PRIMERA PARTE
ANATOMÍA DE UNA CONJURA
CAPITULO PRIMERO
En París, a las seis y cuarenta minutos de una mañana de marzo, hace frío; y el frío parece aún más intenso cuando un hombre está a punto de morir frente al pelotón de ejecución. El día 11 de marzo de 1963, a esa hora, en el patio principal de Fort d'Ivry, un coronel de las Fuerzas Aéreas Francesas se hallaba de pie junto a un poste hundido en la glacial arena mientras le ataban las manos al madero, y miraba con incredulidad lentamente decreciente al pelotón de soldados situado frente a él, a veinte metros de distancia. Un pie restregó el cascajo del suelo, y el leve ruido alivió un tanto la tensión mientras ceñían la venda alrededor de los ojos del coronel Jean-Marie Bastien-Thiry, cerrándolos a la luz para siempre. El murmullo de un sacerdote constituía un inútil contrapunto al rechinar de veinte cerrojos de fusil, al cargar y aprestar sus armas los soldados.
Al otro lado de los muros, un camión «Berliet» pedía paso, a bocinazos, a otro vehículo más pequeño que se había cruzado en su camino hacia el centro de la ciudad; el sonido se desvaneció, confundiéndose con la orden de »¡Apunten!» dada por el oficial al mando del pelotón. El estampido de los disparos, cuando sonó, no produjo ni la más mínima alarma en la ciudad que despertaba, aparte el hecho de que una bandada de palomas emprendió el vuelo y se mantuvo en el aire unos instantes. Segundos más tarde, el estampido solitario del coup-de-grâce se perdió en el estruendo creciente del tráfico al otro lado de los muros.
La muerte del oficial, jefe de una banda de asesinos de la Organización del Ejército Secreto que se había propuesto asesinar al presidente de Francia debía haber puesto punto final..., punto final a posteriores intentos de atentar contra la vida del Presidente. Por una jugarreta del destino vino a señalar solamente un principio, para explicar, porque será necesario sin duda explicar, por qué un cadáver acribillado quedó colgado de sus ataduras en el patio de la prisión militar de las afueras de París aquella mañana de marzo...
El sol había descendido por fin detrás de los muros del palacio, y largas sombras se extendían por el patio aportando un bien venido alivio. A las siete de la tarde del día más caluroso del año, la temperatura era todavía de 23 grados centígrados. En la ciudad achicharrada, los Parisienses, acompañados
de
quejumbrosas
esposas
y
vociferante
chiquillería, atestaban coches y trenes, dispuestos a salir de la ciudad para un fin de semana en el campo. Era el día 22
de agosto de 1962, el día en que un puñado de hombres que esperaban fuera de los límites de la ciudad habían decidido que el Presidente, el general Charles de Gaulle, debía morir. Mientras la población de la ciudad se preparaba para defenderse del calor por el relativo fresco de los ríos y las playas, detrás de la adornada fachada del Palacio del Elíseo, proseguía la reunión del Gabinete. Al otro lado del ardiente asfalto, que empezaba a enfriarse bajo la tan anhelada sombra,
dieciséis
«Citröen
DS»
negros
se
hallaban
estacionados uno detrás de otro, formando un círculo alrededor de tres cuartas partes de la zona. Los chóferes, cobijados en el lugar más umbroso, junto al muro de poniente, adonde habían llegado primero las sombras, intercambiaban las bromas insustanciales de quienes pasan la mayor parte de sus días de trabajo en espera de los caprichos de sus dueños.
Particularmente aquel día, hubieran podido oírse varios acerbos comentarios acerca de la extraordinaria duración de las deliberaciones del Gabinete, hasta que, un momento antes
de las siete y media, un ujier cubierto de collarines y medallas apareció al otro lado de las puertas de vidrio, en lo alto de la escalinata de seis peldaños del palacio, e hizo una seña a los guardias. Los chóferes tiraron inmediatamente sus «Gauloises» a medio consumir, y los apagaron pisándolos con fuerza sobre la asfalto. Los agentes de seguridad y los guardias adoptaron actitudes rígidas en sus garitas situadas a ambos lados de la entrada principal, y las macizas verjas de hierro se abrieron de par en par.
Los chóferes estaban ya al volante de sus vehículos cuando apareció el primer grupo de ministros. El ujier abrió las puertas, y los miembros del Gabinete bajaron la escalinata, al tiempo que cambiaban los últimos comentarios jocosos y se deseaban un tranquilo y reparador fin de semana. Por el mismo orden en que se encontraban estacionados, los automóviles se detenían al pie de la escalinata, uno detrás de otro, el ujier, con una reverencia, abría la puerta trasera, los ministros ocupaban sus asientos en sus respectivos coches y eran conducidos–tras recibir los saludos de la Guardia Republicana–a través del Faubourg Saint-Honoré. En diez minutos se hubieron alejado todos. Quedaban en el patio dos largos «Citröen DS 19» negros que se acercaron lentamente hasta el pie de la escalinata. El primero, que lucía el gallardete de la Presidencia de la República Francesa, era conducido por Francis Marroux, un chófer policía, procedente del campamento de instrucción del cuartel general de la Gendarmería Nacional de Satory. Su carácter retraído le había mantenido alejado de la alegre cháchara de los chóferes ministeriales en el patio; gracias a sus nervios de acero y a su habilidad como chófer, que le permitía conducir velozmente y con seguridad, se le había dado el cargo permanente de chófer personal de De Gaulle. Aparte de Marroux, el coche estaba vacío. Detrás de él, el segundo «DS
19» era conducido también por un gendarme de Satory. A las siete cuarenta y cinco, otro grupo apareció al otro lado de las puertas, y de nuevo los hombres situados en el asfalto adoptaron la posición de firmes. Vestido con su habitual traje gris carbón de corte militar, con su corbata oscura, Charles de Gaulle apareció al otro lado del cristal. Con una cortesía muy al estilo antiguo, invitó a Madame Ivonne de Gaulle a cruzar primero la puerta, y luego la tomó
del brazo para acompañarla por la escalinata hasta el
«Citröen» que esperaba. Al llegar al coche se separaron, y la esposa del Presidente subió al asiento trasero del primer vehículo por el lado izquierdo. El general se acomodó a su lado, entrando por el lado derecho.
Su yerno, el coronel Alain de Boissieu, entonces jefe del Estado Mayor de las Unidades Blindadas y de Caballería del
Ejército francés, comprobó que las dos puertas traseras quedaban bien cerradas, después de lo cual se acomodó en el asiento delantero, al lado de Marroux. Ocuparon el segundo automóvil dos miembros del grupo de funcionarios que habían acompañado al Presidente y a su esposa al bajar la escalera. Henri d'Jouder, el corpulento guardia de corps argelino de servicio aquel día, se acomodó
en el asiento delantero, al lado del chófer, y colocándose bien el revólver que llevaba bajo el brazo, se recostó
cómodamente contra el respaldo. A partir de aquel momento sus ojos se moverían incesantemente, clavándose no solamente en el automóvil que les precedía, sino en las aceras y en las esquinas por donde pasaba a toda marcha. Tras dar una última orden a uno de los agentes de seguridad de servicio que se quedaban en el palacio, el segundo hombre se acomodó, solo, en el asiento trasero. Era el comisario Jean Ducret, jefe del Cuerpo de Seguridad de la Presidencia. Junto al muro oeste, dos agentes motorizados con casco blanco pusieron en marcha los motores de sus máquinas y se dirigieron lentamente, emergiendo de entre las sombras, hacia la verja. Se detuvieron a unos tres metros de la entrada y miraron hacia atrás. Marroux alejó el primer «Citröen» del pie de la escalinata, giró hacia la verja y se detuvo detrás de los motociclistas. El segundo automóvil le siguió. Eran las 7,50 de la tarde.
De nuevo la verja de hierro se abrió de par en par, y el breve cortejo, pasando entre la guardia, enfiló el Faubourg Saint-Honoré. Al llegar al extremo del mismo, el convoy penetró en la Avenue de Marigny. A la sombra de los castaños, un joven con casco blanco, sentado a horcajadas en una motocicleta, vio pasar el cortejo; entonces se apartó del cordón y siguió en pos del mismo. El tráfico era el normal en un fin de semana de agosto, y no se había dado previo aviso del paso del Presidente. Sólo el ulular de las sirenas de los dos motociclistas advertía a los policías que estaban de servicio, quienes, en cuanto las oían, empezaban a agitar los brazos y a dar pitidos frenéticamente para detener a tiempo el tráfico.
El convoy aumentó la velocidad en la avenida sombreada por los árboles y desembocó en la soleada Place Clemenceau, cruzándola en línea recta hacia el Pont Alexandre III. Marchando al amparo de los coches oficiales, el joven de la motoneta no tuvo dificultad en seguirles. Pasado el puente, Marroux siguió a los dos motociclistas por la Avenue Général Gallieni y desde allá al ancho Boulevard des Invalides. Al llegar a aquel punto, el joven de la motoneta ya supo lo que deseaba averiguar. En la esquina del Boulevard des Invalides y Rue de Varennes aminoró la marcha y dobló en dirección a un
café situado en la misma esquina. Ya en el interior del local, sacose del bolsillo una ficha metálica, pasó a la parte trasera del café, donde se hallaba situado el teléfono, e hizo una llamada local.
El coronel Jean-Marie Bastien-Thiry esperaba en un café del suburbio de Meudon. Tenía treinta y cinco años; estaba casado y con tres hijos y trabajaba en el Ministerio del Aire. Tras la fachada convencional de su vida profesional y familiar, sentía un profundo resquemor contra Charles de Gaulle, quien, a su juicio, había traicionado a Francia y a los hombres que en 1958 lo habían llamado de nuevo al poder al ceder Argelia a los nacionalistas argelinos.
En nada le había afectado económicamente la pérdida de Argelia, y su actitud no se basaba en ninguna consideración de tipo personal. Bastien se consideraba un patriota, y estaba convencido de que serviría a su amada patria eliminando al hombre que la había traicionado. En aquella época, muchos millares de personas compartían tal opinión, pero relativamente pocos de ellos eran miembros fanáticos de la Organización del Ejército Secreto que había jurado matar a De Gaulle y derrocar su Gobierno. Bastien-Thiry era uno de éstos.
Estaba tomando una cerveza cuando lo llamaron al teléfono. El barman le pasó el tubo, y luego se dirigió al otro extremo del bar, para regular el televisor. Bastien-Thiry escuchó
unos segundos, murmuró: «Muy bien, muchas gracias», y colgó. La cerveza ya estaba pagada. Salió del bar a la vereda, sacose de debajo del brazo un periódico enrollado, y cuidadosamente lo desplegó dos veces.
Al otro lado de la calle, una mujer joven dejó caer la cortina de la ventana en el primer piso y, volviéndose hacia los doce hombres que se hallaban en la estancia, dijo:
«Carretera número dos». Los cinco más jóvenes, novatos en el arte de matar, dejaron de retorcerse las manos y se levantaron al instante.
Los otros siete eran de más edad y estaban menos nerviosos. El más veterano entre ellos en el proyecto de asesinato, y segundo de a bordo de Bastien-Thiry, era el teniente Alain Bougrenet de la Tocnaye, miembro de la extrema derecha y perteneciente a una familia de grandes terratenientes. Tenía treinta y cinco años, y estaba casado y con dos hijos. El hombre más peligroso de la estancia era Georges Watin, de treinta y nueve años, un fanático de la OAS, de anchos hombros y mandíbula cuadrada, que había sido ingeniero agrícola en Argelia y al cabo de dos años se había acreditado como uno de los más peligrosos pistoleros de la OAS. A causa de una vieja herida en una pierna lo apodaban el Rengo.
Cuando la muchacha comunicó la noticia, los doce hombres empezaron a bajar la escalera en dirección a la parte trasera de la casa, que daba a un pasaje donde se hallaban estacionados
seis
vehículos,
todos
ellos
robados
o
alquilados. Eran las 7.55.
Bastien-Thiry
había
pasado
muchos
días
preparando
personalmente el escenario del asesinato, midiendo ángulos de tiro, velocidad y distancia de los vehículos en marcha, y el nivel de concentración de los disparos necesarios para detenerlos. El lugar elegido era un largo trecho recto de carretera llamado Avenue de la Libération, que conducía al cruce principal de Petit-Clamart. Según el plan, el primer grupo compuesto por los tiradores con sus fusiles, abriría fuego contra el coche del Presidente a unos doscientos metros del cruce. Los tiradores se ocultarían detrás de una furgoneta de Correos estacionada a un lado de la avenida, y empezarían a disparar contra los vehículos casi de frente, para no verse obligados a hacerlo «al vuelo», al paso de los coches.
Según los cálculos de Bastien-Thiry, ciento cincuenta balas habrían atravesado el primer coche cuando éste llegara a la altura de la furgoneta. Detenido el coche presidencial, el segundo grupo de la OAS saldría bruscamente de una bocacalle para acribillar el coche de la Policía de Seguridad casi a quemarropa. Ambos grupos dedicarían unos pocos segundos más a liquidar totalmente el grupo presidencial, y luego echarían a correr hacia los tres vehículos preparados, en otra bocacalle, para la huida.
El propio Bastien-Thiry, el decimotercer hombre del equipo, se pondría al acecho y daría el aviso en el instante preciso. A las 8.05, los grupos se hallaban ya en sus sitios. A unos cien metros del punto de la emboscada, en dirección a París, Bastien-Thiry se había situado en una parada de ómnibus, con un diario en la mano. Agitando el diario, daría la señal a Serge Bernier, jefe del primer comando, quien estaría de pie junto a la furgoneta de Correos. Éste transmitiría la orden a los tiradores agazapados en la hierba, a sus pies. Bougrenet de la Tocnaye conduciría el coche que debía interceptar a la policía de seguridad, y Watin, el Rengo empuñando un fusil ametralladora, ocuparía el asiento a su lado. Mientras los tiradores retiraban el seguro de sus armas, preparándose
para
el
ataque,
a
poca
distancia
de
Petit-Clamart el convoy del general De Gaulle dejaba atrás el denso tráfico del centro de París y alcanzaba las avenidas más despejadas de los suburbios, donde aumentaba su velocidad hasta cerca de los cien kilómetros por hora. Ante la carretera libre de tránsito, Francis Marroux echó
una breve ojeada a su reloj de pulsera, e intuyendo la
quisquillosa impaciencia del anciano general en el asiento trasero pisó aún con más fuerza el acelerador. Los dos motociclistas le cedieron el paso para pasar a situarse detrás del convoy. A De Gaulle nunca le había gustado la ostentación que entrañaba el hecho de que le precedieran unos motociclistas, y prescindía de ella siempre que podía. Así
fue como el convoy entró en la Avenue de la División Leclerc, en Petit-Clamart. Eran las 8.17 de la noche. Mil quinientos metros más allá, Bastien-Thiry estaba experimentando los efectos de su gran equivocación, aunque no se enteraría de la misma hasta meses más tarde, cuando se lo dijera la Policía. Al estudiar el horario del asesinato había consultado un calendario para enterarse de que el 22 de agosto oscurecía a las 8.35, lo que le parecía bastante tarde aun en el supuesto de que De Gaulle se retrasara en sus movimientos habituales, como en realidad así lo hizo. Pero el calendario que el coronel de las Fuerzas Aéreas había consultado correspondía al año 1961. Y el 22 de agosto de 1962 oscurecía a las 8.10. Aquellos veinticinco minutos habían de cambiar la historia de Francia. A las 8.18
Bastien-Thiry divisó el convoy que, a ciento diez por hora, marchaba por la Avenue de la Libération en dirección hacia él, y agitó frenéticamente el periódico. Al otro lado de la carretera, cien metros más allá, Bernier tenía fijos los ojos en la vaga figura situada en la parada del ómnibus y que la creciente oscuridad apenas le permitía distinguir. »¿Ya ha hecho la señal el coronel?», preguntó, enojado, a nadie en particular. Apenas hubo dicho estas palabras cuando vio la nariz de tiburón del coche del Presidente que pasaba como un relámpago por delante de la parada de ómnibus. »¡Fuego!», ordenó a los hombres situados a sus pies. Los tiradores dispararon en el momento en que el convoy llegaba a su misma altura, en un ángulo de noventa grados, contra un blanco móvil que se desplazaba a ciento diez kilómetros por hora.
El hecho de que el coche recibiera el impacto de doce balas constituye el mejor elogio de la puntería de los pistoleros. La mayoría de las doce balas se incrustaron en la parte trasera del «Citröen». Reventaron dos neumáticos, y aunque eran del tipo que se sueldan por sí mismos automáticamente, la súbita pérdida de presión hizo que el coche diera un bandazo y que las ruedas delanteras patinaran. Fue entonces cuando Francis Marroux salvó la vida a De Gaulle. Mientras el as de los tiradores, el ex legionario Varga, disparaba contra las ruedas, los restantes vaciaron sus cargadores contra la ventanilla trasera. Varias balas atravesaron el blindaje una de las cuales rompió el cristal trasero y pasó á pocos centímetros de la nariz presidencial.
En el asiento delantero, el coronel De Boissieu se volvió y rugió a sus suegros: »¡Agáchense!» Madame De Gaulle bajó la cabeza hacia las rodillas de su marido. El general soltó un glacial: »¡Cómo! ¿Otra vez?» y se volvió a mirar por la ventana trasera.
Marroux sujetó con fuerza el volante y giró suavemente en la misma dirección del patinazo, al tiempo que reducía la presión sobre el acelerador. Por un momento, el «Citröen»
perdió velocidad, pero la recobró de nuevo para correr en dirección al cruce con la Avenue du Bois, la calle donde esperaba el segundo comando de hombres de la OAS. Detrás de Marroux, el coche de los agentes de seguridad seguía pegado a su cola, sin haber recibido un solo impacto. A Bougrenet de la Tocnaye, que esperaba con el motor en marcha en la Avenue du Bois, la velocidad de los coches que se acercaban le ofrecían una clara alternativa: o interceptar su paso, lo cual equivalía a un suicidio, puesto que sin duda alguna moriría estrujado por las planchas retorcidas de su propio coche, o seguir el plan previsto pero con medio segundo de retraso. Se decidió por esto último. Cuando emergió con su vehículo de la travesía para coincidir con el convoy presidencial, no quedó situado a la altura del coche de De Gaulle, sino a la del guardia de corps d'Jouder y el comisario Ducret.
Asomándose por la ventanilla del lado derecho, y sacando fuera todo el cuerpo hasta la cintura, Watin vació su metralleta contra la parte trasera del primer «DS», en el cual, a través del cristal hecho añicos, pudo ver el altivo perfil de De Gaulle.
—¿Por qué no disparan a su vez esos idiotas?–preguntó De Gaulle en tono de queja.
D'Jouder estaba intentando disparar contra los pistoleros de la OAS a través de la distancia–unos tres metros–que separaban los dos coches, pero el chófer no le permitía ver. Ducret gritó al chófer que siguiera al Presidente, y un segundo más tarde la OAS quedó rezagada. En cuanto a los dos motociclistas, uno de los cuales estuvo a punto de ser despedido de su montura por la súbita entrada de la Tocnaye desde la calle lateral, se rehicieron y se unieron a los coches. El convoy, íntegro, entró en el cruce, lo pasó y prosiguió hacia Villacoublay.
En el lugar de la emboscada, los hombres de la OAS no perdieron tiempo en recriminaciones. Ocasión habría para ello. Dejando abandonados los tres coches empleados en la operación, saltaron a los vehículos preparados para la fuga y desaparecieron en la oscuridad.
Desde su propio coche, el comisario Ducret llamó por el transmisor a Villacoublay y contó brevemente lo ocurrido. Al
llegar el convoy, diez minutos más tarde, el general De Gaulle insistió en dirigirse directamente a donde les esperaba el helicóptero.
Cuando el coche se detuvo, un grupo de oficiales y funcionarios lo rodeó y abrieron las puertas para ayudar a la trastornada Madame De Gaulle a apearse del vehículo. Por el otro lado, el general salió del coche y se sacudió las esquirlas de cristal que tenía en la solapa. Sin prestar atención a la impresionada solicitud de los oficiales que le rodeaban, dio la vuelta al coche y tomó del brazo a su esposa.
—Vamos, querida; iremos a casa–le dijo, y finalmente pronunció ante el personal de las Fuerzas Aéreas su veredicto sobre la OAS–. No tienen puntería.
Tras estas palabras, condujo a su esposa hasta el helicóptero y tomó asiento a su lado. D'Jouder se unió a ellos, y emprendieron el vuelo para un fin de semana en el campo.
En la pista, Francis Marroux permanecía sentado, muy pálido, detrás del volante. Los dos neumáticos del lado derecho del coche habían cedido por fin y el «DS» descansaba sobre sus llantas. Ducret murmuró un breve cumplido a su oído, y después prosiguió con su tarea de despejar a los curiosos.
Mientras en todo el mundo los periodistas especulaban en torno al intento de asesinato y, a falta de algo mejor, llenaban sus columnas con conjeturas personales, la Policía francesa, dirigida por la Sûreté Nationale y respaldada por el Servicio Secreto y la Gendarmería, lanzaba la mayor operación policíaca de la historia francesa. Pronto debía convertirse en la más vasta caza del hombre que el país hubiera conocido jamás, y que sólo más tarde debía ser aventajada por la caza del hombre destinado a atrapar a otro asesino cuyo nombre sigue siendo desconocido, pero que figura todavía en los archivos por su apodo de el Chacal. Lograron la primera pista el día 3 de setiembre, y, como ocurre a menudo en la labor policíaca, fue una simple comprobación rutinaria la que dio resultado. En las afueras de la ciudad de Valence, al sur de Lyon, en la carretera principal de París a Marsella, un control policíaco detuvo un coche particular en el que viajaban cuatro hombres. Aquel mismo día habían detenido centenares de otros coches para examinar la documentación de los viajeros, pero en aquel caso concreto uno de los ocupantes del vehículo no la llevaba. Afirmó que había perdido los papeles, pero él y los otros tres fueron conducidos a Valence para ser sometidos al interrogatorio de rigor.
En Valence se aclaró que los otros tres ocupantes del coche nada tenían que ver con el cuarto, a quien habían llevado gratis, después de haberlo recogido en la carretera. Fueron puestos en libertad. Al cuarto, le fueron tomadas las huellas digitales y enviadas a París, únicamente para comprobar si era realmente quien decía ser. La respuesta llegó doce horas más tarde: las huellas correspondían a las de un joven de veintidós años, desertor de la Legión Extranjera, sobre el cual, según la ley marcial, pesaban varias acusaciones. Pero el nombre que había dado era completamente correcto: Pierre-Denis Magade.
Magade fue trasladado a los cuarteles generales del Servicio Regional de la Policía Judicial de Lyon. Mientras, en la antesala, esperaba que lo interrogaran, uno de los policías que lo vigilaba le preguntó, en tono de broma:
—Bueno, ¿y qué me dices de Petit-Clamart?
Magade se encogió de hombros, vencido.
—De acuerdo–contestó–. ¿Qué quieren saber?
Mientras los asombrados oficiales de la Policía lo escuchaban y las lapiceras de los taquígrafos llenaban un bloc tras otro, Magade «cantó» durante ocho horas. Cuando acabó, había facilitado los nombres de todos y cada uno de los que habían participado en lo de Petit-Clamart, y de otros nueve que habían tenido papeles secundarios en las diversas fases de la conjura, o que habían participado en ella facilitando el equipo necesario. En total, veintidós. Iniciose la cacería, y esta vez la policía sabía a quién buscaba.
Al final, sólo uno logró escapar, y no ha sido hallado hasta la fecha. Georges Watin huyó y se supone que vive en España, así como la mayoría de los demás jefes de la OAS. El interrogatorio y la preparación de los cargos contra Bastien-Thiry, Bougrenet de la Tocnaye y los demás jefes de la conjura terminó el mes de diciembre, y el grupo fue juzgado en enero de 1963.
