PRIMERA PARTE El Afgano

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De haber sabido el joven guardaespaldas talibán que aquella llamada desde el teléfono móvil iba a acabar con su vida, no la habría hecho. Pero llamó, y ocurrió lo que tenía que ocurrir.

El 7 de julio de 2005, cuatro terroristas suicidas hicieron estallar sus mochilas bomba en metros y un autobús del centro de Londres. Cincuenta y dos viajeros murieron y unos setecientos resultaron heridos, de los cuales al menos un centenar quedó lisiado de por vida.

Tres de los cuatro terroristas eran británicos de nacimiento, aunque procedían de familias de inmigrantes paquistaníes. El cuarto había nacido en Jamaica, tenía nacionalidad británica y se había convertido al islam. No era más que un adolescente, igual que otro de ellos; el tercero tenía veintidós años y, por último, el líder del grupo, treinta. A todos les habían inculcado los postulados del fanatismo extremo, es decir, les habían lavado el cerebro, en el mismísimo corazón de Inglaterra; para ello habían asistido a mezquitas en las que se reunían los extremistas y habían sido instruidos por predicadores de la misma tendencia.

Veinticuatro horas después de la explosión ya habían sido identificados; les habían seguido la pista hasta dar con sus lugares de residencia en los alrededores de la ciudad de Leeds, al norte de Inglaterra. Todos hablaban con acento de Yorkshire, más o menos marcado. El líder era profesor de educación especial y se llamaba Mohammad Siddique Jan.

Al registrar sus domicilios y pertenencias, la policía descubrió algo importante que decidió no revelar. Cuatro facturas indicaban que uno de los dos de mayor edad había comprado teléfonos móviles de usar y tirar, eran tribanda y tenían cobertura en casi cualquier parte del mundo; además cada uno contaba con una tarjeta SIM cargada con unas veinte libras esterlinas. El pago de los aparatos se había hecho en efectivo. A pesar de todo, no figuraban entre los objetos encontrados; sin embargo, la policía rastreó los números y los señaló por si en algún momento entraban en funcionamiento.

También descubrieron que Siddique Jan y el componente del grupo con el que mantenía una relación más estrecha, el joven punjabí Shehzad Tanweer, habían viajado a Pakistán durante el mes de noviembre y habían permanecido allí tres meses. No consiguieron averiguar a quién habían ido a ver; no obstante, unas cuantas semanas después de las explosiones, la cadena de televisión árabe al-Yazira difundió un vídeo de contenido desafiante grabado por Siddique Jan, en el que anunciaba su propia muerte. Era evidente que la grabación había tenido lugar durante la visita a Islamabad.

Hasta finales de 2006 no se supo que un terrorista se había llevado uno de los teléfonos móviles supuestamente localizables y se lo había entregado a su responsable e instructor de al-Qaida (la policía británica ya había llegado a la conclusión de que ninguno de los terroristas tenía los conocimientos técnicos necesarios para fabricar las bombas sin indicaciones ni ayuda).

Quienquiera que fuera aquel dirigente de al-Qaida, todo indicaba que, como muestra de respeto, le había regalado el móvil a un miembro del círculo de confianza de Osama bin Laden, oculto en su escondrijo situado entre las inhóspitas montañas del sur de Waziristan que bordean la frontera entre Pakistán y Afganistán, al oeste de Peshawar. Debían de habérselo dado para casos de emergencia, ya que todos los agentes de al-Qaida son extremadamente cautelosos con los teléfonos móviles; en cualquier caso, quien se lo dio no podía prever que el fanático británico sería tan estúpido como para dejarse la factura encima del escritorio de su piso de Leeds.

El círculo de confianza de Bin Laden está formado por cuatro divisiones que se ocupan de las operaciones, la financiación, la propaganda y la doctrina. Cada división tiene un jefe y solo Bin Laden y Ayman al-Zawahiri, su brazo derecho, los superan jerárquicamente. En septiembre de 2006, el jefe del área de financiación de todo el grupo terrorista era el egipcio-Tawfik al-Qur, compatriota de Zawahiri.

Por motivos que más tarde resultaron evidentes, el 15 de septiembre el egipcio se encontraba en la ciudad paquistaní de Peshawar; iba disfrazado para ocultar su identidad, y estaba allí no con la intención de iniciar una misión importante y peligrosa fuera del reducto montañoso, sino porque acababa de volver de una. Esperaba la llegada del guía que había de conducirlo de nuevo hasta las montañas Waziri y ante la presencia del mismísimo Sheij,

Para protegerlo durante su breve estancia en Peshawar, le habían asignado a cuatro fanáticos talibanes que pertenecían a la tribu waziri, aunque, como todos los que proceden de alguna de las fieras comunidades que se distribuyen a lo largo de la frontera ingobernable de las montañas noroccidentales, desde el punto de vista político eran paquistaníes. Sin embargo, hablaban pastún en lugar de urdu, y debían su lealtad a ese pueblo, del cual su tribu era un subgrupo.

Todos eran de origen muy humilde; habían sido educados en una madrasa, un internado de formación coránica extremista, adherido a la línea wahabí, la más estricta e intolerante. No tenían más conocimientos ni habilidades que los necesarios para recitar el Corán y por eso, como los muchos millones de jóvenes educados en una madrasa, resultaba casi imposible que encontraran empleo. Sin embargo, si el jefe del clan les encomendaba una misión, estaban dispuestos a morir por cumplirla. Aquel mes de septiembre les habían asignado la protección del egipcio de mediana edad que hablaba un árabe nilótico-sahariano, pero que se defendía bastante bien con el pastún. Uno de los cuatro jóvenes se llamaba Abdclahi y su mayor motivo de orgullo y felicidad era su teléfono móvil. Por desgracia, le quedaba poca batería porque se había olvidado de recargarla.

Eran pasadas las doce del mediodía, y los fanáticos devotos no podían dirigirse a la mezquita local sin correr un gran riesgo. Al-Qur había rezado sus oraciones junto con su escolta en el ático en el que se alojaban. Luego había comido un poco y se había retirado a descansar un rato.

El hermano de Abdelahi vivía a cientos de kilómetros al oeste, en la ciudad de Quetta, de tradición igualmente integrista. Su madre estaba enferma y Abdelahi quería preguntar por ella, así que trató de llamar desde el móvil. Nada de lo que tenía que decir habría llamado la atención, sus palabras habrían pasado inadvertidas entre los trillones de conversaciones irrelevantes que tienen lugar a diario en los cinco continentes. No obstante, su teléfono no funcionaba. Uno de sus compañeros le hizo notar la ausencia de líneas de color negro en la pantalla y le explicó cómo recargarlo. Entonces Abdelahi se fijó en el teléfono que el egipcio había dejado en la sala de estar, encima del maletín.

Estaba cargado del todo. A Abdelahi no le pareció que hubiera nada malo en utilizarlo, así que marcó el número de su hermano y oyó el tono de la llamada que sonaba muy lejos, en Quetta. Al mismo tiempo, en las laberínticas instalaciones subterráneas de Islamabad que constituyen el departamento de alerta del Comité de la lucha Contra el Terrorismo (CCT) de Pakistán, una pequeña luz roja empezó a parpadear.

Muchos de los habitantes de Hampshire consideran que el suyo es el condado más bonito de Inglaterra. En la costa sur, frente a las aguas del canal, se encuentra el gran puerto marítimo de
En el corazón del condado, lejos de las autopistas e incluso de las carreteras principales, se encuentra el tranquilo valle del río Meon, una corriente moderada de agua caliza junto a las riberas de la cual se alinean pueblos cuyo origen se remonta a los sajones.

Una única carretera principal lo recorre de sur a norte, pero el valle contiene una multitud de caminos serpenteantes bordeados de árboles, setos y prados. Es un condado rural de los de antes, con muy pocas fincas que superen las cuatro hectáreas y aún menos las doscientas. La mayoría de las granjas conservan las antiguas vigas, ladrillos y tejas, y algunas disponen de un conjunto de graneros de gran tamaño, antigüedad y belleza.

El hombre encaramado en lo alto de uno de los graneros dominaba todo el valle del Meon y divisaba el pueblo más cercano, Meonstoke, a apenas un kilómetro y medio. Al mismo tiempo, a unos cuantos miles de kilómetros al este, Abdelahi realizaba la última llamada telefónica de su vida. El hombre encaramado se enjugaba el sudor de la frente y se disponía a reanudar la delicada tarea de separar las tejas fijadas con arcilla cientos de años atrás.

Habría podido contratar a un equipo de expertos y rodear la construcción de andamios; el trabajo se habría terminado mucho más deprisa y con mayor seguridad, pero también habría resultado mucho más caro. Y ese era precisamente el problema. El hombre del arrancaclavos era un excombatiente; se había retirado tras veinticinco años de carrera militar y había invertido gran parte de su retribución en realizar el sueño de su vida: comprar un lugar en el campo al que por fin pudiera llamar «hogar». De ahí el granero y su finca de cuatro hectáreas, con la senda que conducía hasta el camino más próximo, y este hasta el pueblo.

Pero los soldados no siempre entienden de economía, y los presupuestos que los especialistas le habían presentado para transformar un granero medieval en una casa de campo que resultara acogedora lo habían dejado sin respiración. Por eso se había decidido a hacerlo él mismo, tardara lo que tardase.

El lugar era idílico. Ya imaginaba el tejado restaurado y a prueba de goteras en todo su antiguo esplendor, con la mayor parte de las tejas originales recuperadas en perfecto estado y las restantes compradas en un almacén de material procedente de viejos edificios derruidos. Las vigas estaban en tan buen estado como el día en que las cortaron del roble; sin embargo, los travesaños tendrían que ser reemplazados y cubiertos con material moderno.

Se imaginaba cómo quedarían la sala, la cocina, el estudio y el recibidor unos metros más abajo, donde el polvo cubría las viejas balas de heno. Sabía que le iban a hacer falta profesionales para montar tanto la instalación eléctrica como la de agua, pero ya se había inscrito en algunos cursos de la escuela politécnica de Southampton para aprender a hacer de albañil, estucador, carpintero y cristalero.

Algún día habría un patio con pavimento de losas y un jardín de hierbas aromáticas; el sendero sería una entrada cubierta de gravilla y las ovejas pastarían en la antigua huerta de árboles frutales. Cada noche, acampado en su terreno mientras la naturaleza le regalaba aquella brisa veraniega templada y agradable, revisaba sus cálculos y se decía que, a fuerza de paciencia y mucho trabajo, conseguiría sobrevivir con su modesto presupuesto.

Tenía cuarenta y cuatro años, la piel aceitunada y el pelo y los ojos oscuros; era delgado y de constitución fuerte; y ya estaba harto de recorrer desiertos y junglas, de luchar contra la malaria y las sanguijuelas, de resistir noches gélidas, de alimentarse con desperdicios y de soportar un dolor atroz en las extremidades. Allí buscaría un empleo, se haría con un perro labrador o, mejor aún, con un par de ejemplares de terrier y tal vez incluso encontraría a una mujer con la que compartir su vida.

El hombre del tejado extrajo una docena de piezas más, se quedó con las diez que estaban enteras y se deshizo de las rotas; mientras tanto, en Islamabad la luz roja parpadeaba.

Mucha gente cree que el hecho de haber abonado de antemano el coste de una tarjeta de teléfono móvil exime de todo pago posterior. Eso es cierto para el comprador y para el usuario, pero no para la compañía que proporciona el servicio. A menos que el teléfono se utilice solo dentro del área de transmisión en la que fue comprado, una compañía debe satisfacer a la otra un importe complementario, que queda registrado en los ordenadores.
Como la llamada de Abdelahi fue recibida por su hermano en Quetta, la duración quedó registrada en la antena situada en la misma frontera de Peshawar, propiedad de Pak Tel. De inmediato, el ordenador de la compañía trató de localizar a la que había vendido el teléfono móvil en Inglaterra para comunicarle que uno de sus clientes estaba utilizando su franja de transmisión y que por tanto debía abonarle el importe correspondiente.

Pero el CCT ya hacía varios años que le exigía tanto a Pak Tel como a su competidora Mobi Tel que comunicaran a su central todas las llamadas emitidas y recibidas. Y, aconsejado por los británicos, había introducido un software en los ordenadores que registraba dichas llamadas e intervenía la comunicación de ciertos números de teléfono. Uno de ellos acababa de activarse.

El joven sargento del ejército paquistaní que hablaba en pastún y supervisaba el sistema accionó un botón y se puso en contacto con su superior. Este se mantuvo a la escucha durante unos segundos, luego preguntó:

—¿Qué está diciendo?

El sargento prestó atención y respondió:

—Algo acerca de la madre del interlocutor. Parece estar hablando con su hermano.

—¿Desde dónde?

El sargento comprobó la procedencia de la llamada.

—Desde Peshawar.

No le hicieron falta más detalles. La conversación quedó registrada para su posterior análisis. El paso siguiente era localizar al emisor. El comandante del CCT que estaba de servicio apenas albergaba dudas de que el intento no tendría éxito si la conversación era demasiado corta. Aquel idiota era capaz de no hablar un buen rato.

Desde su mesa de trabajo, unas cuantas plantas por encima del sótano, el comandante accionó tres botones y, de inmediato, sonó el teléfono del jefe de la delegación del CCT de Peshawar.

Unos años atrás, antes de la destrucción del World Trade Centre el 11 de septiembre de 2001, suceso conocido como el 11-S, un grupo numeroso de fundamentalistas musulmanes del ejército paquistaní se infiltró en los servicios internacionales de información paquistaníes, conocidos como ISI; por ese motivo, su Habilidad durante la lucha contra los talibanes y sus huéspedes de al-Qaida era nula.

