El oficial de armamento echó un último vistazo a sus instrumentos. Altura: siete mil metros. Caían, caían en picado. Fuera, el sol seguía brillando, pero el banco de nubes borboteaba en su dirección. Miró a su alrededor, a su espalda. El Eagle era una antorcha en llamas del morro a la cola. Volvió a oír la misma voz calmada de su piloto.
—¡Eyección, eyección!
Los dos hombres buscaron la palanca junto al asiento y tiraron de ella. No tenían que hacer nada más. Los asientos eyectores modernos están tan automatizados que se accionan aunque el aviador esté inconsciente.
Ni Larry Duval ni Nicky Johns vieron cómo se estrellaba el avión. Con el tiempo justo, sus cuerpos fueron expulsados a través de la cabina, que se hizo añicos, hacia la gélida estratosfera. El asiento retenía las piernas y los brazos para que no se sacudieran y acabaran desprendiéndose del cuerpo y también protegía el rostro de la explosión, que podría haberles incrustado las mejillas en el cráneo.
Ambos asientos de eyección se estabilizaron gracias a unos diminutos paracaídas de frenado y empezaron a caer en picado hacia el suelo. Segundos después, habían desaparecido en el banco de nubes. Cuando por fin consiguieron atisbar algo a través de los visores, lo único que los dos tripulantes vieron fue la húmeda y gris nube que pasaba a toda velocidad a su alrededor.
Sus paracaídas también eran automáticos. En este caso también se desplegó primero el pequeño, el de frenado, para estabilizar al hombre en el aire, antes de que se activara el principal. Ambos hombres sintieron el brusco tirón cuando la velocidad terminal se redujo de doscientos a unos veinte kilómetros por hora.
Empezaron a notar el frío intenso a través de los finos trajes de vuelo de nailon y de los trajes antigravedad. Era como estar en un extraño limbo húmedo y gris entre el cielo y el infierno hasta que se estrellaron contra las ramas más altas de pinos y abetos.
En la penumbra, bajo la base de la nube, el mayor aterrizó en una especie de claro. La caída la amortiguaron unas mullidas ramas de conifera que descansaban en el suelo. Al cabo de unos segundos de aturdimiento y desorientación, abrió la hebilla del paracaídas principal sujeto al pecho, se levantó y enseguida empezó a emitir para que los rescatadores pudieran establecer su posición.
Nicky Johns también había ido a caer entre los árboles, pero no en un claro, sino justo en la espesura. A medida que se golpeaba con las ramas su traje iba empapándose al entrar en contacto con la nieve. Esperaba en cualquier momento el impacto contra el suelo, pero este no se produjo. Por encima de él, en la gélida penumbra, vio que el paracaídas había quedado enredado en las ramas. Por debajo distinguió el suelo. Nieve y agujas de pino, pensó, a unos cuatro metros y medío. Respiró hondo, golpeó la hebilla para abrirla y cayó.
Con suerte, habría aterrizado y se habría levantado, pero sintió la limpia fractura de la pierna derecha a la altura de la espinilla cuando esta se le quedó encajada entre dos portentosas ramas, bajo la nieve. Eso quería decir que el frío y la conmoción empezarían a consumir sus reservas sin compasión. Él también desenganchó el transmisor y empezó a emitir.
El Eaglc había intentado seguir volando unos segundos después de que su tripulación lo abandonara. Alzó el morro, se bamboleó, se inclinó, reanudó la caída y, cuando ya entraba en el banco de nubes, simplemente explotó. Las llamas habían alcanzado los depósitos de combustible.
Los dos motores se desprendieron durante la desintegración y cayeron. Seis mil metros más abajo, ambos motores, cinco toneladas de metal rugiente y en llamas a ochocientos kilómetros hora, se estrellaron contra los bosques de las Cascadas. Uno destruyó veinte árboles. El otro algo más.
El oficial de Operaciones especiales de la CIA al mando de la guarnición de la Cabaña necesitó dos minutos para recuperar la conciencia y levantarse del suelo del comedor, donde se encontraba almorzando. Estaba desorientado y mareado. Se apoyó contra la pared de la cabaña de madera en medio de las nubes de polvo y llamó a sus compañeros. Le respondieron unos gruñidos. Veinte minutos después había hecho un inventario. Los dos hombres que estaban jugando a billar habían muerto; otros tres habían resultado heridos. Los que habían aprovechado para salir de excursión habían sido afortunados. Se encontraban a unos cien metros cuando el meteorito, o eso creyeron, se estrelló contra la cabaña. Una vez hubieron comprobado que de los doce agentes de la CIA dos habían muerto, tres necesitaban ser hospitalizados con urgencia, dos de los excursionistas estaban bien y los otros cinco bastante conmocionados, confirmaron el estado del prisionero.
Más adelante se los acusaría de haber respondido con lentitud a la situación, pero la investigación al final decidió que estaba justificado que primero se preocuparan de ellos. Un vistazo por la mirilla a la habitación del Afgano reveló que allí dentro había demasiada luz. Cuando irrumpieron en el cuarto, la puerta que daba al patio de ejercicios cercado estaba abierta. La habitación, que era de hormigón, había quedado intacta.
El muro exterior no había corrido la misma suerte. De hormigón o no, el motor F-100 del caza se había llevado por delante metro y medio de pared antes de entrar rebotando en las dependencias de la guarnición. Y el Afgano había desaparecido.
Al menos tres receptores habían captado la llamada de socorro del Eagle moribundo. La base aérea McChord lo tenía todo organizado ya que, de hecho, había permanecido en contacto con la tripulación. La estación aeronaval de Whidbey Island, al norte de McChord, también se mantenía a la escucha por el canal 16, al igual que el Servicio de Guardacostas estadounidense desde Bellingham. Al cabo de pocos segundos de recibir la llamada, ya se habían puesto en contacto para avisarse de que estaban en alerta para triangular la posición de la tripulación del avión derribado.
Las señales luminosas fueron captadas de inmediato y los tres puestos de escucha situaron a los hombres a pocos metros de diferencia. El mayor Duval se encontraba en el corazón del parque nacional y el capitán Johns había caído en una explotación forestal. El acceso a ambas zonas estaba prohibido durante el invierno. Las nubes bajas impedían el rescate en helicóptero, el método preferido y más rápido. El encapotamiento obligaba a poner en práctica una operación de rescate a la antigua. Los todoterrenos y los semiorugas permitirían a los equipos llegar por una de las pistas hasta el punto más cercano; de ahí hasta el aviador derribado harían falta músculos y sudor.
El peligro principal era la hipotermia, además del traumatismo en el caso de Johns y su pierna rota. El sheriff del condado de Whatcom llamó por radio para avisar de que tenía ayudantes dispuestos y de que se reunirían a la entrada del bosque, en la pequeña población de Glacier, al cabo de treinta minutos. Se encontraban más cerca del aviador herido, Nicky Johns. Unos cuantos madereros vivían en las inmediaciones del pueblo y conocían todas las rutas forestales. Les comunicaron la posición exacta de Johns, a pocos metros, y hacia allí se dirigieron.
Para levantarle la moral al herido, los de McChord lo pusieron en contacto con el sheriff a través del transmisor del chaleco salvavidas, de manera que pudiera infundirle ánimos a medida que se acercaban.
El Servicio Nacional de Parques de Washington se encargó del mayor Duval. Tenían experiencia sobrada; cada año se las veían con el habitual campista ocasional que resbalaba y caía. Conocían todos los caminos del parque y, cuando llegaban al final de uno de ellos, sabían seguir a campo traviesa. Se desplazaban con motonieves y quads. Como su hombre no estaba herido, con un poco de suerte no les haría falta un equipo de emergencia completo.
Sin embargo, a medida que pasaban los minutos, la temperatura corporal de los aviadores empezó a bajar; en particular, la de Johns, que ya no podía moverse. Y empezó la carrera en busca
Por suerte para el equipo de la CIA que se encontraba en la cabaña destrozada, los aparatos de comunicación se habían salvado del desastre. El jefe de Operaciones solo sabía un número al que recurrir; afortunadamente, era bueno. La llamada fue por una línea segura directamente al despacho del subdirector de Operaciones en Langley, Marek Gumienny, tres zonas horarias al este. Acababan de dar las cuatro de la tarde cuando la recibió.
El hombre escuchó con atención creciente. No despotricó ni dijo barbaridades a pesar de la noticia sobre la gran desgracia que afectaba a la Compañía. Antes de que su subalterno acabara el relato desde las montañas Cascada, ya estaba analizando la catástrofe. Con temperaturas bajo cero, los dos cadáveres tendrían que esperar. Los tres heridos necesitaban evacuación de emergencia, y había que capturar al fugitivo.
—¿Podemos enviar un helicóptero para recogerlos? —preguntó.
—No, señor; las nubes no dejan ver ni la copa de los árboles y pronto habrá otra tormenta de nieve.
—¿Cuál es el pueblo más cercano desde el que se puede acceder a la zona?
—Se llama Mazama. Está fuera de las montañas; desde el pueblo hasta el paso de Hart hay un camino transitable, pero solo cuando hace buen tiempo. El lugar queda a un kilómetro y medio y no hay manera de llegar hasta aquí.
—Están ustedes en una instalación secreta de investigación, ¿lo entiende? Han sufrido un grave accidente y necesitan ayuda urgente. Localice al sheriff de Mazama y haga que acuda en su busca como pueda, que se desplace en semioruga, motonieve o todoterreno hasta llegar lo más cerca posible y que luego utilice esquís, raquetas o un trineo para el último kilómetro y medio. Lleven a esos hombres al hospital. Mientras, ¿pueden mantenerse a cobijo?
—Sí, señor. Dos de las habitaciones han quedado destrozadas pero hay tres intactas. La calefacción central no funciona pero estamos apilando leña para hacer fuego.
—Muy bien, cuando lleguen las fuerzas de rescate, ciérrenlo todo, destruyan los equipos de comunicación, llévense los códigos y salgan con los heridos.
—¿Señor?
—¿Y qué hacemos con el afgano?
Marek Gumienny pensó en la carta original que John Negroponte le había entregado al comienzo de la Operación Palanca. Le otorgaba plenos poderes, sin límites. Había llegado el momento de que el ejército demostrara su capacidad. Llamó al Pentágono.
Gracias a aquellos años en la Compañía y a la nueva política que invitaba a compartir la información, mantenía estrecho contacto con la Agencia de Inteligencia de Defensa y esta a su vez mantenía buena relación con las Fuerzas Especiales. Veinte minutos más tarde, supo que tal vez acabara de disfrutar del primer respiro de aquel día horroroso.
A no más de siete kilómetros de la base aérea McChord, se encuentra Fort Lewis. Aunque se trata de un enorme campamento militar, hay una pequeña zona de acceso permitido al personal no autorizado que alberga al primer grupo de las Fuerzas Especiales, conocido por sus pocos simpatizantes como el destacamento operacional (OD) Alfa 143. El «3» final se adjudica a las unidades de montaña o equipos «A». El jefe de Operaciones era el capitán Michael Linnett.
Cuando el ayudante de la unidad recibió la llamada del Pentágono no resultó muy clarificador, a pesar de estar hablando con un general de dos estrellas.
—Ahora mismo, señor, no se encuentran en la base. Están ocupados en un ejercicio táctico en el monte Rainier.
El general destinado a Washington nunca había oído hablar de aquella cumbre inhóspita del sur de Tacoma, en el condado de Pierce.
—¿Puede recogerlos en helicóptero, teniente?
—Claro, señor, así lo creo. Las nubes están lo bastante altas.
—¿Puede transportarlos hasta un lugar llamado Mazama, cerca del paso de Hart, en el límite de Wilderness?
—Tengo que preguntarlo, señor. —Reanudó la conversación al cabo de tres minutos; mientras, el general esperó.
—No, señor. Allí la nubosidad cubre las copas de los árboles y se pondrá a nevar de un momento a otro. La única forma de llegar es en camión.
—Muy bien, llévelos hasta allí por el camino más rápido. ¿Dice que están de maniobras?
—¿Llevan consigo todo lo necesario para operar en las montañas de Pasayten?
—Van equipados a prueba de temperaturas bajo cero y terrenos agrestes, general.
—¿Y llevan munición de combate?
—Pues ya no van a simularla, teniente. Lleve a toda la unidad hasta el despacho del sheriff. Confírmelo con Olsen, un agente secreto de la CÍA. Manténgase en contacto continuo con Alfa e infórmeme de la evolución.
Para ganar tiempo el capitán Linnett, al que se había informado de una emergencia durante el descenso del monte Rainier, solicitó la recuperación del destacamento por aire. Fort Lewis contaba con un helicóptero Chinook de propiedad para el transporte de tropas; al cabo de treinta minutos, recogió al equipo Alfa al pie de la montaña, en el aparcamiento vacío destinado a las visitas.
El Chinook trasladó al equipo tan al norte como le permitieron las nubes que amenazaban níeve, y los dejó en un pequeño campo de aviación al oeste de Burlington. Al camión le llevó una hora llegar hasta allí; lo consiguieron casi al mismo tiempo.
Desde Burlington, la interestatal 20 cubre el recorrido desolado junto al río Skagit hacia el interior de las montañas Cascada. En invierno, se prohibe el tráfico a todo vehículo que no esté especialmente equipado; el camión de las Fuerzas Especiales estaba preparado para recorrer cualquier terreno existente e incluso algunos de los que quedaban por inventar. Sin embargo, avanzaba muy despacio. Pasaron cuatro horas antes de que el conductor, extenuado, consiguiera que los neumáticos hicieran crujir la grava del pueblecito llamado Mazama.
El equipo de la CIA también estaba agotado, pero al menos los compañeros heridos, a los que habían administrado morfina, se dirigían en ambulancia hacia el sur donde un helicóptero los recogería y los trasladaría hasta su destino final, el Tacoma Memorial.
Olsen le dijo al capitán Linnett lo que consideró imprescindible. Linnett le espetó que estaba autorizado e insistió en saber más.
—Ese fugitivo, ¿lleva ropa y calzado térmicos?
—¿Y no dispone de esquís ni raquetas de nieve? ¿Va armado?
—Ya es de noche. Por lo menos llevará gafas que le permitan ver en la oscuridad, algo que le ayude a proseguir la marcha...
—Para nada. El prisionero estaba incomunicado.
—Está listo —dijo Linnett—. Con estas temperaturas y abriéndose paso por un metro de nieve mientras trata de avanzar sin brújula, lo cogeremos enseguida.
—Solo se le escapa un detalle. Es un hombre de montaña, nació y creció en ella.