Mientras se desarrollaba el juicio, la OAS concentró todas sus fuerzas en otro ataque a fondo contra el Gobierno gaullista, y los Servicios Secretos franceses replicaron con no menos furor. Bajo las agradables apariencias de la vida parisiense, bajo la capa de cultura y civilización, se libró
una de las guerras más crueles y sádicas de la historia moderna.
El Servicio Secreto francés actúa bajo el nombre de Servicio de Documentación Exterior y de Contraespionaje, conocido por las siglas SDECE. Se ocupa igualmente del espionaje en el exterior y del espionaje en el interior de Francia, aunque cada servicio puede, en ocasiones, invadir el
campo del otro. El Servicio 1 es espionaje puro, y está
subdividido en varias oficinas conocidas por la inicial R de Renseignement (Información). Estas subdivisiones son: R.1, Análisis de Espionaje; R.2, Europa Oriental; R.3, Europa Occidental; R.4, África; R.5, Oriente Medio; R.6 Extremo Oriente; R.7, América/Hemisferio Occidental. El Servicio 2 se ocupa del contraespionaje. Los Servicios 3 y 4 comprenden la Sección Comunista en una sola oficina; el Servicio 6 es el de Finanzas, y el 7, el de Administración. El Servicio 5 es designado con una sola palabra: Acción. Esta oficina fue el núcleo central de la guerra contra la OAS. Desde los cuarteles generales situados en un complejo de varios edificios de apariencia vulgar, situados en las cercanías del Boulevard Mortier junto a la Porte des Lilas, un sucio suburbio del noroeste de París, los centenares de
«duros» del Servicio de Acción partían a la guerra. Aquellos hombres, la mayoría de ellos corsos, eran lo más aproximado que cabe hallar en la vida real a los «duros» de la literatura y el cine. Recibían una acabada instrucción física tras lo cual eran trasladados al Campamento de Satory, donde una sección especial, aislada de las restantes, les instruía a fondo en el arte de la destrucción. Todos ellos se convertían en expertos en la lucha con armas cortas, en el combate sin armas, el karate y el judo. Seguían cursos de comunicaciones por radio, de demolición y sabotaje, de interrogatorio con torturas o sin ellas, de rapto, incendio y asesinato.
Algunos de ellos sólo hablaban francés; otros hablaban perfectamente varias lenguas y podían sentirse como en su propia casa en cualquier capital del mundo. Tenían derecho a matar en el cumplimiento de sus misiones y a menudo hacían uso de este derecho.
Cuando las actividades de la OAS cobraron mayor violencia y brutalidad, el director del SDECE, el general Eugène Guibaud, acabó por quitar el bozal a aquellos hombres y los lanzó
contra la OAS. Algunos de ellos se alistaron en la OAS y lograron introducirse en sus Consejos más secretos. Desde sus puestos, se limitaban a facilitar información para que los demás actuaran, y muchos emisarios de la OAS, enviados en misión a Francia o a otras zonas donde eran vulnerables a la Policía,
fueron
detenidos
gracias
a
la
información
proporcionada por los hombres del Servicio de Acción infiltrados
en
la
organización
terrorista.
En
otras
ocasiones, los hombres a quienes había que detener no podían ser inducidos a pasar a Francia, y entonces eran liquidados fuera del país. Numerosos parientes de hombres de la OAS que simplemente desaparecieron han estado siempre convencidos de que fueron eliminados por el Servicio de Acción.
Y no es que la OAS necesitara lecciones de violencia. Odiaban a los hombres del Servicio de Acción, conocidos por los barbouzes o «barbudos» a causa de su actuación camuflada, más que a ningún policía. En los últimos días de la lucha por el poder entre la OAS y las autoridades gaullistas en Argel, la OAS logró capturar vivos a siete barbouzes. Sus cadáveres fueron hallados más tarde colgados de balcones y faroles, con las orejas y la nariz cortadas. De esta manera la guerra subterránea continuaba, y la historia completa de quienes murieron torturados en manos de quiénes y en qué sótano nunca será conocida.
Los demás barbouzes permanecían fuera de la OAS, a la disposición del SDECE. Algunos de ellos habían sido asesinos profesionales
del
hampa
antes
de
haberse
alistado,
conservaban sus antiguos contactos, y en más de una ocasión recurrían a la ayuda de sus antiguos amigos del hampa para llevar a cabo algún trabajo particularmente sucio por cuenta del Gobierno. Estas actividades dieron lugar a que en Francia se hablara de la existencia de una policía «paralela» (no oficial), que se suponía estaba a las órdenes de uno de los hombres de confianza del presidente De Gaulle, Jacques Foccart. En realidad no existía tal policía «paralela»; las actividades que se le atribuían eran llevadas a cabo por los hombres fuertes del Servicio de Acción o por los jefes de las bandas criminales del hampa, temporalmente contratados. Los corsos, que dominaban tanto el mundo del hampa como el Servicio de Acción de París y de Marsella, son expertos en el arte de la vendetta; y después del asesinato de los siete barbouzes de la Misión C en Argel, se llevó a cabo una vendetta contra la OAS. De la misma manera que el mundo del hampa corso ayudó a los aliados durante los desembarcos en el sur de Francia en 1944 (en su propio interés; más tarde, como recompensa, obtuvieron casi el monopolio del comercio del vicio en la Costa Azul), igualmente en los primeros años del decenio 1960-1970 los corsos lucharon de nuevo por Francia en su venganza contra la OAS. Muchos de los hombres de la OAS
que eran pieds noirs (argelinos nacidos franceses) tenían las mismas características que los corsos, y a veces la guerra resultó casi fratricida.
A medida que se desarrollaba el juicio contra Bastien-Thiry y sus compañeros, también proseguía la campaña de la OAS. Su faro orientador, el instigador, entre bastidores, de la conjura de Petit-Clamart, era el coronel Antoine Argoud. Salido de una de las primeras universidades de Francia, la Escuela Politécnica, Argoud era hombre inteligente y dotado de dinámica energía. Como teniente bajo De Gaulle en los Franceses Libres, había luchado contra los nazis por la liberación de Francia. Más tarde, tuvo a su mando un regimiento de Caballería en Argel. Bajo y delgado, pero
fuerte, era un brillante e implacable militar. En 1962 había pasado a ser el jefe de operaciones de la OAS en el exilio. Experto en la guerra psicológica, comprendió que la lucha contra la Francia gaullista debía desarrollarse en todos los niveles: por el terror, por la diplomacia y mediante las relaciones públicas. Como parte de la campaña, organizó para el jefe del Consejo Nacional de la Resistencia–el ala política de la OAS–, el ex ministro francés de Asuntos Exteriores, Georges Bidault, una serie de entrevistas en periódicos y emisoras de televisión de Europa Occidental, en las que debía explicar la oposición de la OAS al general De Gaulle en términos «respetables».
Argoud estaba poniendo a contribución la clara inteligencia que otrora había hecho de él el coronel más joven del Ejército francés y que le había convertido en el hombre más peligroso de la OAS. Dispuso para Bidault una serie de entrevistas con las principales redes periodísticas y de corresponsales, en las cuales el viejo político cubrió con una capa de respetabilidad las actividades menos aceptables de los «duros» de la OAS.
El éxito de la operación propagandística de Bidault, inspirada por Argoud, alarmó al Gobierno francés tanto como las tácticas terroristas y la oleada de bombas de plástico que estallaban en los cines y cafés de toda Francia. Luego, el 14 de febrero, fue descubierta otra conjura para asesinar al general De Gaulle. Al día siguiente el Presidente debía dar una conferencia en la Escuela Militar del Campo de Marte. Según los planes de los conjurados, al entrar en el vestíbulo, De Gaulle recibiría un tiro por la espalda, disparado por un asesino encaramado en el alero del edificio contiguo.
Los sometidos, más tarde, a juicio por la conjura fueron: Jean Bichon, un capitán de Artillería llamado Robert Poinard y una profesora de inglés de la Academia Militar Madame Paule Rousselet de Liffiac. El ejecutor material del atentado había de ser Georges Watin pero una vez más el Rengo logró
esfumarse. En el departamento de Poinard fue hallado un fusil con mira telescópica, y los tres fueron detenidos. Más tarde, en el juicio, se puso en claro que, buscando el modo de introducir a Watin con su arma en la Academia, habían consultado con el oficial Marius Tho, quien había advertido inmediatamente a la Policía. El día 15, el general De Gaulle asistió a la ceremonia militar a la hora prevista, pero con gran disgusto por su parte, se avino a llegar en un coche blindado.
La conjura era ciertamente infantil, pero provocó la ira de De Gaulle. Al día siguiente mandó llamar al ministro del
Interior, Frey, y, descargando un puñetazo encima de la mesa, dijo al ministro responsable de la seguridad nacional:
—Este asunto de los atentados ha llegado ya demasiado lejos.
Se decidió hacer un escarmiento con algunos de los principales conspiradores de la OAS con el fin de desanimar a los restantes. Frey no albergaba la menor duda en cuanto al resultado del juicio contra Bastien-Thiry, que aún se estaba desarrollando ante el Tribunal Supremo militar, porque a Bastien-Thiry le resultaba sumamente difícil explicar desde el banquillo por qué razones había creído que Charles de Gaulle debía morir. Pero se necesitaba algo más para disuadir a los conspiradores.
El día 22 de febrero, una copia de un memorándum que el director del Servicio 2 de SDECE (contraespionaje) había enviado al ministro del Interior aterrizó en la mesa del jefe del Servicio de Acción. He aquí un extracto del mismo:
«Hemos logrado averiguar el paradero de uno de los principales cabecillas del movimiento subversivo, el ex coronel del Ejército francés, Antoine Argoud. Ha huido a Alemania y, según las informaciones de nuestro Servicio de Espionaje local, se propone quedarse allá varios días...
«Siendo así, no ha de resultar imposible capturar a Argoud. Puesto que la petición formulada por nuestro servicio oficial de contraespionaje a las organizaciones alemanas de seguridad competentes ha sido rechazada, y estas organizaciones esperan que nuestros agentes se lancen a perseguir a Argoud y a otros jefes de la OAS, la operación, dado que irá dirigida contra la persona de Argoud, deberá ser llevada a cabo con la máxima rapidez y discreción.»
El encargo fue transferido al Servicio de Acción. A media tarde del día 25 de febrero, Argoud llegó a Munich, procedente de Roma, donde se había reunido con otros jefes de la OAS. En lugar de dirigirse inmediatamente a la Unertlstrasse, tomó un taxi para ir al «Hotel Eden-Wolff», donde había reservado una habitación, al parecer para celebrar en ella una reunión. No llegó a asistir a ella. En el vestíbulo del hotel fue abordado por dos hombres que se dirigieron a él en un alemán impecable. Supuso que eran policías alemanes y se llevó una mano al bolsillo interior de la chaqueta en busca de su pasaporte.
Argoud sintió que le agarraban por ambos brazos en un apretón brutal, y que sus pies abandonaban el suelo. Inmediatamente fue llevado fuera del hotel e introducido en una furgoneta de lavandería que esperaba allí mismo. Trató de desasirse, y la réplica fue un torrente de amenazas en francés. Una mano callosa le pegó en la nariz, otra en el
estómago, un dedo buscó el punto nervioso situado debajo de la oreja, y Argoud se extinguió como una luz. Veinticuatro horas más tarde, un teléfono sonó en el despacho de la Brigada Criminal de la Policía Judicial del número 36 del Quai des Orfevres de París. Una voz áspera llegó a oídos del sargento de guardia, que contestó a la llamada, diciendo que se trataba de la OAS y que Antoine Argoud, «lindamente empaquetado», se hallaba en una furgoneta estacionada detrás del edificio del CID. Pocos minutos más tarde se abría la puerta del vehículo y Argoud descendía con dificultad, en medio de un círculo de asombrados agentes de policía.
Sus ojos, vendados durante veinticuatro horas, no lograban ver nada. Tuvieron que ayudarle a sostenerse de pie. Tenía la cara cubierta de sangre seca, la que le había manado de la nariz, y la boca le dolía a causa de la mordaza, que la policía tuvo que retirar. Cuando alguien le preguntó: »¿Es usted el coronel Antoine Argoud?», murmuró: «Sí.» El Servicio de Acción había logrado, no se sabía cómo, hacerle cruzar de contrabando la frontera durante la noche anterior, y la anónima llamada telefónica a la policía acerca del paquete que les esperaba en su propio estacionamiento no era más que una muestra del particular sentido del humor del Servicio. Argoud no fue puesto en libertad hasta el mes de junio de 1968.
Pero el Servicio de Acción no había tenido en cuenta un detalle; al retirar de la escena a Argoud, a pesar de la enorme desmoralización que ello causó en la OAS, había hecho posible que su eminencia gris, el poco conocido pero igualmente astuto coronel Marc Rodin asumiera el mando de las operaciones encaminadas a asesinar a De Gaulle. En muchos aspectos, había sido un mal negocio.
El día 4 de marzo, el Tribunal Supremo militar dictó
sentencia contra Jean-Marie Bastien-Thiry. Él y otros dos eran condenados a muerte, así como tres más que aún no habían sido apresados, entre ellos, Watin el Rengo. El día 8 de marzo, el general De Gaulle escuchó en silencio, durante tres horas, las peticiones de clemencia formuladas por los abogados de los condenados. Conmutó por cadena perpetua dos de las penas de muerte, pero no la de Bastien-Thiry. Aquella noche su abogado comunicó la decisión al coronel de las Fuerzas Aéreas.
—Se ha fijado para el día 11–dijo a su cliente–y viendo que éste continuaba sonriendo con incredulidad, aclaró
bruscamente–: Lo van a fusilar.
Bastien-Thiry siguió sonriendo y movió la cabeza.
—Usted no lo comprende–dijo a su abogado–Ningún pelotón de franceses levantará sus fusiles contra mí. Estaba equivocado. La noticia de la ejecución fue difundida, en francés, a las ocho de la mañana por el Diario hablado de Radio Europa Número Uno. Fue oída en casi toda Europa Occidental por aquellos que quisieron escucharla. En una pequeña habitación de un hotel de Austria, la noticia irradiada debía poner en marcha una cadena de pensamientos y de acciones que llevarían al general De Gaulle más cerca de la muerte de lo que había estado en toda su carrera. La habitación era la del coronel Marc Rodin, nuevo jefe de operaciones de la OAS.
CAPITULO II
Marc Rodin apagó su aparato de radio a transistores y se levantó de la mesa, dejando casi intacta la bandeja de su desayuno. Se acercó a la ventana, encendió otro cigarrillo y miró hacia el paisaje nevado que la rezagada primavera no había empezado a desnudar.
—Cerdos.
Murmuró la palabra en voz baja, con odio contenido. Siguió
un largo rosario sotto voce de nombres y epítetos que expresaban lo que sentía por el Presidente francés, su Gobierno y el Servicio de Acción.
Rodin era, en muchos aspectos, muy diferente de su predecesor. Alto y enjuto, con un rostro cadavérico, devorado por el odio interior, generalmente disimulaba sus emociones bajo la máscara de una frialdad que nada tenía de latina. Para él no había existido una Escuela Politécnica que le abriera las puertas de los ascensos. Hijo de un zapatero remendón, había huido a Inglaterra en un bote de pesca en los días felices de sus veintitantos años–cerca de treinta–, cuando los alemanes invadían Francia, y se había alistado como soldado raso bajo la bandera de la Cruz de Lorena. El ascenso desde sargento a oficial le había llegado por el camino más duro; lo había ganado palmo a palmo en las sangrientas batallas libradas en el Norte de África, bajo Koenig primero, y más tarde en Normandía, con Leclerc. Una acción de guerra durante la lucha por París le había valido los galones de oficial, que por su educación y su procedencia social jamás hubiese alcanzado, y en la Francia de la posguerra tuvo que elegir entre seguir en el Ejército o volver a la vida civil.
Pero, ¿volver a qué? No tenía otro oficio que el de remendón que su padre le había enseñado, y encontró a la clase obrera
de su país natal dominada por los comunistas, quienes también controlaban la Resistencia y los Franceses Libres del interior. Así, pues, se quedó en el Ejército, donde le tocó
sufrir las amarguras del oficial salido de entre las filas de soldados rasos que ve cómo una nueva generación de muchachos instruidos se gradúan en las escuelas de oficiales, y consiguen, mediante unas lecciones aprendidas en las aulas, los mismos galones por los cuales él había tenido que sudar sangre. Y viendo cómo lo rebasaban en grado y en privilegios, empezó a invadirle un hondo sentimiento de amargura. Sólo una solución le quedaba: incorporarse a un regimiento colonial, con los rudos soldados que luchan de verdad mientras el ejército de reclutas hace ejercicios militares en los campamentos de instrucción. Y logró ser transferido a las tropas coloniales aerotransportadas.
Un año más tarde tenía a su mando una compañía en Indochina, donde vivía entre otros hombres que hablaban y pensaban como él. Para un joven salido del banco de un remendón, cabía aún el ascenso, a través de combates y más combates. Al terminar la campaña de Indochina ostentaba ya el grado de comandante, y después de un año de desdicha y frustración pasado en Francia fue enviado a Argelia. La retirada francesa de Indochina y el año pasado en Francia habían convertido su amargura en un odio mortal contra los políticos y los comunistas, a quienes consideraba como una misma cosa. Hasta que Francia no estuviese gobernada por un soldado, no lograría zafarse de las garras de los traidores y parásitos instalados en su vida pública. Sólo el Ejército estaba libre de tales especies. Como la mayoría de oficiales activos que han visto morir a sus hombres y han tenido que enterrar a veces los cadáveres mutilados de quienes tuvieron la desdicha de ser apresados vivos, Rodin adoraba a los soldados como la verdadera sal de la tierra, aquellos hombres que derramaban su propia sangre sacrificándose para que la burguesía pudiera quedarse en casa viviendo cómodamente. Al cabo de ocho años de luchar en las selvas de Indochina, enterarse, por los civiles de su propia patria de que a la mayoría de ellos les importaba un comino los soldados, leer las acusaciones que los intelectuales de izquierda
formulaban
contra
los
militares
por
puras
bagatelas, como las torturas infligidas a los prisioneros para obtener informaciones vitales... Todo ello desencadenó
en Marc Rodin una reacción que, combinada con su amargura innata, originada por su falta de oportunidades, hizo de él un fanático.
Seguía convencido de que, de haber recibido el apoyo necesario por parte de las autoridades civiles locales y del Gobierno y el pueblo en la metrópoli, el Ejército hubiera
derrotado al Viet-minh. La cesión de Indochina había sido una traición masiva contra los millares de valerosos jóvenes que habían muerto allí ..., al parecer, por nada. Para Rodin no habría, no podía haber, nuevas traiciones. Argelia lo demostraría. En la primavera de 1956, zarpó del puerto de Marsella sintiéndose casi dichoso–dentro de lo que podía sentirse dichoso un hombre como él–, convencido de que las distantes colinas de Argelia serían testigo de la consumación de lo que consideraba como la obra de su vida: la apoteosis del Ejército francés ante los ojos del mundo. Al cabo de dos años de luchas crueles y feroces, poco había ocurrido que pudiera hacer vacilar sus convicciones. Ciertamente, los rebeldes no eran tan fáciles de aniquilar como había creído al principio. Por más fellaghas que él y sus hombres liquidaran, por más aldeas que arrasaran, por más terroristas del FLN que murieran bajo las torturas, la rebelión se extendía hasta envolver al país entero y consumir sus ciudades.
Por supuesto, lo que se precisaba era una mayor ayuda por parte de la metrópoli. En aquel caso, por lo menos, no podía hablarse de una guerra empeñada en un remoto rincón del Imperio. Argelia era Francia, una parte de Francia, habitada por tres millones de franceses. Había que luchar por Argelia como por Normandía, Bretaña o los Alpes Marítimos. Cuando alcanzó el grado de teniente coronel, Marc Rodin abandonó el bled para pasar a las ciudades, primero Bona y más tarde Constantina.
En el bled, Rodin había luchado contra los soldados del ALN, soldados irregulares, pero que por lo menos eran hombres que luchaban. El odio que sentía por ellos no era nada en comparación con el que empezó a consumirle en cuanto conoció
la guerra vil, viperina, de las ciudades, una guerra a base de explosivos de plástico colocados por los barrenderos en los cafés propiedad de franceses, en los supermercados y los parques de atracciones. Las medidas que Rodin adoptó para limpiar Constantina de los hombres que colocaban aquellas bombas contra los civiles franceses le valieron en la Casbah el apodo de el Carnicero.
Lo único que hacía falta para liquidar definitivamente al FLN y a su ejército, el ALN, era más ayuda de París. Como la mayoría de los fanáticos, Rodin era capaz de permanecer ciego a los hechos. El costo creciente de la guerra, la economía de Francia, que vacilaba bajo el peso de una guerra que aparecía cada vez más imposible de ganar, la desmoralización de los reclutas, nada de eso tenía importancia para él. En junio de 1958, el general De Gaulle volvió al poder como Primer Ministro de Francia. Liquidando con eficiencia la corrompida y achacosa IV República, fundó la V. Cuando
pronunció las palabras que, en labios de los generales le habían hecho volver al Matignon primero y luego en enero de 1959, al Elíseo, Algérie Française, Rodin se encerró en su habitación para llorar a sus anchas. Cuando De Gaulle visitó
Argelia, su presencia fue para Rodin como la del mismo Zeus descendiendo del Olimpo. La nueva política, tenía de ello la seguridad, estaba en marcha. Los comunistas serían barridos de sus cargos. Jean-Paul Sartre sin duda sería fusilado por alta traición, los sindicatos serían reducidos a obediencia y no tardaría el momento en que Francia apoyaría con todo su corazón a su pariente y amiga Argelia y al Ejército que protegía las fronteras de la civilización francesa. Rodin estaba tan seguro de ello como de que el sol sale por el Este. Cuando De Gaulle inició sus medidas para rehacer, a su modo, a Francia, Rodin pensó que debía de haber algún error. Había que dar tiempo al viejo. Cuando circularon los primeros rumores de las conversaciones preliminares con Ben Bella y el FLN, Rodin se negó a darlos por ciertos. Aunque simpatizó con la revuelta de los colonos dirigida por Jo Ortiz en 1960, siguió pensando que el hecho de que no se aplastara de una vez por todas a los fellaghas era simplemente un movimiento táctico de De Gaulle. El «Viejo», Rodin estaba seguro de ello, debía saber lo que se hacía.
¿Acaso no había pronunciado las palabras de oro Algérie Française?
Cuando, finalmente, llegó la prueba, más allá de toda duda, de que el concepto que tenía Charles de Gaulle de una Francia resucitada no incluía a la Argelia francesa, el mundo de Rodin se hizo añicos como un jarrón de porcelana embestido por un tren. Fe, esperanza, credulidad y confianza, todo desapareció de golpe. Sólo quedó odio. Odio contra el sistema, contra los políticos, los intelectuales, los argelinos, los sindicatos, los periodistas, los extranjeros; pero sobre todo odio contra Aquel Hombre. Aparte unos pocos miedosos que se negaron a asentir, Rodin condujo a todo su batallón al putsch militar del mes de abril de 1961. Fracasó. Con un solo movimiento, simple, aplastante. De Gaulle desfibró el putsch aún antes de que estallara. Ninguno de los oficiales había prestado la menor atención al hecho de que en las semanas precedentes a la publicación de la noticia de que se habían iniciado conversaciones con el FLN, millares de simples radios de transistores fueron distribuidos entre los soldados. Las radios fueron consideradas como un consuelo inofensivo para las tropas, y muchos oficiales y suboficiales veteranos aprobaron la idea. La música pop que llegaba de Francia por los aires distraía agradablemente a los muchachos del calor, las moscas y el aburrimiento.
Pero la voz de De Gaulle no era tan inofensiva. Cuando la lealtad del Ejército fue por fin puesta a prueba, decenas de millares de soldados esparcidos en sus barracas por toda Argelia sintonizaron sus radios en busca de noticias. Después de las noticias, oyeron la misma voz que el propio Rodin había escuchado en junio de 1940. Y casi el mismo mensaje:
«Os encontráis frente a una elección de lealtades. Yo soy Francia, el instrumento de su destino. Seguidme. Obedecedme.»
