
—Yo también.
—Voy a atar el bulto— continuó Diego.
—Dale nomás. Cuando me avises, tiro de la cuerda.
Abrió la bolsa, extrajo un paquete que superaba los 10 Kg y lo amarró a la cuerda. Introdujo también el mensaje que Gustavo había recibido para Marta Lucía. Sería ella la próxima en salir para recoger el encargo.
Silbó dos veces. Gustavo respondió con dos golpes en la boca del tubo y empezó a tirar de la soga.
Se detuvo de repente. Aguzó el oído y distinguió una voz. «¿Quién es?». No era de Gustavo, aunque también proviniera del interior de la canalización y se escuchara con el mismo nivel de perfección.
La soga empezó a moverse de nuevo con mucha lentitud tratando de minimizar el ruido. Las roldanas estaban ligeramente oxidadas. La humedad del pozo atacaba día a día el metal haciéndolas crujir. Faltaban aún varios metros para llegar a la mitad del recorrido. Probablemente la canalización en desuso tenía un desvío que pasaba cerca de alguna casa. Tratándose del Albaicín todo era posible. Se preguntó si los encargados de recoger información, a quienes pagaban sustanciosos honorarios, harían bien su trabajo. ¿Habrían consultado archivos urbanos del barrio? ¿Habrían cotejado la información con Emasagra, la empresa de agua? ¿Era segura esa canalización?
Gustavo volvió a tirar de la cuerda. La misma voz, pero más potente, resonó en las paredes del tubo; la pregunta era la misma.
La roldanas dejaron de moverse. No cabía duda de que estaban oyendo lo mismo. La soga avanzó y retrocedió dos veces para indicar que daban por acabada la tarea. Diego se preparó para trepar por la escalera cuando su móvil empezó a sonar. Ay qué dolor, de Los Chunguitos, invadió todo el espacio generando eco. Atinó a silenciarlo, consciente de que acababa de cometer un fallo grave. A punto estuvo de estampar el teléfono contra el suelo.
Colocó la tapa con cuidado y se dirigió a la calle donde debía encontrarse con su compañero.
—Pibe, ¿qué carajo pusiste en el celular?
Diego bajó la mirada avergonzado.
—No te preocupes —dijo Gustavo dándole una palmada en la espalda—. Yo también estuve corto. Deberíamos haberle contestado.
—¿Contestado?
—Sí, era fácil decirle que éramos de Endesa o de Emasagra. Así lo dejábamos tranquilo…
—Es verdad, a mí tampoco se me ocurrió. ¿Tú crees que hay que comunicar este incidente?
—Ahora nos guardamos unos días. Después, vemos.
—¿Cuándo sale la colombiana?
—Mañana.
Mientras caminaban hacia el coche oyeron las campanadas de las nueve. Pasaron delante del convento y se encaminaron hacia la cuesta del Chapiz. Diego miró hacia atrás y vio un taxi que se detenía frente al portón de la capilla. De la puerta trasera bajó Rosa.
¿Qué diablos hacía tan pronto en el convento? Disimuló su sorpresa ante Gustavo. Se la estaba jugando. Torcieron a la izquierda y se perdieron cuesta abajo.
MARTA LUCÍA
El cansancio empezaba a pasarle factura. Al llegar la noche se le hacía cada vez más duro cumplir con el volumen de dulces que Emma Luz y ella tenían que preparar, hornear, envolver y colocar en las cajas.
Dedujo asimismo que sería fruto de las escasas horas de sueño, además del intenso calor que le restaba energía. Tenía poco apetito, algo inusual en ella, y había alimentos que no toleraba. Añoraba de a ratos los fríjoles y los patacones de su tierra y soñaba con una bandeja paisa.
Llegó al aljibe con la respiración entrecortada. Recordó la agilidad con la que había saltado el muro del restaurante la primera vez y el enorme esfuerzo que acababa de costarle. Aún le faltaba el resto: cargar los 10 kilos. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo trasero de sus vaqueros y comprobó que le estaban más estrechos. Encendió un cigarro y tosió varias veces tratando de aspirar el humo. Lo apagó enseguida.
Se puso los guantes de trabajo e intentó mover la tapa del aljibe. Logró a duras penas levantarla un centímetro. Necesitaba algo con lo que hacer palanca.
Una vez abierta, extrajo la linterna e iluminó el fondo del pozo. El lugar era húmedo y bastante estrecho. Marta Lucía tuvo que concentrarse para evitar las náuseas. Se acercó al tubo y empezó a tirar de la soga. Un gemido, que en un primer momento confundió con el chirrido de las roldanas, la obligó a detenerse. Aguzó el oído y volvió a escuchar el mismo sonido. Era un animal, probablemente un perro llorando. Esperó unos segundos y distinguió la voz de un hombre. «¿Qué haces aquí, llorando?». Marta Lucía se puso nerviosa: aquello no estaba en los planes. Aprovechó a que el perro gimió de nuevo para tirar un poco más de la cuerda. El bulto estaba aún a varios metros de distancia y tenía la impresión de que las roldanas chirriaban cada vez más. Paró un momento. No se oía ni al perro ni la voz del hombre.
Tiró un poco más; el hombre volvió a hablar. «¿Hay alguien ahí?». Marta Lucía soltó la cuerda. ¡Era la voz de Fernando! ¿Qué haría ahí a las cinco de la mañana? Le temblaban las rodillas. Intentó concentrarse. Barajó la posibilidad de hacerse pasar por un operario, pero estaba segura de que su voz la delataría. Además, por la hora, debería tratarse de una cuadrilla de emergencia y ella estaba sola. Había que sacar el bulto fuese como fuese.
«Ven aquí, pobrecita», fue lo último que alcanzó a oír. Hizo toda la fuerza que pudo para arrastrar el paquete hasta ella.
Mientras lo colocaba en el morral se dio cuenta de que había un sobre amarrado a la bolsa. Lo abrió y extrajo un folio:
Duran entre ocho y diez años los detalles / De la lucha a muerte contra la simetría10.
Se apresuró a salir del aljibe y a colocar nuevamente la tapa. La había dejado ligeramente levantada con el palo para que le fuera más simple deslizarla hasta la boca.
Antes de marcharse chequeó el correo en el celular colombiano. Tal y como se esperaba, un nuevo documento pdf le daría las pistas para descifrar el mensaje de Rolo.
Lo abrió y lo memorizó.
Mientras andaba cuesta arriba por las callejuelas desiertas evaluó un camino alternativo para no pasar delante del carmen de Fernando. Estaba despierto y corría el riesgo de que la reconociera aunque fuera de noche. Una tenue luz empezaba a despuntar, señal de que debía regresar cuanto antes; Emma Luz estaba esperándola para retirarse a descansar. Calculó que las cajas estarían cerradas y precintadas, listas para que pasaran a recogerlas.
Los nervios le dieron hambre y se imaginó una sultana recién horneada. Llegó incluso a sentir el sabor del coco y los trocitos que deja en la boca por mucho que se mastique. Al llegar al camino de San Nicolás decidió dar un rodeo. Se dirigió a la calle San Cecilio para alcanzar plaza Larga: estaba completamente vacía. Sólo tenía que recorrer la calle Panaderos para llegar al restaurante.
A lo lejos oyó los chillidos de dos gatos riñendo. En el local el silencio era absoluto. Las luces estaban apagadas y las puertas que daban al jardín, cerradas.
—¡Hola! ¿Hay alguien?
No obtuvo respuesta; sin embargo sentía la presencia de alguien. Se acercó a la puerta de salida y movió el picaporte varias veces. La habían cerrado con llave. Se dirigió entonces a los ventanales: en todos ellos había rejas. Entró en la cocina: ahí también todo estaba cerrado a cal y canto.
Volvió a llamar batiendo palmas.
