SEGUNDA PARTE Guerreros

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Tras la decisión del huerto de Hampshire, los jefes del espionaje se vieron abrumados por un proceso de toma de decisiones constante. Para empezar, ambos tenían que conseguir la sanción y la aprobación de sus superiores políticos.
Algo nada fácil de conseguir, dado que la primera condición de Mike Martin fue que jamás debía estar al corriente de la Operación Palanca más de una docena de personas. Nadie cuestionó estas precauciones.

Aunque solo fueran cincuenta personas las que supieran algo de esa importancia, al final una de ellas siempre acababa yéndose de la lengua. Sin quererlo, sin maldad, de buena fe, pero era algo inevitable.

Cualquiera que alguna vez se haya encontrado en una peligrosa operación encubierta sabe que ya crispa bastante los nervios tener que confiar únicamente en la pericia de uno en su trabajo, en no cometer errores y en evitar que lo capturen. Tener que confiar en no acabar descubierto por una casualidad imprevisible es muy estresante. No obstante, lo peor de todo es saber que la captura y la lenta y dolorosa muerte que ha de seguirle ha sido causada por un imbécil que estaba fanfarroneando en un bar delante de su novia y de alguien que tenía aguzado el oído; esa es la peor pesadilla de todas. Quizá por eso la condición de Martin fue aceptada sin objeciones.

En Washington, John Negroponte accedió a ser el único depositario y dio el visto bueno. Steve Hill comió en el club con un hombre del gobierno británico y obtuvo el mismo resultado. Con esto ya eran cuatro.

Sin embargo, todos sabían que no podían hacerse cargo del caso personalmente las veinticuatro horas del día, todos necesitaban un colaborador que se encargara de la gestión diaria. Marek Gumienny designó a un arabista en alza de la División de Contraterrorismo de la CÍA. Michael McDonald lo dejó todo, le explicó a su familia que tenía que ir a trabajar al Remo Unido durante una temporada y cogió un avión al tiempo que Marek Gumienny volvía a casa.

Steve Hill escogió a su propio subdirector de Oriente Próximo, Gordon Phillips. Antes de despedirse, ambos convinieron que todos los aspectos de la operación contarían con una tapadera verosímil, de modo que nadie por debajo de la cúpula supiera en realidad que un agente occidental iba a ser infiltrado en al-Qaida.

Steve Hill presentó a los dos hombres que iban a trabajar juntos y les explicó lo que se pretendía con la Operación Palanca. Tanto McDonald como Phillips se mantuvieron en silencio. Hill no los había instalado en un despacho del edificio del cuartel general junto al Támesis, sino en una casa de campo segura, una de las muchas que conservaba la Firma.

Una vez hubieron deshecho las maletas y se hubieron reunido en el salón, les lanzó un abultado expediente.

—La búsqueda de una central de operaciones empieza mañana —les anunció—. Tienen veinticuatro horas para memorizar esto. Este es el hombre que va a entrar. Trabajarán con él hasta ese día y para él a partir de ese momento. Y este —lanzó sobre la mesita de café un expediente más fino— es el hombre al que va a suplantar. Está claro que lo conocemos mucho menos, pero esto es todo lo que los interrogadores estadounidenses han podido sacarle durante cientos de horas de interrogatorios en Gitmo. También tendrán que memorizarlo.

Cuando se fue, los dos jóvenes pidieron al personal de la casa una cafetera llena hasta arriba y se dispusieron a leer.

Fue durante una visita a la exhibición aérea de Farnborough en el verano de 1977, cuando el colegial Martin, con quince años, se enamoró. Lo acompañaban su padre y su hermano pequeño, fascinados por los cazas y los bombarderos, por los vuelos acrobáticos y los prototipos que se presentaban por primera vez. Para Mike, el punto culminante fue la actuación de los diablos rojos, el escuadrón de acrobacias aéreas del regimiento de paracaidistas que se lanzaba en caída libre desde unos diminutos puntos en el cielo y descendía en picado con sus arneses hasta tocar tierra justo en el centro de una diminuta zona de aterrizaje. En esc momento supo que eso era lo que él quería hacer.
En el tercer y último trimestre en Haileybury, en 1980, les escribió una carta en la que mostraba su interés y ese mismo septiembre lo llamaron para hacerle una entrevista en la base militar de Aldershot. Mike llegó y se quedó ensimismado mirando el viejo Dakota del que sus predecesores se habían lanzado en paracaídas en una ocasión para tomar el puente de Arnhem, hasta que el sargento que escoltaba el grupo de cinco ex colegiales los condujo a la sala de entrevistas.

La valoración de la escuela (algo que los paracaidistas siempre comprobaban) indicaba que Mike era un alumno del montón, pero un atleta nato. Eso les gustó. Fue aceptado y comenzó el entrenamiento a finales de ese mes, veintidós semanas agotadoras que conducirían a los supervivientes a abril de 1981.

Las cuatro semanas siguientes fueron de ejercicios de instrucción, manejo básico de armas, ejercicios de supervivencia y entrenamiento físico. A continuación vinieron dos más de lo mismo, además de primeros auxilios, señales y estudio de las precauciones que se han de tomar en caso de NBQ (guerra nuclear, bacteriológica y química).

La séptima semana estaba reservada para más entrenamiento físico, que iba endureciéndose poco a poco. Sin embargo, no fue tan mala como la octava y la novena: marchas de resistencia por el parque natural de Brecon, en Gales, en lo más crudo del invierno, durante las cuales hombres en plena forma llegaron a morir de frío, hipotermia y agotamiento. Cada vez había más renuncias.