Más de un comandante de batallón se despertó con sólo un puñado de oficiales y sin la mayoría de sus sargentos. El motín fue destruido como las ilusiones: por la radio. Rodin fue más afortunado que otros. Ciento veinte de sus oficiales, suboficiales y enganchados se quedaron con él. Ello se debió a que tenía a su mando una unidad con una proporción de veteranos de Indochina y del bled argelino superior a la mayoría. Juntamente con otros putschistas formaron la Organización del Ejército Secreto, la OAS, decidida a arrojar al Judas del Palacio del Elíseo.
Entre el FLN triunfante y el Ejército leal de Francia poco quedó, salvo el tiempo necesario para entregarse a una orgía de destrucción. En las últimas siete semanas, mientras los colonos franceses vendían prácticamente por nada el fruto de toda una vida de trabajo y huían de la costa azotada por la guerra, el Ejército Secreto se desahogó en una odiosa venganza contra lo que debían dejar atrás. Una vez terminada, sólo el destierro quedaba para los jefes, cuyos nombres eran conocidos de las autoridades gaullistas. En el invierno de 1961, Rodin pasó a ser el delegado de Argoud como jefe de operaciones de la OAS en el exilio. De Argoud eran el instinto, el talento, la inspiración que había detrás de la ofensiva que la OAS lanzó contra la Francia metropolitana a partir de aquel momento; de Rodin eran la organización, la astucia, el aguzado sentido común. De haber sido simplemente un burdo fanático, hubiese sido peligroso, pero no excepcional. Hubo otros muchos de ese calibre que disparaban sus armas por la OAS en los primeros años de la década de los sesenta. Pero Rodin era algo más. El viejo remendón había engendrado un muchacho provisto de una inteligencia superior, que jamás había sido desarrollada mediante una instrucción formal en el servicio del Ejército. Rodin la había desarrollado por su propia cuenta, y a su manera.
Enfrentado con su propio concepto de Francia y del honor del Ejército, Rodin era tan fanático como el que más, pero cuando se planteaba un problema puramente práctico, era capaz de una concentración pragmática y lógica más eficaz que todo el entusiasmo pasajero y la violencia descabellada del mundo.
Esto fue lo que aquella mañana del 11 de marzo aportó Rodin al problema de matar a Charles de Gaulle. No era tan estúpido como para creer fácil la empresa; al contrario, los fracasos de Petit-Clamart y de la Escuela Militar lo habían hecho mucho más difícil. No era ardua tarea encontrar pistoleros; el problema consistía en hallar a un hombre o un plan que poseyera en su estructura un solo factor, único, lo bastante insólito para atravesar el muro de seguridad levantado entonces en anillos concéntricos en torno de la persona del Presidente.
Metódicamente, Rodin estableció en su mente una lista de los problemas. Durante dos horas, fumando un cigarrillo tras otro frente a la ventana, hasta que la habitación quedó llena de humo azulado, se dedicó a plantearse los problemas primero, y, después, a trazar un plan para vencer o sortear todos los obstáculos. Cada uno de los planes, sometidos a un severo examen crítico, que se le ocurrían parecía realizable; pero ante la prueba final todos se desmoronaban. Del curso de sus pensamientos, un problema concreto emergía como virtualmente insuperable: la cuestión de la seguridad. Las cosas habían cambiado desde lo de Petit-Clamart. La infiltración del Servicio de Acción en las filas y mandos de la OAS había aumentado hasta un grado alarmante. El reciente rapto de su propio superior, Argoud, demostraba hasta dónde estaba dispuesto a llegar el Servicio de Acción para capturar e interrogar a los jefes de la OAS. Ni siquiera les había detenido la perspectiva de una dura protesta por parte del Gobierno alemán.
Argoud llevaba ya catorce días sometido a interrogatorios, y todos los jefes de la OAS habían tenido que salir corriendo. Bidault había perdido súbitamente su afición a la publicidad y la exhibición; otros miembros del CNR, presa de Comentario [y1]: Consejo
pánico, habían huido a España, América o Bélgica. Se había Nacional de la Resistencia.
producido una auténtica carrera en busca de documentaciones
falsas, de pasajes para los países más remotos. Ante aquel espectáculo, los elementos de base habían sufrido un rudo golpe en su moral. Hombres situados en el interior de Francia que hasta entonces habían estado dispuestos a ayudar, a ocultar a fugitivos de la Policía, a llevar paquetes de armas, a transmitir mensajes, y hasta a proporcionar información, colgaban el teléfono murmurando cualquier excusa.
A consecuencia del fracaso de Petit-Clamart y del interrogatorio de los prisioneros, habíase hecho necesario disolver tres redes enteras organizadas en territorio de la Francia metropolitana. En posesión de una copiosa información interior, la Policía francesa había hecho incursiones en numerosas casas, descubierto escondrijo tras escondrijo de
armas y municiones; otras dos conjuras para asesinar a De Gaulle habían sido desarticuladas por la Policía cuando los conspiradores se reunían tan sólo por segunda vez. Mientras el CNR soltaba discursos y hablaba por los codos de la restauración de la democracia en Francia, Rodin se enfrentaba lúgubremente con los hechos tal como aparecían expuestos en la abultada cartera de mano situada junto a su cama.
Casi
sin
fondos,
perdiendo
apoyo
nacional
e
internacional, miembros y prestigio, la OAS se estaba desmoronando ante las arremetidas de los Servicios Secretos franceses y de la Policía.
La ejecución de Bastien-Thiry sólo contribuiría a empeorar la moral. En aquella fase, encontrar hombres dispuestos a colaborar sería ciertamente difícil; los que estaban dispuestos a la tarea tenían sus rostros grabados en la memoria de todos y cada uno de los policías de Francia y, además, de varios millones de ciudadanos. En aquellos momentos, cualquier nuevo plan que implicara demasiada planificación y la coordinación de numerosos grupos sería descubierto antes de que el pistolero pudiera llegar a cien kilómetros de De Gaulle.
Una vez al término de su propia argumentación, Rodin murmuró: «Un hombre que no sea conocido...» Repasó la lista de los hombres de quienes sabía que no vacilarían en matar a un Presidente. Cada uno de ellos tenía en la jefatura de Policía francesa un expediente del grosor de una Biblia. ¿Por qué razón él mismo, Marc Rodin, se ocultaba en un hotel de una oscura aldea de las montañas austríacas?
La respuesta le acudió un momento antes de mediodía. Por un momento, la rechazó, pero se sintió de nuevo atraído hacia ella con insistente curiosidad. Si fuera posible encontrar a un hombre como aquél... suponiendo que existiera tal hombre. Lenta y laboriosamente, Rodin elaboró un nuevo plan alrededor de un hombre como ideal, y después lo sometió a todos los obstáculos y objeciones. El plan los venció todos, incluso la cuestión de seguridad.
Antes de que llamaran para el almuerzo Marc Rodin se embutió en su grueso sobretodo y bajó la escalera. En la puerta principal le asaltó el primer soplo de viento que corría por la gélida calle. Le obligó a parpadear, pero al mismo tiempo despejó su cerebro de la pesadez provocada por los cigarrillos fumados en la excesivamente caldeada habitación. Volviendo hacia la izquierda, se dirigió, pisando la nieve, hacia la oficina de Correos de la Adlerstrasse, y envió una serie de breves telegramas, informando a sus colegas esparcidos bajo diferentes alias por todo el Sur de Alemania, Austria, Italia y España de que durante unas
semanas no podrían comunicarse con él, puesto que salía en misión.
Mientras volvía trabajosamente a la humilde pensión donde se alojaba, se le ocurrió que más de uno pensaría que también él se acobardaba, que se esfumaba ante el temor de ser raptado o asesinado por el Servicio de Acción. Se encogió de hombros. Podían pensar lo que quisieran. No era el momento para dar explicaciones a nadie.
Prefirió almorzar fuera del albergue «Stammkarte», puesto que el menú del día consistía en patitas de cerdo con gelatina y tallarines. Aunque los años pasados en la selva y en los desiertos de Argelia lo habían acostumbrado a casi todo, no podía con aquello. A media tarde, después de hacer el equipaje y pagar la cuenta, emprendió la marcha, en misión solitaria, en busca de un hombre, o, más exactamente, de un tipo de hombre de quien ni siquiera sabía si existía.
Mientras Rodin se acomodaba en el tren, un «Comet 4B» de la
«BOAC» aterrizaba en el aeropuerto de Londres y emprendía la carrera final hacia la pista 0-4. Procedía de Beirut. Entre los pasajeros del mismo, que formaban cola en el vestíbulo de llegada, había un inglés alto y rubio. Su rostro aparecía saludablemente atezado por el sol de Oriente Medio. Se sentía descansado y en forma después de gozar durante dos meses de los innegables placeres del Líbano, y del, para él, mayor placer aún de supervisar la transferencia de una pingüe suma de dinero de un Banco de Beirut a otro de Suiza. Muy atrás, en el arenoso suelo de Egipto, enterrados hacía ya mucho tiempo por la burlada y enfurecida policía egipcia, cada uno de ellos con un limpio orificio de bala a través del espinazo, yacían los cadáveres de dos ingenieros de cohetes, de nacionalidad alemana. Su muerte había retrasado varios años el desarrollo del cohete «Al Zafira», de Nasser, y un millonario sionista de Nueva York consideraba que su dinero había sido bien empleado. Después de pasar sin dificultad el control de Aduanas, el inglés alquiló un automóvil sin chófer y se dirigió a su piso de Mayfair.
Transcurrieron noventa días antes de que la investigación de Rodin tocara a su término, y lo único que hubiera podido mostrar al cabo de tanto tiempo eran tres magros expedientes, cada uno de ellos guardado en un sobre de papel manila que el hombre llevaba de manera permanente en su portafolio. A mediados de junio, Rodin llegó de regreso a Austria y se instaló en una pequeña pensión, la «Pensión Kleist», de la Brurcknerallee, en Viena.
Desde la oficina central de Correos de la ciudad envió dos telegramas tajantes, uno a Bolzano, al Norte de Italia, y el otro a Roma. Por ellos convocaba a sus dos principales lugartenientes a una reunión urgente en su habitación de Viena. A las veinticuatro horas, los dos hombres habían llegado. René Montclair lo hizo en un coche alquilado desde Bolzano, André Casson en avión desde Roma. Ambos viajaban con nombre y documentación falsos, porque tanto en Italia como en Austria los funcionarios residentes del SDECE tenían a ambos hombres fichados en sus archivos, y a aquellas alturas estaban gastando un montón de dinero comprando a agentes e informaciones en los puestos fronterizos y los aeropuertos. André Casson fue el primero en llegar a la «Pensión Kleist», siete minutos antes de la hora convenida, las once. Ordenó al taxista que lo dejara en la esquina de la Brurcknerallee y pasó varios minutos arreglándose la corbata ante la vidriera de una florería antes de entrar con paso rápido en el vestíbulo del hotel. Rodin, como de costumbre, se había inscrito bajo un nombre falso, uno de los veinte que sólo conocían sus colegas más íntimos. Los dos a quienes había convocado habían recibido la víspera un cable firmado con el nombre de «Schulz», el nombre cifrado de Rodin para aquel período de veinte días.
—Herr
Schulz,
bitte?
–preguntó
Casson
al
joven
recepcionista.
El empleado consultó el libro de registro.
—Habitación 64. ¿Le esperan a usted, señor?
—Desde luego–contestó Casson, y se dirigió sin vacilar hacia la escalera.
En el primer rellano, enfiló el pasillo en busca de la habitación número 64 que se hallaba a la derecha, hacia la mitad del pasillo. Al levantar la mano para llamar a la puerta, alguien lo agarró por detrás. Se volvió y tuvo que levantar los ojos para mirar un rostro abotagado, de mejillas azuladas. Los ojos, bajo la gruesa franja de pelo negro que hacía las veces de cejas lo miraban, desde arriba, con curiosidad. El hombre lo había seguido al verle pasar por delante de un entrante de la pared situado unos tres metros más atrás, y a pesar de que la estera que cubría el suelo no era precisamente mullida, Casson no había oído sus pasos.
—Vous désirez? –preguntó el gigante con falsa indiferencia. Pero la presa en la muñeca derecha de Casson no se aflojaba.
Por un momento, Casson sintió que el estómago se le revolvía al pensar en el rapto de Argoud en el «Hotel Eden-Wolff», cuatro meses atrás. Luego, reconoció al hombre que lo tenía sujeto: un polaco de la Legión Extranjera que
había luchado en la antigua compañía de Rodin en Indochina y Vietnam. Recordó que Rodin algunas veces había utilizado a Viktor Kowalski para misiones especiales.
—Tengo una cita con el coronel Rodin, Viktor –contestó
Casson con suavidad.
Las cejas de Kowalski se enarcaron más aún al oír mencionar su propio nombre y el de su jefe.
—Soy André Casson–agregó el recién llegado. Kowalski no pareció muy impresionado. Aferrando más fuertemente a Casson, llamó con la mano izquierda a la puerta de la habitación 64.
Desde dentro, una voz contestó:
—Oui.
Kowalski acercó la boca a la puerta.
—Tiene usted una visita–gruñó.
La puerta se entornó ligeramente; Rodin echó una ojeada, y entonces la abrió de par en par.
—Mi querido André, ¡cuánto lo siento! –Hizo una seña afirmativa a Kowalski–. Perfectamente, cabo. Esperaba a este hombre.
Por fin, Casson sintió que el gigante le soltaba la muñeca y pudo entrar en la habitación. Rodin cambió todavía unas palabras con Kowalski ante la puerta, y después volvió a cerrarla. El polaco tornó a su lugar de acecho, en la sombra de la entrada del pasillo.
Rodin y Casson se estrecharon la mano, y el primero condujo a su amigo hasta los dos sillones situados frente a la estufa de gas. A pesar de que era mediados de junio, caía una llovizna helada, y los dos hombres estaban acostumbrados al cálido sol del Norte de África. La estufa estaba encendida a la máxima potencia. Casson se despojó del impermeable y se instaló ante la estufa.
—No suele usted tomar precauciones de esta clase, Marc–observó después.
—No lo hago por mí–contestó Rodin–. Si algo ocurriera, sé
cuidar de mí mismo. Pero podría necesitar unos minutos para deshacerme de los papeles.
Hizo un ademán en dirección al escritorio situado junto a la ventana, donde al lado de su portafolio se veía un abultado sobre de papel manila.
—En realidad por eso me traje a Viktor. Si algo ocurriera, Viktor me daría un minuto de tiempo para destruir los papeles.
—Deben de ser muy importantes.
—Tal vez, tal vez.–Sin embargo, en la voz de Rodin sonó una nota de clara satisfacción–. Pero será mejor que esperemos a René. Le dije que viniera a las 11.15 para que no llegaran los dos a pocos segundos uno de otro y ello trastornara a Viktor. Se pone muy nervioso cuando empieza a ver demasiada gente a la que no conoce.
Rodin se permitió una de sus raras sonrisas al imaginar lo que podía ocurrir si Viktor, con su pesado «Colt» bajo el brazo izquierdo, se ponía nervioso. Alguien llamó a la puerta. Rodin cruzó la habitación y acercó la boca a la madera.
—Oui?
Esta vez fue la voz de René Montclair, nerviosa, tensa.
—Marc, por el amor de Dios...
Rodin abrió de golpe la puerta, y Montclair apareció ante el umbral, convertido en un enano en comparación con el gigantesco polaco situado detrás de él. El brazo izquierdo de Viktor lo sujetaba firmemente por la cintura, manteniendo sus brazos pegados al cuerpo, inmovilizados.
—Ça va, Viktor–murmuró Rodin al gorila. Y Montclair fue liberado. Entró, agradecido, en la habitación y dirigió una mueca a Casson, quien le sonreía desde su sillón junto a la estufa. De nuevo se cerró la puerta, y Rodin presentó sus excusas a Montclair. Montclair avanzó y ambos se estrecharon la mano. Al sacarse el sobretodo, quedó a la vista su arrugado traje gris, de pésimo corte, que le sentaba francamente mal. Como la mayoría de ex militares acostumbrados al uniforme, ni él ni Rodin jamás habían sabido vestir.
En su calidad de anfitrión, Rodin invitó a los otros dos a ocupar los dos sillones del dormitorio, y él, por su parte, ocupó la silla de respaldo recto situada detrás de la sencilla mesa que utilizaba como escritorio. De la mesita de noche extrajo una botella de coñac francés y la mostró en actitud interrogativa. Sus dos invitados asintieron con la cabeza. Rodin sirvió una generosa ración en cada una de las tres copas que tenía a mano y pasó dos de ellas a Montclair y Casson. Primero bebieron, y los dos viajeros dejaron gustosos que el cálido alcohol les librara del frío interior que sentían.
René Montclair, era bajo y rechoncho, y como Rodin, un oficial de carrera del Ejército. Pero, a diferencia de Rodin, jamás había asumido el mando en combate. Durante la mayor parte de su vida había servido en las ramas administrativas, y durante los últimos diez años en la contaduría de la Legión Extranjera. En la primavera de 1963 era el tesorero de la OAS.
André Casson era el único civil. Bajito y atildado, vestía aún como el director de Banco que había sido en Argelia. Era el coordinador de la OAS-CNR en la Francia metropolitana. Ambos hombres eran, como Rodin, unos fanáticos, aun entre los miembros de la OAS, aunque por distintas razones. Montclair había tenido un hijo, un muchacho de diecinueve años que había sido destinado a Argelia tres años atrás para cumplir su servicio militar, mientras su padre dirigía la contaduría de la base de la Legión Extranjera en Marsella. Montclair padre no llegó a ver el cadáver de su hijo, que había sido enterrado en el bled donde el joven soldado había sido retenido como prisionero por los guerrilleros. Pero había oído contar los detalles de lo que le habían hecho al muchacho. Nada puede mantenerse secreto por mucho tiempo en la Legión. La gente habla.
André Casson se hallaba más comprometido. Nacido en Argelia, había consagrado toda su vida a su trabajo, su departamento y su familia. El Banco para el cual había trabajado tenía la central en París, de modo que la caída de Argelia no le hubiese dejado sin trabajo. Pero cuando, en 1960, los colonos se rebelaron, Casson los había apoyado y había sido uno de los jefes de la revuelta en su Constantina natal. Aun después de ello había conservado su empleo, pero a medida que se iban cerrando cuenta tras cuenta y que los hombres de negocios vendían sus pertenencias para trasladarse a Francia, comprendió que los buenos tiempos de la presencia francesa en Argelia habían terminado. Poco después del motín del Ejército, irritado por la nueva política gaullista y por la desdicha de los humildes granjeros y comerciantes de la región que se veían obligados a huir, arruinados, a un país que muchos de ellos apenas habían visto al otro lado del mar, había ayudado a una sección de la OAS a robar de su propio Banco treinta millones de francos viejos. Su acción había sido descubierta y denunciada por un joven cajero, por lo que su carrera en el Banco terminó. Envió a su esposa y sus dos hijos a vivir con su familia política a Perpiñán, y se unió a la OAS, para la cual su colaboración tenía un gran valor, porque
conocía
personalmente
a
varios
millares
de
simpatizantes de la OAS que ahora vivían en Francia. Marc Rodin tomó asiento detrás del escritorio y miró a los otros dos, quienes le devolvieron la mirada con curiosidad, pero sin formular pregunta alguna.
Cuidadosamente, metódicamente, Rodin inició su exposición, concentrándose en la creciente lista de fracasos y derrotas que la OAS había sufrido durante los últimos meses por obra de los Servicios Secretos franceses. Sus invitados tenían fijos los ojos, sombríamente, en sus copas.
—Es preciso que miremos cara a cara los hechos. En los últimos cuatro meses hemos sufrido tres rudos golpes. El fracaso del intento de la Escuela Militar para liberar a Francia de su dictador no es más que el último de una larga lista de intentos parecidos que han sido frustrados aún antes de haber sido llevados a cabo. Los dos únicos intentos en que nuestros hombres llegaron a acercarse a De Gaulle a la distancia suficiente para poder escupirle, fallaron a causa de errores elementales cometidos en la planificación o la ejecución de los mismos. No tengo por qué entrar en detalles, puesto que ustedes los conocen tan bien como yo.
«El rapto de Antoine Argoud nos ha privado de uno de nuestros jefes más astutos, y a pesar de su lealtad a la causa no cabe duda de que con los modernos métodos de interrogación, probablemente incluso con el uso de drogas, la organización entera se halla amenazada desde el punto de vista de la seguridad. Antoine sabía todo lo que cabía saber, y ahora nos vemos obligados a empezar de nuevo partiendo casi de cero. Por eso nos encontramos sentados aquí, en un modesto hotel, en lugar de estar en nuestra sede de Munich.
«Pero aun debiendo partir de cero la situación no hubiese sido tan grave un año atrás. Entonces podíamos apelar a millares de voluntarios llenos de entusiasmo y de patriotismo En la actualidad no sería tan fácil. El asesinato de Jean-Marie Bastien-Thiry no ha facilitado las cosas. No hago demasiados reproches a nuestros simpatizantes. Les prometimos resultados y no hemos podido ofrecerles ninguno. Tienen derecho a esperar resultados, no palabras».
—De acuerdo, de acuerdo. Pero, ¿a dónde quiere usted llegar?–dijo Montclair.
Los dos hombres que le escuchaban sabían que Rodin tenía razón. Montclair sabía mejor que nadie que los fondos adquiridos mediante los atracos a los Bancos de Argelia se empleaban en sostener la organización, y que los donativos de los
industriales
de
derecha
empezaban
a
escasear.
Recientemente, sus peticiones de ayuda habían sido recibidas con mal disimulado desdén. Casson sabía que sus líneas de comunicación con el mundo clandestino en Francia iban haciéndose más tenues a cada semana que pasaba, que sus centros de refugio eran registrados por la Policía y que desde la captura de Argoud muchos habían retirado su apoyo. La ejecución de Bastien-Thiry sólo podía acelerar aquel proceso. El resumen formulado por Rodin era la pura verdad, pero no por ello resultaba menos desagradable oírlo. Rodin, como si no hubiese habido interrupción alguna, prosiguió:
—Hemos llegado a una situación en que la primera meta de nuestra causa para la liberación de Francia, la eliminación
del Gran Zohra, sin la cual todos nuestros planes posteriores inevitablemente fracasarán, ha pasado a ser virtualmente imposible por los medios tradicionales. No me atrevo a decidirme, señores, a comprometer a más jóvenes patriotas en unos planes que tienen muy pocas posibilidades de pasar inadvertidos a la Gestapo francesa, ni siquiera durante unos pocos días. En suma: hay demasiados delatores, demasiados traidores, demasiados renegados.
«Aprovechándose de esta situación, la Policía Secreta se ha infiltrado hasta tal punto en el movimiento que hasta las deliberaciones de nuestros Consejos supremos llegan a su conocimiento.
Al parecer, conocen, a los pocos días de haber sido tomada la decisión, lo que nos proponemos hacer, cuáles son nuestros planes y quiénes son nuestros hombres. Ciertamente, es desagradable tener que enfrentarse con esta situación, pero estoy convencido de que si no lo hacemos así, continuaremos viviendo en el limbo.
«Considero que sólo nos queda un medio para llevar a cabo nuestro primer objetivo, la eliminación de Zohra, de un modo que pueda atravesar la tupida red de espías y agentes, desposeer a la Policía Secreta de sus ventajas y enfrentarla con una situación que no sólo sea desconocida para ellos, sino que, aunque la conocieran, difícilmente pudieran frustrarla».
Montclair y Casson levantaron rápidamente la mirada. En la estancia reinaba un silencio de muerte, sólo interrumpido de vez en cuando por el golpeteo de la lluvia en los cristales de la ventana.
—Si reconocemos que mi visión de la situación es, por desdicha,
exacta–prosiguió
Rodin–,
deberemos
reconocer
también que todos los hombres de quienes sabemos que son capaces de llevar a cabo la misión de eliminar al Gran Zohra son igualmente conocidos de la Policía Secreta. Ninguno de ellos puede moverse por el interior de Francia, salvo como un animal acosado, no sólo perseguido por las fuerzas regulares de la Policía, sino traicionado por la espalda por los barbouzes y los soplones. Creo, señores, que la única alternativa que nos queda consiste en contratar los servicios de un pistolero.