Marcó el número del hombre que le había abierto poco más de una hora antes. El teléfono estaba fuera de cobertura.
Tenía que enviar un mensaje a Emma Luz explicándole lo sucedido.
Mientras escribía oyó unos pasos.
Dejó escapar un grito que rápidamente acalló con la mano.
—¿Buscaba las llaves, señorita?
Marta Lucía estaba tan sorprendida que no atinó a echarse en sus brazos.
Rolo agitaba un llavero frente a ella y la observaba con detenimiento.
—¿Qué? ¿No se va a mover? ¡Está muy bonita con la peluca!
Marta Lucía rompió en llanto y se colgó de su cuello.
—Mi amor, ¿qué hace usted por acá?
—Ya ve. Visitándola. Y viendo cómo reacciona frente a un obstáculo…
—¿Pasé el examen? —preguntó, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—¡Pues claro! ¡Alerta al compañero! O a la compañera, en su caso. Sígame.
Marta Lucía controló el reloj.
—Es hora de que regrese al convento.
—Tenemos quince minutos. Nos alcanzan, ¿verdad?
Entraron en la trastienda del local en la que se apilaban latas y frascos de conserva en estanterías que llegaban hasta el techo.
Se le olvidaron rápidamente el cansancio y la languidez. Lo empujó suavemente hacia una silla y se sentó a horcajadas sobre él. Olía tan bien como siempre.
Rolo deslizó sus manos por debajo de la camiseta y se la quitó. Le acarició los pechos, apenas contenidos por el sostén.
—¡Pero si están más grandes! —le susurró mientras le bajaba los tirantes. Marta Lucía se desnudó y de un manotazo se quitó también la peluca. Estaba empapada en sudor.
Se sentía feliz. Ya no se acordaba siquiera de lo que había ocurrido en el aljibe no hacía ni media hora y le costaba ordenar su cabeza para regresar al convento. Su vida de reclusa le pareció lejana y pretérita.
Rolo la ayudó a colgarse el pesado morral y abrió la puerta que daba al patio.
—¿Qué significa el último mensaje que me enviaste?
—Duran entre ocho y diez años los detalles / De la lucha a muerte contra la simetría. Calculamos que entre ocho y diez días nos habremos sacado a la loca de en medio.
—¿A Matilde?
—Sí. Hasta que eso ocurra tienen que tener mucho cuidado. La vieja es peligrosa y no podemos fallar. Ya entregamos la mitad de la mercadería. Para mí es muy importante saldar esta deuda.
Sabía de sobra que no debía seguir preguntando.
Se besaron antes de despedirse.
Esta vez le costó menos saltar la tapia, cambiarse y volver a la cocina.
Al entrar encontró a Emma Luz sepultada bajo una pila de cajas de dulces.
—¿Qué pasó? —dijo mientras se dirigía a la despensa para esconder la carga.
—Faltó un dulce en una caja. Y yo estoy segura de haber puesto doce en todas.
Su voz sonaba alarmada. A Marta Lucía le costaba comprender la gravedad de la situación.
—Se habrá equivocado —comentó casi sin pensarlo.
—¡Yo nunca me equivoco! ¡Acá se robaron un dulce!
SANTIAGO
Hacía mucho que no remoloneaba bajo las sábanas, tal vez desde que no se acostaban juntos. Con Jeanne solía quedarse largos ratos pensando, en un estado de duermevela.
Tenía la sensación de que empezaba a recobrar la vitalidad perdida un año atrás, como si sus sentidos se estuvieran despertando y recuperara la conciencia de lo que ocurría a su alrededor.
Añadió una almohada y se acomodó boca arriba. Era una táctica para ir despertando poco a poco. Gonzalo estaría durmiendo. No lo había oído llegar, pero como era sábado no se levantaría antes de las dos. Él también fue un gran trasnochador cuando tenía menos preocupaciones. Incluso con hijos, divorcios y peores condiciones laborales. Entonces se sentía más optimista. Menos triste, quizás.
Se quedó dormido.
Un aroma a café recién hecho y a tostadas lo despertaron poco más tarde de las once. Gonzalo estaba preparando el desayuno.
—¿Qué? ¿Se te pegaron?
—Y tú, ¿qué?
Santiago recordó que tenía que contarle algo a su hijo. No se habían visto desde el percance con sor Matilde y la intervención de Rosa. Sospechaba que podía tratarse de la misma persona.
—Rosa —dijeron los dos al mismo tiempo.
—Pero, bueno, ¿qué nos pasa hoy? ¿Qué decías?
—Que anoche, por fin, hablé con ella. Quedamos para la semana que viene. Me dijo algo sobre una tía monja que está enferma. No sé, me da que es puro cuento.
—No, es verdad. Yo soy el médico de la tía.
—¿Y cómo es que sabes que es su tía?
—Porque llegaron juntas a la consulta.
—¿Rosa?
—Sí, Rosa. Por cierto, muy guapa la chica.
Gonzalo estaba seguro de que salía con alguien y no quería hacerse demasiadas ilusiones. No había dejado de volver al mismo rave hasta encontrarla, dispuesto a todo. La vio entrando con una de sus amigas. Estaba preciosa. Cuando la amiga se reunió con su novio, se puso a bailar sola en medio de la pista. Gonzalo se acercó y la invitó. Perdió la noción del tiempo. Sólo se trataba de dejar de bailar cuando lo hiciera ella. Tardara lo que tardara. Sentía vergüenza por no poder quitarle los ojos de encima, pero poco a poco Rosa empezó a corresponderle.
La gente fue llenando la pista.
—¿Tomamos algo?
—Claro.
No se lo podía creer. Aceptaba tomar una copa juntos.
—¿Te acuerdas de mi paciente Rafaela? —preguntó Santiago.
—Sí, la amiga de Juana.
—La misma. Pues resulta que también estuvo en el coche con sor Matilde y con Rosa.
—Papá, ¡no entiendo nada de lo que me estás contando!
—Tienes razón. Si te esperas un par de horas, os lo explico.
—¿Os?
—Viene Juana a comer. Miró el reloj de la cocina. Eran casi las doce y cuarto.
—¿Os habéis liado otra vez?
—No, no. Sólo viene a almorzar y porque le interesa lo que le pueda contar de Rafaela.
—Vale. Trataré de aguantar mi curiosidad un par de horillas más.
—Con esa anécdota empezaré mi novela…
—¡Ah! ¿Por fin vas a escribir?
—Creo que esta vez sí.
RAQUEL
Al principio no lo reconoció. A medida que se iba acercando pensó que se trataba de un sueño o de un regreso al pasado: un Fernando canoso y con menos pelo aunque inconfundible en su manera de andar. Llevaba un perro sujeto con una correa. Iba distraído y no reparó en ella cuando se cruzaron. Al oír su nombre se detuvo.
—¡Raquel! —exclamó abrazándola.
Conmovida, no acertó a moverse.
Fernando estaba a la vez sorprendido y contento. Le propuso tomar un helado como cuando eran jóvenes y salían a dar la vuelta a la manzana para verse y conversar. Caminaron hasta Puerta Real y entraron en una heladería.
—¿Fresa y chocolate?
Raquel asintió. Se dirigieron a la Fuente de las Batallas y se sentaron en el escalón.
—¿Sigues casada? —preguntó mientras hincaba la cucharita en el helado.
—Sí, pero no por mucho tiempo.
Primera vez que lo decía en voz alta. Fernando le inspiraba confianza porque la conocía muy bien aunque hubieran pasado veinte años. Era alguien cercano y lejano a la vez. Ni siquiera a sus amigas se hubiera atrevido a revelarles detalles como lo estaba haciendo ahora con su primer novio. Alguien a quien no se había atrevido a entregarse cuando era jovencita y que ahora estaba allí escuchando sus penas. Se preguntó si no sería obra de la Providencia el que volviera a cruzarse en su camino para rubricar algo inconcluso.
