Antes de que el sol hubiera alcanzado su punto más alto, había dejado atrás Namur y Marche y se acercaba a Bastogne. Cruzando la pequeña ciudad que había sido arrasada por los cañones de los tanques «Tigre» de Von Manteuffel, en el invierno de 1944, siguió rumbo al sur, hacia las colinas. Los bosques se hacían cada vez más densos, y la zigzagueante carretera era cada vez más sombreada por los altos olmos y hayas; los rayos de sol apenas lograban atravesar la espesura.
Ocho kilómetros más allá de la ciudad, el Chacal encontró
un camino que se adentraba por el bosque. Se introdujo con su coche por él, y a un kilómetro y medio encontró otro sendero más estrecho. Avanzó unos metros por éste, y ocultó el automóvil detrás de unos espesos arbustos. Esperó un rato en la sombra del bosque, fumando un cigarrillo y escuchando los pequeños ruidos del motor que se iba enfriando, el susurro del viento entre las ramas altas y el zureo distante de un pichón.
Lentamente, se bajó, abrió el portaequipajes y dejó la mochila encima del musgo. Prenda por prenda se cambió de ropa, dejando su impecable traje bien doblado en el asiento trasero del «Aronde» y embutiéndose los pantalones de algodón. Hacía un tiempo lo bastante caluroso para poder prescindir del saco, y el Chacal cambió su fina camisa a rayas por la burda camisa a cuadros que llevaba en la mochila. Finalmente, los lujosos borceguíes de ciudad fueron sustituidos por las botas y los calcetines de lana, dentro de los cuales introdujo el extremo inferior de su pantalón. Desenvolvió una por una las piezas del fusil, y lo armó. Introdujo el silenciador en uno de los bolsillos de su pantalón y la mira telescópica en el otro. Guardó una veintena de balas corrientes en uno de los bolsillos superiores de la camisa, y la única bala explosiva, envuelta en papel fino, en el otro bolsillo.
Una vez montado el resto del fusil, lo dejó encima del capó
del coche, y volviendo al portaequipajes, extrajo del mismo la compra que había hecho la víspera en un puesto del mercado de Bruselas–un melón–antes de volver al hotel, y que durante toda la noche había estado en el portaequipajes. Cerró éste con llave, metió el melón en la mochila vacía, justamente con la pintura, los pinceles y el cuchillo de caza, cerró con llave el coche y se internó por el bosque. Era poco más de mediodía.
Al cabo de diez minutos había encontrado un claro, largo y estrecho, desde uno de cuyos extremos podía ver perfectamente el otro, a unos ciento cincuenta pasos, y buscó entonces otro árbol desde donde fuese visible el lugar donde había dejado el arma. Vació en el suelo el contenido de la mochila, abrió
los dos tarros de pintura y se puso a trabajar en el melón. La parte superior y la inferior del fruto fueron pintados rápidamente de marrón, directamente sobre la verde corteza. La sección central fue coloreada de rosa. Mientras los dos colores estaban todavía frescos, dibujó burdamente con el índice un par de ojos una nariz, un bigote y la boca. Clavando el cuchillo en el melón para no estropear la pintura con los dedos, el Chacal introdujo el fruto en la bolsa de red. Ésta era lo bastante clara para dejar bien visible la forma del melón y los rasgos esbozados en su corteza.
Finalmente, el Chacal clavó con fuerza el cuchillo de caza en el tronco del árbol, a unos dos metros del suelo, y colgó
de su mango las asas de la bolsa de red. Sobre el fondo verde de la corteza del árbol, el melón rosado y pardo destacaba como una grotesca cabeza humana separada del tronco. El Chacal retrocedió unos pasos para admirar su obra. A ciento cincuenta metros serviría para sus fines. Cerró de nuevo los dos botes de pintura y los arrojó lejos, en el bosque, entre la maleza. En cuanto a los pinceles, los hundió en el suelo por el mango, y pisoteó luego las cerdas hasta que resultaron invisibles. Tomando consigo la mochila, volvió al lugar donde se encontraba el fusil. El silenciador giró correctamente alrededor del cañón hasta que quedó fijado en el mismo. El alza telescópica fue debidamente ajustada encima del cañón. El Chacal abrió el cerrojo y colocó en la recámara la primera bala. Con el ojo en el alza telescópica, buscó en el otro extremo del claro del bosque su blanco colgante. Cuando lo descubrió, le sorprendió
verlo
tan
grande
y
con
tanta
claridad.
Aparentemente, de haber sido la cabeza de un ser humano no habría estado a más de treinta metros de distancia. Podía distinguir las mallas de la bolsa que contenía el melón, y
hasta las huellas de sus dedos en la pintura, en el lugar donde habían trazado los principales rasgos de la cara. Modificó ligeramente su posición, se apoyó contra un árbol para asegurar la puntería, y volvió a apuntar. Las dos líneas cruzadas del interior de la mira telescópica no aparecían completamente centradas, de modo que tuvo que ajustar los tornillos
reguladores
hasta
que
la
cruz
apareció
perfectamente centrada. Satisfecho, apuntó al centro del melón y disparó.
El retroceso fue menos fuerte de lo que esperaba, y el sonido apagado que emitió el silenciador apenas hubiera podido oírse desde el lado opuesto de una calle. Con el arma bajo el brazo, el Chacal recorrió la distancia que lo separaba de su blanco y examinó el melón. Cerca del borde superior, a la derecha, la bala se había abierto paso a través de la corteza del fruto, cortando una hebra de la bolsa de la red y penetrando después en el árbol. Volvió a su sitio y disparó un segundo tiro, sin rectificar en absoluto la regulación del alza telescópica.
El resultado fue el mismo, con un centímetro de diferencia. Hizo en total cuatro disparos sin tocar los tornillos del alza telescópica, hasta que tuvo la convicción de que apuntaba bien, pero el alza telescópica le inducía a desviar el tiro hacia arriba y ligeramente hacia la derecha. Entonces ajustó los tornillos.
El tiro siguiente resultó bajo y a la izquierda. Para asegurarse de ello, anduvo a todo lo largo del claro y examinó el agujero practicado por la bala. Ésta había penetrado por el ángulo inferior izquierdo de la boca de la falsa cabeza. Hizo tres disparos más sin modificar la nueva posición del alza telescópica, y comprobó que las tres balas daban en la misma zona. Entonces volvió a ajustar los tornillos.
El noveno tiro penetró limpiamente en la frente, adonde había apuntado. Por tercera vez se acercó al blanco, y en esta ocasión se sacó un pedazo de tiza del bolsillo y pintó
de blanco las zonas tocadas por las balas: arriba y a la derecha, abajo y a la izquierda, y el limpio orificio del centro de la frente.
A partir de aquel momento acertó sucesivamente una vez en cada ojo, en el puente de la nariz, en el labio superior y en el mentón. Colocando el blanco de perfil, introdujo seis balas, sucesivamente, por la sien, la oreja, el cuello, la mejilla, la mandíbula y el cráneo. Sólo uno de los tiros se desvió ligeramente.
Satisfecho del arma, observó la posición de los tornillos reguladores del alza telescópica, y sacando de su bolsillo un tubo de cola de madera de balsa, recubrió con el viscoso
líquido las cabezas de los dos tornillos y la superficie de baquelita contigua. Media hora y dos cigarrillos más tarde, la cola se había endurecido y el alza había quedado fijada a la medida de su visión para aquella arma concreta y con un blanco situado a ciento treinta metros. Del otro bolsillo de su chaqueta extrajo la bala explosiva, la desenvolvió y la introdujo en la recámara. Apuntó con particular cuidado al centro del melón y disparó. Cuando el último rizo de humo azul salía del extremo del silenciador, el Chacal dejó el fusil apoyado contra el árbol y echó a andar hacia el blanco. La bolsa de malla pendía, inerte y casi vacía de su contenido, contra el requemado tronco del árbol. El melón, que había recibido el impacto de veinte balas de plomo sin desintegrarse, ahora se había deshecho del todo. Fragmentos del mismo habían saltado a través de las mallas de la bolsa y yacían esparcidos por la hierba. El jugo y las pepitas resbalaban por la corteza del árbol. Los restantes fragmentos de la carne del fruto habían quedado en el extremo inferior de la bolsa, que pendía del cuchillo de caza.
El Chacal descolgó la bolsa y la arrojó a unos matorrales próximos. El blanco que había contenido era inidentificable, salvo como una masa de pulpa. El Chacal arrancó el cuchillo del tronco y lo guardó en su vaina. Recogió el fusil y volvió
al coche.
Allí desarmó el arma pieza por pieza, y envolvió
cuidadosamente cada una de ellas en su protección de espuma de goma. Lo guardó todo en la mochila, junto con las botas, los calcetines, la camisa y los pantalones. Volvió a vestir su atuendo urbano, encerró la mochila en el portaequipajes y devoró apresuradamente los bocadillos que se había traído. Después de comer, dejó el sendero del bosque, enfiló la carretera principal, pasó por Bastogne, Marche y Namur y llegó a Bruselas. Poco después de las seis estaba de regreso en su hotel. Tras llevarse la mochila a su cuarto, bajó a pagar la cuenta del coche de alquiler. Antes de darse un baño, pasó una hora limpiando con esmero todas las piezas del fusil, que engrasó minuciosamente; luego, lo guardó en su estuche y encerró éste en el armario. Más avanzada la noche, la mochila, el bramante y varias tiras de espuma de goma fueron arrojados a un cubo de desperdicios colectivos, y veintiún cartuchos usados, al fondo del canal municipal.
Por la mañana de aquel mismo lunes, 5 de agosto, Viktor Kowalski se hallaba de nuevo en la oficina central de Correos de Roma buscando la ayuda de alguien que hablara francés. Esta vez, rogó al empleado que telefoneara a «Alitalia» y se informara del horario de los vuelos entre Roma y Marsella
para aquella semana. Así se enteró de que ya había perdido el vuelo del lunes, porque el avión despegaba de Fiumicino dentro de una hora y ya no llegaría a tiempo para tomarlo. El siguiente vuelo directo sería el miércoles. No, no había otras líneas que realizaran vuelos directos a Marsella desde Roma. Los había indirectos, eso sí, ¿podían interesarle al señor? ¿No? ¿El vuelo del miércoles? Sí, salía a las 11,15 de la mañana y llegaba al aeropuerto de Marignane, de Marsella, poco después de las doce. El vuelo de retorno sería al día siguiente. ¿Un pasaje? ¿Ida y vuelta? Bien, ¿y el nombre?
Kowalski dio el nombre que figuraba en los documentos que llevaba en el bolsillo. Abolidos los pasaportes dentro del Mercado Común, bastaría el carnet de identidad. Le dijeron que debía estar el miércoles en la recepción de
«Alitalia» en Fiumicino una hora antes de la salida. Cuando el empleado colgó, Kowalski recogió las cartas, las encerró
en su estuche y volvió al hotel.
A la mañana siguiente, el Chacal visitó por última vez a Goossens. Lo llamó a la hora del desayuno, y el armero dijo que tenía la satisfacción de poder comunicarle que el trabajo estaba listo. Monsieur Duggan podía pasar a las once de la mañana. Y, por favor, debía llevar consigo las piezas necesarias para el ajuste definitivo.
Llegó también con media hora de antelación, con el estuche dentro de una valija de fibra que había comprado de segunda mano a primera hora de la mañana. Durante treinta minutos vigiló la calle donde vivía el armero antes de entrar por la puerta principal. Cuando Goossens lo invitó a pasar, entró
sin vacilar en el despacho. Goossens se reunió con él después de cerrar con llave la puerta principal y la del despacho.
—¿No han surgido nuevos problemas?—preguntó el inglés.
—No, esta vez creo que ya lo tenemos.
De detrás de su mesa el belga extrajo varios rollos de arpillera y los depositó encima del escritorio. A medida que los desenrollada iba colocando, uno al lado de otro, una serie de finos tubos de acero, tan bruñidos que parecían de aluminio. Cuando el último estuvo encima de la mesa alargó la mano hacia el estuche que contenía las piezas del fusil. El Chacal se lo dio.
Una por una, el armero fue deslizando las piezas del fusil en el interior de los tubos. Encajaban perfectamente.
—¿Cómo fueron las prácticas de tiro? –preguntó sin dejar de trabajar.
—Muy satisfactorias.
Goossens observó que los tornillos de ajuste del alza telescópica habían sido soldados con cola de madera de balsa.
—Siento mucho que los tornillos hayan tenido que ser tan pequeños –dijo–. Pero los originales eran demasiado grandes y tuve que recurrir a éstos. De lo contrario, el alza telescópica no hubiese entrado en el tubo. Deslizó la mira en el tubo de acero que le estaba destinado, y como las otras piezas, encajó exactamente. Cuando la última de las cinco piezas del fusil hubo desaparecido de la vista, el armero mostró al inglés la minúscula pieza que era el gatillo y las cinco restantes balas explosivas.
—Para esto he tenido que buscar otro alojamiento –explicó. Tomó la hombrera del rifle, almohadillada en cuero negro, y enseñó a su cliente cómo el cuero había sido rajado con una hoja de afeitar. Hundió el gatillo en el relleno interior, y cerró la hendidura con un trozo de cinta aislante negra. Resultaba muy natural. Del cajón de su escritorio extrajo un cilindro de goma negra, de unos cuatro centímetros de diámetro por cinco de altura.
Del centro de una de sus bases sobresalía un vástago de acero provisto de rosca.
—Esto encaja en el extremo del último de los tubos –dijo. Alrededor del vástago de acero había cinco agujeros practicados en la goma. El armero insertó cuidadosamente una bala en cada uno de ellos, hasta que sólo fueron visibles las cápsulas de percusión.
—Cuando la pieza está armada, las balas resultan invisibles; y la goma añade un toque de verosimilitud –
explicó. El inglés permanecía en silencio–. ¿Qué está
pensando?–preguntó el belga, no sin cierta ansiedad. Sin decir palabra, el inglés tomó los tubos y los examinó
uno por uno. Los sacudió, pero no oyó ningún ruido, porque todos ellos habían sido forrados interiormente con dos capas de felpa gris para eliminar tanto los golpes como los ruidos. El más largo de los tubos medía cincuenta centímetros y contenía el cañón y la recámara del arma; los demás de unos treinta centímetros cada uno, albergaban las dos varillas superior e inferior, de la culata, el silenciador y el alza telescópica. La hombrera, con el gatillo embutido en su relleno, constituía una pieza separada, así como el taco de goma que contenía las balas. Como escopeta de caza, y no digamos ya como fusil de un pistolero se había desvanecido totalmente.
—Perfecto–dijo el Chacal–. Exactamente lo que deseaba. El belga estaba satisfecho. Como hombre experto en su oficio, apreciaba los elogios como otro cualquiera, y, además, era consciente de que, en su propio campo de
actividad el cliente que tenía ante sí era también una primera figura.
El Chacal cogió los tubos de acero, con las piezas del fusil en su interior, y los envolvió cuidadosamente uno por uno, en la arpillera, colocando cada pieza en el interior de la valija de fibra. Cuando los cinco tubos, la hombrera y el taco de goma estuvieron envueltos y guardados en la valija, cerró ésta y devolvió el estuche al armero.