Sin embargo, el general Musharraf, presidente de Pakistán, no tuvo muchas opciones después de recibir la severa advertencia por parte de Estados Unidos, y empezó a poner orden en el país. Entre las medidas que tomó, la principal fue la expulsión definitiva de los oficiales extremistas de su servicio en los ISI, que fueron trasladados a servicios militares normales; por otra parte, dentro de los ISI se creó un importante Comité Contra el Terrorismo, constituido por una nueva generación de oficiales jóvenes que, por muy devotos que fueran, no querían saber nada del terrorismo islámico. El coronel Abdul Razak, que había sido comandante de carros de combate, era uno de ellos. Dirigía el CCT de Peshawar y recibió la llamada a las dos y media.

Escuchó con atención la información que le facilitaba su compañero de la capital, luego le preguntó:

—¿Cuánto tiempo llevan?

—Hasta ahora, unos tres minutos.
El coronel Razak tuvo la suerte de contar con una oficina situada a tan solo setecientos metros del repetidor de Pak Tel, dentro del radio en el cual era posible detectar la procedencia de las llamadas. Junto con dos técnicos, subió a la azotea del edificio de oficinas para iniciar un peinado de la ciudad que permitiría localizar la procedencia de la señal de forma cada vez más exacta.

En Islamabad, el sargento receptor de la llamada hablaba con su superior.

—La conversación ha terminado.

—¡Vaya! —exclamó el comandante—. Tres minutos y cuarenta y cuatro segundos. No se puede pedir más.

—No parece que haya colgado aún —observó el sargento.

En el ático del centro histórico de Peshawar, Abdelahi cometió su segundo error. Al oír que el egipcio estaba a punto de salir de su habitación, había decidido finalizar a toda prisa la conversación con su hermano y había escondido el móvil debajo de un cojín. Sin embargo, se había olvidado de apagarlo. A setecientos metros, el detector del coronel Razak se iba acercando a la fuente de la llamada.

Tanto el Servicio Secreto de Inteligencia británico (SIS) como la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CÍA) llevan a cabo operaciones importantes en Pakistán por razones obvias. Se trata de una de las principales zonas de guerra en las que tiene lugar la actual lucha contra el terrorismo. En gran parte, el poder de la alianza occidental ha radicado desde 1945 en la capacidad de actuación conjunta de los dos organismos.

Ha habido algunos enfrentamientos, debidos en particular a la avalancha de traidores británicos que empezó con Philby, Burgess y Maclean en 1951. Luego los estadounidenses se dieron cuenta de que también contaban con una colección de traidores que trabajaban para Moscú, y los ataques mutuos cesaron. En 1991, el final de la guerra fría condujo a la necedad por parte de los políticos de ambos lados del Atlántico de considerar que por fin se había instaurado la paz para siempre. Mientras tanto, en ese preciso momento, la nueva guerra fría se gestaba solapadamente en lo más profundo del islam.

Después del 11-S no hubo más rivalidad, incluso terminó el habitual tira y afloja. Las reglas del juego venían a decir lo siguiente: «Si nosotros lo conseguimos, vosotros compartiréis ese logro y viceversa». En el mosaico internacional, varias agencias se prestaron a participar en la lucha común, pero ninguna de las colaboraciones encaja en la estrecha relación que mantienen los recopiladores de información de la esfera anglosajona.

El coronel Razak conocía a los jefes de las delegaciones que ambas agencias tenían en su ciudad. Mantenía una relación personal más estrecha con el del SIS, Brian O'Dowd y, además, la llamada desde el teléfono robado había sido detectada por los británicos. De modo que, en cuanto bajó de la azotea, hizo una llamada a O'Dowd.

En aquel momento el señor al-Qur fue al baño y Abdelahi rebuscó debajo del cojín para recuperar el teléfono móvil y volver a dejarlo encima del maletín. De pronto, se dio cuenta de que no había colgado y se sintió un poco culpable; lo hizo de inmediato, no pensaba en una posible interceptación, sino en el gasto de batería. Por tan solo ocho segundos no llegó a tiempo: el detector había hecho su trabajo.

—¿Qué quieres decir? ¿Has localizado procedencia? —preguntó O'Dowd. De repente le entraron ganas de celebrar aquel día como si fuera Navidad y varios cumpleaños a la vez.

—No cabe duda, Brian. La llamada procede del ático de un edificio de cinco plantas del barrio antiguo. Dos de mis agentes van hacia allí para echar un vistazo y tantear los accesos.

—¿Cuándo pensáis entrar?

—En cuanto oscurezca. Me gustaría hacerlo a las tres de la madrugada, pero nos arriesgamos a que se larguen con viento fresco. —El coronel utilizó una expresión que demostraba su dominio del idioma. Había estudiado un año en el Camberley Staff College de Inglaterra con una beca de la Commonwealth y se sentía muy orgulloso de su nivel.

—¿Puedo ir yo también?

—¿Te gustaría?

—¿Es católico el Papa? —preguntó el irlandés. Razak se echó a reír; la broma le había hecho gracia.

—Como creo en el único Dios verdadero, no lo sé —le respondió—. Está bien. Entonces a las seis en mi despacho. Pero iremos de paisano, y me refiero a nuestra manera.

Quería decir que no solo no irían vestidos de uniforme, sino que tampoco llevarían indumentaria occidental. En el centro histórico, sobre todo en el bazar Qissa Jawani, solo los conjuntos salwar kamiz, de pantalón amplio y blusón, o los de túnica y turbante, típicos de las comunidades de la montaña, pasaban inadvertidos. Y aquello también iba por O'Dowd.

El agente británico llegó un poco antes de las seis, en su Toyota Landcruiser de color negro y cristales oscuros. Un Land Rover habría denotado más patriotismo, pero el Toyota era el preferido por los fundamentalistas del lugar y pasaría inadvertido. Llevaba consigo una botella de Chivas Regal, el mejor whisky de malta, que era la bebida preferida de Abdul Razak. En una ocasión le había reprochado a su amigo paquistaní su predilección por el producto escocés.

—Me considero un buen musulmán, pero no estoy obsesionado —confesó Razak—. El cerdo, ni lo toco, pero no veo que tenga nada de malo bailar o fumarse un buen cigarro. Ese tipo de prohibiciones las proclama un fanatismo talibán que no comparto. Durante los primeros cuatro califatos, el vino se consumía tanto como la uva o los cereales. Si algún día en el Paraíso una figura con más autoridad que tú me reprende por haber bebido, le pediré perdón a Alá misericordioso; mientras tanto, sírveme más.

Tal vez resulte excepcional que un comandante de carros de combate se convierta en un excelente policía, pero ese era el caso de Abdul Razak. Acababa de cumplir treinta y seis años, estaba casado, tenía dos hijos y su nivel cultural era alto. También demostraba una gran capacidad de pensamiento lateral y mucha sutileza, su táctica era más parecida a la de la mangosta ante la cobra que a la del elefante. Quería tomar el ático sin tiroteos, siempre que fuera posible. Por eso era partidario de acercarse con sigilo.

Peshawar es una ciudad muy antigua, y más aún el bazar Qissa Jawani. En él se han detenido durante siglos las caravanas, a su paso por el elevado e imponente paso de Jyber hacia Afganistán, para que los hombres y los camellos se refrescaran. Y como todo buen bazar, Qissa Jawani siempre ha sido capaz de cubrir las necesidades básicas: sábanas, chilabas, alfombras, objetos de latón, cuencos de cobre, comida y bebida. Y lo sigue haciendo.

Es una mezcla de etnias y de lenguas. Los que están acostumbrados distinguen los turbantes de los afridi, los waziri, los ghilzai y los paquistaníes; los gorros chitra, de bastante más al norte, y los sombreros invernales adornados con pieles de los tayikos y los uzbekos.

En el laberinto de callejones donde es posible librarse de cualquier perseguidor, hay tiendas y puestos de comida, relojes, cestas y pájaros; también es posible cambiar divisas y hay un espacio destinado a los narradores de cuentos. En los tiempos del Imperio, los británicos conocían Peshawar como el Piccadilly de Asia central.

El piso en el que se detectó el origen de la llamada telefónica estaba en un edificio alto y estrecho de postigos muy intrincados; se encontraba cuatro plantas por encima de un almacén de alfombras, en una calle cuya anchura no admitía más que el paso de un coche. Debido al calor que hacía en verano, los edificios eran de tejado plano a modo de terraza, de manera que por la noche sus habitantes podían salir a tomar un poco de aire fresco, y la escalera era exterior. El coronel Razak y sus hombres se acercaron a pie sin hacer ruido.

Ordenó a cuatro hombres vestidos con indumentaria tribal que subieran a la azotea de uno de los edificios cercanos al objetivo. Una vez allí, pasaron tranquilamente de una cubierta a otra hasta llegar a la que deseaban alcanzar y esperaron una señal El coronel envió a seis hombres por la escalera exterior. Todos llevaban una metralleta escondida bajo la túnica excepto uno, un punjabí musculoso que sostenía un ariete.

Cuando estuvieron uno detrás de otro en la escalera, el coronel hizo un gesto con la cabeza dirigido al punjabí, este echó hacia atrás el ariete y reventó la cerradura. La puerta se abrió de golpe y todo el equipo entró corriendo. Tres de los hombres que estaban en la azotea bajaron de inmediato por la escalera; el cuarto se quedó arriba por si alguien trataba de escapar por allí.

Cuando más tarde Brian O'Dowd rememoraba la operación, le pareció que se había producido tan deprisa que apenas se había dado cuenta. A los ocupantes del piso les dio la misma impresión. La brigada no tenía ni idea de cuántos hombres había dentro, ni de lo que iban a encontrar allí. Podría haberse tratado tanto de un pequeño ejército como de una familia tomando el almuerzo. Ni siquiera conocían la distribución del piso; en Londres y Nueva York los arquitectos presentaban sus proyectos y registraban cualquier reforma, pero en Qissa Jawani no. Todo cuanto sabían era que alguien había realizado una llamada desde un móvil que estaba señalado.

Encontraron a cuatro hombres que miraban la televisión. Por unos segundos, temieron haber irrumpido en el hogar de una familia inocente, pero enseguida se percataron de que los cuatro llevaban una barba muy larga y eran hombres de montaña; de pronto el más rápido en reaccionar metió la mano debajo de la túnica para sacar una pistola. Se llamaba Abdelahi y acabó muerto con cuatro balazos de una MP5 Heckler und Kock en el pecho. Los otros tres fueron reducidos antes de que pudieran oponer resistencia. El coronel Razak lo había dicho bien claro: a ser posible, los quería vivos.

Notaron la presencia del quinto hombre al oír un estrépito procedente del dormitorio. El punjabí había soltado el ariete, pero con el hombro tenía más que suficiente. La puerta se vino abajo y entraron dos forzudos del CCT seguidos del coronel Razak. En medio de la habitación vieron a un árabe de mediana edad con los ojos muy abiertos por el pánico o por el odio. El árabe se volvió para recoger el portátil que acababa de lanzar contra el suelo de terracota en un intento de destruirlo, pero se dio cuenta de que no había tiempo y corrió hacia la ventana abierta de par en par. El coronel Razak gritó: «¡Cogedlo!», pero al paquistaní se le escurrió entre las manos. El egipcio iba desnudo de cintura para arriba por el calor y estaba sudoroso. Ni siquiera lo detuvo la balaustrada; se precipitó al vacío y cayó sobre el pavimento adoquinado, doce metros más abajo. En pocos segundos, los transeúntes se habían apiñado alrededor del herido, pero el jefe financiero de al-Qaida dio dos gritos ahogados y murió allí mismo.

La zona se convirtió enseguida en un caos de gritos y de personas corriendo de un lado para otro. El coronel llamó desde su móvil a los cincuenta soldados de uniforme que había apostado en furgonetas de cristales oscuros a cuatro calles de distancia. Llegaron corriendo por el callejón con el fin de restablecer el orden, si puede llamarse así a la confusión todavía mayor que solía provocar su presencia. Al final lograron organizarse y precintaron el edificio. Abdul Razak quería interrogar a todos los vecinos y, en especial, al propietario, el vendedor de alfombras de la planta baja.

El ejército rodeó el cadáver y lo cubrió con una sábana. Iban a llevarlo al depósito del hospital general de Peshawar. De momento, nadie tenía ni la más mínima idea de quién era. Lo único que se sabía era que había preferido morir a verse sometido a las «cariñosas» atenciones de los estadounidenses de la base de Bagram, en Afganistán, que con toda seguridad lo habrían utilizado en Islamabad como moneda de cambio con el jefe de la delegación de la CIA en Pakistán.

El coronel Razak se volvió de espaldas al balcón. Los tres prisioneros estaban esposados y encapuchados. Hacía falta una escolta armada para sacarlos de allí; estaban en territorio de los fundamentalistas y los miembros de las tribus que deambulaban por la calle no iban a ponerse de su parte. Sin la ayuda de los prisioneros y del muerto, tardarían horas en registrar el piso en busca de alguna pista acerca del hombre del teléfono controlado.

Durante la incursión, le habían pedido a Brian O'Dowd que esperara en la escalera pero, para entonces, ya se encontraba en el dormitorio y sostenía el ordenador portátil Toshiba, algo dañado por el golpe. Ambas partes sabían que a buen seguro se trataba de la joya de la corona. Llevarían a los prisioneros y a los vecinos, junto con los pasaportes, los móviles e incluso cualquier trozo de papel, por insignificante que pareciera, a un lugar seguro donde poder analizar las pruebas e interrogar a los prisioneros. No obstante, lo primero era el portátil.