La décima semana se dedicó al curso en Hythe, Kent, al entrenamiento en el campo de tiro, en el que Martin se reveló como un buen tirador con diecinueve aciertos. La undécima y la duodécima fueron semanas «de prueba»: subir y bajar corriendo colinas pedregosas arrastrando troncos por el barro, bajo la lluvia y el gélido granizo.

—¿Semanas de prueba? —musitó Phillips—. ¿Y qué cojones habían sido las otras?

Después de las semanas de prueba, los jóvenes que habían resistido el entrenamiento obtenían la codiciada boina roja; les esperaban tres semanas más en BreconHills haciendo ejercicios de defensa, patrullando y practicando el fuego real. Para entonces, a finales de enero, las BreconHills eran tremendamente inhóspitas y estaban heladas. Los hombres dormían sobre el duro terreno, empapados y sin hogueras.

De la semana dieciséis a la diecinueve, Mike Martín estuvo haciendo lo que había ido a hacer: el curso de paracaidista en la base aérea de Abingdon, durante el que cayeron unos cuantos más, y no solo del avión. Al final de todo venía el «desfile de las alas», cuando a uno finalmente le prendían las alas de paracaidista. Esa noche, el viejo club 101 de Aldershot vivió una nueva fiesta desenfrenada.

Luego hubo dos semanas más dedicadas a un ejercicio de campaña llamado «última valla» y a ensayar el desfile. En la semana veintidós se llevó a cabo el desfile de graduación, durante el cual los orgullosos padres pudieron por fin contemplar a sus granujientos hijos transformados en soldados como por arte de magia.

Hacía tiempo que al soldado Mike Martin le habían colgado la etiqueta de oficial en potencia y, en abril de 1981, se unió al nuevo y breve curso en la Real Academia Militar de Sandhurst, en la que se graduó en diciembre como alférez. Si creyó que la gloria lo aguardaba, estaba muy equivocado.

Hay tres batallones en el regimiento de paracaidistas y Martin fue destinado al Para Tres, lo que acabó traduciéndose en ser destinado a Aldershot en calidad de pingüino, término usado en aviación para los miembros de las fuerzas aéreas que no vuelan.

Durante tres años de cada nueve, o un servicio de cada tres, todos los batallones dejan de saltar en paracaídas y ejercen de regimientos de infantería mecanizada. Los paracaidistas odian el modo pingüino.

Martin, en calidad de jefe de sección, fue asignado a alistamiento de personal, por lo que estaba encargado de hacer pasar a los recién llegados el mismo infierno que él había sufrido. De no haber sido por un lejano caballero llamado Leopoldo Galtieri, Martin podría haber permanecido el resto del servicio del Para Tres como pingüino. El 1 de abril de 1982, el dictador argentino invadió las Malvinas. El Para Tres recibió órdenes de equiparse y prepararse para el traslado.

En cuestión de una semana, enviado por la implacable Margaret Thatcher, un destacamento especial inglés se dirigía hacia el sur a toda máquina, una flota de navíos con destino al punto más alejado del Atlántico, donde los esperaba el invierno del sur con sus mares embravecidos y sus lluvias torrenciales.

El viaje hacia el sur lo hizo en el buque Canberra con una primera parada en la isla de Ascensión, un islote inhóspito azotado por un viento constante. En este lugar hicieron una pausa mientras lejos de allí se llevaban a cabo los últimos esfuerzos diplomáticos para persuadir a Galtieri de que evacuara o a Margaret Thatcher de que se retirara. Ambos sabían que si claudicaban no conservarían el cargo. El Canberra zarpó y siguió de cerca al único portaaviones de la expedición, el Ark Royal.

Una vez quedó claro que la invasión era inevitable, Martin y su equipo fueron «transbordados» en helicóptero del Canberra a una lancha de desembarco. Ahí acabaron las condiciones civilizadas del buque. La misma noche tormentosa y agitada en que Martin y sus hombres fueron trasladados en helicópteros Sea King, otro Sea King se estrelló y se hundió con diecinueve miembros del regimiento especial del servicio aéreo, la mayor pérdida que el SAS ha sufrido en una sola noche.

Martin llevó sus treinta hombres a tierra con el resto del Para Tres, a la zona de desembarco de San Carlos. Se encontraban a kilómetros de la capital, Port Stanley, pero por esa misma razón no hallaron resistencia. Sin perder tiempo, los paracaidistas y los marines emprendieron la extenuante marcha a través del barro y la lluvia al este de la capital.

Lo llevaban todo en macutos tipo Bergen, tan pesados que tenían la impresión de estar acarreando con otro hombre a sus espaldas. La aparición de un Skyhawk argentino se tradujo en una

El verdadero enemigo era el frío, la lluvia constante y gélida y la extenuante marcha con todo el equipo encima por un paisaje que ni siquiera era capaz de sostener un árbol. Objetivo final: el monte Longdon.

El Para Tres se detuvo en la falda de los montes y se instaló en una granja solitaria llamada Estancia House, donde se prepararon para hacer lo que su país los había enviado a hacer a once mil kilómetros. Era la noche del 11 al 12 de junio.