Linnett se quedó sin habla. El había luchado en Tora Bora. Había estado en la primera invasión de Afganistán, cuando las fuerzas especiales de la coalición angloestadounidense se dispersaban por Spin Gahr en busca de un grupo de fugitivos saudíes, uno de los cuales medía un metro noventa y cuatro. Había vuelto para tomar parte en la Operación Anaconda, y tampoco había ido bien. En ella habían caído unos cuantos hombres competentes. Linnett tenía cuentas pendientes con los pastunes a raíz de Tora Bora.
—¡Suba! —gritó, y el jefe de Operaciones volvió a subir al camión que había de llevarlos hasta el paso de Hart. A partir de allí, sus medios de transporte se remontarían a los de tres mil años atrás, hasta los esquís y las raquetas de nieve.
Al partir, la radio del sheriff recogió la noticia de que ambos pilotos habían sido encontrados y rescatados, medio congelados pero vivos. Los dos estaban en un hospital de Seattle. Eran buenas noticias, aunque llegaron demasiado tarde para un hombre llamado Lemuel Wilson.
Cuanto más grande era el tipo de barco, menos de ellos había; además, la mayoría pertenecían a compañías gigantescas de lo más respetable. Los quinientos principales, de los tipos llamados ULCC y VLCC y más conocidos como superpetroleros, fueron supervisados y resultaron no haber sido atacados, así que se pasó a los de tonelaje inferior, bajando de diez mil en diez mil toneladas de capacidad. Cuando se hubieron revisado todos los de al menos cincuenta mil toneladas, el pánico por la interceptación del estrecho empezó a remitir.
Con toda probabilidad, el listado de barcos construidos de la aseguradora Lloyd's sigue siendo el más completo del mundo, de manera que el equipo de Edzel estableció una línea directa de uso continuo con la compañía. Siguiendo los consejos de esta, se concentraron en las embarcaciones que pedían a gritos la supervisión así como en las que constaban en puertos «clandestinos» y aquellas cuyos propietarios resultaban sospechosos. Tanto Lloyd's como la sección antiterrorista del Servicio Secreto de Inteligencia de la Marina se unieron a la CIA estadounidense y a los guardacostas para colocar a unas doscientas embarcaciones la etiqueta de «prohibido acercarse a la costa» sin que lo supiera el capitán o el propietario en cuestión. Pero seguían sin encontrar ninguna señal para hacer saltar las alarmas.
Linnett apenas albergaba dudas. Sin brújula, su objetivo no haría más que andar en círculos. Cada dos pasos, tropezaría y se caería. Le sería imposible ver en la más completa oscuridad, bajo las copas de unos árboles que ni la luz de la luna, de no haber estado esta tapada por un frente de nubes heladas de seis mil metros de espesor, sería capaz de penetrar.
Lo cierto era que el hombre les llevaba veinticuatro horas de ventaja; pero incluso en línea recta eso no le supondría más de cinco kilómetros de recorrido. Los hombres de las Fuerzas Especiales que se desplazaban sobre esquís podían triplicar la distancia; incluso si las rocas o los troncos de árbol caídos los obligaban a utilizar las raquetas, la doblarían.
Linnett tenía razón. Tardaron menos de una hora en llegar desde el punto en que se bajaron del camión, al final del camino, hasta la cabaña destrozada de la CIA. Él y sus hombres la examinaron brevemente para ver si el fugitivo había vuelto a saquearla en busca de un equipo mejor. No había rastro de ello. En medio del comedor helado, a salvo de los animales que merodeaban por la zona, amortajaron los dos cuerpos ya rígidos por el frío con las manos sobre el pecho. Tendrían que esperar a que se levantaran las nubes y el helicóptero pudiera aterrizar.
Un equipo «A» se compone de doce hombres. Linnett era el único oficial y su brazo derecho era un suboficial mayor. Los diez restantes llevaban más tiempo en el ejército; el de rango menor era un sargento primero. Había dos ingenieros (encargados de la demolición), dos radiotelegrafistas, dos «médicos», un sargento de equipo (que contaba no con una, sino con dos especialidades), un sargento de inteligencia y dos francotiradores. Mientras Linnett se encontraba en el interior de la cabaña destrozada, el sargento de equipo, rastreador experto, escudriñaba el terreno.
La amenaza de nieve no se había cumplido. La capa que cubría la pista de aterrizaje y la puerta delantera, por donde el equipo de rescate había llegado desde Mazama, era una amalgama de huellas. Sin embargo, desde el muro en ruinas del recinto se distinguía el rastro de unas pisadas que conducían hacia el norte.
Linnett se preguntó si se trataría de una coincidencia; aquella era precisamente la dirección que llevaba a Canadá, a treinta y cinco kilómetros, y que el fugitivo no debía tomar. De todas formas, el afgano necesitaría cuarenta y cuatro horas de recorrido y no conseguiría completarlo aunque avanzara en línea recta. El equipo Alfa lo capturaría a medio camino.
Tardaron una hora en recorrer el siguiente kilómetro y medio con las raquetas, y allí encontraron la otra cabaña. Nadie mencionó las restantes dos o tres de las montañas de Pasayten porque habían sido construidas con anterioridad a que se prohibiera la edificación. Esta en concreto había sido forzada, no cabía duda; los cristales triples hechos añicos y la piedra junto al boquete lo evidenciaban.
El capitán Linnett entró primero, con su arma por delante y el seguro quitado. A ambos lados de la ventanilla rota, dos hombres lo cubrían. Les llevó menos de un minuto estar seguros de que no había nadie más en la cabaña, y tampoco en el almacén de leña ni el garaje adyacentes. No obstante, había señales por todas partes. Trató de encender la luz, pero era obvio que la electricidad procedía de un generador que había detrás del garaje; debía de haber estado en funcionamiento mientras el propietario residía allí, pero ahora había sido apagado definitivamente. Confiaban en que las linternas bastaran.
Junto a la honda chimenea, en la sala principal encontraron una caja de cerillas y varias velas largas, a buen seguro para encender la leña que había en la rejilla, así como un haz de velas adicionales por si el generador fallaba. El intruso había utilizado ambas cosas para alumbrar el camino. El capitán Linnett se volvió para dirigirse a uno de sus hombres.
—Póngase en contacto con el sheriff del condado y averigüe quién es el propietario —dijo.
Empezó a examinar el lugar; no parecía haber nada roto, pero lo habían revuelto todo.
—Es un cirujano de Seattle —explicó el sargento—. Veranea aquí y cierra la cabaña durante la temporada baja.
—Nombre y número de teléfono. Debe de haberlos dejado en el despacho del sheriff.
En cuanto tuvo los datos, al sargento se le ordenó que se pusiera en contacto con Fort Lewis; debía pedir que llamaran al cirujano a su casa de Seattle y que lo pusieran en contacto directo con ellos. Un cirujano era todo un hallazgo; esos profesionales solían tener buscapersonas para las emergencias. Definitivamente, la situación mejoraba.
El psicópata Ibrahim permaneció la mayor parte del tiempo en su camarote; por suerte para Martin, parecía estar muy enfermo. De los siete hombres restantes, el ingeniero se ocupaba de sus máquinas, que funcionaban a la máxima velocidad sin importar el gasto de combustible. El Countess no necesitaría combustible para el viaje de vuelta.
Para Martin, sus preguntas seguían sin respuesta. ¿Adonde iba y qué fuerza explosiva se escondía bajo su cubierta? Nadie parecía saberlo, a excepción quizá del ingeniero químico. Pero este no hablaba nunca y la cuestión no salió a relucir.
El experto en comunicaciones se mantenía a la escucha y con toda seguridad llegó a saber de una investigación marítima que tenía lugar en el Pacífico y en los accesos al estrecho de Ormuz y al canal de Suez. Tal vez se lo hubiera comunicado a Ibrahim, pero no había hecho mención de ello al resto de la tripulación.
Las otras cinco personas se turnaban entre el timón y la cocina, de donde sacaban un plato tras otro de comida enlatada fría. El oficial de navegación fijó el rumbo: siempre al oeste, luego al sur de esa ruta, hacia el cabo de Buena Esperanza.
En cuanto al resto, rezaban cinco veces al día, como mandaban las escrituras, volvían a leer el Corán y miraban al mar.
Martin pensó en tomar el barco. No contaba con más armas que el cuchillo que pudiera robar en la cocina; además, tendría que matar a siete hombres, entre los cuales se encontraba Ibrahim, que tendría una o más armas de fuego. Además estaban repartidos entre la sala de máquinas, el cuarto de comunicaciones, el camarote de la tripulación y la proa. En cuanto se aproximaran a un punto clave de la costa, Martin sabría que no le quedaba otra alternativa. Pero mientras estuvieran en medio del océano índico esperaría.
Se preguntaba si alguien habría encontrado el mensaje que dejó en la bolsa de submarinismo o si, por el contrario, lo habrían abandonado en algún desván, sin que nadie lo hubiera leído; no podía saber que había desencadenado una persecución de barcos a escala mundial.
—El doctor Berenson al aparato. ¿Con quién hablo?
Michael Linnett cogió el aparato que el sargento llevaba en su mochila y mintió por el micrófono.
—Trabajo para el shcriff de Mazama —dijo—, ahora mismo estoy en su cabaña de la montaña. Siento tener que decirle que alguien ha irrumpido en ella.
—Entraron rompiendo el cristal de la ventana principal de la fachada con una piedra, doctor; creo que es el único daño estructural. Voy a comprobar si han robado algo. ¿Guarda aquí alguna arma de fuego?
—No, ninguna. Tengo dos rifles de caza y una pistola de dispersión, pero me los llevo al final de la temporada.
—Muy bien. Pasamos a la ropa. ¿Hay algún armario en el que guarde prendas de abrigo?
—Claro. Hay un vestidor junto a la puerta del dormitorio.
El capitán Linnett le hizo una señal al sargento de equipo, que iluminaba el camino con la linterna. El armario era espacioso y estaba lleno de ropa gruesa.
—Tendría que haber un par de botas de nieve, unos pantalones acolchados y una parka con capucha.
No quedaba nada.
—Por supuesto, las dos cosas, y están en el mismo armario.
Tampoco había rastro.
El gran cuchillo Bowie debería haber estado colgado en el armario, junto con el resto, y la brújula y la linterna, dentro de los cajones del escritorio. Se lo habían llevado todo. Por lo demás, el fugitivo había revuelto la cocina, pero era lógico que no hubieran dejado alimentos frescos para que se pudrieran. No obstante, en la encimera había una lata de judías recién abierta y vacía; también estaba el abrelatas junto con dos latas de soda, además de un bote de conserva vacío que había contenido monedas de cuarto de dólar, pero esto último nadie lo sabía.
—Gracias, doctor. Me acercaré hasta allí cuando el tiempo mejore junto con una brigada que cambie la ventana, y presentaré una denuncia por robo.
El jefe de Alfa cortó la comunicación y miró al equipo a su alrededor.
—Vamos —fue todo cuanto dijo. Sabía que la cabaña y todo aquello de lo que el afgano había tomado posesión reducía las probabilidades de que le dieran caza, pero incluso así creía que podían conseguirlo. Calculaba que el fugitivo, que debía haberse pasado por lo menos una hora en la cabaña en comparación con la media hora que habían dedicado ellos, les llevaba dos o tres horas de ventaja, pero ahora sabía que avanzaba mucho más rápido. Esperó unos instantes y volvió a ponerse en contacto con Fort Lewis.
—Dígales a los de McChord que quiero un Spectre y lo quiero ahora. Haga uso de toda su autoridad, llame al Pentágono si es necesario. Lo quiero en las montañas Cascada y en comunicación directa conmigo.
Mientras esperaban al nuevo aliado, los doce miembros del Alfa 243 siguieron adelante con brío, avivando el paso. El sargento experto en rastreo estaba sobre la pista; con la linterna iluminaba las huellas de las raquetas que había dejado el fugitivo en la nieve. Aceleraron el paso, pero llevaban un equipo más pesado que el hombre que los precedía. Linnett calculaba que mantenían la distancia, pero ¿la acortaban? Entonces empezó a nevar, lo que era a la vez una calamidad y una suerte. Al caer los copos en apariencia delicados a través de las coniferas, cubrían las rocas y los tocones, lo cual les permitió, en una breve pausa, cambiarse las raquetas por los esquís y desplazarse más rápido. Pero la nieve también borraba sus huellas.
A Linnett empezaba a hacerle falta ayuda celestial, y llegó justo después de medianoche en forma de un avión de combate Hércules C-130 de Lockheed-Martin que los sobrevolaba a seis mil metros, más o menos a la altura de las nubes pero viendo a través de estas.
El avión de transporte original Hércules fue transformado de cabo a rabo al desguazarlo y reemplazar su interior por un despliegue tecnológico capaz de localizar, fijar como objetivo y dar muerte a un enemigo en tierra. Nada más y nada menos que setenta y dos millones de dólares de presagios adversos.
La primera tarea de localizar al enemigo no depende de la luz del día, del viento, de la lluvia, la nieve o el granizo. El señor Raytheon había sido muy amable al proporcionar un radar de apertura sintética y una cámara térmica de infrarrojos capaz de detectar entre el paisaje cualquier figura que emitiera calor corporal. Y no dibuja un contorno borroso, sino lo bastante perfilado como para diferenciar si se trata de un animal cuadrúpedo o bípedo. Sin embargo, ni una tecnología tan avanzada podía prever la particular idiosincracia del señor Lemuel Wilson.
Él también tenía una cabaña justo fuera del límite de las montañas de Pasayten, en la parte más baja del monte Robinson. A diferencia del cirujano de Seattle, se enorgullecía de pasar el invierno allí, ya que no contaba con una residencia alternativa en la ciudad.
De modo que sobrevivía sin electricidad; entraba en calor gracias a un fuego de leña y utilizaba una lámpara de queroseno para la iluminación. En verano, iba de caza y curaba los despojos secándolos al sol para el invierno. Cortaba él mismo los troncos y recogía forraje para su robusto poni de montaña. Pero tenía otro pasatiempo.
Tenía una emisora, que funcionaba gracias a un pequeño generador, con suficiente potencia para pasarse las horas del invierno captando las frecuencias del sheriff, de los servicios de emergencia y de las compañías de servicios. Así fue como oyó los relatos sobre los dos hombres de la tripulación de un avión estrellado en las montañas y los equipos de rescate que luchaban por abrirse camino en el lugar.
Lemuel Wilson estaba orgulloso de considerarse a sí mismo un ciudadano comprometido, aunque a veces las autoridades preferían el término «entrometido». Para cuando los dos pilotos hubieron comunicado su grave situación y las autoridades localizado su situación exacta, Lemuel Wilson ya había montado y se había puesto en marcha. Tenía intenciones de atravesar la mitad sur de las montañas para llegar al parque nacional y rescatar al mayor Duval.