Montclair y Casson lo miraron primero con asombro; después, poco a poco, con progresiva comprensión.
—¿Qué clase de pistolero?–preguntó Casson por fin.
—Este hombre, fuese quien fuese, debería ser extranjero–dijo Rodin–, no sería miembro de la OAS ni del CNR. Ni un solo policía francés debería conocerle, ni debería existir su ficha en ningún archivo. El punto débil de las dictaduras es
que son vastas burocracias. Lo que no está en los archivos no existe. El pistolero profesional sería un factor desconocido, y,
por
tanto,
inexistente.
Viajaría
bajo
pasaporte
extranjero,
realizaría
su
trabajo,
y
desaparecería,
regresando de nuevo a su país, mientras el pueblo francés se levantaría para barrer al resto de la miserable chusma gaullista. Para ese hombre la salida no tendría demasiada importancia, puesto que nosotros, una vez en el poder, se la facilitaríamos. Lo importante es que pueda entrar sin ser localizado y sin levantar sospechas. Y esto es algo que en los momentos actuales ninguno de nosotros puede hacer. Los dos oyentes, sumidos en sus reflexiones, guardaron silencio, mientras el plan de Rodin se perfilaba en sus mentes.
Montclair emitió un leve silbido.
—Un pistolero profesional, un mercenario.
—Exactamente–contestó Rodin–. Sería del todo irrazonable suponer que un extraño efectuaría este trabajo por amor al arte, o a nosotros, por patriotismo. Para lograr el grado de habilidad y de valor necesario para esta clase de operación debemos contratar a un auténtico profesional. Y un hombre así
sólo estará dispuesto a trabajar por dinero, por mucho dinero
–agregó, lanzando una rápida mirada a Montclair.
—¿Y cómo podemos encontrar a ese hombre? –preguntó Casson.
—No nos precipitemos, señores. Desde luego, hay que resolver un montón de detalles. Pero lo primero que deseo saber es si, en principio, aceptan ustedes la idea. Montclair y Casson se miraron. Ambos se volvieron hacia Rodin y asintieron lentamente con la cabeza.
—Bien.
Rodin se echó hacia atrás en su asiento, hasta donde se lo permitió la silla de respaldo recto donde se sentaba. Y
prosiguió:
—Entonces, éste es el primer punto decidido: acuerdo en principio. El segundo se refiere a la seguridad, y es ciertamente fundamental. En mi opinión, cada día somos menos los que podemos ser considerados absolutamente libres de toda sospecha como posibles fuentes de una fuga de información. No digo que considere a ninguno de nuestros colegas de la OAS o del CNR como un traidor a la causa. Pero existe un antiguo axioma según el cual cuantas más personas conocen un secreto, menos seguro está ese secreto. Toda la esencia de esta idea estriba en su secreto. Por consiguiente, cuantos menos seamos los que estemos al corriente de ella, tanto mejor.
«Incluso en el seno de la OAS se han infiltrado espías que han logrado ocupar cargos de responsabilidad, y que informan de nuestros planes a la Policía Secreta. A todos les llegará
el día de la venganza, pero por el momento estos hombres son peligrosos. En cuanto a los políticos del CNR, los hay demasiado lerdos o cobardes para comprender todo el alcance del proyecto. No quisiera poner en peligro la vida de un hombre
informando
gratuita
e
innecesariamente
de
su
existencia a tales personas.
«Les he convocado a ustedes, René y André, porque estoy absolutamente convencido de su lealtad a la causa y de su capacidad para guardar un secreto. Además, para el plan que he forjado necesito la colaboración activa de usted, René, como tesorero y pagador, para reunir la suma que cualquier pistolero profesional exigirá sin duda. En cuanto a usted, André, su cooperación será necesaria para facilitar a ese hombre la ayuda, en el interior de Francia, de un puñado de hombres leales al abrigo de toda duda, para el caso de que tuviera que recurrir a ellos.
«Pero no veo razón alguna por la cual los detalles del plan deban rebasar el limitado círculo que formamos los tres aquí
presentes. Por consiguiente, les propongo que formemos un comité por nuestra propia cuenta, y que aceptemos la entera responsabilidad por esta idea, su planificación, su ejecución y su financiación».
Se produjo un nuevo silencio. Al fin, Montclair dijo:
—¿Quiere usted sugerir que prescindamos del Consejo de la OAS y de todo el CNR? No les va a gustar.
—En primer lugar, no lo sabrán–contestó Rodin serenamente–. Para exponerles la idea a todos, deberíamos celebrar una reunión plenaria. Esto solo bastaría para llamar la atención, y los barbouzes se lanzarían a la tarea de averiguar para qué
fue convocada la reunión plenaria. Además, puede existir un traidor en cualquiera de los dos Consejos. Si visitamos particularmente a cada uno de sus miembros, tardaremos semanas sólo en conseguir un acuerdo preliminar y en principio. Luego, querrán conocer todos los detalles a medida que se vayan desarrollando las fases del plan. Ya saben ustedes cómo son esos condenados políticos y miembros de los comités. Quieren saberlo todo sólo por saberlo. No hacen nada, pero cada uno de ellos puede poner en peligro toda la operación con sólo una palabra pronunciada en un momento de embriaguez o de descuido.
«En segundo lugar, si fuese posible obtener la aprobación de la idea por todo el Consejo de la OAS y del CNR, no por eso habríamos avanzado un solo paso, y en cambio, cerca de treinta personas estarían al corriente del plan. Si, como yo propongo,
nos
lanzamos
a
la
acción,
asumimos
la
responsabilidad, y el plan fracasa, no habremos perdido nada que tengamos ahora. Habrá recriminaciones, desde luego, pero nada más. Si el plan triunfa, estaremos en el poder, y
entonces nadie pensará en discutir la cuestión. La manera concreta de lograr la eliminación del dictador se habrá
convertido en una mera cuestión académica. Así, pues, resumiendo, ¿están ustedes dispuestos a unirse a mí como únicos planificadores, organizadores y realizadores de la idea que les he expuesto?».
De nuevo Montclair y Casson se miraron, se volvieron hacia Rodin y asintieron con la cabeza. Era la primera vez que le veían desde el rapto de Argoud. Mientras éste ocupó la presidencia del movimiento, Rodin se había mantenido discretamente en un segundo plano. Ahora se manifestaba como el líder por derecho propio. El jefe de la clandestinidad y el de las finanzas se sentían impresionados. Rodin miró a los dos, exhaló el humo de su cigarrillo y sonrió.
—Bien–dijo–, pasemos ahora a los detalles. La idea de recurrir a un mercenario profesional se me ocurrió por primera vez el día en que oí por la radio que el pobre Bastien-Thiry había sido asesinado. Desde aquel día he buscado al hombre que necesitamos. Como es lógico, no es nada fácil encontrar a esa clase de hombres: no suelen anunciarse en los periódicos. No he cesado de hacer averiguaciones desde mediados de marzo. Y el resultado de las mismas puede resumirse en esto.
Tomó en sus manos los tres sobres de papel manila que hasta aquel momento habían estado encima de la mesa. Montclair y Casson volvieron a mirarse enarcando las cejas, y guardaron silencio. Rodin prosiguió:
—Creo que lo mejor será que estudien primero esos legajos; luego, podemos discutir la cuestión. Personalmente, les he asignado un orden de preferencia para el caso de que el primero no pueda o no quiera aceptar el encargo. No hay más que un ejemplar de cada legajo, de modo que tendrán ustedes que intercambiarlos.
Pasó uno de los sobres de papel manila a Montclair y otro a Casson, y conservó el tercero en sus manos pero no se tomó la molestia de leerlo. Conocía a fondo el contenido de los tres expedientes.
Poco había que leer. Cuando Rodin había calificado de
«breves» a aquellos legajos no había exagerado ciertamente. Casson fue el primero en terminar de leer el que le había correspondido. Levantó los ojos hacia Rodin e hizo una mueca.
—¿Es eso todo?
—Esa clase de hombres no facilitan demasiados detalles acerca de sí mismos–contestó Rodin–. Vea este otro. Y pasó a Casson el sobre que había reservado en su mano.
Un momento después, Montclair terminó también su lectura, y lo pasó a Rodin, quien le entregó el que Casson acababa de leer. Ambos hombres se sumieron de nuevo en la lectura. Esta vez, fue Montclair el primero en terminar. Miró a Rodin y se encogió de hombros.
—Bueno..., no hay mucho que leer, pero estoy seguro de que tenemos a cincuenta hombres como éste. Los pistoleros no son caros...
Casson le interrumpió.
—Un momento, espere a leer esto.
Pasó rápidamente a la última página y leyó los tres párrafos finales. Cuando hubo terminado, cerró el legajo y miró a Rodin. El jefe de la OAS no soltó prenda en cuanto a sus preferencias personales. Tomó el legajo que Casson había terminado de leer y lo pasó a Montclair, después de lo cual entregó a Casson el tercero. Los dos terminaron su lectura a la vez, cuatro minutos más tarde.
Rodin reunió los tres expedientes y volvió a colocarlos encima de su escritorio. Tomó la silla de respaldo recto, la acercó a la estufa y se sentó en ella a horcajadas, apoyando los brazos en el respaldo. Luego, miró intensamente a los otros dos.
—Bueno, ya les dije que el mercado era muy reducido. Es posible que existan por ahí más hombres que se dediquen a esos trabajos, pero sin tener acceso a los archivos de un buen Servicio Secreto resultan endiabladamente difíciles de encontrar. Y probablemente los mejores no están fichados en ningún archivo. Ya han leído ustedes los tres legajos. Por el momento les llamaremos el alemán, el sudafricano y el inglés.
¿André?
Casson se encogió de hombros.
—Para mí no hay duda alguna. Por su historial, suponiendo que sea cierto, el inglés va en cabeza, y por varios cuerpos.
—¿René?
—Estoy de acuerdo. El alemán resulta un poco viejo para esta clase de trabajo. Aparte unos cuantos encargos ejecutados por orden de los nazis supervivientes contra los agentes israelíes que les persiguen, por lo visto no ha trabajado
mucho
en
el
campo
político.
Además,
sus
motivaciones contra los judíos probablemente son personales, y, por consiguiente, no son del todo profesionales. El sudafricano puede resultar muy útil para hacer picadillo de políticos negros como Lumumba, pero eso no es lo mismo que llenar de plomo al presidente de Francia. Además, el inglés habla perfectamente el francés.
Rodin asintió lentamente.
—Ya supuse que estaríamos de acuerdo. Aun antes de haber terminado de compilar esos informes, la elección parecía cosa hecha.
—¿Está usted seguro respecto a ese anglosajón? –preguntó
Casson–. ¿Ha llevado a cabo realmente esos trabajos?
—También a mí me sorprendió–dijo Rodin–. Así que estudié
especialmente a fondo su historia. De hecho, no existe ni una sola prueba absoluta. De haberla, sería mala señal. Significaría que estaría fichado en todo el mundo como un inmigrante indeseable. En realidad no existe nada contra él, salvo rumores. Formalmente, su curriculum es blanco como la nieve. Aun suponiendo que los ingleses lo tengan fichado, no pueden poner en su ficha más que un interrogante. No es mucho para que merezca la pena dar comunicación de ello a la Interpol. Las probabilidades de que los ingleses den el soplo sobre este hombre al SDECE aun cuando se llevara a cabo una investigación oficial son mínimas. Ya saben ustedes que se odian mutuamente. Todavía no han informado de que Georges Bidault estuvo en Londres el pasado enero. No, para esta clase de trabajo el inglés ofrece todas las ventajas, menos una...
—¿Cuál?–preguntó inmediatamente Montclair.
—Muy sencillo. Que no será barato. Un hombre de esta clase puede exigir mucho dinero. ¿Cómo andan nuestras finanzas, René?
Montclair se encogió de hombros.
—No muy bien. Los gastos han descendido un tanto. Desde lo de Argoud, todos los héroes del CNR han ido a hospedarse en pensiones. Diríase que han perdido su afición a los hoteles de cinco estrellas y a las entrevistas por televisión. Por otra parte, los ingresos se han reducido al mínimo. Como dijo usted, tiene que haber un poco de acción; de lo contrario, nos extinguiremos por falta de fondos. Esta clase de asuntos no viven de amor y de besos.
Rodin asintió gravemente.
—Me lo figuraba. Tenemos que conseguir dinero, de donde sea. Por otra parte, sería inútil lanzarse a ese tipo de acción sin saber cuánto necesitaremos...
—Lo cual significa–le interrumpió Casson, suavemente–, que el primer paso a realizar es ponerse en contacto con el inglés y preguntarle si estaría dispuesto a aceptar el trabajo y cuánto pediría por ello.
—Exacto. Bien, ¿estamos de acuerdo?
Rodin miró a los dos hombres, uno después de otro. Ambos asintieron con la cabeza. Rodin echó una ojeada a su reloj de pulsera.
—Es poco más de la una. Tengo un agente en Londres a quien debo telefonear y pedirle que se ponga en contacto con este hombre y le invite a venir. Si está dispuesto a ir esta noche a Viena en el avión de la tarde, podremos reunirnos con él después de la cena. En todo caso, lo sabremos cuando mi agente me telefonee. Me he tomado la libertad de reservarles habitación en este mismo pasillo. Son las dos contiguas a la mía. Pensé que estaríamos más seguros juntos y protegidos por Viktor, que separados pero sin defensa. Por si acaso,
¿comprenden?
—Así que estaba usted muy seguro de que aprobaríamos su plan, ¿no es verdad?–preguntó Casson, un tanto molesto por el hecho.
Rodin se encogió de hombros.
—Conseguir esta información ha llevado mucho tiempo. Cuanto menos tiempo perdamos de ahora en adelante, tanto mejor. Si debemos echar a andar, hagámoslo de prisa. Se levantó, y los otros dos le imitaron. Rodin llamó a Viktor y le ordenó que bajara a recepción y recogiera las llaves de las habitaciones 65 y 66. Mientras esperaban a Viktor, Rodin explicó a sus colegas:
—Debo telefonear desde la central de Correos. Me llevaré a Viktor conmigo. Mientras yo esté fuera, será mejor que se queden los dos en el mismo cuarto, con la puerta cerrada con llave. Mi señal será tres llamadas, una pausa, y luego dos más.
La señal era el conocido tres-más-dos que imitaba el ritmo de las palabras Algérie Française, y que los automovilistas de París habían hecho sonar con sus bocinas, años atrás, para expresar su oposición a la política gaullista.
—A propósito–prosiguió Rodin–. ¿Alguno de ustedes lleva pistola?
Los dos denegaron con la cabeza. Rodin se acercó a su escritorio y extrajo del cajón una rechoncha «MAB 9 mm» que guardaba para su uso personal. Comprobó el cargador, volvió a cerrarlo de golpe, y dispuso el seguro. Luego la mostró a Montclair:
—¿Conoce usted esta flingue?
Montclair asintió.
—Desde luego–dijo.
Y la cogió.
Volvió Viktor y acompañó a los dos individuos a la habitación de Montclair. Cuando entró en el cuarto de Rodin éste se estaba abrochando el sobretodo.
—Vamos, cabo, que tenemos que hacer.
El «Vanguard» de la «BEA» vuelo Londres-Viena, llegó al aeropuerto de Schwechat cuando el crepúsculo había ya dado paso a la noche. Cerca de la cola del aparato, el rubio inglés se hallaba cómodamente instalado en su asiento y contemplaba las luces de balizaje que se deslizaban velozmente por los lados del aparato que se disponía a aterrizar. Siempre le producía una sensación agradable ver acercarse las luces cada vez más hasta que parecía seguro que el avión debía rozar el suelo. En el último minuto, el verde del pasto y los rótulos numerados, así como las señales luminosas, se desvanecían para ser sustituidos por la pista de cemento. Por fin las ruedas establecieron contacto con el suelo. La precisión de los aterrizajes le encantaba. A su lado, el joven francés de la Oficina Turística francesa de Piccadilly le dirigía breves y nerviosas miradas. Desde que había recibido aquella llamada telefónica a la hora del almuerzo era presa de los nervios. Cerca de un año atrás, hallándose de vacaciones en París, se había puesto a la disposición de la OAS, pero hasta aquel día sólo le habían ordenado que permaneciera en su despacho de Londres. Una carta o una llamada telefónica dirigida a él con su verdadero nombre, pero que empezara diciendo: «Querido Pierre...»–debería ser obedecida inmediata y estrictamente. Desde entonces, nada, hasta aquel día, 15 de junio. El telefonista le había dicho que había una llamada directa para él desde Viena, y había agregado en Autriche, para distinguir la capital austríaca de la ciudad francesa de Vienne. Asombrado se había puesto al teléfono para oír una voz que lo llamaba «Querido Pierre». Había tardado unos segundos en recordar que era su nombre de guerra. Con el pretexto de sufrir un ataque de jaqueca, después del almuerzo había ido al piso de South Audley Street y transmitido el mensaje al inglés que le había abierto la puerta. Éste no se mostró sorprendido en absoluto por el hecho de que le invitaran a volar a Viena al cabo de tres horas. Había preparado con calma su valija, y los dos habían tomado un taxi hasta el aeropuerto de Heathrow. El inglés había sacado de su bolsillo, sin inmutarse, un fajo de billetes, lo suficiente para comprar dos billetes de vuelta, cuando el francés dijo que no había pensado en traer dinero en metálico; sólo el pasaporte y un talonario de cheques. A partir de aquel momento apenas habían cambiado una sola palabra. El inglés no había preguntado a qué dirección de Viena debían ir, con quién deberían reunirse, ni por qué
razón; afortunadamente, porque el francés lo ignoraba. Sólo habían recibido instrucciones de telefonear desde el aeropuerto de Londres y confirmar su llegada en el vuelo de la «BEA», a lo cual le habían replicado que a su llegada a
Schwechat debía presentarse en Informaciones Generales. Todo ello le había puesto muy nervioso, y la calma del inglés que se sentaba a su lado, lejos de tranquilizarle aún empeoraba las cosas.
En el mostrador de Informaciones del vestíbulo principal dio su nombre a la linda muchacha austríaca, la cual buscó en un casillero situado a su espalda y le entregó un breve mensaje que decía simplemente: «Llame al 61.44.03 y pregunte por Schulz.» El joven francés se dirigió inmediatamente hacia las cabinas telefónicas instaladas al fondo del vestíbulo principal. El inglés le dio un golpecito en el hombro y le señaló la cabina con el rótulo Vechsel.
—Necesitará algunas monedas –dijo, en perfecto francés–. Ni siquiera los austríacos son tan generosos. El francés se sonrojó y se dirigió al mostrador de cambio, mientras el inglés se instalaba cómodamente en el rincón de uno de los divanes acolchados arrimados a la pared, y encendía otro cigarrillo inglés extra largo, con filtro. Un minuto más tarde, su guía estaba de vuelta con varios billetes de Banco austríacos y un puñado de monedas. El francés se acercó a los teléfonos, encontró una cabina desocupada y marcó el número. Al otro extremo del hilo, Herr Schulz le dio unas instrucciones tan concisas como precisas. A los pocos segundos, la conversación telefónica terminó. El joven francés volvió al diván, y el rubio levantó los ojos hacia él.
—On y va?–preguntó.
—On y va.
Al tiempo que se volvía para salir, el francés arrugó el mensaje que llevaba el número de teléfono y lo arrojó al suelo. El inglés lo recogió, lo desplegó y lo acercó a la llama de su encendedor. El papel ardió en un instante y sus negras cenizas fueron aplastadas por la elegante bota de cuero. Salieron en silencio del edificio y llamaron un taxi. El centro de la ciudad estaba intensamente iluminado y atestado de automóviles, de modo que tardaron cuarenta minutos en llegar a la «Pensión Kleist».
—Aquí debemos separarnos. Me han dicho que le acompañara aquí y que me llevara el taxi a cualquier otra parte. Debe usted subir directamente a la habitación 64. Le esperan. El inglés asintió con la cabeza y se apeó del coche. El taxista se volvió interrogativamente hacia el francés.
—Siga–dijo éste.
Y el taxi desapareció calle abajo. El inglés lanzó una ojeada a las letras góticas de la placa que ostentaba el nombre de la calle, y luego a las mayúsculas romanas, de
formas cuadradas, que coronaban la puerta de la «Pensión Kleist». Finalmente, tiró su cigarrillo a medio consumir y entró.
El empleado de servicio estaba de espaldas a la puerta, que rechinó. Sin hacer el menor gesto de acercarse al mostrador de recepción, el inglés se dirigió hacia la escalera. El empleado estaba a punto de preguntar qué deseaba, cuando el visitante, lanzando una mirada en su dirección, lo saludó
levemente, como a un criado cualquiera, y dijo con firmeza:
—Guten Abend.
—Guten Abend, mein Herr –contestó maquinalmente el empleado.
Apenas había terminado de decirlo cuando el hombre rubio ya había desaparecido escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos, aunque sin precipitación. Al llegar al rellano se detuvo y lanzó una ojeada a lo largo del único pasillo que se abría ante él. En el extremo del mismo se hallaba la habitación 68. El hombre contó las puertas hacia atrás hasta la que debía de ser la 64, aunque las cifras no eran visibles desde el lugar donde se encontraba.
Entre él y la puerta del 64 había seis metros de pasillo. A su derecha, quedaban otras dos puertas antes de la del 64, y a la izquierda se distinguía un entrante de la pared parcialmente cubierto por una cortina de terciopelo rojo suspendida de una barra de latón.
El inglés estudió con atención aquel escondrijo. Por debajo de la cortina, que no llegaba hasta el suelo, sobresalía ligeramente la punta de un zapato negro. El inglés dio media vuelta y bajó de nuevo al vestíbulo de entrada. Esta vez, el empleado estaba preparado. Por lo menos logró abrir la boca.
—Comuníqueme con la habitación 64, por favor —dijo el inglés.
El recepcionista le miró un instante a la cara y luego obedeció. Al cabo de unos segundos, después de manipular en el conmutador, levantó el tubo del mostrador y se lo pasó.
—Si ese gorila no ha salido de su escondrijo dentro de quince segundos, me vuelvo a casa–dijo el hombre rubio. Y colgó. Luego, volvió a subir la escalera. Al llegar al rellano vio que se abría la puerta del 64 y aparecía el coronel Rodin. Éste miró unos instantes al inglés, situado al otro extremo del pasillo, y después, en voz baja, llamó:
—Viktor.
El gigantesco polaco salió de su escondrijo y se quedó
mirando a uno y a otro. Rodin dijo:
—Todo marcha. Le esperaba.
Kowalski frunció el ceño.
El inglés echó a andar.
Rodin le hizo pasar al dormitorio. Este había sido dispuesto como una oficina de reclutamiento. El escritorio que hacía las veces de mesa presidencial apareció cubierto de papeles. Detrás del mismo, en el centro se hallaba la única silla de respaldo recto de la habitación. Pero de las habitaciones vecinas habían traído otras dos sillas, disponiéndolas una a cada lado de la del centro. En ellas se hallaban sentados Montclair y Casson, quienes miraron con curiosidad al visitante. No había ningún asiento delante de la mesa. El inglés paseó una mirada en torno, eligió uno de los dos sillones y haciéndolo girar sobre su eje lo colocó
frente al escritorio. Cuando Rodin hubo terminado de dar nuevas instrucciones a Viktor y cerrado la puerta, el inglés ya se hallaba cómodamente sentado y estaba mirando fijamente a Casson y a Montclair. Rodin tomó asiento al otro lado del escritorio.