Se suponía que debía ser un ataque nocturno silencioso y así fue, hasta que el cabo Milne pisó una mina. A partir de ahí el ruido fue ensordecedor. Las ametralladoras de los argentinos abrieron fuego y las bengalas iluminaron las colinas y el valle como si fuera de día. El Para Tres tenía dos opciones: retroceder para ponerse a cubierto o hacer frente al fuego enemigo y tomar el monte Longdon. Tomaron Longdon; hubo veintitrés muertos y más de cuarenta heridos.

Esa fue la primera vez, mientras las balas cortaban el aire a su alrededor y los hombres caían a su lado, que Mike Martin sintió en su boca ese extraño regusto metálico, el sabor del miedo.

Sin embargo, salió ileso. De su sección de treinta hombres, incluidos un sargento y tres cabos, murieron seis y nueve resultaron heridos.

Los soldados argentinos que habían defendido la cadena de colinas eran reclutas forzosos, habitantes de las soleadas y áridas pampas del noroeste que estaban deseando volver a casa y olvidarse de la lluvia, el frío y el barro. Habían abandonado los bunkeres y las trincheras y habían retrocedido en busca de refugio, hacia Port Stanley.

Al alba, Mike Martin alcanzó la cima del Wireless Ridge, miró hacia el este, hacia la ciudad y el sol que despuntaba, y recuperó al dios de sus padres del que se había olvidado durante tantos años. Le dedicó una oración de agradecimiento y juró no volver a olvidarlo.

En la época en que Mike Martin contaba diez años y corría y brincaba por el jardín de su padre en Saadun, Bagdad, para regocijo de los invitados iraquíes, a miles de kilómetros de allí nacía otro niño.
Al oeste de la carretera que va de la Peshawar paquistaní a la Jalalabad afgana se alza la cordillera de Spin Gar, las Montañas Blancas, dominadas por la imponente Tora Bora.

Esta cadena montañosa, vista desde lejos, es como una gran barrera entre los dos países, inhóspita y fría, siempre salpicada de nieve y completamente blanca en invierno.

Spin Gar está en territorio afgano, pero la cordillera de Safed se adentra en Pakistán. Miríadas de riachuelos recorren las laderas llevando la nieve fundida y la lluvia de Spin Gar hasta las fértiles llanuras por todo Jalalabad, formando muchos valles en las tierras altas que permiten cultivar pequeños huertos, plantar en diminutos terruños y pastar a los rebaños de ovejas y cabras.

La vida es dura, y con tan precarios recursos las comunidades de los valles son pequeñas y están desperdigadas. Los temibles habitantes de estos montes eran aquellos individuos a cuya etnia el antiguo Imperio británico había denominado patán, ahora pastún. En esos tiempos combatían desde sus refugios rocosos con mosquetes largos con cachas de latón llamados jezail, y eran tan infalibles como un francotirador moderno.

Rudyard Kipling, el poeta del antiguo Raj, evocaba en cuatro simples versos la certera puntería de los hombres de las montañas sobre los subalternos que habían recibido una costosa educación en Inglaterra:

Una escaramuza en la frontera,

un galope corta un oscuro cañón. Dos mil libras de educación un jezail de diez rupias despeña.

En 1972 había una aldea en uno de esos valles de las tierras altas llamada Maloko-zai, igual que todas esas aldeas bautizadas con el nombre de un guerrero fundador que había fallecido mucho tiempo atrás. En el asentamiento había cinco edificaciones delimitadas por paredes, cada una de las cuales albergaba a una familia de cerca de veinte miembros. El jefe del pueblo era Nuri Jan; en su edificación y alrededor de su fuego, los hombres estaban reunidos una noche de verano bebiendo té caliente, sin leche ni azúcar.

Igual que en las demás construcciones, las paredes se utilizaban para levantar las estancias y los corrales, de modo que todos daban al interior. El fuego de troncos de morera ardía, al tiempo que el sol se ponía a lo lejos, al oeste, y la oscuridad bañaba las montañas trayendo consigo el frío incluso en pleno verano.

Los gritos llegaban apagados desde las estancias de las mujeres, pero cuando alguno de ellos se hacía oír especialmente, los hombres interrumpían la animada conversación y esperaban la llegada de noticias. La mujer de Nuri Jan estaba dando a luz a su cuarto hijo y el marido rezaba para que Alá le honrara con un segundo varón. Era de esperar que un hombre tuviera hijos varones que, de jóvenes, cuidarían el ganado, y que defenderían el pueblo cuando se hubieran convertido en hombres. Nuri Jan tenía un hijo de ocho años y dos hijas.

La oscuridad era completa y solo las llamas iluminaban los rostros de narices aguileñas y barbas negras cuando una partera apareció furtivamente entre las sombras. Susurró unas palabras al oído del padre y el rostro de caoba del Afgano se iluminó con una resplandeciente sonrisa.

Inshallab, tengo un hijo —exclamó.

Los parientes y vecinos varones se levantaron todos a una y el aire se inundó con el rugido de los rifles que disparaban al cielo nocturno. Hubo muchos abrazos, felicitaciones y agradecimientos a

Alá, que había concedido un hijo a su siervo.

—¿Cómo vas a llamarlo? —le preguntó un pastor vecino.

—Lo llamaré Izmat, como mi abuelo, que en paz descanse —contestó Nuri Jan.

Y así fue como un imam llegó a la aldea pocos días después para la ceremonia del nombre y la circuncisión.

No hubo nada fuera de lo corriente en la educación del niño. Cuando fue tiempo de caminar, lo hizo y cuando aprendió a correr, corría con todas sus fuerzas. Igual que todos los chicos criados en una granja, quería hacer las cosas que hacían los mayores y a los cinco años se le confió la tarea de ayudar a conducir los rebaños hasta los altos prados en verano y a montar guardia mientras las mujeres segaban forraje para el invierno.