—Ya no lo necesitaré. El fusil permanecerá en la maleta hasta que tenga ocasión de utilizarlo. Sacó del bolsillo interior de la chaqueta las doscientas libras que debía al belga y las depositó encima de la mesa.
—Creo que nuestro trato queda cumplido, Monsieur Goossens. El belga se guardó el dinero en el bolsillo.
—Sí, señor, a menos que desee algo más de mí.
—Una sola cosa–contestó el inglés–. Que no olvide mi pequeña homilía del otro día acerca de las virtudes del silencio.
—No la olvidaré, señor–se apresuró a contestar el belga. Volvió a sentir miedo ¿Era posible que aquel pistolero de voz amable intentara hacerle enmudecer para siempre? No, probablemente no lo haría. La investigación en torno al asesinato del armero pondría en claro las visitas de aquel inglés alto a aquella casa mucho antes de que el pistolero hubiese tenido ocasión de utilizar el fusil que llevaba en la maleta. Hubiérase dicho que el inglés había leído sus pensamientos. Sonrió fugazmente.
—No tiene por qué preocuparse. No me propongo hacerle ningún daño. Además, me figuro que un hombre inteligente como usted habrá tomado sus precauciones contra la posibilidad de ser asesinado por uno de sus clientes. Tal vez una llamada telefónica esperada dentro de una hora. Un amigo que vendrá a averiguar lo ocurrido si la llamada no se produce. Una carta depositada en manos de un abogado, que éste deberá abrir en caso de defunción. Para mí, matarle me crearía más problemas de los que me resolvería.
Goossens se sintió sobresaltado. Era cierto, en efecto, que tenía una carta depositada permanentemente en manos de un abogado, que debía ser abierta en caso de muerte. En ella se indicaba a la Policía que buscara debajo de una piedra del jardín trasero. Debajo de la piedra había una caja que contenía una lista de las personas cuya visita esperaba cada día. Esta lista era cambiada cada día. Para aquél, la lista contenía la descripción del único cliente que el armero esperaba, un inglés alto, elegante, que se hacía llamar Duggan. Era, simplemente, una forma de seguro.
El inglés lo observaba con calma.
—Me lo figuraba–dijo–. Está usted a salvo. Pero lo mataré
si alguna vez menciona mis visitas aquí o la compra que le he hecho a un tercero, sea quien sea. En lo que a usted atañe, en el momento en que salga de esta casa dejaré de existir por completo.
—Está perfectamente claro, señor. Es lo corriente con todos mis clientes. Y, si me permite decirlo, espero la misma discreción de su parte. Por eso el número de serie del arma que se lleva usted fue borrado del cañón mediante el empleo de un ácido corrosivo. También yo debo velar por mi seguridad.
El inglés sonrió de nuevo.
—Entonces, estamos de acuerdo. Buenos días, Monsieur Goossens.
Un minuto más tarde la puerta se cerró detrás de él, y el belga, que tanto sabía acerca de armas y pistoleros, pero tan poco acerca de el Chacal, suspiró aliviado y se retiró a su despacho a contar el dinero.
El Chacal no deseaba ser visto con su valija de fibra por el personal del hotel, de modo que, aunque se le estaba haciendo tarde para el almuerzo, tomó un taxi hasta la estación central, depositó la valija en el depósito de equipajes, y se guardó la contraseña en el compartimiento interior de su fino portafolio de lagarto. Almorzó en el «Cygne», bien y sin reparar en gastos, para celebrar el final de su fase de preparación en Francia y Bélgica, y volvió a pie al «Amigo» para hacer su equipaje y pagar la cuenta. Cuando salió, iba vestido exactamente igual que a su llegada, con un traje a cuadros de excelente corte, sus gafas oscuras y dos valijas «Vuitton» siguiéndole, en manos del botones, hasta el taxi que lo esperaba. También se había empobrecido en mil seiscientas libras, pero su fusil reposaba en seguridad dentro de una valija de aspecto vulgar en el depósito de la estación, y tres documentos de identidad maravillosamente falsificados se hallaban en el bolsillo interior de su saco.
Poco después de las cuatro, el avión despegó de Bruselas rumbo a Londres, y aunque hubo un registro rutinario de una de sus valijas en el aeropuerto de la capital inglesa, no había en ella nada irregular. A las siete, se estaba duchando en su propio piso antes de salir a cenar en el West End.
CAPITULO VIII
Desgraciadamente para Kowalski, el miércoles por la mañana no tuvo que hacer ninguna llamada telefónica desde la oficina de Correos; en tal caso, hubiera perdido el avión. Y el correo estaba esperando en la casilla de Monsieur Poitiers. Recogió los cinco sobres, los encerró en el estuche de acero sujeto por la cadena y se dirigió apresuradamente hacia el hotel. A las nueve y media, el coronel Rodin le había librado del estuche, y Kowalski podía volver a su habitación para dormir. Su próximo turno de guardia le correspondía hacerlo en el tejado, y comenzaría a las siete de la tarde. Se detuvo en su habitación únicamente para recoger el «Colt 45» (Rodin jamás le hubiese autorizado a llevarlo por la calle) y se lo guardó en la pistolera, debajo del brazo. De haber lucido un saco de buen corte, el bulto del arma con su funda hubiese resultado visible a cien metros de distancia, pero sus trajes eran de un corte tan deficiente como podría cortarlo el peor de los sastres y, a pesar de su corpulencia, le quedaban sumamente holgados. Tomó el rollo de tela adhesiva y la boina que se había comprado la víspera, lo guardó todo en su saco, metiose en el bolsillo el fajo de billetes de liras y francos franceses que representaban sus ahorros de los últimos seis meses, y cerró la puerta tras de sí.
En el mostrador del rellano, el guardián de turno lo miró.
—Me envían a telefonear–dijo Kowalski, señalando con el pulgar hacia el noveno piso.
El guardián nada dijo; se limitó a seguirle con la mirada mientras llegaba el ascensor y Kowalski entraba en él. Segundos más tarde estaba en la calle, con sus enormes anteojos oscuros.
En el café del otro lado de la calle, el hombre del ejemplar de Oggi bajó la revista un instante, y examinó a Kowalski a través de sus impenetrables anteojos de sol, mientras el polaco miraba de un lado a otro en busca de un taxi. Al no ver ninguno, echó a andar hacia la esquina. El hombre de la revista abandonó la terraza de café y se acercó al borde de la acera. Un pequeño «Fiat» salió de una hilera de coches estacionados un poco más debajo de la calle y se estacionó
frente a él. El hombre subió al coche, y el «Fiat» siguió a Kowalski a paso de peatón.
En la esquina, Kowalski encontró un taxi libre que pasaba y lo llamó.
—A Fiumicino–dijo al taxista.
Ya en el aeropuerto, el hombre del SDECE lo siguió con disimulo cuando se acercó al mostrador de «Alitalia», pagó su pasaje en dinero efectivo, declaró a la muchacha del mostrador que no llevaba valijas ni equipaje de mano, y le fue comunicado que los pasajeros para el vuelo de las 11.15 a Marsella serían llamados dentro de una hora y cinco minutos. Para matar el tiempo, el ex legionario entró en la cafetería, pidió un café en el mostrador y se lo llevó cerca de los ventanales de amplios cristales, desde donde podía divisar el movimiento de los aviones en el aeropuerto. Los aeropuertos le encantaban, aunque no comprendía cómo funcionaban. Durante la mayor parte de su vida, el ruido de los
motores
de
aviación
había
significado
para
él
«Messerschmitts» alemanes, «Stormoviks» rusos, o «Fortalezas Volantes» americanas. Más tarde, significaron apoyo aéreo con
«B-26» o «Skyraiders» en Vietnam, «Mystères» o «Fougas» en el yebel argelino. Pero en un aeropuerto civil le gustaba verlos aterrizar como enormes pájaros plateados, con los motores apagados, suspendidos del cielo como por hilos invisibles un momento antes de tocar tierra. Aun siendo socialmente un hombre tímido, le gustaba el espectáculo del ajetreo propio de los aeropuertos. Tal vez, meditaba, si su vida hubiese sido distinta, habría trabajado en un aeropuerto. Pero era lo que era, y ya no era posible retroceder. Sus pensamientos volaron hacia Sylvie, y sus enmarañadas cejas se fruncieron con preocupación. No era justo, se dijo, no era justo que la niña tuviese que morir mientras todos aquellos cerdos de París seguían viviendo. El coronel Rodin le había contado lo que eran, y la forma como habían abandonado a Francia, traicionado al Ejército, destruido la Legión y abandonado al pueblo de Indochina y de Argelia a los terroristas. Y el coronel Rodin siempre tenía razón. Se llamó a los pasajeros de su vuelo, por lo que Kowalski cruzó las puertas de cristal y salió al ardiente pavimento de cemento blanco para recorrer los cien metros que lo separaban del avión. Desde la terraza de observación, los dos agentes del coronel Rolland lo vieron subir por la escalerilla del aparato. Ahora llevaba la boina negra y lucía un parche de tela adhesiva en la mejilla. Uno de los agentes se volvió
hacia el otro y enarcó una ceja. Mientras el avión a chorro despegaba rumbo a Marsella, los dos hombres se alejaron de la barandilla. Al cruzar el vestíbulo principal se detuvieron en una cabina telefónica pública, donde uno de ellos marcó un número local de Roma. Se identificó ante la persona que atendió la llamada dando su nombre de pila y dijo lentamente:
—Ha partido. «Alitalia» Cuatro-Cinco-Uno. Aterriza en Marignane a las 12.10. Ciao.
Diez minutos más tarde el mensaje llegaba a París, y otros diez minutos después a Marsella.
El «Viscount» de «Alitalia» inició un giro por encima de la bahía, de un azul increíble, y puso proa hacia el aeropuerto de Marignane. La linda azafata romana dio fin a su recorrido del pasillo comprobando, con la sonrisa en los labios, que todos los cinturones habían sido ajustados, y se sentó en su rincón de la parte trasera para ajustarse su propio cinturón. Observó que el pasajero del asiento situado delante del suyo miraba fijamente por la ventana hacia la deslumbrante desolación del delta del Ródano como si lo viera por primera vez.
Era el hombre corpulento que no hablaba italiano y cuyo acento francés lo delataba como oriundo de algún país de la Europa Oriental. Se cubría su encrespado pelo con una boina negra, y llevaba un traje oscuro muy arrugado y unas gafas negras de las que no se despojaba ni un solo momento. Un enorme parche de tela adhesiva oscurecía una mitad de su rostro; la azafata pensó que el hombre debía de haberse hecho un corte descomunal.
Tocaron tierra en el momento exacto, muy cerca del edificio terminal, y los pasajeros pasaron al vestíbulo de las Aduanas.
Mientras desfilaban a través de las puertas de vidrio, un hombrecito de calva incipiente, situado de pie al lado de uno de los policías que controlaban los pasaportes, le pegó un ligero puntapié en el tobillo.
—El tipo alto, con la boina negra y el parche en la mejilla.
Luego se alejó, sin apuro, y fue a dar el mismo aviso a otros policías. Para pasar por las ventanillas, los pasajeros se dividieron en dos filas. Detrás de las rejas, los dos policías estaban sentados uno frente al otro, a tres metros de distancia, mientras los pasajeros pasaban por delante de ellos, entre los dos. Cada pasajero exhibía su pasaporte y su tarjeta de desembarco. Los funcionarios pertenecían a la Policía de Seguridad, la DST, responsable de la seguridad del Estado en el interior de Francia y de controlar las llegadas de extranjeros y los retornos de franceses. Cuando Kowalski se presentó ante el hombre de la chaqueta azul apostado detrás de la reja, éste apenas le echó una ojeada. Selló debidamente la tarjeta de desembarco, miró un breve instante el documento de identidad exhibido, asintió
con la cabeza, e indicó con un ademán al hombre corpulento que podía pasar. Aliviado, Kowalski se dirigió hacia los Bancos de Aduanas. Varios de los funcionarios de Aduanas acababan de escuchar en silencio al hombrecito de la calva
incipiente antes de que éste desapareciera en la oficina de vidrio situada detrás de ellos. El funcionario principal de Aduanas se dirigió a Kowalski.
—Monsieur, votre bagage.
Y señaló con un ademán hacia el resto de los pasajeros, que estaban esperando junto a la cinta sin fin a que aparecieran sus maletas.
—J'ai pas de bagage–dijo Kowalski.
El funcionario enarcó las cejas.
—Pas de bagage? Eh bien, avez vous quelque chose à
declarer?
—Non, rien.
El funcionario sonrió amablemente, con una sonrisa casi tan abierta como su musical acento marsellés.
—Eh bien, passez, Monsieur.
E hizo un ademán en dirección a la salida y la hilera de taxis que esperaban. Kowalski saludó con un movimiento de cabeza y salió al sol. No estando acostumbrado a no reparar en gastos, miró a un lado y a otro hasta que divisó el ómnibus del aeropuerto y subió a él.
Cuando hubo desaparecido de la vista, varios de los demás funcionarios de Aduanas se agruparon en torno a su jefe.
—¿Para que lo querrán?–dijo uno.
—Parecía un tipo fuerte, seguro de sí mismo.
—No lo estará tanto cuando esos cerdos hayan terminado con él–dijo un tercero, señalando con la cabeza hacia las oficinas del fondo.
—Vamos, a trabajar–intervino el de más edad–. Por hoy ya hemos hecho lo nuestro por Francia.
—Por el Gran Charles, querrás decir–replicó el primero, mientras se dispersaban. Y agregó, para sí–: Maldita sea su estampa.
Era la hora del almuerzo cuando el ómnibus se detuvo finalmente ante las oficinas de la «Air France», en el corazón de la ciudad. Hacía más calor aún que en Roma. En Marsella, el mes de agosto ofrece varios alicientes, pero, desde luego, no inspira deseos de realizar el menor esfuerzo. El calor flota sobre la ciudad como una enfermedad, empapando todas las cosas, minando las fuerzas, las energías y las voluntades, hasta que sólo se sienten deseos de echarse en una habitación fresca, con las persianas bajas y el ventilador en marcha.