El egipcio había sido muy optimista al creer que unas abolladuras en el Toshiba iban a destruir su codiciado contenido. Ni siquiera hubiera sido eficaz borrar los ficheros. Tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos había auténticos genios capaces de escudriñar a conciencia el disco duro y descifrar cualquier dato que hubiera llegado a entrar en aquel ordenador.

—Pobre tipo, quienquiera que fuera —se compadeció el agente del SIS.

Razak emitió un gruñido. Estaba convencido de haber elegido la mejor opción. De haber esperado unos días, el hombre habría desaparecido. Si sus agentes hubieran andado horas y horas husmeando por allí, los habrían descubierto, y el pájaro habría volado de todas maneras. Había decidido ir a por todas; cinco segundos más y habría conseguido esposar al misterioso suicida. Pensaba declarar públicamente que un criminal desconocido había resultado muerto debido a una caída accidental al tratar de impedir que lo arrestaran. Aquello serviría para salir del paso hasta que identificaran el cadáver. Si resultaba ser un dirigente de al-Qaida, los estadounidenses querrían anunciarlo a bombo y platillo en una conferencia de prensa para atribuirse el triunfo. Aún no tenía ni idea de hasta qué punto Tawfik al-Qur era alguien importante.

—Aún estarás aquí un buen rato —dijo O'Dowd—. ¿Puedo hacerte el favor de devolver el portátil sano y salvo a las oficinas centrales?

Por suerte, Abdul Razak comulgaba con el irónico sentido del humor de su colega británico, algo imprescindible para mantenerse cuerdo en un trabajo como el suyo, con un gran componente secreto. Lo que le había hecho gracia era la expresión «sano y salvo».

—Sería todo un detalle por tu parte —respondió—. Haré que cuatro hombres te escolten hasta tu vehículo, por si acaso. Cuando termine todo, tenemos que abrir la botella prohibida que has traído esta noche.

Con la preciada carga aferrada contra su pecho y rodeado de soldados paquistaníes por los cuatro costados, el hombre del SIS volvió al Landcruiser. El portátil acabó en el asiento de atrás; su chófer, un sij tremendamente fiel, se encargaría de proteger la preciada carga.

Se dirigieron hasta un lugar en las afueras de Peshawar, donde O Dowd conectó el Toshiba a su Tecra, de mayor potencia y capacidad; después se puso en contacto a través de la red con el Cuartel General de Comunicaciones británico (GCHQ) en Cheltenham, una población del centro de las montañas Cotswold, en Inglaterra.

O'Dowd sabía lo que debía hacer, pero aún desconfiaba un poco del funcionamiento por arte de birlibirloque de la tecnología cibernética. En pocos segundos, en Cheltenham, a miles de kilómetros de distancia, habían recibido una imagen del disco duro del Toshiba. Vaciaron el portátil con la misma facilidad con la que una araña deseca a su presa.

El jefe de la delegación llevó el aparato a la central del CCT y lo depositó en buenas manos. Antes de que llegara, Cheltenham ya compartía el tesoro con la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana (NSA) en Fort Meade, en Maryland. En Peshawar era noche cerrada mientras en las Cotswolds anochecía, y en Maryland estaban a media tarde, pero no importaba. Para el GCHQ y la NSA no existe el día ni la noche.

En los dos complejos de edificios en continua expansión situados en plena campiña, la escucha abarca todos los puntos entre ambos polos. Allí, los trillones de palabras emitidos por la raza humana a diario en los quinientos idiomas y más de mil dialectos distintos se reciben, se seleccionan, se clasifican, se desechan o se conservan y, si son de especial interés, se investigan y se les sigue la pista.

Pero eso no es más que el principio. Ambas agencias ponen en clave y descifran cientos de códigos y tienen divisiones especializadas en descubrir, recuperar y archivar asuntos relacionados con los delitos informáticos. Mientras el día y la noche transcurrían en ambos hemisferios, las dos agencias acababan con las medidas con las que al-Qur creía haber hecho desaparecer la información secreta. Los expertos encontraron los ficheros aún sin utilizar y descubrieron el espacio residual.

El proceso puede compararse al de un experto restaurador de las obras de arte. Con muchísimo cuidado, se elimina la capa de suciedad o de pintura para dejar al descubierto el cuadro original. El

Por descontado, Brian O'Dowd había alertado a su superior y amigo, el jefe de la delegación de lslamabad, antes de acompañar al coronel Razak en la redada. El jefe del SIS había informado su «primo», el jefe de la delegación de la CÍA. Ambos estaban ávidos de noticias. En Peshawar no dormía nadie.

El coronel Razak volvió del bazar a medianoche con todos sus hallazgos repartidos en bolsas. Los tres guardaespaldas supervivientes fueron trasladados a unas celdas de la planta baja del mismo edificio. No podía confiarlos a la prisión común, donde la huida y el suicidio asistido eran muy frecuentes. Ahora Islamabad conocía sus nombres y no cabía duda de que estaría negociando con la embajada estadounidense en la que se encontraban las oficinas de la CÍA. El coronel sospechaba que acabarían siendo interrogados en Bagram durante meses, a pesar de que estaba convencido de que ni siquiera conocían el nombre de aquel al que protegían.

El revelador teléfono móvil de Leeds, Inglaterra, había sido encontrado e identificado. Cada vez estaba más claro que el estúpido de Abdelahi lo había tomado prestado sin permiso. Ahora se encontraba en el depósito de cadáveres con cuatro balas en el pecho, aunque mantenía el rostro intacto. El hombre de la sala contigua tenía la cabeza destrozada; por suerte, el mejor cirujano plástico de la ciudad la estaba recomponiendo. Cuando hubo terminado, le hicieron una foto. Una hora más tarde, el coronel Razak llamó a O'Dowd; no podía disimular su entusiasmo. Al igual que el resto de las agencias que colaboran en la lucha contra el terrorismo islámico, el CCT de Pakistán cuenta con una inmensa galería de fotos de sospechosos.

El hecho de que Pakistán esté muy lejos de Marruecos no implica nada. Los terroristas de al-Qaida proceden de al menos cuarenta países distintos y el número de etnias que componen el grupo duplica esta cifra. Además, viajan. Razak se había pasado toda la noche en la oficina proyectando los rostros de la galería de fotos de su ordenador en una gran pantalla de plasma, y siempre acababa fijándose en el mismo.

De los once pasaportes incautados, todos falsos pero de excelente calidad, se deducía con facilidad que el egipcio había estado viajando y que, para ello, había transformado su aspecto. El rostro, que podría pasar perfectamente inadvertido en la sala de juntas de un banco occidental, y que era el de un hombre consumido por el odio hacia todo y todos los que no comulgaban con su fe enfermiza, tenía mucho en común con el que habían recompuesto en el depósito de cadáveres.

Interrumpió a O'Dowd mientras estaba desayunando con su amigo estadounidense de la CIA de Peshawar. Ambos abandonaron de inmediato los huevos revueltos y se dirigieron a toda prisa a la central del CCX Observaron el rostro y lo compararon con la fotografía que habían tomado en el depósito. Si fuera verdad... Los dos tenían como prioridad comunicar el impresionante descubrimiento: el cadáver del depósito era el de Tawfik al-Qur, el mismísimo banquero de al-Qaida.

A media mañana, llegó un helicóptero de la armada paquistaní y se llevó a los prisioneros esposados y encapuchados, a los dos cadáveres y las cajas con las pruebas requisadas en el piso. Se deshicieron en agradecimientos, pero el centro de Peshawar es solo una delegación y el centro de gravedad se trasladaba muy deprisa. De hecho, ya había llegado hasta Maryland.

En el período que siguió al desastre ya conocido como 11-S, se descubrió algo que de momento nadie ha negado. La evidencia no solo de que algo estaba ocurriendo, sino de qué era lo que sucedía había estado siempre patente; sin embargo, como suele ocurrir con la mayor parte de los aspectos relacionados con el servicio de inteligencia, no venía preparada en un paquete con un precioso envoltorio, sino repartida por aquí y por allí. Las piezas del puzzle estaban en poder de siete u ocho de las diecinueve principales agencias estadounidenses encargadas de la recopilación de información y del cumplimiento de la ley; por desgracia, no se comunicaron unas con otras.

Desde el 11-S había tenido lugar una reorganización importante. Ahora está claro quiénes son los seis mandamases a los cuales debe comunicarse cualquier cosa desde el principio. Cuatro de ellos ocupan cargos políticos; se trata del presidente, el vicepresidente y los secretarios de Defensa y de Estado. Los dos técnicos son el presidente del Consejo de Seguridad Nacional, Steve Hadley, que supervisa el Departamento de Seguridad Nacional y las diecinueve agencias, y, el cabeza de la lista, el director nacional de Inteligencia, John Negroponte.

La CIA sigue siendo la fuente principal de recogida de información fuera de Estados Unidos, pero el director ya no es el llanero solitario que era. Todo el mundo da parte a su superior y el lema es: cotejar, cotejar y cotejar. Entre los colosos, la Agencia de Seguridad Nacional de Fort Meade es la mayor en presupuesto y en personal, y también la más secreta. No mantiene ningún vínculo público ni mediático. Trabaja en la sombra pero lo oye todo, lo descifra todo, lo traduce todo y lo analiza todo. Aunque el material a veces es tan críptico que tiene que valerse de comités externos de expertos. Uno de ellos es la Comisión del Corán.

En cuanto llegó el tesoro de Peshawar, tanto por medios electrónicos como físicamente, las otras agencias se pusieron manos a la obra. La identidad del muerto era una pieza clave y el FBI se encargó de descubrirla. La confirmó en veinticuatro horas: el hombre que se había precipitado por el balcón de Peshawar era el principal recaudador de al-Qaida y uno de los pocos hombres de confianza de Osama bin Laden. Se había puesto en contacto con él a través de Ayman al-Zawahiri, su compatriota egipcio. El había descubierto y fichado al banquero fanático.

El Departamento de Estado se llevó los pasaportes. Había nada más y nada menos que once. Dos estaban sin utilizar, pero tenían estampados sellos de entrada y salida de países de toda Europa y de Oriente Próximo. Lo que no sorprendió a nadie es que seis fueran belgas; todos ellos mostraban distintos nombres y eran verdaderos, salvo por los datos que incluían.

Para la comunidad global de la inteligencia, Bélgica ha sido durante mucho tiempo un coladero. Desde 1990, se ha denunciado el robo de unos diecinueve mil pasaportes nuevos, de acuerdo con datos del propio gobierno belga. En realidad habían sido vendidos por funcionarios que se habían dejado sobornar. Cuarenta y cuatro procedían del consulado belga de Estrasburgo, en Francia, y veinte de la embajada belga de La Haya, en Holanda. Los dos utilizados por los asesinos marroquíes del combatiente de la resistencia antitalibán Ahmad Shah Masud procedían de esta última fuente, al igual que uno de los seis usados por al-Qur. Se creía que los cinco restantes formaban parte de los dieciocho mil novecientos treinta y cinco que seguían desaparecidos.

La Administración Federal de Aviación se sirvió de sus contratos e influencias en todo el mundo para comprobar los billetes de avión y las listas de pasajeros. Era una ardua tarea, pero los sellos de entrada y salida dejaban claro qué vuelos debían controlarse.

Poco a poco, pero con certeza, todo empezó a encajar. En apariencia, Tawfik al-Qur había gastado grandes sumas de dinero imposibles de localizar en compras inexplicables. No había ninguna evidencia de que lo hubiera hecho en persona, así que lo único que podía deducirse era que se lo había encargado a otros. Las autoridades estadounidenses habrían dado cualquier cosa por haber sabido quiénes eran esos otros. Suponían que sus nombres hubieran puesto al descubierto a toda la red en Europa y Oriente Próximo. El único país importante que el egipcio no había visitado era Estados Unidos.

Al final, el gran descubrimiento tuvo lugar en Fort Meade. Se recuperaron setenta y tres documentos del Toshiba incautado en el piso de Peshawar. Algunos contenían horarios de vuelo y, para entonces, ya se sabía cuáles eran los que al-Qur había tomado. Otros eran informes financieros del dominio público que parecían haber interesado al egipcio y que este había recopilado para examinarlos con detenimiento. Pero al final no sirvieron de nada. La mayoría estaban en inglés, y algunos en francés y alemán. Se sabía que al-Qur hablaba los tres idiomas con fluidez, además de su lengua materna, el árabe. Los miembros de la escolta prisioneros en la base de Bagram revelaron su capacidad para defenderse en pastún y confesaron que había pasado un tiempo en Afganistán, aunque los occidentales no tenían ninguna pista sobre dónde y cuándo.

Fueron los textos en árabe los que causaron malestar. Al ser Fort Meade una base militar muy grande, depende del Departamento de Defensa. El jefe de la NSA siempre es un general de cuatro

El interés de la NSA por el árabe se había incrementado de manera regular durante los noventa ante el creciente terrorismo islámico y el constante interés por la situación en Israel y Palestina. Adquirió mayor importancia debido al atentado con camión bomba perpetrado por Ramsi Yousef en las Torres Gemelas en 1993. Sin embargo, tras el 11-S se convirtió en una necesidad crucial, pues era imprescindible analizar cada palabra pronunciada en aquel idioma, así que el departamento de árabe es ahora enorme y cuenta con miles de traductores; la mayoría es de origen y educación árabes; pero también hay unos cuantos expertos de otras procedencias.