Deseaba alejarse de la casa de las mujeres y por fin llegó el que sería el día más feliz de su vida hasta el momento: se le permitió unirse a los hombres alrededor del fuego y escuchar las historias de cómo los pastunes habían derrotado a los anglos de casacas rojas en esas mismas montañas hacía tan solo ciento cincuenta años, como si hubiera sido ayer.

Su padre era el hombre más rico del poblado del único modo en que un hombre puede ser rico en esos parajes: en vacas, ovejas y cabras. El ganado, que exigía un cuidado incesante y un trabajo duro, los proveía de carne, leche y pieles. Los trigales producían avena y pan. La fruta y el aceite de frutos secos procedía de los prolíficos huertos de moreras y nogales.

No hacía falta salir de la aldea, así que durante los primeros ocho años de su existencia Izmat Jan no lo hizo. Las cinco familias compartían la pequeña mezquita y se reunían los viernes para el culto común. El padre de Izmat era devoto, pero no era un fundamentalista y mucho menos un fanático.

Más allá de la vida en estas montañas, Afganistán se llamaba República Democrática o RDA, pero, como suele ocurrir, ese nombre solo era una etiqueta. El gobierno era comunista y estaba

Sin embargo, de forma igualmente tradicional, los afganos de las ciudades eran moderados y tolerantes, ajenos al fanatismo que acabaría por imponerse. Las mujeres eran cultas, pocas se cubrían los rostros; los bailes y los conciertos no solo se permitían, sino que eran algo común, y la temida policía secreta perseguía a los sospechosos de oposición política, pero no la laxitud religiosa.

Uno de los vínculos que la aldea de Maloko-zai tenía con el mundo exterior era la eventual partida de nómadas kuchi que cruzaba las montañas a través del paso de Jyber, con una recua de muías de contrabando, para evitar la Gran Vía con todas sus patrullas y policía de frontera, de camino a la ciudad de Parachinar, a través de Pakistán.

Solían traer noticias de las llanuras y de las ciudades, del gobierno en la lejana Kabul y del mundo al otro lado de los valles. Y también estaba la radio, una valiosa reliquia que crujía y crepitaba, pero que emitía palabras, aunque no las comprendían. Era el servicio pastún de la BBC que radiaba la versión no comunista pastún al mundo. Fue una niñez plácida. Pero entonces llegaron los rusos.

Poco importaba a la aldea de Maloko-zai quién tenía o no la razón. Ni sabían ni les importaba que su presidente comunista hubiera desagradado a sus mentores de Moscú por no saber controlar su territorio. Lo único que les importaba era que un ejército soviético al completo había vadeado el Amu Dana desde el Uzbekistán soviético, había pasado con estruendo el collado de Salang y había tomado Kabul. No se trataba (todavía) del islam contra el ateísmo, se trataba de un insulto.

La educación de Izmat Jan había sido muy rudimentaria. Había memorizado las aleyas necesarias para la oración, aunque las había aprendido en una lengua llamada árabe y no sabía qué decían. El imam local no vivía en el poblado, de hecho era Nuri Jan el que conducía las oraciones, pero había enseñado a los chicos de la aldea los rudimentos de la lectura y la escritura, aunque solo en pastún. Fue su padre quien le enseñó las normas del pujtunwali, el código por el que se conducían los pastún. El honor, la hospitalidad, la venganza ineludible para limpiar los insultos... estas eran las normas del código. Y Moscú los había insultado.

La resistencia se inició en las montañas, se llamaban a sí mismos los guerreros de Dios, los muyahidin. No obstante, los hombres de las montañas necesitaban primero llevar a cabo una consulta, una sura, para decidir qué debía hacerse y quién los habría de dirigir.

Nada sabían de la guerra fría, pero les dijeron que ahora tenían amigos poderosos, los enemigos de la Unión Soviética. Tenía sentido. El enemigo de mi enemigo... El primero de estos era Pakistán, justo a la puerta de casa y dirigido por un dictador fundamentalista, el general Eshanul Haq. A pesar de la diferencia religiosa, era aliado del poder cristiano llamado Estados Unidos y de sus amigos, los anglos, antiguos enemigos de los pastún.

Mike Martin había probado la acción y sabía que le gustaba. Estuvo destinado en Irlanda del Norte, envuelto en operaciones contra el IRA, pero las condiciones eran deprimentes y, aunque el peligro de tener un francotirador a la espalda era constante, las patrullas eran aburridas. Consideró sus opciones y, en la primavera de 1986, envió una solicitud para entrar en el SAS.
Una gran proporción del SAS se nutre de paracaidistas gracias a que el entrenamiento y las responsabilidades en combate son similares, pero el SAS asegura que sus pruebas son mucho más duras. La documentación de Martin pasó por la oficina del regimiento en Hereford, donde repararon en su dominio del árabe y lo invitaron a someterse a las pruebas de selección.

El SAS asegura que solo aceptan hombres muy aptos y que es a partir de entonces cuando empiezan a trabajar con ellos. Martin superó las seis semanas del curso estándar de selección «inicial» entre otros muchos paracaidistas, soldados de infantería, de caballería, de las unidades blindadas, artilleros e, incluso, ingenieros. En cuanto a las otras unidades de élite, el Special Boat

Squadron, unidades especiales para incursiones en costas enemigas, escogían a sus reclutas solo de entre los marines.
Se trata de un curso sencillo basado en un único precepto. El primer día, un sargento instructor sonriente les dijo a todos:

—No intentamos entrenaros con este curso. Intentamos mataros.