El equipo de captación de bandas de frecuencia resultaba demasiado aparatoso para llevarlo encima, así que no llegó a saber que los dos aviadores habían sido rescatados. Sin embargo, se encontró frente a frente con otra persona.
No vio llegar al hombre. Arreaba a su caballo por la capa de nieve acumulada durante la ventisca, más gruesa de lo habitual. Al minuto siguiente, se le presentó un montículo de nieve que en realidad era un hombre con un traje plateado de dos piezas propio de la era espacial. Lo que no tenía nada de espacial era el cuchillo Bowie, inventado en tiempos de la batalla del Álamo y de lo más eficaz. Un brazo se aferró a su cuello y lo tiró del caballo; al topar con el suelo, la hoja del cuchillo le entró en las costillas por la espalda y se le clavó en el corazón.
La cámara térmica es útil para detectar el calor corporal, pero el cadáver de Lemuel Wilson, abandonado en una grieta a diez metros del lugar en que murió, perdió el calor enseguida. Cuando media hora más tarde el Spectre C-130 inició la misión de circunvolar a gran altura las montañas Cascada, nada reveló su presencia.
—Spectre Eco Foxtrot llamando al equipo Alfa, ¿me recibe, Alfa?
—Potencia Cinco —indicó el capitán Linnett—. Aquí abajo somos doce con esquís, ¿nos ve?
—Sonrían, voy a hacerles una foto —dijo el operador de la cámara de infrarrojos desde su posición a seis mil metros.
—Deje el ocio para luego —respondió Linnett—. A unos cinco kilómetros hacia el norte hay un fugitivo. Va solo y lleva esquís. ¿Pueden confirmarlo?
Se hizo una pausa larga.
El límite de los arces y los alerces quedaba ya muy por detrás. Salieron del bosque a un pedregal yermo y siguieron ascendiendo hacia el norte; la nieve caía directamente sobre ellos sin ramas que la retuvieran. Atrás, en la oscuridad, quedaban Lake Mountain y Monument Peak. Sus hombres parecían espectros, pálidos zombis en el paisaje blanco. Y si él estaba en apuros, el afgano también. Solo había una explicación posible para que no apareciera en la imagen: que se hubiera refugiado en una cueva o en un hueco en la nieve. Quizá algún saliente evitaba que se viera la emisión de calor. Así que se estaba acercando a él. Gracias a los esquís avanzaban con facilidad por el lomo de la montaña y, más adelante, volvía a haber bosque.
El Spectre fijó su posición en el campo. Diecinueve kilómetros para la frontera canadiense y cinco horas para el amanecer, o lo que podía considerarse amanecer en aquellas tierras llenas de nieve, cumbres, rocas y árboles.
Linnett le dio una hora más. El Spectre daba vueltas y observaba, pero no daba con nada sobre lo que informar.
—Vuelva a mirar —le pidió el capitán Linnett.
Empezaba a pensar que algo iba mal. ¿Quizá el afgano había muerto? Era posible, eso explicaría la ausencia de emisión térmica. ¿Estaría agazapado en alguna cueva? Tal vez, pero si no salía corriendo moriría allí. Y entonces...
Izmat Jan arreaba al caballo, que aunque era batallador estaba demasiado cansado, para que se apartara del pedregal y se adentrara en el bosque; de hecho, había aumentado la distancia. La brújula le indicaba que seguía yendo hacia el norte, y la inclinación del caballo, que estaba ascendiendo.
—Estoy explorando la zona comprendida en un arco de noventa grados con respecto a su posición —dijo el operador de la cámara térmica—. Justo hasta la frontera. Hay ocho animales: cuatro ciervos, dos osos pardos casi imperceptibles porque están hibernando en una profunda guarida, algo que parece un felino salvaje merodeando y un alce solo que se dirige a paso lento hacía el norte. Unos seis kilómetros y medio por delante de su grupo.
La ropa térmica del cirujano era excelente. El caballo sudaba al borde del agotamiento y se distinguía con claridad; sin embargo, el hombre que lo montaba inclinado sobre su crin para estimular al animal iba tan abrigado que se confundía con él.
—Señor —empezó uno de los sargentos ingeniero—, yo soy de Minesota.
—Cuéntele sus problemas al capellán —le espetó Linnett.
—Lo que quiero decir, señor —prosiguió el hombre de rostro cubierto de nieve que tenía al lado—, es que los alces no suben a las cumbres con este tiempo, bajan hasta el valle para alimentarse de liquen. No puede tratarse de un alce.
Linnett ordenó hacer una parada que fue muy bien recibida. Observó la nieve que caía delante de ellos. No tenía la más mínima idea de cómo se las habría arreglado el fugitivo. Tal vez hubiera dado con otra cabaña aislada, la de algún idiota que pasaba allí el invierno y que tenía un establo. De alguna forma, el afgano se había hecho con un caballo y lo había montado dejándolos atrás.
A seis kilómetros y medio, en las profundidades del bosque, a Izmat Jan le aguardaba un peligro tan grande como el que había acechado a Lemuel Wilson al tenderle él mismo la emboscada. Se trataba de un puma viejo, un poco lento para cazar ciervos pero astuto y muy hambriento. Se lanzó desde un saliente entre dos árboles; el poni lo habría detectado por el olfato de no haber estado agotado.
Lo primero que vio Izmat Jan fue que algo muy veloz y de aspecto felino atacaba al caballo y se alejaba por el costado. El jinete tuvo tiempo de extraer el rifle de Wilson de la funda situada junto a la perilla y volverse a colocar sobre la grupa. Acto seguido, desmontó, se volvió, apuntó y disparó.
Había tenido suerte de que aquel puma salvaje fuera a por el caballo y no lo atacara a él; sin embargo, se había quedado sin medio de transporte. El animal seguía vivo, pero había sufrido un desgarro en el cuello y en el lomo causado por las garras de la fiera llena de furia impulsada por sus sesenta kilos de puro músculo. No podría volver a levantarse. Utilizó la segunda bala para acabar con su sufrimiento. El caballo se desplomó, y rodó unos metros pendiente abajo, de modo que la mitad de su cuerpo cayó encima del puma, sobre el torso y las patas delanteras. El Afgano no le dio importancia.
Desenganchó las raquetas de detrás de la silla, se las colocó en las botas, se echó el rifle al hombro, miró la brújula y se dispuso a avanzar. A unos cien metros, la pared de roca hacía un saliente; Izmat Jan se detuvo justo debajo para concederse un respiro. No lo sabía, pero el saliente ocultaba la emisión de calor procedente de su cuerpo.
—Fíjese en el alce —sugirió el capitán Linnett al oficial del Spectre—. ¿Puede tratarse de una montura con el fugitivo encima?
El oficial examinó la imagen de nuevo.
—Tiene razón —confirmó—. Veo seis patas. Se ha parado a descansar. Pero parece haber descendido.
La función destructiva del Spectre se compone de tres sistemas. El más fuerte es el Howitzer M102 de 105 milímetros, tan potente que resulta excesivo para utilizarlo con un ser humano aislado. Luego está el cañón Bofors de 40 milímetros, derivado hace mucho tiempo del antiaéreo sueco, un arma de repetición capaz de reducir a pequeños fragmentos un edificio o un tanque. La tripulación del Spectre, informada de que su objetivo era un hombre a caballo, preparó el cañón Gatling Gau-12/U. El terrible artilugio dispara mil ochocientas veces por minuto y cada vez lanza una bala de 25 milímetros capaz de hacer pedazos un cuerpo humano. Tan potente es el efecto de los cinco cañones rotativos que, si se utilizara sobre un campo de fútbol durante treinta segundos, solo sobreviviría a los disparos un lirón, y este acabaría muriendo del susto.
La altura máxima desde la que el cañón puede apuntar es de tres mil seiscientos; dando un giro, el Spectre bajó hasta los tres mil metros apuntó y disparó durante diez segundos, consiguiendo que trescientas balas golpearan en el cuerpo del caballo abandonado en el bosque.
—Ya no queda rastro —indicó el operador de la cámara térmica—, ni del hombre ni del animal.
—Gracias Eco Foxtrot —comunicó Linnett—. A partir de aquí, nos encargamos nosotros.
Misión cumplida, el Spectre volvió a la base aérea McChord. Dejó de nevar; los esquís resbalaban con facilidad sobre la capa recién caída y permitieron al equipo Alfa avanzar a un ritmo comparable al de un atleta con buena técnica, por lo que enseguida encontraron los restos del caballo. Había pocos fragmentos de tamaño mayor a un brazo humano, pero se identificaba con claridad que pertenecían a un caballo y no a una persona; todos excepto los restos cubiertos de pelo pardusco.
Durante diez minutos Linnett trató de localizar trozos de prendas de abrigo, unas botas, algún fémur, un cráneo, un cuchillo Bowie, unas raquetas o pelos de barba.
Encontró dos esquís, pero uno estaba roto. El causante había sido el cuerpo del caballo al caer. Vio una funda de piel de carnero, pero el rifle no estaba dentro. Tampoco estaban las raquetas ni el afgano.
Faltaban dos horas para el amanecer; aquello se había convertido en una carrera entre un hombre con raquetas de nieve y doce sobre esquís. Todos estaban agotados y desesperados. El equipo Alfa contaba con un sistema de orientación GPS. Cuando el cielo empezó a iluminarse por el este, el sargento murmuró: —Ochocientos metros para la frontera. Veinte minutos más tarde llegaban a un peñasco que dominaba un valle; de izquierda a derecha lo recorría una ruta forestal que formaba la frontera con Canadá. Justo enfrente de su posición, sobresalía otro peñasco en el que se distinguía un claro con unas cuantas cabañas de madera; eran para uso de los leñadores canadienses cuando, después de las nieves invernales, les estaba permitido reanudar la actividad.
Espontáneamente, los francotiradores sacaron las armas de las fundas en las que habían permanecido guardadas durante toda la misión; fijaron el objetivo, cada uno introdujo en la suya un cartucho y, cuerpo a tierra, observaron el otro lado del abismo a través de la mira.
Dentro de las normas militares, los francotiradores constituyen una raza particular. Nunca se acercan a sus víctimas, sin embargo, las ven con una claridad y proximidad aparente mayor que ningún otro combatiente hasta la fecha. Al casi haber desaparecido la lucha cuerpo a cuerpo, la mayoría de los hombres no muere a manos de su enemigo, sino por la acción de un programador. Lo que hace que salgan volando por los aires es un misil disparado desde otro continente o incluso desde las profundidades del mar.
Son destruidos por bombas «inteligentes» lanzadas desde un avión a tanta altura que no pueden verlo ni oírlo. Mueren porque alguien a dos condados de distancia lanza un proyectil. Como mucho, la destrucción más cercana procede de la ametralladora de un helicóptero que desciende en picado, y a ojos de sus asesinos las víctimas no son más que figuras borrosas que corren y se esconden mientras tratan de efectuar a su vez algún disparo. Nunca ven a seres humanos.
Pero un francotirador sí. Yace en absoluto silencio, inmóvil por completo, y ve que su objetivo es un hombre con barba de tres días, que se estira y bosteza, que vierte las judías de una lata, que se baja la bragueta o, simplemente, está de pie y mira hacia un lugar a un kilómetro y medio desde el que lo enfoca una lente que él no puede ver. Y, de repente, muere. Los francotiradores son especiales; disparan a la cabeza.
Viven en un mundo aparte, obsesionados por la precisión, penetran en un silencio que solo rompe el sonido de las balas al ser cargadas, la potencia de los diferentes detonadores, el silbido de la bala al cortar el aire, el cálculo de la distancia que alcanzará desde varias posiciones o qué pequeño retoque puede efectuarse al rifle para mejorarlo, si cabe.
Como todos los especialistas, demuestran pasión por alguna pieza en particular de las distintas a su alcance. A algunos les gustan las balas diminutas como la del M700 obtenido a partir del Remington 308; es realmente tan pequeña que, para que salga por el cañón, tiene que ir cubierta por una funda extraíble. Otros prefieren el M21, la versión para francotiradores del clásico rifle de combate M14. Lo más pesado que existe es la Barrett Light Fifty, un monstruo que dispara una bala del tamaño de un dedo desde un kilómetro y medio de distancia a una velocidad y una potencia suficientes para provocar la explosión de un cuerpo humano.
Tendido boca abajo a los pies del capitán Linnett, se encontraba el mejor francotirador, el brigada Peter Bearpaw. Era mestizo; su padre era un sioux de la tribu santee y su madre, hispana. Procedía de los suburbios de Detroit y el ejército era toda su vida. Sus pómulos y sus ojos sobresalían como los de un lobo. Y era el mejor tirador de los Boinas Verdes.
Lo que aferraba mientras vigilaba el valle era un Cheyenne 408 de Cheytac de Idaho. Era un producto de desarrollo más reciente que los otros, pero después de más de tres mil disparos se había convertido en su arma preferida. Era un rifle de cerrojo que apreciaba porque su cierre hermético le producía una pequeña mejora de estabilidad en el momento de la detonación.
Introdujo un único cartucho, muy largo y delgado; había retocado la punta para eliminar la mínima vibración durante la trayectoria. Por encima de la recámara, sobresalía una mira telescópica Jim Leatherwood X24.
—Ya lo tengo, capitán —susurró.
Los prismáticos habían perdido de vista al fugitivo, pero la mira de largo alcance había dado con él. Entre las cabañas del valle, había una cabina con teléfono compuesta por tres paneles de madera
—¿Alto, pelo greñudo y barba negra muy poblada?
—Sí.
—¿Qué hace?
Izmat Jan había tenido poco contacto con los demás prisioneros de Guantánamo, pero uno de ellos, con el cual había compartido meses en un bloque «solitario», era un jordano que había luchado en Bosnia a mediados de los noventa antes de regresar para convertirse en preparador en los campamentos de al-Qaida. Era un extremista.
Durante la época navideña, la vigilancia disminuía un poco, así que se podía hablar de una celda a otra. «Si alguna vez sales de aquí —le había dicho el jordano—, tengo un amigo. Estuvimos juntos en los campamentos. Está a salvo y ayudará a un verdadero creyente. Da mi nombre.»
Había un nombre. Y un número de teléfono que Izmat Jan no sabía a qué lugar correspondía. No estaba muy seguro de cómo efectuar una llamada internacional, aunque tenía suficientes monedas; pero no sabía cuál era el prefijo para llamar desde Canadá. Así que echó una moneda y habló con la operadora.
—¿A qué número quiere llamar? —dijo la voz de la telefonista canadiense. Despacio y titubeando en inglés, el hombre pronunció las cifras que había memorizado a conciencia.
—Es un número de Inglaterra —le explicó la operadora—. ¿Está utilizando monedas de cuarto de dólar?
—Sí.
—Son aceptables. Introduzca ocho y lo pondré en contacto. Cuando oiga unos pitidos, introduzca más monedas si desea continuar la conversación.
