TERCERA PARTE Operación Palanca

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La primera tarea de la Operación Palanca consistía en elegir su tapadera para que ni tan siquiera los que trabajaban dentro pudieran saber nada sobre Mike Martin, ni tampoco sobre que la operación consistía en infiltrar a un doble en al-Qaida.
La «leyenda» elegida fue que se trataba de una empresa conjunta angloestadounidense destinada a combatir la amenaza de un cada vez mayor tráfico de opio de amapolas de Afganistán, con destino a las refinerías o «cocinas» de Oriente Próximo. Desde ahí, la heroína se introducía en Occidente para destruir vidas y generar fondos para financiar el terrorismo.

El «guión» proseguía afirmando que los esfuerzos occidentales para cortar el suministro de fondos desde los bancos mundiales había empujado a los fanáticos a traficar con drogas: un método criminal en el que se trabaja con dinero en efectivo.

Y, finalmente, a pesar de que Occidente ya tenía agencias poderosas que luchaban contra el tráfico de estupefacientes, como la DEA estadounidense y las aduanas británicas, ambos gobiernos habían convenido que la Operación Palanca tendría un único objetivo y que estaría preparada para emprender acciones encubiertas fuera de los límites de las sutilezas de la cortesía diplomática para atacar y destruir toda fábrica que se hallara en cualquier país extranjero que hiciera la vista gorda con el tráfico.

El modus operandi, que se comunicaría a los participantes en la operación a medida que fueran reclutados, implicaba el uso de la tecnología más avanzada para escuchar y ver al enemigo, con la finalidad de identificar a los criminales más importantes, las rutas, los almacenes, las refinerías, los barcos y los aviones. Ninguno de los nuevos miembros lo puso en duda.

Todo esto no era más que la tapadera que se iba a emplear hasta que ya no fuera necesario. Sin embargo, tras la conferencia de Fort Meade quedó muy claro que los servicios de inteligencia occidentales no iban a jugárselo todo a la carta de la Operación Palanca. Se seguirían dedicando todos los esfuerzos posibles, aunque con la mayor de las cautelas, para descubrir a qué podía referirse el término al-Isra.

A pesar de todo, las agencias de inteligencia se encontraban ante un dilema. Todas tenían informadores dentro del mundo del fundamentalismo islámico, algunos obedientes y otros que actuaban bajo coacción. La pregunta era: ¿hasta dónde podemos llegar antes de que los dirigentes de verdad se den cuenta de que sabemos lo de al-Isra? Hacer creer a al-Qaida que no se había obtenido ninguna información del ordenador portátil del banquero muerto en Peshawar tenía claras ventajas.

Saltaba a la vista que al-Qaida había reducido el número de personas que conocían el significado de la frase a un círculo estrechísimo, que no incluía a informadores occidentales. De modo que la decisión se tomó con el mismo secreto. La contramedida occidental sería Palanca y solo Palanca.

La segunda tarea del proyecto consistía en encontrar y crear un cuartel general distante. Tanto Marek Gumienny como Steve Híll estaban de acuerdo en que debían mantenerse alejados de Londres y Washington. Su segunda decisión fue que la sede de Palanca estaría en algún lugar de las islas Británicas.

Tras un análisis de las necesidades en lo referente a tamaño, alojamiento, espacio y acceso, se optó de mutuo acuerdo por una base aérea que estaba fuera de servicio. Tales lugares suelen estar alejados de las ciudades, tienen comedores, cantinas, cocinas y capacidad de alojamiento de sobra. A todo eso hay que añadir hangares que pueden hacer las veces de almacén, y una pista de aterrizaje y despegue de visitantes cuya identidad debía mantenerse en secreto. A menos que estuviera fuera de servicio desde hacía demasiado tiempo, la división de mantenimiento de las fuerzas aéreas podría encargarse de las reformas para volver a ponerla en marcha rápidamente.

Cuando hubo que elegir la base, se optó por un antiguo aeródromo estadounidense construido en suelo británico durante la guerra fría, período en el que se levantaron vanas docenas más. Se hizo una lista de quince que habían sido examinados, entre los que se incluían: Chicksands, Alconbury, Lakenheath, Fairford, Molesworth, Bentwaters, Upper Heyford y Greenham Common. Todos fueron vetados.

Algunas bases estaban aún operativas y todavía tenían personal de servicio. Otras estaban en manos de promotores inmobiliarios; en algunas se había destruido la pista de aterrizaje para que el terreno pudiera usarse de nuevo con fines agrícolas. Dos aún se usan como campamentos de entrenamiento para los servicios de inteligencia. Palanca requería de un lugar virgen sin actividades a su alrededor. Phillips y McDonald se decidieron por la base de la RAF de Edzell y obtuvieron la aprobación de sus respectivos superiores.

Aunque la RAF no había perdido nunca la propiedad de la base, durante años se la había alquilado a la marina de Estados Unidos, a pesar de que la zona se encuentra a varios kilómetros del mar. De hecho, está situada en el condado escocés de Angus, al norte de Brechin y al noroeste de Montrose, en el límite sur de las Highlands.

La base se encuentra situada junto a la autopista A90, que va de Forfar a Stonehaven. El pueblo en sí está formado por varias casas esparcidas por una gran área de bosque y brezo, por donde cruza el North Esk.

La base, cuando los dos segundos comandantes fueron a visitarla, era adecuada para todos sus fines. Se encontraba tan alejada de las miradas curiosas como cabía desear; disponía de dos buenas pistas de aterrizaje con torre de control y de todos los edificios necesarios para alojar al personal. Tan solo había que añadirle las cúpulas blancas con forma de pelota de golf donde se esconderían las antenas con capacidad para oír el rumor de un escarabajo que se encontrara en la otra punta del mundo, y había que convertir el antiguo edificio de operaciones de la marina estadounidense en el nuevo centro de comunicaciones.

Este complejo tendría enlaces con el GCHQ de Cheltenham y la NSA de Maryland, y líneas directas y seguras con Vauxhall Cross y Langley para permitir acceso instantáneo a Marek Gumienny y Steve Hill; además, recibiría información permanente de ocho agencias de ambas naciones que se dedican a la recogida de información, principalmente de los satélites espaciales estadounidenses, dirigidos por la oficina de reconocimiento nacional, situada en Washington.

Una vez que se obtuvieron todos los permisos, los «obreros» de las fuerzas aéreas británicas iniciaron la «campaña» de puesta a punto para que Edzell pudiera entrar de nuevo en servicio. La buena gente de Edzell se percató de que estaba ocurriendo algo, pero entre guiños y golpecitos con

Mientras los pintores deslizaban sus brochas por los muros de los edificios de una base aérea escocesa, la oficina de Siebart and Abercrombie, situada en una modesta calle del centro financiero de Londres llamada Crutched Friars, recibía una visita.

El señor Ahmad Lampong había concertado una cita tras un intercambio de mensajes de correo electrónico entre Londres y Yakarta, y fue conducido al despacho del señor Siebart, hijo del fundador. El agente marítimo londinense no sabía que Lampong es el nombre de uno de los idiomas menores de la isla de Sumatra, de la que era originario su visitante indonesio. Y se trataba de un alias, a pesar de que su pasaporte confirmaba el nombre y de que el pasaporte estaba en regla.

Su inglés también lo era y, en respuesta a los cumplidos de Alex Siebart, admitió que lo había perfeccionado mientras estudiaba un máster en la London School of Economics. Era un hombre educado, encantador y desenvuelto; es más, prometía muy buenas posibilidades de negocio. Nada indicaba que era un miembro fanático de la organización terrorista islamista Jemaat Islamiya, responsable de una oleada de atentados en Bali.

Sus credenciales como socio principal de Sumatra Trading International eran correctas, así como sus referencias bancarias. Cuando el visitante pidió permiso para explicar su problema, el señor Siebart fue todo oídos. Como preámbulo, Ahmad Lampong dejó con toda solemnidad una hoja de papel frente al agente marítimo británico.

En la hoja había una larga lista. Empezaba con Alderney, una de las islas británicas del Canal, y continuaba con Anguilla, Antigua y Aruba. Y esas solo eran las «A». Había cuarenta y tres nombres más, que acababan con Uruguay y Vanuatu.

—Son paraísos fiscales, señor Siebart —dijo el indonesio— y todos practican el secreto bancario. Le guste o no, algunos negocios muy turbios, incluidas empresas criminales, protegen sus secretos en lugares como estos. Y estos otros... —sacó una segunda hoja— son turbios a su manera. Son pabellones comerciales de conveniencia.

Antigua volvía a aparecer al principio de la lista, seguida de Barbuda, Bahamas, Barbados, Belice, Bermudas, Birmania y Bolivia. Había veintisiete nombres en la lista, que acababa con St. Vincent, Sri Lanka, Tonga y Vanuatu.