El árabe no es un idioma más. Dejando a un lado la variante clásica del Corán y la académica, más de doscientos millones de personas lo hablan en una cincuentena de dialectos y acentos distintos. Si una conversación es rápida, y el hablante tiene el acento muy marcado, utiliza modismos y, encima, la calidad del sonido es mala, suele hacer falta un traductor de la misma zona para asegurar la comprensión de los matices.

Además, suele contener muchas florituras, imágenes, lisonjas, hipérboles, símiles y metáforas. Y si se tiene en cuenta que puede ser muy elíptico, de manera que el significado del discurso suele inferirse en lugar de expresarse claramente, resulta una lengua muy distinta de la inglesa, tan llana.

—Al final nos hemos quedado con dos documentos —dijo el jefe del departamento de traducción de árabe—. Proceden de distintas fuentes. Creemos que uno es del propio Ayman al-Zawahirin y el otro de al-Qur. El primero sigue las pautas tomadas de los discursos y vídeos previos de Zawahiri; si tuviéramos la posibilidad de reproducir el sonido, podríamos asegurarlo.

—La respuesta parece de al-Qur, pero no tenemos ningún texto suyo en árabe para cotejarlo. Al ser banquero, se comunicaba en inglés.

—Lo que está claro es que ambos documentos hacen referencia repetidamente al Corán y a sus pasajes. Invocan la bendición de Alá. Ahora cuento con muchos expertos en árabe, pero los matices del Corán tienen un significado particular. Fue escrito hace mil trescientos años. Deberíamos pedir a la Comisión del Corán que les eche un vistazo.

El general asintió.

—Muy bien, profesor, lo haremos. —Dicho esto, se dirigió a su ayuda de campo—. Habla con los expertos en el Corán, Harry. Mételes prisa. No hay demoras ni excusas que valgan.

2
La Comisión del Corán estaba compuesta por cuatro hombres, tres estadounidenses y un académico británico. Todos eran profesores y ninguno de ellos era árabe, pero habían consagrado su vida al estudio del Corán y a los miles de investigaciones de sus alumnos.
Uno era residente en la Columbia University de Nueva York; obedeciendo una orden procedente de Fort Meade, se había fletado un helicóptero militar para llevarlo a la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad. Los otros dos pertenecían a la Rand Corporation y al Brookings Institute de Washington, respectivamente. Dos coches oficiales del ejército acudían a recogerlos.

El cuarto y más joven era el doctor Terry Martin, destinado de forma temporal a la Georgetown University de Washington procedente de la School of Oriental and African Studies (SOAS) de Londres. Integrada en la London University, la SO AS disfruta de elevada reputación en todo el mundo por su erudición en cultura árabe.

Los ingleses habían sido pioneros en el estudio de la cultura árabe. Él había nacido y crecido en Irak; era hijo de un contable que trabajaba en una gran compañía petrolera con importantes negocios en la zona. Su padre había decidido no llevarlo a la escuela angloamericana, sino a una academia privada que instruía a los hijos de la élite de la sociedad iraquí. Cumplidos los diez años ya podía, al menos en el aspecto lingüístico, pasar por un muchacho árabe. Solo su tez rosada y su recio cabello pelirrojo evidenciaban que jamás podría pasar completamente por árabe.

Nacido en 1965, contaba once años cuando el señor Martin padre decidió abandonar Irak y volver a la seguridad del Reino Unido. El partido Baaz había retomado el poder, pero lo cierto era que tal poder no lo ejercía el presidente Bakr, sino su vicepresidente, quien estaba llevando a cabo un despiadado pogromo con sus adversarios políticos, reales e imaginarios.

Los Martin habían vivido ya los días convulsos que habían sucedido a la pacífica década de 1950, cuando el rey niño Feisal ocupaba el trono. Fueron testigos del asesinato del joven rey y de su primer ministro Nuri Said, el igualmente sanguinario gobernante, en el estudio de televisión de su sucesor, el general Kassem, y la primera llegada al poder del igualmente brutal partido Baaz. Este, a su vez, había sido derrocado poco después, para volver a tomar las riendas del gobierno en 1968. Durante siete años, Martin padre vio cómo el poder del psicótico vicepresidente Sadam Husein crecía sin cesar, y en 1975 decidió que había llegado el momento de marcharse.

Su hijo mayor, Mike, tenía ya trece años y estaba preparado para ingresar en un internado británico. Martin había conseguido una buena plaza en la Burmah Oil de Londres gracias a la amabilidad de un tal Denis Thatcher, cuya esposa, Margaret, acababa de acceder al liderazgo del Partido Conservador. Los cuatro, el padre, la señora Martin, Mike y Terry, estaban de vuelta en el Reino Unido para Navidad.

Terry ya había dado muestras de su brillante intelecto. Superó los exámenes de primaria con casi tres años de adelanto, con la misma facilidad con la que un cuchillo corta la mantequilla. Se presumía, y se confirmó casi con exactitud, que una serie de becas y ayudas escolares lo catapultarían a la escuela secundaria y de ahí a Oxford o Cambridge. Pero él quería proseguir con los estudios árabes y solicitó una plaza en la SO AS en la primavera de 1983, e ingresó en ella como universitario ese mismo otoño para estudiar Historia de Oriente Próximo.

Se graduó con matrícula de honor en tres años y después dedicó dos más al doctorado; se especializó en el Corán y en los primeros cuatro califatos. Se tomó un año sabático para ampliar sus estudios coránicos en la célebre Universidad de al-Azhar de El Cairo y, a su regreso, a la edad de veintisiete años, le ofrecieron un puesto como profesor universitario, un insigne honor teniendo en cuenta que la SOAS árabe es una de las escuelas más exigentes del mundo. Fue ascendido a profesor adjunto a los treinta y cuatro años de edad, y propuesto para una cátedra a los cuarenta. Tenía cuarenta y uno la tarde en que la NSA solicitó su asesoramiento; pasó un año como profesor invitado en Georgetown porque esa misma primavera de 2006 su vida se había resquebrajado.

El emisario de Fort Meade lo encontró en una sala de actos concluyendo una charla sobre la relevancia de las doctrinas coránicas en la actualidad.

Desde los bastidores, resultaba evidente que gustaba a sus alumnos. La sala estaba llena a rebosar. Tenía la virtud de hacer que sus clases se percibieran como una larga y civilizada conversación entre iguales; apenas hacía referencia a las notas, impartía las clases en mangas de camisa, y deambulaba de un lado para el otro; su cuerpo bajo y rechoncho irradiaba entusiasmo para transmitir y compartir, para atraer toda la atención hacia un punto cogido al vuelo; jamás menospreciaba a un alumno por carecer de conocimientos, hablaba con un lenguaje llano y abreviaba en lo posible el grueso de la materia para destinar el resto del tiempo a las preguntas de los estudiantes. Había alcanzado ya ese punto cuando el agente de Fort Meade apareció entre bastidores.

Una sencilla camisa roja alzó una mano en la quinta fila.

—Usted ha dicho que discrepaba del uso del término «fundamentalista» para hacer referencia a la filosofía de los terroristas. i Por qué?

Dada la ventisca propagandística relacionada con cuestiones árabes, islámicas y coránicas que había barrido Estados Unidos desde el 11 -S, todos los turnos de preguntas viraban rápidamente e la erudición teórica a la campaña contra Occidente que había Dpado gran parte de los diez años previos.

—Porque es inexacto —contestó el profesor—. La palabra en sí implica un «regreso a lo esencial», pero quienes colocan bombas en trenes, centros comerciales y autobuses no están regresando a la esencia del islam. Están escribiendo un nuevo guión propio y después lo argumentan de forma retroactiva, tratando de encontrar en el Corán pasajes que justifiquen su guerra.

»Hay fundamentalistas en todas las religiones. Los monjes cristianos de las órdenes de clausura, consagrados con votos a la pobreza, la abnegación, la castidad, la obediencia... son fundamentalistas. Los ascetas existen también en todas las religiones, pero no abogan por el asesinato en masa de hombres, mujeres y niños. Esa es la clave. Si juzgamos a todas las religiones y a todas las sectas que estas abrigan a partir de esa frase, veremos que el deseo de regresar a las doctrinas esenciales no equivale a terrorismo, pues en ninguna religión, incluido el islam, las doctrinas esenciales abogan por el asesinato en masa.

El enviado de Fort Meade intentaba llamar la atención del doctor Martin desde los bastidores. El profesor miró de soslayo y percibió la presencia de aquel joven con impecable corte de pelo, camisa elegante y traje oscuro. Llevaba la etiqueta «gobierno» impresa en la frente. Repiqueteaba con un

dedo en su reloj de muñeca. Martin asintió.

—Entonces, ¿cómo denominaría a los terroristas actuales?

¿«Yihadíes»?

La pregunta la había formulado una inquieta joven sentada algo más al fondo. A partir de sus rasgos, el doctor Martin dedujo que sus padres debían de proceder de Oriente Medio: India, Pakistán... quizá Irán. Pero no llevaba la cabeza cubierta con el biyab, detalle que le hubiera ayudado a determinar si se trataba de una musulmana estricta.

—Incluso yihad es un término erróneo. Obviamente, el yihad existe, pero está sujeto a ciertas normas. Puede tratarse tanto de una lucha interna personal para llegar a ser mejor musulmán, caso en el que está totalmente exento de violencia, o bien de una verdadera guerra santa, una lucha

»Por una parte, el auténtico yihad solo puede declararlo una autoridad coránica legítima, de probada y aceptada reputación. Bin Laclen y sus acólitos son bien conocidos por su falta de erudición. Incluso si fuera verdad que Occidente hubiera atacado, herido, perjudicado, humillado y degradado al islam y, por consiguiente, a todos los musulmanes, sigue habiendo unas normas y el Corán es absolutamente explícito en este sentido.

»Está prohibido atacar y matar a quienes no nos han ofendido ni hecho nada para lastimarnos. Está prohibido asesinar a mujeres y niños. Está prohibido retener a alguien como rehén y está prohibido maltratar, torturar o matar a prisioneros. Los terroristas de al-Qaida y sus seguidores llevan a cabo estas cuatro prácticas a diario. Y no olvidemos que han matado a muchos más hermanos musulmanes que a cristianos o judíos.

—Entonces, ¿cómo denomina usted a su campaña?

El agente del gobierno empezaba a inquietarse. Todo un general le había dado una orden. No quería ser el último en regresar a la base.

—Los denominaría nuevos yihadíes, porque han inventado una guerra no santa al margen de las leyes del Sagrado Corán y, por tanto, del verdadero islam. El auténtico yihad no es salvaje, pero lo que ellos están haciendo sí lo es. Ultima pregunta, me temo.

Se oyó el rumor de los libros y los apuntes que los alumnos empezaban a recoger. Una mano se alzó bruscamente entre las primeras filas. Pecas, camiseta blanca que promocionaba a un grupo de

rock estudiantil...
—Todos los terroristas se consideran mártires. ¿Cómo lo justifican?

—Mal —respondió el doctor Martin—, porque han sido embaucados, pese a la buena educación que han recibido algunos de ellos. Es perfectamente factible morir como un shahid, o mártir, luchando por el islam en un yihad realmente declarado. Pero, una vez más, no podemos olvidar que existen ciertas normas y estas son muy estrictas en el Corán. El guerrero no debe quitarse la vida aunque se haya prestado de forma voluntaria a participar en una misión sin retorno. No debe conocer el momento y el lugar de su propia muerte.

»Eso es exactamente lo que hacen los suicidas, aunque el suicidio esté expresamente prohibido. A lo largo de toda su vida, Mahoma se negó a bendecir la sangre de un suicida incluso cuando el hombre se hubiera quitado la vida para ahorrarse la atroz agonía de su enfermedad. Quienes asesinaban en masa a inocentes y quienes se suicidaban estaban destinados a ir al infierno, no al Paraíso. Los falsos predicadores e imames que los engatusan hacia ese camino se reunirán allí con ellos. Y ahora, lamento informarles que debemos regresar ya al mundo de Georgetown y las hamburguesas. Gracias por su atención.

Los alumnos se pusieron en pie y le aplaudieron; ruborizado, él cogió su chaqueta y se encaminó hacia los bastidores.

—Siento interrumpirlo, profesor —dijo el enviado de Fort Meade—, pero el jefe quiere que la Comisión del Corán se reúna en Fort Meade. El coche espera fuera.

—¿Con carácter de urgencia?

—Ayer, señor. Ha habido un gran revuelo.

—¿Tiene idea de qué ocurre?

—No, señor.

Por supuesto. Necesidad de saber. La norma inquebrantable. Si uno no necesita saber para llevar a cabo su trabajo, no le darán detalles. La curiosidad de Martin tendría que esperar. El coche era el habitual sedán oscuro con ventanilla en el techo. Estaba en contacto con la base en todo momento. El conductor tenía rango de cabo, pero aunque Fort Meade era una base militar, el hombre vestía de paisano, sin uniforme. No había «necesidad de exhibir».

Lejos de allí, hacia el este, el hombre que transformaba su granero en una casa de retiro se desperezaba junto a la fogata del huerto. Se sentía absolutamente feliz de aquel modo. Si había sido capaz de dormir sobre piedras y montones de nieve, sin duda podía hacerlo en el tierno césped que crecía bajo los manzanos.