—¿Ha conseguido apuntarle? —preguntó Linnett.
—Dispare.
—Está en Canadá, señor.
Peter Bearpaw tomó aire despacio, con tranquilidad, lo retuvo unos momentos y apretó el gatillo. Según el medidor de distancia, el campo de tiro lo constituían casi dos kilómetros de vacío.
Izmat Jan introducía monedas por la ranura. No miraba hacia arriba. La puerta de cristal se hizo añicos; la bala separó el occipucio del resto de la cabeza.
La operadora hizo acopio de toda su paciencia. En la cabina de la explotación forestal solo habían introducido dos monedas; habían dejado colgando el auricular y, en apariencia, la habían abandonado. Al final, no tuvo más remedio que colgar y cancelar la llamada.
Debido a la delicadeza de la situación —un tiro disparado desde el otro lado de la frontera—, la noticia no llegó a aparecer. El capitán Linnett informó al centro de Operaciones, desde donde le comunicaron las nuevas a Marek Gumienny en Washington. No se volvió a hablar del tema.
El cadáver fue hallado en pleno deshielo, cuando los leñadores volvieron. El auricular estaba desconectado. El forense no tuvo más remedio que hacer constar veredicto abierto. El hombre vestía prendas estadounidenses, pero eso no era nada raro cerca de la frontera. No llevaba encima ningún documento de identificación y nadie lo reconoció.
Extraoficialmente, la mayoría de los empleados de la oficina del forense suponían que se trataba de una víctima del desafortunado tiro errado de algún cazador de ciervos, de algún otro disparo despistado o de una bala perdida. Lo enterraron en una tumba anónima.
Como al sur de la frontera no se quería levantar sospechas, nadie preguntó a qué número había llamado el fugitivo. La simple pesquisa podría destapar el origen del disparo. Así que no se llegó a indagar.
En realidad, el número que quería marcar correspondía al de un pequeño piso cerca del campus de la Universidad Aston de Birmingham. Era la residencia del doctor Ali Aziz al-Jatab, y el teléfono estaba intervenido por el MI5 británico. Esperaban obtener suficientes pruebas para justificar la
—En retrospectiva —dijo Seymour—, la opción de que al-Qai-da quisiera utilizar un barco gigantesco como obstáculo y así bloquear una ruta marítima vital para hundir el comercio global fue la que siempre pareció más probable. Pero jamás ha sido la única.
—¿Por qué crees que esa es ahora la opción incorrecta? —preguntó Marek Gumienny.
—Porque, señor, ya hemos registrado todos los barcos del mundo lo bastante grandes como para servir de obstáculo. Están todos limpios. Eso nos deja las otras dos opciones, que son casi idénticas, pero con objetivos diferentes. Creo que ahora deberíamos considerar la opción número tres: el asesinato en masa en una ciudad costera. El hecho de que Bin Laden haya manifestado su preferencia por los objetivos económicos podría haber sido una cortina de humo; o eso, o ha cambiado de opinión.
—Está bien, Sam, convénceme. Tanto Steve como yo tenemos jefes políticos que nos exigen respuestas, si no se las damos, pedirán nuestras cabezas. ¿De qué clase de barco puede tratarse si no es un barco que sirva para bloquear?
—Como amenaza número tres no consideramos tanto el barco como el mercante. No tiene por qué ser de grandes dimensiones mientras sea letal. Lloyd's cuenta con una peligrosa sección de
—Según los cerebritos, en la actualidad la artillería ya no explota porque sí. El material de guerra moderno necesita un detonante para estallar en el interior del casco. El resultado sería peor si se produjera una explosión en una fábrica de fuegos artificiales, aunque no merecería el calificativo de «impresionante» como el 11-S. El vertido químico de Bopal fue mucho más terrible, y se trataba de dioxina, un herbicida letal.
—Entonces, ¿podríamos estar hablando de un camión cisterna con una carga de dioxina, en dirección a Park Avenue y que completa el trabajo con Semtex? —sugirió Hill.
—Pero esas sustancias químicas están guardadas bajo llave en el interior del centro donde las fabrican y las almacenan —objetó Gumienny—. ¿Cómo puede alguien hacerse con el cargamento sin que nadie se dé cuenta?
—Además, ha insistido en que un barco sería el vehículo de transporte —apuntó Seymour—. Cualquier secuestro de un mercante de esas características provocaría una represalia inmediata.
—Salvo en algunas partes del Tercer Mundo que son prácticamente anárquicas —dijo Gumienny.
—Pero esas toxinas tan letales ya no se fabrican en esos lugares, ni siquiera para ahorrar en mano de obra, señor.
—Entonces, ¿volvemos a la opción del barco? —preguntó Hill—. ¿Otro petrolero que vuela por los aires?
—El crudo no explota —comentó Seymour—. Cuando el casco del Torrey Canyon se resquebrajó en la costa francesa hizo falta utilizar bombas de fósforo para lograr que el petróleo prendiera y se incendiara. Un petrolero agujereado solo puede provocar un desastre ecológico, no un asesinato en masa. Aunque sí podría hacerlo un camión cisterna bastante pequeño cargado con gas. Gas licuado, concentrado a gran escala para su transporte.
—¿Gas natural, licuado? —preguntó Gumienny. Intentó contar mentalmente cuántos puertos de Estados Unidos importaban concentrados gaseosos como fuente de energía industrial, y la cifra empezó a inquietarlo. Aunque estaba claro que esas instalaciones portuarias estaban a kilómetros de distancia de las grandes concentraciones humanas.
—El gas natural licuado, conocido como GNL, es difícil de prender —respondió Seymour—. Se almacena a 124 grados Celsius en barcos con doble casco. Aunque secuestraran uno de esos buques, el gas tendría que verterse a la atmósfera durante horas antes de volverse combustible. Pero según los cerebritos hay un tipo de gas licuado que les pone los pelos de punta. Se trata del gas licuado de petróleo, o GLP.
—¡Es tan potente como un mercante pequeño, si se prende en diez minutos de ruptura catastrófica, puede alcanzar la potencia de treinta bombas de Hiroshima, la mayor explosión nuclear del planeta!
Se hizo un silencio total en la habitación que daba al Támesis. Steve Hill se levantó, se acercó hasta la ventana y miró hacia el río que discurría bajo el sol de abril.
—Hablando en plata, ¿qué has venido a contarnos, Sam?
—Creo que hemos estado buscando el barco equivocado en el océano equivocado. La única ventaja con la que contamos es que se trata de un mercado reducido y muy especializado. Sin embargo, el importador más importante de GLP es Estados Unidos. Me consta que en Washington creen que todo esto puede ser inútil. En mi opinión, deberíamos quemar hasta el último cartucho. Estados Unidos puede revisar todos los cargueros con GLP que espera recibir en sus aguas, y no solo los procedentes de Extremo Oriente. Y retenerlos hasta que hayan realizado una inspección a bordo. Gracias a la lista de Lloyd's puedo revisar todos los demás cargueros con GLP del mundo que zarpen desde cualquier punto del mapa.
Marek Gumienny tomó el siguiente vuelo para regresar a Washington. Tenía conferencias que dar y trabajo que hacer. Cuando despegó de Heathrow, el Countess of Richmond doblaba el cabo de Agulhas, en Sudáfrica, y entraba en el Atlántico.
Los seguían a todos. En lo alto, lejos de cualquier mirada o consideración, los satélites surcaban el espacio, y sus cámaras retransmitían a Washington hasta el último detalle de las armaduras y los nombres en la popa de esos barcos. Es más, gracias a la legislación actual todos llevaban transpondedores que emitían distintivos de llamada a los espejos acústicos. Se verificaron todas las identificaciones, y eso incluía la del Countess of Richmond, suministrada por Lloyd's y Siebart and Abercrombie, que se identificó como un pequeño mercante registrado en Liverpool que transportaba una carga legal por una ruta prevista desde Surabaya hasta Baltimore. Para Estados Unidos no tenía sentido hacer más comprobaciones, ese barco se encontraba a miles de millas de la costa estadounidense.
Unas pocas horas después del regreso de Marek Gumienny a Washington, Estados Unidos realizó algunos cambios en las precauciones que había tomado. En el Pacífico, el cordón de seguridad tenía un perímetro que llegaba a mil millas mar adentro. Se estableció un cordón similar en el Atlántico desde la península del Labrador hasta Puerto Rico, y por el mar Caribe hasta la península del Yucatán, en México.
Sin armar mucho revuelo y sin avisar a nadie, dejaron de interesarse por los buques cisterna y los mercantes de grandes dimensiones (que a esas alturas ya habían sido revisados en su totalidad), y empezaron a verificar con mucha atención los datos de los buques cisterna que navegaban entre Venezuela y el río San Lorenzo. Todos los aviones espía EP-3 Orion disponibles se vieron obligados a realizar funciones de guardacostas, y sobrevolaron cientos de miles de millas cuadradas de aguas tropicales y subtropicales en busca de buques cisterna pequeños, y sobre todo, de los que transportaban gas.
La industria estadounidense cooperó en todo lo que pudo, y proporcionó hasta el último detalle de todos los cargueros que esperaban, sobre su puerto de ongen y su momento de llegada. Los datos de la industria se comparaban con los avistamientos en el mar y todos cuadraban. Los buques cisterna de gas recibían la autorización para llegar a puerto y amarrar, pero solo después de permitir el abordaje de un pelotón de la Armada, de los marines o de la guardia costera estadounidenses, que los escoltaba hasta la costa desde doscientas millas mar adentro.
El Doña María era uno de los buques cisterna más pequeños, componente de esa flota de barcos que abastecen a las islas cuyas instalaciones ni necesitan ni pueden permitirse el amarre de grandes buques. Los grandes barcos suelen transportar el crudo venezolano, que se somete a las diversas «fracciones» de su refinado en una instalación en tierra firme; luego se transporta por un oleoducto hasta la isla para cargarlo en los buques.
Junto con otros dos cargueros pequeños, el Doña María estaba en una zona especialmente remota del parque de depósitos. Al fin y al cabo, su cargamento era gas licuado del petróleo, y a nadie le gustaba estar por allí cerca durante la carga. Era la última hora de la tarde cuando terminó de cargar, y el capitán Montalbán hizo los preparativos para zarpar.
Todavía quedaban dos horas de luz tropical cuando la nave soltó amarras y se alejó del malecón poco a poco. A una milla de la costa, pasó cerca de una plataforma hinchable en la que había cuatro hombres sentados con sus cañas de pescar. Era la señal que esperaban los terroristas.
El otro se dirigió al puente de mando y apuntó con su pistola al capitán Montalbán directamente a la sien.
—No haga nada, por favor, capitán —dijo con gran amabilidad—. No es necesario que aminore la marcha. Mis amigos embarcarán dentro de unos minutos. No intente comunicarse por radio o tendré que disparar.
El capitán estaba demasiado anonadado como para no obedecer. Cuando logró reaccionar, miró la radio que estaba en un lateral del puente, pero el indio se dio cuenta y sacudió la cabeza. Ese gesto bastó para disuadirlo de cualquier acto de resistencia. Pasados unos minutos los cuatro terroristas habían embarcado ya, y resistirse hubiera resultado inútil.
El último hombre que saltó de la plataforma hinchable la rajó con un trinchante y esta se hundió en la estela del barco cuando soltaron amarras. Los otros tres hombres ya habían subido sus bolsas de lona y avanzaron hacia popa saltando sobre el amasijo de tuberías, tubos y escotillas del buque cisterna, que son características de la cubierta de proa de un barco de esa clase.
Unos segundos más tarde ya estaban en el puente. Eran dos argelinos y dos marroquíes, a los que el doctor al-Jatab había encomendado la misión hacía más de un mes. Solo hablaban árabe, pero los dos indios, amables a pesar de las circunstancias, lo tradujeron todo. Los cuatro sudamericanos de la tripulación fueron convocados en la cubierta de proa y se quedaron esperando allí. Iban a calcular una nueva ruta e iban a seguirla.
Una hora después de que cayera la noche, asesinaron a los cuatro tripulantes a sangre fría y los tiraron por la borda tras atarles a los tobillos unas cadenas que había en una taquilla de proa. Si al capitán Montalbán todavía le quedaban ganas de resistirse, eso bastó para que desechara la idea de una vez por todas. Las ejecuciones fueron muy mecánicas; cuando los dos argelinos estaban en su país, pertenecían al GIA, el Grupo Islámico Armado, y habían segado la vida de cientos de fellaghas indefensos, granjeros desterrados cuyo asesinato en masa era sencillamente un medio para enviar un mensaje al gobierno de Argel. Hombres, mujeres, niños, enfermos y ancianos..., habían matado a tantas personas en tantas ocasiones, que acabar con la vida de cuatro hombres de la tripulación era un simple trámite.
Durante la noche, el Doña María navegó con rumbo al norte, aunque ya no seguía su ruta programada con destino a Puerto Rico. A babor tenía la inmensidad de la cuenca caribeña, ininterrumpida hasta México. A estribor, bastante cerca, estaban las dos cadenas llamadas islas de Barlovento y Sotavento, cuyas cálidas aguas se consideran a menudo solo como destino vacacional, pero que también están plagadas de buques y cargueros que proporcionan el avituallamiento necesario para mantener con vida a las turísticas islas.
En ese maremágnum de cargueros costeros e islas, el Doña María desapareció y siguió desaparecido hasta que llegó con retraso a Puerto Rico.
La finalidad del ejercicio era permitir al cámara, Suleiman, que llegara a estar a más de doscientos cincuenta metros del carguero, que se volviera y lo fotografiara con su equipo digital. Tras conectar su portátil al teléfono vía satélite Mini-M, podría enviar las imágenes a una página web al otro lado del mundo para grabarlas y retransmitirlas.
Mike Martin entendió enseguida qué estaba viendo. Para el terrorismo, internet y el ciberespacio se habían convertido en armas propagandísticas indispensables. Todas las atrocidades que podían verse en un telediario estaban bien; pero todas las atrocidades que pueden contemplar millones de jóvenes musulmanes es setenta países son algo impagable. De ahí salen los reclutas: ven la acción y desean emularla.
En el castillo Forbes, Martin había visto los vídeos de Irak, con los terroristas suicidas sonriendo de oreja a oreja a la cámara antes de conducir sus coches bomba. En esos casos, el cámara había sobrevivido; en el caso de la motora que daba vueltas en círculo, estaba claro que el objetivo también tendría que estar en el ángulo de visión, y la fotografía continuaría hasta que el barco y sus siete hombres quedasen borrados del mapa. Por lo visto, solo Ibrahim se quedaría al timón.