—Sepárate tú —le dijo cuando concluyó—. No le des el gusto de que lo haga él.
Raquel también lo había considerado. No era lo mismo expresar la voluntad de divorciarse que seguir albergando esperanzas de que la situación pudiera revertirse cuando se es consciente de que eso no sucederá jamás.
—Adelántate a los hechos —continuó—, que no te pase lo que a mí.
—¿Tú también te separaste?
—Sí, hace unos meses.
—¿Y cómo lo llevas?
—Mejor de lo que pensaba.
—Ya estarás con alguien…
—No, no estoy con nadie y me está sentando muy bien.
Raquel no podía creer lo que estaba escuchando. Lo sentía auténtico, como si hablara desde el fondo de sí mismo. No pudo menos que reconocer una pizca de envidia. Si él había sobrevivido, ella también podría.
—¿Y tus hijos? —continuó Fernando.
—Tengo tres. La mayor de diecisiete y el menor de nueve. Rosa es la que me trae por la calle de la amargura, entre el novio que pasa a buscarla en moto y cómo se ha vuelto de solitaria y rebelde.
—Déjala. Acuérdate de cómo nos molestaba que nos controlaran.
—Ya lo sé. Pero cuando…
—Las cosas se ven de manera diferente cuando eres madre. ¿Verdad?
—¿Y tú por qué no tuviste hijos con Susana?
—Por nada en particular. Porque no se dio. Y siempre estuvimos de acuerdo en no forzar las cosas. —Permaneció un momento pensativo— . Luego ella acabó forzando los últimos cinco años de convivencia… —la miró a los ojos—. Tenía un amante, sabes, y yo ni me enteré.
—Lo siento.
—Todo lo contrario. Aunque parezca extraño, me ha ayudado a ver la vida de otra manera. Ahora estoy viviendo en el carmen.
—Ah, no sabía nada —mintió.
—¿Y cómo te sientes solo en ese caserón?
—Bueno, ahora la tengo a ella. Se llama Bruna —dijo señalando a la perra que no se había movido de su lado—. Un regalito de mi hermano.
—¡Cómo han cambiado las cosas! Así que tu hermano te hace regalos.
—No, no te ilusiones. Lo hizo sólo para dar por saco.
—O sea, ¿que sigue en la suya?
—Más que nunca. Pero eso te lo cuento otro día. Se le estaba haciendo tarde para visitar a su madre. No quería llegar a la hora de cenar y repetir la ceremonia de siempre. Insistiría para que se quedara a dormir.
Raquel lo observó alejarse con Bruna a su lado. Estuvo un rato sentada en el escalón de la fuente pensando en el encuentro, en lo atractivo que era y en la promesa de que se repitiera. Tomó el móvil y creó un nuevo contacto para el número que acababa de darle.
Recorrió la calle Recogidas lentamente pensando en lo que haría de ahora en adelante. A medida que se iba acercando al portal ganaba confianza y energía.
Cuando introdujo la llave en la cerradura supo que su marido estaba en casa. El relato de un partido de fútbol a todo volumen no significaba sino eso.
—Hola —saludó.
—¿Dónde te has metido? —dijo desde el sillón sin desviar la mirada de la tele—. Empezaba a preocuparme.
Raquel no respondió. Entró en la cocina, se puso el delantal y empezó a preparar la cena. No tenía nada de hambre. Quizás por el helado. O por el encuentro. O por las dos cosas.
Sacó el gazpacho de la nevera y aliñó la ensalada que acompañaría las chuletas de cordero. Era un lujo que pocas veces podían permitirse cuando estaban todos presentes.
Fue hasta el salón y comprobó en la amplísima pantalla que el partido de liga o de pre-liga estaba en el segundo tiempo. Faltaban doce minutos para el final.
Puso la mesa para dos y saló la carne.
Cuando Ernesto entró en la cocina, la cena estaba lista. Raquel abrió una botella de tinto y apuró una copa. No bebía casi nunca; gracias al alcohol se sentía más resuelta y menos víctima.
—¿Celebramos algo? —preguntó el marido.
—Puede ser.
Ernesto tomó el gazpacho de un trago.
—¡Qué bien y qué fresquito! Con la misma avidez mordió la primera chuleta, relamiéndose a cada bocado. Raquel comía más pausadamente, disfrutando del sabor del cordero. Se sirvió también una buena porción de ensalada.
—¿No quieres? —le incitó.
Con aire apesadumbrado se echó un par de cucharadas. Parecía un niño caprichoso que no quiere comer verdura.
—Por una vez terminamos al mismo tiempo —comentó.
La mujer se levantó y fue a buscar su paquete de cigarrillos.
Regresó a la cocina encendiendo uno.
Miró a su marido a la cara y echó la primera bocanada.
—Me quiero separar.
SOR CIELO
Había llegado el momento de usarlo. Sacó del armario un cinturón de cuero raído. Era lo único que conservaba de su padre. Cuando montaba en cólera solía quitárselo y arremeter contra el primero que se le pusiera por delante. Otras veces meditaba el castigo, lo agarraba del lado de la hebilla y con la otra mano acariciaba el cuero hasta el extremo. O lo hacía sonar en el aire como los domadores de circo.
Al trasladarse al convento lo llevó consigo. Se prometió a sí misma usarlo cuando cometiera algún pecado grave o cuando su fe desfalleciera.
Cierto que lo había empleado en alguna ocasión en la que sus instintos se rebelaban a la razón: durante unos meses soñó continuamente con tener un hijo.
Le diría a Emma Luz que todo había terminado.
Se quitó el hábito y se observó en el pequeño espejo del lavabo. Se tocó los pechos con el sostén puesto e involuntariamente imaginó a Emma Luz acariciándoselos. Le bullía la sangre.
Se arrancó la ropa interior, dio el primer latigazo, se volvió hacia el espejo y vio cómo una mancha roja estrecha y alargada le cruzaba la espalda. El segundo golpe, más firme y resuelto, le marcó las nalgas. Los ojos se le llenaron de lágrimas, no tanto por el dolor — estaba habituada desde pequeña— sino por verse obligada a repetir un ritual que creía superado. Continuó azotándose. Así debía ser su postración ante el Dios que le había salvado la vida. De haber seguido en casa, tal vez hubiera muerto a manos de su padre o de su tío o quedado embarazada de un hijo incestuoso.
Tenía la cara desencajada. Mientras imaginaba a Emma Luz lamiéndole las heridas siguió asestándose golpes hasta que esos pensamientos desaparecieran por completo de su mente. Ése sería el punto final.
Evocó la primera ocasión en que su padre la violó. El miedo y la repugnancia eran semejantes a lo que sentía en ese momento.
Se tumbó en la cama boca abajo con el ventilador dirigido hacia la espalda. Exhausta, se quedó dormida.
Alguien llamaba a la puerta. No tenía conciencia del tiempo transcurrido. ¿Habían pasado veinte minutos o dos horas? ¿Sería alguna de las hermanas urgiéndole a la oración de la tarde?
Le dolía todo el cuerpo.
Otros dos toques le confirmaron que era Emma Luz.
Abrió la puerta y la hizo pasar.
Al volverse, Emma Luz ahogó un grito de espanto.
—Mi amor, ¿qué te ha pasado?
Cielo quería que viera las heridas, que fuera consciente de las consecuencias de sus actos.
Emma Luz se sentía como en los exámenes orales en la universidad. En alguna ocasión el tribunal la había interrogado sobre algún tema del que sabía poco. Sin embargo, lejos de confundirla, tales situaciones la estimulaban. En un examen, cada palabra emitida tenía un peso muy concreto; por eso no podía equivocarse ni mezclar conceptos ni definirlos de manera errónea.