Había infiernos africanos como Guinea Ecuatorial, cagaditas de mosca en un mapamundi como Santo Tomé y Príncipe, las Comores y el atolón de coral de Vanuatu. Había lugares más encantadores como Luxemburgo, Mongolia y Camboya, que no tienen costa. El señor Siebart estaba perplejo a pesar de que no había visto nada que no supiera.

—Junte las dos listas y... ¿qué le sale? —preguntó el señor Lampong triunfalmente—. Fraude, señor, fraude a una escala inmensa y cada vez mayor. Y sobre todo en la parte del mundo con la que mis socios y yo hacemos negocios. Por eso hemos decidido que, en el futuro, solo mantendremos relaciones comerciales con instituciones que sean famosas por su integridad. La City de Londres.

—Es muy amable por su parte —murmuró el señor Siebart—. ¿Café?

—Robo de cargamento, señor Siebart. De forma constante y creciente. Gracias, pero no, acabo de desayunar. Se asignan cargamentos, valiosos, y luego se esfuman. No queda rastro del barco, de los fletadores, de los intermediarios, de la tripulación, del cargamento y, menos aún, de los propietarios. Todos se esconden tras un bosque de distintos pabellones y bancos. Y hay demasiada

corrupción.
—Es terrible —admitió Siebart—. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Mis socios y yo estamos hartos. Es cierto, nos costará un poco más. Pero en el futuro solo queremos negociar con barcos de la flota mercante británica con la Enseña Roja, que zarpen de puertos británicos, con capitán británico y del que responda un agente británico.

Encontrar un carguero para un cargamento, y cargamento para un carguero es lo que hace un agente marítimo, y Siebart and Abercrombie eran uno de los pilares más antiguos de la antigua sociedad de la City londinense, la Baltic Exchange.

—He investigado por mi parte —dijo el señor Lampong mientras sacaba más cartas de recomendación—. Hemos negociado con esta compañía; importadores de limusinas y coches deportivos británicos de gran valor a Singapur. Nosotros, enviamos madera para muebles de lujo, como el palisandro, el tulipero y la teca desde Indonesia a Estados Unidos. Esto viene del norte de Borneo, pero formaría parte de un cargamento parcial ya que el resto de contenedores irían en cubierta con sedas bordadas de Surabaya, Java, también con destino a Estados Unidos. Aquí... — sacó una última carta— están los detalles de nuestros amigos de Surabaya. Todos estamos de acuerdo en que queremos comerciar con británicos. Está claro que seria un viaje triangular para cualquier carguero británico. ¿Podría encontrarnos alguno para esta tarea? Tengo en mente que se trate de una asociación duradera.

Alex Siebart estaba bastante seguro de que podría encontrar una docena de buques con pabellón británico que estarían disponibles para ser fletados. Necesitaba saber el tamaño del buque, el precio y las fechas deseadas.

Al final acordaron que le proporcionaría al señor Lampong una lista de buques del tonelaje necesario para la doble carga y el precio del fletamiento. El indonesio, cuando lo hubiera consultado con sus socios, proporcionaría las fechas de recogida deseadas en los dos puertos del Extremo Oriente y el puerto de entrega estadounidense. Se despidieron con expresiones mutuas de confianza y buena voluntad.

—Es agradable —dijo el padre de Alex Siebart entre suspiros cuando este le contó lo sucedido mientras comían en Rules— hacer negocios de forma tradicional y civilizada.

Si había un lugar en el que Mike Martin no podía mostrar su rostro era en la base aérea de Edzell. Steve Hill era capaz de sacar a relucir esa lista de contactos que existe en todos los negocios y que se llama la «red de viejos amigos».
—No estaré en casa durante gran parte de este invierno —dijo su invitado a comer en el club de las Fuerzas Especiales—. Voy a intentar ver un poco más de sol caribeño. Supongo que podría prestarte mi casa.

—Pagaré el alquiler, por supuesto —dijo Hill—. Dentro de los límites que me permita mi modesto presupuesto.

—Esperamos quedarnos allí como mucho hasta mediados de febrero. Solo es para hacer unos seminarios de instrucción. Habrá un constante ir y venir de tutores, ya sabes a lo que me refiero. Nada... físico.

Martin voló de Londres a Aberdeen, donde lo esperaba un antiguo sargento del SAS al que conocía bien. Era un duro escocés que había querido regresar a los brezos de su tierra después de jubilarse.

—¿Qué tal está, jefe? —le preguntó el sargento, utilizando la antigua jerga de los hombres del SAS cuando se dirigían a un oficial. Echó el petate de Martin en la parte trasera del coche y salieron del aparcamiento del aeropuerto. Al llegar a las afueras de Aberdeen, se dirigió hacia el norte y tomó la A96 en dirección a Inverness. Las montañas de las Highlands escocesas los rodeaban a unos kilómetros de distancia. Cinco kilómetros después de cambiar de dirección, tomó un desvío a la izquierda de la carretera principal.

El cartel tan solo decía: KEMNAY. Atravesaron el pueblo de Monymusk y llegaron a la carretera Aberdeen-Alford. Cinco kilómetros después el Land Rover torció a la derecha, pasó por Whitehouse y se dirigió hacia Keig. Había un río junto a la carretera; Martin se preguntó si habría salmones o truchas... o ninguno de los dos.

Justo antes de Keig, el todoterreno cruzó el río y recorrió un camino particular largo y sinuoso. Después de pasar dos curvas vieron la mole de piedra de un antiguo castillo, asentada en un promontorio desde el que había una vista sensacional de las colinas y las cañadas.

Dos hombres salieron por la entrada principal, se acercaron y se presentaron.

—Gordon Phillips. Michael McDonald. Bienvenidos al castillo Forbes, residencia de lord Forbes. ¿Ha tenido un buen viaje, coronel?

—Llámame Mike. ¿Me estabais esperando? Angus no ha hecho ninguna llamada de teléfono.

—Bueno, de hecho teníamos a un hombre en el avión. Solo para asegurarnos —dijo Phillips.
Mike Martin gruñó. No se había dado cuenta de que lo seguían. Estaba desentrenado.

—No pasa nada, Mike —dijo McDonald, el hombre de la CÍA—. Estás aquí. Ahora tienes a una serie de tutores que te van a prestar toda su atención durante dieciocho semanas. Ve a refrescarte y después de comer empezaremos con la primera sesión informativa.

Durante la guerra fría, la CIA mantuvo una cadena de «pisos francos» por todo Estados Unidos. En algunos casos eran apartamentos dentro de ciudades para celebrar conferencias discretas cuyos participantes no debían dejarse ver por las oficinas centrales. Otras eran refugios rurales, como por ejemplo granjas restauradas, donde los agentes que acababan de regresar de una misión estresante podían relajarse mientras daban parte detallado de las operaciones que habían llevado a cabo en el extranjero.
También había algunos lugares que se habían elegido por encontrarse en un lugar recóndito. Eran sitios en los que se podía retener bajo amable vigilancia a cualquier desertor soviético mientras se comprobaba la verosimilitud de sus intenciones, y donde el vengativo KGB, que tenía agentes en las embajadas o consulados soviéticos, no podía llegar hasta él.

Los veteranos de la Agencia aún se estremecen al recordar al coronel Yurchenko, que desertó en Roma y al que, por sorprendente que parezca, se le permitió cenar con su oficial superior en Georgetown. Fue al baño un momento y no regresó. El KGB había conseguido contactar con él y le recordó que aún tenía familia en Moscú. Presa de los remordimientos, fue tan estúpido como para tragarse las promesas de amnistía y desertó de nuevo. No se volvió a oír hablar de él.

Marek Gumienny, que se encontraba en la pequeña oficina de Langley desde donde se dirigen y mantienen todos los pisos francos, hizo una pregunta muy sencilla:

—¿Cuál es el refugio más remoto, perdido y en el que resulta más difícil entrar o salir?

Su colega promotor inmobiliario no tardó ni un segundo en responder.

—Lo llamamos la Cabaña. Es un lugar casi inaccesible que está perdido en la zona de Pasayten, cerca de la cordillera de las Cascadas.

Gumienny pidió toda la información y las fotografías disponibles. Al cabo de treinta minutos de recibir el expediente, tomó la decisión y dio las órdenes pertinentes.

Al este de Seattle, en unas tierras casi vírgenes del estado de Washington, se alzan unas montañas altas, cubiertas de bosques y de nieve en invierno, conocidas como las Cascadas. Dentro de los límites de las Cascadas hay tres zonas: el Parque Nacional, el área de explotación forestal y Pasayten. Las dos primeras tienen carreteras de acceso y alojamiento.