También lo hicieron. Solo el diez por ciento de los solicitantes superan el «inicial», eso les ahorra tiempo más adelante. Martin lo superó. A continuación vino más entrenamiento, ejercicios en la selva de Belice y un mes más ya en Inglaterra dedicado a la resistencia a un interrogatorio. «Resistencia» significa tratar de permanecer en silencio mientras se es objeto de prácticas muy desagradables. Lo único bueno es que tanto el regimiento como los voluntarios tienen derecho a solicitar un RTU en cualquier momento: regresar a la unidad.

Martin empezó a finales de verano de 1986 con el SAS 22 en calidad de jefe de sección con el empleo de capitán. Se decidió por el escuadrón A, caída libre, una elección lógica para un paracaidista.

Si el Para Tres no aprovechó sus conocimientos de árabe, el SAS sí lo hizo, dada su larga y estrecha relación con el mundo arábigo. El cuerpo se había formado en el desierto occidental de Egipto en 1941, y la estrecha relación con las arenas de Arabia nunca había acabado de romperse.

Acarreaba la jocosa reputación de ser la única unidad del ejército que daba beneficios, algo no del todo cierto, pero casi. Los hombres del SAS son los guardaespaldas y los entrenadores de guardaespaldas más codiciados del mundo. En toda Arabia, los sultanes y los emires siempre se han decantado por un grupo del SAS para que entrene a su guardia personal, un servicio por el que pagan con generosidad. Martin estaba llevando a cabo su primera misión con la guardia nacional saudí, en Riad, cuando lo llamaron a casa en el verano de 1987.

—Estas cosas no me gustan —le dijo el comandante en jefe en su despacho de Sterling Lines, el cuartel general del regimiento de Hereford—. No, no me gusta una mierda, pero el Lodo Verde te quiere. Es por lo de los árabes.

Había utilizado el ocasionalmente amistoso término con que los soldados suelen referirse a la gente de los servicios de inteligencia. Se refería al SIS, a la Firma.

—¿Es que no tienen a nadie que sepa árabe? —preguntó Martin.

—Por supuesto, a patadas, pero no se trata solo de hablarlo. Y tampoco de Arabia. Quieren a alguien que atraviese las líneas soviéticas en Afganistán para que contacte y trabaje con la resistencia, con los muyahidin.

El dictador militar de Pakistán había tomado la decisión de no permitir el paso hacia Afganistán a través de Pakistán de ningún soldado en activo de un poder occidental. Lo que no desvelaba era que sus servicios secretos, el ISI, disfrutaban administrando la ayuda que los estadounidenses enviaban para asistir a los muyahidin, por lo que era lógico que no deseara ver cómo los rusos exhibían a un soldado estadounidense o británico que había sido capturado después de haber atravesado Pakistán.

Sin embargo, a mitad de la ocupación soviética, los británicos decidieron que el hombre al que habían de apoyar no era Hekmatyar, la elección paquistaní, sino el tayiko Shah Masud, quien no trataba de pasar inadvertido en Europa o Pakistán, sino que estaba haciendo estragos entre los ocupantes. El problema estaba en hacerle llegar la ayuda, pues su territorio se encontraba en el norte.

Hacerse con buenos guías entre las filas de los muyahidin cerca del paso de Jyber no era un problema. Como en los tiempos del Raj, unas cuantas monedas de oro llevan muy lejos. Hay un aforismo que dice que no se puede comprar la lealtad de un afgano, pero siempre puede alquilarse.

—En cualquier caso, el quid de la cuestión, capitán —le dijeron en los cuarteles generales del SIS, que entonces estaban en Century House, cerca de Elephant and Castle— es la «denegabilidad» de las autoridades paquistaníes. Por eso ha de renunciar al ejército, aunque solo se trate de un

Mike Martin sabía muy bien que los miembros del SAS ya contaban entre sus filas con el ultrasecreto Revolutionary Warfare Wing, cuyo cometido era crear todos los problemas que pudieran a los regímenes comunistas de todo el mundo. Lo mencionó.

—Esto es aún más secreto —contestó su superior—. A esta unidad la llamamos Unicornio, porque no existe. Nunca hay más de doce y en estos momentos solo cuentan con cuatro hombres. Necesitamos a alguien que se infiltre en Afganistán a través del paso de Jyber y que busque un guía local para que lo lleve a través del valle de Panjshir, en el que se mueve Shah Masud.

—¿Hay que llevar regalos? —preguntó Martin.

El reposado hombre hizo un gesto de impotencia.

—Solo presentes, me temo. Solo lo que un hombre pueda transportar, pero más adelante, si Masud enviara sus guías al sur, hasta la frontera, podríamos enviar lo que puedan cargar las mulas y equiparlos con mucho más material. Se trata de un primer contacto, ¿lo cree conveniente?

—¿Y el regalo?

—Rapé, le gusta nuestro rapé. Ah, y dos lanzamisiles tierra-aire Blowpipe con munición. Le preocupan los ataques aéreos. Tendrá que enseñarles a usarlos. Calculo que estará fuera unos seis meses. ¿Qué le parece?