Si quería tener éxito debía sopesar muy bien lo que decía y controlar el tono. A diferencia de lo que ocurría en los exámenes, sabía que en la vida, cuando se está frente a estos casos lo mejor es ser directo sin llegar a lo brutal.
—Siento mucho que tengas que castigarte físicamente por mí. —Cielo guardó silencio—. No es eso lo que quiero para ti, eres mayor de edad y eres tú quien decide. ¿Te preguntaste qué pasaría si Dios tuviera reservado otro destino para tu vida? —Sor Cielo la miró con atención—. ¿Y si se diera el caso de que Dios te quisiera para tener niños? —Emma Luz suspiró, dándose ánimos. Sabía que lo estaba haciendo bien. Continuaría así y terminaría de desarrollar la hipótesis que le estaba planteando. El momento era crucial. Esperó el contraataque de su interlocutora.
—Tú y yo no podemos tener hijos —respondió.
—Eso no es verdad. Podríamos adoptar. ¿Qué más premio le podrías ofrecer a Dios que criar a niños huérfanos o abandonados? Se guardó muy bien de nombrar la posibilidad de recurrir a la inseminación como hacían muchas parejas de mujeres. Había que proceder con suma cautela. Ahora la prioridad era que dejara de sufrir.
—Sí, hubo momentos en que yo también lo pensé. Pero juré votos de castidad. Y usted, también.
—Sí, yo también. Sólo que yo no le temo a Dios porque queriéndote a ti no le hago daño a nadie.
Emma Luz notó que Cielo había cambiado de actitud. Ya no era la mojigata sumisa y arrepentida sino que se había feminizado. Había cobrado valor.
—Quizás no te des cuenta, pero me haces daño a mí.
Su tono era ligeramente desafiante y Emma Luz lo interpretó como una insinuación para ponerla a prueba.
Emma Luz fantaseó cientos de veces sobre cómo podría ser su vida junto a Cielo. El enojo y la desestima de su propio padre, la renuncia definitiva a la organización, es decir, una vida completamente diferente. Pero aún era pronto para hablar de eso. Cielo empezaba sólo ahora a tomar leve conciencia de que existía otro camino además del convento. Y de que ese camino no implicaba necesariamente una vuelta a su vida anterior, cuando era una niña que sufría abusos y malos tratos. Tácitamente Emma Luz le estaba proponiendo una alternativa que hasta ese momento jamás había considerado.
—El sexo es pecado.
—Tú y yo no hemos tenido sexo —rebatió la peruana—. Ni nunca lo tendremos. Muchos piensan que entre dos mujeres no puede haber sexo porque no hay penetración.
Se estaba jugando la última carta con argumentos contra los que había combatido siempre, fruto de un pensamiento machista y retrógrado. Intuía que eran términos que Cielo podría entender a la perfección, habiendo crecido en una sociedad machista y retrógrada.
La hermana colombiana pensó en su tierra, La Guajira, en el desierto, los rancheríos, los rebaños de chivos innumerables, el gesto de resignación de su madre, las borracheras de su padre y sus tíos, la inocencia de sus hermanos y la suya propia. Había visto el mar de lejos, nunca había mojado sus pies en la blanca espuma de las olas.
Su piel tenía el color de la tierra y la arena. No era habitual que pensara en la materia de su cuerpo porque había aprendido a refugiarse en los pliegues de su alma. La idea de estar hecha de carne y hueso estaba despertando. Se imaginó bañándose en el mar. Se vio con un bebé en brazos. En suma, fuera del convento.
Las dos mujeres se miraron a los ojos. Ninguna de las dos necesitó decir nada. Cielo necesitaba digerir esa nueva puerta que se estaba abriendo. A Emma Luz le quedaba un duro mes de trabajo en el obrador. Había tiempo.
POSTAL DEL CARMEN DE LA CHUMBERA Nº 6
Sultán y yo llegamos a casa de Santiago sobre las dos. Durante el trayecto recordé divertida la anécdota de Fernando y la perra. Según sus palabras más o menos textuales, «le cayó una perra del cielo». No podía dejar de imaginármela volando a través de la tapia para aterrizar en el mullido colchón de agujas de los cipreses. Se negó a darme detalles pero me parece que la joya de su hermanito está detrás de esa barbarie. Sólo le faltaba una denuncia por maltrato a animales. Pero hay veces en que a los bravucones les sale el tiro por la culata. Lo que nunca hubiera podido imaginarse Pedro es que a Fernando le iba a sentar tan bien la compañía de un animal.
—Le puse Bruna por brune porque tiene el pelo oscuro. Tenemos que organizar un encuentro con Sultán.
También me dijo que había tenido dos episodios extraños con la grieta del carmen, pero que prefería comentármelo en persona. Quedé en que lo llamaría después de la comida si no estaba demasiado cansada.
Toqué el timbre y el perro empezó a mover la cola. ¿Reconocería la casa donde tantas veces había estado?
—Adelante, Madame —me saludó. Detrás estaba Gonzalo, que se apresuró a abrazarme mientras Sultán, con las patas en el pecho de Santiago, no cesaba en sus intentos de estamparle un lambetazo en plena cara.
La mesa de la cocina estaba puesta. En el centro un plato grande con una pastela fresca y crujiente. No era un detalle banal dado que es uno de mis platos favoritos. Y compró Calvente, uno de los vinos blancos que más me gustan.
Brindamos antes de sentarnos a la mesa. Era una escena nueva y conocida a la vez.
—Cuenta la anécdota, papá.
Santiago nos narró sin ahorrar detalle la aventura de la monja Matilde en el sex shop. Nos reímos a carcajadas. Botella y pastela fueron agotándose mientras le pedíamos a Santiago más datos.
—Entonces, estás saliendo con la sobrina de la monja —le comenté a Gonzalo.
—No, me gusta mucho, pero no estamos saliendo. En realidad la conozco muy poco.
Santiago preparó café y trajo las tazas.
—¿Con hielo como siempre?
Gonzalo apuró el expreso y se puso en pie lentamente.
—Bueno, os dejo, que me tengo que ir.
No sé si sería verdad pero sonaba creíble. Santiago y yo continuamos con la sobremesa un buen rato. Me puso al corriente de la decisión de Rafaela —ya lo sabía— y las perspectivas de su vida en una comunidad en régimen residencial.
—¿Y eso dónde sería?
—En Alfacar. Es la que nos corresponde.
—¿Es un lugar agradable?
—Sí, tranquila. Va a estar muy bien. Es muy importante lo que ha decidido y tenemos que apoyarla al cien por cien. El lunes tengo cita con su madre y su hermana, y el martes veo a los niños.
Todo parecía indicar que los próximos meses serían más ligeros para todos, siempre y cuando Rafaela consiguiera habituarse a vivir ahí.
Santiago permaneció un momento pensativo.
—Te voy a contar algo que… se trata sólo de una idea y por ahora es confidencial. Lo de la escapada de la monja, más allá de la anécdota, tiene para mí una importancia vital por lo que se refiere a Rafaela. Hace dos días que pienso en ello.
Conociendo a Santiago sabía que estaba a punto de revelarme algo serio. Me conmovió pensar en lo que conozco yo este hombre a quien quise con locura.
—Verás, la reunión de Rafaela y de Matilde superó lo casual. Cuando coincidieron en la sala de espera, la monja se acercó y se ofreció a zurcirle los guantes. Yo hablé con Matilde al día siguiente en el convento y efectivamente está en un estadio avanzado de la enfermedad. Recuerda el pasado, inventa el presente, tiene algunas manías persecutorias. Ve en la realidad la proyección de lo que imagina.
—Bastante parecido a lo de Rafaela.
—Ya. Aunque por causas diferentes.
—La monja recobra un poco de lucidez cuando habla con alguien pero la pobre está en un convento de clausura bajo votos de silencio.