Durante unos segundos miró con intensidad al hombre llegado de Londres. Lo que vio no le disgustó; y era un experto en hombres. El visitante tendría como un metro ochenta de estatura, y poco más de treinta años. Era un tipo atlético y ágil. Parecía estar en forma. Su rostro, curtido, era de facciones regulares pero no llamativas. Sus manos permanecían inmóviles a lo largo de los brazos del sillón. A los ojos de Rodin aparecía como un hombre poseedor de un notable dominio de sí mismo. Pero su mirada inquietó a Rodin. Éste había visto los ojos húmedos y suaves de los hombres débiles, los sombríos y opacos de los psicópatas y los alertados de los soldados. Los ojos del inglés eran transparentes y miraban con franco candor; excepto en los iris, que eran de un gris manchado, ahumado, como la niebla de una mañana de invierno. Rodin tardó unos segundos en advertir que aquellos ojos no tenían
expresión
alguna.
Fuesen
cuales
fuesen
los
pensamientos que se albergaran en el interior de aquella cabeza, detrás de aquella cortina de humo, nada trasluciría de ellos. Rodin sintió dentro de sí el gusano de la inquietud. Como todos los hombres formados por los sistemas y los procedimientos, no le gustaba lo imprevisible, y, por tanto, lo incontrolable.
—Sabemos quién es usted–empezó bruscamente–. Será mejor que me presente. Soy el coronel Marc Rodin ...
—Lo sé–dijo el inglés–. Es usted el jefe de operaciones de la OAS. Usted es el comandante René Montclair, tesorero, y usted Monsieur André Casson jefe de la organización clandestina en la metrópoli.
Al tiempo que hablaba, miró por turno a cada uno de los tres hombres. Luego se llevó un cigarrillo a los labios.
—Por lo visto, está usted muy informado–comentó Casson, mientras los tres observaban cómo el visitante encendía su cigarrillo.
El inglés se recostó en su asiento y exhaló la primera bocanada de humo.
—Señores, no andemos con rodeos. Yo sé quiénes son ustedes, y ustedes saben quién soy yo. Los cuatro tenemos ocupaciones fuera de lo corriente. Ustedes son perseguidos y yo puedo moverme por donde quiera sin ser vigilado. Yo actúo por dinero, ustedes por idealismo. Pero en cuanto a los detalles prácticos se refiere, todos somos profesionales. Así que no hay por qué fingir. Ustedes han hecho averiguaciones sobre mi persona. Es imposible llevar a cabo tales averiguaciones sin que se entere inmediatamente la persona que es objeto de ellas. Naturalmente, quise saber quién se interesaba tanto por mí. Podía tratarse de alguien que deseara vengarse, o de alguien que deseara emplearme. Para mí era importante saberlo. En cuanto me enteré de la identidad de la organización que se interesaba por mí, dos días entre los archivos de Prensa francesa del Museo Británico me bastaron para informarme acerca de ustedes y de su organización. Así, pues, la visita de su mensajero, esta tarde, apenas ha constituido una sorpresa para mí. Bon. Sé quiénes son ustedes y a quién representan. Ahora quisiera saber qué quieren. Se produjo un silencio que se prolongó durante unos minutos. Casson y Montclair consultaron a Rodin con la mirada. El coronel de tropas aerotransportadas y el pistolero se miraban a los ojos. Rodin sabía lo bastante acerca de los hombres violentos para comprender que el hombre que tenía ante sí era lo que necesitaba. A partir de aquel momento, Montclair y Casson pasaron a formar parte del mobiliario.
—Puesto que ha leído usted la documentación a su alcance, no le aburriré con la exposición de los motivos que impulsan a nuestra organización, y que usted ha calificado acertadamente de idealismo. Nosotros creemos que Francia está gobernada actualmente por un dictador que ha mancillado nuestra patria y ha prostituido su honor. Creemos que su régimen sólo puede caer, y Francia ser devuelta a los franceses, si el dictador muere. De seis tentativas llevadas a cabo por los nuestros para eliminarle, tres fueron descubiertas en sus primeras fases, una fue denunciada la víspera del intento, y dos llegaron a realizarse, pero sin fortuna.
«Actualmente estamos considerando, pero hasta ahora sólo considerando, la posibilidad de contratar los servicios de un profesional para realizar esta tarea. Sin embargo, no deseamos malversar nuestro dinero. Lo primero que queremos saber es si es posible.
Rodin había jugado con astucia. La última frase, cuya respuesta ya conocía, alumbró un relámpago de expresión en los ojos grises de su interlocutor.
—No hay en el mundo un solo hombre a salvo de la bala de un asesino–dijo el inglés–. El grado de exposición de De Gaulle es muy alto. Desde luego, es posible matarlo. Lo malo es que las probabilidades de escapar con vida del atentado no son muy elevadas. Un fanático dispuesto a morir también él en el intento es siempre el mejor método para eliminar a un dictador que se exhibe en público. Advierto–agregó, con un leve matiz malicioso–que a pesar de su idealismo no han sido ustedes
capaces
de
encontrar
a
este
hombre.
Tanto
Pont-de-Seine como Petit-Clamart fallaron porque nadie estaba dispuesto a arriesgar su propia vida para asegurar el resultado.
—Aún hoy hay patriotas franceses dispuestos...–empezó
Casson, con ardor, pero Rodin lo hizo enmudecer con un ademán.
El inglés ni siquiera le dirigió una mirada.
—¿Y en cuanto a un profesional?–preguntó Rodin.
—Un
profesional
no
actúa
por
idealismo,
y,
por
consiguiente, obra con más serenidad y es menos probable que cometa errores elementales. No siendo un idealista, no es probable que en el último instante vacile al pensar que la explosión o el método que sea, puede herir a otras personas; y siendo un profesional ha calculado todos los riesgos. Así, pues, sus posibilidades de éxito son, sobre el papel, más ciertas que las de ninguna otra persona; pero, en cambio, no se decidirá siquiera ni a dar los primeros pasos hasta que haya imaginado un plan que le permita no sólo realizar su misión, sino escapar indemne.
—¿Considera usted que ha de ser posible trazar un plan de esta clase que permita a un profesional matar al Gran Zohra y escapar con vida?
El inglés fumó en silencio durante unos minutos, mirando por la ventana.
—En principio, sí–contestó al fin–. En principio, siempre es posible, si se cuenta con una buena planificación y con el tiempo necesario. Pero en este caso sería extremadamente difícil. Más que en la mayoría de los demás casos.
—¿Por qué más difícil?–preguntó Montclair.
—Porque De Gaulle está sobre aviso, no acerca del atentado en concreto, pero sí en cuanto a la intención. Todos los grandes hombres tienen guardias de corps y agentes de seguridad, pero al cabo de un período de varios años sin que se haya producido ningún atentado grave contra la vida del gran hombre, las comprobaciones pasan a ser pura fórmula, las
rutinas, mecánicas, y el grado de vigilancia disminuye. La bala que liquida a la víctima resulta totalmente inesperada, y por esta razón provoca el pánico. Al amparo de este pánico, el asesino escapa. En este caso no habrá disminución en el grado de vigilancia, ni rutinas mecánicas, y si la bala llegara al blanco serían muchos los que, en lugar de ser presa de pánico, correrían en pos del asesino. Podría hacerse, pero sería una de las tareas más difíciles del mundo en estos momentos. Ya ven ustedes, señores, que sus intentos no sólo fracasaron, sino que han dificultado enormemente la realización de cualquier otro.
—En el caso de que nos decidiéramos por utilizar los servicios de un pistolero profesional para ejecutar este trabajo...–aventuró Rodin.
—No tienen ustedes más remedio que confiarlo a un profesional–le interrumpió el inglés, con calma.
—¿Por qué? Hay todavía muchos hombres que estarían dispuestos a realizar este trabajo por motivos puramente patrióticos.
—Sí, quedan todavía Watin y Curutchet—contestó el rubio–. Y
sin duda hay por ahí otros Degueldre y Bastien-Thiry. Pero ustedes tres no me han llamado aquí para sostener conmigo una charla en términos generales sobre la teoría del asesinato político, ni porque de pronto hayan agotado sus existencias de pistoleros. Ustedes me han llamado aquí porque han llegado a la conclusión, no sin cierto retraso, de que su organización ha sufrido tales infiltraciones por parte de los agentes del Servicio Secreto francés que muy poco de lo que puedan decidir permanecerá secreto durante mucho tiempo, y también porque la cara de cada uno de ustedes está grabada en la mente de todos y cada uno de los policías franceses. Por esto necesitan a un tercero, a un extraño. Y están ustedes en lo cierto. Si hay que ejecutar este trabajo, deberá hacerlo un outsider. Lo único que falta decidir es quién, y por cuánto. Bueno, señores, supongo que habrán tenido ustedes tiempo suficiente para examinar la mercancía, ¿no es así?
Rodin miró de reojo a Montclair y levantó una ceja. Montclair bajó la cabeza, asintiendo. Casson lo imitó. El inglés tenía los ojos fijos en la ventana.
—¿Está usted dispuesto a asesinar a De Gaulle?–preguntó
Rodin, al fin.
Apenas levantó la voz al pronunciar estas palabras, pero la pregunta pareció llenar el recinto. El inglés trasladó su mirada de la ventana al hombre que acababa de hablar. Sus ojos habían perdido de nuevo toda expresión.
—Sí, pero costará mucho dinero.
—¿Cuánto?–preguntó Montclair.
—Comprenderán ustedes que un trabajo como éste sólo se realiza una vez en la vida. El hombre que lo lleve a cabo no volverá a trabajar jamás. Las posibilidades, no sólo de que no lo apresen, sino de que no lo identifiquen, son mínimas. Este trabajo debe darle lo suficiente para que pueda vivir holgadamente el resto de su vida y comprar la protección necesaria contra la venganza de los gaullistas...
—Cuando Francia sea nuestra–dijo Casson—no nos faltarán medios...
—Dinero contante y sonante–dijo el inglés–. La mitad por adelantado, y la otra mitad una vez realizado el trabajo.
—¿Cuánto?–preguntó Rodin.
—Medio millón.
Rodin lanzó una mirada a Montclair, quien hizo una mueca.
—Es mucho dinero medio millón de francos...
—De dólares–dijo el inglés.
—¿Medio millón de dólares?–exclamó Montclair saltando de su asiento–. ¿Está usted loco?
—No–dijo el inglés, con calma–, pero soy el mejor, y por tanto, el más caro.
—Sin duda encontraríamos ofertas más baratas –dijo Casson, en tono burlón.
—Sí–dijo el rubio, impávido–, encontrarían ustedes hombres más baratos, y se encontrarían con que cobraban su depósito del cincuenta por ciento y desaparecían de la circulación, o presentaban excusas más tarde por no haber podido cumplir la misión. Cuando se emplea lo mejor, hay que pagarlo. Medio millón de dólares es el precio. Considerando que esperan ustedes adueñarse de Francia, valoran en muy poco a su patria.
Rodin, que había permanecido en silencio durante aquel diálogo, recogió la alusión.
—Touché. El caso es, señor, que no tenemos medio millón de dólares en dinero contante y sonante.
—Lo sé –contestó el inglés–. Si quieren que se haga ese trabajo tendrán que buscar esta suma donde sea. Yo no necesito el encargo, compréndanlo. Después de mi última misión, puedo vivir bien unos cuantos años. Pero la idea de lograr lo bastante para poder retirarme me atrae. Por eso estoy dispuesto a correr algunos riesgos excepcionales por este precio. Sus amigos aquí presentes aspiran a un premio mayor todavía: la propia Francia. Y, sin embargo, la idea de los riesgos los aterra. Lo siento. Si no pueden ustedes hacerse con la suma en cuestión, deberán volver a organizar sus conjuras y a contemplar cómo las autoridades las destruyen una tras otra.
Se incorporó a medias de su asiento, al tiempo que aplastaba su cigarrillo en el cenicero. Rodin se puso en pie.
—Siéntese, señor. Conseguiremos el dinero. Los dos volvieron a tomar asiento.
—Bien–dijo
el
inglés–.
Pero
hay,
además,
ciertas
condiciones.
—¿Cuáles?
—La razón por la cual necesitan ustedes a un outsider estriba, en primer lugar, en los motivos que constantemente se filtran hasta llegar a las autoridades francesas. ¿Cuántas personas de su organización están al corriente de este plan de contratar a un outsider, y no digo ya de contratarme concretamente a mí?
—Sólo los tres que estamos en este cuarto. La idea se me ocurrió a mí al día siguiente de la ejecución de Bastien-Thiry. Desde aquel momento llevé a cabo personalmente todas las investigaciones. Nadie más está al corriente.
—Y nadie más debe enterarse –dijo el inglés–. Cualquier documento que deje constancia de todas las reuniones, los archivos y los legajos deben ser destruidos. Nada debe subsistir fuera de sus tres cabezas. En vista de lo que le ocurrió en febrero a Argoud, me consideraré liberado de mi compromiso si cualquiera de ustedes tres fuese capturado. Por consiguiente, deberán ustedes permanecer en algún lugar seguro y bajo fuerte vigilancia hasta que el trabajo haya sido realizado. ¿De acuerdo?
—D'accord. ¿Algo más?
—Yo me ocuparé de trazar los planes, así como de llevarlos a la práctica. No comunicaré sus detalles a nadie, ni siquiera a ustedes. En suma, desapareceré. No volverán a tener noticias mías. Usted conoce mi teléfono de Londres y mi dirección, pero pienso mudarme en cuanto pueda.
«En caso de emergencia, ustedes sólo deberán ponerse en contacto conmigo en aquel lugar. Por lo demás, no habrá otros contactos. Les dejaré el nombre de mi Banco en Suiza. Cuando el Banco me comunique que los primeros doscientos cincuenta mil dólares han sido depositados, y cuando me sienta totalmente dispuesto, empezaré a actuar. No permitiré que se me den prisas más allá de lo que yo considere razonable, ni aceptaré interferencia alguna. ¿De acuerdo?
—D'accord. Pero nuestros agentes clandestinos en Francia pueden ofrecer a usted una ayuda considerable por lo que se refiere a información. Algunos de ellos ocupan lugares prominentes.
El inglés consideró unos instantes esta proposición.
—Bien, cuando estén ustedes dispuestos, envíenme por correo un solo número de teléfono, preferiblemente en París, de modo que pueda llamar directamente a ese número desde cualquier lugar de Francia. No comunicaré a nadie mi paradero; simplemente, llamaré a ese número para obtener las informaciones más recientes acerca de las medidas de seguridad adoptadas en torno del Presidente. Pero el hombre que se ponga a ese teléfono no debe saber qué estoy haciendo en Francia. Díganle simplemente que estoy en misión por encargo de ustedes y necesito su ayuda. Cuanto menos sepa, mejor. Para mí, ese hombre debe ser nada más que una agencia informativa. Y sus fuentes deben ser exclusivamente
las
que
puedan
proporcionar
valiosa
información interior, y no cualquier bazofia que yo mismo pueda leer en los periódicos. ¿De acuerdo?
—Perfectamente. Usted quiere actuar completamente solo sin amigos ni refugios. Es su propia cabeza la que está en juego.
¿Y
la
documentación
falsa?
Tenemos
dos
excelentes
falsificadores a su disposición.
—Yo me la agenciaré. Gracias.
Casson intervino.
—Poseo una organización completa en Francia similar a la de la Resistencia durante la ocupación alemana. Puedo poner toda esa organización a su disposición, si la necesita.
—No, gracias. Prefiero confiar en mi total anonimato. Es mi mejor arma.
—Pero suponiendo que algo falle, puede tener usted necesidad de huir...
—Nada fallará, como no sea por parte de ustedes. Quiero actuar sin el menor contacto con su organización, Monsieur Casson, precisamente por la misma razón por la que estoy aquí: porque su organización está repleta de agentes y espías.
Casson parecía a punto de estallar. Montclair miraba sombríamente por la ventana, pensando en la manera de reunir con urgencia medio millón de dólares. Rodin observaba reflexivamente al inglés.
—Calma, André. El señor quiere trabajar solo. Que así se haga. Es su estilo. No pagamos medio millón de dólares por un hombre que necesite la misma cantidad de colaboradores que requieren nuestros tiradores.
—Lo que me gustaría saber–murmuró Montclair–es cómo vamos a conseguir tanto dinero en poco tiempo.
—Empleen su organización para asaltar Bancos –dijo el inglés, tranquilamente.
—En todo caso, éste es problema nuestro –dijo Rodin–. Antes de que nuestro visitante regrese a Londres, ¿hay algo más que tratar?
—¿Qué puede impedirle a usted quedarse con el primer cuarto de millón y desaparecer? –preguntó Casson.
—Ya se lo he dicho, señores. Quiero retirarme. Y no deseo tener a medio ejército de ex paracaidistas tras de mí. Tendría que emplear en mi propia protección más dinero del que habría ganado. No tardaría en quedar en la miseria.
—¿Y qué nos podría impedir a nosotros—insistió Casson–esperar a que el trabajo esté hecho, y negarnos luego a pagar el resto del medio millón?
—La misma razón–dijo el inglés, con suavidad–. En tal caso, yo seguiría trabajando por mi cuenta. Y entonces mi objetivo serían ustedes tres, caballeros. Sin embargo, no creo que tal cosa ocurra, ¿verdad?
Rodin le interrumpió.
—Bien, si eso es todo, no creo que debamos entretener por más tiempo a nuestro huésped. Bueno... hay un detalle. Su nombre. Si desea usted conservar el anonimato, debería tener un apodo, un nombre cifrado. ¿Se le ocurre alguno?
El inglés reflexionó unos momentos.
—Puesto que estamos hablando de una cacería, ¿qué le parecería el nombre de el Chacal? ¿Lo encuentra apropiado?
Rodin asintió.
—Sí, perfecto. Creo que me gusta.
Acompañó al inglés hasta la puerta y la abrió. Viktor salió
de su escondrijo y se acercó. Por primera vez, Rodin sonrió y tendió la mano al pistolero.
—Nos pondremos en contacto en la forma convenida tan pronto como podamos. Entretanto, ¿podría usted empezar a trazar planes, en líneas generales, para no perder demasiado tiempo?
Bien. Entonces, bonsoir, señor Chacal. El polaco quedóse mirando cómo se alejaba el visitante, en silencio, tal como había aparecido. El inglés pasó la noche en el hotel del aeropuerto y tomó el primer avión de la mañana rumbo a Londres.
En la «Pensión Kleist», Rodin tuvo que enfrentarse con un chaparrón de lamentaciones tardías y de protestas por parte de Casson y Montclair, quienes aparecían profundamente trastornados por las tres horas transcurridas entre las nueve y las doce.
—Medio millón de dólares–repetía Montclair, una y otra vez–. ¿Cómo diablos vamos a conseguir medio millón de dólares?
—Podríamos seguir la sugerencia de el Chacal y asaltar unos cuantos Bancos–contestó Rodin.
—No me gusta ese hombre–intervino Casson–. Trabaja solo, sin colaboradores. Esta clase de hombres son peligrosos. No hay forma de controlarlos.
Rodin puso punto final a la discusión.
—Óiganme ustedes: hemos trazado un plan, hemos aceptado una propuesta, y hemos buscado a un hombre dispuesto a matar y capaz, por dinero, de eliminar al Presidente de Francia. Conozco bien a los hombres de esta clase. Si alguien puede hacerlo, es él. Hemos jugado nuestras cartas. Sigamos ahora con lo nuestro, y que él siga con lo suyo.
CAPITULO III
Durante la segunda mitad del mes de junio y todo el mes de julio de 1963, Francia fue sacudida por un estallido de violentos atracos contra Bancos, joyerías y oficinas de Correos sin precedentes hasta entonces, y que no ha vuelto a repetirse. Los detalles de aquella oleada de asaltos constituyen ahora material de archivo. De un extremo a otro del país, numerosos Bancos eran asaltados casi cada día, con el empleo de pistolas, fusiles con el cañón recortado y ametralladoras. Las incursiones en las joyerías, con destrozos de vidrieras y fuga precipitada de los asaltantes, llegaron a ser tan frecuentes durante aquel período, que las fuerzas de la Policía local apenas habían terminado de tomar declaración a los joyeros aterrados, y a menudo sangrantes, y a sus empleados, cuando eran llamados para otro caso parecido dentro de su propia jurisdicción.
Dos empleados bancarios murieron a tiros en diferentes ciudades
cuando
intentaron
oponer
resistencia
a
los
asaltantes. Antes de fin de julio la crisis había alcanzado tales proporciones, que los hombres del «Corps Républicain de Sécurité» y las escuadras antidisturbios conocidas por todos los franceses simplemente por las CRS, fueron llamados a filas y armados por primera vez con ametralladoras. Para los que entraban en un Banco, llegó a ser habitual tener que pasar por delante de uno o dos guardias de la CRS, de uniforme azul, apostados en el vestíbulo y armados con una a punto de disparar.
En respuesta a la presión ejercida por los banqueros y joyeros, que se quejaban amargamente al Gobierno de aquella oleada de asaltos, aumentó la frecuencia de las visitas policiales a los Bancos durante la noche, pero en vano,
puesto que los ladrones no eran revientacajas profesionales capaces de abrir diestramente la caja fuerte de un Banco durante las horas de oscuridad, sino simplemente rufianes enmascarados, armados y dispuestos a disparar a la menor provocación.
Las horas peligrosas eran las del día, cuando cualquier Banco o joyería del país podía verse sorprendido, en plena actividad habitual, por la aparición de dos o tres enmascarados armados y por la orden perentoria de Haut les mains!
A finales de junio, en diferentes asaltos, tres culpables resultaron heridos y fueron detenidos. Uno de ellos era un bandido de quien se sabía que aprovechaba la existencia de la OAS como excusa para lanzarse a una anarquía general; los dos restantes eran desertores de los antiguos regimientos coloniales, y no tardaron en confesar que pertenecían a la OAS. Sin embargo, a pesar de los rigurosos interrogatorios a que fueron sometidos en la Comisaría Central, ninguno de los tres pudo decir por qué se había desencadenado aquella oleada de atracos en el país. Sólo dijeron que su «patrón» (el jefe de la banda) se había puesto en contacto con ellos y les había asignado una misión, en un Banco o una joyería. La Policía llegó a convencerse de que los detenidos ignoraban la finalidad de los robos; a todos ellos se les había prometido una parte del botín, y como eran simples subordinados habían hecho lo que se les había ordenado.
No tardaron mucho las autoridades francesas en comprender que detrás de aquella oleada se encontraba la OAS, y que, por alguna razón, la OAS necesitaba urgentemente dinero. Pero hasta la primera quincena de agosto, y de manera completamente distinta, no descubrieron las autoridades el porqué.
Sin embargo, en las dos últimas semanas de junio la oleada de asaltos contra Bancos y otros establecimientos donde, de una manera expeditiva, podía conseguirse dinero y piedras preciosas, llegó a ser lo bastante grave para que el asunto fuese confiado al comisario Maurice Bouvier, el respetado y temido jefe de la Brigada Criminal de la Policía Judicial. En su sorprendentemente reducido y atestado despacho de la Jefatura de la PJ, en el número 36 del Quai des Orfèvres, a orillas del Sena, se estaba preparando un resumen que mostraba el total del dinero robado y, en el caso de las joyerías, el precio aproximado de reventa de las joyas. A mediados de julio, ese total rebasaba ampliamente los dos millones de francos nuevos, o cuatrocientos mil dólares. Aun deduciendo una suma razonable para los gastos de organizar los diversos asaltos, y otra mayor para pagar a los rufianes y desertores que los habían perpetrado, quedaba todavía, a
juicio del comisario, una suma considerable de dinero cuyo destino se ignoraba.