Antes de que la invasión hubiera cumplido medio año, fue patente que los afganos no iban a hacer algo que desde siempre les había sido imposible hacer: unirse. Tras semanas de discusiones en Peshawar e Islamabad, con el ejército paquistaní cerrado en banda a distribuir fondos y armas estadounidenses a ningún oponente que ellos no hubieran acreditado, el número de grupos de resistencia rivales se redujo a siete. Cada uno de ellos tenía un cabecilla político y un líder guerrero. Eran los Siete de Peshawar.
Solo uno de ellos no era pastún. El profesor Rabani y su carismático líder guerrero Ahmad Shah Masud eran tayikos de muy al norte. De los otros seis, tres de ellos pronto recibieron el mote de «comandantes Gucci» porque rara vez, si es que lo habían hecho en alguna ocasión, entraban en Afganistán; preferían llevar ropas occidentales y mantenerse a salvo lejos del conflicto.

De los otros tres, Sayaf y Hekmatyar, dos de ellos, eran partidarios fanáticos de los Hermanos Muslmanes, el último de los dos tan cruel y vengativo que al final acabó ejecutando a más afganos que rusos llegó a matar.

El líder tribal de la provincia de Nangarhar, de donde Izmat Jan era oriundo, era el mulá Maulavi Yunis Jalis. Era estudioso y clérigo, pero en sus ojos brillaba una cortesía que contrastaba con la crueldad de Hekmatyar, quien lo despreciaba.

Aunque era el mayor de los siete y superaba la sesentena, durante gran parte de los diez años siguientes Yunis Jalis hizo incursiones en el Afganistán ocupado para comandar a sus hombres en persona. Cuando él no estaba, su líder guerrero era Abdul Haq.

En 1980 la guerra había llegado a los valles de Spin Gar. Los soviéticos caían sobre Jalalabad, al pie de las montañas, y las fuerzas aéreas habían iniciado bombardeos de castigo sobre los pueblos de las montañas. Nuri Jan había jurado lealtad a Yunis Jalis en calidad de señor de la guerra, y se le había concedido el derecho de formar su propio lashkar o ejército de caballería.

Podría haber puesto a salvo la mayor parte del ganado, la riqueza del pueblo, en las cuevas naturales que recorrían las Montañas Blancas, en las que su gente también habría encontrado refugio cuando se iniciaron los bombardeos; sin embargo, decidió que había llegado el momento de que las mujeres y los niños cruzaran la frontera para buscar refugio en Pakistán.

La pequeña caravana necesitaría un acompañante masculino para hacer el viaje y quedarse en Peshawar durante el tiempo que hiciera falta. Decidió que su padre sería el mahram de la

Izmat Jan, con ocho años, reprimiendo las lágrimas que la vergüenza había hecho saltar al verse echado como a un niño, recibió el abrazo de su padre y de su hermano, tomó las riendas de la muía que llevaba a su madre y se volvió hacia las altas cimas y Pakistán. Pasarían siete años antes de regresar del exilio y, cuando lo hizo, fue para luchar contra los rusos con fría determinación.

Para legitimar sus acciones ante los ojos del mundo, se había acordado que cada uno de los señores de la guerra formaría su propio partido político. El de Yunis Jalis se llamó Hiz-i Islami, y todo el que vivía en su territorio tuvo que afiliarse a él. En las afueras de Peshawar, ciudades enteras de tiendas habían proliferado como un sarpullido bajo los auspicios de algo llamado Organización de las Naciones Unidas, aunque Izmat Jan nunca había oído hablar de ella. La ONU había aceptado que cada señor de la guerra, en esos momentos disfrazados de partidos políticos, tuviera su propio campo de refugiados separado, en el que no se admitía la entrada de nadie que no fuera miembro del partido correspondiente.

Existía otra organización que repartía comida y mantas. Su insignia era una achaparrada cruz roja. Izmat Jan tampoco había oído hablar de ella, pero sí conocía los beneficios de la sopa caliente y, tras el extenuante viaje a través de las montañas, engulló sopa hasta quedar saciado. Había otra condición más que se requería a los habitantes de los campos y a todos aquellos que desearan beneficiarse de la generosidad de Occidente encauzada a través de la ONU y el general Eshanul Haq: los chicos se instruirían en la escuela coránica o madrasa en todos los campos de refugiados. Aprenderían a recitar los versos del Corán de carrerilla. En cuanto al resto de su educación, solo aprenderían sobre la guerra.

Por regla general, los imames de estas madrasas, muchos de ellos saudíes, recibían las donaciones, el salario y los fondos de Arabia Saudí, por lo que trajeron consigo la única versión del islam permitida en ese país: el wahabismo, el credo más severo e intolerante dentro del islam. De este modo, delante de la imagen de la cruz repartiendo comida y medicinas, toda una generación de jóvenes afganos estaba a punto de sufrir un lavado de cerebro que los conduciría al fanatismo.

Nuri Jan visitaba a su familia tan a menudo como podía, dos o tres veces al año, períodos durante los que dejaba el lashkar en manos de su hijo mayor. No obstante, el viaje era duro y Nuri Jan cada vez parecía más viejo. A su llegada en 1987, estaba arrugado y demacrado. El hermano mayor de Izmat había muerto en un bombardeo aéreo, que a su vez había empujado a otros muchos hacia la seguridad de las cuevas. Izmat tenía quince años y el pecho se le hinchó de orgullo cuando su padre le pidió que regresara, que se uniera a la resistencia y se convirtiera en muyahid.