El combustible para la fogata tampoco supondría problema alguno. Disponía de suficientes tablones podridos para alimentarla durante toda una vida. La cacerola crepitó sobre las brasas incandescentes; el hombre preparó con deleite una taza de té hirviendo. Las bebidas sofisticadas estaban bien, pero tras una jornada de arduo trabajo la mejor recompensa para el soldado era una taza de té bien caliente.

De hecho, había decidido tomarse la tarde libre y olvidar por unas horas el noble trabajo en el tejado, así que se encaminó hacia Meonstoke para visitar la abacería general y comprar provisiones para el fin de semana.

Era evidente que todos sabían que había comprado el granero y que intentaba restaurarlo por sí mismo. Eso cayó bien. A los londinenses adinerados, con un talonario del que hacer ostentación y cierta ansia por jugar a ser el amo y señor del lugar, se los recibía con cortesía, pero también se les dejaba ver los gestos desdeñosos que se hacían a sus espaldas. Sin embargo, el hombre moreno y soltero que vivía en una tienda de campaña plantada en el huerto y que realizaba solo todo el trabajo manual era, según la creencia que se expandía por el pueblo, una buena persona.

A decir del cartero, parecía recibir poco correo, a excepción de unos pocos sobres acolchados de aspecto oficial, pero había pedido que incluso estos fueran entregados en el bar Buck's Head para ahorrarle al cartero la penosa, larga y embarrada pista, un detalle que el funcionario de correos agradeció. Las cartas iban destinadas al «coronel», pero él nunca había mencionado nada parecido al pedir una copa en el bar o comprar el periódico o comida en la abacería. Se limitaba a sonreír y ser cortés. El creciente aprecio de los lugareños hacia el hombre no estaba exento de cierta curiosidad. Eran muchos los «forasteros» que llegaban con actitud impetuosa. ¿Quién era? ¿De dónde procedía? ¿Por qué había elegido Meonstoke para establecerse?

Aquella tarde, en su paseo por el pueblo, visitó la antigua iglesia de Saint Andrew y allí encontró al párroco, el reverendo Jim Foley, con quien entabló conversación.

El ex soldado empezaba a creer que disfrutaría de la vida donde había decidido instalarse. Podía acercarse con su recia bicicleta de montaña hasta Droxford por la carretera de Southampton, para comprar en el mercado alimentos recién recolectados del huerto. Podía explorar la miríada de senderos que veía desde su tejado y degustar cerveza artesanal en los pubs iluminados que encontrara a su paso.

No obstante, en dos días debería asistir a la misa de la mañana del domingo en Saint Andrew, en la penumbra silenciosa de la vieja piedra, y rezaría, como hacía con frecuencia.

Pediría el perdón de Dios, en quien creía con devoción, por todos los hombres que había matado y por el descanso de sus almas inmortales. Pediría el descanso eterno de todos los camaradas a quienes había visto morir a su lado; daría gracias por no haber matado nunca a mujeres ni niños, ni a nadie que llegara con actitud pacífica, y rezaría por que algún día él también pudiera expiar sus pecados y acceder al Reino.

Después regresaría a la ladera de la colma y reanudaría sus labores. Solo quedaban otras mil tejas por colocar.

Pese a la vastedad del complejo de edificios de la Agencia de Seguridad Nacional, Fort Mcade ocupaba solo una diminuta parte, aun siendo una de las mayores bases militares de Estados Unidos.

Situada a poco más de seis kilómetros al este de la Interestatal 95 y a medio camino entre "Washington y Baltimore, la base alberga a unos diez mil miembros del personal militar y a 25.000 empleados civiles. Es en sí misma una ciudad, y dispone de todos los servicios propios de una pequeña urbe. La parte «secreta» está enclavada en un rincón, dentro de una zona de seguridad sometida a férrea vigilancia, que el doctor Martin nunca antes había visitado.

El sedán que lo transportaba avanzó por la base sin impedimentos ni obstáculos hasta que llegó a la zona en cuestión. En la entrada principal, sus pases fueron examinados y varios rostros escrutaron a través de las ventanillas al académico británico y al guía que iba sentado al frente y que respondía de él. Había un mostrador custodiado por personal del ejército. Más inspecciones, unas cuantas llamadas telefónicas, pulgares posados en teclados, reconocimiento de iris, admisión final.

Tras otro aparente maratón de pasillos, llegaron a una puerta anónima. El escolta llamó con los nudillos y entró. Al fin se encontró entre rostros familiares y entre amigos, colegas y miembros de la Comisión del Corán.

Al igual que muchas otras salas de reuniones del servicio, aquella era anónima y funcional. Carecía de ventanas, pero el aire acondicionado renovaba la atmósfera. Una mesa circular y sillas acolchadas de respaldo %recto. En una pared, una pantalla, probablemente para proyecciones y gráficos en caso de ser necesarios. A un lado, mesas auxiliares con termos de café y bandejas con comida para el insaciable estómago estadounidense.

Los anfitriones eran sin duda dos agentes secretos del servicio de inteligencia ajenos al mundo académico; ambos se presentaron con neutra cortesía. Uno era el subdirector de la NSA, enviado por el general en persona. El otro era un suboficial del Departamento de Seguridad Nacional de Washington.

Y había cuatro académicos, entre ellos el doctor Martin. Todos se conocían. Antes de acceder a formar parte de la comisión, sin nombre y sin publicidad, de expertos en un libro y una religión, cada uno de ellos conocía al otro por sus obras publicadas y también en persona por seminarios, clases y conferencias. El mundo del intenso estudio coránico no era tan amplio.

Terry Martin fue recibido por los doctores Ludwig Schramme, de Columbia (Nueva York); Ben Jolley, de Rand, y «Harry» Harrison, de Brookings, quien sin duda tenía otro nombre de pila pero al que siempre se había conocido como Harry. El de mayor edad y, por tanto, supuesto veterano, era Ben Jolley, un hombre inmenso, barbado y de aspecto osuno, que inmediatamente, y pese a los labios fruncidos del subdirector, encendió una aterradora pipa de madera de brezo que aspiró con satisfacción en cuanto empezó a humear como una hoguera otoñal. La tecnología extractora Westinehouse instalada sobre sus cabezas hizo cuanto pudo y casi lo consiguió, pero era evidente que iba a necesitar una revisión completa.

El subdirector arrancó sin rodeos con el motivo de la convocatoria de los eruditos. Distribuyó copias de dos documentos en sendas carpetas para cada uno. Eran los originales árabes que se habían encontrado en el portátil del financiero de al-Qaida y las respectivas traducciones, efectuadas por la división árabe. Los cuatro hombres abrieron directamente la versión árabe y leyeron en silencio. El doctor Jolley resopló; el delegado del Departamento de Seguridad Nacional hizo una mueca. Los cuatro acabaron más o menos al mismo tiempo.

Después leyeron las traducciones al inglés para comprobar qué se había eludido y por qué. Jolley alzó la mirada hacia los dos agentes del servicio de inteligencia.

—¿Y bien?

—Bien... ¿qué, profesor?
—¿Cuál ha sido el problema que nos ha traído a todos aquí? —preguntó el arabista.

El subdirector se inclinó hacia delante y repiqueteó con un dedo sobre un párrafo de la traducción inglesa.

—El problema está aquí. ¿Qué significa? ¿De qué hablan?

Los cuatro habían reparado en la referencia coránica que contenía el texto árabe. No necesitaban traducción. Todos habían visto aquella frase en numerosas ocasiones y habían estudiado sus diversos significados posibles, pero siempre en textos eruditos. Pero aquello eran cartas modernas. Tres referencias en una de las cartas; una única referencia en la otra.

—¿Al-Isra? Debe de tratarse de alguna clase de código. Se refiere a un episodio de la vida del profeta Mahoma.

—En tal caso, disculpe nuestra ignorancia —dijo el hombre del Departamento de Seguridad Nacional—. ¿Qué es al-Isra?

—Explíquelo usted, Terry —propuso el doctor Jolley.

—Verán, caballeros —comenzó Terry Martin—, al-Isra hace referencia a una revelación en la vida del Profeta. Los académicos expertos en el tema siguen discutiendo hoy si experimentó un verdadero milagro divino o si se trató solo de una experiencia extracorpórea.

»En resumen, una noche, un año antes de que emigrara de La Meca, su lugar de nacimiento, a Medina, tuvo un sueño. O una alucinación. O un milagro divino. Para no extenderme, permítanme llamarlo "sueño" en adelante.

»En el sueño se veía transportado por desiertos y montañas desde lo más profundo de la actual Arabia Saudí hasta Jerusalén, en aquel entonces una ciudad santa solo para los cristianos y los judíos.

—¿Fecha? Según nuestro calendario, por favor.

—Hacia el año 622 de nuestra era.
—¿Qué ocurrió después?

—Encontró un caballo amarrado, un caballo con alas. Le invitaron a montarlo. El caballo alzó el vuelo y en el cielo encontró al mismísimo Dios Todopoderoso, quien le enseñó los principios de la nueva fe que debe conocer todo creyente. El Profeta los dictó a un escriba y, posteriormente recopilados en el Libro por excelencia, se convirtieron en las 6.666 aleyas que constituyen la esencia del islam.

Los otros tres profesores asintieron para mostrar su acuerdo.

—¿Y ellos lo creen? —preguntó el subdirector.

—Tratemos de no ser demasiado condescendientes —lo atajó abruptamente Harry Harrison—. En el Nuevo Testamento se nos dice que Jesucristo ayunó a la intemperie durante cuarenta días y cuarenta noches, y que después se enfrentó al mismísimo demonio y lo rechazó. Tras un período semejante en soledad y sin alimento, cualquier persona sin duda sufriría alucinaciones, pero para los verdaderos creyentes cristianos se trata de las Sagradas Escrituras y estas son incuestionables.

—Muy bien, le pido disculpas. De modo que al-Isra es el encuentro con el arcángel...

—En absoluto —respondió Jolley—. Al-Isra es el viaje en sí.
Un viaje mágico. Un viaje divino emprendido con los auspicios del propio Alá.

—Se ha descrito —intervino el doctor Schramme— como un viaje a través de la penumbra y hacia una iluminación mayor...

Citaba literalmente un comentario ancestral. Los otros tres lo conocían bien y asintieron.

—En tal caso, ¿a qué se referiría un musulmán moderno y un agente de alto rango de al-Qaida al emplearla?

Era la primera insinuación que recibían los académicos acerca del origen de los documentos. No había sido una interceptación, sino una captura.

—¿Estaba fuertemente vigilado? —preguntó Harrison.

—Dos hombres murieron al intentar impedir que cayera en nuestro poder.
—¿Algo grande? —preguntó el hombre del Departamento de Seguridad Nacional.

—Caballeros, los musulmanes fervientes, por no hablar de los fanáticos, no conciben ni hablan de al-Isra de forma banal. Para ellos al-Isra cambió el mundo. Si han optado por el nombre de al-Isra para designar algo a modo de código, sin duda pretenden que las dimensiones de ese algo sean

tremendas.
—¿Y el texto no contiene algún indicio de lo que puede ser ese «algo»?

El doctor Jolley pascó la mirada alrededor de la mesa. Sus tres colegas se encogieron de hombros.

—Ni la menor pista. Los dos autores invocan bendiciones divinas para su proyecto, nada más. Dicho esto, creo que puedo hablar por boca de todos nosotros al recomendarle que investigue a qué hace referencia la mención a al-Isra. Jamás asignarían su nombre a una bomba de cartera, un club nocturno asolado o un autobús de los bajos fondos destrozado.

Nadie había tomado notas. No era necesario. Se había grabado hasta la última palabra. No en vano, aquel era el edificio conocido en el gremio como el Palacio Puzzle.

Los dos agentes profesionales del servicio de inteligencia tendrían en sus manos la transcripción de aquella conversación al cabo de una hora, y pasarían la noche preparando el informe conjunto. Ese informe saldría del edificio antes del alba, sellado y custodiado por guardia armada, y llegaría arriba. Muy arriba. A la máxima cota en Estados Unidos: la Casa Blanca.

Terry Martin compartió la limusina con Ben Jolley en el trayecto de regreso a Washington. El vehículo era más grande que el sedán en el que había acudido a Fort Meade, con una división entre los compartimientos anterior y posterior. A través del cristal, veía las nucas de dos cabezas: la del conductor y la de su joven oficial escolta.
El tosco y viejo estadounidense se guardó con aire reflexivo la pipa en un bolsillo y contempló por la ventanilla el paisaje, un mar de hojas otoñales de tonos rojizos y dorados. El británico, más joven, miraba en dirección contraria y también parecía absorto.

En toda su vida solo había querido de verdad a cuatro personas, y había perdido a tres de ellas en los diez meses anteriores. A comienzos del año sus padres, quienes habían tenido a sus dos hijos cumplida la treintena y superaban ya los setenta años de edad, habían muerto casi al mismo tiempo. Un cáncer de próstata se había llevado a su padre, y su madre sencillamente quedó demasiado afectada para querer seguir adelante. Escribió una carta conmovedora a cada uno de sus hijos, ingirió un frasco de somníferos mientras tomaba un baño caliente, se quedó dormida y, según sus propias palabras, fue «a reunirse con papá».

Terry Martin se quedó desolado, pero sobrevivió con el respaldo de la fuerza de dos hombres, las otras dos personas a quienes quería más que a sí mismo. Uno era quien llevaba catorce años siendo su compañero, el espigado y apuesto bróker con quien compartía su vida. Y entonces, una desenfrenada noche de marzo, había aparecido un borracho que conducía a una velocidad infernal, y el crujido del metal al colisionar contra un cuerpo humano, y el cuerpo en la mesa de autopsias, y el terrible funeral con los padres de Gordon y su rígida desaprobación frente a sus irreprimibles lágrimas.