—¿Y qué pensás hacer con ella?
—La madre superiora y el cura insisten para que deje la orden cuanto antes.
Santiago volvió a hacer otra pausa como si temiera seguir adelante. Lo odio cuando me hace jugar el papel de sonsacarle las palabras.
—¿Pensaste en algo relacionado con Rafaela? —dije por decir algo. El primer disparate que se me vino a la cabeza.
—¿Cómo lo has adivinado? —Nos quedamos mudos: yo estaba casi tan sorprendida como él—.Tú no te puedes imaginar cómo conversaron esas dos mujeres en el trayecto de vuelta al convento. Se entienden a la perfección. Para Rafaela una figura mística puede ser fundamental. Y la monja lo es de verdad. No como esos santurrones tras quienes suele correr. ¡Ésta es auténtica!
—Bueno, auténtica auténtica… con un consolador en la mano…
—Eso da igual, porque lo real es la capacidad mística. ¡Qué más da si venera a dios, a la virgen o a un pene!
Me tomé tiempo para comprender cabalmente sus palabras; algo me decía que la intuición de Santiago era un acierto.
—¿Y qué es lo que te proponés en concreto?
—Quiero hacerlas entrar en la misma comunidad y de forma simultánea. Así se integrarían juntas en el grupo y no por separado. Ninguna de las dos tiene demasiada flexibilidad para los cambios. Sería una manera de preservarlas, o mejor dicho, de que se protegieran la una a la otra. Estoy casi seguro de que van a reaccionar positivamente.
—¡Ojalá funcione! —suspiré.
—¿Un pacharán?
—Dale y después me voy. Miré a Sultán que dormía plácidamente junto a la puerta.
Llenó dos copas pequeñas. Las levantamos para brindar y nos las bebimos de un trago. Sentí cómo el calor del alcohol bajaba por mi esófago.
—¿Dormimos una siesta? Sin ningún compromiso. Sólo si quieres.
Me tumbé a su lado pero no conseguí cerrar los ojos. Un torbellino de ideas se agolpaban en mi cabeza: desde qué diablos estaba haciendo ahí hasta por qué no podía permitirme un descanso y disfrutar del momento. Santiago me abrazó y se quedó dormido al instante. En realidad me tenía miedo a mí misma, a confundir u olvidar lo que nos había hecho separarnos y a verme envuelta en una relación que no estaba segura de querer.
Al cabo de un rato aparté su brazo de mi cintura, me levanté y fui a buscar al perro.
Escribí una breve nota de despedida y se la dejé en la mesita de noche.
Salimos intentando que el pestillo no hiciera ruido.
—¡Almudena!
—¡Juana!
—¡Sales de esta casa!
—Sí.
La abogada puso cara de querer saber más.
—Es una larga historia. ¿Sabías que es el psiquiatra de Rafaela?
—¿El famoso Dr. Etcheverry? ¡Granada es un pañuelo!
—Sí, y nosotros estuvimos juntos un tiempo. Hasta el año pasado.
—¡Vaya, vaya! ¡Por eso no te he visto antes aquí! Yo me mudé hace un año exactamente. Bueno, ya quedaremos, ¿no?
—De acuerdo, pero si te lo cruzás no le comentes nada de lo de Pedro GG. Santiago lo detesta y siempre tuvo ganas de partirle la cara. De esto quiero salir sola y con otros métodos.
—No te preocupes. Secreto profesional.
Por el camino llamé a Fernando.
—¿Te va bien si te hacemos una visita?
Era una de esas tardes de finales de julio en que se tiene la impresión de caminar por un horno encendido. El alcohol de la comida, con el remate del pacharán, me habían dejado la mente algo volátil. Al bajar del Realejo nos dirigimos hacia plaza Nueva para seguir por el paseo de los Tristes y subir al Albaicín.
Era sábado y me tenía bien merecida una tarde libre.
JULIA
El repentino viaje de Rolo significó para Julia un oasis en medio de tanto aburrimiento, aunque lo primero que hizo fue ver a Marta Lucía.
Pasó desvelada buena parte de la noche. Rolo le había informado que llegaría a última hora de la tarde, pero no apareció por Monachil hasta las diez del día siguiente.
Era consciente de que no podía permitirse una escena de celos. Rolo estaría nerviosísimo por la próxima reunión: se disponía a cerrar definitivamente con parte de su pasado y para ello había montado la operación Granada. La deuda se saldaría mediante la entrega de 100 kilos y se había comprometido a llevar a cabo una operación limpia y sin huellas. Había invertido tiempo, dinero y energía durante los últimos seis meses e involucrado a dos de sus mejores colaboradoras. Los españoles pusieron a disposición a su propia gente y hasta ahora nadie se había sentido defraudado.
Rolo conocía de sobra el valor de los pactos cara a cara. De modo que tras haber entregado poco más de la mitad de la mercadería y haberse cerciorado de que todo estaba funcionando, viajó a España con la intención de cerrar el trato de manera definitiva. Si todo salía como esperaba, a su regreso a Medellín afrontaría el dilema de qué hacer con su vida.
Julia fue la encargada de ultimar los detalles de la reunión que se realizaría en Málaga. Le comunicó también que el padre José quería verlo en persona.
—Nadie tiene que saber que estoy acá. ¿Entendiste?
—¡Perdóneme pues, pero yo no se lo dije!
Julia se sorprendió ante el tono que empleaba Rolo. A buen seguro que una vez liberado recuperaría el buen humor.
—¿Qué le digo al cura?
—Decile que ya me fui. O que no tengo tiempo. Cuando todo haya terminado, ya veremos.
—Creo que se trata de algo importante —insistió Julia.
Era la primera vez que lo veía tan nervioso, tan inseguro. ¿Estaría haciéndose mayor? ¿O acaso ella no conseguía comprender en profundidad la situación en la que se encontraba?
—Tratá de averiguar qué es lo que quiere, ¿bueno?
Julia fue a su habitación a recoger el bolso y bajó a reunirse con el jefe.
—Vos te quedás —le dijo sin mirarla—. Te necesito acá. Además, no cabemos. —En ese momento entró la moto de Diego—. Prefiero viajar con casco y que se me vea lo menos posible —añadió en son de paz.
Los hombres se marcharon enseguida. Iban con el tiempo justo.
Julia se tumbó en el borde de la piscina a tomar el sol. Desde hacía días, si no había nadie a la vista, lo hacía completamente desnuda.
Inevitablemente se imaginó el encuentro entre su jefe y Marta Lucía. La invadió una nueva oleada de celos. ¿Valdría la pena seguir esperando algo de él? ¿Qué era lo que lo unía a su compañera? ¿Qué papel jugaba ella? ¿Con quién tendría mejor sexo? ¿Se reiría con Marta Lucía tanto como lo hacía con ella?
Con estas preguntas sin respuesta se adormeció hasta que la despertó la vibración del celular. Tenía varios wasap. Se refregó los ojos y se dispuso a leer de qué se trataba.
Eran todos iguales: Estamos en peligro Matilde ingresada por sobredosis!
Cuando consiguió comunicarse con Rolo, Diego y él ya habían llegado a Málaga.
—¡Mierda! —gritó el jefe al otro lado.
Rolo se comunicó inmediatamente con Gustavo.
—Tiene que ir ya mismo al hospital y arreglar los análisis que le hagan a la monja. ¿Me ha entendido?
—Perfectamente. Mientras tanto, Gustavo buscaba afanosamente en la agenda el número de quien podía salvarlos.
Al terminar la conversación, Rolo envió un correo a Marta Lucía. No había tiempo para códigos de decodificación. No tenía otra alternativa que confiar en su sagacidad:
El poeta presiente el olvido de la luna / Que extravía el espejo de la memoria persa11.