Como era de esperar, las mujeres lloraron desconsoladas y el abuelo farfulló; el hombre no sobreviviría otro invierno en la llanura a las afueras de Peshawar. A continuación, Nuri Jan, el hijo que le quedaba y los ocho hombres que había llevado con él para ver a sus familias pusieron rumbo hacia el oeste para cruzar las cimas hacia la provincia de Nangarhar y la guerra.

El chico que regresaba a su hogar había cambiado, igual que el paisaje, casi reducido a cenizas. En los valles apenas quedaba una piedra en pie. Los cazabombarderos Sujoi y los helicópteros de combate Hind habían devastado los valles de las montañas desde el Panjshir al norte, territorio de Shah Masud, hasta Paktia y la cordillera de las Shinkay. Los pueblos de las llanuras podían ser controlados o intimidados por el ejército afgano o por el Jad, la policía secreta entrenada y endurecida por el KGB soviético.

Sin embargo, los pueblos de las montañas, y los hombres de las llanuras y las ciudades que decidieron unirse a ellos, eran obstinados y, como luego se demostró, inconquistables. A pesar de la cobertura aérea, que los británicos del Imperio nunca habían tenido, los soviéticos estaban experimentando algo parecido al sino que depararía a la columna inglesa en la marcha suicida de Kabul a Jalalabad.

Las carreteras no eran seguras a causa de las emboscadas, y a las montañas solo se podía acceder por aire. El despliegue de los misiles Stinger estadounidenses en manos de los muyahidin desde septiembre de 1986 había obligado a los soviéticos a volar más alto, demasiado alto para ser certeros sin riesgo de resultar alcanzados. Las bajas soviéticas aumentaban a un ritmo constante. Sumado al descenso de recursos humanos causado por las heridas y las enfermedades, hasta en una sociedad controlada como la Unión Soviética la moral caía como un halcón lanzándose en picado.

Fue una guerra salvaje y cruel. Apenas se hacían prisioneros y los que morían pronto eran los más afortunados. Los clanes de las montañas odiaban con especial inquina a los pilotos rusos y, si alguna vez caía en sus manos uno vivo, podía acabar muriendo a la intemperie con un pequeño tajo en el estómago para que las tripas se le salieran y se le frieran al sol hasta que la muerte lo liberara de esa agonía. O podían acabar entregados a las mujeres y sus cuchillos de despellejar.

La respuesta soviética fue bombardear, arrasar y ametrallar todo lo que se moviera, fuera hombre, mujer, niño o animal. Sembraron las montañas con millones de minas lanzadas desde el aire, las cuales acabarían creando una nación de muletas y prótesis. Antes de que la guerra llegara a su fin, habría un millón de afganos muertos, un millón de tullidos y cinco millones de refugiados.

Izmat Jan lo sabía todo sobre fusiles gracias al tiempo que había pasado en el campo de refugiados. Su preferido era, por supuesto, el Kaláshnikov AK-47. Fue una suprema ironía que esta arma soviética, el rifle de asalto preferido de cualquier movimiento disidente y terrorista del mundo, se usara contra los propios rusos. Sin embargo, los estadounidenses los suministraban por una razón: los afganos podían abastecerse de la munición de los petates de los rusos muertos, con lo que se evitaba tener que transportarla a través de las montañas.

Además del fusil de asalto, el arma elegida fue el lanzagranadas, el RPG, sencillo, fácil de usar, fácil de recargar e infalible a corto y medio alcance. También lo suministraba Occidente.

Izmat Jan era alto para sus quince años, y estaba desesperado por que le creciera la pelusilla de la barbilla. Las montañas pronto lo endurecieron. Hay testimonios que hablan de los montañeses pastún moviéndose por su territorio como cabras salvajes: sus piernas parecían inmunes al cansancio y respiraban de forma acompasada mientras otros boqueaban.

Llevaba un año luchando en las montañas cuando su padre lo hizo llamar. Lo acompañaba un extraño de rostro tostado por el sol, barba negra y vestido con un shalwar kamiz gris de lana que caía sobre unos fuertes borceguíes y chaleco lleno de bolsillos. En el suelo, a su espalda, descansaba la mochila más grande que jamás hubiera visto y dos lanzagranadas envueltos en pieles de oveja. Llevaba un turbante pastún en la cabeza.

—Este hombre es un invitado y un amigo —le comunicó Nuri Jan—. Ha venido a ayudarnos y a luchar con nosotros. Tiene que llevar estos lanzagranadas a Shah Masud, al Panjshir, y tú lo guiarás hasta allí.

5
El joven pastún miró fijamente al desconocido; no parecía haber comprendido las palabras de Nuri Jan.
—¿Es afgano? —preguntó.

—No, es un anglo.

Izmat Jan se quedó perplejo. Tenía ante sí al viejo enemigo; peor aún, a alguien a quien el imam de la madrasa había condenado con odio y desprecio constantes. Debía de ser un kafir, un no creyente, o un nasrani, un cristiano, destinado a arder entre las llamas del infierno por toda la eternidad. ¿Y él tenía que escoltar a aquel hombre durante más de ciento sesenta kilómetros de ladera montañosa hasta el enorme valle del norte? ¿Tenía que pasar varios días y varias noches en su compañía? Y sin embargo, su padre era un buen hombre, un buen musulmán, y lo había llamado su amigo. ¿Cómo era posible?

El inglés se llevó la mano al pecho, junto al corazón, y se dio con los dedos unos golpecitos suaves.