Había considerado seriamente poner fin a su ya entonces desgraciada existencia, pero su hermano mayor, Mike, pareció intuir su desesperación, se instaló con él una semana y lo acompañó en la crisis.

Mike había sido siempre lo que él no era. Moreno frente a su palidez, delgado frente a su rechonchez, duro frente su debilidad, valiente frente a sus miedos. Sentado en la limusina, mientras transitaban por las calles de Maryland, dejó que sus pensamientos retrocedieran hasta aquella final de rugby contra Tonbridge, con la que Mike había concluido sus cinco años en Haileybury.

Cuando los dos equipos abandonaron el terreno de juego, Terry aguardaba en el pasillo acordonado con una amplia sonrisa en los labios. Mike se acercó a él y le alborotó el pelo.

—Bien —dijo—, lo conseguimos, hermanito.

Terry había sentido un pánico atenazador cuando llegó el momento de comunicarle a su hermano que ya estaba seguro de que era homosexual. El mayor, para entonces oficial del cuerpo de paracaidistas y recién llegado del frente de combate en las Malvinas, meditó la noticia brevemente, exhibió su sonrisa más socarrona y le brindó las últimas palabras de Joe E. Brown en Con faldas y a lo loco:

—Bien, nadie es perfecto.

Desde ese instante, la idolatría de Terry hacia su hermano mayor no conoció límites.

El sol empezaba a ponerse en Maryland. En la misma franja horaria, atardecía también en Cuba, y en la península sudoccidental conocida como Guantánamo un hombre extendió la estera que empleaba en sus oraciones, se volvió hacia el este, se arrodilló y empezó a rezar. Fuera de la celda, un soldado estadounidense lo miraba impasible. Había presenciado aquella escena en infinidad de ocasiones, pero sus instrucciones eran claras: jamás, en ningún caso, bajar la guardia.
El hombre que oraba había pasado encarcelado en la antigua X-Ray, denominada después Camp Delta y habitualmente conocida en los medios de comunicación como Gitmo, abreviatura de Guantánamo Bay, cerca de cinco años. Hasta entonces había soportado las brutalidades y privaciones sin una lágrima ni un grito. Había tolerado las indecibles humillaciones que habían infligido a su cuerpo y a su fe sin emitir el menor sonido, pero cuando miraba directamente a sus torturadores, incluso ellos percibían el odio implacable en aquellos ojos negros que resaltaban sobre la barba negra, y entonces se sentía realmente derrotado. Aun así, nunca desfalleció.

En los tiempos de «amenazas e incentivos», cuando a los presos se los incitaba a denunciar a sus correligionarios a cambio de favores, guardaba silencio: rechazaba de este modo recibir un trato mejor. Ante la misma situación, otros lo habían denunciado a cambio de ciertas concesiones, pero puesto que las denuncias eran totalmente inventadas, él jamás las había negado ni confirmado.

En la sala repleta de archivos que el interrogador conservaba como prueba de su pericia, había mucha información sobre el hombre que oraba aquella noche, pero prácticamente nada proporcionado por él mismo. Había respondido cortésmente a las preguntas que le había formulado años atrás uno de los interrogadores que había optado por una aproximación respetuosa. Así era como un registro aceptable de su vida había llegado a existir.

Pero el problema seguía siendo el mismo. Ninguno de los interrogadores había entendido una palabra de su lengua materna, y confiaban sin excepción en los intérpretes, los terps, que los acompañaban a todas partes. Pero los terps también tenían prioridades, también recibían favores a cambio de revelaciones interesantes, por lo que no les faltaban motivos para maquillar cualquier declaración.

Después de cuatro años, al hombre que rezaba se lo tildó de «no cooperador», lo cual significaba, llanamente, inquebrantable. En 2004 había sido transferido a través del Golfo al nuevo Camp Echo, una unidad blindada de aislamiento permanente. Allí las celdas eran más pequeñas, de paredes blancas, y solo se practicaba ejercicio por la noche. El hombre no había visto el sol en todo un año.

Ningún familiar lo reclamaba; ningún gobierno buscaba noticias relacionadas con él; ningún abogado pleiteaba en su nombre. Los detenidos que eran instalados en las celdas contiguas acababan trastornados, y era preciso trasladarlos para someterlos a terapia. El seguía guardando silencio y leyendo el Corán. Fuera de la celda, mientras él oraba, se produjo el cambio de guardia.

—Maldito árabe —dijo el hombre que acababa su jornada. Su sustituto sacudió la cabeza.

—No es árabe —repuso—. Es afgano.
—Y bien. ¿Qué opinas de nuestro problema, Terry?

Quien preguntaba era Ben Jolley, y lo hacía desde su aparente ensoñación, apoltronado en el compartimiento posterior de la limusina y mirando fijamente a Martin.

—No suena nada bien, ¿eh? —respondió Terry—. ¿Te fijaste en las caras de nuestros dos amigos agentes? Sabían que solo estábamos confirmando lo que ellos ya habían sospechado, pero sin duda no estaban precisamente contentos cuando nos marchamos.

—Y, pese a ello, ningún otro veredicto. Tienen que averiguar en qué consiste esa operación al-

Isra.
—Pero ¿cómo?

—Bueno, yo me he codeado con agentes secretos durante mucho tiempo. Los he asesorado lo mejor que he podido sobre cuestiones relacionadas con Oriente Medio desde la guerra de los Seis Días. Disponen de infinidad de métodos: fuentes internas, agentes conversos, escuchas, robo de archivos, vuelos espía; los ordenadores ayudan mucho: consiguen datos de referencias cruzadas en cuestión de minutos, algo que antes hubieran tardado semanas en conseguir. Supongo que lo descubrirán y lo detendrán de alguna manera. No olvides el tremendo trecho que hemos recorrido nosotros desde que Gary Powers fue derribado cerca de Sverdlovsk en 1960, o desde que el U2 hizo aquellas fotografías de los misiles en Cuba en 1962. Calculo que antes de que tú nacieras, ¿me equivoco?

Se rió hasta perder el resuello de su propia «antigüedad» cuando Terry Martin asintió.

—Tal vez ya tengan a alguien dentro de al-Qaida —aventuró.

—Lo dudo —intervino el mayor—. Alguien con un cargo de tanta responsabilidad nos habría proporcionado ya dónde estaba la dirección y la habrían arrasado con bombas inteligentes.

—Tal vez consigan infiltrar a alguien en al-Qaida para que investigue y les informe.

El veterano volvió a sacudir la cabeza, esta vez con total convicción.

—Vamos, Terry. Los dos sabemos que eso es imposible. Un árabe de nacimiento podría perfectamente cambiar de bando y trabajar contra nosotros. Y ni hablar de alguien que no sea árabe. Los dos sabemos que todos los árabes proceden de familias numerosas, clanes o tribus. Una pregunta desafortunada por parte de la familia o del clan y el impostor quedaría expuesto.

»De modo que el supuesto infiltrado debería tener un currículum perfecto. A lo cual hay que sumar que tendría que parecer árabe, hablar árabe y, lo más importante, comportarse como un árabe. Una sílaba mal pronunciada en todas esas plegarias y los fanáticos lo descubrirían. Recitan cinco veces al día y jamás omiten una letra.

—Cierto —convino Martin, sabedor de que el suyo era un caso perdido, aunque continuó disfrutando de la fantasía—, pero alguien podría memorizar los pasajes del Corán e inventar una familia imposible de localizar.

—Olvídalo, Terry. Ningún occidental puede pasar por árabe entre árabes.

—Mi hermano sí —intervino el doctor Martin. En ese mismo instante se habría mordido la lengua de haber podido hacerlo. Pero ya era demasiado tarde. El doctor Jolley resopló, abandonó la conversación y se dedicó a contemplar el extrarradio de Washington. Ninguna de las cabezas de la parte delantera de la limusina se movió un ápice. Dejó escapar un suspiro de alivio. Los micros del coche debían de estar desconectados.

Se equivocaba.
3
El informe de Fort Meade sobre las deliberaciones de la Comisión del Corán estuvo listo la madrugada del sábado y desbarató varios fines de semana planificados de antemano. Uno de los obligados a abandonar la cama la noche del sábado en Old Alexandria fue Marek Gumienny, subdirector de operaciones de la CÍA. Le pidieron que se presentara de inmediato en el despacho sin explicarle por qué.
El porqué lo esperaba encima de la mesa. Ni siquiera había amanecido en Washington, pero los primeros albores teñían de rosa las distantes colinas del condado de Prince George por las que discurre el Patuxent hasta desembocar en la bahía de Chesapeake.

El despacho de Marek Gumienny era uno de los pocos que se encontraban en la sexta y última planta del enorme edificio oblongo situado en medio del conjunto que constituye el cuartel general de la CIA, y que se conoce sencillamente como Langley. Hacía poco que lo habían rebautizado con el nombre de Edificio Antiguo para diferenciarlo del idéntico Edificio Nuevo, que albergaba la agencia en expansión desde el 11-S.

En la jerarquía de la CIA, el cargo de director de la Agencia ha sido tradicionalmente un nombramiento político, aunque la verdadera fuerza la ejercen los dos subdirectores. El de Operaciones se encarga de la verdadera recopilación de información, mientras que el subdirector de Inteligencia gestiona la recopilación y el análisis de lo recogido para convertir la información en bruto en algo con sentido.

En la escala jerárquica, le sigue el departamento de Contrainteligencia (para evitar las infiltraciones y los traidores internos) y el de Contraterrorismo (que poco a poco se está convirtiendo en la sala de calderas desde que la guerra de la Agencia viró bruscamente para alejarse de la vieja Unión Soviética y volcarse sobre las nuevas amenazas surgidas de Oriente Medio).

Desde los inicios de la guerra fría, allá por 1945, los subdirectores de Operaciones con mayores posibilidades de hacerse con una provechosa carrera siempre habían sido los expertos en la Unión Soviética pertenecientes a la División soviética y de Europa del Este. Marek Gumienny fue el primer arabista propuesto como subdirector de Operaciones. En su juventud, cuando ya trabajaba para la Agencia, había vivido en Oriente Próximo, llegó a dominar dos de sus lenguas (el árabe y el farsi, la lengua de Irán) y se familiarizó con su cultura.

Hasta en un edificio en funcionamiento las veinticuatro horas, la madrugada de un sábado no es el momento más propicio para pedir un café solo bien caliente y aromático, como a él le gustaba, así que se lo preparó él mismo. Mientras lo hacía, Gumienny abrió el paquete que había encima de la mesa y que contenía el delgado expediente lacrado.

Sabía lo que contenía. Puede que Fort Meadc se hubiera encargado de la recuperación, la traducción y el análisis del expediente, pero era la CIA, en colaboración con el CCT británico y paquistaní en Peshawar, quien se había encargado del primer informe de interceptación. Las delegaciones de la CIA en Peshawar e Islamabad habían reunido copiosos informes para mantener a sus jefes al tanto de la situación.

El expediente contenía todos los documentos extraídos del ordenador del contable de al-Qaida, pero las dos cartas, que sumaban tres folios en total, no tenían desperdicio. El subdirector de Operaciones hablaba el árabe de la calle con fluidez y desenvoltura, pero leer algo manuscrito ya no le resultaba tan fácil, así que consultó las traducciones en varias ocasiones.

Leyó el informe de la Comisión del Corán, preparado conjuntamente por los dos agentes secretos en la reunión, pero no le deparó ninguna sorpresa. A su entender, estaba claro que las referencias a al-Isra, el viaje mágico del Profeta a través de la noche, solo podían responder al código de algún proyecto de importancia.

Dicho proyecto debía de tener a su vez un nombre interno para la comunidad de inteligencia estadounidense. No podía ser al-Isra, eso solo ya sería suficiente para revelar a los demás lo que habían descubierto. Se ayudó de un archivo criptográfico para buscar un nombre que designara en el futuro la forma en que él y todos sus colaboradores se referirían al proyecto de al-Qaida, fuera el que fuese.

Los nombres codificados procedían de un ordenador que utilizaba un proceso conocido como selección al azar, el cual tenía el principal objetivo de no desvelar nada. El proceso de denominación de la CIA ese mes se ayudaba de nombres de peces. El ordenador escogió raya venenosa, así que se convirtió en el «Proyecto Raya Venenosa».

La última página del expediente había sido añadida durante la noche del sábado. Era breve y concisa; procedía de la mano de un hombre al que no le gustaba gastar saliva, uno de los seis mandamases, el director nacional de Inteligencia. Estaba claro que el expediente había ido directamente de Fon Meade al comité de Seguridad Nacional (Steve Hadley), al director nacional de Inteligencia y a la Casa Blanca. Marek Gumienny imaginó que las luces habían estado encendidas hasta altas horas de la noche en el despacho oval.

La última página tenía el membrete personal del director nacional de Inteligencia. En esta se leía en mayúsculas:

¿QUÉ ES AL-ISRA?

¿NUCLEAR, BIOLÓGICO, QUÍMICO, CONVENCIONAL?

INVESTIGAR QUÉ, CUÁNDO Y DÓNDE.