Hasta la Canebière, generalmente la arteria más animada de Marsella, de noche un torrente de luz y de agitación,
aparecía como muerta. Las pocas personas y automóviles que circulaban por ella parecían avanzar hundidos hasta la cintura en una masa pegajosa. Kowalski tardó media hora en encontrar un taxi; la mayoría de los taxistas habían encontrado un lugar a la sombra donde echar una siesta. La dirección que JoJo había dado a Kowalski quedaba en la carretera principal, fuera de la ciudad, en dirección a Cassis. En la Avenue de la Libération, Kowalski hizo detener el taxi, con el propósito de recorrer a pie el resto del camino. El «si vous voulez» del taxista indicó a las claras lo que pensaba de los extranjeros que, con aquel calor, preferían andar cuando tenían un vehículo a su disposición. Kowalski se quedó mirando cómo el taxi daba media vuelta para volver al centro, hasta que lo perdió de vista. Encontró la travesía indicada en el papel preguntando al mozo de una terraza de café instalada en la acera. El edificio de departamentos parecía muy nuevo, y Kowalski pensó que los JoJo debían de ganar mucho dinero con su puesto ambulante. Tal vez hubiesen conseguido el puesto fijo que Madame JoJo había soñado durante tantos años. En todo caso, ello explicaría su evidente prosperidad. Y para Sylvie sería mucho mejor criarse en aquel barrio que en las proximidades de los muelles. Al pensar en su hija y en la estupidez que acababa de ocurrírsele, Kowalski se detuvo al pie de las escaleras del bloque de departamentos. ¿Qué había dicho JoJo por teléfono? ¿Una semana? ¿Dos, tal vez? No, no era posible. Subió corriendo los peldaños de la entrada y se detuvo frente a la doble hilera de buzones situados a un lado de la portería. «Grzybowski», leyó en uno de ellos. «Departamento 23.» Decidió subir por la escalera, ya que se trataba del segundo piso.
El departamento número 23 tenía una puerta como todos los demás. Había en ella un timbre, con una tarjeta al lado, donde aparecía el nombre de Grzybowski escrito a máquina. La puerta se hallaba en el extremo del pasillo, flanqueada por las de los departamentos 22 y 24. Kowalski pulsó el timbre. La puerta se abrió y por la rendija asomó el mango de un pico, dirigido con fuerza contra la frente del visitante. El golpe rajó la piel, pero el palo rebotó en el hueso con un sonido sordo, apagado. A ambos lados del polaco las puertas del 22 y del 24 se abrieron hacia dentro y por ellas salieron varios hombres. Todo ocurrió en décimas de segundo. Kowalski lo vio todo rojo. Aunque en muchas cosas era tardío en sus reacciones, el polaco conocía a fondo una sola técnica: la lucha.
En los estrechos confines del pasillo su corpulencia y su fuerza le serían de poca utilidad. A causa de su elevada estatura, el mango del pico no había alcanzado toda su fuerza
en el momento de darle en la frente. A través de la sangre que le velaba los ojos, divisó dos hombres en la puerta, frente a él, y otros dos a cada lado. Necesitaba espacio para moverse, y por esto cargó hacia el departamento 23. El hombre situado frente a él vaciló bajo el impacto; los que estaban detrás se aproximaron, intentando agarrarlo por el cuello del saco. Ya dentro de la habitación, Kowalski empuñó el «Colt», se volvió, y disparó hacia la puerta. Al tiempo que lo hacía recibió otro estacazo en la muñeca, que desvió el tiro hacia el suelo.
La bala destrozó la rodilla de uno de sus atacantes, quien, emitiendo un breve quejido, se desplomó. Luego, el arma cayó
de sus manos, entumecidos por otro golpe en la muñeca. Un segundo después, Kowalski recibía el ataque conjunto de los cinco hombres restantes. La lucha duró tres minutos. Más tarde, un médico calculó que el polaco debió de haber recibido una veintena de golpes en la cabeza antes de perder el sentido. Una parte de una de sus orejas fue arrancada por uno de los golpes, la nariz estaba rota y la cara convertida en una máscara sangrienta. Había podido luchar casi por un acto reflejo. Por dos veces estuvo a punto de recuperar el arma, hasta que, de un puntapié, alguien la lanzó al otro extremo de la sala. Cuando, por fin, quedó tendido, cara al suelo, sólo tres de sus asaltantes quedaban en pie. Cuando hubieron terminado su faena y el corpachón quedó
insensible en el suelo, sólo el fino reguero de sangre que brotaba del cuero cabelludo arrancado indicaba que seguía con vida. Los tres supervivientes se incorporaron por fin, profiriendo maldiciones y jadeando todavía con fuerza. De los demás, el hombre herido en la pierna estaba enroscado contra la pared, al lado de la puerta, blanco como el papel, sosteniéndose con las manos ensangrentadas la rodilla destrozada, mientras de sus labios grises brotaba un torrente de maldiciones. Otro estaba de rodillas, moviendo la cabeza acompasadamente, y con las manos en sus órganos genitales. El tercero yacía en la alfombra, con un oscuro cardenal en la sien izquierda, donde le había alcanzado uno de los potentes golpes de Kowalski.
El jefe del grupo dio vuelta a Kowalski y le abrió uno de los párpados. Luego se acercó al teléfono, situado cerca de la ventana, marcó un número local y esperó. Todavía jadeaba. Cuando contestaron al teléfono, dijo a la persona situada al otro extremo del hilo:
—Lo tenemos... ¿Luchado? Claro que ha luchado, como un demonio... Nos soltó una bala, y Guerini tiene la rodilla fastidiada. Capetti encajó un golpe en las partes y Vissart está sin sentido... ¿Cómo? Sí, el polaco está vivo. ¿No eran ésas las órdenes? De otro modo no hubiese causado tantos
estragos...
Bueno,
está
herido,
eso
sí.
No,
no,
inconsciente... Oye, no necesitamos el panier à salade [el coche celular], sino un par de ambulancias. Y cuanto antes.
Colgó con fuerza el receptor y murmuró «Malditos sean» al mundo en general. Por la estancia yacían esparcidos los fragmentos de los muebles como leña para el fuego, que sería para lo único que servirían. Habían calculado que el polaco sería reducido en el mismo rellano. No habían retirado ningún mueble de la sala, y ello les había obstaculizado la acción. Él mismo había recibido en pleno pecho un sillón que el polaco le había arrojado con una sola mano. Y dolía.
»¡Maldito polaco! –pensó–. Esos pájaros de la oficina no nos habían dicho qué clase de tipo era.»
Quince minutos más tarde, dos ambulancias «Citröen» se detenían frente al edificio. Un médico subió al piso. Examinó
a Kowalski durante cinco minutos. Finalmente, arremangó la manga del hombre inconsciente y le administró una inyección. Mientras los dos camilleros, con paso vacilante, se dirigían hacia el ascensor llevando al polaco, el médico se volvió
hacia el corso herido, que no había cesado de mirarle, dolorido, desde su charco de sangre, junto a la pared. El doctor retiró las manos del herido de su rodilla, echó
una ojeada y emitió un silbido.
—Bueno. Morfina y al hospital. Voy a administrarle el pinchazo. Aquí no puedo hacer nada más. De todos modos, mon petit, se acabó tu carrera en este oficio. Guerini contestó al médico con un torrente de insultos, mientras la aguja hipodérmica penetraba en sus carnes. Vissart estaba sentado, con las manos en la cabeza y una expresión atontada en el rostro. Capetti ya estaba en pie, apoyado en la pared, dando arcadas sin conseguir vomitar. Dos de sus colegas lo agarraron por los sobacos y lo condujeron al pasillo exterior. El jefe del grupo ayudó a Vissart a levantarse, mientras los camilleros de la otra ambulancia se llevaban el cuerpo inerte de Guerini.
Ya en el rellano, el jefe de los seis echó una última mirada a la escena. El doctor estaba a su lado.
—Cómo ha quedado el lugar, ¿verdad?–dijo el médico.
—Que lo limpien los de la oficina local–dijo el jefe–. Al fin y al cabo es suyo.
Y con estas palabras cerró la puerta. Las de los departamentos 22 y 24 también estaban abiertas, pero los interiores no habían sufrido desperfectos. El jefe cerró las dos puertas.
—¿No hay vecinos?–pregunto el doctor.
—No–dijo el corso–, alquilamos todo el piso. Precedido por el doctor, ayudó al desmadejado Vissart a bajar hasta los coches que los esperaban. Doce horas más tarde, después de un rápido viaje a través de Francia, Kowalski yacía en el camastro de una celda, debajo de los barracones de una fortaleza, en las afueras de París. La celda tenía las clásicas paredes encaladas, cubiertas de manchas de humedad y de obscenidades, con alguna que otra jaculatoria piadosa intercalada. Mal ventilada y tórrida, olía a una mezcla de ácido fénico, sudor y orines. El polaco yacía boca arriba en una estrecha litera de hierro cuyas patas estaban empotradas en el suelo de cemento. Aparte del jergón y una manta enrollada debajo de la cabeza, la litera no contenía otras ropas. Dos fuertes correas sujetaban sus tobillos, y otras dos sus muslos y sus muñecas. Una, más ancha, le cruzaba el pecho. Seguía inconsciente, pero respiraba profundamente y de manera irregular. Le habían lavado la sangre de la cara, y suturado la oreja y el cuero cabelludo. Un apósito enyesado le sostenía la nariz rota, y a través de los labios abiertos se veían las raíces de dos dientes rotos. El resto de la cara aparecía tumefacto.
Debajo de la espesa mata de pelo negro que le cubría el tórax, el vientre y los hombros, apenas se divisaban los cardenales producidos por los puños y las botas de sus asaltantes. La muñeca derecha había sido abundantemente vendada.
El hombre de la bata blanca terminó su examen, se incorporó
y guardó el estetoscopio en su maletín. Se volvió e hizo una seña al hombre situado detrás de él, quien llamó a la puerta. Alguien la abrió desde fuera, y los dos salieron de la celda. La puerta volvió a cerrarse, y el carcelero colocó
inmediatamente en su sitio las dos enormes barras de acero que la aseguraban.
—¿Con qué le dieron? ¿Con un tren expreso en marcha?–preguntó el doctor, mientras recorrían el pasillo.
—Se necesitaron seis hombres para conseguir este resultado
–contestó el coronel Rolland.
—Pues hicieron un trabajo a fondo, ciertamente. Poco faltó
para que lo mataran. De no haber sido fuerte como un toro, lo liquidan.
—No hubo otro remedio –contestó el coronel–. Dejó fuera de combate a tres de mis hombres.
—Vaya pelea, ¿no?
—Desde luego. Bueno, ¿cuál es su diagnóstico?
—En términos profanos: posible fractura de la muñeca derecha, pues tenga en cuenta que no he podido hacerle ninguna radiografía; heridas en la oreja izquierda y el cuero cabelludo; y la nariz rota. Múltiples cortes y hematomas, ligera hemorragia interna, que puede empeorar y matarle, o puede solucionarse por sí misma. Este hombre goza de lo que podríamos llamar una salud de hierro; o gozaba de ella, por lo menos. Lo que me preocupa es la cabeza. Hay conmoción, ciertamente, pero no sé si grave o leve. No hay señales de fractura de cráneo, aunque no por culpa de sus hombres. Simplemente, tiene un cráneo duro como el marfil. Pero la conmoción puede empeorar si no se le deja en paz.
—Tengo que formularle ciertas preguntas–observó el coronel, mirando fijamente el extremo encendido de su cigarrillo. La enfermería de la prisión se hallaba a un lado, y las escaleras que conducían a la planta baja, al otro. Los dos hombres se detuvieron antes de separarse. El doctor miró con disgusto al jefe del Servicio de Acción.
—Esto es una prisión–dijo con calma–. De acuerdo. Destinada a los que atentan contra la seguridad del Estado. Pero yo soy todavía el médico de la prisión. Y en lo que se refiere a la salud de los prisioneros mando yo. Este pasillo... –e indicó
con un movimiento de la cabeza el que acababan de abandonar–... me está prohibido. Se me ha explicado claramente que lo que ocurre aquí abajo no es cosa mía, y no tengo nada que oponer a ello. Pero quiero advertirle una cosa: si, con sus métodos, empiezan ustedes a «interrogar» a este hombre antes de que se haya repuesto, o morirá o se volverá loco de remate.
El coronel Rolland escuchó la amarga predicción del doctor sin mover un solo músculo.
—¿Por cuánto tiempo?–preguntó.
El doctor se encogió de hombros.
—Imposible decirlo. Puede recobrar el conocimiento mañana, o tardar unos días. Y aunque lo recobre, puede que no esté en condiciones de ser interrogado, quiero decir desde el punto de vista médico, por lo menos durante un par de semanas. Como mínimo. Y eso suponiendo que la conmoción sea leve.
—Hay ciertas drogas...–murmuró el coronel.
—Sí, las hay. Y no tengo intención de recetárselas. Usted puede conseguirlas, probablemente podrá. Pero no por mi intermedio. En cualquier caso, nada de lo que este hombre pueda decirles tendrá el menor sentido. Probablemente será un galimatías. Tiene el cerebro embarullado. Puede que se le aclare y puede que no. De todos modos, necesita su tiempo. En este caso, las drogas producirían simplemente un idiota,
inútil para ustedes y para todos. Probablemente tardará una semana en mover un solo párpado. Ustedes tendrán que esperar. Con estas palabras, giró sobre sus talones y entró en la enfermería.
Pero el doctor estaba equivocado. Kowalski abrió los ojos tres días más tarde, el 10 de agosto, y aquel mismo día tuvo su primera y única sesión con sus interrogadores. El Chacal dedicó los tres días que siguieron a su regreso de Bruselas a dar los últimos toques a sus preparativos para su próxima misión en Francia.
Con su nuevo permiso de conducir a nombre de Alexander James Quentin Duggan en el bolsillo, acudió a «Fanum House», sede del Automóvil Club, y adquirió un permiso de conducir internacional al mismo nombre.
Compró un juego de valijas de cuero en la tienda de un ropavejero, especializado en artículos para viaje. En una de ellas guardó las prendas, con las cuales, si era necesario, se disfrazaría de pastor Pen Jensen, de Copenhague. Antes, arrancó las etiquetas del fabricante danés de las tres camisas corrientes que había comprado en Copenhague y las aplicó al traje de clergyman, al cuello y a la pechera negra que había comprado en Londres, después de retirar de estas últimas prendas las etiquetas del fabricante inglés. A todo ello añadió los zapatos, los calcetines, la ropa interior y el traje gris que un día podían ayudarlo a encarnar el personaje del pastor Jensen. En la misma maleta guardó las prendas del estudiante americano Marty Schulberg: las chancletas, los calcetines, los pantalones de lona, las camisetas deportivas y el anorak.
Descosió el forro de la maleta e introdujo entre las dos capas de cuero que formaban los rígidos costados de aquélla el pasaporte de los dos extranjeros en quienes un día podía desear transformarse. Finalmente, metió en la valija el libro danés sobre las catedrales francesas, los dos juegos de anteojos, uno para el danés y el otro para el americano, los dos diferentes juegos de lentes de contacto de color, cuidadosamente envueltos en papel fino, y los tintes para el cabello.
En la segunda maleta metió los zapatos, los calcetines, la camisa y los pantalones de confección y estilo franceses que había comprado en el Marché aux Puces de París, juntamente con el capote militar y la boina negra. Debajo del forro de esta valija guardó los documentos falsos del francés de mediana edad André Martin. Esta valija quedó vacía en parte, porque pronto debería contener, además, una serie de estrechos tubos de acero que servían de funda a un fusil de caza con sus municiones.