Cientos de miles de personas visitan el parque cada año mientras está abierto; una zona llena de caminos y senderos, unos adaptados para excursionistas y caballos, y otros para vehículos especiales. Los guardabosques conocen cada rincón como la palma de su mano.

La zona de explotación forestal se encuentra fuera de los límites públicos por motivos de seguridad, pero también tiene una red de caminos por los que los camiones suelen transportar los árboles talados hasta los puntos de entrega para los aserraderos. En la época más dura del invierno hay que cerrarlos todos porque la nieve imposibilita el paso a casi cualquier tipo de vehículo.

Sin embargo, al este de ambas zonas se extendía una densa área boscosa que llegaba hasta la frontera con Canadá. Es un lugar en el que no hay caminos, solo uno o dos senderos; en el extremo sur hay unas cuantas cabañas de madera, cerca del paso de Hart.

En invierno y en verano el parque natural rebosa de vida salvaje y caza; los pocos propietarios de cabañas de la zona acostumbran a veranear en el parque, pero al final de la estación lo cierran todo y regresan a sus mansiones urbanas. A buen seguro no hay ningún lugar en Estados Unidos tan inhóspito o apartado en invierno salvo, quizá, el área que queda al norte de Vermont y que se conoce como «el Reino»; un lugar en el que puede desaparecer un hombre y no ser localizado hasta que empieza el deshielo, en primavera.

Unos años atrás, se puso a la venta una cabaña de madera y la CIA se hizo con ella. Fue una compra impulsiva de la que se arrepintió más tarde, a pesar de que algunos altos cargos de la Agencia la usaron para pasar las vacaciones de verano. En octubre, cuando Marek Gumienny pidió información al respecto, estaba cerrada a cal y canto. A pesar de que se acercaba el invierno y de los costes que supondría, exigió que la abrieran y que se iniciara la reconstrucción.

—Si es lo que quiere... —dijo el jefe de la oficina inmobiliaria—. ¿Por qué no usa el Centro de Detención del Noroeste de Seattle?

A pesar de que estaba hablando con un colega, a Gumienny no le quedó más remedio que mentir.

—No es solo cuestión de mantener a uno de los activos más importantes alejado de las miradas curiosas, ni de evitar que escape. Debo tener en cuenta su integridad. Incluso en cárceles de máxima seguridad ha habido muertes.

El jefe de pisos francos captó el mensaje. Como mínimo, eso es lo que creyó. Tenía que ser un lugar totalmente invisible y a prueba de fugas. Y que pudiera ser autosuficiente durante un período mínimo de seis meses. No era su especialidad. Hizo entrar al equipo que había diseñado el sistema de vigilancia de la temible prisión de máxima segundad de bahía Pelican.

Para empezar, la cabaña era casi inaccesible. Una carretera en estado muy precario se adentraba unos cuantos kilómetros al norte del pequeño pueblo de Mazama y luego se acababa, cuando aún faltaban más de quince kilómetros para llegar hasta la casa. La única solución consistía en usar helicópteros. Gracias al poder que le habían conferido, Marek Gumienny se apropió de un helicóptero Chinook para cargas pesadas de la base de las Fuerzas Aéreas McChord, situada al sur de Seattle, con la intención de usarlo como caballo de tiro.

El equipo de construcción estaba formado por miembros del cuerpo de ingenieros; los materiales los compraron en la zona, aconsejados por la policía estatal. Todo el mundo recibía el mínimo de información necesaria para llevar a cabo su tarea y corría la leyenda de que estaban convirtiendo la cabaña en un centro de investigación de altísima seguridad. La verdad es que iba a convertirse en una cárcel para un solo hombre.

En el castillo Forbes, los preparativos se iniciaron con una intensidad que fue aumentando con el paso de los días. Mike Martin tuvo que cambiar su ropa occidental por unas vestiduras y un turbante pastún. Además, tenía que dejar que el pelo y la barba le crecieran tanto como fuera posible.
Al ama de llaves le permitieron quedarse; al igual que Héctor, el jardinero, no tenía el menor interés por los invitados del terrateniente. El tercer residente era Angus, el antiguo sargento del SAS que se había convertido en el administrador inmobiliario, o factor, de lord Forbes. Si un intruso hubiera intentado entrar en la propiedad, habría sido una decisión muy imprudente, dado que Angus merodeaba por el lugar.

Por lo demás, los «invitados» iban y venían, excepto dos que debían permanecer siempre allí. Uno era Nayib Qureshi, afgano de nacimiento; había sido maestro en Kandahar y había pedido asilo en Gran Bretaña; poco después consiguió la nacionalidad británica, y se convirtió en traductor del GCHQ, en Cheltenham. Lo habían liberado de sus tareas para trasladarlo al castillo Forbes. Era el profesor de lengua y de todas las formas de comportamiento que cabría esperar en un pastún. Mike empezó a recibir lecciones de lenguaje corporal, expresividad, de cómo ponerse en cuclillas, comer, andar y de las posturas para rezar.

El otro «invitado» era la doctora Tamian Godfrey; tenía sesenta y pocos años, y llevaba el pelo canoso recogido en un moño; había estado casada durante años con un oficial de alto rango del servicio de seguridad, el MI5, hasta su muerte, dos años atrás. Puesto que era «una de los nuestros», como decía Steve Hill, conocía los procedimientos de seguridad, sabía que no debía informar nunca más de lo necesario, y no tenía la más mínima intención de mencionar a nadie su presencia en Escocia.

Es más, sin que tuvieran que decirle nada, entendió que el hombre al que estaba instruyendo iba a embarcarse en una peligrosa misión, por lo que Tamian se concienció para que no cometiera jamás un error por culpa de algo que ella hubiera podido olvidar. Era una experta en el Corán; poseía un conocimiento enciclopédico sobre el libro sagrado y su dominio del árabe era impecable.

—¿Has oído hablar de Muhammad Asad? —le preguntó a Martin, que admitió no conocerlo—. Entonces empezaremos con él. Su nombre de nacimiento era Leopold Weiss, se trata de un judío alemán que se convirtió al islam y llegó a ser uno de sus mayores eruditos. Escribió el que, a buen seguro, es uno de los mejores comentarios sobre al-Isra, el viaje de Arabia a Jerusalén y, de ahí, al cielo. Esta fue la experiencia que instituyó las cinco plegarias diarias, piedra angular de la fe. De niño, habrías estudiado esto en la madrasa, y tu imam, al ser wahabí, te habría enseñado que se trató de un viaje real y físico, no de una visión en un sueño. Así que tú crees lo mismo. Y, ahora, las plegarias diarias. Repite conmigo...

Nayib Qureshi quedó impresionado. «Sabe más sobre el Corán que yo mismo», pensó.

Para hacer ejercicio se equiparon bien y se fueron a caminar por la montaña, seguidos por Angus, que llevaba su fusil de caza.

A pesar de que sabía árabe, Mike Martin se percató de lo mucho que le quedaba por aprender. Nayib Qureshi le enseñó a hablarlo con acento pastún, ayudándose de las grabaciones que se habían hecho de Izmat Jan hablando en árabe con los otros prisioneros de Camp Delta con la intención de averiguar lo que sabía. No revelaron nada de interés, pero para el señor Qureshi ese acento era de gran valor porque podía enseñar a su pupilo a imitarlo.

Aunque Mike Martin había pasado seis meses con los muyahidin en las montañas durante la ocupación soviética, aquello había ocurrido diecisiete años atrás y había olvidado gran parte de lo aprendido. Qureshi le hablaba en pastún, aunque estuvieron de acuerdo desde el principio en que Martin nunca podría hacerse pasar por pastún entre miembros de esa etnia.

Lo que había que tener en cuenta eran los dos aspectos más importantes: las plegarias y lo que le había ocurrido en la bahía de Guantánamo. La CIA fue el principal suministrador de interrogadores en Camp Delta; Marek Gumienny había dado con tres o cuatro que habían estado relacionados con Izmat Jan desde el momento de su llegada.

Michael McDonald regresó en avión a Langley con la intención de pasar varios días con estos hombres, sonsacarles todos los detalles que pudieran recordar y hacerse con las notas y cintas que habían grabado. La tapadera que prepararon fue que se estaba meditando la posibilidad de liberar a Izmat Jan al considerar que ya no representaba ningún peligro, y Langley quería asegurarse de ello.

Todos los interrogadores afirmaron categóricamente que el guerrero pastún de las montañas y comandante talibán era el hombre más duro de todos los detenidos. Había confesado pocas cosas, no se había quejado de nada, había cooperado lo imprescindible y había aceptado todas las privaciones y castigos con estoicismo. Sin embargo, todos estaban de acuerdo en que, cuando miraban aquellos ojos negros, sabían que se moría de ganas de arrancarles la cabeza.