ESCALA DE TIEMPO: AHORA

LIMITACIONES: NINGUNA

PODERES: ABSOLUTOS

JOHN NEGROPONTE

Había una firma garabateada. Existen diecinueve agencias primarias dedicadas a la recogida de información y al almacenado de expedientes en Estados Unidos. La carta que Marek Gumienny tenía en las manos le daba autoridad sobre todas ellas. Volvió al inicio de la hoja; estaba dirigida a él personalmente. Alguien llamó a la puerta.

Un joven SG15 apareció con otra entrega. Servicios Generales es solo una escala salarial, un 15 significa que pertenecía a uno de los escalafones más bajos entre los subalternos. Gumienny dirigió al joven una sonrisa de ánimo; estaba claro que el muchacho nunca había estado en una de las plantas altas del edificio. Marek alargó la mano, firmó para confirmar que había recibido el paquete y esperó a estar a solas.

El nuevo expediente era una cortesía de los colegas de Fort Meade. Se trataba de la transcripción de una conversación mantenida en un coche entre dos de los cerebros del Corán durante el camino de regreso a Washington. Uno de ellos era británico. Alguien en Fort Meade había subrayado en rojo y con un par de interrogantes la última intervención de este.

Durante el tiempo que estuvo en Oriente Próximo, Marek Gumienny había tenido mucho trato con los británicos y, a diferencia de algunos de sus compatriotas, que durante tres años habían intentado hacer frente al infierno de Irak, él no estaba demasiado orgulloso de admitir que los aliados más cercanos de la CIA en lo que Kipling llamó una vez el «gran juego» eran depositarios de un gran y misterioso conocimiento de los desiertos entre el Jordán y el Hindu Kush.

Durante siglo y medio, tanto en calidad de soldados como de administradores del viejo Imperio o exploradores excéntricos, los británicos habían recorrido el desierto, las cadenas montañosas y los más recónditos lugares de la zona que había acabado por convertirse en la bomba de relojería mundial de los servicios de inteligencia. Los británicos llamaban en clave a la CIA «los Primos» o «la Compañía» mientras que los estadounidenses llamaban a los Servicios Secretos de Inteligencia con base en Londres «los Amigos» o «la Firma». Para Marek Gumienny, uno de esos amigos era un hombre con quien había compartido buenos momentos, momentos no tan buenos y momentos indiscutiblemente peligrosos cuando ambos eran agentes de campo. Ahora él estaba encadenado a una mesa en Langley y a Steve Hill lo habían sacado del terreno y lo habían ascendido a director de Oriente Próximo en el cuartel general de la Firma, en Vauxhall Cross.

Gumienny decidió que no perdía nada con una conferencia, y que tal vez podría reportarle algo bueno. No había un problema de seguridad. Sabía que los británicos tendrían más o menos lo mismo que él. Ellos también habían transmitido las entrañas del portátil desde Peshawar a sus propias oficinas centrales de escucha y criptografía en Cheltenham. Y probablemente también habría destripado el portátil e impreso el contenido, y analizado las extrañas referencias al Corán que aparecían en las cartas codificadas.

Sin embargo, con lo que probablemente Londres no contaba era con el extraño comentario de un académico británico en la parte trasera de una limusina en medio de Maryland. Marcó un número de la consola de la mesa. Las centralitas están bien hasta cierto punto, pero la tecnología moderna da opción a que cualquier alto ejecutivo pueda comunicarse con mayor rapidez utilizando la marcación rápida de su teléfono satélite personal.

Un teléfono sonó en una modesta vivienda de Surrey, en las afueras de Londres. Ocho de la mañana en Langley, una del mediodía en Londres; en la casa estaban a punto de sentarse a la mesa para dar cuenta del rosbif. Una voz respondió a la tercera llamada. Steve Hill había aprovechado su día libre jugando al golf y estaba a punto de disfrutar de su comida.

—Diga.

—¿Steve? Marek.

—Hombre, ¿dónde estás? ¿Por aquí cerca por casualidad?

—No, sentado a mi mesa. ¿Podemos cambiar a seguro?

—Por supuesto. Dame dos minutos. —Marek oyó al fondo—: Cariño, no saques el asado todavía.

Se cortó la línea.

A la siguiente llamada, la voz desde Inglaterra parecía algo más débil.
—¿He de entender que algo ha golpeado el sistema de ventilación cerca de tu oreja? —preguntó
Hill. —Se me ha desparramado por la camisa recién limpita —admitió Gumienny—. Supongo que
sabes lo mismo que yo del asunto de Peshawar.

—Eso espero. Lo acabé de leer ayer. Me preguntaba cuánto tardarías en llamar.

—Tengo algo que quizá tú no tengas, Steve. Hemos recibido la visita de un profesor procedente
de Londres que hizo un comentario fortuito el viernes por la noche. Iré al grano: ¿conoces a un tipo llamado Martin?
—¿Martin qué más?

—No, Martin es el apellido. Su hermano, el que está aquí, es el doctor Terry Martin. ¿Te suena de algo?

A Steve Hill se le pasaron las ganas de seguir bromeando. Se sentó con el teléfono en la mano, mirando al vacío. Por supuesto que conocía al hermano de Martin. Durante la primera guerra del Golfo, mientras Hill formaba parte del equipo de control en Arabia Saudí, el hermano del académico había entrado en Bagdad, donde vivía como un humilde jardinero delante de las narices

de la policía secreta de Sadam, mientras transmitía información de incalculable valor que recababa de una fuente interna del gabinete del dictador.
—Es posible —admitió—. ¿Por qué?

—Creo que tenemos que hablar —declaró el estadounidense—. Cara a cara, quiero decir. Si quieres cojo un avión, tengo el Grumman.

—¿Cuándo tenías pensado venir?

—Esta noche. Dormiré en el avión y estaré en Londres para el desayuno.
—Muy bien, avisaré a Northolt.

—Ah, Steve, ¿te importaría conseguir el expediente completo de ese tal Martin mientras vuelo? Te lo explicaré cuando nos veamos.

Al oeste de Londres, en la carretera de Oxford, se encuentra la base del ejército del aire de Northolt. Durante un par de años, después de la Segunda Guerra Mundial, se utilizó como aeropuerto civil de Londres mientras se construía Heathrow a toda velocidad. Luego acabó relegado a aeropuerto secundario y, finalmente, a aeródromo para jets privados. Sin embargo, dado que sigue siendo propiedad de la RAF, el despegue o el aterrizaje de los vuelos puede arreglarse de manera completamente segura eludiendo las formalidades habituales.

La CIA cuenta con su propio aeropuerto estrictamente privado cerca de Langley y con una pequeña flota de jets para ejecutivos. El todopoderoso pedazo de papel que tenía Marek Gumienny le concedía autoridad y le aseguraba el Grumman V, en el que dormiría cómodamente durante el vuelo. Steve Hill lo esperaba en Northolt.

Hill no llevó a su invitado al zigurat de arenisca verde de Vauxhall Cross, sede del SIS, en la orilla sur del Támesis, junto al puente Vauxhall, sino al mucho más tranquilo hotel Cliveden, que antiguamente había sido una mansión privada, situado en una gran propiedad a poco menos de cincuenta kilómetros del aeropuerto. Steve había reservado una pequeña sala de conferencias privada con servicio de habitaciones.

En esta leyó el análisis de la Comisión del Corán estadounidense, notablemente similar al análisis de Cheltenham, y la transcripción de la conversación mantenida en la parte trasera del coche.

—Maldito imbécil —masculló cuando acabó de leer—. El otro arabista tenía razón, es imposible. Ya no se trata solo del idioma, sino de todos los demás obstáculos. No hay extranjero que pudiera superarlos.

—Entonces, dadas las órdenes que tengo de arriba, ¿qué me propones?

—Busca a alguien con acceso a información privilegiada de al-Qaida y hazle sudar la gota gorda —contestó Hill.

—Steve, si tuviéramos la más mínima idea del paradero de alguien con acceso a esa información, habríamos caído sobre él automáticamente. Por ahora no tenemos a nadie parecido puesto en

nuestra mira.
—Espera y mantente alerta. Alguien volverá a utilizar la frase.

—Los míos han de dar por hecho que si al-Isra acaba siendo el próximo espectáculo, Estados Unidos será el escenario. Esperar un milagro que no va a suceder no tranquilizará a Washington. Además, a estas alturas al-Qaida a la fuerza ha de saber que tenemos el portátil. Lo más probable es que no vuelvan a usar esa frase nunca más como no sea de tú a tú.

—Bueno, podríamos dejar caer que lo tenemos todo y que nos estamos acercando en algún lugar donde sea posible que nos oigan —propuso Hill—. Lo dejarían todo y ahuecarían el ala.

—Puede que sí o puede que no, pero nunca podríamos estar seguros. Seguiríamos en el limbo sin saber si podemos dar carpeta al Proyecto Raya Venenosa. ¿Y si no es así? ¿Y si no funciona? Como dice mi jefe: ¿es nuclear, bioquímico, convencional? Dónde y cuándo. Ese hombre tuyo, Martin, ¿puede pasar por árabe entre los árabes? ¿Es tan bueno como parece?

—Antes lo era —masculló Hill, tendiéndole una carpeta—. Compruébalo tú mismo.
El expediente tenía unos dos dedos de grosor: una carpeta de papel manila beis normal y corriente, con las palabras CORONEL MIKE MARTIN en la portada.

El abuelo materno de los hermanos Martin había sido dueño de una plantación de té en Darjeeling, India, entre las dos guerras mundiales. Durante su estancia en aquel país, había hecho algo casi sin precedentes: se había casado con una mujer india.

El mundo de los dueños de plantaciones de té británicos era pequeño, endogámico y elitista. Las futuras esposas se traían de Inglaterra o se buscaban entre las hijas de los oficiales del Raj. Los chicos habían visto fotografías del abuelo Terence Granger: alto, de tez rosada, bigote rubicundo, pipa en boca y pistola en mano, de pie sobre un tigre abatido.

También había fotografías de la señorita Indira Bohse, delicada, encantadora y muy bella. Cuando la compañía de té comprendió que no podría disuadir a Terence Granger, en vez de arriesgarse a provocar el escándalo que conllevaría el despido, dio con la solución: envió a la joven pareja a la jungla de Assam, cerca de la frontera birmana.

Si la intención era castigarlos, no salió bien. Granger y su flamante esposa adoraban la vida en aquel lugar, un entorno salvaje y escarpado con abundancia de caza y tigres. Allí fue donde nació Susan, en 1930. En 1943, la guerra había llegado hasta Assam y los japoneses se acercaban a la frontera a través de Birmania. Terence Granger, a pesar de ser lo bastante mayor para librarse del ejército, se alistó de forma voluntaria y murió en 1945 cuando cruzaba el río Irrawadi.

Indira Granger, con la exigua pensión de viudedad que le pagaba la Compañía, se trasladó al único lugar al que podía hacerlo: regresó al seno de su cultura. Dos años después, los problemas volvieron a aparecer. La India estaba dividida a causa de la independencia. Ali Jinnah abogaba por un Pakistán musulmán al norte, Pandit Nehru apostaba por una India mayoritariamente hindú al sur. Oleadas de refugiados empezaron a ir de un lado a otro, y estallaron luchas encarnizadas.

Temiendo por la seguridad de su hija, la señora Granger envió a Susan con el hermano pequeño de su difunto marido, un recatado arquitecto de Haslemere, Surrey. Seis meses después, la madre murió durante las revueltas.

Susan Granger llegó a la tierra de su padre a los diecisiete años, una tierra que nunca había pisado. Pasó un año en un colegio de niñas y tres haciendo de enfermera en el Farnham General Hospital. Cuando cumplió veintiún años, la mínima edad exigida, solicitó el puesto de azafata de vuelo en la British Overseas Airways Corporation. Tenía una belleza despampanante, con su deslumbrante cabello castaño, los ojos azules heredados de su padre y la piel de una chica inglesa con un bonito bronceado.

La aerolínea BOAC la colocó en la ruta Londres-Bombay debido a su dominio del hindi. Por aquel entonces el trayecto era largo y lento: Londres-Roma-El Cairo-Basora-Bahrein-Karachi y Bombay, por lo que ninguna tripulación lo hacía entero. El primer cambio y escala se hacía en Basora, al sur de Irak, donde en 1951 conoció al contable de una compañía petrolera, Nigel Martin, en el club de campo. Se casaron en 1952.

Transcurrieron diez años antes del nacimiento del primer hijo, Mike, y tres más antes de la llegada del segundo, Terry. Sin embargo, a pesar del poco tiempo que se llevaban, los chicos eran como la noche y el día.

Marek Gumienny examinó la foto del expediente. Su piel no era morena, sino de un color aceitunado a juego con unos ojos y un cabello oscuros. Comprobó que los genes de la abuela habían saltado una generación hasta el nieto, quien no se parecía ni remotamente a su hermano, el académico de Georgetown, de tez rosada y cabello pelirrojo, heredados del padre.

Enseguida le vinieron a la memoria las objeciones del doctor Ben Jolley. El infiltrado que deseara actuar dentro de al-Qaida sin ser descubierto tendría que conducirse y hablar como ellos. Gumienny repasó la niñez de los sujetos.

Marek topó con un testimonio que únicamente podía proceder de una entrevista con Terry Martin: el mayor de los hermanos, con su larga yalabiya blanca, corría por el jardín de la casa del barrio residencial de Saadún, en Bagdad, y los alegres invitados de su padre reían complacidos y gritaban: «Pero Nigel, si se parece más a nosotros».

«Más a nosotros», pensó Marek Gumienny, más a ellos. Dos puntos de los cuatro de Ben Jolley: parecía árabe y podía pasar por uno de ellos hablando en árabe. Seguro que tras un período de intenso aprendizaje podría dominar los rituales de oración.