Le quedaban escasos minutos antes de entrar en el hotel.
Extrajo del bolsillo de su chaqueta de cuero una petaquita. Desenroscó la tapa y bebió un largo sorbo de whisky. Le ofreció un trago a Diego que lo agradeció. Pensó en la voz del aljibe, en su promesa incumplida de cortar con Rosa y en que Matilde era su tía. Lo único que deseaba era que la monja no muriera.
ALMUDENA IBARGUREN
Preparó un café bien cargado. Era una de la tareas que solía hacer Clara, que estaba de vacaciones. Ella decidió posponerlas hasta que se resolvieran varios casos pendientes. En particular el de Juana y Pedro GG, en el que se había visto afectada personalmente. No quería desaparecer de Granada precisamente cuando su clienta estaba más expuesta a la reacción de un loco.
Propuso a Ichiro que viniera a pasar unos días con ella, por absurdo que resultara estar en la ciudad en agosto en lugar de en la playa tomando caipiriñas y disfrutando del verano.
—Te prometo que compraré lo necesario para hacer yo mismo los tragos. Los tomaremos en casa o en alguna terracita.
Ichiro vivió un tiempo en San Salvador de Bahía donde descubrió entre otras muchas cosas el sabor de las caipiriñas del que se había convertido en un catador bastante exigente.
Encendió el ordenador y se dispuso a redactar la segunda carta que enviaría a Pedro GG.
Además de la devolución de la fianza, la ex inquilina exigía el reintegro del importe de todas las mejoras aportadas a la casa. Abrió el documento donde constaba un largo listado de obras y el coste de cada una.
Una llamada la distrajo de la tarea.
—Soy el subinspector Martínez.
—Buenos días, Abdel. Dígame.
—Necesito que hablemos. Tenemos novedades. ¿Está en su despacho?
—Sí. ¿Prefiere que conversemos personalmente?
Media hora más tarde el subinspector llamó el timbre del bufete. Iba de paisano.
—¿Un café?
—Sí, gracias. Lo necesito. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo delantero de la camisa y le hizo un gesto a Almudena.
—Fume, no hay problema. Es más, yo también voy a fumar. Me estoy poniendo nerviosa con tanto misterio.
—Llevamos meses investigando a un grupo de extrema derecha, los mismos que golpearon a unos marroquíes. No sé si usted se acuerda de haberlo leído en la prensa. —La abogada lo recordaba perfectamente—. Suelen reunirse en un local cerca de la plaza de la Trinidad y reclutan gente en algunos bares y gimnasios. Obedecen a consignas nacionalistas del tipo «España para los españoles», reivindican la figura de José Antonio Primo de Rivera, se definen nostálgicos del franquismo y veneran a Hitler.
—Como cualquier grupo de fascistas…
—Sí, pero éstos tienen otra particularidad: quieren una Granada sin moros. Celebran la toma de Granada de 1492 como un logro propio y se consideran continuadores de esa tarea. Por eso organizan «cacerías».
Almudena iba haciendo hipótesis acerca de por qué el policía le hacía esas revelaciones.
—¿Cacerías? ¿Cómo si se tratara de animales?
—Exactamente. Estamos esperando a que organicen la próxima para detenerles y meterles en la cárcel por asociación ilícita y apología del racismo y de la violencia. Tenemos infiltrados… —El subinspector no podía seguir dando detalles de un operativo secreto—. Ayer por la tarde fui a apuntarme a un gimnasio de los de ellos. Es famoso porque se practica boxeo. Está en un polígono industrial y es una nave pequeña que no se ve desde la carretera. Mi tarea consistió en provocarles con mi presencia. Por mi aspecto es evidente que tengo sangre marroquí… —La abogada asintió. Abdel tenía la tez aceitunada y unos rasgos heredados de su madre que no dejaban lugar a dudas—. La recepción del gimnasio es un sórdido cubículo con dos ventanillas protegidas por una mampara de cristal blindado. Cuando llegué sólo una estaba abierta. Al otro lado había un tipo de mediana edad con la cabeza casi rapada y largas patillas que le llegaban al mentón. Fingí que quería apuntarme para entrenar. Mientras buscaba la lista de precios en medio de una pila de papeles y facturas, de la habitación de al lado llegaban voces. Había un gran alboroto, como si estuvieran esperando a que empezara un espectáculo. El hombre me preguntó algo sobre el horario. Yo estaba tan concentrado en entender lo que estaba sucediendo al otro lado de la cortina que tardé en reaccionar. Me pidió el carné. Ésa sería la prueba de fuego. Mientras abría la cremallera de la cazadora para sacar la cartera, entró un hombre con una lata de cerveza y la dejó junto a la puerta de la pecera blindada. Y adivine lo que descubrí…
—Abdel, por favor. ¡Dígalo de una vez! No dé tantos rodeos.
—El de la cerveza… ¡Es el recadero de Pedro GG!
—¡No! ¿Es una broma?
—¡Ninguna broma, señora!
El móvil del policía empezó a sonar mientras buscaba las fotos que había conseguido tomar para mostrárselas a la abogada. Se suponía que estaba de servicio, por lo que respondió enseguida. Era una llamada de la comisaría para anunciarle un incidente que acababa de producirse en un caso que llevaba él.
Le tendió la mano.
—¿Algo grave?
—Se ha producido otro hecho extraño en el convento.
—¿El de la explosión?
—Sí, el de las Tomasas. Parece que hay una monja ingresada en el hospital.
Almudena miró la carta que tenía escrita para GG.
—Abdel, ¿qué hago con esto?
—Téngala preparada. Le avisaré cuándo enviarla.
YO/DIARIO
Jeanne pasó ayer a conocer a Bruna. Fue una sorpresa agradable porque los fines de semana trato de no molestar aunque tenga ganas de verla. Sé que está ocupada poniendo en orden el carmen y terminando la traducción.
Paco llegó de Málaga y está instalado en la habitación de huéspedes. Es la primera vez que recibo a alguien en mi propia casa y que dispongo de una casa para mí solo.
Sultán entró como una ráfaga y fue directamente al jardín. No hicieron falta presentaciones. Bruna y él se saludaron con simpatía.
Nos sentamos a tomar una cerveza, lo único que tenía en la nevera.
—¡Qué desastre esta alberca!
La verdad es que lleva razón. Se está acabando el verano y no me decido a hacer ninguna intervención en el carmen.
—El otro día vi a tu ex —comentó Paco. Luego calló temiendo haber cometido una indiscreción.
Juana no hizo ningún comentario pero estaba atenta a lo que se decía.
—¿Y? —le pregunté.
—Nada, estaba tomando una copa con un tío muy joven. No como nosotros…
Hasta donde yo sé, Susy se fue a vivir con Manolo. Y no es precisamente joven.
No le pregunté más porque en realidad no me interesa demasiado. Susana es para mí un capítulo remoto al que recuerdo con cariño.
Por un momento pensé en mi encuentro con Raquel. Curiosamente su imagen me resulta menos lejana que la de Susana.
—¿Y la grieta? —preguntó de repente Juana.
—¡La grieta! ¡Es verdad! Llevaba tomando cervezas desde la mañana y tenía la cabeza algo embotada.
Paco y Juana me siguieron hasta el salón.
—Por acá, igual que la alberca —comentó socarrona.
Nos reímos porque las evidencias hablan por sí mismas. Un sofá negro de Ikea aún con la funda puesta y dos pufs marroquíes de color rojo son los únicos muebles de la habitación.
Paco se puso a observar atentamente la fisura que recorre la pared de arriba abajo. Hacia el centro la grieta es más ancha y parece más profunda.
—El otro día oí ruidos. —Mis amigos me miraron con aire interrogativo—. Parecía de algo metálico. Duró un buen rato. También creí oír voces y el sonido de un móvil.