Tamian Godfrey y Nayib Qureshi se concentraron en las oraciones diarias. Martin tendría que pronunciarlas delante de otras personas, y más le valía hacerlo bien. Según Nayib, había un rayo de esperanza. No era árabe de nacimiento; el Corán solo estaba en árabe clásico y en ningún idioma más. Si se equivocaba en una palabra podría considerarse un error de pronunciación. Pero para un niño que se había pasado siete años en una madrasa, una frase entera era demasiado. De modo que, mientras Nayib se alzaba e inclinaba hacia delante, con la cabeza pegada a la alfombra, y Tamian Godfrey se mantenía sentada en una silla (debido a su artrosis), recitaban una y otra vez las plegarias.

En la base aérea de Edzell también se hacían progresos, ya que un equipo técnico angloestadounidense estaba llevando a cabo la interconexión de todos los servicios de inteligencia de Gran Bretaña y Estados Unidos para formar una sola red. El alojamiento y las instalaciones estaban listas y ya funcionaban. Cuando la Armada estadounidense la ocupaba, la base había tenido, además de las viviendas y las oficinas, una bolera, un salón de belleza, una charcutería, una oficina de correos, un campo de béisbol, un gimnasio y un cine. Gordon Phillips, consciente del presupuesto que tenía y de que Steve Hill iba a vigilarlo de cerca, dejó todas esas frivolidades en el estado de abandono en que las encontró.
La RAF envió a personal para que se encargara de las comidas y a un regimiento para que se ocupara de las cuestiones de seguridad. Nadie dudaba de que la base se estaba convirtiendo en un puesto de seguimiento de traficantes de opio.

De Estados Unidos partieron aviones Galaxy y Starlifter con unos sistemas de escucha que cubrían todo el mundo. No fue necesario reclutar a traductores de árabe, ya que esa tarea se realizaría en el GCHQ de Cheltenham y en Fort Meade. Ambos lugares estarían en contacto permanente y seguro con Palanca, el nombre en clave que había recibido el nuevo puesto de escucha.

Antes de Navidad, los doce ordenadores de las estaciones de trabajo ya estaban conectados. Constituirían el centro neurálgico, y seis operadores los controlarían día y noche.

El Centro Palanca nunca fue diseñado como una agencia de inteligencia nueva, sino como la base de una operación a corto plazo y «de dedicación exclusiva» (es decir, con un único objetivo), con la que cooperarían todas las agencias británicas y estadounidenses sin restricciones ni retrasos, gracias a la autoridad de John Negroponte.

Para cumplir con sus objetivos, los ordenadores de Palanca estaban equipados con líneas BRENT ISDN ultraseguras, con dos claves BRENT para cada estación. Cada uno tenía su propio disco duro extraíble, que se quitaría cuando no fuera usado y se almacenaría en un lugar seguro.

Los ordenadores de Palanca estaban conectados directamente con el sistema de comunicaciones de la Oficina Central, tal era la expresión usada para referirse al cuartel general del SIS de Vauxhall Cross, y con Grosvenor, el término empleado para referirse al puesto de la CIA de la embajada estadounidense de Londres, situada en la plaza Grosvenor.

Para evitar toda interferencia no deseada, la dirección de comunicaciones de Palanca estaba encriptada bajo un código de acceso STRAP3 con una lista Bigot limitada, en la que solo había algunos oficiales de alto rango, y en número muy reducido.

La estación Palanca empezó a escuchar todo lo que se decía en Oriente Próximo, en árabe y en el mundo del islam. Solo hacía lo que ya estaban haciendo otros, pero había que mantener las apariencias.

Cuando Palanca entró en funcionamiento asumió otra misión. Aparte del sonido, también estaba interesada en la visión. A la recóndita base aérea escocesa también llegaban las imágenes que la Oficina de Reconocimiento Nacional recogía gracias a sus satélites Keyhole KH-1 1 en el mundo árabe, y gracias a los aviones de espionaje Predator, cada vez más utilizados, cuyas imágenes de alta definición tomadas a seis mil metros de altura llegaban al centro de mando del ejército estadounidense, o CENTCOM; su cuartel general estaba situado en Tampa, Florida.

Algunas de las mentes más perspicaces de Edzell se dieron cuenta de que Palanca ya estaba lista y esperaba algo, pero no sabían a ciencia cierta qué.

Poco antes de la Navidad de 2006, el señor Alex Siebart, de Siebart and Abercrombie, volvió a ponerse en contacto con el señor Lampong en el despacho de su compañía indonesia, con la intención de proponerle uno de los dos cargueros registrados en Liverpool y que consideraba adecuados para sus propósitos. Por casualidad, ambos eran propiedad de la misma pequeña compañía de transporte y la empresa de Siebart and Abercrombie los había fletado anteriormente en nombre de unos clientes que habían quedado muy satisfechos. McKendrick Shipping era un negocio familiar; llevaba un siglo en la marina mercante. El jefe de la compañía era el patriarca, Liam McKendrick, que capitaneaba el Countess of Richmond; su hijo Sean, capitaneaba el otro.

El Countess of Richmond era un carguero de ocho mil toneladas, enarbolaba la Enseña Roja, tenía un precio razonable y estaría disponible para zarpar de un puerto británico el 1 de marzo.

Lo que Alex Siebart no dijo fue que había recomendado encarecidamente el contrato a Liam McKendrick si se ajustaba a sus planes, y el viejo capitán estuvo de acuerdo. Si Siebart and Abercrombie podía encontrarle otro cargamento para transportar de Estados Unidos al Reino Unido, sería una travesía muy agradable y rentable que acabaría en primavera.

Sin que Siebart ni McKendrick lo supieran, el señor Lampong se puso en contacto con uno de sus enlaces de la ciudad británica de Birmingham, un académico de la Universidad de Aston, que fue en coche hasta Liverpool. Con unos prismáticos de alta potencia examinó al Countess of Richmond con todo detalle, y tomó más de cien fotografías desde distintos ángulos gracias a un objetivo de largo alcance. Una semana más tarde, el señor Lampong mandó un mensaje de correo electrónico al señor Siebart. Le pidió disculpas por el retraso y le explicó que había estado en el interior, examinando sus aserraderos, pero le dijo que el Countess of Richmond le parecía un carguero adecuado. Sus amigos de Singapur le informarían de los detalles del cargamento de limusinas que debían transportar del Reino Unido a Extremo Oriente.

En realidad, los amigos de Singapur no eran chinos, sino malaisios; y no eran unos simples musulmanes, sino unos islamistas ultrafanáticos. Habían extraído los fondos de una cuenta abierta en Bermudas por el difunto Tawfik al-Qur, que había depositado el dinero original antes de hacer una transferencia con un pequeño banco privado de Viena que no sospechaba nada. Ni tan siquiera tenían intención de perder dinero con las limusinas, ya que recuperarían la inversión cuando las vendieran, una vez que hubieran cumplido con su objetivo.

La explicación de Marek Gumienny a los interrogadores de la CIA de que Izmat Jan iba a comparecer para ser juzgado no era falsa. Tenía intención de organizar ese juicio y de conseguir la absolución y su puesta en libertad.
En 2005, un tribunal de apelación estadounidense había decretado que los derechos de los prisioneros de guerra no incluían a los miembros de al-Qaida. El tribunal federal había confirmado la intención del presidente Bush de poner en marcha tribunales militares especiales para los sospechosos de terrorismo. Por primera vez en cuatro años, eso les dio la oportunidad a los detenidos de tener abogado defensor. Gumienny pretendía que la defensa de Izmat Jan esgrimiera el argumento de que nunca había pertenecido a al-Qaida, sino que había servido como oficial del ejército afgano, aunque en realidad era talibán, y que no tuvo nada que ver con los atentados del 11S ni con el terrorismo islamista. Y tenía intención de que el tribunal lo aceptara.
La pierna de Mike Martin se estaba curando como estaba previsto. Cuando leyó el pequeño dossier sobre Izmat Jan, tras la charla en el huerto, se dio cuenta de que el pastún nunca había descrito cómo se había hecho la cicatriz del muslo derecho. Martin no vio ningún motivo para mencionarlo. Pero cuando Michael McDonald regresó de Langley con información más detallada sobre los varios interrogatorios de Izmat Jan, le preocupó que los interrogadores hubieran presionado al afgano para que les diera una explicación sobre la cicatriz y nunca lo hubiera hecho. Si, por casualidad, cualquier miembro de al-Qaida conocía la existencia de la cicatriz y Mike Martin no la llevaba, la habría «pifiado».
Martin no planteó ninguna objeción cuando se le comentó que tendría que ser intervenido: ya lo había imaginado. Un cirujano viajó en avión de Londres a Edzell y, de ahí, uno de los helicópteros recién adquiridos, un Bell Jetranger, lo transportó hasta los jardines del castillo de Forbes. Era el cirujano de la calle Harley, que tenía todos los permisos de seguridad y en quien podían confiar para que extrajera alguna bala de vez en cuando sin contarle nada a nadie.