En la tercera valija, ligeramente más pequeña, guardó los efectos de Alexander Duggan: zapatos, calcetines, ropa interior, camisas, corbatas, pañuelos y tres elegantes trajes. Debajo del forro de esta valija ocultó varios fajos, poco voluminosos, de billetes de diez libras, hasta un total de mil libras, que había retirado de su cuenta corriente particular a su regreso de Bruselas.
Cada una de las valijas fue cuidadosamente cerrada con llave, y las llaves pasaron a su llavero particular. El traje gris claro fue llevado a la tintorería, y colgado después en el armario de su departamento. En el bolsillo superior del saco guardó el pasaporte, el permiso de conducir, el internacional, y un sobre con cien libras en billetes. En la última pieza de su equipaje, un cómodo maletín de mano, guardó los elementos de afeitar, el pijama, la esponja y la toalla, además de sus últimas compras: un ligero arnés de cincha finamente cosida, una bolsa de dos onzas de yeso de París, varios rollos de vendas anchas, media docena de rollos de tela adhesiva, tres paquetes de algodón hidrófilo y un par de fuertes tijeras de hojas romas pero poderosas. El maletín viajaría como equipaje de mano, porque sabía por experiencia que en las Aduanas de cualquier aeropuerto una valija de mano no era generalmente la pieza del equipaje elegida por el funcionario para efectuar un registro más o menos rutinario. Terminadas sus compras y completado su equipaje, había llegado al fin de sus preparativos. Los disfraces de pastor Jensen y de Marty Schulberg eran, así lo esperaba, meros elementos tácticos de precaución que probablemente no llegaría a utilizar, salvo si las cosas marchaban mal y se veía obligado a prescindir de la identidad de Alexander Duggan. La de André Martin, en cambio, era vital para su plan, y tal vez las otras dos resultaran innecesarias. En tal caso, la valija completa podía ser abandonada en cualquier depósito de equipajes una vez realizado el trabajo. Aun entonces, pensaba, podía necesitar alguno de los dos disfraces para escapar. André Martin, y el arma también podían ser abandonados una vez cumplida la misión, puesto que no podía volver a utilizarlos. Entraría en Francia con tres valijas y un maletín, y calculaba que saldría de ella con una sola valija y el maletín.
Terminada esta tarea, se dispuso a esperar los dos documentos que le faltaban para entrar en acción. Uno de ellos era el número de teléfono de París, que podría utilizar para obtener información acerca de los dispositivos de seguridad en torno del Presidente francés. El otro era la notificación escrita, de Herr Meier, de Zurich, de que doscientos cincuenta mil dólares habían sido ingresados en su cuenta.
Mientras esperaba las dos cartas, se dedicó a ejercitarse, en su propio departamento, en imitar la manera de andar de un cojo. A los dos días quedó convencido de que había conseguido una imitación lo bastante correcta para impedir que nadie sospechara que no tenía un tobillo o una pierna rotos. La primera carta que esperaba llegó la mañana del día 9 de agosto. Era un sobre estampillado en Roma y contenía este mensaje: «Podrá ponerse en contacto con su amigo a través del MOLITOR 5901. Identifíquese con las palabras: «Ici Chacal.»
La respuesta será: «Ici Valmy.» Buena suerte.»
Hasta la mañana del día 11 no llegó la carta de Zurich. El Chacal exhibió una amplia sonrisa al leer la confirmación de que, ocurriera lo que ocurriera, mientras conservara la vida era ya un hombre rico para el resto de sus días. Si su futura operación triunfaba, sería más rico aún. Y no dudaba de que triunfaría. Nada había dejado al azar. Pasó el resto de aquella mañana al teléfono sacando pasajes de avión, y fijó su marcha para la mañana siguiente, 12 de agosto.
En el sótano reinaba el silencio, sólo interrumpido por la respiración, fuerte pero regular, de los cinco hombres situados detrás de la mesa, y por el jadeo del hombre atado a la dura silla de roble situada frente a aquélla. Hubiera sido imposible decir cuáles eran las dimensiones del sótano, o cuál el color de sus paredes. No había más que un islote de luz en la habitación, limitado a la silla de roble y al prisionero. La luz procedía de una vulgar lámpara de sobremesa como las que suelen emplearse para leer, pero la bombita era de una potencia y un brillo extraordinarios, que sumaban sus efectos al agobiante calor que reinaba en el sótano. La lámpara había sido aplicada al borde izquierdo de la mesa, y su pantalla móvil enfocada de modo que dirigía toda su luz a la silla, situada a poco menos de dos metros de la mesa.
Parte del círculo de luz alcanzaba la manchada superficie de la mesa, iluminando aquí y allá las puntas de unos dedos, una mano y una muñeca, un cigarrillo que enviaba hacia el techo una fina columna de humo.
Tan fuerte era la luz que, por contraste, el resto del sótano quedaba en tinieblas. Los torsos y los hombros de los cinco hombres sentados en fila detrás de la mesa resultaban invisibles para el prisionero. Para ver a sus interrogadores, hubiese tenido que levantarse de la silla y pasar a un lado, para que el resplandor indirecto de la lámpara dibujara sus siluetas.
Pero eso era algo que no podía hacer. Unas correas forradas sujetaban firmemente sus tobillos contra las patas de la silla. Del extremo de cada una de éstas partía un ángulo de
hierro atornillado en el suelo de cemento. La silla tenía brazos, y también las muñecas del prisionero habían sido atadas a éstos con unas correas. Otra correa le rodeaba la cintura, y una tercera su poderoso y velludo torso. El forro de las correas aparecía empapado en sudor. Aparte de las manos inactivas, la superficie de la mesa aparecía casi desnuda. Su único adorno era una hendidura con bordes de latón, con mango de baquelita, que podía moverse hacia arriba y hacia abajo a lo largo de la ranura. Al lado de éste había un simple interruptor. La mano derecha del hombre
situado
al
extremo
de
la
mesa
descansaba
descuidadamente muy cerca de los mandos. Pequeños pelos negros cubrían el dorso de aquella mano. Dos cables descendían por debajo de la mesa, uno conectado con el interruptor y el otro con el mando de la corriente, en dirección a un pequeño transformador eléctrico puesto en el suelo cerca de los pies del hombre que se hallaba en el extremo de la mesa. Del transformador partía un cable negro, más grueso, con forro de goma, que terminaba en un gran enchufe empotrado en la pared, detrás del grupo. En el rincón más apartado del sótano, detrás de los interrogadores, se hallaba un hombre solo, sentado ante una mesa de madera, de cara a la pared. Un leve resplandor verde denotaba que el grabador que tenía ante sí estaba funcionando, si bien las dos bobinas permanecían inmóviles. Aparte de las respiraciones, el silencio del sótano era casi tangible. Todos los presentes estaban en mangas de camisa, remangadas y empapadas en sudor. El olor era acre, una mezcla de sudor, metal, humo frío y vómitos humanos. Aun este último hedor, muy intenso, quedaba ahogado por otro aún más fuerte: el hedor inconfundible del miedo y el dolor. Por fin, el hombre que se hallaba en el centro habló. Su voz sonó correcta, amable y halagadora.
—Écoute, mon p'tit Viktor. Acabarás por hablar. Tal vez no ahora. Pero sí tarde o temprano. Eres un valiente. Lo sabemos. Y te felicitamos por ello. Pero ni siquiera tú
puedes resistir mucho más tiempo. Así, pues, ¿por qué no nos lo cuentas todo? ¿Crees que el coronel Rodin te prohibiría hablar si estuviera presente? Te equivocas. Te ordenaría que nos lo contaras todo. Él mismo nos lo contaría todo para ahorrarse más molestias. Tú lo sabes bien: al final, siempre acaban por hablar. N'est-ce pas Viktor? Tú les has visto hablar,
hein?
No
hay
nadie
que
pueda
resistir
indefinidamente. Así, pues, ¿por qué no hacerlo ahora, hein?
Luego, a la cama otra vez. Y dormir, dormir, dormir. Nadie te molestará...
El hombre de la silla levantó el rostro demudado, reluciente de sudor, hacia la luz. Sus ojos aparecían cerrados por
efecto de los cardenales causados por los pies de los corsos en Marsella, o porque los cegaba la luz; imposible saberlo. El rostro miró hacia la mesa unos momentos, la boca se abrió
e intentó hablar. Un hilito de vómito emergió de sus labios, y bajando por el velludo pecho fue a unirse al charco que se había formado en su regazo. La cabeza volvió a caer hacia delante, hasta que el mentón tocó el pecho. Al mismo tiempo, a modo de respuesta, la mata de pelo crespo osciló
lateralmente.
La voz volvió a sonar desde detrás de la mesa.
—Viktor, écoute-moi. Eres un tipo duro. Todos lo sabemos. Todos lo reconocemos. Ya has batido la marca. Pero ni siquiera tú puedes resistir por más tiempo. Nosotros sí, Viktor, nosotros sí podemos. Si no hay más remedio, podemos mantenerte con vida y consciente durante días y semanas enteras. No confíes en el piadoso olvido de otros tiempos. Actualmente somos técnicos; y hay drogas, tu sais. El tercer grado se acabó, probablemente para siempre. Por consiguiente,
¿por qué no hablar? Nosotros comprendemos, ¿sabes? Sabemos lo que es el dolor. Pero los pequeños «cangrejos» no comprenden nada.
Simplemente,
no
comprenden,
Viktor.
Y
siguen
funcionando, funcionando. ¿Quieres hablar, Viktor? ¿Qué están haciendo en el hotel de Roma? ¿Qué están esperando?
Colgando contra el pecho, la cabezota se movió lentamente de un lado a otro. Fue como si los ojos cerrados examinaran, primero una y después la otra las pequeñas pinzas de cobre –
los pequeños «cangrejos»–aferradas a los pezones, o la pinza más grande que estrechaba entre sus dientes la punta del pene.
Las manos del hombre que había hablado, delgadas, blancas, llenas de paz, reposaban frente a él en un islote de luz. Esperó unos momentos más. Una de las blancas manos se separó
de la otra, el pulgar doblado sobre la palma y los otros cuatro dedos abiertos y extendidos, y se apoyó en la mesa. En el extremo de la mesa, la mano del hombre situado cerca del interruptor eléctrico movió la palanca de latón por la escala graduada, pasándola del número dos al cuatro; después, entre el pulgar y el índice, tomó el interruptor. La mano del hombre que se hallaba en el centro de la mesa retiró los dedos extendidos, levantó, una vez, el índice en el aire, y luego apuntó con el mismo hacia abajo, en la señal internacional
que
indica:
«Adelante.»
El
interruptor
eléctrico se puso en marcha.
Las pequeñas pinzas metálicas fijadas en el cuerpo del hombre sentado en la silla, y conectadas por medio de cables al interruptor, parecieron cobrar vida con un ligero zumbido. En silencio, el enorme cuerpo sentado en la silla saltó en el aire, como por levitación, propulsado por una mano invisible.
Las piernas y las muñecas ejercieron una presión brutal contra las correas, hasta que notó que, a pesar del forro, el cuero acabaría por penetrar a través de la carne y el hueso. Los ojos, que los médicos creían incapaces de ver a través de la hinchazón que los rodeaba, desafiaron a la medicina y salieron de sus órbitas para mirar hacia el techo. La boca se abrió, como en expresión de sorpresa, medio segundo antes de que el aullido demoníaco brotara de los pulmones. Un aullido interminable, sin pausas, eterno...
Viktor Kowalski capituló a las 4.10 de la tarde, y el grabador se puso en marcha.
Cuando empezó a hablar, o mejor, a divagar, entre gemidos y quejidos, de manera incoherente, la serena voz del hombre del centro de la mesa intervino repetidamente para imprimir una dirección rectilínea a la confesión.
—Por qué están allá, Viktor... en aquel hotel... Rodin, Montclair y Casson... qué temen... dónde han estado, Viktor..., a quién han visto... por qué no ven a nadie, Viktor... Dilo, Viktor... Por qué Roma... antes de Roma... Por qué Viena, Viktor... dónde, de Viena... en qué hotel...
¿Por qué estaban allá, Viktor?
Kowalski volvió a caer en su silencio al cabo de cincuenta minutos; sus últimas palabras, vagas, inconexas, fueron registradas hasta el fin. La voz, detrás de la mesa, continuó, con más suavidad, durante unos minutos más, hasta que fue evidente que no habría más respuestas. Entonces el hombre que se hallaba en el centro de la mesa dió una orden a sus subordinados, y la sesión tocó a su fin. La cinta grabada fue retirada y enviada en un coche rápido desde el sótano de la fortaleza de las afueras de París a las oficinas del Servicio de Acción.
La radiante tarde que había caldeado las calles de París durante el día se transformó en un anochecer dorado, y a las nueve se encendieron los faroles públicos. Por la orilla del Sena las parejas paseaban como suelen hacerlo en las noches de verano, tomados de la mano, como sorbiendo el vino de la noche, del amor y la juventud que nunca, por más que lo intentaran, volvería a ser el mismo. Los cafés, a lo largo de la orilla, eran un bullicioso hervidero de conversación y ruido de copas, saludos y protestas burlonas, risas y cumplidos, esa extraña mezcla que constituye la típica conversación francesa y que da su magia al río Sena en un anochecer de agosto. Hasta era casi posible perdonar a los turistas su presencia y los dólares que traían con ellos. En una pequeña oficina, cerca de la Porte des Lilas no reinaba la misma despreocupación. Tres hombres se hallaban sentados en torno de un grabador que funcionaba lentamente sobre una mesa. Trabajaron largas horas en ello. Uno de los
tres hombres accionaba los mandos de acuerdo con las instrucciones de otro, que quería volver a oír un fragmento una y otra vez antes de seguir adelante. Este último llevaba puestos unos auriculares y aparecía concentrado en su esfuerzo por descifrar palabras coherentes a través del torbellino de sonidos que llegaba a sus oídos. Con un cigarrillo entre los labios, cuyo humo azulado hacía lagrimear sus ojos, hacía una señal con los dedos al operador cuando deseaba volver a oír un fragmento. A veces, antes de indicar al operador que podía seguir, escuchaba, media docena de veces, un pasaje de unos diez segundos de duración. Luego, dictaba el último pasaje escuchado.
El tercer hombre, un joven secretario rubio, estaba sentado ante una máquina de escribir y esperaba que le dictaran. Las preguntas que habían sido formuladas en el sótano de la fortaleza eran fáciles de entender, y llegaban claras y precisas a través de los auriculares. Las respuestas eran más inconexas. El secretario escribía la transcripción en forma de diálogo o de entrevista: las preguntas empezaban siempre en una línea nueva, después de la inicial P. Las respuestas empezaban en la línea siguiente, después de la inicial R. Estas últimas eran deshilvanadas, y obligaban a utilizar buen número de puntos suspensivos cuando el sentido de las frases se interrumpía bruscamente.