Juana soltó una carcajada.
—¿Estás seguro de que estabas despierto? Esta pared es terraplén —dijo dando golpecitos.
Paco se acercó y repitió la operación con los nudillos.
—Suena a hueco —dijo mientras iba auscultando el muro—. Me gustaría saber qué profundidad tiene esta grieta. ¿Tienes algún trozo de cartulina o algún papel que no sea demasiado fino? Algo plano con cierta rigidez.
Fui hasta el armario y abrí el paquete de una camisa recién comprada. Le quité el trozo de plástico colocado debajo el cuello y se lo llevé a mi amigo. Extendido, medía más de veinte centímetros.
—¡Es perfecto!
Paco introdujo suavemente la tira de plástico y la fue metiendo dentro sin ningún esfuerzo. Una vez que entró completamente, la retiró despacio. Se acercó a la ventana y la observó a la luz.
—Nada extraño por ahora. ¿No tendrás algo más largo?
Fui a la cocina y abrí los cajones donde no encontré nada adecuado.
En una de las dos cajas que me dio mi madre descubrí un cuchillo jamonero. La hoja es ligeramente flexible y no demasiado gruesa. Paco lo introdujo en la grieta y a unos veinte centímetros se topó con algo duro. Al retirarlo se desprendió un buen trozo de escayola.
Detrás apareció la pared de ladrillos.
Paco volvió a golpear con la mano en diferentes puntos. En el lugar donde había quedado el muro al descubierto sonaba a hueco.
—Pasarán tuberías, desagües, vete tú a saber —concluyó mientras observaba pensativo la pared.
De pronto oímos fuera un ruido, como si alguien golpeara la puerta de entrada. Sultán y Bruna empezaron a ladrar y corrieron escaleras arriba. Nos precipitamos todos al jardín. Subimos a buscar a los perros, pero no notamos nada raro. Escuchamos el rugido de una moto arrancando frente al carmen. No tenía las llaves de la puerta del jardín, así que entré en casa dispuesto a salir por la principal. Cuando me asomé a la calle, de la moto no quedaba ni el humo. Me situé en medio de la calzada para tener mejor perspectiva y me quedé helado. Grandes letras de color negro garabateadas a toda prisa llenaban los veinte metros de paredón.
FUERA EXTRANGEROS DEL ALBAICÍN! Caminé hasta la otra puerta para llamar a mis amigos.
—¡Venid a ver!
Juana y Paco salieron.
—¡Hay que ver lo ignorantes que son los fachas! —comentó Juana mientras volvía a entrar en la casa.
PADRE JOSÉ
Caminaba como tigre enjaulado. Parecía que la espaciosa dependencia que ocupaba junto a la sacristía hubiera menguado.
El que Julia le confirmara la reunión con Rolo no había detenido —más bien todo lo contrario— los ensayos generales con los que se venía entrenando desde hacía días. Cuando llegaba la noche, a solas y en silencio, las decisiones que acababa de tomar apenas unas horas antes le resultaban completamente descabelladas. Esto no hacía más que acrecentar el ritmo de su mente que buscaba con afán una nueva estrategia para lograr lo que quería. Por las madrugadas lo azuzaban las preguntas filosóficas acerca de su vida. ¿Qué era lo que se proponía? ¿Tenía sentido que siguiera siendo cura? ¿Qué fibra profunda había tocado Cielo en él? ¿Sería eso el verdadero amor? ¿Cómo controlar su deseo de hundir a Emma Luz? ¿Tenía tantos celos que estaba dispuesto a perder los papeles?
Todos estos interrogantes le llevaban a sentirse un ser vil y despreciable, inadecuado para estar junto a una persona como Cielo. Deseaba acercarse a ella pero al mismo tiempo debía alejarse si no quería contaminarla con el fango en el que estaba metido hasta el cuello.
Analizó una vez más los pros y los contras de delatar a Emma Luz. Si lo hacía, se ganaría la simpatía de Rolo, lo que podría reportarle beneficios en el futuro, siempre y cuando decidiera abandonar el sacerdocio. Por otro lado, esta confesión no haría que Cielo se volcara en su favor, sólo provocaría una separación. Aunque pareciera absurdo sentía placer al imaginarse la pelea y la decepción. Animado por una suerte de regreso a la infancia en el que volvía a ser Pepe, se decía a sí mismo: «yo no la tengo, pero tú tampoco».
Si no la delataba, llevaba las de perder. Únicamente haría menos el ridículo. Cuando llegaba a este punto ciego, sus devaneos mentales volvían a empezar de cero. Se decía que él era el encargado de supervisar el operativo y que estaba cumpliendo con lo pactado.
Eran las doce del mediodía. La reunión con Rolo tendría lugar a las ocho, a su regreso de Málaga. ¿Estaría lúcido a esa hora o perdería la cordura en el intento?
Cansado de andar y desandar, fue a la cocina, abrió la despensa y sacó una botella de whisky. Con una copita se relajaría y recuperaría la calma y el norte.
El sol daba de lleno en la encimera. Abrió las ventanas de par en par y respiró el calor que empezaba a apretar. Fue inevitable mirar hacia arriba y pensar en Cielo, en lo bella que se vería bajo esa luz, sin toca y sin hábito. Le sonreía, rodeada de un halo que emitía un intenso resplandor. Él tenía que entrecerrar los ojos para no cegarse, pero le correspondía en la sonrisa.
Apuró la segunda copa mientras se acomodaba nuevamente la bragueta del pantalón. Le gustaba ir de paisano, sobre todo en verano, pero corría el riesgo de que sus instintos reaccionaran en el momento inoportuno. Para eso la sotana era ideal.
Tardó en darse cuenta de que su móvil estaba sonando.
Cuando lo cogió ya habían cortado. Una llamada perdida de un número oculto.
Regresó a la cocina con el móvil en la mano. Sonó de nuevo.
—¡Estamos en peligro! Hay que actuar de inmediato y lo necesito.
El padre José volvió a la realidad en menos que canta un gallo.
—¿Qué ha pasado? Se sentía alarmado. Se imaginó a Cielo en un ataúd durante el velatorio que a él mismo le tocaba presidir.
—Lo que temíamos. La monja loca se comió un dulce de los nuestros.
José se llevó instintivamente la mano a la boca como para acallar un grito de espanto.
—Quiero que vaya al hospital y siga paso a paso lo que le están haciendo. Lo último que supe es que la ingresaron en cuidados intensivos y esperan a que recobre el conocimiento. Lleva unas cuantas horas dormida.
—¿Cómo vamos a hacer? Le harán exámenes, supongo.
—Eso ya está arreglado. No se preocupe. Usted vaya al hospital y me va comunicando la evolución.
José guardó silencio pensando en que su cita con Rolo corría serio peligro. Pero si Matilde no salía del cuadro clínico actual, toda la operación corría serio peligro.
—Voy ahora mismo.
Llamó al radiotaxi y se preparó para marcharse. Abrió el primer cajón de la cómoda y sacó dos billetes de cincuenta euros de un fajo abultado sostenido con un elástico.
Al entrar en urgencias divisó a la madre superiora en la sala de espera. Tenía los ojos cerrados y sus dedos aferraban una de las cuentas del rosario.
—¿Cómo está?
—¡Padre! Menos mal que ha venido. Todavía no ha despertado.
José maldijo a la monja. Precisamente cuando estaba a punto de conseguir que entrara en una comunidad y se quitara de en medio, se le ocurría robar un pastelito de la cocina.
—No entendemos qué pudo ocurrir —continuó la madre superiora—. ¡Las demás estamos bien! Y le aseguro que todas comemos lo mismo.
—¿No mencionó usted que había empezado a tomar una medicación por su enfermedad?
—Sí y los médicos hablaron con el psiquiatra. Según él, este cuadro se parece más al de una sobredosis. No sé muy bien qué es eso.