Se hizo todo con anestesia local. La incisión fue sencilla, ya que no había ninguna bala ni fragmento que extraer. El problema era lograr que sanara en pocas semanas y que no pareciera una cicatriz reciente.

El cirujano, James Newton, extirpó una pequeña cantidad de tejido subcutáneo alrededor de la incisión para que fuera más profunda, como si le hubieran sacado algo, y le dejó una concavidad. La sutura se hizo con puntos grandes, torpes y torcidos, de modo que juntaran los bordes de la herida para que se arrugara a medida que se curaba. Intentó que pareciera un trabajo hecho en un hospital de campaña de una cueva, y puso seis puntos.

—Tienes que entenderlo —dijo cuando se iba—. Si un cirujano ve eso, seguramente se dará cuenta de que no puede tener quince años. Pero una persona sin experiencia quirúrgica no sospechará. Necesitará doce semanas para cicatrizar por completo.

Estaban a principios de noviembre. En Navidad, la naturaleza y el cuerpo de un hombre de cuarenta y cuatro años que estaba en una excelente forma habían hecho un magnífico trabajo. Ya no estaba hinchada y el hematoma había desaparecido.

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—Si vas a ir a donde creo que vas a ir, joven Mike —dijo la señora Godfrey en una de sus caminatas diarias conjuntas—, deberás conocer a la perfección los diversos grados de agresividad y fanatismo que es probable que encuentres. En todos los casos, la esencia es el yihad o guerra santa autoatribuida, pero hay varias facciones que llegan a ella por diferentes caminos y se comportan de distintas maneras. No todos son iguales, ¡ni mucho menos!

—Parece que el wahabismo es el principio de todo —repuso Martin.

—Sí, en cierto modo, pero no hay que olvidar que el wahabismo es la religión estatal de Arabia Saudí, y Osama bin Laden ha declarado la guerra a la clase dirigente saudí por considerarlos herejes. Hay muchos grupos situados en el ala más extremista, más allá de las doctrinas de Muhammad al-Wahab.

»Fue un predicador del siglo XVIII natural de Nejd, la zona más inhóspita y rigurosa del interior saudí. Al marcharse de allí, dejó tras de sí la más severa e intolerante de todas las interpretaciones que jamás se han hecho del Corán. Pero las cosas cambiaron con el tiempo, y los principios que había postulado fueron reinterpretados. El wahabismo saudí no ha declarado la guerra a Occidente ni al cristianismo; tampoco propone el asesinato en masa e indiscriminado, y menos aún de mujeres y niños. Lo que al-Wahab hizo fue abandonar aquel semillero de intolerancia absoluta en el que los maestros del terror podían plantar brotes jóvenes antes de convertirlos en asesinos.

—Entonces, ¿cómo ha llegado el wahabismo más allá de la península Arábiga? —preguntó Martin.

—Porque —intervino Nayib Qureshi— durante treinta años Arabia Saudí ha empleado sus petrodólares para financiar la internacionalización de su credo nacional, lo cual incluye a todos los países musulmanes del mundo, entre ellos el que me vio nacer. No hay motivo para creer que alguno de ellos cayera en la cuenta de que estaban liberando a un monstruo o que eso acabaría derivando hacia el asesinato en masa. De hecho, ahora hay motivos de peso para creer, quizá un

poco tarde, que a Arabia Saudí le aterra la criatura a la que ha financiado durante tres décadas.
—En tal caso, ¿por qué al-Qaida declaró la guerra a la fuente de su credo y su financiación?

—Porque han surgido otros profetas que son incluso más intolerantes y extremistas, y que han predicado el credo no solo de la intolerancia hacia todo lo que no sea islámico, sino también el del deber de atacar y destruir. Denuncian al gobierno saudí por negociar con Occidente y por permitir el acceso de tropas estadounidenses a su tierra sagrada. Y esto es extensible a todo gobierno musulmán laico. Para los fanáticos, todos ellos son tan culpables como los cristianos y los judíos.

—¿Con quién crees, pues, que debería establecer contacto en mis viajes, Tamian? —preguntó Martin. La académica encontró una roca del tamaño de una silla y se sentó para relajar las piernas.

—Existen muchos grupos, pero dos son cruciales. ¿Conoces el término «salafí»?

—Lo he oído en alguna ocasión —admitió Martin.

—Se trata de la brigada «retorno al principio». Su verdadero objetivo es reinstaurar la edad de oro del islam, retroceder a los cuatro primeros califatos, más de mil años atrás. Barba desaliñada, sandalias, túnica, el riguroso código legal de la sharía y rechazo a la modernidad y a su portador original: Occidente. Ese paraíso terrenal no existe, por supuesto, pero lo irreal nunca disuadió a los fanáticos. En pos de su sueño maníaco, nazis, comunistas, maoístas y seguidores de Pol Pot exterminaron a centenares de millones de personas, la mitad de ellas amigos y familiares, por no ser

lo bastante extremistas. Solo hay que recordar las purgas de Stalin y de Mao: todas sus víctimas fueron correligionarios comunistas que murieron por apóstatas.
—Al describir a los salaries, en realidad has descrito a los talibanes —comentó Martin.

—Entre otros. Estos son terroristas suicidas, meros creyentes; confían en sus maestros, siguen a sus guías espirituales, no son especialmente brillantes pero actúan con obediencia ciega y con la creencia de que su odio desquiciado complacerá al poderoso Alá.

—¿Los hay peores? —preguntó Martin.

—Desde luego —respondió Tamian Godfrey, al tiempo que reanudaba su paseo; volvió a preceder al grupo, pero en esta ocasión encaminó sus pasos de regreso al castillo, cuya torre habían atisbado un par de valles atrás.

—A los ultras, a los verdaderos ultras, los denominaría con una sola palabra: takfir. Fuera cual fuese en los tiempos de Wa-hab, su significado actual ha cambiado. El auténtico salafí no fuma, no juega, no baila, no acepta música en su presencia, no bebe alcohol ni confraterniza con mujeres occidentales. Por su atuendo, su apariencia y su devoción religiosa resulta identificable de inmediato. Desde el punto de vista de la segundad interna, la identificación inmediata supone la mitad de la batalla.

»No obstante, los hay que adoptan todas y cada una de las costumbres occidentales, por mucho que las detesten, para parecer totalmente occidentalizados y, por tanto, inofensivos. Los diecinueve terroristas del 11-S consiguieron infiltrarse por parecer occidentales y comportarse como tales. Lo mismo ocurrió con los cuatro terroristas de Londres, en apariencia jóvenes normales que acudían al gimnasio, jugaban al criquet, eran amables y educados, uno de ellos profesor de estudiantes con necesidades especiales, sonreían en todo momento, pero estaban preparando una matanza. Estos son los que conviene seguir de cerca.

»Muchos son educados y van con el pelo arreglado, afeitados, acicalados y vestidos con traje, tienen estudios. Estos son los esenciales: están preparados para mutar como camaleones contraviniendo su fe si ello les permite perpetrar una matanza. Gracias al cielo, hemos llegado; mis viejas piernas empiezan a fallar. Es la hora de las oraciones del mediodía. Mike, tú te encargarás de la llamada y dirigirás las oraciones. Es probable que te lo pidan, y debes saber que se considera un gran privilegio.

Justo después de Año Nuevo se envió un mensaje por correo electrónico desde el despacho de Siebart and Abercrombie con destino a Yakarta. El Countess of Richmond, con todo un cargamento de sedanes Jaguar embalado y listo para ser fletado a Singapur, zarparía de Liverpool el 1 de marzo. Después de descargar en Singapur, el barco seguiría ruta en lastre hacia la costa norte de Borneo para llenar sus bodegas con un cargamento de madera antes de virar hacia Surabaya y recoger el cargamento de cubierta, compuesto por sedas embaladas.
El personal de construcción que trabajaba en los bosques de Pasayten Wilderness sintió una honda satisfacción cuando, a final de enero, las obras estuvieron concluidas. Para conseguir mantener un ritmo de trabajo constante los hombres habían decidido pernoctar allí mismo, ateridos por el frío extremo, hasta que el sistema de calefacción entró en funcionamiento. No obstante, la prima que iban a recibir era generosa y tentadora. Aceptaron las incomodidades y acabaron en el plazo previsto.