Eran casi las doce de la noche cuando terminaron. A pesar de la ventana abierta, el aire aparecía azulado por el humo de los cigarrillos y olía como un depósito de pólvora. Los tres hombres se levantaron molidos. Tuvieron que desperezarse y estirar los miembros para librarse del dolor muscular que los atenazaba. Uno de los tres descolgó el teléfono, pidió línea y marcó un número. El hombre de los auriculares se los quitó y volvió a enrollar la cinta en su tambor original. El joven rubio retiró de la máquina las últimas hojas, separó las de papel carbónico intercaladas y empezó a disponer en montones separados las hojas de las tres copias de la confesión. El primer juego sería para el coronel Rolland, el segundo para los archivos, y el tercero sería mimeografiado para hacer del mismo otras copias destinadas a los jefes de departamento, para el caso de que Rolland considerara conveniente distribuirlas. La llamada encontró al coronel Rolland en el restaurante donde había estado cenando con unos amigos. Como de costumbre, el elegante y solterón funcionario se había mostrado ingenioso y galante, y sus cumplidos dirigidos a las damas presentes habían sido altamente apreciados por ellas, si no por sus maridos. Cuando el mozo lo llamó al teléfono, se excusó y salió. El teléfono estaba en el mostrador. El
coronel dijo simplemente «Rolland» y esperó, mientras la persona que lo llamaba se identificaba. Entonces Rolland hizo lo mismo, por el sistema de intercalar en la primera frase de su conversación la consigna previamente convenida. Quien lo hubiese escuchado, habría descubierto que acababan de informar al coronel de que su coche, que estaba en el taller, ya había sido reparado, y que el coronel podía enviar a recogerlo cuando quisiera. Rolland dio las gracias a su informante y volvió a la mesa. Cinco minutos después se excusaba cortésmente, explicando que le esperaba una mañana de mucho trabajo, por lo que no debía acortar, excesivamente, su ración de sueño. Diez minutos más tarde se hallaba solo en su coche, andando a toda velocidad a través de las concurridas calles de la ciudad hacia el barrio, más tranquilo, de la Porte des Lilas. Llegó a su despacho poco después de la una de la madrugada, se quitó su impoluta chaqueta oscura, encargó café al personal de turno y llamó a su ayudante.
La primera copia de la confesión de Kowalski llegó con el café. La primera vez leyó rápidamente las veintiséis páginas del legajo, intentando captar el sentido general de lo que el legionario, mentalmente desquiciado, había dicho. Algo que leyó hacia la mitad de la confesión le llamó la atención y le hizo fruncir el ceño, pero siguió leyendo hasta el fin sin detenerse.
Su segunda lectura fue más lenta, más cautelosa, dedicando más atención a cada párrafo. La tercera vez empuñó un lápiz marcador de la bandeja situada frente al papel secante, y realizó una nueva lectura, más despacio todavía, tachando con una línea gruesa todas las palabras y pasajes relativos a Sylvie, Leunosequé, Indochina, Argelia, JoJo, Kovacs, Corso, cerdos y la Legión. Todo aquello lo comprendía y no le interesaba.
Buena parte de la confesión se refería a Sylvie, y había algunas alusiones a una mujer llamada Julie, que nada significaba para Rolland. Una vez suprimido todo aquello, la confesión no hubiese ocupado más de seis páginas. Intentó
extraer algún sentido de los pasajes restantes. Roma. Los tres jefes estaban en Roma. Bueno, esto ya lo sabía. Pero,
¿por qué? La pregunta había sido formulada ocho veces. La respuesta, aproximadamente, había sido siempre la misma. No querían que los raptaran, como le había ocurrido a Argoud en febrero. Muy natural, penso Rolland. ¿Habría perdido el tiempo con la operación Kowalski? Había una palabra concreta que el legionario había mencionado dos veces, o más bien tartajeado dos veces, en respuesta a aquellas ocho preguntas idénticas. La palabra era «secreto». ¿Como adjetivo? Nada
había de secreto acerca de su presencia en Roma. ¿O como sustantivo? ¿Qué secreto?
Rolland leyó hasta el final por décima vez, y luego retrocedió hasta el principio. Los tres hombres de la OAS
estaban en Roma. Estaban allí porque no querían que los raptasen. No querían que los raptaran porque estaban en posesión de un secreto.
Rolland sonrió irónicamente. Él había estado en lo cierto, más que el general Guibaud, al suponer que Rodin no se había escondido por miedo.
Así que conocían un secreto. ¿Qué secreto? Todo parecía proceder de algo ocurrido en Viena. La palabra Viena aparecía tres veces, pero al principio Rolland había creído que se trataba de la ciudad de Vienne, situada a treinta y pico de kilómetros al sur de Lyon. Pero tal vez se tratara de la capital austríaca y no de la ciudad francesa provinciana. Celebraron una reunión en Viena. Después fueron a Roma y se instalaron de forma que no pudieran raptarlos y obligarlos a revelar un secreto. El secreto debió de surgir en Viena. Pasaban las horas y se sucedían las tazas de café. En el cenicero, crecía la montaña de cigarrillos. Antes de que el cielo empezara a palidecer por encima de los suburbios del este del Boulevard Mortier, el coronel Rolland sabía que estaba sobre una pista.
Faltaban datos. ¿Faltaban realmente, y para siempre, puesto que el mensaje recibido por teléfono a las tres de la madrugada le había informado de que Kowalski no volvería a ser interrogado porque había muerto? ¿O se hallaban ocultos entre el desarticulado texto que había brotado de aquel perturbado cerebro a medida que menguaba su capacidad de resistencia?
Con la mano derecha, Rolland empezó a señalar algunas piezas sueltas del rompecabezas que no parecían encajar en el texto. Kleist, un hombre llamado Kleist. Kowalski, siendo polaco, había pronunciado el nombre correctamente, y Rolland, que no había olvidado las nociones de alemán aprendidas durante la guerra, lo escribió correctamente, a pesar de que el secretario francés lo había hecho erróneamente. ¿Se trataba de un hombre? ¿O acaso de un lugar? Llamó al conmutador y ordenó que buscaran una guía telefónica de Viena y vieran si encontraban a una persona o un establecimiento llamado Kleist. La respuesta llegó a los diez minutos. Había, en Viena, dos columnas de Kleist, todos simples particulares, y dos establecimientos que llevaban aquel mismo nombre: la
«Escuela Primaría-Masculina Ewald Kleist» y la «Pensión Kleist», en la Bruckneralle. Rolland anotó los dos nombres, pero subrayó la «Pensión Kleist». Y siguió leyendo.
Había varias alusiones a un extranjero acerca del cual Kowalski parecía albergar sentimientos contradictorios. A veces utilizaba la palabra bon, bueno, para referirse a aquel hombre; otras veces lo llamaba un fâcheur, un tipo molesto, enojoso. Poco después de las cinco de la mañana el coronel Rolland envió a buscar la cinta magnetofónica y el grabador y pasó una hora escuchando la confesión. Cuando, finalmente, desconectó el aparato, lanzó para sí una maldición ahogada. Hizo con la pluma varias modificaciones en el texto transcrito.
Kowalski no se había referido al extranjero llamándole bon sino blond, rubio. Y la palabra salida de aquellos labios desgarrados que había sido transcrita como fâcheur había sido en realidad faucher, en su significado de asesino. A partir de aquel momento la tarea de reconstruir el rompecabezas de Kowalski fue sencilla. La palabra «chacal», que había sido tachada cada vez que se repetía porque Rolland había creído que era un insulto que Kowalski dirigía a los hombres que lo habían detenido y lo estaban torturando, cobraba un nuevo significado. Se convertía en el nombre cifrado del pistolero rubio, extranjero, con quien los tres jefes de la OAS se habían reunido en la «Pensión Kleist» de Viena pocos días antes de buscar un refugio seguro en Roma. Ahora Rolland podía adivinar el objetivo de la oleada de atracos a Bancos y joyerías que se habían perpetrado en toda Francia durante las últimas ocho semanas. El rubio, fuese quien fuese, exigía dinero por realizar un trabajo para la OAS. Y sólo había un trabajo en el mundo por el que se pudiera exigir tal cantidad de dinero. El rubio no había sido contratado para liquidar una cuenta entre gángsters. A las siete de la mañana llamó al conmutador y ordenó al operador del turno de noche que enviara una nota urgente a la oficina del SDECE en Viena, pasando así por encima del protocolo interdepartamental, puesto que Viena se hallaba dentro del feudo de R.3 Europa Occidental. Después reclamó
todas las copias de la confesión de Kowalski y las guardó en su caja fuerte. Finalmente, empezó a redactar un informe destinado a un solo recipiendario y con la inscripción inicial «En propia mano».
Escribió con cuidado, sin emplear abreviaturas, describiendo brevemente la operación que había montado personalmente, por iniciativa propia, para capturar a Kowalski; explicó el retorno del ex legionario a Marsella, inducido a volver por la falsa creencia de que un ser querido se hallaba enfermo en el hospital, su captura por los agentes del Servicio de Acción, y haciendo una breve alusión a la circunstancia de que el hombre había sido interrogado por hombres del servicio y había hecho una larga pero confusa confesión. Se sintió
obligado a declarar escuetamente que, al resistirse a su detención, el ex legionario había herido a dos agentes, pero se había inferido a sí mismo tales daños en un intento de suicidio, que cuando, por fin, fue dominado, hubo que hospitalizarlo. La confesión la había formulado desde su lecho del hospital.
El resto del informe, que constituía su parte principal y más extensa, se refería a la confesión propiamente dicha y a la interpretación que Rolland le daba. Una vez terminada esta parte, hizo una breve pausa, mirando hacia los tejados dorados por el sol de la mañana. El coronel sabía que tenía fama de no exagerar los problemas ni dar demasiada importancia a los peligros. Redactó el párrafo final con especial esmero.
«En el momento de escribir este informe, todavía se están realizando investigaciones con el fin de conseguir pruebas que corroboren la existencia de esta conjura. Pero en el caso de que tales averiguaciones indiquen que lo dicho es la verdad, la conjura descrita constituye, en mi opinión, el plan más peligroso que los terroristas podían haber imaginado para poner en peligro la vida del presidente de Francia. Si la conjura existe tal como la hemos descrito, y si el pistolero de origen extranjero, conocido solamente por el nombre cifrado de el Chacal, ha sido contratado para atentar contra la vida del Presidente y está trazando sus planes con este fin, tengo el deber de informar a usted que, en mi opinión, nos hallamos ante un caso de emergencia nacional.»
Contra su costumbre el coronel Rolland pasó a máquina personalmente la versión definitiva del informe, introdujo la copia en limpio en un sobre con su sello personal, escribió
el nombre de su destinatario, y cerró el sobre indicando en él «máximo secreto». Finalmente, quemó las hojas del borrador y se deshizo de las cenizas arrojándolas por el desagüe del pequeño lavabo situado en un gabinete de su propio despacho. Cuando terminó, se lavó las manos y la cara. Mientras se secaba, echó una ojeada al espejo del lavabo. El rostro que le devolvió la mirada estaba perdiendo su atractivo; a pesar suyo, tuvo que reconocerlo. Los rasgos que en su juventud habían estado tan llenos de vitalidad y en su madurez tan atractivos para las mujeres empezaban a ajarse. Demasiadas experiencias, demasiado conocimiento de las honduras de bestialidad a las cuales puede descender el hombre cuando lucha contra sus hermanos por sobrevivir, demasiados planes y contraplanes, hombres a quienes enviaba a morir o a matar, a aullar en los sótanos o hacer aullar a otros hombres, habían envejecido al jefe del Servicio de Acción hasta hacerle aparentar más edad de los cincuenta y cuatro años que tenía. Había dos surcos que bajaban por los lados de su nariz hasta
las comisuras de los labios, que si se alargaban un poco más dejarían de resultar distinguidos. Dos manchas oscuras parecían haberse instalado permanentemente debajo de sus ojos, y el elegante tono gris de sus sienes se estaba volviendo blanco sin pasar por plateadas tonalidades.
«A fin de año–se dijo–voy a zafarme de todo esto.» El rostro lo miró con disgusto. ¿Incredulidad o simple resignación? Tal vez la cara estuviera en lo cierto, y no la mente. Al cabo de cierto número de años, ya no había salida. Se era lo que se era para el resto de la vida. De la Resistencia a la Policía de Seguridad, luego al SDECE y, finalmente, al Servicio de Acción. «¿Cuántos hombres y cuánta sangre en todos aquellos años?», preguntó al rostro del espejo. Y todo por Francia. « ¿Y qué diablos importa Francia?» Y el rostro le devolvió la mirada desde el espejo sin decir nada. Porque ambos conocían la respuesta. El coronel Rolland hizo llamar a un motociclista del servicio para que acudiera personalmente a su presencia. También encargó huevos fritos, pan, manteca, y más café, pero esta vez una taza grande de café con leche, con aspirinas para su jaqueca. Entregó en la mano el sobre sellado y dio las órdenes al agente. Después de comerse los huevos y el pan fue a beber su café con leche, sentado en el alféizar de la ventana abierta, la que daba hacia París. A través de kilómetros de tejados y terrazas divisaba las torres de Notre Dame y, más allá, en la bochornosa neblina, suspendida sobre el Sena, de la mañana, la Torre Eiffel. Eran ya más de las nueve de la mañana del día 11 de agosto, y la ciudad estaba en pleno movimiento, maldiciendo probablemente al agente de chaqueta negra y su sirena que, sorteando el tráfico, se deslizaba con su máquina hacia el distrito VIII.
Rolland no pudo menos de pensar que si la amenaza descrita en el despacho que el motorista llevaba podía ser evitada, de ello dependería que a fin de año tuviera todavía un empleo del cual jubilarse.
CAPITULO IX
Aquella misma mañana, un poco más tarde, el ministro del Interior se hallaba sentado a su mesa, mirando sombríamente por la ventana hacia el patio circular de abajo, iluminado por el sol. A un extremo del patio estaban las hermosas verjas de hierro forjado, decoradas con el escudo de armas de la República Francesa. Al otro lado de las verjas se extendía la Place Beauvau, donde los torrentes de tráficos procedentes
del Faubourg St. Honoré y de la Avenue de Marigny giraban alrededor de las caderas del policía que los dirigía desde el centro de la plaza.
De las otras dos calles que confluían en la plaza, la Avenue de Miromesnil y la Rue des Saussaies, otras oleadas de tráfico se precipitarían, cuando se lo ordenara el silbato del policía, para cruzar la plaza y desaparecer más allá. El agente parecía jugar con los cinco mortíferos aluviones del tráfico parisiense como un torero juega con el toro, con calma, con aplomo, dignamente, imperioso. Monsieur Roger Frey le envidió la ordenada simplicidad de su tarea y la tranquila confianza en sí mismo que ponía en ella. En las verjas de entrada al Ministerio, otros dos gendarmes contemplaban el virtuosismo de su colega en el centro de la plaza. Llevaban sus metralletas colgadas del hombro y miraban hacia el mundo exterior a través de la parrilla de hierro forjado de la doble verja, protegidos del furor de aquel mundo exterior, seguros de sus salarios, de su carrera, de su lugar bajo el sol de agosto. También a ellos les envidió
el ministro, por la sencillez de sus vidas y de sus ambiciones.