Un fuerte escalofrío le recorrió la espalda.
—Es más, el Dr. Etcheverry pidió que le repitieran la analítica —concluyó.
El cura se disculpó, se alejó y llamó a Gustavo para informarle de lo del psiquiatra.
—¡La puta madre que lo parió! ¡El primer informe ya estaba arreglado, carajo! —exclamó dando un fuerte puñetazo en el escritorio—. ¿Cómo se llama el curalocos?
José tardó un momento en entender lo que le preguntaba el argentino.
—Santiago Etcheverry.
—Bueno, siga ahí y me mantiene informado. Voy a ver cómo paramos ésta.
Cuando el cura volvió a la sala de espera la madre superiora estaba hablando animadamente con un médico. Se acercó y le estrechó la mano.
—¡Padre! ¡Ha vuelto en sí!
—¿Puedo verla? —se apresuró a preguntar. Tenía que impedir a toda costa que la monja hablara con los médicos o con la madre Laura antes de hacerlo con él.
El médico les informó que Matilde estaba sumamente débil y que necesitaba descansar.
—¿Ha dicho algo? ¿Ha preguntado por alguien? —quiso saber.
—Nombra a una tal Rafaela. ¿Es familiar suyo?
MARTA LUCÍA
Aún retumbaban en su cabeza las palabras de Emma Luz jurándole que sólo se había alejado del obrador para ir al baño y que no había tardado más de cinco minutos.
En su piel aún sentía las manos de Rolo acariciándola mientras entraba y salía de ella.
Hasta hacía poco tenía la sensación de que el final se estaba aproximando, que habían entrado en la recta final. Eran los primeros días de agosto y sólo les quedaba un mes de trabajo. Dada la dificultad de la tarea podía decir con orgullo que todo marchaba sobre ruedas, exceptuando pequeños detalles misteriosos como la voz de Fernando en el aljibe. Hasta que a Matilde le dio por robar un dulce y comérselo. Cerró los ojos y volvió a percibir el desmayo, la palidez mortecina en el rostro de la monja, la ambulancia y su inmediato traslado al hospital. Era un problema grave que podía echar por tierra todo lo realizado hasta el momento. De hecho, el cuadro clínico ya había despertado sospechas. Por los mensajes de texto recibidos, Gustavo consiguió que alteraran los resultados de las pruebas de laboratorio; el cura estaba sobre aviso al igual que Rolo que regresaría a Granada en cuanto terminara la reunión.
Se tumbó en la cama y se quedó mirando el techo. Apoyó los celulares en la barriga y los tapó con las dos manos para estar segura de percibir la vibración en caso de recibir mensajes. El peso de su cuerpo le resultó más ligero. En ese duermevela de la siesta imaginó lo que estaría haciendo Fernando.
¿Dormiría la siesta también él? ¿Solo? ¿O con la mujer del perro con quien lo había visto tomando una copa?
La sorprendió la vibración del teléfono colombiano y se incorporó sobresaltada. Un mensaje de texto: Heredas el perfume exacto de la fuente / Y lo incorporas azufre al marco del espejo12. Se levantó y fue a buscar la tableta para descargar y leer el pdf. Las claves eran menos elaboradas que de costumbre: la urgencia de la situación no admitía que se perdiera un minuto más. Debía fingir un malestar parecido al de Matilde de manera que la ingresaran en el hospital. Ya no habría sólo una monja afectada, sino dos. Esta maniobra distraería la atención de los médicos, de la madre superiora y del psiquiatra que en ese momento estaba acaparada por Matilde.
Abrió la puerta del armario y observó su imagen en el espejo. Estaba tan pálida que no le resultaría difícil fingir una descompostura.
Salió de la celda para ver a Emma Luz que debía dar la voz de alarma. En ausencia de la superiora, Mercedes sería la encargada de llamar a la ambulancia.
Una hora más tarde se encontraba ingresada en el hospital a la espera de que iniciaran las pruebas de rutina. Agradeció estar tumbada en una camilla sin preocuparse por nada. «El marco del espejo», pensó tratando de evocar los síntomas de una sobredosis. Matilde había perdido el conocimiento y eso era algo que no se podía fingir, pero el resto del cuadro tenía que resultar idéntico.
La madre superiora no tardó en presentarse en la habitación. Se trataba de un espacio amplio con cuatro camas de las que sólo dos estaban ocupadas, divididas por unas cortinas a modo de biombo.
La monja se acercó a Marta Lucía y le acarició la frente. Se la veía muy preocupada.
—Ya ve, madre, yo también estoy maluca.
—Tú te vas a recuperar, hija, porque eres joven.
Marta Lucía la miró. Era la primera vez que se detenía a pensar en esa mujer con la que convivía desde hacía dos meses. Aunque tuviera sus propias convicciones sobre las consecuencias de vivir encerrado, tenía que admitir que la madre Laura parecía una persona bastante equilibrada y menos rancia de lo que hubiera creído.
Volvió a cerrar los ojos. Se sentía agotada de verdad, por lo que la puesta en escena le estaba resultando muy natural. Dormida, no se dio cuenta de que la superiora se había marchado. Cuando despertó de ese sueño reparador, cuya duración no podía estimar, vio al cura sentado junto a la cama.
—Buenas, ¿usted por acá?
—Órdenes de arriba —dijo mientras consultaba el reloj y comprobaba, preocupado, que eran las siete de la tarde.
—¿Y Matilde?
—Se despertó, hablé con ella y está bajo control. Luego llegó su sobrina y habló con el psiquiatra. Ése está dando un poco la lata.
—¿Sospecha?
—Pidió que se repitieran las pruebas de laboratorio y a Gustavo le ha costado bastante pararlas.
—¿Y las mías?
—Las tuyas aún no las han traído. Eres una buena actriz, pareces enferma de verdad.
Marta Lucía se llevó una mano a la cabeza y se sorprendió de tocar su propio cabello, sin toca ni peluca.
Al otro lado de la cortina resonaron unos pasos.
—Ego te absolvo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
—Permiso —dijo el médico mientras abría las cortinas.
El padre José le estrechó la mano. Era un hombre de unos treinta y cinco años, con el pelo engominado hacia atrás, alto y enjuto. Llevaba unas gafas sin montura que aumentaban las proporciones de sus fríos ojos azules.
—Padre, ¿me permite hablar a solas con la paciente?
El cura se acercó a la monja y trazó una cruz sobre su frente.
—Descanse hermana y recupérese pronto —dijo antes de irse.
El médico volvió a cerrar el biombo. Sacó un folio doblado en cuatro del bolsillo de la bata y se lo extendió.
—¿Sabe lo que es esto, hermana? —le preguntó mientras le mostraba el papel.
Marta Lucía percibió la sorna con que acababa de pronunciar la palabra «hermana». Miró sus manos y vio que llevaba una sortija de oro. En la solapa de la bata brillaba una cruz del mismo metal, muy cerca del nombre bordado en letras azules: Dr. J. Ventura.
Por el tono, estaba claro que no se trataba de nada bueno. Se suponía que los resultados de los exámenes debían dejar a todos tranquilos.
El médico permaneció inmóvil y en silencio, sin dejar de mirarla y con una expresión claramente condenatoria. La monja abrió los ojos en señal de interrogación.
—Está embarazada, hermana. ¿O es que no lo sabía?
5 Extraído de Rana.
6 Extraído de Vaca.
7 Escucha, Señor, mi oración y llegue hasta Ti mi clamor.
8 He pecado. No supe resistir a la tentación de los sentidos. Dios me ha dado todo y no lo quiero decepcionar. Prometo ser fuerte.
9 Extraído de León.
10 Extraído de ¡Tigre!
11 Extraído de Ratón.
12 Extraído de Erizo.