A simple vista, la cabaña parecía la misma, aunque algo más grande. En realidad, había sido transformada. Los dormitorios bastaban para una plantilla compuesta por dos agentes; los ocho guardias de seguridad que trabajarían en un régimen de vigilancia de veinticuatro horas diarias se instalarían en un barracón y un comedor situados cerca de la cabaña.

La tercera extensión tenía la apariencia de los habituales troncos rústicos. En realidad, los muros exteriores estaban solo cubiertos por medios troncos; dentro, las paredes eran de hormigón. Se trataba del área penitenciaria, inexpugnable desde el exterior y a prueba de fugas desde el interior. Desde el puesto de vigilancia se accedía a ella por una puerta de acero con trampilla para el servicio de comidas y mirilla. Tras esta puerta, se abría una única pero espaciosa sala que contenía un somier de acero clavado en el suelo de cemento. Habría sido imposible arrancarlo sin herramientas, pero aun así no era tan sólido como la estantería lateral integrada en el hormigón.

Había varias alfombras en distintas partes del suelo; de unas rejillas situadas a la altura del rodapié, y que jamás se habían abierto, manaba calor. En la sala, en la pared situada en el lado opuesto de la puerta con mirilla, había asimismo una puerta que el detenido podía abrir o cerrar a voluntad. Solo daba acceso al patio de ejercicio.

El patio estaba vacío, salvo por un banco de cemento colocado en el centro, lejos de los muros. Estos se alzaban hasta los tres metros y eran lisos como una mesa de billar. Ningún hombre conseguiría encaramarse a ellos; tampoco había nada que pudiese arrancarse o arrojarse contra ellos, ni nada a lo que subirse.

A modo de servicio para la higiene personal se había acondicionado un nicho adyacente en el que había un único agujero abierto en el suelo y una ducha cuyos mandos estaban fuera, en manos de los guardias.

Dado que todos los materiales habían llegado allí en helicóptero, el único cambio apreciable en el exterior era una plataforma de aterrizaje cubierta de nieve. Por lo demás, la cabaña se alzaba en un terreno de doscientas hectáreas de bosque con pinos, alerces y píceas, aunque se habían talado todos los árboles en cien metros a la redonda.

Al llegar, la vigilancia de, con toda probabilidad, la prisión más cara y exclusiva del país estaba en manos de dos agentes de la CIA de grado medio procedentes de Langley, y de ocho empleados de rango inferior que habían superado todas las pruebas psicológicas y físicas en la escuela de adiestramiento de la «Granja», que confiaban en que se les asignara una primera misión emocionante. Lejos de ello, fueron enviados a un bosque nevado e inaccesible, pero todos estaban en forma y ansiosos por causar una excelente impresión.

El juicio militar dio comienzo en la bahía de Guantánamo en los últimos días de enero, y se llevó a cabo en una de las salas más espaciosas del edificio de interrogatorios, engalanada para su nueva función judicial. Cualquiera que esperara ver a un trastornado coronel Jessup o a cualquiera de los personajes histriónicos retratados en Algunos hombres buenos se habría sentido profundamente decepcionado. Los procesos transcurrieron en un tono discreto y en perfecto orden.
Se contemplaba la posibilidad de poner en libertad a ocho detenidos por considerar que ya no suponían «mayor peligro», de los cuales siete defendían a gritos su condición de inocentes. Solo uno guardaba un desdeñoso silencio. La vista de su caso fue la última.

—Prisionero Jan, ¿a qué lengua desea que se traduzcan estos procesos? —preguntó el coronel que presidía el tribunal, flanqueado por un comandante y por una capitán en el estrado situado al fondo de la sala, bajo el emblema de Estados Unidos de América. Los tres pertenecían al cuerpo jurídico de los marines.

El prisionero se hallaba frente a ellos; los marines que lo custodiaban lo habían puesto en pie. Se habían asignado dos escritorios encarados a los respectivos abogados encargados de la acusación y de la defensa, el primero militar y el segundo civil. El prisionero se encogió de hombros lentamente y escrutó a la oficial varios segundos; luego posó la mirada en la pared, por encima de la cabeza de los jueces.

La pregunta iba dirigida al abogado defensor, quien negó con la cabeza. Había sido advertido acerca de su cliente cuando aceptó el caso. Por todo cuanto había oído, estaba seguro de que no tenía ninguna posibilidad. Era una comparecencia basada en el derecho civil y sabía que los marines allí presentes pensaban en los Caballeros Blancos del Movimiento por los Derechos Civiles. Habría preferido un cliente más fácil. Con todo, pensó, al menos la actitud del afgano era diferente de la de los demás prisioneros. Volvió a negar con la cabeza. Ninguna objeción; se emplearía el árabe.

El intérprete se adelantó y se colocó cerca de los marines. Fue una sabia elección; solo había un intérprete de pastún, que además había tenido problemas con el alto mando porque no había conseguido sacar nada de su compatriota afgano. Ya no tenía nada que hacer allí, y atisbo el inminente final de un modus vivendi ciertamente cómodo.

Solo había habido siete pastunes en Gitmo, los siete incluidos erróneamente entre los guerrilleros extranjeros en Kunduz cinco años atrás. Cuatro habían regresado, muchachos granjeros sencillos que habían renunciado a todo extremismo musulmán con considerable entusiasmo; los otros dos habían sufrido crisis nerviosas tan severas que seguían sometidos a terapias psiquiátricas. El comandante talibán era el último.

El fiscal empezó y el terp pronunció un torrente de sibilantes palabras en árabe. La esencia del discurso era que los yanquis iban a enviarlo de vuelta a chirona y a echar la llave, arrogante bazofia talibana. Izmat Jan bajó lentamente la mirada y la clavó en el terp. Sus ojos lo dijeron todo. El estadounidense, libanes de nacimiento, decidió pasar a la traducción literal. No importaba que aquel hombre fuera ataviado con un ridículo mono naranja y que estuviera encadenado de pies y manos: nunca se sabía con aquel cabrón.

El abogado de la acusación no se extendió demasiado. Hizo hincapié en cinco años de silencio casi absoluto, en la negativa a dar el nombre de colaboradores en la guerra de terror contra Estados Unidos y en que Izmat Jan hubiera sido hecho prisionero en un levantamiento en la prisión en la que un estadounidense había sido pateado hasta la muerte. Después se sentó. El abogado no albergaba ninguna duda sobre el resultado final. Aquel hombre seguiría detenido.

El abogado de derechos civiles se extendió algo más. Le complacía que, siendo afgano, el prisionero no tuviera implicación alguna con la atrocidad del 11-S. Había luchado en su momento en la guerra civil exclusivamente entre afganos y no guardaba la menor relación con los árabes de al-Qaida. En cuanto al mulá Omar y al gobierno afgano que acogía a Bin Laden y a sus compinches, informó de que se trataba de una dictadura para la que el señor Jan había trabajado como agente, pero de la que no había formado parte integrante.

—Ciertamente, debo exhortar a este tribunal a admitir la realidad —dijo a modo de conclusión— . Si este hombre es un problema, es en todo caso un problema afgano. En su país hay un nuevo gobierno, elegido democráticamente. Deberíamos enviarlo de regreso allí para que ellos lo juzguen como consideren oportuno.

Los tres jueces se retiraron. Permanecieron ausentes treinta minutos. Cuando regresaron, el rostro de la capitán parecía encendido de ira. No conseguía dar crédito a lo que había oído. Solo el coronel y el comandante, codirectores de Personal, se habían entrevistado con el presidente y conocían sus órdenes.

—Prisionero Jan, póngase en pie. Este tribunal ha sido informado de que el gobierno del presidente Karzai ha convenido en que si es usted devuelto a su tierra natal, será condenado allí a cadena perpetua. Así las cosas, es intención de este tribunal eximir al contribuyente estadounidense de la carga que usted supone. Por consiguiente, se llevarán a cabo los trámites necesarios para enviarlo en barco a Kabul. Regresará del mismo modo que llegó: encadenado. Es todo. Se levanta la sesión.

La oficial no fue la única en quedarse estupefacta. El fiscal se preguntó cómo afectaría aquello a su proyección profesional. El abogado defensor se sentía levemente aturdido. El terp, en un instante El Foreign Office británico está ubicado en la King Charles Street, justo enfrente de la sede del gobierno y visible por la ventana al otro lado de Parliament Square, donde fue decapitado el rey Carlos I. Cuando las vacaciones navideñas empezaban a desvanecerse en la memoria, el reducido grupo protocolario que había sido formado el verano anterior reanudó su trabajo. Su función consistía en coordinar junto con los estadounidenses todos los detalles, incluso los más complejos, del congreso del G-8 previsto para 2007. La anterior reunión de los gobiernos de los ocho países más ricos del mundo, celebrada en 2005, se había llevado a cabo en el Gleneagles Hotel de Escocia y, hasta el momento, había supuesto todo un éxito. No obstante, la contrapartida había sido, como de costumbre, las aglomeraciones de manifestantes enardecidos que todos los años ocasionaban problemas cada vez más graves. En Gleneagles, el paisaje de Perthshire tuvo que ser afeado con kilómetros y kilómetros de cadenas a modo de vallas para crear un cordón de seguridad alrededor de la finca. La carretera de acceso también fue cercada y vigilada.