Oyó el roce de una página detrás de sí y dio un cuarto de vuelta en su sillón giratorio para situarse de cara a su mesa. El hombre sentado al otro lado de la misma cerró el expediente y lo depositó reverentemente encima de la mesa, frente al ministro. Los dos hombres se miraron en medio del silencio turbado únicamente por el tictac del reloj de bronce dorado de la chimenea y por el domesticado tráfico de la Place Beauvau.
—Bueno, ¿qué le parece?
El comisario Jean Ducret, jefe del Cuerpo de Seguridad personal del general De Gaulle, era uno de los más destacados expertos de Francia acerca de todas las cuestiones de seguridad, y particularmente en lo que se refiere a la protección de una persona determinada contra un intento de asesinato. Por eso ocupaba su cargo actual, y por eso seis conjuras para asesinar al presidente de Francia o habían fracasado en su ejecución o habían sido desarticuladas en su fase preparatoria.
—Rolland tiene razón–dijo finalmente.
Su voz era serena, desprovista de emociones. Lo mismo hubiera podido enunciar un pronóstico sobre un partido de fútbol.
—Si lo que dice es verdad, la conjura es excepcionalmente peligrosa. Todo el sistema de archivos de los Cuerpos de Seguridad de Francia, toda la red de agentes infiltrados actualmente dentro de la OAS, quedan reducidos a la
impotencia frente a un extranjero, un outsider que trabaja solo, sin contactos ni amigos. Y un profesional, además. Como dice Rolland, se trata...–repasó la última página del informe del jefe de Servicio de Acción, y leyó en voz alta–del «plan más peligroso» que se pueda imaginar.
Roger Frey se pasó los dedos por el pelo gris, que llevaba muy corto, y volvió a hacer girar su sillón de cara a la ventana. No era hombre que se irritara fácilmente, pero aquella mañana del 11 de agosto se sentía envalentonado. A lo largo de los muchos años que llevaba como leal seguidor de la causa de Charles de Gaulle, y no obstante la inteligencia y la cultura que lo habían encumbrado al cargo de ministro, habíase ganado la fama de ser un hombre duro. Los brillantes ojos azules, que podían ser cálidamente atractivos o estremecedoramente glaciales, la virilidad del tórax robusto y del rostro correcto e implacable que le habían merecido miradas de admiración de no pocas de las damas que lo trataban, no habían sido simples puntales para la plataforma electoral de Roger Frey.
En los viejos tiempos, cuando los gaullistas habían tenido que luchar, para sobrevivir, contra la enemistad americana, la indiferencia británica, la ambición giraudista y la ferocidad comunista, Frey había aprendido a ser duro en la lucha. A fin de cuentas, habían vencido, y por dos veces en dieciocho años el hombre a quien seguían había vuelto del ostracismo y el repudio para ocupar el poder supremo de Francia. Y durante los dos últimos años se había reanudado la batalla, esta vez contra los mismos hombres que por dos veces habían instaurado de nuevo al general en el poder: el Ejército. Hasta unos pocos minutos antes, el ministro había creído que la lucha estaba terminando, que, una vez más, sus enemigos habían sido reducidos a la impotencia y a la desesperanza.
Ahora sabía que no era así. En Roma, un enjuto y fanático coronel había urdido un plan que podía provocar el derrumbamiento de todo el edificio con la muerte de un solo hombre. Algunos países poseen instituciones lo bastante estables para sobrevivir a la muerte de un presidente o a la abdicación de un rey, como lo había demostrado Inglaterra veintiocho años atrás y como lo demostraría América antes de fin de año. Pero Roger Frey era plenamente consciente del estado de las instituciones francesas en 1963, y sabía que la muerte de su Presidente sería el prólogo del putsch y de la guerra civil.
—Bien–dijo finalmente sin dejar de mirar hacia el soleado patio–, habrá que decírselo.
El policía no contestó. Una de las ventajas de ser un técnico consistía en que uno hacía su trabajo y dejaba las
grandes decisiones en manos de quienes cobraban por tomarlas. Desde luego, no pensaba ofrecerse como voluntario para informar al Presidente. El ministro se volvió hacia él.
—Bien. Merci Commissaire. Solicitaré una entrevista para esta tarde e informaré al Presidente.—Su voz sonó tensa y decidida. Faltaba todavía un detalle–. No necesito rogarle que guarde un silencio absoluto sobre esto hasta que yo haya expuesto la situación al Presidente y éste haya decidido cómo desea que se lleve el asunto.
El comisario Ducret se puso en pie y salió para cruzar la plaza y bajar un centenar de metros por la carretera hasta las verjas de entrada del Palacio del Elíseo. Una vez solo, el ministro del Interior volvió a leer, muy despacio, el legajo. No le cabía duda de que el enfoque de Rolland era acertado, y el parecer de Ducret lo había confirmado en su opinión. El peligro existía, era grave, no era posible evitarlo, y el Presidente debía ser informado. Como a su pesar pulsó el intercomunicador, que zumbó en respuesta a su llamada. A través de la rejilla, ordenó:
—Comuníqueme con el secretario general del Elíseo. Un minuto después, sonó el teléfono rojo, situado al lado del intercomunicador. Levantó el receptor y escuchó durante unos segundos:
—Monsieur Foccart, s’il vous plaît.
Una nueva pausa, y, después, la engañosa y suave voz de uno de los hombres más poderosos de Francia llegó a sus oídos. Roger Frey explicó brevemente lo que deseaba y por qué.
—Cuanto antes mejor, Jacques... Sí, ya sé que debe consultar el horario. Esperaré. Por favor, llámeme en cuanto pueda. La llamada llegó al cabo de una hora. La cita fue fijada para las cuatro de la tarde, en cuanto el Presidente hubiera terminado su siesta. Por un momento, el ministro estuvo a punto de replicar que lo que tenía encima de la carpeta de su mesa era más importante que todas las siestas del mundo, pero se contuvo a tiempo. Como todos los que rodeaban al Presidente, sabía que no era aconsejable irritar al funcionario de la voz suave a quien el Presidente escuchaba siempre, y que poseía un archivo personal de información íntima más temido que conocido. Aquella tarde, a las cuatro menos veinte, el Chacal salía del «Cunningham», en Curzon Street, después de uno de los almuerzos más exquisitos y caros que los especialistas londinenses en gastronomía pueden preparar. Al fin y al cabo, meditaba para sí mientras entraba en la South Audley Street, probablemente sería su último almuerzo en Londres por una temporada y tenía sus razones para celebrarlo.
A la misma hora, un «DS 19» negro salía por las verjas del Ministerio del Interior de Francia a la Place Beauvau. El policía del centro de la plaza, advertido previamente por un grito de sus colegas apostados en las puertas, detuvo el tráfico de las calles adyacentes, y se cuadró para saludar. Un centenar de metros más abajo, el «Citröen» dobló hacia el porche de piedra gris frente al Palacio del Elíseo. También allí los gendarmes de servicio, previamente advertidos, habían detenido el tráfico para que el enorme automóvil pudiera girar y penetrar por el arco de entrada, sorprendentemente angosto. Los dos guardias republicanos de centinela, en sus garitas a ambos lados del porche, pegaron con fuerza sus manos enguantadas de blanco a sus fusiles, en posición de saludo, mientras el ministro entraba en el antepatio del palacio.
Una cadena cruzada en el arco interior del portal detuvo el coche, mientras el inspector de servicio, uno de los hombres de Ducret, echaba una rápida ojeada al interior del vehículo. Saludó con la cabeza al ministro, quien correspondió a su saludo. A un gesto del inspector, fue soltada la cadena, sobre la cual pasó el «Citröen». A unos treinta metros de grava rojiza se alzaba la fachada del palacio. Robert, el chófer, giró a la derecha y condujo el vehículo alrededor del patio en dirección contraria a las agujas del reloj, para dejar a su amo al pie de los seis peldaños de granito que conducían a la entrada.
La puerta fue abierta por uno de los dos ujieres, de uniforme negro con collares plateados. El ministro descendió
del automóvil y subió con paso ligero la escalinata para ser recibido en la puerta por el ujier mayor. Ambos se saludaron ceremoniosamente, y el ministro siguió al ujier hacia el interior del edificio. Tuvieron que esperar un momento en el vestíbulo, bajo la enorme araña suspendida de la bóveda del techo por una larga cadena dorada, mientras el ujier telefoneaba brevemente desde la mesa de mármol situada a la izquierda de la puerta. Después de colgar el auricular se volvió hacia el ministro, sonrió brevemente, y con su habitual paso majestuoso y reposado empezó a subir por las alfombradas escaleras de granito situadas a la izquierda. En el primer piso, cruzaron el ancho y corto rellano que daba sobre el vestíbulo inferior, y se detuvieron cuando el ujier llamó suavemente a la puerta situada a la izquierda del rellano. Del interior salió una respuesta apagada: «Entrez»; el ujier abrió silenciosamente la puerta y se hizo a un lado para dejar paso al ministro al interior del Salon des Ordonnances. La puerta se cerró detrás del ministro tan silenciosamente como se había abierto, y el ujier, con paso digno y mesurado, volvió a bajar al vestíbulo.
Por los grandes ventanales del otro extremo del salón, que daban al Sur, el sol entraba a raudales, bañando en calor la alfombra que cubría el suelo. Uno de los ventanales, que llegaban desde el suelo hasta el techo, estaba abierto, y de los jardines del palacio llegaba el zureo de un pichón entre los árboles. El tráfico de los Champs Elysées, a quinientos metros de distancia y completamente oculto a la vista detrás de los corpulentos tilos y hayas en plena foliación veraniega, era simplemente otro murmullo, menos audible todavía que el zureo del pichón. Como siempre que se encontraba en las salas del Palacio del Elíseo que daban al Sur, Frey, hombre de ciudad, tenía la sensación de hallarse en algún château enterrado en el corazón del campo. El ruido del tráfico del Faubourg St. Honoré, al lado del edificio, era tan sólo un recuerdo. Como el ministro no ignoraba, el Presidente adoraba el campo.
El edecán de turno era el coronel Tesseire, quien se levantó de detrás de su mesa.
—Monsieur le Ministre...
—Coronel... –Frey señaló con un movimiento de cabeza hacia la doble puerta situada en el lado izquierdo del salón–. ¿Me esperan?
—Desde luego, señor ministro.
Tesseire cruzó la sala, llamó brevemente en las puertas, abrió una de las dos hojas y anunció:
—El ministro del Interior, señor Presidente. Del interior llegó, apagada, una palabra de asentimiento. Tesseire se hizo a un lado, sonrió al ministro, y Roger Frey entró en el despacho particular de Charles de Gaulle. El ministro siempre había pensado que en aquel recinto no había nada que no proporcionara un indicio acerca de la personalidad del hombre que había encargado su decoración y su mobiliario. A la derecha había las tres altas y elegantes ventanas que, como las del Salon des Ordonnances, daban acceso al jardín. También en el estudio una de ellas estaba abierta, y el murmullo del pichón, silenciado un instante en el momento de cruzar la puerta entre las dos estancias, volvía a oírse, procedente de los jardines. Debajo de aquellos tilos y hayas se hallaban al acecho varios agentes, con armas automáticas, capaces de hacer blanco en un as de espadas a veinte pasos de distancia. Pero si alguno de ellos se dejaba ver desde las ventanas de la primera planta, podía darse por perdido. En todo el palacio, la ira del hombre a quien protegerían fanáticamente si se hacía necesario había llegado a ser legendaria, en el supuesto de que se enterara de las medidas adoptadas para su propia
protección, o si tales medidas se interferían en su intimidad. Aquélla era una de las más pesadas cruces que a Ducret le tocaba sobrellevar, y nadie le envidiaba la tarea de proteger a un hombre para quien todas las formas de protección personal constituían una indignidad que odiaba firmemente.
A la izquierda, arrimada a la pared que contenía la biblioteca, había una mesa Luis XV y encima de ella un reloj Luis XVI. El suelo aparecía cubierto por una alfombra Savonnerie confeccionada en la fábrica real de alfombras de Chaillot en 1615. La fábrica, según el Presidente había explicado una vez al ministro, había sido una fábrica de jabón antes de ser convertida en manufactura de alfombras, y de ahí el nombre que se había aplicado siempre a las alfombras salidas de sus telares.
Nada había en la estancia que no fuese sencillo, nada que no fuese digno, nada que no fuese del mejor gusto, y, sobre todo, nada que no constituyera un ejemplo visible de la grandeur de Francia. Y en ello, a los ojos de Roger Frey, se incluía el hombre de detrás de la mesa, que en aquel momento se levantaba de su asiento para saludarle con su elaborada cortesía.
El ministro recordaba que Harold King, decano de los periodistas británicos en París y el único anglosajón contemporáneo que era amigo personal de Charles de Gaulle, le había hecho observar un día que en su comportamiento personal el Presidente no era un personaje propio del siglo XX sino del XVIII. Desde entonces, cada vez que había visto a su jefe, Roger Frey había intentado en vano imaginarse una figura alta vestida de seda y brocados y ejecutando los mismos ademanes corteses de De Gaulle. Podía ver la relación, pero la imagen no cuajaba. Porque no podía olvidar las raras ocasiones en que el ponderado anciano, realmente sublevado por algo que lo había disgustado, había utilizado un lenguaje cuartelario de tan extremada crudeza que había dejado asombrados y sin habla a los restantes miembros del Gabinete. Como el ministro no ignoraba, uno de los temas susceptibles de provocar tal reacción era la cuestión de las medidas que el ministro del Interior, responsable de la seguridad de las instituciones de Francia, de las cuales la principal era el propio Presidente, se consideraba obligado a adoptar. Nunca habían estado de acuerdo sobre tal extremo, y gran parte de lo que Frey decidía sobre aquel punto debía ser ejecutado clandestinamente. Cuando pensaba en el documento que llevaba en la cartera y en la petición que se vería obligado a formular, casi temblaba.
—Mon cher Frey.
La alta figura vestida de gris había dado la vuelta al gran escritorio detrás del cual solía permanecer sentado, y le tendía una mano.
—Monsieur le Président, mes respects.
El ministro estrechó la mano que se le ofrecía. Por lo menos El Viejo parecía de buen humor. Fue invitado a sentarse en uno de los dos sillones de recto respaldo, cubiertos con una tapicería Beauvais del Primer Imperio y situados enfrente del escritorio. Charles de Gaulle, cumplidos sus deberes de anfitrión, volvió a sentarse al otro lado de la mesa, de espaldas a la pared. Se inclinó hacia atrás, y apoyó las puntas de los dedos de ambas manos sobre la superficie de madera pulida de la mesa.
—Según me han dicho, mi querido Frey, deseaba usted verme para un asunto urgente. Bien, ¿qué tiene usted que decirme?