Sin embargo, Mikc Martin no sabía ni cuándo ni cómo ocurriría todo, ni qué horrores albergaban los contenedores marítimos. Consideró la idea de subir el primero al Countess, soltar el cabo de la motora hinchable para dejarla a la deriva, matar a Ibrahim y tomar el carguero. No tuvo esa oportunidad. La lancha motora era mucho más rápida, y los seis hombres treparon por la borda en cuestión de segundos.
Cuando el ejercicio hubo terminado, soltaron la motora de los pescantes y la depositaron en un lugar donde se confundía con cualquier otra lancha del barco, el maquinista aumentó la potencia y el Countess puso rumbo al noroeste para bordear la costa de Senegal.
Recuperado del mareo, Yusef Ibrahim pasó más tiempo en el puente o en la cámara de oficiales, donde la tripulación comía siempre. La atmósfera ya era muy tensa y su presencia aumentó la tensión.
Los ocho tripulantes habían tomado la decisión de morir como sbahid, como mártires. Sin embargo, eso no evitaba que la espera y el aburrimiento les destrozara los nervios. Solo la oración constante y la lectura compulsiva del sagrado Corán les mantenía tranquilos y convencidos de lo que estaban haciendo.
El técnico de explosivos e Ibrahim eran los únicos que sabían qué había debajo de los contenedores de acero que cubrían la cubierta de proa del Countess of Richmond, desde el lugar situado justo delante del puente hasta el pique de proa. Y, al parecer, Ibrahim era el único que conocía su destino final y el objetivo planeado. Los otros siete hombres debían confiar en las promesas de que alcanzarían la gloria eterna.
Pasadas unas horas de la nueva aparición del comandante de la misión, Martin se dio cuenta de que era objeto constante de la mirada vacía y enloquecida de Ibrahim. No habría sido humano de no haberse sentido desconcertado.
Una serie de preguntas inquietantes empezaron a obsesionarlo. ¿Había visto Ibrahim a Izmat Jan en Afganistán? ¿Le iba a hacer preguntas que sencillamente no podría responder? ¿Había metido la pata, aunque fuera por unas pocas palabras, en el constante recitado de las oraciones? ¿Lo pondría a prueba Ibrahim pidiéndole que recitara pasajes del Corán que no había estudiado?
En realidad, estaba en lo cierto y se equivocaba al mismo tiempo. El psicópata jordano sentado al otro lado de la mesa del comedor jamás había visto a Izmat Jan, aunque sí había escuchado atentamente al legendario guerrero talibán. Y en sus oraciones no había errores. Simplemente odiaba a los pastunes por su destreza en el combate, algo que él jamás había adquirido. De su odio nació el deseo de que el Afgano resultara ser un traidor, para poder desenmascararlo y asesinarlo.
No obstante controló su rabia por una de las razones más antiguas del mundo. Tenía miedo del hombre de la montaña, y a pesar de que llevaba una pistola en una zarabanda debajo de la chilaba y había jurado morir, no podía reprimir su asombro ante el hombre de Tora Bora. Así que lo pensó un poco, se quedó mirando, esperó y guardó silencio.
La persona que dirigía el SIS, a la que jamás se conoció con otro nombre que «C», era inflexible en sus silencios. Después de lo ocurrido en Peshawar, los altos cargos coincidían en que se estaba preparando un espectáculo terrorista. Sin embargo, el mundo de los artificios no es un lugar compasivo para los que fallan a sus amos políticos.
Desde el descubrimiento en la aduana del mensaje garabateado en la tarjeta de desembarque, Palanca no había dado señales de vida. ¿Estaba vivo o muerto? Nadie lo sabía y algunos habían empezado a dejar de preocuparse. Habían transcurrido casi cuatro semanas, y con el paso de los días lo consideraban cada vez más como un personaje del pasado.
Se rumoreaba que ya había cumplido su misión, que lo habían pillado y lo habían asesinado, pero que había sido la causa de que se abortara la conjura. Hill era el único que aconsejaba actuar con precaución y continuar con la búsqueda de una amenaza que seguía sin ser descubierta. Con cierta melancolía, Hill fue en coche hasta Ipswich para hablar con Sam Seymour y con los dos expertos en la lista de mercantes con cargas peligrosas de Lloyd's que lo ayudaban a analizar cualquier posibilidad, por extraña que pareciera.
—En Londres dijiste algo bastante espeluznante, Sam. Una bomba treinta veces más potente que la de Hiroshima. ¿Cómo demonios puede ser un pequeño buque cisterna peor que todo el proyecto Manhattan?
Sam Seymour estaba agotado. A los treinta y dos años podía ver cómo una prometedora carrera en el Servicio Secreto británico se convertía en una actividad marginal en los archivos del Registro Central, aunque lo habían cargado con un trabajo que parecía cada día más difícil de realizar.
—Con una bomba atómica, Steve, los estragos llegan en cuatro oleadas. El resplandor es de un brillo tan intenso que puede cauterizarte la córnea a menos que lleves gafas de sol. Luego llega el calor, es tan abrasador que todo lo que se cruza en su camino arde por combustión espontánea. La onda de choque derriba edificios a kilómetros y kilómetros a la redonda, la radiación de rayos gama es de larga duración, y provoca carcinoma y deformaciones. Si se trata de una explosión de GLP ya puedes olvidarte de las tres oleadas, con esa explosión todo es calor.
»Pero es un calor tan abrasador que haría que el acero corriera como la miel y pulverizaría el cemento. ¿Has oído hablar de la bomba de combustible aéreo? Es tan potente que el napalm no es nada en comparación con ella, aunque las dos procedan de lo mismo: el petróleo.
—El SBP, o sodio a baja presión —añadió uno de los expertos—, pesa más que el aire. A diferencia del GNL, o gas natural licuado, no está a una temperatura increíblemente baja durante su transporte; está bajo presión. Eso explica los cascos dobles de los buques cisterna que transportan el GLP. Al resquebrajarse el casco, el GLP se vierte de forma bastante invisible y se mezcla con el aire. Pesa más que este, así que forma remolinos en torno al lugar del que ha salido, y crea una potentísima bomba de combustible aéreo. Si la encendiéramos, el carguero entero se convertiría en una llama, una llama terrible, cuya temperatura subiría a toda prisa hasta los 5.000 grados centígrados. Luego empezaría a rodar... —No —interrumpió Sam—, generaría su propia corriente
—¿Hasta dónde llegaría esa bola de fuego giratoria? —Bueno, según mis nuevos amigos, los cerebritos, un pequeño buque cisterna de unas ocho mil toneladas, con toda la carga vertida y en ignición, arrasaría con todo y aniquilaría toda vida humana en un radio de cinco kilómetros. Una última cosa, he dicho que genera su propia corriente de aire. Absorbe el aire de la periferia hasta el centro, para alimentarse, así que incluso los seres humanos refugiados cerca del epicentro morirían asfixiados.
Steve Hill imaginó a los habitantes de una ciudad apelotonados en su embarcadero y puerto comercial si ese horror llegaba a estallar en ella. Ni siquiera los barrios periféricos sobrevivirían.
—¿Se ha revisado esa clase de buques cisterna?
—Todos ellos. Los grandes y los pequeños, hasta el más diminuto. El equipo de Cargas Peligrosas está integrado solo por dos tipos, pero son buenos. De hecho, están revisando el último grupo de buques cisterna cargados con GLP.
—En cuanto a los mercantes normales, las cifras indican que debemos limitarnos a los que estén por debajo de las diez mil toneladas. Eso sin contar los que penetren en las zonas prohibidas de todas las líneas costeras de Estados Unidos. En ese caso, los yanquis los detendrán y harán sus pesquisas.
—Por lo demás, los principales puertos del mundo ya están al corriente de que los servicios secretos occidentales creen en la posible existencia de un barco fantasma secuestrado en alta mar y que deben tomar sus propias precauciones. Pero, sinceramente, creo que ningún puerto que pueda ser objetivo de una matanza perpetrada por al-Qaida estaría en un país occidental y desarrollado; ní en Lagos, ni en Darak; no sería ni musulmán, ni hindú ni budista. Eso reduce nuestra lista de puertos no estadounidenses a menos de trescientos.
Alguien llamó a la puerta y asomó la cabeza. Era el jovencísimo y rubicundo Conrad Phipps.
—Acaba de llegar el último, Sam. Wilhelmina Santos, de Caracas, que lleva GLP a Galveston, confirma que está todo correcto, los estadounidenses se han preparado para su abordaje.
—¿Eso es todo? —preguntó Hill—, ¿todos los buques cisterna con GLP que hay en el mundo?
—Aun así, sigue pareciéndome que la idea del buque cisterna con GLP es un error —comentó
Hill. Se levantó y se puso la chaqueta para marcharse y regresar a Londres.
—Hay algo que me preocupa, señor Hill —dijo el sabelotodo sobre mercantes,
—¿Y bien?
—En realidad nadie lo vio hundirse. Su capitán retransmitió por radio muy inquieto que se había declarado un incendio catastrófico en la sala de máquinas y que creía que no lograría salvar el barco. Y luego... ya no se supo más. Era el Java Star.
—¿Alguna pista? —preguntó Seymour.
—Bueno... Pistas,.. Antes de esfumarse en medio de la nada retransmitió su posición exacta. El primero en llegar al lugar fue un barco refrigerador que procedía del sur. Su capitán informó de la presencia de botes autohinchables, chalecos salvavidas y diversos restos flotantes en el lugar. Ni rastro de supervivientes. Desde entonces no se volvió a ver ni al capitán ni a su tripulación.
—¡Qué trágico! Pero ¿qué tiene eso que ver con lo nuestro? —preguntó Hill.
—Fue por el lugar donde ocurrió, señor. Digo... Steve, fue en el mar de Célebes. A doscientas millas de la isla de Labuan.
—¡Oh, mierda! —exclamó Steve Hill, que salió inmediatamente con destino a Londres.
El Afgano también lo hizo, aunque decidió hablar en pastún. Yusef Ibrahim conocía unas cuantas palabras de este idioma por la época que había pasado en Afganistán, e hizo un esfuerzo por entender lo que decía el Afgano, pero aunque Ibrahim hubiera sabido hablarlo bien no habría podido censurar una última voluntad.
El hombre de Tora Bora habló de que un misil estadounidense había acabado con la vida de su familia y de la alegría que pronto sentiría al reunirse con ellos de nuevo y hacer por fin justicia contra el Gran Satán. Mientras hablaba, se dio cuenta de que ninguna de esas declaraciones llegarían a un destino real. Suleiman tendría que retransmitirlo todo antes de que él también desapareciera y su equipo tecnológico con él. Lo que al parecer nadie sabía era cómo morirían ni qué clase de justicia se haría contra Estados Unidos; quienes sí lo sabían eran el experto en explosivos e Ibrahim. Sin embargo, no contaron nada.
Puesto que toda la tripulación sobrevivía a base de conservas frías, nadie se dio cuenta de que el cuchillo con una hoja dentada de diecisiete centímetros había desaparecido de la cocina.
Cuando nadie podía verlo, Martin aprovechaba para afilar la hoja con la chaira que estaba en el cajón de los cuchillos hasta dejarla bien cortante. Pensó en acudir al final de la noche a popa para rajar el bote neumático, pero desechó la idea.
Dormía con otros cuatro hombres en las literas del camarote de la tripulación. Siempre había alguien al timón que estaba junto al punto de acceso para recorrer la popa ayudándose de un cabo. El experto en telecomunicaciones vivía en su diminuta casucha de radiotransmisiones, situada detrás del puente, y el ingeniero estaba siempre en la sala de máquinas, debajo del puente, a popa. Cualquiera de ellos podía asomarse y verlo si intentaba acercarse al bote neumático.
Se darían cuenta enseguida del estropicio y descubrirían de inmediato al saboteador. La pérdida del bote hinchable sería un revés, pero no lo suficientemente grave como para abortar la misión. Además, podrían tener tiempo para repararlo con un parche. Desechó la idea, pero se guardó el cuchillo en la funda de tela que llevaba a la altura de los ríñones. Con cada palabra que le llegaba del puente, intentaba adivinar a qué puerto se dirigían y qué había en las cisternas de agua de lastre para poder destruir la nave y sabotear la misión. No consiguió sacar nada en claro, y el Countess seguía avanzando rumbo al noroeste.
Después del consejo que había llegado desde Ipswich, el origen y la propiedad del Java Star se analizaron con lupa. Como se trataba de una embarcación pequeña, la compañía que la poseía la había ocultado en una empresa «concha» con inversiones en una entidad que resultó ser un «banco de nombre» en un paraíso fiscal de Extremo Oriente. La refinería de Borneo que había suministrado el cargamento era legal, pero sabía muy poco sobre la nave en cuestión. Encontraron a los armadores —había tenido seis propietarios en total— y estos entregaron los planos. Encontraron un barco idéntico, y los estadounidenses lo recorrieron de cabo a rabo con cintas de medición. Generaron una imagen por ordenador y obtuvieron una réplica exacta del Java Star, pero no encontraron al auténtico.
Visitaron al gobierno del país cuya bandera había izado el barco la última vez que fue visto. Sin embargo, se trataba de una república de un atolón de la Polinesia, y los especialistas no tardaron en convencerse de que el buque cisterna con gas jamás había estado allí.
El mundo occidental necesitaba respuestas para tres preguntas: ¿de verdad había desaparecido el barco? Si no era así, ¿dónde estaba? Y ¿cómo se llamaba? Los satélites KH-11 recibieron la orden de estrechar su radio de alcance para buscar algo parecido al Java Star.
Se lamentó la supuesta desaparición en acto de servicio del coronel Mike Martin. No cabía duda de que había hecho todo lo posible, y si descubrían que el Java Star o cualquier otra bomba flotante se dirigía hacia Estados Unidos, considerarían que había tenido éxito. Sin embargo, nadie esperaba volver a verlo. Sencillamente había pasado demasiado tiempo desde la última vez que había dado «señales de vida» dejando un mensaje en la bolsa de un equipo de submarinismo en la isla de Labuan.
Tres días antes, se había agotado la paciencia de los encargados de la cumbre del G-8 con la búsqueda global promovida por el consejo de los británicos, y justo en el momento culminante. Marek Gumienny, sentado en su escritorio de Langley, llamó a Steve Hill por una línea segura para informarle de las novedades.
—Steve, lo siento. Lo siento por tí, pero sobre todo lo siento por tu hombre, Mike Martin. Pero aquí están todos convencidos de que ha desaparecido y de que, pese a haber conseguido que llevemos a cabo la búsqueda de barcos más importante que se haya realizado en el mundo, puede que se haya equivocado.
—¿Y la teoría de Sam Seymour? —preguntó Hill.