Liderada por dos estrellas decadentes del pop, la convocatoria para marchar por las calles de la cercana Edimburgo había llegado a un millón de manifestantes. Era la brigada antipobreza. Siguiendo la llamada, las cohortes antiglobalización habían arrojado bombas de harina y exhibido pancartas.

—¿Acaso esos memos no se enteran de que el comercio global genera la riqueza necesaria para combatir la pobreza? —preguntó un diplomático enojado. La respuesta era, obviamente, no.

Se recordaba Genova con escalofríos. Ese era el motivo por el que la idea surgida en la Casa Blanca, lugar donde se celebraría el congreso de 2007, fue aclamada: era sencilla, elegante y brillante. Un emplazamiento suntuoso pero, en definitiva, aislado: inmune, inaccesible, seguro y con un control total. Esos eran los detalles que más preocupaban al equipo de protocolo, junto con la proximidad de una fecha clave, a mediados de abril. Algo relacionado con las inminentes elecciones estadounidenses. De modo que el equipo británico aceptó lo que se había acordado y anunciado, y prosiguió con su trabajo administrativo.

Lejos de allí, hacia el sudeste, dos Starlifter de las fuerzas aéreas estadounidenses empezaron a descender hacia el sultanato de Omán. Procedían de la costa Este de Estados Unidos y habían repostado en vuelo, a medio trayecto, con la ayuda de un avión cisterna que había despegado de las Azores. Los dos tráilers aéreos surgieron del ocaso tras las colinas de Dhofar en dirección al este y solicitaban instrucciones de aterrizaje a la base aérea angloestadounidense deThumrait.
Sus inmensos y tenebrosos cascos contenían todo un destacamento militar. Uno transportaba todo el equipo de alojamiento, desde barracones plegables de avanzado montaje, hasta generadores, aire acondicionado, plantas de refrigeración y antenas televisivas e incluso perforadoras para el equipo técnico, compuesto por quince personas.

El otro carguero llevaba lo que se conoce como «línea de combate». Dos aviones de reconocimiento teledirigidos llamados Predator, el equipamiento necesario para guiarlos y captar sus imágenes, y los hombres y las mujeres que sabían manejarlos.

Una semana después, ya estaban instalados. En un extremo de la base aérea, fuera de sus límites, en la zona destinada al personal foráneo, se alzaban los bungalows; los aparatos de aire acondicionado zumbaban, las letrinas estaban excavadas, en la cocina se cocinaba y, bajo sus refugios abovedados, los dos Predator aguardaban a que les llegara su misión. La unidad de vigilancia aérea estaba conectada también con lampa, en Florida, y Edzell, en Escocia. Llegaría el día en que les informarían sobre qué debían vigilar —de día y de noche, con lluvia o con nubes—, fotografiar y comunicar. Hasta entonces, hombres y maquinaria esperaban a merced del calor.

La sesión informativa para Mikc Martin se prolongó tres días enteros; su relevancia era más que suficiente para que Marek Gumienny se personara en la agencia Grumman. Steve Hill se acercó desde Londres y los dos jefes de espionaje se reunieron con sus oficiales al cargo, McDonald y Phillips.

En la sala estaban únicamente cuatro de ellos, pues Gordon Phillips se encargaba de llevar a cabo lo que él mismo denominaba «el espectáculo de las diapositivas». Bastante más desarrollado que los modelos antiguos, el proyector emitía imagen tras imagen en una pantalla de plasma de alta definición y a todo color. Un leve toque en el mando a distancia bastaba para aumentar la imagen hasta que algún detalle de interés llenaba la pantalla.

El objetivo de la sesión era mostrar a Mike Martin hasta el último ápice de información que estaba en posesión de todo el espectro de agencias occidentales en relación con los rostros con los que podría cruzarse.

Las fuentes no eran solo las agencias angloestadounidenses: agencias de más de cuarenta estados vertían sus hallazgos en bases de datos centrales. Aparte de los países hostiles, como Irán o Siria, y de aquellos con regímenes débiles y en proceso de desintegración, como Somalia, gobiernos de todo el planeta compartían información sobre los terroristas de credo ultraagresivo islamista. Rabat era de una ayuda inestimable en cuanto al control y el seguimiento de sus ciudadanos; Aden proporcionaba nombres y caras del sur del Yemen; Riad se había tragado el bochorno y había proporcionado columnas enteras de rostros de su propio listado saudí.

Martin las escrutaba a medida que se sucedían. Algunas eran retratos tomados en comisarías; otras se habían hecho con teleobjetivos en la calle o en hoteles. También se mostraban posibles variantes de algunas caras: con barba o sin ella; con atavíos árabes u occidentales; con el pelo largo, corto o afeitado.

Entre los personajes mostrados había mulás e imames procedentes de varias mezquitas extremistas; jóvenes a los que se consideraba simples mensajeros; rostros de aquellos de los que se sabía que colaboraban en diferentes medios: financiación, transporte, pisos francos...

Y allí estaban las estrellas del equipo, los que controlaban las diferentes divisiones repartidas por el planeta y tenían acceso a la mismísima cumbre.

Algunos estaban muertos, como Muhammad Atef, primer director de Operaciones, asesinado por una bomba americana en Afganistán; su sucesor, en cadena perpetua sin libertad condicional; el sucesor de este, también muerto, y el individuo que supuestamente ocupaba el cargo en el presente.

En algún lugar se encontraba también el rostro retocado de Tawfik al-Qur, que se había arrojado por un balcón en Peshawar cinco meses atrás. Vanas caras más allá, en la misma hilera, estaba Saud Hamud al-Utaibi, nuevo dirigente de al-Qaida en Arabia Saudí y, según se creía, aún con vida.

Y también había imágenes más borrosas, el contorno de una cabeza, negro sobre blanco. Entre ellas se contaban la del dirigente de al-Qaida en el sudeste asiático, sucesor de Hanbah y, con toda probabilidad, el hombre que estaba detrás de los últimos atentados cometidos contra complejos turísticos en Extremo Oriente. Y, sorprendentemente, el dirigente de al-Qaida en el Reino Unido.

—Sabíamos quién era hasta hace unos seis meses —comentó Gordon Phillips—. Entonces abandonó justo a tiempo. Ha vuelto a Pakistán y se lo busca de día y de noche. Al final, los ISI lo atraparán...

—Y nos lo devolverán en barco a Bagram —gruñó Marek Gumienny. Todos sabían que en la base estadounidense ubicada al norte de Kabul había ciertas instalaciones en las que todo el mundo acababa «cantando».

—Sin duda buscarás a este —dijo Steve Hill cuando en la pantalla apareció la imagen de un imam de semblante adusto. Era una fotografía robada procedente de Pakistán—. Y a este otro.

Hicieron una pausa, comieron, reanudaron la sesión, durmieron y volvieron a empezar. Phillips solo apagaba el monitor cuando la asistenta entraba en la sala con bandejas de comida. Tamian Godfrey y Nayib Qureshi se quedaban en sus dormitorios o paseaban juntos por las colinas. Por fin acabaron.

—Volamos mañana —informó Marek Gumienny.

La señora Godfrey y el analista afgano se acercaron al helipuerto para verlo marchar. Era lo bastante joven para ser hijo de un experto en el Corán.

—Cuídate, Mike —dijo, y exclamó—: ¡Maldita sea! ¡Qué estúpida soy! Me estoy emocionando.

Ve con Dios, muchacho.
—Y si todo lo demás falla, que Alá se apiade de nosotros —añadió Qureshi.

El Jetranger solo tenía capacidad para transportar a los dos expertos pilotos y a Martin. Los dos comandantes segundos regresarían a Edzell en coche y reanudarían allí su misión.

El Bell aterrizó a salvo de la vista de curiosos y los tres ocupantes corrieron hacia el Grumman V de la CÍA. Una típica nevada escocesa los obligó a refugiarse bajo impermeables que sostenían sobre sus cabezas, por lo que nadie pudo ver que uno de aquellos hombres no iba ataviado al modo occidental.

La tripulación del Grumman estaba acostumbrada a recibir pasajeros de aspecto extraño y por ello se cuidaron de ni tan siquiera arquear una ceja al ver al barbado afgano a quien escoltaban a través del Atlántico el subdirector de Operaciones junto con un invitado británico.