El hombre de la CIA continuó leyendo. En su etapa de vicepresidente, Sadam Husein había puesto en marcha la nacionalización de las compañías petrolíferas extranjeras y, en 1972, eso también pasó a incluir las angloiraquíes. NÍgel Martin había aguantado en el puesto tres años más antes de regresar a casa en 1975 con toda la familia. El joven Mikc tenía trece años y estaba preparado para entrar en un instituto de Haileybury. Marek Gumienny necesitaba un descanso y un café.

—Él podría ser nuestro hombre —dijo cuando regresó del baño—. Con el entrenamiento y el refuerzo necesarios, podría. ¿A qué se dedica ahora?

—Aparte de los dos períodos en que trabajó para nosotros, su carrera militar transcurrió entre los paracaidistas y las fuerzas especiales. Se retiró el año pasado después de completar veinticinco años de servicio. Y no, no funcionaría.

—¿Por qué no, Steve? Lo tiene todo.

—Menos los antecedentes. Los orígenes, el clan familiar, el lugar de nacimiento... Uno no entra en al-Qaida a no ser que sea un joven voluntario para una misión suicida, un delincuente de los arrabales, un recadero. El que quiera ser digno de su confianza como para que le dejen acercarse al proyecto estrella tendría que tener muchos años de servicio a sus espaldas. Ese es el quid de la

cuestión, Marek, y no dejará de serlo. A no ser que...

Se quedó un momento absorto, pero enseguida sacudió la cabeza.

—A no ser ¿qué? —preguntó el estadounidense.

—No, es inviable —musitó Hill.

—Dame ese capricho.

—Estaba pensando en un doble, un hombre al que pudiera suplantar, un sosias, pero eso tampoco
es factible. Si el supuesto objetivo todavía estuviera vivo, al-Qaida lo tendría entre sus filas y, si estuviera muerto, también lo sabrían, así que nada.
—Es un expediente muy largo —comentó Marek Gumienny—. ¿Me lo puedo llevar?

—Por supuesto, es una copia. ¿Solo para ti?

—Te doy mi palabra, viejo amigo, solo para mí. Y para mi caja fuerte personal. O la incineradora.

El subdirector de Operaciones regresó a Langley, pero una semana después volvió a llamar. Steve Hill atendió la llamada en su despacho de Vauxhall Cross.

—Creo que deberíamos volver a vernos —le lanzó el subdirector de Operaciones sin mayor preámbulo.

Ambos sabían que el primer ministro inglés había prometido a su amigo de la Casa Blanca que los británicos cooperarían totalmente en las averiguaciones del Proyecto Raya Venenosa.

—De acuerdo, Marek. ¿Tienes algo nuevo?

Aunque no lo demostró, Steve Hill estaba intrigado. Gracias a la tecnología moderna, no hay nada que la CIA y el SIS no puedan intercambiar en completo secreto y en cuestión de segundos. De modo que, ¿por qué tenía Marek que presentarse allí?

—El doble, creo que lo tenemos —anunció Marek Gumienny—. Es diez años más joven, pero parece mayor. Misma altura y misma envergadura. La misma cara oscura. Un veterano de al-Qaida.

—Pinta bien, pero ¿dónde está ahora; por qué no está en activo?

—Porque está con nosotros, en Guantánamo. Lleva allí cinco años.

—¿Es árabe? —Hill estaba sorprendido, tendría que estar informado de la existencia de un miembro de alto rango de al-Qaida que hubiera sido llevado a Gitmo durante los últimos cinco años.

—No, es afgano. Se llama Izmat Jan. Estoy de camino.

Terry Martin había vuelto a pasar otra noche en blanco después de toda una semana. Ese estúpido comentario... ¿Por qué no podía mantener la boca cerrada? ¿Por qué tuvo que fanfarronear con su hermano? ¿Y si Ben Jolley había dicho algo? Al fin y al cabo, en Washington siempre acaba sabiéndose todo. Siete días después del comentario en la parte trasera de la limusina, llamó a su hermano.
Mike Martin estaba levantando el último grupo de tejas intactas de su adorado tejado. Por fin podría empezar a colocar el fieltro y los listones para sujetarlo. En una semana, lo tendría impermeabilizado. De repente oyó que sonaba el «Lillibolero» en el móvil. El teléfono se hallaba en el bolsillo del chaleco que estaba colgado de un clavo, más o menos al alcance. Se estiró sobre las frágiles vigas del techo para cogerlo. La pantalla le anunció que se trataba de su hermano desde Washington.

—Hola, Terry.

—Mike, soy yo. —Terry todavía no comprendía cómo la gente a la que llamaba sabía que era él—. He hecho una estupidez y quiero disculparme. Hace una semana me fui de la lengua.

—Genial, ¿qué dijiste?

—Eso no importa. Mira, si alguna vez recibes la visita de unos hombres trajeados, ya sabes a

quién me refiero, mándalos a la mierda. Lo que dije no tenía importancia. Si alguien te visita...

Desde su nido de águila, Mike Martin distinguió el Jaguar de color gris carbón que poco a poco enfilaba el camino hasta el granero.

—No te preocupes, Terry —contestó con delicadeza—. Creo que ya están aquí.

Los dos jefes de espionaje tomaron asiento en unas sillas plegables de campo; Mike Martin se sentó en el tronco de un árbol que estaba a punto de convertir en leña con la motosierra para hacer fuego. Escuchó la perorata del estadounidense y enarcó una ceja en dirección a Steve Hill.
—Tú decides, Mike. Nuestro gobierno ha prometido a la Casa Blanca una total cooperación en cualquier cosa que necesiten o pidan, pero no podemos obligar a nadie a que se apunte a una misión sin retorno.

—¿Y esta entraría en esa categoría?

—No lo creemos —intervino Marek Gumienny—. Si consiguiéramos averiguar el nombre y el paradero de un solo agente de al-Qaida que supiera lo que se está cociendo, te sacaríamos y haríamos el resto. Tal vez baste con estar atento a los rumores...

—Pero, hacerme pasar por... Creo que ya no podría volver a hacerme pasar por árabe. Hace quince años pasé inadvertido en Bagdad fingiendo ser un humilde jardinero que vivía en un cobertizo. Si los mujabarat te cogían, las posibilidades de sobrevivir al interrogatorio eran nulas. Esta vez estaríamos hablando de un interrogatorio intensivo. ¿Qué impide que alguien que haya estado en manos estadounidenses durante seis años no se haya convertido en un renegado?

—Este hombre es afgano —dijo Martin, dando unos golpecitos en el expediente del hombre de la celda de Guantánamo—. Un ex talibán. Lo que significa que habla pastún y yo nunca he hablado esa lengua con fluidez. Cualquier afgano me descubrirá en cuanto abra la boca.

—El entrenamiento durará meses, Mike —lo tranquilizó Steve Hill—. Y por supuesto no se hará nada hasta que creas que estás preparado, ni tampoco si crees que al final no saldrá bien. Además, estarás muy lejos de Afganistán. Lo bueno que tienen los fundamentalistas afganos es que apenas salen de su feudo.

—¿Crees que podrías hablar un árabe no muy bueno con el acento propio de un pastún que ha recibido una educación básica?

Mike Martin asintió con un gesto de cabeza.

—Posiblemente. ¿Y si a los de los turbantes les da por traer un tipo que sí conozca a este hombre?

Los otros dos no respondieron de inmediato. Ya había ocurrido antes, los allí reunidos alrededor de la hoguera sabían que eso significaría el fin.

Mientras los jefes de espionaje se miraban los pies en vez de explicar lo que le ocurriría a un agente descubierto en el seno de al-Qaida, Martin abrió el expediente que tenía en el regazo. Lo que vio lo hizo estremecer.

El rostro era cinco años mayor, surcado de arrugas a causa del sufrimiento y con diez años más de lo que marcaba su calendario, pero seguía siendo el chico de las montañas, el medio cadáver de Qala-i Jangi.

—Conozco a este hombre —musitó—. Se llama Izmat Jan.

El estadounidense lo miró boquiabierto.

—¿Cómo cono lo conoces? Lleva enchironado en Gitmo desde que lo cogieron hace cinco años.

—Lo sé, pero hace muchos años luchamos juntos en Tora Bora contra los rusos.

Los hombres de Londres y Washington repasaron mentalmente el historial de Martin. Claro, aquel año en Afganistán, cuando ayudó a los muyahidin a repeler la ocupación soviética. Era muy remota, pero cabía la posibilidad de que los hombres se hubieran conocido. Los siguientes diez minutos los dedicaron a interrogarlo sobre Izmat Jan para averiguar de qué otra información disponía. Martin les tendió el expediente.

—¿Qué aspecto tiene ahora Izmat Jan? ¿Ha cambiado mucho en cinco años junto a su gente de Camp Delta?

El estadounidense de Langley se encogió de hombros.

—Es fuerte, Mike. Muy, muy duro. Llegó con una fea herida en la cabeza y una doble conmoción cerebral. Se hirió durante la captura. Al principio nuestros médicos pensaron que tal vez era... bueno... un poco corto. Retrasado. Al final resultó que estaba totalmente desorientado. Por la conmoción y el viaje. Eso fue a principios de diciembre de 2001, justo después del 11-S. El trato que recibió no fue... ¿Cómo lo diría...? No fue suave. Luego por lo visto la naturaleza tomó su curso y se recuperó lo suficiente para entrar en los interrogatorios.

—¿Y qué dijo?

—No mucho. Solo su currículum. Resistió el tercer grado sin soltar prenda y rechazó todas nuestras ofertas. Se limitó a mirarnos fijamente, y no fue precisamente amor fraternal lo que los soldados vieron en esos ojos negros. Por eso permanece encerrado. Sin embargo, por otros sabemos que habla un árabe pasable aprendido en Afganistán y, antes de eso, en los años que pasó en una madrasa memorizando el Corán. Dos voluntarios de al-Qaida de origen británico que estuvieron allí

con él y que ya han sido puestos en libertad aseguran que ahora chapurrea el poco inglés que le enseñaron ellos.
Martin dirigió una rápida y acerada mirada a Steve Hill.
—Tienen que arrestarlos y ponerlos en cuarentena —advirtió.

Hill asintió.

—Por supuesto, no hay problema.

Marek Gumienny se levantó y deambuló por el granero mientras Martin estudiaba el expediente. Miró fijamente el fuego y entre las brasas distinguió una inhóspita, lejana y desnuda ladera. Dos hombres, una agrupación de rocas y el helicóptero soviético de combate virando para atacar. El chico del turbante habló en un susurro: «¿Vamos a morir, anglo?». Gumienny regresó al presente, se agachó y removió las brasas. La imagen se desvaneció en una nube de chispas.

—Menudo tinglado tienes aquí montado, Mike. Yo diría que hay trabajo para una cuadrilla de profesionales. ¿Lo estás haciendo tú solo?

—Lo que pueda hacer. Por primera vez en veinticinco años dispongo del tiempo necesario.

—Pero no de la pasta, ¿eh?
Martin se encogió de hombros.

—Si quisiera un trabajo, ahí fuera hay empresas de seguridad a patadas. Irak por sí solo ha generado más guardaespaldas profesionales de los que uno puede contar, y todavía necesitan más. Ganan más en una semana trabajando en el triángulo suní para vuestra gente que en medio año como soldados.

—Pero eso significaría volver al polvo, a la arena, al peligro, a una muerte temprana. ¿No te habías retirado de eso?

—¿Y vosotros qué me ofrecéis? ¿Unas vacaciones con al-Qai-da en Florida?

Marek Gumienny tuvo la cortesía de reír.

—A los estadounidenses los acusan de muchas cosas, Mike, pero no suelen acusarlos de ser tacaños con aquellos que los ayudan. Estoy pensando en unos honorarios de, digamos, doscientos mil dólares al año durante cinco años. Pagados en el extranjero, no hace falta molestar al fisco. De hecho, no habría ninguna necesidad de volver a trabajar ni de volverse a jugar el pellejo nunca más.

Los pensamientos de Mike Martin se desviaron hacía una escena de una de sus películas favoritas de todos los tiempos en la que T. E. Lawrence ofrecía a Auda Abu Tayi dinero para que se uniera a él en la conquista de Aqaba. Recordó la magnífica respuesta: Auda no cabalgaría hasta Aqaba por dinero inglés, cabalgaría hasta Aqaba porque quería. Se puso en pie.

—Steve, quiero que cubran mi casa con lonas impermeabilizadas de arriba abajo. Cuando vuelva quiero encontrarla tal cual está.

El director de Oriente Próximo asintió.

—Hecho —contestó.
—Voy a por mis cosas. No hay mucho, pero suficiente para llenar el maletero.

De este modo quedó acordado el contraataque occidental del Proyecto Raya Venenosa, bajo unos manzanos en un huerto de Hampshire. Dos días después, un ordenador escogió al azar el nombre de Operación Palanca, con el que se bautizó la intervención de Mike Martin.

Si lo cuestionaban, Martin jamás habría sido capaz de defenderse, pero a pesar de toda la información que más adelante les ofreció acerca del Afgano que una vez fue su amigo, hubo un detalle que se guardó para sí mismo.

Tal vez creyera que la política de informar solo de lo que era estrictamente necesario era una carretera de doble sentido, tal vez que el detalle no tenía la más mínima importancia. Estaba relacionado con una conversación mantenida en susurros entre las sombras de una caverna que hacía de hospital dirigido por árabes en un lugar llamado Jaji.