En la última semana de junio, un informe llegó a la mesa del general Guibaud; jefe del SDECE, enviado por el jefe de su oficina permanente en Roma. En él se le comunicaba que los tres jefes superiores de la OAS, Marc Rodin, René Montclair y André Casson, se habían instalado en el piso más alto de un hotel situado junto a la Via Condotti. El informe agregaba que a pesar del costo evidentemente elevado de residir en un hotel de un barrio tan distinguido, los tres habían tomado toda la planta para sí, y la planta inmediatamente inferior para sus guardias de corps. Eran protegidos día y noche por no menos de ocho ex miembros de la Legión Extranjera, extremadamente duros, y que jamás se aventuraban a salir del hotel. Al principio, se supuso que se habían reunido para celebrar una conferencia, pero a medida que pasaban los días el SDECE llegó a la conclusión de que los tres jefes de la OAS tomaban precauciones extraordinarias para asegurarse de que no serían víctimas de otro rapto como el de Antoine Argoud. El general Guibaud se permitió una irónica sonrisa al pensar en los tres jefes de la organización terrorista agazapados en un hotel romano, y archivó el informe siguiendo el procedimiento rutinario. A pesar de la agria disputa que existía todavía entre el Ministerio de Asuntos Exteriores del Quai d'Orsay y el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán de Bonn por la violación de la integridad territorial alemana en el «Hotel Eden-Wolff» el pasado febrero, Guibaud tenía sobrados motivos para estar agradecido a los hombres del Servicio de Acción que habían realizado el golpe. El solo espectáculo del terror de los jefes de la OAS era ya una elevada recompensa. El general desechó cierto atisbo de aprensión que le asaltó al repasar el legajo de Marc Rodin, pero no pudo menos de extrañarse de que un hombre como Rodin se hubiese asustado tan fácilmente. Como hombre de considerable
experiencia
en
su
oficio,
perfectamente
consciente de las realidades de la política y la diplomacia, sabía que era sumamente improbable que jamás le autorizaran a organizar otro rapto internacional. Hasta mucho más tarde no comprendió con claridad el verdadero significado de las precauciones que los tres jefes de la OAS adoptaban para su propia seguridad.
En Londres, el Chacal dedicó la última quincena de junio y las dos primeras semanas de julio a una actividad cuidadosamente controlada y planificada. Desde el mismo día de su llegada se consagró, entre otras cosas, a adquirir y leer casi todo lo escrito sobre Charles de Gaulle, o por el propio general. Mediante el simple procedimiento de ir a la biblioteca local y buscar el artículo sobre el Presidente
francés en la Encyclopaedia Britannica, halló al final del artículo una completa bibliografía sobre el tema. Después, utilizando un nombre y una dirección en Praed Street, Paddington, escribió a varios conocidos libreros y adquirió por correo los libros de referencia necesarios. Los estudió a fondo, hasta las primeras horas de cada madrugada, en su piso, formándose así un retrato sumamente detallado del titular del Palacio del Elíseo, desde su niñez hasta el momento presente. La mayor parte de la información que recogió no poseía ningún valor de utilidad práctica, pero de vez en cuando le llamaba la atención algún detalle o algún rasgo temperamental, que anotaba en un pequeño bloc de notas. Especialmente
instructivo
en
cuanto
al
carácter
del
Presidente francés le resultó el volumen de las Memorias del general, El filo de la espada («Le fil de l'Epée»), en el cual Charles de Gaulle revelaba con la máxima claridad su personal actitud ante la vida, su patria y su propio destino tal como aparecía ante sus ojos.
El Chacal no era un hombre lento ni estúpido. Leía con voracidad y planeaba con todo detalle, y poseía, además, la facultad de almacenar en su mente, por si más tarde podía serle útil, una enorme cantidad de información sobre los hechos.
Pero aunque sus lecturas de las obras de Charles de Gaulle y de los libros escritos sobre su persona por los hombres que mejor le conocían le proporcionaron un retrato acabado de un Presidente de Francia altivo y desdeñoso, no le resolvieron el problema principal, que no había cesado de obsesionarle desde el día en que, en la habitación de Rodin, en Viena, había aceptado el encargo de asesinar al general. A fines de la primera semana de julio no había hallado todavía respuesta a esta pregunta:
¿cuándo, dónde y cómo debía tener lugar el golpe? Como último recurso, bajó a la sala de lectura del Museo Británico, y, después de firmar, con su falso nombre habitual, una solicitud de permiso para realizar investigaciones empezó a repasar a fondo los ejemplares atrasados del principal diario de Francia, Le Figaro.
No se sabe exactamente cuándo halló la respuesta anhelada, pero hay buenos motivos para suponer que fue dentro de los tres días siguientes al 7 de julio. Dentro de aquellos tres días, partiendo del germen de un idea formulada por un periodista que escribía en 1962, previa la comprobación de los datos que cubrían todos y cada uno de los años de la presidencia de De Gaulle desde 1945, el pistolero logró
responder a su propia pregunta. Decidió, dentro de aquel breve período de tres días, exactamente en qué día, contra
viento y marea, y prescindiendo de toda consideración de peligro personal, Charles de Gaulle se mostraría en público. A partir de aquel momento, los preparativos de el Chacal pasaron de la fase de investigación a la de la planificación práctica.
En su departamento, tendido de espaldas sobre la cama, mirando fijamente el techo pintado de color crema y fumando uno tras otro sus habituales cigarrillos extralargos, pasó
largas horas reflexionando antes de que todos los detalles encajaran a la perfección.
Por lo menos una docena de ideas fueron estudiadas y rechazadas antes de que el Chacal diera por fin con el plan que decidió adoptar, el «cómo» que había que agregar al
«cuándo» y al «dónde» que ya había decidido. El Chacal era perfectamente consciente de que, en 1963, el general De Gaulle no era solamente el presidente de Francia, sino también el político mejor protegido del mundo occidental. Asesinarle, como se pudo comprobar más tarde, era considerablemente más difícil que asesinar al presidente John F. Kennedy de los Estados Unidos. Aunque el pistolero inglés no lo sabía, los expertos franceses en seguridad que, por cortesía de los americanos, habían tenido la oportunidad de estudiar las precauciones adoptadas para proteger la vida del presidente Kennedy, habían regresado sintiendo cierto desdén por las medidas tomadas por el Servicio Secreto americano. El desdén de los expertos franceses por los métodos americanos resultó justificado más tarde, cuando, en noviembre de 1963, John F. Kennedy fue asesinado en Dallas por un aficionado medio loco, mientras Charles de Gaulle seguía con vida, para retirarse en paz y, eventualmente, morir en su propia cama. Lo que sí sabía el Chacal era que los agentes de seguridad contra quienes debía luchar figuraban por lo menos entre los mejores del mundo, que toda la organización de seguridad montada en torno de De Gaulle se hallaba en estado de alarma permanente ante la posibilidad de un atentado contra su persona, y que la organización por cuenta de la cual trabajaba estaba minada por el espionaje y las filtraciones. A su favor podía anotar, en cambio, razonablemente, su propio anonimato, y la negativa de su víctima a colaborar con sus propias fuerzas de seguridad. En el día elegido, el orgullo, la tozudez y el absoluto desprecio por el peligro personal del Presidente francés le obligarían a salir por unos segundos al descubierto, sin tener en cuenta los posibles riesgos.
El avión de la «SAS» procedente de Kastrup, Copenhague, dibujó una última evolución para situarse frente al edificio terminal de Londres, carreteó todavía unos pocos metros y se detuvo. Los motores siguieron funcionando todavía durante
unos segundos, pero al fin enmudecieron. A los pocos minutos se colocó la escalera de descenso y los pasajeros empezaron en ordenada fila a bajar del aparato, dirigiendo un último adiós a la sonriente azafata situada en lo alto de la escalera. En la terraza de observación, un hombre rubio levantóse los anteojos de sol y observó con unos prismáticos la hilera de pasajeros que descendían por la escalera. Era la sexta que aquella mañana se veía sometido a aquel examen detallado; pero como la terraza, bajo el cálido sol, estaba llena de gente que esperaba a parientes y amigos y que intentaba localizarlos en cuanto salían del aparato, la actitud del hombre rubio no llamó en absoluto la atención. Cuando el octavo pasajero apareció a la luz y se enderezó, el hombre de los prismáticos se puso ligeramente tenso y observó
al recién llegado mientras descendía por la escalera. El pasajero procedente de Dinamarca era un sacerdote o pastor, en traje de clergyman. Con el pelo gris ni largo ni corto, y peinado hacia atrás desde la frente, aparentaba frisar en los cincuenta años, pero su rostro era más juvenil. Era un hombre alto, de anchos hombros, y parecía estar físicamente en forma. Tenía aproximadamente la misma corpulencia que el hombre que lo examinaba desde la terraza superior. Mientras los pasajeros formaban cola en el vestíbulo de llegada para despachar los trámites de pasaporte y Aduanas el Chacal introdujo los prismáticos en el estuche de cuero que pendía de su cuello, lo cerró y, sin apresurarse, cruzó las puertas de cristal y pasó al vestíbulo principal. Quince minutos más tarde, el pastor danés salió de las Aduanas con un portafolio y una valija en sus manos. Por lo visto, nadie había ido a recibirle, y lo primero que hizo el hombre fue acercarse al mostrador del «Barclays Bank» para cambiar moneda.
Por lo que contó luego a la Policía danesa cuando, seis semanas más tarde, le interrogaron, no se fijó en el joven inglés rubio que se situó a su lado en el mostrador, aparentemente esperando su turno en la cola, pero en realidad examinando detenidamente los rasgos faciales del danés, protegido con anteojos oscuros. Por lo menos no recordaba haber visto jamás a aquel hombre.
Pero cuando salió del vestíbulo principal para subir al autobús de la «BEA» hacia la terminal de Cromwell Road, el inglés, con su portafolio, le seguía a pocos pasos de distancia, y sin duda los dos fueron a Londres en el mismo vehículo.
En la terminal, el danés tuvo que esperar unos pocos minutos mientras descargaban su valija del portaequipajes; luego, se dirigió hacia la puerta de salida señalada con una flecha y la palabra internacional «Taxis». Entretanto, el
Chacal cruzó por detrás del autobús y pasó al estacionamiento reservado a los empleados de la empresa, donde había dejado su coche. Depositó su portafolio en el asiento de su modelo deportivo convertible, sentóse detrás del volante, puso en marcha el vehículo y lo estacionó junto a la pared izquierda de la terminal, desde donde podía ver la larga hilera de taxis que esperaban bajo las arcadas. El danés subió al tercer taxi, que emprendió la marcha por la Cromwell Road en dirección a Knightsbridge. El coche deportivo lo siguió. El taxi dejó al distraído clérigo ante un pequeño pero confortable hotel de Half Moon Street, mientras el convertible pasaba por delante de la entrada, y a los pocos minutos había encontrado un lugar para estacionar, con parquímetro, en el extremo más alejado de Curzon Street. El Chacal encerró con llave su portafolio en el baúl, compró la edición de mediodía del Evening Standard en el quiosco de Shepherd Market, y a los cinco minutos se encontraba en el vestíbulo del hotel. Tuvo que esperar otros veinticinco minutos antes de que el danés bajara por la escalera y entregara a la recepcionista la llave de su habitación. Cuando ésta la hubo colgado, la llave suspendida de su clavo, se balanceó todavía unos segundos; mientras, el hombre sentado en uno de los sillones del vestíbulo y que parecía esperar a un amigo, bajó su periódico en el momento en que el danés entraba en el restaurante del hotel, y tomó nota mental de que el número de la llave era el 47. Pocos minutos después, mientras la recepcionista entraba un momento en la oficina trasera para comprobar una reserva de localidades de teatro para un cliente, el hombre de los anteojos de sol subió por la escalera, silenciosamente y sin que nadie lo advirtiera.
Una tira de mica flexible, de cinco centímetros de ancho, no bastaba para abrir la puerta de la habitación 47, un tanto dura, pero la tira de mica reforzada con una flexible espátula de pintor lo logró y el pestillo de muelle retrocedió produciendo un ligero ruido mecánico. Como sólo había bajado a almorzar, el pastor había dejado su pasaporte sobre la mesa de noche. A los treinta segundos, el Chacal volvía a estar en el pasillo, dejando intacto el talonario de cheques de viaje, con la esperanza de que, faltando toda prueba de robo las autoridades intentarían persuadir al danés de que, simplemente, había perdido el pasaporte en cualquier otra parte. Como así sucedió, en efecto. Mucho antes de que el danés hubiera terminado su café, el inglés se había marchado sir haber sido visto por nadie, y hasta muy avanzada la tarde, después de un registro a fondo de su habitación, el pastor no comunicó al director del hotel la desaparición de su pasaporte. También el director registró la habitación, y después de hacer observar que todo lo demás, incluido el
talonario de cheques de viaje, estaba intacto, hizo lo imposible para persuadir a su desconcertado huésped de que no había necesidad de llamar a la Policía a su hotel, puesto que era evidente que había perdido su pasaporte en algún otro lugar. El danés, hombre de paz y no demasiado seguro del terreno que pisaba en un país extranjero, convino, en contra de su propia convicción, en que así debía de haber ocurrido. Por consiguiente, informó del extravío al Consulado General de Dinamarca. A la mañana siguiente, recibió la documentación necesaria para poder regresar a Copenhague, transcurridos ya los quince días de su estancia en Londres, y no pensó más en su pasaporte. El funcionario del Consulado General que extendió los documentos de viaje archivó la pérdida de un pasaporte a nombre del pastor Per Jensen, de Sankt Kjedelkirke de Copenhague, y tampoco pensó más en ello. El hecho ocurrió el día 14 de julio.
Dos días más tarde, un estudiante americano de Syracuse, Estado de Nueva York, sufrió una pérdida semejante. Había llegado al sector internacional del aeropuerto de Londres procedente de Nueva York, y exhibió su pasaporte para hacer efectivo el primero de sus cheques de viaje en el mostrador de la «American Express». Después de cambiar el cheque, introdujo el dinero en el bolsillo interior de su saco, y el pasaporte dentro de una funda con cierre relámpago que guardó
a su vez en un pequeño portafolio. Pocos minutos más tarde, cuando intentaba llamar la atención de un changador dejó por un momento el portafolio en el suelo; tres segundos más tarde, había desaparecido. Al principio dirigió sus reproches al mozo, quien lo acompañó al mostrador de información de la
«Pan American», donde le aconsejaron que acudiera al oficial de policía más próximo. Este último lo condujo a una comisaría, donde explicó lo ocurrido.
Cuando, terminada la investigación se hubo descartado la posibilidad
de
que
alguien
hubiese
podido
llevarse
descuidadamente el portafolio confundiéndolo con el suyo propio, se archivó el informe clasificando el asunto como un hurto deliberado.
El alto y atlético joven americano recibió toda clase de excusas acerca de las actividades de los rateros y ladrones de equipajes en los lugares públicos, y fue informado de las numerosas precauciones que suelen tomar las autoridades del aeropuerto con la intención de desanimar a los amigos de lo ajeno de todo intento de despojar de sus bienes a los extranjeros recién llegados. El joven tuvo la amabilidad de reconocer que un amigo suyo había sido víctima de un hurto parecido en la Gran Central Station de Nueva York. El informe fue retransmitido, siguiendo el proceso rutinario, a todas las divisiones de la Policía Metropolitana de
Londres, juntamente con la descripción del portafolio extraviado, de su contenido y los documentos y el pasaporte guardados en la funda. El informe siguió su debido curso, pero como pasaron semanas y no se halló rastro del maletín ni de su contenido, no se pensó más en el incidente. Entretanto, Marty Schulberg fue a su Consulado de Grosvenor Square, informó del robo de su pasaporte y le fue entregada la documentación pertinente para que pudiera regresar en avión a los Estados Unidos después de un mes de vacaciones en las Highlands escocesas en compañía de su amiga estudiante, con la que había establecido un convenio de intercambio. En el Consulado, la pérdida fue registrada y comunicada al Departamento de Estado de Washington, y debidamente olvidada por ambas corporaciones.
Nunca se sabrá cuántos pasajeros, a su llegada a los dos edificios del aeropuerto de Londres destinados a los viajeros llegados del exterior, fueron observados con unos prismáticos desde las terrazas de observación mientras salían de sus aparatos y bajaban por la escalera del avión. A pesar de la diferencia entre sus edades respectivas, los dos que habían perdido sus pasaportes tenían varias cosas en común. Ambos medían aproximadamente metro ochenta de estatura, tenían los hombros anchos y la figura esbelta, los ojos azules y un parecido facial bastante acusado con el discreto inglés que les había seguido y robado. Por otra parte, el pastor Jensen tenía cuarenta y ocho años, el pelo gris y usaba gafas con montura de oro para leer; Marty Schulberg tenía veinticinco años y el pelo castaño; y llevaba gafas de gruesa armazón. Éstos fueron los rostros que el Chacal estudió detenidamente sobre la mesa escritorio de su departamento de South Audley Street. Le costó un día entero y una serie de visitas a casas de vestuario para el teatro, ópticas y una tienda de modas para hombres situada en el West End y especializada en prendas de tipo americano y generalmente confeccionadas en Nueva York, adquirir un juego de lentes de contacto sin graduar y de color azul; dos pares de anteojos, uno con armazón de oro y otro con armazón negra y muy gruesa (ambas con cristales sin graduar); un equipo completo consistente en un par de pantalones negros de cuero, una camiseta y unos calzoncillos, un par de mocasines blancos y un anorak de nylon azul celeste, con cierre relámpago y cuello y puños de lana blanca y roja, todo ello confeccionado en Nueva York; y una camisa blanca de clérigo, con pechera negra. De las tres últimas prendas fue cuidadosamente arrancada la etiqueta del fabricante.
La última visita del día la hizo a una tienda de pelucas para hombres, situada en Chelsea y propiedad de dos homosexuales. En ella adquirió un preparado para teñirse el
pelo en un tono agrisado, y otro para teñirlo de color castaño, juntamente con las correspondientes instrucciones para aplicar los tintes y conseguir los mejores y máximos efectos de naturalidad en el mínimo de tiempo. Compró también varios cepillos para el pelo, de pequeño tamaño, para aplicar los líquidos. Por otra parte, salvo en el caso del equipo completo de prendas americanas, no hizo nunca más de una sola compra en ninguna de las tiendas que visitó. Al día siguiente, l8 de julio, podía leerse un breve párrafo al pie de una página interior de Le Figaro. Era la noticia de que, en París, el comisario jefe de la Brigada Criminal de la Policía Judicial, Hyppolite Dupuy, había sufrido un grave ataque en su despacho del Quai des Orfèvres, del que falleció antes de llegar al hospital. Se había nombrado ya a su sucesor. Era el comisario Claude Lebel, jefe de la División de Homicidios, quien, en vista de la acumulación de trabajo en todos los departamentos de la Brigada durante los meses de verano ocuparía su nuevo cargo inmediatamente. El Chacal que cada día hojeaba todos los periódicos franceses que podían encontrarse en Londres, leyó
la noticia cuando sus ojos fueron atraídos por la palabra Criminelle que figuraba en el título, pero no le prestó
demasiada atención.
Antes de iniciar su observación diaria en el aeropuerto de Londres había decidido actuar, a lo largo de todo el proceso a seguir para el futuro asesinato, bajo una identidad falsa. Una de las cosas más fáciles del mundo es adquirir un pasaporte británico falso. El Chacal siguió el método empleado por la mayoría de mercenarios, contrabandistas y otros que desean adoptar un alias para cruzar las fronteras nacionales. Primero, hizo un viaje en coche por los Home Counties del valle del Támesis en busca de pueblos pequeños. En el tercer cementerio que visitó, el Chacal descubrió una lápida a propósito para sus fines, la de Alexander Duggan, que murió en 1931, a la edad de dos años y medio. De haber vivido, el pequeño Duggan hubiese sido, en julio de 1963, unos pocos meses mayor que el Chacal. El anciano párroco se mostró cortés y servicial cuando el visitante se presentó en la parroquia y le dijo que, aficionado a la genealogía, intentaba reconstruir el árbol familiar de los Duggan. Le habían informado de que unos Duggan se habían establecido en el pueblo en años pasados. Y se preguntaba, no sin cierta desconfianza, si los registros parroquiales podrían serle de utilidad en su investigación. El párroco era la amabilidad personificada y, cuando ambos cruzaron la iglesia, un elogio a la belleza del pequeño edificio normando y un donativo destinado a los fondos para la restauración del templo ayudaron aún más a sus fines. Los
registros parroquiales revelaron que el matrimonio Duggan había fallecido hacía más de siete años y que, por desdicha, su único hijo Alexander había sido enterrado en aquel mismo cementerio parroquial hacía más de treinta años. El Chacal hojeó con aparente indiferencia las páginas del registro parroquial correspondientes a los nacimientos, matrimonios y defunciones de 1929, y, al llegar al mes de abril, el nombre de Duggan, escrito con caligrafía de amanuense, atrajo su mirada.
Alexander James Quentin Duggan, nacido el 3 de abril de 1929 en la parroquia de St. Mark, Sambourne Fishley. El Chacal tomó nota de los datos, dio profusamente las gracias al párroco y se despidió. De regreso a Londres, se presentó en el Registro Central de Nacimientos, Matrimonios y Defunciones, donde un joven y amable funcionario aceptó sin la menor desconfianza su tarjeta de visita, en la que aparecía como miembro de un estudio de abogados de Market Drayton, Shropshire, y su explicación de que estaba intentando averiguar el paradero de los nietos de uno de los clientes del estudio, recientemente fallecido, el cual dejaba sus bienes a sus nietos. Uno de estos nietos era Alexander James Quentin Duggan, nacido en Sambourne Fishley, en la parroquia de St Mark, el 3 de abril de 1929. La mayoría de los funcionarios británicos hacen todo lo posible por atender a las peticiones que les son formuladas cortésmente, y en este caso el joven del Registro Civil no fue una excepción. Una investigación en los libros del Registro mostró que el niño en cuestión había sido registrado precisamente de acuerdo con los datos facilitados, pero había fallecido el 8 de noviembre de 1931 a consecuencia de un accidente automovilístico. Por unos pocos chelines el Chacal recibió una copia de los certificados de nacimiento y de defunción. Antes de volver a su casa, se detuvo en una delegación del Ministerio de Trabajo, donde le fue facilitado un formulario para solicitar pasaporte; en una tienda de juguetes compró por quince chelines un juego de sellos infantil, y en una oficina de Correos adquirió un giro postal correspondiente a una libra.
De vuelta a su departamento, llenó el formulario a nombre de Duggan, consignando exactamente la edad auténtica, la fecha de nacimiento, etc., pero su propia descripción personal. Anotó su estatura, el color de su pelo y de sus ojos, y como profesión puso simplemente «negociante». También consignó los nombres completos de los padres de Duggan, que figuraban en el certificado de nacimiento del niño. Como aval, escribió el nombre del reverendo James Elderly, vicario de St. Mark, Sambourne Fishley, con quien había hablado aquella misma mañana, y cuyo nombre completo y título de L. D. aparecían Comentario [y2]: Legum Doctor.
Doctor en Leyes.
oportunamente impresos en un letrero en la misma puerta de la
iglesia. La firma del párroco fue falsificada con mano delicada, tinta muy pálida y pluma muy fina, y con los sellos de juguete el Chacal compuso uno de goma que decía: «Iglesia Parroquial de St Mark, Sambourne Fishley», sello que fue firmemente estampado al pie de la firma del párroco. La copia del certificado de nacimiento, la solicitud de pasaporte y el giro postal fueron enviados a la Oficina de Pasaportes de Petty France. En cuanto al certificado de defunción, lo destruyó. El nuevo pasaporte llegó por Correo a la dirección postal cuatro días más tarde, mientras el Chacal estaba leyendo la edición matutina de Le Figaro. Fue a recogerlo después del almuerzo. Avanzada la tarde, cerró el departamento con llave, y fue en su coche al aeropuerto de Londres, donde sacó pasaje para el avión que iba a Copenhague, pagando en dinero efectivo para no tener que usar un cheque de viaje. En el doble fondo de su valija, en un compartimiento apenas más grueso que una revista corriente y casi imposible de descubrir, salvo mediante un registro a fondo, había dos mil libras que aquel mismo día había retirado de su caja fuerte particular, situada en los sótanos blindados de un estudio de abogados de Holborn. La visita a Copenhague fue rápida, como un viaje de negocios. Antes de abandonar el aeropuerto de Kastrup sacó
pasaje en la «Sabena» para trasladarse en avión a Bruselas la tarde del día siguiente. En la capital danesa, era ya demasiado tarde para ir de compras, por lo que firmó en el registro del «Hotel de Inglaterra» en Kongs Ny Yorj, cenó
como un rey en «Las Siete Naciones», tuvo un ligero flirteo con un par de danesas rubias mientras paseaba por los jardines del Tívoli, y a la una de la madrugada estaba en la cama.