No volaron a Washington, sino a una península remota de la costa sudoriental de Cuba. El 14 de febrero, justo antes del amanecer, tomaron tierra en Guantánamo y se dirigieron en taxi al hangar, cuyas puertas se cerraron de inmediato.

—Me temo que deberás permanecer en el avión —dijo Marek Gumienny—. Te sacaremos de aquí cuando anochezca.

La noche llega deprisa en el trópico y a las siete de la tarde había anochecido por completo. Fue entonces cuando los cuatro hombres de la CIA, pertenecientes al departamento de «tareas especiales», entraron en la celda de Izmat Jan. Este, percibiendo que algo iba mal, se puso en pie. La guardia permanente había abandonado el corredor al que daba su celda media hora antes. Era algo que nunca hasta entonces había sucedido.

Los cuatro hombres no eran despiadados, pero tampoco aceptaban un no por respuesta. Dos agarraron al afgano, otro le inmovilizó por la espalda con ambos brazos y el cuarto le bloqueó las piernas a la altura de los muslos. La compresa empapada en cloroformo tardó apenas veinte segundos en hacer efecto. Las contorsiones cesaron y el prisionero se quedó flácido.

Lo subieron a una camilla, cubrieron su cuerpo con una sábana de algodón y lo sacaron de la celda. El cajón aguardaba. No había ni un solo guardia en todo el bloque de celdas. Nadie vio nada. Segundos después del secuestro, el afgano estaba ya dentro del cajón.

Tratándose de un cajón, no estaba mal equipado. Desde fuera parecía una simple caja de madera grande, como las que se utilizan para el transporte de mercancías. Incluso el etiquetaje era totalmente auténtico.

Dentro estaba dotado del aislamiento necesario para que no escapara de él el menor sonido. La tapa era en realidad un panel extraíble para renovar el aire, pero que no se quitaría hasta que el cajón estuviera a salvo de posibles miradas indiscretas, ya en pleno vuelo. Había dos cómodos sillones soldados a la base y una bombilla ámbar de bajo consumo.

Se colocó al inconsciente Izmat Jan en uno de los sillones, dotado de correas inmovilizadoras. Se aseguró al prisionero procurando no cortarle la circulación de las extremidades y de modo que pudiera relajarse, pero no ponerse en pie. Seguía dormido.

Finalmente satisfechos, el quinto hombre de la CIA, el que viajaría con él en el cajón, asintió a sus colegas y estos sellaron el cajón. Una carretilla elevadora lo alzó medio metro del suelo y lo transportó por el aeródromo donde el Hércules aguardaba. Era un C-130 Talón de las fuerzas especiales, dotado con depósitos de máxima capacidad y capaz de alcanzar su destino sin problemas.

Los vuelos «injustificados» a y desde Gítmo son regulares como un reloj; la torre devolvió un rápido «pista despejada» en respuesta a la solicitud entrecortada y el Hércules despegó hacia la base McChord, en el estado de Washington.

Una hora después, un coche se acercó al bloque de Camp Echo y otro reducido grupo salió. En la celda vacía, había un hombre ataviado con un mono naranja y pantuflas. Se había fotografiado al afgano, ya inconsciente, antes de taparlo y trasladarlo. Con la ayuda de varias instantáneas tomadas con una Polaroid, se efectuaron algunos recortes en la barba y el pelo del sustituto. Se recogió y guardó hasta el último mechón cortado.

Una vez finalizada la tarea y tras unas toscas palabras de despedida, el grupo cerró con llave la celda y partió. Veinte minutos después, los soldados regresaron, desconcertados pero indiferentes. El poeta Tennyson bien lo había descrito: «Ellos no preguntarían el porqué».

Echaron un vistazo a la figura familiar de su valioso prisionero y esperaron a que amaneciera.

El sol de la mañana asomaba sobre las cumbres de las Cascadas cuando el C-130 empezó a virar hacia su base en McChord. El comandante de la misma había sido informado de que se trataba de una remesa de la CIA, un último envío para sus nuevas instalaciones de investigación, en los bosques de Wildemess. Pese a su rango, no necesitaba saber más, de modo que no preguntó nada. La documentación estaba en orden y el Chinook había llegado.

El afgano volvió en sí en pleno vuelo. Abrieron el panel superior; el aire del casco del Hércules era fresco y estaba perfectamente presurizado. El escolta esbozó una sonrisa alentadora y ofreció comida y bebida a su acompañante. El prisionero se conformó con un refresco, que bebió con una pajita.

Para sorpresa del escolta, el detenido pronunció varias frases en inglés, obviamente aprendidas tras cinco años de oírlas en Guantánamo. Preguntó la hora en solo dos ocasiones a lo largo de la travesía, y en una agachó la cabeza tanto como pudo y musitó sus plegarias. Por lo demás, no pronunció palabra.

Justo antes de aterrizar, se devolvió el panel a su sitio, de modo que el operario de la carretilla elevadora en ningún momentó sospechó que no estaba transportando un cargamento ordinario desde la rampa posterior del Hércules y hacia el interior del Chinook.

Las compuertas de la rampa volvieron a cerrarse. El piloto luminoso instalado dentro del cajón, alimentado con pilas, seguía encendido, aunque era invisible desde fuera, del mismo modo que los sonidos eran inaudibles. Pero el prisionero era, como su escolta informaría más tarde a Marek Gumicnny, como un minino. «Ningún problema, señor.»

A pesar de estar a mediados de febrero, tuvieron suerte con el tiempo. El cielo estaba despejado, pero el frío era glacial. En el helipuerto, junto a la cabaña, el gran Chinook de doble rotor aterrizó y abrió sus puertas traseras. Pero el cajón permaneció en su interior. Era más fácil desembarcar a los dos pasajeros directamente del cajón a la nieve.

Los dos hombres se estremecieron cuando se desmontó la pared trasera del cajón. El equipo de secuestro de Guantánamo había volado en el Hércules y en la parte delantera del Chinook. Aguardaban a que concluyera la última formalidad.

Se inmovilizaron las manos y los pies del prisionero antes de aflojar las correas. Luego se le indicó que se pusiera en pie y lo condujeron por la rampa, a rastras, hasta la nieve. Los diez componentes del personal residente formaron un semicírculo alrededor del prisionero y le apuntaron con sus armas.

Seis guardias se apostaron a su alrededor en la amplia celda y finalmente le quitaron las esposas y los grilletes. Retrocedieron sin volverse y salieron; la puerta se cerró con un ruido sordo. Izmat miró a su alrededor. Aquella celda era mejor, pero seguía siendo una celda. Recordó la sala del juicio. El coronel le había dicho que regresaría a Afganistán. Habían vuelto a mentir.

El sol abrasaba ya el paisaje cubano a media mañana cuando otro Hércules tomó tierra. Este también estaba habilitado para vuelos de larga distancia, pero, a diferencia del Talón, no iba armado hasta los dientes y no pertenecía a las Fuerzas Especiales. Procedía del MATS, la división de transporte de las Fuerzas Aéreas. Su misión era transportar a un único pasajero por todo el globo.
La puerta de la celda se abrió.

—Prisionero Jan, póngase en pie. De cara a la pared. Firme.

El cinturón le quedaba a la altura del diafragma; de él partían cadenas unidas a los grilletes y otras a las esposas que le inmovilizaban las manos al frente, contra la cintura. Aquella posición le permitía caminar arrastrando los pies, pero eso era todo.

Recorrió, acompañado por seis guardias armados, la breve distancia que los separaba del final del edificio. La furgoneta de alta seguridad disponía de peldaños en la parte trasera, una pantalla hecha con malla metálica que separaba a los prisioneros del conductor, y cristales tintados.

El prisionero salió al aeródromo siguiendo órdenes, y la cegadora luz del sol lo deslumbró.

Sacudió su greñuda cabeza y pareció desconcertado. A medida que sus ojos se iban adaptando a la intensa luminosidad, miró a su alrededor y vio el Hércules y a un grupo de agentes estadounidenses que mantenían la mirada clavada en él. Uno de ellos avanzó unos pasos e hizo una seña.

El prisionero lo siguió dócilmente por el abrasador asfalto. Pese a estar encadenado, seis gorilas armados lo rodeaban en todas direcciones. Él se volvió para echar un último vistazo al lugar que lo había albergado durante cinco desgraciados años. Luego subió renqueante al casco del avión.

En una sala situada bajo el departamento de operaciones de la torre de control, dos hombres

observaban de pie la operación de traslado.

—Ahí va tu hombre —dijo Marek Gumienny.

—Si llegan a descubrir quién es —comentó Stevc Hill—, que Alá se apiade de él.