—Pues lo mismo. Ha quedado en nada. Hemos revisado todos los jodidos buques cisterna del planeta, de todas las categorías. Quedan solo unos cincuenta por localizar e identificar, y luego se acabó. Signifique lo que signifique eso de al-Isra, o no lo descubrimos nunca o no significa nada, o hace tiempo que se suspendió. Un momento... me llaman por la otra línea.
Un segundo después, volvió a ponerse.
—Hay un barco que va retrasado. Salió de Trinidad rumbo a Puerto Rico hace cuatro días. Tendría que haber llegado ayer. Pero no se ha presentado. No responde.
—¿Qué clase de barco es? —preguntó Hill.
comprobarlo ahora mismo.
—¿Qué llevaba? —preguntó Hill.
El descubrimiento llegó de forma simultánea a diversos organismos, y ese fue el motivo por el que interrumpieron la llamada a Londres de Marek Gumienny. Otros afectados fueron la sede del Comando de Operaciones Especiales en Tampa, Florida, la Armada y la guardia costera estadounidenses. Todos recibieron exactamente las mismas coordenadas del barco perdido.
El hecho de que los secuestradores no hubieran apagado el transpondedor indicaba o bien que eran muy idiotas o bien que esperaban tener mucha suerte. Sin embargo, no hacían más que cumplir órdenes. Si su transpondedor seguía emitiendo, darían su nombre y su posición. Si lo hubieran apagado, se habrían convertido de inmediato en un barco sospechoso.
El aterrorizado capitán Montalbán seguía al mando y al timón del pequeño buque cisterna con el cargamento de GLP. Llevaba cuatro días sin dormir, salvo por un par de cabezaditas de las que lo habían despertado de inmediato. El barco había dejado atrás Puerto Rico en la oscuridad, había dejado al oeste las islas Turks y Caicos, y se perdió durante un instante entre el amasijo de las setecientas islas que componen el archipiélago de las Bahamas.
Cuando el Keyhole lo encontró, se dirigía hacia el oeste por el sur de Bimini, la isla más al oeste de todo el archipiélago.
En Tampa se localizó su posición y se calculó el rumbo que seguiría. Navegaba directo hacia la bahía del puerto de Miami, una vía marítima que lleva al corazón de la ciudad.
En cuestión de diez minutos, el pequeño buque cisterna empezó a atraer a otros barcos. Un avión P-3 Orion, especializado en la lucha antisubmarina, que había zarpado de la Estación Aérea Naval de Cayo Hueso lo localizó, descendió unos cientos de metros y empezó a sobrevolarlo en círculo, para filmarlo desde todos los ángulos. La imagen apareció en una pantalla de plasma del tamaño de una pared en la sala de Operaciones Especiales de Tampa, casi a escala real.
—¡Cielo santo, menuda pinta! —murmuró un operador sin dirigirse a nadie en particular.
Mientras tanto, en alta mar, alguien se había dirigido a la popa del buque cisterna con una brocha y pintura blanca para pintarrajear una línea horizontal sobre la letra «i» de María. Lo hacía para rebautizar la nave con el nombre de Doña Marta, pero el tono de blanco era demasiado burdo para engañar a cualquier observador durante más de un par de segundos.
En la costa de Charleston, Carolina del Sur, operaban dos guardacostas, ambos eran del tipo Hamilton y ambos estaban navegando. Se trataba del Mellon 717 del Servicio de Guardacostas de Estados Unidos, y su barco gemelo era el Morgenthau. El Mellon estaba más cerca y viró para seguir al fugitivo secuestrado, pasó de las revoluciones de crucero a avante flanco. Su navegante calculó que interceptaría el barco en noventa minutos, justo antes del ocaso.
La palabra «patrullero» apenas hace justicia al Mellon; puede actuar como un pequeño destructor con su eslora de 150 metros y 3.300 toneladas de peso muerto. Mientras surcaba a toda máquina el oleaje del Atlántico de principios de abril, su tripulación corría a preparar el armamento, por si acaso. El buque cisterna extraviado ya había entrado en la categoría de «posiblemente hostil».
El armamento del Mellon no es cosa de risa. El más ligero de sus tres sistemas es la ametralladora Gatling de seis cañones del calibre 44 que descarga una ráfaga tal de metralla que se utiliza como arma antimisiles. En teoría, una ráfaga así podría destruir incluso un misil a punto de tocar tierra. Pero el objetivo del Phalanx no tienen por qué ser misiles; puede destruir casi cualquier cosa, aunque debe encontrarse bastante cerca de su objetivo.
El barco también llevaba dos cañones Bushmaster de 25 milímetros, no tan rápidos, pero si más pesados y lo bastante potentes como para amargarle el día a un pequeño buque cisterna. Además, tenía otro cañón montado en cubierta, el Oto Melara de 76 milímetros de fuego graneado. En el momento en que el Doña María era una mancha en el horizonte, los tres sistemas estaban armados y listos para la acción, y los hombres apostados junto a las armas que hasta ese momento solo habían utilizado en sus entrenamientos habrían sido algo más que santurrones si no hubieran albergado el ligero deseo de utilizarlas en la acción real.
Con el Orion sobre sus cabezas, que informaba de todo en directo y transmitía las imágenes a Tampa, el Mellon giró por la popa del buque cisterna y se situó junto a él, y redujo la velocidad para colocarse a justo doscientos metros de la manga. En ese momento, el Mellon llamó al Doña María con su megáfono.
—Buque cisterna no identificado, aquí la nave guardacostas estadounidense Mellon. Detenga sus motores. Repito, detenga sus motores. Vamos a embarcar.
Con unos gemelos potentes se podía ver a la persona que estaba al timón, y a las que tenía a ambos lados. No hubo respuesta. El buque cisterna no redujo la marcha. El mensaje se repitió.
Después de la tercera repetición, el capitán dio la orden de disparar una ráfaga al mar hacia la proa del buque cisterna. Cuando el agua saltó hasta el pique de proa y empapó las lonas con las que alguien había intentado ocultar en vano la red de tubos y cañerías que revelaban el verdadero objetivo de cualquier buque cisterna, los que estaban en el puente del Doña María captaron sin duda el mensaje. A pesar de ello, el barco no redujo la marcha.
En ese momento se asomaron dos personas por la puerta del castillo de popa, justo detrás del puente. Una de ellas llevaba una ametralladora M60 colgada del cuello. Fue un gesto inútil y que marcó el destino del buque cisterna. Sin duda, ese individuo tenía facciones de norteafricano y se lo veía con claridad a la luz del ocaso. Disparó una rápida ráfaga que pasó por encima del Mellon, luego recibió el impacto de una bala de uno de los M-16 que le apuntaban desde la cubierta del guardacostas.
Ese fue el fin de las negociaciones. Cuando el cuerpo del argelino cayó hacia atrás y la puerta de acero por la que había salido se cerró, el capitán del Mellon pidió permiso para hundir al barco fugitivo. Pero no se lo concedieron. El mensaje de la base fue claro.
—Aléjense de ese barco. Aléjense ya y deprisa. Es una bomba flotante. Vuelvan a situarse a una milla del buque cisterna.
El Mellon dio media vuelta con pesar y a toda máquina, y dejó al buque cisterna solo ante el peligro. Los dos F-16 Falcon ya estaban en el aire y a tres minutos de distancia.
Hay un escuadrón en la Base Aérea de Pcnsacola, en la estrecha faja costera oriental de Florida, preparado las veinticuatro horas para despegar en cuestión de cinco minutos. Su principal ocupación
Aparecieron con el ocaso en un limpio cielo que se oscurecía, se situaron sobre el buque cisterna al oeste de Bimini y armaron sus misiles Maverick. En el visor de cada piloto se vieron las palabras «misiles», «inteligentes», «objetivo» sobre el blanco, y la eliminación del buque fue muy mecánica, muy precisa, carente de emoción.
Se oyó una orden entrecortada del jefe del pelotón y los dos Maverick situaron sus bastidores debajo de los cazas y siguieron sus morros. Unos segundos después, dos cabezas explosivas con 135 kilos de disgustos impactaron contra el buque cisterna.
Aunque su cargamento no tenía la combinación de aire suficiente para provocar explosiones de máxima potencia, el impacto de los Maverick en la masa gelatinosa del petróleo fue espectacular.
Situados a una milla de distancia, los tripulantes del Mellon vieron las llamaradas y quedaron muy impresionados. Sentían el calor en la cara y les llegaba el hedor de la gasolina concentrada del incendio. Fue todo muy rápido. No quedó nada que pudiera arder en la superficie. Los extremos de popa y proa del buque se hundieron como dos fragmentos distintos de desperdicios fundidos. El último resto en llamas de su combustible más pesado parpadeó durante cinco minutos, luego el mar lo reclamó todo.
Así lo había planeado Ali Amin al-Jatab.
Las formalidades duraron poco. Ordenaron a Marek Gumienny que informara del proceso y la conclusión de toda la operación de lucha contra el terrorismo conocida como Palanca.
Gumienny fue breve, puesto que era consciente de que los hombres sentados en torno al ventanal circular con su cristal antibalas de dieciséis centímetros de grosor que daba al Rose Garden (el famoso emplazamiento de las conferencias de prensa al aire libre en la Casa Blanca) odiaban las explicaciones largas. La norma era «quince minutos y punto en boca». Marek Gumienny resumió las complejidades de la Operación Palanca en doce puntos.
Todo el mundo se quedó en silencio cuando terminó de hablar.
—¿Así que el consejo de los británicos al final resultó ser acertado? —preguntó el vicepresidente.
—Sí, señor. Debemos suponer que el agente que infiltraron en al-Qaida, un oficial muy valiente al que tuve el privilegio de conocer el pasado otoño, ha muerto. De no ser así, ya habría dado señales de vida. Aunque logró transmitir su mensaje. De hecho, el arma de los terroristas era un barco.
—No tenía ni idea de que se transportaran cargamentos tan peligrosos a diario por todo el mundo —comentó sorprendido el secretario de Estado tras el consiguiente silencio.
—Ni yo —dijo el presidente—. Bueno, en cuanto a la cumbre del G-8, ¿qué me aconseja?
El secretario de Defensa miró al director de la Agencia de Segundad Nacional y asintió con la cabeza. Sin duda alguna tenían previsto autorizarla.
—Señor presidente, tenemos muchas razones para creer que la amenaza terrorista para este país, sobre todo para la ciudad de Miami, fue eliminada anoche. El peligro ya no existe. En cuanto a la cumbre del G-8, durante toda su duración contará con la protección de la Armada estadounidense, y la Armada ha dado su palabra de que usted no sufrirá ningún daño. Por tanto, le aconsejamos que celebre la cumbre con toda tranquilidad.
El muelle doce del Buttermilk Channel que iba a inaugurarse esa misma noche no es un embarcadero pequeño, pero el buque lo ocupó todo. Con 345 metros de eslora, 41 metros de manga y un calado de 12 metros, tuvieron que drenar parte del canal para albergarlo; era, con mucho, el buque de pasajeros más grande del momento. Cuanto más lo contemplaba, más magnífico le parecía.
Mucho más abajo, lejos de allí, en dirección a las calles que estaban más allá de los edificios de la terminal, podía imaginar las pancartas de los impotentes y airados manifestantes. La policía de Nueva York había acordonado toda la terminal con gran eficiencia. Los barcos de la policía portuaria pasaban casi rozando la terminal y realizaban constantes virajes para asegurarse de que no se acercara ningún manifestante en barco.
Aunque hubieran podido acercarse por mar, no les habría servido de nada. El casco de acero del barco se elevaba por encima de la línea de flotación, y sus portas más bajas estaban a unos quince metros de altura. Así que las personas que embarcaran esa noche en ese barco podrían hacerlo con intimidad total.
No es que a los manifestantes les importaran esas personas. Hasta ese momento solo habían embarcado los cargos de menos importancia: taquígrafos, secretarios, diplomáticos de segunda, asesores especializados y todo el ejército de hormiguitas humanas con quienes las grandes y buenas potencias del mundo serían incapaces de hablar del hambre, la pobreza, la seguridad, las barreras comerciales, la defensa o las alianzas.
Cuando le vino a la cabeza el concepto de seguridad, David Gundlach frunció el ceño. Había pasado el día con sus compañeros oficiales comprobando los datos de los hombres del Servicio Secreto estadounidense sobre cada centímetro del barco. Todos los agentes parecían iguales; todos tenían el ceño fruncido, todos farfullaban poniendo la cara en la bocamanga de las americanas, que era donde llevaban los micros ocultos, y recibían las respuestas por los auriculares sin los que se habrían sentido desnudos. Al final, Gundlach sacó la conclusión de que se habían dejado llevar por la paranoia de su trabajo, puesto que no habían encontrado nada sospechoso en toda la nave.
Habían investigado y comprobado el pasado de los doscientos miembros de la tripulación, y no habían descubierto ni una sola prueba contra ninguno de ellos. La suite Gran Dúplex preparada para el presidente y la primera dama de Estados Unidos estaba acordonada y vigilada por el Servicio Secreto, tras un registro exhaustivo de las dependencias. Al ver todo eso por primera vez, David Gundlach fue consciente de lo arropado que debía de estar el presidente a todas horas.
Miró el reloj. Quedaban dos horas para que terminaran de embarcar los tres mil pasajeros antes de que los ocho jefes de Estado o presidentes de Gobierno llegaran. Como había sucedido con los diplomáticos de Londres, le admiraba la simplicidad de fletar el barco más grande y lujoso del planeta para albergar la cumbre más importante y prestigiosa del mundo, además del hecho de celebrarla durante una travesía de cinco días por el Atlántico, desde Nueva York a Southampton.
La artimaña confundió a los grupos que suelen generar el caos en la cumbre del G-8 año tras año. El Queen Mary //, con su capacidad para 4.200 personas, era intocable y mejor que cualquier montaña o cualquier isla.
Gundlach estaría junto a su capitán cuando las sirenas Typhoon tocasen su grave nota para despedirse de Nueva York. El primer oficial daría las órdenes requeridas de potencia para los cuatro propulsores Mermaid, y el capitán, gracias a un sencillo y diminuto mando de su consola, lo haría zarpar con suavidad con rumbo al East River y viraría hacia la Estatua de la Libertad y el anhelante Atlántico. La dirección era tan suave y sus dos hélices de popa eran tan versátiles, que giraría los 360 grados que necesitaba para salir de la terminal sin ayuda de remolcadores.
La cumbre del Teide desapareció de la vista, y el timonel viró un par de grados a babor rumbo a la costa estadounidense, situada a unas 1.600 millas de allí. Los satélites volvieron a localizarlo desde el espacio; y una vez más, tras consultar los ordenadores, se identificó su transpondedor, se comprobaron las grabaciones, se tomó nota de su inofensiva posición tan alejada de la costa, y se repitió la autorización; «Buque mercante legal, no hay peligro».