Al día siguiente compró un traje de clergyman liviano, de color gris, en una de las mejores tiendas para hombres del centro de Copenhague, un par de sobrios zapatos negros, un par de medias, un juego de ropa interior y dos camisas blancas con cuello postizo. En cada caso, compró solamente lo que ostentaba el nombre del fabricante danés en una etiqueta de tela pegada en el interior. En cuanto a las dos camisas blancas, que no necesitaba, las adquirió simplemente para poder traspasar las etiquetas al clergyman y la pechera que había comprado en Londres fingiéndose un estudiante de teología en vísperas de su ordenación. Su última compra fue un libro en danés sobre las iglesias y catedrales más notables de Francia. Hizo un copioso almuerzo frío en un restaurante de los jardines del Tívoli, a la orilla del lago, y tomó el avión de las 3.15 rumbo a Bruselas.
CAPITULO IV
Por qué razón un hombre del indudable talento de Paul Goossens eligió súbitamente, a mediana edad, el mal camino, fue siempre un misterio incluso para sus amigos, para sus aún más numerosos clientes y para la Policía belga. Durante sus treinta años como empleado de confianza de la «Fabrique Nationale» de Lieja habíase ganado una sólida reputación como mecánico de una precisión infalible en una rama de la mecánica
en
la
que
la
precisión
es
absolutamente
indispensable. Tampoco de su honradez se tenía la menor duda. Durante aquellos treinta años se había convertido en el primer experto en la vastísima gama de armas que la excelente compañía fabrica, desde la minúscula pistola automática para señora hasta el cañón pesado.
Su foja de servicios de la época de la guerra había sido notable. Aunque después de la Ocupación había continuado trabajando en la fábrica de armamento dirigida por los alemanes, un examen ulterior de su carrera había demostrado de manera indudable su participación clandestina en la Resistencia, su colaboración privada en una cadena de refugios para permitir la huida a los pilotos aliados derribados, así como el hecho de que había asumido la jefatura de una organización de sabotaje gracias a la cual buena parte de las armas fabricadas en Lieja, o no llegaban jamás a disparar debidamente, o estallaban a los cincuenta disparos, matando a sus servidores alemanes. El hombre era tan modesto, que todo ello habían tenido que arrancárselo sus abogados para poder exhibirlo triunfalmente en su defensa. Ello había resultado muy útil para mitigar la sentencia, y el jurado se había sentido ciertamente impresionado cuando Goossens admitió que jamás había revelado sus actividades durante la guerra porque los honores y medallas de la posliberación lo hubieran aturdido.
Cuando, a principios de los años cincuenta, se estafó en una crecida suma de dinero a un cliente extranjero en el curso de una lucrativa operación de venta de armas y las sospechas
recayeron
en
Goossens,
éste
era
jefe
de
departamento de la empresa, cuyos directivos manifestaron a la Policía que sus sospechas contra el honrado Goossens eran simplemente ridículas.
Aun en pleno juicio el director gerente le defendió. Pero el juez presidente adoptó el punto de vista de que abusar de tal manera de una posición de confianza era todavía una circunstancia agravante. Así, pues, Goossens fue condenado a diez años de cárcel. La apelación redujo la pena a cinco. Y a los tres años y medio fue puesto en libertad por su buena conducta.
Su mujer se había divorciado de él, llevándose a sus hijos con ella. La antigua existencia del honrado trabajador, que vivía en una casita, rodeada de flores, en uno de los más lindos suburbios de Lieja (que no son muchos), había quedado atrás, perdida en el pasado. Lo mismo cabe decir de su carrera en la «FN». Goossens había alquilado un departamento en Bruselas, y más tarde, a medida que fue prosperando gracias a su floreciente actividad como proveedor de armas ilegales para la mitad del mundo clandestino de la Europa occidental, una casa en las afueras de la ciudad. A principios de los años sesenta se le apodaba L'Armurier, el Armero. Cualquier ciudadano belga podía comprar un arma mortífera, revólver, pistola automática o fusil en cualquier tienda de deportes o armería del país, con sólo exhibir la cédula de identidad que demostrara su nacionalidad belga. Goossens nunca usó el suyo, porque cada venta del arma y de las correspondientes municiones es anotada en el registro del armero, juntamente con el nombre y el número de cédula de identidad del comprador. Goossens usaba siempre las cédulas de otras personas, robadas o falsificadas. Había establecido estrechas relaciones con uno de los primeros rateros de la ciudad, un hombre que cuando no enmohecía en prisión, como huésped del Estado, era capaz de extraer una billetera de cualquier bolsillo con la mayor facilidad. Goossens le compraba las billeteras robadas. Tenía también a su disposición los servicios de un maestro en falsificaciones que, después de haber sufrido un grave revés en los años cuarenta a causa de haber fabricado gran cantidad de francos franceses saltándose inadvertidamente la «u» de
«Banque de France» (entonces era muy joven), había terminado por dedicarse a la falsificación de pasaportes con mucho mayor éxito. Finalmente, cuando Goossens necesitaba adquirir un arma para un cliente, el comprador que acudía al armero con una cédula de identidad perfectamente falsificada nunca era él mismo, sino, siempre, cualquier bribón sin empleo y recién salido de la cárcel, o un actor sin trabajo. De todo su «personal», sólo el ratero y el falsificador conocían su verdadera identidad. También lo conocían algunos de sus clientes, en especial los «grandes» del hampa belga, quienes no sólo lo dejaban en paz, sino que hasta cierto punto lo protegían, negándose a revelar, cuando eran capturados, dónde habían conseguido sus armas; tal negativa obedecía, simplemente, a que Goossens les era muy útil Nada de ello impidió a la Policía belga enterarse de una parte de sus actividades, pero no pudo pescarlo con las manos en la masa, en posesión del género ilegal, o conseguir testimonios que declararan contra él en juicio. La Policía conocía la existencia, sumamente sospechosa, de la pequeña pero magníficamente equipada herrería y taller que Goossens había
instalado en lo que fuera el garage de su casa, pero sus repetidas visitas no habían revelado otra cosa más que el equipo necesario para la fabricación de medallones y reproducciones en metal, como souvenirs, de las estatuas de Bruselas. En la última visita de la Policía, Goossens había obsequiado solemnemente al inspector jefe con una figurita del «Mannikin Piss», como muestra del aprecio que sentía por las fuerzas de la ley y del orden.
No sentía el menor escrúpulo mientras, en la mañana del 21
de
julio
de
1963,
esperaba
la
llegada
de
un
inglés que le había sido recomendado por teléfono por uno de sus mejores clientes, un ex mercenario al servicio de Katanga entre 1960 y 1962, que actualmente dirigía una organización dedicada a la protección de los burdeles de la capital belga. El visitante se presentó a mediodía, según lo convenido y Goossens lo invitó a pasar a su pequeño despacho.
—¿Tiene la bondad de quitarse los anteojos?–le pidió, cuando su visitante se hubo sentado; y, al advertir que el alto inglés vacilaba, agregó–: Verá usted, creo que mientras duren nuestras relaciones comerciales es mejor que, en la medida de lo posible confiemos el uno en el otro. ¿Algo para beber?
El hombre cuyo pasaporte le habría identificado como Alexander Duggan se quitó las gafas de sol y miró con curiosidad al pequeño armero, mientras éste servía un par de cervezas. Goossens se sentó detrás de su mesa, bebió un trago de cerveza y preguntó con suavidad:
—¿En qué puedo servirle, señor?
—Supongo, que Louis le habrá llamado anunciándole mi llegada, ¿no?
—Desde luego–firmó Goossens–. De lo contrario, no estaría usted aquí.
—¿Le ha dicho de qué se trataba?
—No. Simplemente me ha dicho que le conoció a usted en Katanga, que podía garantizar su discreción, que necesita usted un arma de fuego, y que estaba dispuesto a pagar al contado, en libras esterlinas.
El inglés asintió con firmeza.
—Bien, puesto que yo sé cuál es su profesión, tal vez sea mejor que conozca usted la mía. Además, el arma que necesito tendrá que ser un arma de especialista, con ciertas características fuera de lo corriente. Yo... bueno... soy especialista en liquidar hombres que tienen enemigos poderosos y ricos. Desde luego, tales hombres suelen ser también poderosos y ricos. No siempre resulta fácil suprimirlos. Pueden hacerse proteger por especialistas. Tales actividades exigen una cuidadosa preparación y el arma
adecuada. Actualmente tengo un encargo de esta clase. Y
necesitaré un fusil.
Goossens
bebió
otro
sorbo
de
cerveza,
asintiendo
benévolamente a lo que le decía el inglés.
—Excelente, excelente. Es usted un especialista, como yo. Barrunto que se trata de un trabajo interesante. ¿En qué tipo de fusil ha pensado usted?
—Lo importante no es el tipo de fusil. Más bien se trata de las limitaciones impuestas por el encargo que he recibido, y de encontrar un fusil que funcione satisfactoriamente bajo estas limitaciones.
A Goossens le brillaron los ojos.
—Una pieza única–susurró, hechizado–. Un arma hecha a la medida para un solo hombre y para un caso único bajo unas determinadas circunstancias que no han de volver a presentarse. Ha recurrido usted a la persona adecuada. Presiento un trabajo interesante, señor. Celebro que haya venido.
El inglés se permitió una sonrisa ante el entusiasmo profesional del belga.
—También yo, señor.
—Y dígame, ¿cuáles son esas limitaciones?
—La principal es el tamaño, no en longitud, sino en el volumen físico de las piezas activas. La cámara y la recámara no deben abultar más que esto...
Levantó la mano derecha, y con el dedo medio y el pulgar formó una «O» de menos de ocho centímetros de diámetro.
—Ello significa que no puede ser de repetición, puesto que una cámara de gas sería más voluminosa, y que, por la misma razón, no puede tener un mecanismo de expulsión demasiado grande –dijo el inglés–. En mi opinión, tendría que ser un fusil de cerrojo.
Goossens movía acompasadamente la cabeza, mirando al techo, mientras su mente iba captando los detalles de lo que su visitante le decía, formándose una imagen mental de un fusil especialmente estilizado en sus partes activas.
—Siga, siga–murmuró.
—Por otra parte es preciso que el cerrojo no sobresalga por el costado, como el del «Mauser 7,92» o el del «Lee Enfield 0,303». El cerrojo debe desplegarse hacia atrás en línea recta, hacia el hombro, sujetado entre el dedo índice y el pulgar para permitir la introducción de la bala en la recámara. Tampoco deberá tener guardamonte, y el propio gatillo debe ser desmontable, de modo que pueda ser ajustado un momento antes de disparar.
—¿Por qué?–preguntó el belga.
—Porque
el
mecanismo
completo
debe
caber
en
un compartimiento tubular, para ser guardado y trasladado de lugar, y es preciso que el compartimiento no llame la atención. Por eso su diámetro no debe ser mayor de lo que le he indicado, por razones que le explicaré ¿Es posible conseguir un gatillo desmontable?
—Desde luego, casi todo es posible. Por ejemplo, cabe diseñar un fusil de un solo tiro que se abra por detrás para cargarlo como una escopeta. Ello nos ahorraría el cerrojo pero haría necesaria una charnela con la cual quedaríamos igual. También sería necesario diseñar y construir el fusil desde el principio al fin, fresando una pieza de metal para constituir la cámara y la recámara. En un taller pequeño como el mío sería una operación difícil, pero no imposible.
—¿Cuánto podría tardar en entregármelo? –preguntó el inglés.
El belga se encogió de hombros y abrió las manos, con los dedos extendidos.
—Varios meses, me temo.
—No dispongo de tanto tiempo.
—Entonces habrá que adquirir un fusil en una tienda y modificarlo. Siga, por favor.
—Bien. El arma debe ser ligera, de poco peso. No es necesario que sea de gran calibre; la bala será igualmente eficaz. Deberá tener un cañón corto, probablemente no más de treinta centímetros.
—¿A qué distancia tendrá que disparar usted?
—No es seguro todavía, pero probablemente no a más de ciento treinta metros.
—¿Apuntará a la cabeza o al pecho?
—Probablemente tendré que hacerlo a la cabeza. Podría apuntar al pecho, pero la cabeza es más segura.
—Para matar, desde luego, si se hace buen blanco –dijo el belga–. Pero el pecho resulta más seguro para hacer un buen centro. Por lo menos cuando se usa un arma ligera de cañón corto a ciento treinta metros y con posibles obstrucciones. –
Y agregó–: Del hecho de que no esté usted seguro acerca de este punto de la cabeza o el pecho, deduzco que teme que pueda interponerse alguien.
—Sí, es posible —¿Tendrá usted oportunidad de disparar un segundo tiro, teniendo en cuenta que necesitará varios segundos para extraer la cápsula vacía e insertar la nueva, cerrar la cámara y volver a apuntar?
—Es casi seguro que no. Sólo podría arriesgar un segundo disparo usando silenciador, y en el supuesto de que la primera bala se pierda del todo y no sea advertida por
ninguno de los presentes. Pero aunque el primer tiro acierte en la sien, necesito el silenciador para poder escapar. Preciso de unos minutos antes de que nadie pueda localizar, ni siquiera aproximadamente, de qué lugar procede la bala. El belga seguía afirmando con la cabeza, ahora con los ojos fijos en la carpeta de su escritorio.
—En este caso, será mejor que use usted balas explosivas. Prepararé un puñado de ellas junto con el arma. ¿Comprende lo que quiero decir?
El inglés asintió.
—¿Glicerina o mercurio?
—Oh, creo que mercurio. Es mucho más eficaz y más limpio.
¿Algún otro detalle en cuanto al arma?
—Temo que sí. En interés de la reducción de volumen; habrá
que eliminar toda la madera y el asidero y sustituirla por un bastidor como el de una «Sten», cada una de cuyas secciones, la superior, la inferior y la hombrera, deben poder desmontarse y quedar reducidas a tres varillas. Finalmente, necesito un silenciador completamente eficaz y un alza telescópica. Las dos cosas deben ser también desmontables. El belga estuvo reflexionando largo rato, mientras sorbía la cerveza hasta apurarla del todo. El inglés se impacientaba.
—Bien, ¿puede hacerlo?
Goossens
pareció
emerger
de
sus
sueños.
Sonrió,
excusándose.
—Perdón. Es un pedido muy complicado. Pero sí, puedo hacerlo. Jamás dejé de proporcionar lo que me pidieron. Realmente, lo que usted ha descrito es una expedición de caza en la cual el equipo debe poder ser introducido a través de ciertos controles sin suscitar sospechas. Una expedición de caza supone un fusil de caza, y eso es lo que le construiré. No tan pequeño como un calibre 0,22, que es el adecuado para los conejos y las liebres, ni tan grandes como un «Remington 0,300», que sería imposible adaptar a las limitaciones de tamaño exigidas por usted.
«Creo que ya sé lo que necesitamos, y supongo será fácil encontrarlo aquí, en Bruselas, en algunas tiendas de deportes. Un arma cara, una herramienta de alta precisión. Bellamente construida, pero ligera y esbelta. Se utiliza mucho para las gamuzas y otros cervatillos, pero con balas explosivas también se emplea para piezas más grandes. Dígame... eh... el caballero en cuestión, ¿se moverá
rápidamente, despacio, o permanecerá inmóvil?
—Inmóvil.
—Entonces no hay problema. La construcción del bastidor desmontable en tres varillas de acero y el gatillo desmontable es cuestión de pura mecánica. Yo mismo puedo acortar el cañón y perforar su extremo para el silenciador. Pero con veinte centímetros menos de cañón se pierde precisión en el tiro. Lástima, lástima. ¿Es usted buen tirador?
El inglés asintió.
—Entonces, con alza telescópica, y tratándose de una persona parada a ciento treinta metros de distancia no habrá
problema. En cuanto al silenciador, lo construiré yo mismo. No son complicados, pero sí difíciles de obtener como artículo manufacturado, particularmente los largos para fusiles, que no son corrientes en la caza. Y ahora, señor, antes mencionó usted unos compartimentos tubulares para llevar el fusil desmontado. ¿Cómo los imagina usted?
El inglés se levantó y se acercó al escritorio dominando con su elevada estatura al pequeño belga. Introdujo una mano en el bolsillo interior de su chaqueta, y, por un segundo, un relámpago de miedo brilló en los ojos del hombrecillo. Por primera vez observó que, fuese lo que fuese lo que manifestaba el rostro del pistolero, jamás afectaba a sus ojos, que aparecían nublados por una cortina gris, como de humo, suficiente para velar toda expresión que asomara en ellos. Pero el inglés se limitó a extraer del bolsillo un lapicero de plata.
Dio vuelta al bloc de sobremesa de Goossens y en pocos segundos dibujó un croquis.
—¿Reconoce esto? –preguntó, volviendo a situar el bloc de cara al armero.
—Desde luego–contestó el belga, después de echar una ojeada al bosquejo, dibujado con gran precisión.
—Perfectamente. Pues bien, todo esto se descompone en una serie de tubos de aluminio que pueden montarse y desmontarse. Éste... –explicó, señalando con la punta del lápiz un punto del diagrama–contiene uno de los tirantes de la culata del fusil. Este otro el otro tirante. Ambos quedan ocultos dentro de los tubos que forman esta sección. La hombrera del fusil es esto... aquí... completa. Así que ésta es la única parte que sirve a los dos efectos sin sufrir cambio alguno.
«Aquí... –continuó, señalando otro punto del diagrama, mientras los ojos del belga se dilataban por la sorpresa–en el punto más grueso hay el tubo de mayor diámetro, que contiene el cuerpo del fusil con el cerrojo. Como puede ver, tiene
una
forma
ahusada,
continua,
hacia
la
parte
correspondiente al cañón. Desde luego, habiendo de utilizar alza
telescópica
no
es
necesario
tomar
precauciones
especiales, ya que el conjunto se desliza perfectamente hacia fuera al desmontar el aparato. Las últimas dos secciones... ésta y ésta... contienen el alza telescópica y el silenciador. Finalmente, las balas. Habría que insertarlas en esa especie de contera. Una vez montado, el conjunto debe pasar precisamente por lo que parece. Una vez desmontado en sus siete piezas, las balas, el silenciador, la mira telescópica, el fusil y las tres varillas que forman el bastidor triangular de la culata pueden ser extraídos y montados para constituir un fusil que funcione perfectamente.
¿OK?»
Durante unos segundos, el pequeño belga siguió examinando el diagrama. Después se levantó lentamente y extendió la mano.
—Señor–dijo, con reverencia–, es la concepción de un genio. Imposible de descubrir. Y, sin embargo, sumamente simple. Se hará.
El inglés no se mostró complacido ni disgustado.
—Bien–dijo–. Ahora, la cuestión del tiempo. Necesitaré el arma dentro de unos catorce días. ¿Podrá tenerla?
—Sí. En tres días puedo comprarla. En una semana puedo hacer las modificaciones necesarias. Comprar el alza telescópica no plantea ningún problema. Puede confiarme su elección; sé lo que se necesitará para la distancia de ciento treinta metros que ha calculado usted. Será mejor que usted lo gradúe luego a su gusto. Construir el silenciador, el estuche y modificar las balas... sí, puedo tenerlo listo todo en el plazo previsto. Trabajando día y noche, por supuesto. Sin embargo, será mejor que venga usted con uno o dos días de anticipación, por si hay que decidir algún retoque a última hora. ¿Puede volver dentro de doce días?
—Si, cuando usted quiera, entre siete y catorce días a contar desde hoy. Pero catorce días es el plazo máximo. Debo estar de vuelta en Londres el 4 de agosto.
—Tendrá usted el arma completa, con todos los detalles dispuestos a su satisfacción, en la mañana del día 4, si puede venir usted el primero de agosto a darle el repaso final.
—Perfecto. Y ahora, hablemos de sus honorarios y de los gastos–dijo el inglés–. ¿Tiene usted una idea de a cuánto pueden ascender?
El belga lo pensó un rato.
—Por esta clase de trabajo, por las dificultades que entraña, por las facilidades que sólo aquí podría usted hallar y por mis conocimientos de especialista debo pedir unos honorarios de mil libras esterlinas. Reconozco que es un precio muy superior al de un simple fusil. Pero no se trata
de un simple fusil. Deberá ser una obra de arte. Creo que soy el único hombre en Europa capaz de hacerle justicia, de crear una obra perfecta. Como usted, señor, soy el mejor en mi especialidad. Y lo mejor se paga. Aparte, habrá el precio de compra del arma las balas, el alza telescópica y las materias primas... Pongamos el equivalente de otras doscientas libras.
—Trato hecho–dijo el inglés, sin discutir el precio. Volvió a introducir la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo del mismo un fajo de billetes de cinco libras, atados en paquetes de veinte. Contó cinco paquetes de veinte billetes cada uno.
—Me permito sugerir–prosiguió–que en prueba de mi buena fe acepte usted un anticipo de quinientas libras. Traeré las setecientas libras restantes cuando vuelva, dentro de once días. ¿Le parece bien?
—Señor–dijo el belga, embolsándose ágilmente los billetes–, es un placer trabajar para un profesional que al mismo tiempo es un caballero.
—Pero hay algo más–prosiguió su visitante, como si no le hubiese oído–. No deberá usted intentar volver a ponerse en contacto con Louis ni preguntarle a él ni a nadie quién soy yo ni cuál es mi verdadera identidad. Tampoco intente usted descubrir por cuenta de quién trabajo ni contra quién. Si lo intentara puede estar seguro de que yo me enteraría. Y en tal caso, moriría usted. Si a mi regreso se ha producido algún intento de establecer contacto con la Policía o de tenderme una trampa, morirá. ¿Comprendido?
Goossens estaba dolido. De pie en el umbral, levantó los ojos hacia el inglés, y una oleada de terror recorrió sus entrañas. Había conocido a muchos rufianes de los bajos fondos belgas cuando acudían a pedirle armas especiales o fuera de lo corriente, o simplemente un «Colt» vulgar de cañón corto. Eran hombres duros. Pero algo distante e implacable había en aquel visitante del otro lado del Canal, que se proponía asesinar a un personaje importante y bien protegido. No a otro jefe de banda, sino a un gran hombre, tal vez un político. Pensó primero en protestar, pero cambió
de idea.
—Señor–dijo con calma–, no quiero saber nada de usted, absolutamente nada. El arma que usted recibirá no llevará
número de serie. Compréndalo: es más importante para mí que nada de lo que usted haga pueda trazar una pista que lleve hasta mi persona, que intentar averiguar acerca de usted más de lo que sé. Bonjour, Monsieur.
El Chacal salió al radiante sol del exterior, y dos calles más abajo llamó un taxi y se hizo conducir al «Hotel Amigo», situado en el centro de la ciudad.
Suponía que para efectuar las compras de armas Goossens tendría a sus órdenes a algún falsificador, pero prefería encontrar uno propio. De nuevo Louis, su amigo de los viejos tiempos de Katanga, lo ayudó. No debía serle difícil. Bruselas tiene una larga tradición como centro de la industria de falsificación de documentos de identidad, y muchos
extranjeros
aprecian
vivamente
la
falta
de
formalidades con que se puede lograr ayuda en este campo de acción. Desde unos pocos años atrás, Bruselas se había convertido también en la base de operaciones de los soldados mercenarios, porque ello ocurría antes de la presencia en el Congo de las unidades francesas y sudafricanas. Perdida Katanga, más de trescientos «consejeros militares» sin empleo, procedentes del antiguo régimen de Tshombe, pululaban por los bares del barrio chino, muchos de ellos en posesión de varios juegos de documentos de identidad. Louis le preparó una cita, y el Chacal encontró a su hombre en un bar de la Rue Neuve. Se presentó y los dos se retiraron a un reservado. El Chacal mostró su permiso de conducir, extendido a su propio nombre por el County Council de Londres hacia dos años, y con validez para unos pocos meses más.