Roger Frey tomó aliento y empezó. Explicó breve y sucintamente lo que le había traído, sabiendo que De Gaulle no era partidario de la oratoria de alto vuelo excepto de la suya propia, y tan sólo en los actos públicos. En privado, prefería la brevedad, como algunos de sus más charlatanes subordinados había descubierto con profunda turbación. Mientras el ministro hablaba, el hombre situado al otro lado de la mesa se puso perceptiblemente rígido. Erguido cada vez más en su asiento, parecía crecer por momentos, y desde lo alto de su prominente nariz miraba al ministro como si una sustancia desagradable hubiese sido introducida en su despacho por un –hasta entonces–fiel servidor. Roger Frey, sin embargo, sabía que a cinco metros de distancia su rostro no podía ser más que una mancha borrosa para el Presidente, cuya miopía ocultaba en todas las ocasiones públicas no llevando gafas, salvo para leer discursos. El ministro del Interior dio fin a su monólogo, que apenas había durado más de un minuto, mencionando los comentarios de Rolland y Ducret, y terminó diciendo:
—Traigo en la cartera el informe de Rolland. Sin decir palabra, la mano presidencial se alargó a través de la mesa. Frey extrajo el informe de su cartera y lo entregó al Presidente.
Del bolsillo superior de su chaqueta Charles de Gaulle sacó
sus gafas, se las puso, abrió la carpeta encima de la mesa y empezó a leer. El pichón había interrumpido su murmullo, como comprendiendo que no era el momento adecuado. Roger Frey se dedicó a mirar los árboles y después la lámpara de cobre, situada al lado de la carpeta. Era un hermoso flambeau de la Restauración, de plata dorada, provisto de luz eléctrica, y que durante los cinco años de la presidencia había iluminado
los documentos de Estado que pasaban durante la noche por encima de la carpeta, al lado de la cual estaba situado. El general De Gaulle era un lector rápido. Dio cuenta del informe de Rolland en tres minutos, cerró cuidadosamente la tapa de la carpeta, cruzó sus manos sobre la misma, y preguntó:
—Bien, mi querido Frey, ¿qué desea usted de mí?
Por segunda vez Roger Frey tomó aliento y se lanzó a una sucinta enumeración de las medidas que se proponía adoptar. Por dos veces utilizó la frase «a mi juicio, señor Presidente,
será
necesario,
si
queremos
evitar
esta
amenaza...» En el trigésimo tercer segundo de su discurso utilizó la frase: «El interés de Francia...»
No llegó más allá. El Presidente le interrumpió; la sonora voz repitió la palabra «Francia» como la de una deidad suprema, de un modo que ninguna otra voz francesa hasta entonces había sabido hacerlo.
—El interés de Francia, mi querido Frey, exige que su presidente no ofrezca el espectáculo de amilanarse ante la amenaza de un miserable asesino a sueldo y... –hizo una pausa, mientras el desprecio por su desconocido agresor se cernía pesadamente en el recinto–de un extranjero. Roger Frey comprendió que había perdido la partida. El general no perdió los estribos, como el ministro del Interior había temido que hiciera. Empezó a hablar con claridad y precisión, como quien quiere que sus deseos queden bien especificados. Mientras hablaba, algunas de sus frases volaron por la ventana abierta y fueron oídas por el coronel Tesseire.
—La France ne saurait accepter... la dignité et la grandeur asujetties aux misérables menaces d'un... d'un CHACAL... Dos minutos más tarde, Roger Frey salió del despacho del Presidente. Saludó con la cabeza al coronel Tesseire, franqueó la puerta del Salon des Ordonnances y bajó al vestíbulo.
«He aquí–pensó el ujier mayor, mientras escoltaba al ministro por la escalinata hasta su «Citröen» y lo veía alejarse–un hombre que tiene un problema, si alguno hubo en el mundo. Me pregunto qué le habrá dicho El Viejo.» Pero, siendo como era el ujier mayor, su rostro conservó la calma impasible de la fachada del palacio donde había servido durante veinte años.
—No, así es imposible. El Presidente estuvo tajante acerca de este punto.
Roger Frey se volvió desde la ventana de su despacho y miró
al hombre a quien se había dirigido. A los pocos minutos de haber regresado del Elíseo había hecho llamar a su jefe de
gabinete, o jefe del personal. Alexandre Sanguinetti era corso. Como el hombre en quien el ministro del Interior había delegado a lo largo de los dos últimos años gran parte de la tarea de gobernar las fuerzas de seguridad del Estado francés, Sanguinetti había conseguido una reputación que variaba ampliamente según la filiación política de quienes lo juzgaban o el concepto que tenían de los derechos civiles. Por la extrema izquierda era odiado y temido porque no vacilaba en movilizar las secciones antidisturbios de las CRS
y por las tácticas brutales que aquellos cuarenta y cinco mil matones
utilizaban
cuando
se
enfrentaban
con
una
manifestación callejera, de izquierdas o de derechas. Los comunistas lo llamaban fascista, tal vez porque algunos de los métodos que empleaba para mantener el orden público recordaban los medios usados en los paraísos obreros del otro lado del Telón de Acero. La extrema derecha, llamada también fascista por los comunistas, lo odiaba igualmente, basándose en los mismos argumentos de la supresión de la democracia y de los derechos civiles, pero más probablemente porque la implacable eficiencia de sus medidas de orden público habían evitado en gran parte el derrumbamiento total del orden que hubiese ayudado a precipitar un golpe del ala derecha ostensiblemente encaminado a restaurar aquel mismo orden. Y muchas personas corrientes lo detestaban porque los decretos draconianos que surgían de su despacho los afectaban a todos: barreras en las calles, examen de documentaciones en los cruces principales, puestos de control en las autopistas, y las fotografías, ampliamente divulgadas, de jóvenes manifestantes derribados por las porras de los CRS. La Prensa ya le había aplicado el apodo de «Monsieur Anti-OAS», y, salvo la relativamente escasa prensa gaullista, lo atacaba a fondo. Si el hecho de ser el hombre más criticado de Francia le afectaba de algún modo, lo disimulaba perfectamente. La deidad de su religión particular tenía su santuario en un despacho del Palacio del Elíseo, y dentro de aquella religión Alexandre Sanguinetti era el jefe de la curia. Miró con ávidos ojos la carpeta situada frente a él, encima de la cual estaba el sobre que contenía el informe de Rolland.
—Es imposible. Imposible. Este hombre sí que es imposible. Tenemos que proteger su vida, pero él no nos deja. Yo podría encontrar a ese hombre, a el Chacal. Pero dice usted que no se nos permite adoptar contramedidas. ¿Qué hacer, entonces?
¿Esperar a que aseste el golpe? ¿Quedarnos sentados y esperar?
El ministro exhaló un suspiro. No había esperado menos de su jefe de gabinete, pero ello no le facilitaba las cosas. Volvió a sentarse detrás de su mesa.
—Oiga, Alexandre. En primer lugar, aún no estamos absolutamente seguros de que el informe de Rolland sea cierto. No es más que su análisis personal de las divagaciones de ese... Kowalski, que ha muerto. Tal vez Rolland se equivoque. Se están efectuando investigaciones en Viena. Me he puesto en contacto con Guibaud, quien espera tener la respuesta esta noche. Pero debemos reconocer que, en esta fase, lanzar una cacería de alcance nacional en busca de un extranjero de quien sólo conocemos el nombre cifrado no es una proposición realista. Hasta aquí, debo mostrarme de acuerdo con el Presidente.
«Además, éstas son sus instrucciones... No, sus órdenes, absolutamente formales. Las repetiré para que no quede confusión alguna en nuestras mentes. No debe haber publicidad, ni una búsqueda de ámbito nacional, ni la menor indicación, fuera de un reducido círculo de nosotros, de que algo marcha mal. El Presidente piensa que si la Prensa llegara a enterarse del secreto lo celebraría como una gran fiesta, los países extranjeros se reirían a mandíbula batiente, y cualquier precaución extraordinaria que tomáramos sería interpretada, tanto aquí como en el exterior, como el espectáculo del presidente de Francia ocultándose de un hombre solo, y, para colmo, extranjero.
«Repito que el Presidente no tolerará tal cosa. De hecho...
–continuó el ministro, agitando el dedo índice para dar más énfasis a sus palabras–me ha dado a entender claramente que si algún detalle o la impresión general del asunto llegan a hacerse públicos, caerá más de una cabeza. Créame, cher ami, en mi vida le había visto tan inflexiblemente decidido.
—Pero el programa público tendrá, forzosamente, que modificarse –protestó el funcionario corso–. Hay que suspender toda aparición del Presidente en público hasta que ese hombre haya sido capturado. Sin duda el Presidente...
—El Presidente no cancelará nada. No habrá cambios, ni de una hora ni de un minuto. Hay que llevar el asunto de manera totalmente secreta.
Por primera vez desde la desarticulación de la criminal conjura de la École Militaire, en el mes de febrero, con la detención de los conjurados, Alexandre Sanguinetti tuvo la sensación de que tenía que volver a partir de cero. En los últimos dos meses, mientras luchaba contra la oleada de asaltos a Bancos y joyerías, había abrigado la esperanza de que lo peor había ya pasado. A sus ojos, el tinglado de la OAS se estaba desmoronando bajo los ataques conjuntos del Servicio de Acción desde el interior y de las hordas de policías y CRS desde el exterior; y había interpretado la oleada de crímenes como los últimos estertores del Ejército Secreto, durante los cuales el último puñado de bribones se
dedicaba al pillaje con la esperanza de conseguir dinero suficiente para pasar bien en el destierro el resto de sus vidas.
Pero la última página del informe de Rolland exponía claramente que las docenas de agentes dobles que el coronel había logrado infiltrar incluso en los niveles superiores de la OAS habían quedado desbordadas por el anonimato del pistolero, desconocido para todo el mundo menos para los tres hombres que estaban a salvo en un hotel de Roma; y Sanguinetti comprendía por sí mismo que los enormes archivos de expedientes acerca de todas las personas que alguna vez tuvieron el menor contacto con la OAS, y en los cuales el Ministerio del Interior solía confiar para su información, habían sido convertidos en un montón de papeles inútiles por un solo hecho: que el Chacal era extranjero.
—Si no se nos permite actuar, ¿qué podemos hacer?
—Yo no he dicho que no se nos permita actuar –le corrigió
Frey–. He dicho que no se nos permite actuar públicamente. Todo debe realizarse en secreto. Esto nos deja una sola alternativa. La identidad del pistolero debemos conocerla mediante una investigación secreta; debemos localizarlo, dondequiera que esté, en Francia o en el extranjero, y eliminarlo sin vacilar.
—...y eliminarlo sin vacilar. Éste es, señores, el único camino que nos queda.
El ministro del Interior pasó revista con la mirada a las personas reunidas en torno de la mesa de la sala de reuniones del Ministerio, para dar tiempo a que sus palabras penetraran, con fuerte impacto, en todas las mentes. Había, en total, catorce hombres en la sala, incluido él mismo. El ministro estaba de pie en un extremo de la mesa. Inmediatamente a su derecha se hallaba sentado su jefe de gabinete y a su izquierda el prefecto de Policía, jefe político de las fuerzas de Policía de Francia. A lo largo del lado derecho de la mesa, a partir de Sanguinetti, se sentaban el general Guibaud, jefe del SDECE, y el coronel Rolland, jefe del Servicio de Acción y autor del informe, una de cuyas copias se encontraba delante de cada uno de los presentes. Después de Rolland se encontraban el comisario Ducret, del Cuerpo de Seguridad presidencial, y Saint-Clair de Villauban, coronel de las Fuerzas Aéreas y del personal del Elíseo, gaullista fanático, pero conocido también en el círculo íntimo que rodeaba al Presidente por ser igualmente fanático en sus propias ambiciones. A la izquierda de Maurice Papon, el prefecto de Policía, estaban Maurice Grimaud, director general de la Sûreté
Nationale de Francia, y en una hilera los cinco jefes de los departamentos que constituían la Sûreté. Aunque los novelistas se complacen en presentarla como una fuerza implacable en la persecución de los criminales, la Sûreté Nationale propiamente dicha es simplemente la reducida oficina, con escaso personal, que controla las cinco ramas anticrimen que en realidad llevan a cabo todo el trabajo. La tarea de la Sûreté es administrativa, como la de la Interpol, igualmente deformada por los escritores. Entre el personal de la Sûreté no hay un solo detective.
El hombre que tenía a sus órdenes personales las fuerzas nacionales de detectives de Francia se hallaba sentado al lado de Maurice Grimaud. Era Max Fernet, director de la Policía Judicial. Aparte de sus enormes cuarteles generales en el Quai des Orfevres, mucho más espaciosos que la sede de la Sûreté en el número 11 de la Rue des Saussaies, al doblar la esquina del Ministerio del Interior, la Policía Judicial controla diecisiete centrales de Servicios Regionales, uno para cada uno de los diecisiete distritos policiales de la Francia metropolitana. Por debajo de éstos están las fuerzas policiales de barrio, 453 en total, que comprenden setenta y cuatro Comisarías Centrales, 253 Comisarías de Distrito y 126
Puestos de Policía locales. El conjunto de la red abarca un total de dos mil ciudades y pueblos de Francia. Ésta es la fuerza organizada contra el crimen. En las zonas rurales, a lo largo de las carreteras, la tarea más general de mantener la ley y el orden es desempeñada por la Gendarmería Nacional y la Policía de tráfico, los Gendarmes Móviles. En muchas zonas, por razones de eficiencia, los gendarmes y los agentes de Policía comparten las mismas instalaciones y locales. En 1963, el número de hombres a las órdenes de Max Fernet en la Policía Judicial rebasaba en muy poco los veinte mil. A la izquierda de Fernet se sentaban los jefes de las cuatro secciones restantes de la Sûreté: el Bureau de Sûreté
Publique, Renseignement Generaux, la Direction de la Surveillance du Territoire, y el Corps Républicain de Sécurité.
El primero de éstos, el BSP, se ocupaba principalmente de la protección de edificios, comunicaciones, carreteras y
cualquier otra pertenencia del Estado contra sabotajes o daños. El segundo, RG, u oficina central de registros, era la memoria de las otras cuatro secciones; en los archivos de su sede del Panthéon había cuatro millones y medio de legajos personales sobre individuos que habían llegado a conocimiento de las fuerzas de la Policía de Francia desde que estas fuerzas habían sido creadas. Se hallaban archivados, a lo largo de casi nueve kilómetros de estantes, por orden alfabético de los apellidos de las personas a que se
referían, o por el tipo de crimen por el cual la persona había sido condenada o del cual había sido simplemente acusada por sospechas. También se conservaban los nombres de los testigos que habían comparecido en juicio, y los de quienes habían sido declarados inocentes. Aunque en aquellas fechas el sistema todavía no funcionaba por medio de computadoras, los archivos se jactaban de poder desenterrar en pocos minutos los detalles de una violación cometida en un pueblecito diez años atrás, o los nombres de los testigos que habían tomado parte en un oscuro juicio que ni siquiera había merecido los honores de la publicidad. A estos legajos se añadían las huellas dactilares de todas las personas cuyas huellas habían sido tomadas en Francia, entre ellas muchísimas que no habían sido identificadas. Había también diez millones y medio de tarjetas, entre ellas las tarjetas de desembarco de todos los turistas en todos los puestos fronterizos, y las fichas hoteleras rellenadas por todos los que se habían instalado en hoteles franceses fuera de París. Sólo por razones de espacio había que eliminar de vez en cuando cierto número de dichas tarjetas con el fin de dejar lugar para las nuevas que ingresaban cada año. Las únicas fichas regularmente cumplimentadas dentro del país que no iban a RG eran las que eran rellenadas en los hoteles de París. Éstas pasaban a la Prefectura de Policía del Boulevard del Palais.