A pesar de todo, esa travesía, a juzgar por las predicciones, sería tranquila, con marejadilla y vientos suaves. El barco seguiría la ruta del gran Círculo Polar por el sur, mucho más popular entre los pasajeros por sus temperaturas y oleaje más amables. Siguiendo esa ruta, el barco describiría un arco por el Atlántico en su punto más corto y, en el extremo más al sur, justo al norte de las Azores.
El presidente de Estados Unidos, que sería el anfitrión de la cena inaugural a las ocho en punto, llegó en su acostumbrado helicóptero blanco y azul oscuro de la Casa Blanca a las seis en punto. Una banda de la Armada tocó en el muelle «Hail to the Chief» cuando entró por la borda y las puertas blindadas se cerraron al mundo exterior. A las seis y media, las últimas amarras se soltaron y el Queen, engalanado de proa a popa e iluminado como una ciudad flotante, zarpó con suavidad hacia el East River.
Las personas que estaban en naves más pequeñas en el río y más allá contemplaban cómo se alejaba y se despedían del pasaje. Muy por encima de ellos, detrás de vidrieras blindadas, los presidentes de Gobierno y jefes de Estado de las ocho naciones más ricas del mundo correspondían al gesto. La iluminadísima Estatua de la Libertad fue alejándose, las islas quedaron atrás y el Queen fue aumentando poco a poco la potencia de sus motores.
A babor y a estribor, los dos cruceros equipados con misiles de la flota del Atlántico de la Armada estadounidense que lo escoltaban tomaron posiciones a varias brazas de distancia y anunciaron su presencia al capitán. A babor estaba el USS Leyte Gulf y a estribor el USS Monterey. De acuerdo con las normas de cortesía marítimas, el capitán autorizó su presencia y la agradeció. Luego salió del puente y fue a cambiarse para la cena. David Gundlach tenía el timón y el mando.
No habría submarino de escolta, puesto que no se trataba de una flota de portaaviones. Además había dos razones fundamentales por las que no era preciso un submarino. En primer lugar, no existía ninguna nación que poseyera la clase de submarino capaz de escapar del sistema de detección y destrucción de un crucero lanzamisiles. Y en segundo lugar, el Queen iba tan rápido que no había submarino que pudiera seguirle.
Cuando la caravana dejó atrás la Estatua de la Libertad y las luces de Long Island empezaron a difuminarse, el primer oficial Gundlach aumentó la potencia hasta velocidad de crucero. Los cuatro propulsores Mermaid, con una potencia total de 157.000 caballos, pondrían al Queen a una velocidad máxima de treinta nudos si era necesario. Su velocidad normal de navegación es de veinticinco nudos, y los cruceros que lo escoltaban tenían que ir a toda máquina para seguir su ritmo.
En el cielo apareció la escolta aérea: un Hawkeye E2C de la Armada estadounidense equipado con radares, capaz de iluminar la superficie del Atlántico en una extensión de quinientas millas a la redonda en torno al convoy, y un Prowler EA-6B capaz de interceptar cualquier sistema armamentístico que osara atacar al convoy y destruir con misiles HARM el lugar desde donde se había producido el lanzamiento.
La cobertura aérea sería aprovisionada en vuelo; la sustituiría al final del turno otra unidad que despegaría de suelo estadounidense y esta a su vez por el relevo que vendría de la base estadounidense de las Azores y continuaría en el aire hasta ser sustituida por una unidad del Reino Unido. Todo estaba previsto.
La cena fue un éxito rotundo. Los jefes de Estado sonreían, sus esposas estaban muy animadas, todos opinaban que la comida había sido deliciosa, y la cristalería resplandecía llena de excelentes vinos.
Siguiendo el ejemplo del presidente estadounidense y más aún teniendo en cuenta que las demás delegaciones habían realizado vuelos de larga duración, los comensales se levantaron pronto de la mesa y se retiraron a sus camarotes.
La cumbre se reunió en pleno a la mañana siguiente. El Royal Court Theatre se había transformado para albergar a las ocho delegaciones y al pequeño ejército de subalternos que al parecer necesitaba cada una de ellas.
La segunda noche fue como la primera, con la salvedad de que el anfitrión era el primer ministro británico en el comedor Queen's Grill para doscientos comensales. Los personajes menos eminentes
Muy por encima de sus cabezas, en el puente, se bajó la intensidad de las luces. Allí, David Gundlach permanecía al mando durante el turno de noche. Ante él, justo debajo de las ventanas, estaba el despliegue de pantallas de plasma donde se veían al detalle todos los sistemas del barco.
La pantalla más llamativa era la del radar del barco, que proyectaba su alcance de veinticinco millas a la redonda. Gundlach vio las señales luminosas de los otros dos cruceros que estaban a babor y a estribor y de otros barcos que estaban más allá.
También tenía a su disposición un Sistema Automático de Identificación que leía el transpondedor de cualquier barco a cualquier distancia, y un ordenador de verificaciones conectado a la base de datos de la compañía Lloyd's, que no solo identificaría al barco, sino que informaría sobre su ruta y sobre qué cargamento llevaba, además de averiguar su frecuencia de radio.
A ambos lados del Queen, también en puentes a oscuras, los operadores de los radares de los dos cruceros estudiaban minuciosamente sus pantallas con el mismo objetivo. Su labor consistía en garantizar que ninguna amenaza, por pequeña que fuera, pudiera acercarse al hercúleo monstruo que rugía entre ellos. Incluso para un barco inofensivo cuya identidad estuviera verificada, el límite de aproximación era de tres kilómetros. La segunda noche no había ninguna nave que estuviera a menos de diez kilómetros del Qaeen.
El panorama que tenía el Hawkeye E2C era lógicamente más amplio por su altitud. La imagen que se veía era como un gigantesco haz de luz circular que avanzaba por el Atlántico del oeste al este. Sin embargo, la inmensa mayoría de lo que se veía desde el avión estaba a kilómetros de distancia y de ningún modo cerca del convoy. El avión creaba un corredor de diez millas de ancho avanzando a toda prisa entre los barcos, e informaba a los cruceros de lo que tenían por delante. Para ser fieles a la realidad, ese avance llegaba solo hasta cierto límite. El límite era de veinticinco millas o una hora de travesía.
Justo antes de las once de la tercera noche, el Hawkeye retransmitió una alerta de bajo nivel.
—Es un pequeño carguero a veinticinco millas, a dos millas al sur de la ruta marcada. Parece que está quieto.
Los otros cuatro hombres estaban en el puente. Ibrahim estaba al timón, oteando el horizonte, en busca del primer destello de las luces que se aproximaban.
El experto en telecomunicaciones indonesio estaba ajustando el micrófono de transmisión para conseguir mayor volumen y nitidez. Junto a él estaba el adolescente de padres paquistaníes nacido y criado en un barrio de las afueras de Leeds, en el Yorkshire. El cuarto era el Afgano. Cuando el radiotelegrafista estuvo satisfecho, hizo un gesto de asentimiento mirando al chico, que le correspondió y ocupó un taburete junto a la consola del barco para esperar la llamada.
frecuencia utilizada era la longitud de onda normal de los barcos del Atlántico Norte. La voz tenía acento del sur profundo de Estados Unidos.
La voz que respondió se oyó ligeramente distorsionada a causa del anticuado equipo de radiotransmisión del viejo mercante. Y la voz hablaba con el acento típico de Lancashire o puede que de Yorkshire.
—Oh, sí, Monterey, aquí Countess.
—Deténgase y denos sus coordenadas.
—Countess of Richmond. Tenemos problemas de recalentamiento... —La comunicación se entrecortaba— ... árbol de hélice... estático... Lo repararemos cuanto antes.
Se oyó un breve silencio procedente del puente del crucero. Y a continuación...
—Repita, Countess of Richmond. Repito, vuelva a decirlo.
Llegó la respuesta y el acento se oyó más marcado que nunca. En el puente del Queen, el primer oficial vio la señal luminosa que apareció en la pantalla del radar ligeramente hacia el sur que se cruzaría en su ruta y a cincuenta minutos de travesía. En otra pantalla se veían todos los detalles del Countess of Richmond, que incluían la verificación de que su transpondedor era auténtico y de que su señal era precisa. Se cortó la comunicación por radio.
—Monterey, aquí Queen Mary II. Conteste.
David Gundlach había nacido y se había criado en el condado de Wirral, en Cheshire, a menos de ochenta kilómetros de Liverpool. Creyó adivinar que la voz procedente del Countess tenía acento
—Sí, eso es. Espero haber acabado dentro de una hora —dijo la voz que se oía por el altavoz.
—Countess, denos los detalles de su posición. Puerto de registro, puerto del que ha zarpado,
destino y cargamento.
Gundlach recorrió la pantalla en busca de información suministrada por la sede de la compañía naviera McKendrick de Liverpool, los agentes de Siebart and Abercrombie de Londres y la empresa
—¿Con quién hablo, por favor? —preguntó.
—Al habla el capitán McKendrick. ¿Y usted quién es?
—Primer oficial David Gundlach.
El Monterey, que seguía la transmisión, volvió a comunicarse con dificultad.
Gundlach consultó las imágenes. El ordenador del puente estaba guiando al Queen por la ruta planificada y se adaptaría a cualquier variación de los vientos, las corrientes o el oleaje. Variar el rumbo habría supuesto pasar a navegación manual o volver a reprogramar la ruta, para volver luego al rumbo original. Adelantaría al carguero en cuarenta y un minutos y lo dejaría a dos millas de distancia a estribor.
—No hace falta, Monterey. Lo adelantaremos dentro de cuarenta minutos. Quedaremos separados por más de dos millas de mar.
El Monterey quedaría a una distancia menor; aun así estaría bastante lejos. En el cielo, el Hawkeye y el EA6 rastreaban con sus escáneres el indefenso mercante en busca de cualquier señal de misiles, o de cualquier actividad electrónica. No encontraron nada, pero seguirían vigilando hasta En el puente del Countess lo habían oído todo. Ibrahim hizo un gesto de asentimiento para que lo dejaran solo. El ingeniero de telecomunicaciones y el joven descendieron por la escalerilla hasta la motora y los seis hombres del bote hinchable esperaron al Afgano.
Todavía convencido de que el demente jordano reajustaría el motor e intentaría embestir a uno de los barcos que se acercaran, Martin sabía que no podía abandonar el Countess of Richmond. Su única esperanza era hacerse con los mandos después de asesinar a los tripulantes.
Bajó por la escalerilla de espaldas. Suleiman estaba en las bancadas preparando su equipo de fotografía digital. Una cuerda colgaba de la barandilla del Countess; uno de los indonesios estaba junto a la proa de la motora, agarrando la cuerda y haciendo fuerza contra la corriente, junto a la borda del barco.
Martin se agarró bien a la escalerilla, se volvió, se agachó e hizo una raja de más de un metro en la resistente lona de color gris. Su actuación fue tan rápida e inesperada que durante dos o tres segundos nadie reaccionó, a excepción del mar. El aire que se escapó produjo un fuerte estruendo, y con seis personas a bordo ese lado de la lancha se hundió y empezó a inundarse.
Martin adelantó más el cuerpo e intentó cortar la cuerda de sujeción. No lo logró, pero le hizo un corte en el antebrazo al indonesio. Los hombres de la lancha reaccionaron, pero el indonesio soltó la cuerda y el mar se los llevó.
Manos con sed de venganza se tendieron hacia Martin, pero la lancha que se hundía volcó por estribor. El peso del gran motor fuera borda la hizo inclinarse hacia atrás y empezó a entrar más y más agua salada. Los restos de la lancha se alejaron de la popa del carguero y desaparecieron en la oscuridad de la noche atlántica. En algún lugar corriente abajo, la lancha se hundió por completo, arrastrada por el peso del motor fueraborda. Bajo el resplandor de las luces de popa del barco, Martin vio manos agitándose en el agua, que también acabaron por desaparecer. Es imposible nadar contra una corriente de cuatro nudos. Martin volvió a subir por la escalerilla. En ese momento, Ibrahim tiró de uno de los tres mandos que el experto en explosivos le había indicado. Cuando Martin subió, se oyó una serie de agudos restallidos que siguieron a la explosión de las cargas de menor potencia.
Cuando el señor Wei había construido la galería que ocultaba los seis contenedores de cubierta del Java Star desde el puente hasta la proa, había fabricado un techo, o «tapa», colocado sobre el espacio vacío de debajo, consistente en una única placa de acero que se aguantaba solo con cuatro contrafuertes.
Para estos explosivos se habían fabricado cargas a medida ensambladas con cables que se alimentaban de los motores del barco. Cuando hicieran explosión, la placa metálica que actuaba como tapa de la caverna que estaba debajo saldría volando a varios metros de distancia. La potencia de las cargas era desigual, de modo que un lado de la placa se levantaría más que el otro.
Martin estaba en el último tramo de la escalerilla, con el cuchillo entre los dientes, cuando las cargas estallaron. Se quedó agachado cuando la enorme placa pasó volando de lado hacia el mar. Guardó el cuchillo y entró en el puente.
El asesino de al-Qaida estaba de pie ante el timón mirando hacia delante por la ventana. En el horizonte, echándoseles encima a cinco nudos, había una ciudad flotante, con diecisiete plantas y
Colocados en orden a lo largo de la cubierta, en dirección al pique de proa, había seis discos circulares de acero —las escotillas de ventilación— sobre cada uno de los tanques del mercante que estaban debajo de la cubierta.
—Tendrías que haberte quedado en el bote, Afgano —dijo Ibrahim.
—No había sitio, hermano. Suleiman ha estado a punto de caer por la borda. Me he quedado en la escalerilla. Luego han desaparecido. Ahora moriré aquí contigo, inshallah.
Ibrahim parecía tranquilo. Miró el reloj del barco y tiró de la segunda palanca. Los cables salían del control y llegaban hasta las baterías del barco, tomaban la energía que necesitaban y seguían hasta la galería donde el experto en explosivos, tras entrar por una puerta secreta, había trabajado durante el mes que había pasado en alta mar.
Explotaron seis cargas más. Las seis escotillas salieron volando justo por encima de los tanques. Lo que ocurrió a continuación no pudo apreciarse a simple vista. De haber sido posible, Martin habría visto seis columnas en vertical que ascendían como volcanes de las cúpulas cuando el mercante empezó a descargarse. La nube ascendente de vapor alcanzó los treinta metros de altura, perdió su ímpetu y la fuerza de gravedad pudo con ella. La nube invisible, que se mezclaba a toda velocidad con el aire nocturno, volvió a caer al mar y empezó a rodar hacia fuera, alejándose de su punto origen en todas direcciones.
Martin había fracasado y lo sabía. Había llegado demasiado tarde y eso también lo sabía. Sabía lo suficiente para darse cuenta de que había pilotado una bomba flotante desde las Filipinas, y de que lo que se estaba vertiendo por las seis escotillas abiertas era una muerte invisible e incontrolable.