—Esta cédula –dijo el belga–perteneció a un hombre que ha muerto. Como en Inglaterra me han retirado el permiso de conducir, necesito tener éste a mi nombre. Y abrió ante el falsificador el pasaporte a nombre de Duggan. El hombre echó primero una ojeada al interior del documento, observó que era nuevo, comprobó que había sido extendido tres días atrás, y miró astutamente al inglés.
—En effet–murmuró.
Luego abrió el permiso y lo examinó. Al cabo de unos pocos minutos levantó los ojos.
—No será difícil, señor. Las autoridades inglesas son corteses. Al parecer, no creen que los documentos oficiales puedan ser falsificados, y, por consiguiente, toman pocas precauciones. Este papel ... –agregó, señalando la hojita pegada a la primera página de la cédula, que llevaba el número del permiso y el nombre completo del titular–podría ser impreso con un sello de juguete. La filigrana es sencilla. No hay problema. ¿Es esto todo lo que deseaba?
—No, hay otros documentos.
—Ah. Si me permite que se lo diga, me extrañaba que deseara usted ponerse en contacto conmigo para un trabajo tan sencillo. En Londres hay sin duda muchas personas capaces de realizarlo en pocas horas. ¿De qué documentos se trata?
El Chacal se los describió hasta el último detalle. El belga entornó meditativamente los ojos. Sacó un paquete de
«Bastos», ofreció uno al inglés, que lo rechazó, y encendió
uno por su parte.
—Eso ya no es tan fácil. El documento de identidad francés, pase. Circulan buen número de ellos sobre los cuales cabe trabajar. Comprenda usted que para conseguir un buen resultado hay que partir de un original. En cuanto al otro... Creo que en mi vida he visto ninguno. Es un encargo realmente fuera de lo corriente.
Hizo una pausa, mientras el Chacal encargaba a un mozo que pasaba que llenara de nuevo sus vasos. Cuando éste se retiró, el hombre prosiguió:
—Y, además, la fotografía. No será fácil. Dice usted que deberá haber una diferencia de edad, de color del pelo y de corte del mismo. La mayoría de los que desean un documento falso quieren que en el mismo aparezca su propia fotografía y que se falsifique los detalles personales. Pero lograr una fotografía nueva que ni siquiera se parezca a usted tal como es ahora, complica mucho las cosas.
Vació la mitad de su vaso sin dejar de mirar al inglés que tenía enfrente.
—Para conseguirlo, habrá que buscar a un hombre de la edad aproximada del titular de los documentos y que al mismo tiempo se parezca razonablemente a usted, por lo menos en la forma de la cabeza y en la cara, y hacer que se corte el pelo a la medida que usted necesite. Luego, habrá que pegar la fotografía de este hombre en los documentos. A partir de entonces a usted le tocará buscar un disfraz adecuado para parecerse a ese hombre. ¿Me sigue usted?
—Si–dijo el Chacal.
—Todo esto llevará algún tiempo. ¿Cuánto puede usted pasar en Bruselas?
—No mucho–respondió el Chacal–. Tendré que irme muy pronto, pero puedo volver el primero de agosto. Entonces podré pasar aquí otros tres días. Deberé estar de vuelta en Londres el día 4.
El belga reflexionó unos instantes, sin dejar de contemplar la fotografía que figuraba en el pasaporte. Por fin cerró el documento y lo devolvió al inglés después de anotar el nombre de Alexander James Quentin Duggan en un papel que extrajo de su bolsillo. Luego se guardó en el mismo el papel y el permiso de conducir.
—Bien. Se puede hacer. Pero necesito un buen retrato de usted tal como es ahora, de cara y de perfil. Esto llevará
tiempo. Y dinero. Habrá gastos extra... Puede que haya que operar en la misma Francia mediante un especialista en limpiar bolsillos para conseguir el segundo documento de identidad que desea usted. Desde luego, primero buscaré en
Bruselas, pero es posible que haya que llegar a esos extremos...
—¿Cuánto? –le interrumpió el inglés.
—Veinte mil francos belgas.
El Chacal calculó rápidamente.
—Unas ciento cincuenta libras esterlinas. De acuerdo. Le entregaré cien libras a cuenta, y el resto a la entrega. El belga se levantó.
—Entonces será mejor que vayamos por las fotos. Tengo estudio propio.
Tomaron un taxi que les condujo a un pequeño departamento en los sótanos de un edificio situado aproximadamente a un kilómetro y medio. Resultó ser un deslucido y desastrado estudio fotográfico, con un rótulo en la puerta que indicaba que el local era un establecimiento comercial especializado en fotografías para pasaporte, que eran reveladas mientras el cliente esperaba. Inevitablemente pegadas a la ventana había lo que quien pasara por la calle habría creído que se trataba de las obras maestras realizadas en mejores tiempos por el dueño del estudio: dos retratos de muchachas que sonreían con expresión embobada, horrendamente retocadas, la fotografía de unos novios lo bastante desabridos para asestar un golpe mortal a la sola idea del matrimonio, y dos chiquillos. El belga abrió la marcha, bajando los peldaños hasta la puerta principal, la abrió e invitó a su huésped a entrar. La sesión duró dos horas, durante las cuales el belga demostró una habilidad con la cámara que nunca pudo haber poseído el autor de los retratos de la ventana. Un enorme baúl situado en un rincón, que el belga abrió con su propia llave, contenía una colección de postizos faciales: tinturas para el pelo, bisoñés, pelucas, anteojos de todas clases y un estuche de maquillaje para actores.
A media sesión, se le ocurrió al belga la idea de que quizá
no era necesario buscar a un sustituto para que posara para la fotografía. Después de examinar los resultados de media hora dedicada a maquillar el rostro de el Chacal, hurgó en el baúl y extrajo del mismo una peluca.
—¿Qué le parece a usted esto?–preguntó. Era una peluca de pelo gris acero, cortado en cepillo.
—¿Cree usted que sus cabellos, cortados así y debidamente teñidos, tendrían este mismo aspecto?
El Chacal cogió la peluca y la examinó.
—Puedo probármela y ver qué tal queda en la foto–sugirió. Dio resultado. Media hora después de haber tomado seis fotos a su cliente, el belga salió del laboratorio con un fajo de pruebas en la mano. Las extendió sobre el mostrador y
ambos se inclinaron sobre ellas para estudiarlas. Desde las fotografías les miraba el rostro de un hombre viejo y cansado. La tez tenía un color gris ceniza y bajo los ojos aparecían profundas y sombrías ojeras, huella de sufrimientos o de cansancio. El hombre no llevaba barba ni bigote, pero su pelo gris producía la impresión de que por lo menos tendría cincuenta años, y no muy bien llevados por cierto.
—Creo que la cosa marcha–dijo por fin el belga.
—El problema estriba –contestó el Chacal—en que usted ha tenido que pasar media hora maquillándome para conseguir este resultado. Además está la peluca. Yo solo no podré conseguir el mismo resultado. Y aquí estamos con luz artificial, mientras que cuando tenga que exhibir esos documentos que he pedido me encontraré al aire libre.
—No es esto lo más importante–replicó el falsificador–. Lo que ocurrirá no es que usted no tendrá el aspecto exacto de la fotografía, sino que la fotografía no tendrá un parecido exacto con usted. Así es como funciona la mente de un hombre que examina unos documentos de identidad. Primero mira la cara, la de verdad, y luego pide los documentos. Después mira la fotografía. Ya tiene la imagen mental del hombre que está
ante él. Y esto influye en su juicio. Busca los puntos de semejanza, no las discrepancias.
«En segundo lugar, esta fotografía mide veinticinco centímetros por veinte. La foto de la cédula de identidad medirá tres por cuatro. En tercer lugar, conviene evitar un parecido demasiado exacto. Si el carnet fue expedido varios años atrás, es imposible que un hombre no haya cambiado un poco. En esta fotografía usted lleva una camisa a rayas, de cuello abierto. Procure evitar esta camisa, por ejemplo, o el cuello desabrochado. Luzca una corbata, o un pañuelo, o un pullover con cuello alto.
«Finalmente, nada de lo que he hecho yo no puede ser fácilmente simulado. Lo principal, por supuesto, es el pelo. Debe cortárselo en cepillo antes de presentar esa foto, y teñírselo de gris, a ser posible más gris que en la foto, y nunca menos. Para subrayar la impresión de vejez y decrepitud, déjese la barba dos o tres días y luego aféitese a navaja, pero mal, hiriéndose en dos o tres puntos. A los viejos les suele ocurrir. En cuanto al color de la tez, es vital. Para inspirar compasión debe ser gris y tener un aspecto cerúleo y enfermizo. ¿Puede hacerse con un poco de cordita?
El Chacal había escuchado con admiración al falsificador, aunque su rostro impasible no lo denotara. Por segunda vez en el mismo día había estado en contacto con un profesional que conocía a fondo su oficio. Se prometió darle las gracias por ello a Louis... una vez terminado el trabajo.
—Puedo conseguirla–dijo, cautamente.
—Dos o tres pedacitos de cordita, mascados y engullidos, provocan al cabo de media hora una sensación de náusea, molesta pero no terrible. La tez cobra un tono ceniciento y se produce una abundante secreción de sudor en la cara. En el Ejército utilizábamos ese truco para fingirnos enfermos y ahorrarnos servicios y marchas penosas.
—Gracias por la información. En cuanto a lo demás, ¿cree usted que podrá facilitarme esos documentos a tiempo?
—Desde el punto de vista técnico, sin duda alguna. El único problema que queda por resolver es la obtención de un original del segundo documento francés. Para esto deberé
trabajar de prisa. Pero si vuelve usted en los primeros días de agosto, creo que los tendré ya a punto. Creo que... bueno... que me habló usted de un pago a cuenta para cubrir los gastos...
El Chacal extrajo del bolsillo interior de su saco un fajo de veinte billetes de cinco libras, que entregó al belga.
—¿Cómo me pondré en contacto con usted?–preguntó luego.
—Le sugiero el mismo procedimiento que esta noche.
—Demasiado inseguro. Mi agente podría haber desaparecido o hallarse fuera de la ciudad. Entonces no tendría manera de encontrarlo a usted.
El belga reflexionó unos instantes.
—Entonces le esperaré de seis a siete, cada noche, en el bar donde nos hemos reunido hoy, durante los tres primeros días de agosto. Si usted no se presenta, daré por terminado el trato.
El inglés se había quitado la peluca y estaba lavándose la cara con una toalla empapada en alcohol disolvente. En silencio, se puso la corbata y el saco. Luego, se volvió
hacia el belga.
—Hay unas cuantas cosas que deseo que queden claras–dijo sin levantar la voz, de la cual, sin embargo, había desaparecido el tono amistoso, mientras sus ojos miraban al belga con una falta absoluta de expresión–. Cuando haya usted terminado su trabajo acudirá al bar según lo convenido. Me devolverá mi nuevo permiso y la página arrancada del que ahora tiene en su poder. También los negativos y todas las copias de las fotografías que acabamos de tomar. Y olvidará
los nombres de Duggan, así como los del titular original del permiso de conductor. El nombre que deberá figurar en los dos documentos franceses puede elegirlo usted mismo, con tal de que sea un nombre francés vulgar y corriente. Después de entregármelos, también deberá olvidar este nombre. Y no volver a hablar jamás, a nadie, de este encargo. En el caso
de que cometa usted cualquiera de estas infracciones, morirá.
¿Comprendido?
A su vez, el belga lo miró fijamente unos instantes. Durante las tres últimas horas había llegado a creer que el inglés era un cliente corriente, vulgar, que simplemente deseaba poder manejar en Inglaterra y disfrazarse de hombre de cierta edad en Francia, quién sabe con qué fin. Un contrabandista, tal vez, que llevaba drogas o diamantes desde cualquier solitario puerto de pescadores bretón a Inglaterra. En todo caso, un muchacho muy simpático. Ahora cambió de idea.
—Comprendido, Monsieur.
Pocos segundos más tarde el inglés había desaparecido en la noche. Anduvo a lo largo de cinco manzanas antes de tomar un taxi para volver al «Amigo». Cuando llegó era ya medianoche. Cenó en su habitación–pollo frío y una botella de mosela–, luego tomó un baño para librarse de las últimas huellas del maquillaje, y se acostó.
A la mañana siguiente pagó la cuenta del hotel y tomó el
«Brabant Express» hacia París. Era el 22 de julio.
Aquella misma mañana, el jefe del Servicio de Acción del SDECE se hallaba sentado a su mesa, y examinaba dos papeles que tenía ante sí. Cada uno de ellos era una copia de un informe corriente, rutinario, redactado por agentes de otros departamentos. En la cabecera de cada documento figuraba una lista de los jefes de departamento que debían recibir una copia del informe. Frente a su propio título había una breve señal. Ambos informes habían llegado aquella mañana, y, en circunstancias normales, el coronel Rolland hubiese echado una ojeada a cada uno para hacerse cargo de su contenido, y después de haber almacenado la información en algún rincón de su portentosa memoria, los hubiese archivado debidamente clasificados. Pero había una palabra que campeaba en los dos informes, una palabra que le intrigaba. El primer informe que había llegado era un memorándum interdepartamental del R.3 (Europa Occidental), que contenía la sinopsis de un despacho, procedente de su oficina permanente en Roma. El despacho consistía en un escueto informe según el cual Rodin, Montclair y Casson seguían encerrados en su suite del piso más alto y protegidos por sus ocho guardianes. No se habían movido del edificio desde que, el 18 de junio, se habían instalado en él. Del R.3 de París se había enviado más personal a Roma para ayudar a mantener el hotel bajo vigilancia durante las veinticuatro horas del día. Las instrucciones de París no habían variado: no intentar nada, y limitarse a mantener la guardia. Los hombres del hotel habían montado un sistema, tres semanas atrás
(véase R.3 informe de Roma del 30 de junio) para mantenerse en contacto con el mundo exterior y el sistema persistía. El correo seguía siendo Viktor Kowalski. Fin del mensaje. El coronel Rolland abrió el archivo de fuelle situado a la derecha de su mesa, al lado del obús de 105 mm que le servía de cenicero y que a aquellas horas ya aparecía lleno hasta la mitad de restos de «Disque Bleu». Sus ojos repasaron rápidamente el informe de Roma R.3 del 30 de junio, hasta que encontró el párrafo deseado.
Cada día, decía el informe, uno de los guardianes salía del hotel y se dirigía a la Central de Correos de Roma, donde había un apartado reservado a nombre de un tal Poitiers. La OAS no había tomado una casilla de Correos con llave, sin duda temiendo que la llave fuese robada. Todo el correo destinado a los jefes de la OAS era dirigido a nombre de Poitiers, y guardado por el empleado de guardia en el mostrador de las casillas de Correos. Un intento de sobornar al empleado original para que entregara la correspondencia a un agente del R.3 había fracasado. El hombre había informado del intento a sus superiores, y había sido sustituido por un empleado más veterano. Era posible que el correo destinado a Poitiers fuese vigilado a aquellas alturas por la Policía de Seguridad italiana, pero R.3 tenía instrucciones de no pedir cooperación a los italianos. El intento de sobornar al empleado había fracasado, pero se había considerado necesario tomar aquella iniciativa. Cada día, la correspondencia llegada a la oficina de Correos era entregada al guardián, quien había sido identificado como un tal Viktor Kowalski, ex cabo de la Legión Extranjera y perteneciente a la antigua compañía de Rodin en Indochina. Al parecer, Kowalski poseía documentos falsos que lo identificaban ante la oficina de Correos como Poitiers, o bien una carta de autorización que la oficina de Correos estimaba satisfactoria. Si Kowalski debía mandar por correo una o varias cartas, esperaba junto al buzón del interior del vestíbulo principal hasta cinco minutos antes de la hora de la recogida, introducía las cartas por la ranura, y esperaba hasta que el buzón era vaciado y su contenido llevado al interior del edificio para ser clasificado. Cualquier intento de intervenir en el método de recogida o de envío del correo de los jefes de la OAS
hubiese acarreado cierto grado de violencia, posibilidad que ya había sido excluida por París. De vez en cuando, Kowalski, desde el mostrador de las comunicaciones al exterior, efectuaba una llamada telefónica a larga distancia, pero también en este caso todos los intentos para captar el número pedido o escuchar la conversación sostenida habían fracasado. Fin del mensaje.
El coronel Rolland dejó caer la tapa del archivo sobre su contenido y tomó el segundo de los dos informes llegados aquella mañana. Era un informe policíaco de la Policía Judicial de Metz. Explicaba que un hombre había sido interrogado durante una incursión rutinaria en un bar, y en la lucha que siguió casi había matado a dos policías. Más tarde, en la comisaría, gracias a sus huellas digitales, había sido identificado como un desertor de la Legión Extranjera llamado Sandor Kovacs, húngaro de nacimiento y refugiado en Budapest en 1956. Kovacs–agregaba una nota de la PJ de París a la información procedente de Metz—
era un notorio activista de la OAS reclamado por la Policía desde hacía mucho tiempo por su relación con una serie de asesinatos terroristas perpetrados contra personalidades gaullistas en las zonas de Bona y Constantina de Argelia durante 1961. En aquella época había operado como socio de otro pistolero de la OAS, el ex cabo de la Legión Extranjera Viktor Kowalski. Fin del mensaje.
Rolland sopesó una vez más la relación que pudiera existir entre los dos hombres, como había estado haciéndolo durante la
hora
precedente.
Al
fin
pulsó
el
botón
del
intercomunicador que tenía ante sí y contestó al «Oui, mon colonel» con estas palabras:
—Tráigame
el
legajo
personal
de
Viktor
Kowalski.
Inmediatamente.
Diez minutos más tarde lo tenía en su poder, y pasó otra hora leyéndolo. Varias veces releyó un párrafo determinado. Mientras otros Parisienses ocupados en profesiones menos absorbentes se dirigían apresuradamente por las calles a su almuerzo, el coronel Rolland convocó una pequeña reunión formada por él mismo, su secretario personal, un especialista en grafología del departamento de documentación de tres pisos más abajo y dos gorilas de su guardia pretoriana particular.
—Señores –les dijo–, con la ayuda involuntaria pero inevitable de una persona que no está presente, vamos a redactar, escribir y enviar una carta.
CAPITULO V
El tren en que viajaba el Chacal llegó a la Gare du Nord poco antes de la hora del almuerzo. El viajero tomó un taxi y se hizo conducir a un hotel pequeño, pero confortable, de la Rue de Suresne, a la salida de la Place de la Madeleine. No era un hotel de la misma categoría que el «Hotel de Inglaterra» de Copenhague, o el «Amigo» de Bruselas, pero el Chacal
tenía
sus
buenas
razones
para
buscar
un
establecimiento más modesto y menos conocido para alojarse durante los días que permaneciera en París. En primer lugar, su estancia sería esta vez más prolongada; además, era más probable que, en París y a finales de julio, tropezara con alguien que le hubiese conocido fugazmente en Londres bajo su nombre real, que en Copenhague o en Bruselas. Mientras andaba por la calle confiaba en que los anteojos negros de gruesa montura que llevaba puestos habitualmente, y que con el sol deslumbrante de los bulevares resultaban plenamente justificados, protegerían su anonimato. El posible peligro consistía en ser reconocido en el pasillo o en el vestíbulo de un hotel. En aquella fase de su trabajo, lo último que deseaba era que lo saludaran con un a »¡Vaya! ¡Qué sorpresa verle a usted por aquí!», seguido de la mención de su nombre y dentro del radio de audición de un recepcionista que le conocía por Mr. Duggan.
Y no era que su estadía en París pudiera llamar la atención de nadie. Vivía sin ostentación, y su desayuno de café con leche y croissants lo tomaba en su habitación. En el almacén situado frente a su hotel había comprado un frasco de mermelada inglesa para sustituir con ella la compota que servían en la bandeja del desayuno y había rogado al personal del hotel que incluyeran el frasco de mermelada en su bandeja cada mañana en lugar de la compota.
Se comportaba cortésmente con el personal, hablaba tan sólo unas pocas palabras en francés, con la atroz pronunciación con que suelen hablarlo los ingleses, y sonreía amablemente cuando alguien le dirigía la palabra. A las solícitas averiguaciones de la dirección, contestaba que se encontraba muy a gusto y muchas gracias.
—Monsieur Duggan–dijo un día la dueña del hotel a su recepcionista–est extrémement gentil. Un vrai gentleman. No hubo discrepancia de pareceres.
Pasaba los días fuera de su hotel, en plan de turista. El primer día compró un plano de París, y señaló en él, tomándolos de su carnet de notas, los lugares de interés que más deseaba visitar. Visitó y estudió tales lugares con verdadero apasionamiento, aun teniendo en cuenta la belleza arquitectónica de algunos de ellos o el valor histórico de otros.
Pasó tres días rondando en torno del Arc de Triomphe o sentado en la terraza del «Café de l'Élisée» contemplando el monumento y los tejados de los grandes edificios que rodean la Place de l'Étoile. Quien le hubiese seguido durante aquellos días (cosa que nadie hizo), se hubiese sorprendido ante el hecho de que hasta la arquitectura del brillante Monsieur
Haussmann
tuviera
un
admirador
tan
devoto.
Ciertamente, ningún observador hubiese podido adivinar que el
apacible y elegante turista inglés que removía el azúcar de su café y contemplaba los edificios durante tantas horas estaba calculando mentalmente ángulos de tiro, distancia desde los pisos altos hasta la «llama eterna» que ardía bajo el Arco, y las posibilidades gue tendría un hombre de escapar bajando por una escalera de incendios y de perderse en medio de los torbellinos de la multitud.
Al cabo de tres días dejó l'Étoile y visitó el osario de los mártires de la Resistencia francesa en Montvalérien. Llegó al lugar con un ramillete de flores, y un guía, conmovido por el gesto del inglés hacia los ex camaradas resistentes del guía, correspondió al mismo ofreciéndole una visita exhaustiva al santuario,
acompañada
de
una
explicación
inacabable.
Difícilmente hubiera podido advertir que los ojos del visitante se desviaban constantemente de la entrada del osario para dirigirse hacia los altos muros de la prisión que impedían toda visión directa del patio interior desde los tejados de los edificios contiguos. Al cabo de dos horas, se despidió con un cortés «Muchas gracias» y una generosa pero no extravagante propina.
Visitó también la Place des Invalides, dominada en el lado sur por el Hôtel des Invalides, que cobija la tumba de Napoleón y el monumento a las glorias del Ejército francés. El lado oeste de la enorme plaza, formado por la Rue Fabert, le interesó en gran manera, y pasó toda una mañana en el café
de la esquina donde la Rue Fabert desemboca en el minúsculo triángulo de la Place de Santiago de Chile. Desde el séptimo u octavo piso del edificio que se alzaba sobre su cabeza, el n° 146 de la Rue de Grenelle, donde esta calle confluye con la Rue Fabert en un ángulo de noventa grados, calculó que un fusilero podría dominar los jardines frontales de la Place des Invalides, la entrada al patio interior, la mayor parte de la Place des Invalides y dos o tres calles. Un lugar excelente para montar una guardia, pero no para un asesinato. En primer lugar, la distancia desde las ventanas altas hasta el sendero de gravilla que conducía desde el Palais des Invalides al punto donde esperarían los automóviles, al pie de la escalinata entre los dos tanques, era de más de doscientos metros. Por otra parte, la visión desde las ventanas del n° 146 sería obstaculizada en parte por las ramas altas de los frondosos tilos de la Place de Santiago, desde los cuales los palomos dejaban caer sus blancos tributos sobre los hombros de la sufrida estatua de Vauban. Disgustado por ello, pagó su menta «Vittel» y se marchó. Pasó otro día en el barrio de la catedral de Notre Dame. Allí, en la superpoblada Île de la Cité había escaleras de escape, pasajes y callejones en abundancia, pero la distancia desde la entrada de la catedral hasta los coches estacionados al pie de la escalinata era tan sólo de unos pocos metros, y
los tejados de la Place du Parvis quedaban demasiado lejos, mientras que los de la minúscula y colindante Place de Charlemagne quedaban demasiado cerca y sin duda estarían infestados de agentes de seguridad.