La DST, cuyo jefe se sentaba tres lugares más allá de Fernet, era y es la fuerza de contraespionaje de Francia, responsable también de mantener una vigilancia constante en los aeropuertos, muelles y fronteras de Francia. Antes de pasar a los archivos, las tarjetas de desembarco de los que entraban en Francia eran examinadas por el funcionario de la DST en el punto de entrada, con el fin de mantener bajo vigilancia y control a los indeseables.
El último hombre de la hilera era el jefe de la CRS, la fuerza de cuarenta y cinco mil hombres de la cual Alexandre Sanguinetti había hecho ya un uso tan divulgado y tan cordialmente impopular durante los dos años precedentes. Por razones de espacio, el jefe de las CRS se hallaba sentado al otro extremo de la mesa, de cara al ministro y separado de éste por toda la longitud de la mesa. Quedaba otro asiento, entre el jefe de las CRS y el coronel Saint-Clair, en el ángulo de la derecha. Lo ocupaba un hombre corpulento, el humo de la pipa del cual molestaba evidentemente al exquisito coronel sentado a su izquierda. El ministro había insistido sobre Max Fernet para que lo invitara a la reunión. Era el comisario Maurice Bouvier, jefe de la Brigada Criminal de la PJ.
—Así que ésta es la situación, señores—prosiguió el ministro–. Todos han leído el informe del coronel Rolland que está ante ustedes. Y todos han oído de mis labios las considerables limitaciones que el Presidente, en interés de la dignidad de Francia, se considera obligado a imponer a nuestros esfuerzos por suprimir esta amenaza contra su persona. Insistiré una vez más en que la investigación y cualquier acción subsiguiente a la misma deben llevarse de manera totalmente secreta. No es necesario decir que deben ustedes guardar un silencio absoluto y no discutir el asunto con nadie que no esté presente en la sala, a menos que otra persona haya sido hecha partícipe del secreto.
«Los he convocado porque creo que, sea lo que fuere lo que hagamos, tarde o temprano tendremos que apelar a los recursos de todos los departamentos aquí representados, y ustedes, los jefes de departamento, no deben albergar la menor duda en cuanto a la máxima prioridad que este asunto exige. En toda ocasión requerirá su atención inmediata y personal. No habrá
delegación a subordinados, excepto para las tareas que no pongan en descubierto la razón existente detrás del encargo confiado.
Hizo una nueva pausa. A lo largo de ambos lados de la mesa varias cabezas se inclinaron en actitud de asentimiento. Otros ojos permanecían fijos en el orador, o en el expediente colocado ante ellos. En el otro extremo, el comisario Bouvier miraba al techo, despidiendo breves bocanadas de humo por una comisura de la boca, como un piel roja enviando señales. El coronel de las Fuerzas Aéreas sentado a su lado hacía una mueca a cada aspiración.
—Y ahora –continuó el ministro–creo que ha llegado el momento de preguntarles qué piensan ustedes de ello. Coronel Rolland, ¿ha obtenido éxito su investigación en Viena?
El jefe del Servicio de Acción levantó los ojos de su propio informe y lanzó una mirada de reojo al general jefe del SDECE, de quien no recibió ni aliento ni ninguna manifestación en contra.
El general Guibaud, recordando que se había pasado la mitad del día desahogando cerca del jefe de la Sección R.3 su irritación por la decisión que aquella misma mañana había tomado Rolland de utilizar su oficina en Viena para sus propias investigaciones, miraba fijamente ante sí.
—Sí–dijo el coronel–. Esta mañana y esta tarde nuestros agentes en Viena han realizado algunas investigaciones en la
«Pensión Kleist», un pequeño hotel particular de la Brucknerallee. Llevaban consigo unas fotografías de Marc Rodin, René Montclair y André Casson. No hubo tiempo para enviarles fotografías de Viktor Kowalski, que no figuraban en el archivo de Viena.
«El recepcionista del hotel ha declarado que reconocía por lo menos a dos de los hombres. Pero no lograba localizarlos. Un poco de dinero ha refrescado su memoria, y se le ha pedido que repasara el registro del hotel de los días comprendidos entre el 12 y el 18 de junio, fecha, esta última, en que los tres jefes de la OAS se instalaron juntos en Roma.
«Por fin declaró haber recordado el rostro de Rodin como un hombre que, el 15 de junio, tomó una habitación a nombre de Schulz. Dice el recepcionista que celebró una especie de reunión de negocios por la tarde, pasó la noche en su habitación y se marchó al día siguiente.
«Recuerda que Schulz tenía un compañero, un hombre muy corpulento, de aspecto sombrío, y que precisamente por eso se acordaba de Schulz. Éste recibió por la mañana la visita de dos hombres, y los tres celebraron una reunión. Los dos visitantes pudieron ser Casson y Montclair. El empleado no está seguro, pero le parece haber visto anteriormente por lo menos una de las dos caras.
«Añade el empleado que los hombres pasaron todo el día en la habitación, aparte de una ocasión, a última hora de la mañana, en que Schulz y el gigante, que así llama a Kowalski, salieron, tardando media hora en volver. Ninguno de ellos pidió el almuerzo, ni bajaron a comer.
—¿Recibieron la visita de un quinto hombre? –preguntó
Sanguinetti, impaciente.
Rolland continuó con su informe, sin levantar la voz.
—Durante la tarde se les unió otro hombre por espacio de media hora. El empleado dice que lo recuerda porque el visitante entró en el hotel tan rápidamente, en dirección a la escalera, que sólo pudo verlo de espaldas. Pensó que sería uno de los huéspedes que se habría llevado la llave. Pero vio, eso sí, que alguien subía por la escalera. A los pocos segundos, el hombre volvía a estar en el vestíbulo. El empleado está seguro de que era el mismo porque reconoció su traje.
«El hombre utilizó el teléfono de la recepción y quiso hablar con la habitación de Schulz, la número 64. Pronunció
dos frases en francés, colgó y volvió a subir por la escalera. Pasó allí media hora y luego se marchó sin añadir una sola palabra. Cosa de una hora más tarde, los dos que habían visitado a Schulz se marcharon también, por separado. Schulz y el gigante se quedaron aquella noche y se fueron al día siguiente, después de desayunar.
«La única descripción que el recepcionista puede facilitar del visitante de la tarde es ésta: alto, edad incierta, rasgos aparentemente regulares, pero llevaba anteojos oscuros de montura gruesa, hablaba correctamente el francés, era
rubio y llevaba el pelo bastante largo y peinado hacia atrás.»
—¿Hay alguna posibilidad de que este hombre ayude a hacer un identi-kit del rubio? –preguntó el prefecto de Policía, Papon.
Rolland denegó con la cabeza —Mis... nuestros agentes se han presentado como miembros de la Policía secreta vienesa. Afortunadamente, uno de ellos puede pasar por vienés. Pero sería imposible mantener el engaño indefinidamente. El hombre ha tenido que ser interrogado en el mostrador de recepción del hotel.
—Tenemos que conseguir una descripción mejor –protestó el jefe de la Oficina de Información–. ¿No se ha mencionado ningún nombre?
—No –repuso Rolland–. Lo que acaban de oír ustedes es el resultado de tres horas dedicadas a interrogar al empleado. Se ha insistido una y otra vez en cada uno de los puntos. El hombre no recuerda nada más. A falta de un identi-kit, esa es la mejor descripción que puede facilitar.
—¿No podrían ustedes raptarlo, como a Argoud, para que nos hiciera un retrato del pistolero aquí, en París?–sugirió el coronel Saint-Clair.
El ministro intervino:
—Ni hablar de nuevos raptos. Todavía estamos en plena batalla con el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán por lo de Argoud. Estas cosas se hacen una vez, pero no pueden repetirse.
—Sin duda, en un asunto de esta gravedad la desaparición de un recepcionista de hotel podría llevarse a cabo más discretamente que el asunto de Argoud, ¿no?–sugirió el jefe de la DST.
—En todo caso, es dudoso–dijo Max Fernet, con calma–que un identi-kit de un hombre que lleva gafas de sol de montura gruesa pudiera resultar útil. Muy pocos procedimientos similares realizados sobre la base de un incidente insignificante que duró veinte segundos dos meses atrás tienen algún parecido con el criminal cuando éste es capturado. La mayoría de tales retratos podrían corresponder a medio millón de personas, y algunos de ellos sólo contribuirían a desorientarnos.
—Así que, aparte de Kowalski, que ha muerto, y que dijo todo cuanto sabía, que no era mucho, sólo hay cuatro hombres en el mundo que conocen la identidad de ese Chacal–dijo el comisario Ducret–. Uno de ellos es el propio interesado, y los otros están en un hotel de Roma ¿Y si intentáramos atraer a uno de éstos aquí?
De nuevo el ministro movió negativamente la cabeza.
—Mis instrucciones acerca de este punto son tajantes. Los raptos quedan descartados. El Gobierno italiano se pondría furioso si ocurriera algo de este estilo a pocos metros de la Via Condotti. Además, hay algunas dudas acerca de la posibilidad de realizarlo. General...
El general Guibaud levantó los ojos y miró a los presentes.
—La extensión y calidad de la pantalla protectora que Rodin y sus dos colegas han levantado a su alrededor, según los informes de mis agentes que los tienen bajo constante vigilancia, descarta esta posibilidad también desde el punto de vista práctico –dijo–. Les rodean ocho pistoleros de primera clase, ex legionarios; o siete, si Kowalski no ha sido
sustituido.
Todas
las
escaleras,
ascensores,
escalerillas de escape y tejados están vigilados. Habría que montar una operación en gran escala, probablemente con granadas de gases y ametralladoras para capturar a uno solo con vida. Aun en esta suposición, las posibilidades de sacar al hombre del país y de llevarlo a Francia, a quinientos kilómetros al Norte, con los italianos a la zaga, son ciertamente muy escasas. Contamos con hombres que figuran entre los primeros expertos del mundo en esta clase de operaciones, y dicen que ello sería imposible, salvo mediante una operación militar tipo comando.
En la sala se hizo de nuevo el silencio.
—Bien, señores–dijo el ministro–. ¿Alguna otra sugerencia?
—El Chacal debe ser hallado. Por lo menos esto está claro–contestó el coronel Saint-Clair. Varios de los presentes se miraron unos a otros, y uno o dos enarcaron las cejas.
—Por lo menos esto está claro, ciertamente–murmuró el ministro desde el extremo de la mesa–. Lo que estamos intentando hallar es el modo de hacerlo dentro de los límites que nos han sido impuestos, y partiendo de esta base tal vez podamos decidir cuál de los departamentos aquí representados es el más adecuado para llevar a cabo esta tarea.
—La protección del presidente de la República–declamó
Saint-Clair–debe depender en última instancia, cuando otros han fracasado, en el Cuerpo de Seguridad presidencial y en el Estado Mayor personal del Presidente. Nosotros, puedo asegurárselo, señor ministro, cumpliremos con nuestro deber. Algunos de los veteranos profesionales presentes cerraron los ojos sin disimular su hastío. El comisario Ducret lanzó al coronel una mirada que, si las miradas pudieran matar, hubiese dejado a Saint-Clair en el sitio.
—Pero, ¿no se ha enterado de que El Viejo no le oye?–gruñó
Guibaud, sotto voce, a Rolland.
Roger Frey levantó los ojos hacia el cortesano del Palacio del Elíseo y demostró por qué era ministro.
—El coronel Saint-Clair tiene toda la razón, desde luego–dijo, casi melosamente–. Todos cumpliremos con nuestro deber. Y estoy seguro de que el coronel es perfectamente consciente de
que
si
un
departamento
determinado
asume
la
responsabilidad de desbaratar esta conjura, y fracasa o emplea métodos susceptibles de provocar inadvertidamente una publicidad contraria a los deseos del Presidente, una censura cierta recaerá sobre la cabeza del que haya fracasado. La amenaza quedó suspendida encima de la larga mesa, más tangible que el humo azulado de la pipa de Bouvier. La cara delgada y pálida de Saint-Clair se contrajo perceptiblemente y la preocupación asomó a sus ojos.
—Todos los presentes conocemos las limitadas oportunidades que tiene el Cuerpo de Seguridad presidencial –dijo, llanamente, el comisario Ducret–. Pasamos todo nuestro tiempo en la vecindad inmediata de la persona del Presidente. Es evidente que esta investigación es de un alcance superior al que podría abarcar mi personal sin desatender sus deberes primordiales.
Nadie le contradijo, porque todos los jefes de departamento sabían que lo dicho por el jefe del Cuerpo de Seguridad presidencial era cierto. Pero ninguno de los presentes deseaba que el ministro pusiera los ojos en él. Roger Frey miró en torno de la mesa, y por fin sus miradas se detuvieron en la masa envuelta en humo del comisario Bouvier, en el otro extremo.
—¿Qué opina usted, Bouvier? Hasta ahora no ha dicho nada. El detective se quitó la pipa de los labios, logró exhalar una última bocanada de pestífero humo a la cara de Saint-Clair, que se había vuelto hacia él, y habló
serenamente, como si expusiera unos simples hechos que se le acabaran de ocurrir.
—Yo creo, señor ministro, que el SDECE no puede descubrir a este hombre a través de sus agentes en la OAS, puesto que ni siquiera la OAS sabe quién es; que el Servicio de Acción no puede eliminarlo puesto que no sabe a quién debe suprimir; en cuanto a la DST, no puede detenerlo en la frontera, porque sus agentes no saben a quién deben interceptar; y el RG no puede facilitarnos información documental acerca de él porque no sabe qué documentos debe buscar. La Policía no puede detenerle porque no sabe a quién detener, y las CRS no pueden perseguirle porque no saben a quién están persiguiendo. Toda la estructura de las fuerzas de seguridad de Francia es impotente por falta de un nombre. Me parece, por consiguiente, que la primera tarea a realizar, sin la cual todas las demás propuestas carecen de sentido, consiste en
dar un nombre a este hombre. Con un nombre, tenemos un rostro; con un rostro, un pasaporte, y con un pasaporte, una detención. Pero encontrar el nombre, y hacerlo en secreto, es una tarea puramente detectivesca.
Volvió a guardar silencio, e introdujo la boquilla de la pipa entre sus dientes. Lo que había dicho fue digerido por cada uno de los hombres sentados en torno de la mesa. Ninguno de ellos encontró un solo fallo en su razonamiento. Sanguinetti asintió lentamente con la cabeza, en dirección al ministro.
—Y dígame comisario, ¿quién es el mejor detective de Francia? –preguntó el ministro, con calma. Bouvier reflexionó unos segundos antes de volver a retirar la pipa de sus labios.
—El mejor detective de Francia, señores, es mi delegado, el comisario Claude Lebel.
—Llámele –dijo el ministro del Interior.