Siempre había supuesto que el Countess of Richmond, que en ese momento volvía a ser el Java Star, iba a dirigirse hacia algún puerto de interior para hacer explotar lo que quedara bajo su cubierta. Martín había supuesto que iba a estrellarse contra algún objetivo importante en el momento en que explotara. Durante treinta días, había esperado en vano una oportunidad para matar a los siete hombres y hacerse con el timón. Esa oportunidad no se había presentado.
En ese momento, demasiado tarde, se dio cuenta de que el Java Star no iba a descargar ninguna bomba; el mismo barco era la bomba. Y mientras su cargamento se vertía a toda prisa, no necesitaba moverse ni un centímetro. La nave que se aproximaba no tenía más que pasar a tres kilómetros de distancia del barco para consumirse entre llamas.
Había oído el intercambio de mensajes del puente entre el chico paquistaní y el oficial de cubierta del Queen Mary II. Se había enterado demasiado tarde de que el Java Star no encendería los motores. Los cruceros que lo escoltaban jamás lo habrían permitido, aunque eso no hubiera interferido en el objetivo del Java.
Había un tercer mando a la derecha de Ibrahím, un botón que sin duda sería pulsado tarde o temprano. Martin siguió cí recorrido de los cables hasta una pistola de bengalas, que estaba montada justo enfrente de la ventana del puente. Una bengala, un único destello...
A través de las ventanas, la ciudad de las luces se veía en el horizonte. Quince millas, treinta minutos de travesía, momento óptimo para la mezcla máxima de combustible y aire.
Martin miró, parpadeando, el altavoz de la radio en la consola. Era la última oportunidad para transmitir la alarma. Se llevó la mano derecha a la abertura de la túnica donde llevaba el cuchillo, atado al muslo.
El jordano se dio cuenta del movimiento. Haber sobrevivido a la época en Afganistán, a una cárcel jordana y a la incesante cacería estadounidense en Irak le había hecho desarrollar ciertos instintos animales.
Martin se metió la mano por debajo de la túnica en busca del cuchillo. Ibrahim reaccionó antes; había guardado la pistola bajo el mapa de la mesa donde estaba la carta de navegación. Apuntó a Martin directamente al pecho. La distancia que los separaba era de tres metros y medio. Tres metros de más.
Un soldado está entrenado para calcular sus posibilidades y actuar de inmediato. Martin había pasado gran parte de su vida haciéndolo. En el puente del Countess of Richmond, envuelto en una nube letal, había solo dos opciones: ir a por el hombre o ir a por el botón. Martin moriría de todas formas.
Le vinieron unas palabras a la cabeza, palabras de un tiempo muy lejano, pertenecientes a un verso de un poema escolar; «A todo hombre de esta tierra, le llega la muerte tarde o temprano…». Y recordó las palabras de Ahmad Sha Masud, el León del Panjshir, hablando junto a la hoguera.
—Estamos todos condenados a muerte, inglés. Pero solo un guerrero bendecido por Alá puede escoger cómo morir. El coronel Mike Martin ya había elegido... Ibrahim lo vio acercarse, reconoció el parpadeo de un hombre a punto de morir. El asesino gritó y disparó. El hombre que había cargado contra él recibió el balazo en el pecho y empezó a agonizar. Sin embargo, más allá del dolor y el impacto siempre está la fuerza de la voluntad, suficiente para un segundo de vida.
Al final de ese segundo, una eternidad de color rojizo engulló a ambos hombres y al barco.
A su derecha, Gundlach vio que el crucero estadounidense aceleraba hasta ponerse en velocidad de ataque y se dirigía hacia el fuego. Las llamas empezaron a parpadear y a consumirse sobre la superficie del agua. No cabía duda de que el Countess of Richmond había sufrido un terrible accidente. El trabajo de Gundlach consistía en mantener la ruta despejada; de haber hombres en el agua, el Monterey los encontraría. Con todo, lo sensato era convocar a su capitán. Cuando este se presentó en el puente, su primer oficial le explicó lo que había visto. Ya estaban a dieciocho millas del lugar estimado y se alejaban a toda máquina de allí.
El USS Ley te Gulf permanecía junto a ellos, a babor. El Monterey iba directo hacia la bola de fuego que estaba a unas millas más adelante. El capitán accedió a que, en el caso improbable de que hubiera supervivientes, el Monterey se encargara de su búsqueda.
Mientras los dos hombres observaban el panorama desde la seguridad de su puente, las llamas se extinguieron. Los últimos restos del fuego sobre el mar provenían del combustible del barco hundido. Todo el cargamento hipervolátil se había disipado antes de que el Monterey llegara al lugar de los hechos.
El capitán del Cunarder ordenó que los ordenadores retomaran la ruta en dirección a Southampton.
Testigos independientes, que no tenían ningún motivo para mentir, confirmaron que el capitán Herrmann estaba al mando y que todo iba bien. Otros dos capitanes que doblaban el extremo noronental de la isla de Borneo vieron el barco poco después. Precisamente por su cargamento, ambos capitanes se dieron cuenta de que se alejaba bastante de ellos, y anotaron su nombre.
La única grabación del último mensaje de auxilio emitido por su capitán se reprodujo en presencia de un psiquiatra noruego que confirmó que la voz era de un compatriota noruego que hablaba bien inglés, pero que estaba hablando bajo presión.
Localizaron y entrevistaron al capitán del barco que llevaba un cargamento de fruta, y que había localizado la posición de la nave investigada y había virado en esa dirección. Contó lo que había visto y oído. Sin embargo, los expertos en incendios de alta mar consideraron que si el fuego en la sala de máquinas del Java Star fue tan catastrófico, el capitán Herrmann no pudo hacer nada por salvarlo, y su cargamento debió acabar incendiándose. Eso explica que no hubiera balsas salvavidas flotando en el mar donde se hundió.
Los comandos filipinos llevaron a cabo una incursión, con la ayuda de helicópteros de combate estadounidenses, de la península de Zamboanga, aparentemente en busca de las bases de Abu Sayyaf. Buscaron y encontraron a dos rastreadores de Haq que vivían en la selva y que de vez en cuando trabajaban para los terroristas, pero que no estaban dispuestos a morir por ellos.
Declararon que habían visto un buque cisterna de tamaño medio en una recóndita ensenada de la selva, y a ocho hombres con sopletes de oxiacetileno trabajando en él.
El equipo del Java Star entregó su informe un año después. Según el informe, e\Java Star no se había hundido por un incendio declarado en cubierta, sino que lo habían secuestrado intacto; añadía que habían hecho lo máximo para convencer a las armadas del mundo de que ya no existía cuando en realidad no era así. Se suponía que todos sus tripulantes habían muerto, y eso había que confirmarlo.
Debido a lo delicado del asunto, todos los encargados de la investigación estaban estudiando las diversas fases del proceso sin saber por qué. Les dijeron, y ellos lo creyeron, que se trataba de una investigación para el peritaje del seguro.
Otro equipo se encargó de estudiar la suerte que había corrido el verdadero Countess of Richmond. Los componentes de ese equipo provenían del despacho londinense de Alex Siebart, en Crutched Friars, y fueron a Liverpool para investigar a los familiares y a la tripulación. Confirmaron que todo estaba en orden cuando el Countess descargó sus Jaguar en Singapur. El capitán McKendrick se había topado con un amigo de Liverpool en los muelles y se habían tomado un par de cervezas antes de que zarpara. Entonces había aprovechado para llamar a casa.
Testigos independientes confirmaron que el barco seguía al mando de su leal capitán cuando cargaron su valiosa madera en Kinabalu.
Sin embargo, gracias a una investigación sobre el terreno en Surabaya, Java, descubrieron que la nave en cuestión jamás había estado allí para recoger su segundo cargamento de sedas orientales. Con todo, la compañía londinense Siebart and Abercrombie había recibido la confirmación de los exportadores de que sí lo había recogido. Así pues, se trató de una confirmación falsa.
Hicieron un retrato robot del «señor Lampong» y el Servicio de Seguridad Nacional indonesio reconoció a un sospechoso, cuya culpabilidad nunca llegó a probarse, de financiación del Ya-maat Islamiya. Se montó una partida de búsqueda, pero el terrorista había desaparecido en la marea humana del sudeste asiático.
El equipo llegó a la conclusión de que el Countess of Richmond había sido abordado y secuestrado en el mar de Célebes. Toda su documentación, códigos de identificación de radiotransmisión y transpondedor fueron robados y el barco, con toda seguridad, acabó siendo hundido. Se informó a los parientes más cercanos.
Mantuvo una leve sonrisa, y su abogado no dejó de protestar, durante los consabidos veintiocho días otorgados por la policía británica para retener a un sospechoso sin que mediara una acusación formal. Sin embargo, dejó de sonreír cuando, al salir de la prisión de Su Majestad en Belmarsh, volvieron a detenerlo, esta vez con una orden de extradición emitida por el gobierno de ios Emiratos Árabes Unidos.
Según su legislación no existía límite de tiempo. Al-Jatab fue directamente a su celda. Esta vez, su abogado presentó una contundente apelación contra la orden de extradición. Como kuwaití, ni siquiera era ciudadano de los Emiratos Árabes Unidos, pero esa no era la cuestión.
El Centro de Lucha Contra el Terrorismo de Dubai se había hecho con cierto fajo de fotos de forma asombrosa. En ellas se veía a al-Jatab hablando muy amigablemente con un conocido correo de al-Qaida, capitán de un dhow que ya estaba bajo vigilancia. En otras se lo veía entrando y saliendo de una casa en Ras al-Jaima, conocida como escondite de los terroristas. El juez de Londres quedó impresionado y ratificó la orden de extradición.
Al-Jatab apeló... pero volvió a perder. Ante la posibilidad de escoger entre los dudosos encantos de la prisión de Beímarsh o el exhaustivo interrogatorio llevado a cabo por las Fuerzas Especiales de los Emiratos Árabes Unidos en su base del desierto en el golfo Pérsico, suplicó quedarse como un invitado de la reina Isabel.
Eso supuso un problema. Los británicos explicaron que no tenían ningún motivo para retenerlo, ni mucho menos para intentar acusarlo. Al-Jatab estaba a medio camino del aeropuerto de Heathrow cuando llegaron a un acuerdo y empezó a hablar.
Abrió la boca y los agentes invitados de la CIA presentes en las sesiones comentaron que eran como observar el desbordamiento de la presa Boulder. Delató a más de cien agentes de al-Qaida que hasta ese momento estaban limpios como patenas y que eran desconocidos para los servicios secretos de Gran Bretaña y Estados Unidos, y dio los datos de veinticuatro cuentas bancarias «durmientes».
Confirmó todo lo que ya sabían o sospechaban en Londres y en Washington, y luego ofreció más datos. Fue capaz de identificar a los ocho hombres que iban a bordo del Countess of Richmond en su última travesía, salvo los tres indonesios.
Conocía la procedencia y la familia del adolescente de origen paquistaní, nacido y criado en el Yorkshire, que habló por radio haciéndose pasar por el capitán McKendrick y engañó al primer oficial David Gundlach.
Y admitió que el Doña María y los hombres de a bordo habían constituido un sacrificio deliberado, aunque ellos mismos no lo sabían; había sido una mera variación del plan por si el presidente estadounidense decidía no viajar en el Queen Mary II.
Poco a poco, los interrogadores fueron sacando el tema de un afgano del que sabían había sido interrogado por al-Jatab en la casa de los Emiratos Árabes Unidos. En realidad, los interrogadores no sabían nada, no tenían más que sospechas, pero al-Jatab no vaciló ni un segundo.
Confirmó la llegada de un misterioso comandante talibán a Ras al-Jaima tras una huida arriesgada y sangrienta de un centro de detención de Kabul. Declaró que los simpatizantes de alQai-da en Kabul habían verificado y confirmado esos datos.
Admitió que había recibido órdenes de Ayman al-Zawahiri en persona de ir al golfo Pérsico e interrogar al fugitivo durante el tiempo que hiciera falta. Y confesó que había sido el mismísimo Sheijy nada más y nada menos, quien había verificado la identidad del Afgano por una conversación que habían mantenido años antes en una cueva hospital en Tora Bora.
Fue el Sheij quien concedió al Afgano el privilegio de participar en el al-Isra, y él, al-Jatab, había enviado a ese hombre a Malaisia con los demás.
Produjo un gran placer a los interrogadores británicos y estadounidenses destrozarle lo que le quedaba de vida confesándole la verdadera identidad del Afgano.
Como detalle final, un perito calígrafo confirmó que la letra del coronel desaparecido y la del mensaje garabateado y metido en la bolsa de submarinismo en Labuan eran de la misma persona.
La Comisión de la Operación Palanca llegó a la conclusión de que Mike Martin había embarcado en el Countess of Richmond haciéndose pasar todavía por terrorista, en algún puerto posterior a Labuan, y que no había ninguna prueba de que hubiera logrado desembarcar a tiempo.
Las especulaciones de por qué el Countess estalló con cuarenta minutos de antelación quedaron archivadas sin resolver.
La semana siguiente, el juez de instrucción emitió el certificado de defunción del coronel Mike Martin del Regimiento de Paracaidistas, desaparecido sin dejar rastro hacía dieciocho meses, y lo remitió a un académico de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos, un tal doctor Terry Martin, hermano del difunto.
Poco después de la emisión del certificado de defunción, se celebró un responso en memoria de Martin a los pies de la torre del reloj. Había una docena de hombres uniformados, diez vestidos de civil, y dos mujeres. Una de ellas era la directora general del MI5, el Servicio de Seguridad británico, y la otra era la ex mujer del difunto.
Costó un poco conseguir la condición de «desaparecido en acto de servicio»; sin embargo, se hizo presión desde las altas esferas, y cuando se entregó un informe detallado de todos los hechos, el director, las Fuerzas Especiales y el comandante del Regimiento llegaron al acuerdo de que el desaparecido merecía ese calificativo. El coronel Mike Martin no era sin duda el primero, ni sería el último hombre del SAS desaparecido en un lugar muy lejano al que jamás encontrarían.
Al otro lado de la frontera oeste, el sol se hundía entre las Montañas Negras de Gales en un día sombrío de febrero en el momento en que se celebraba la corta ceremonia. Al final, el capellán pronunció el acostumbrado versículo del Evangelio según san Juan:
—Nadie tiene un amor más grande, que el que da la vida por sus amigos.
Solo los que estaban reunidos en torno a la torre del reloj sabían que Mike Martín, coronel retirado del Regimiento de Paracaidistas y del SAS, había llevado a cabo su misión por cuatro mil desconocidos que ignoraban su existencia.