Salam aleikum, Izmat Jan —dijo. Su padre no hablaba árabe, a pesar de que entonces ya había muchos voluntarios árabes dispersos por toda la cordillera. Los árabes se mostraban siempre muy reservados y se limitaban a cavar en las cuevas, por lo que no tenía sentido tratar de mezclarse con ellos y aprender algunas palabras en su lengua. Sin embargo, Izmat había leído el Corán una y otra vez: solo estaba escrito en árabe, y su imam solo hablaba su árabe saudí nativo. Izmat sabía defenderse en aquel idioma.

Aleikum salam —contestó—. ¿Cómo te llamas?

—Mike —repuso el hombre.
—Ma-ik —repitió Izmat. Un nombre muy extraño.

—Bien, tomemos un poco de té —propuso el padre. Su refugio habitual era una cueva situada a unos quince kilómetros de los escombros de su antigua aldea. En el interior ardía una pequeña fogata, lo suficientemente adentrada en las entrañas de la cueva para que no saliese ni una pequeña columna de humo que pudiera atraer la atención de la aviación soviética.

—Dormiremos aquí esta noche. Al amanecer, saldréis hacia el norte. Yo iré al sur y me reuniré con Abdul Haq. Va a haber otra operación eñ la carretera de Jalalabad a Kandahar.

Masticaron unos pedazos de carne de cabra y mordisquearon unas tortitas de arroz. Luego se fueron a dormir. Antes del alba, los hombres que debían partir hacia el norte ya se habían levantado y marchado. Su viaje los condujo por un laberinto de gargantas unidas entre sí que les permitían permanecer ocultos. Sin embargo, entre un valle y el siguiente se erguían las imponentes cadenas montañosas, y las laderas de esas montañas eran pendientes muy escarpadas cubiertas de roca y pizarra, pero con muy pocos salientes bajo los que guarecerse, si es que encontraban alguno. Lo más sensato sería escalarlas por la noche y permanecer en los desfiladeros durante el día.

La mala suerte se abatió sobre ellos el segundo día de expedición. Para acelerar el ritmo de la marcha, habían abandonado el campamento nocturno antes del alba, y justo después del primer rayo de la mañana se vieron obligados a atravesar una enorme extensión de roca y pizarra para hallar cobijo en la siguiente cadena de montañas. Esperar habría significado perder toda la jornada, hasta el anochecer. Izmat Jan insistió en que la atravesaran a la luz del día. A mitad de camino por la ladera escarpada, oyeron el rugido de los motores de un helicóptero de asalto.

Tanto el hombre como el chico se echaron al suelo y permanecieron inmóviles, pero lo hicieron demasiado tarde. Por encima de la siguiente loma, tan amenazador como una libélula gigantesca y mortal, se cernía sobre ellos el helicóptero de combate soviético MiL 24 D, también conocido como «Hind». Uno de los pilotos debió de percibir un ligero movimiento, o tal vez el brillo del metal abajo, en el campo de rocas, pues el Hind se desvió de su rumbo y se dirigió directo hacia ellos. El bramido de los dos motores Isotov se hacía cada vez más intenso en los oídos de los dos hombres, al igual que el inconfundible martilleo de las palas del rotor.

Con la cabeza enterrada en los antebrazos, Mike Martin se arriesgó a levantarla un momento para echar un rápido vistazo. No tuvo ninguna duda de que los habían visto. Los dos pilotos soviéticos, sentados en tándem con el artillero arriba y el piloto abajo y detrás, lo miraban fijamente mientras el Hind se colocaba en posición de ataque. Para cualquier soldado de a pie, ser atrapado en un espacio abierto y sin cobertura por un helicóptero de asalto era la peor de sus pesadillas. Miró a su alrededor. A cien metros de distancia había un pequeño montículo formado por rocas, no tan alto como la cabeza de un hombre pero lo suficientemente amplio para protegerse detrás de él. Lanzando un grito al chico afgano, Mike se levantó y echó a correr, dejando la mochila Bergen de cuarenta kilos de peso, pero llevándose uno de los dos tubos lanzacohetes que tanto habían intrigado a su guía.

Oyó los pasos del chico corriendo tras él, el palpitar de su propia sangre en los oídos y el gruñido acompasado del Hind, lanzándose en picado sobre ellos. Nunca se habría arriesgado a salir a la carrera de no haber visto algo en el helicóptero que le dio un atisbo de esperanza: los contenedores de los lanzacohetes estaban vacíos y tampoco llevaba misiles integrados. Inhaló una bocanada de aire y deseó con toda su alma que su suposición fuese cierta. Lo era.

El piloto Simonov y su copiloto Grigoriev habían salido al alba en misión de reconocimiento para rastrear un desfiladero donde, según la información proporcionada por los agentes, se escondían unos muyahidin. Habían lanzado los misiles desde una altitud considerable para, acto seguido, descender y acribillar el paso montañoso con cohetes. Varias cabras habían salido despavoridas de la quebrada, demostrando así que, efectivamente, se ocultaban seres humanos entre las rocas. Simonov había destrozado a los animales con su cañón de 30 milímetros, gastando casi toda la munición.

Había regresado a una altitud segura y se dirigía de vuelta a casa, a la base soviética en las afueras de Jalalabad, cuando Grigoriev lo alertó de un leve movimiento abajo, en la ladera de la montaña, por el lado izquierdo del aparato. Cuando vio que dos figuras echaban a correr, activó el pulsador en la posición de disparo y se abatió sobre ellos. Los dos hombres en movimiento se dirigían a un cúmulo de rocas. Simonov inmovilizó el Hind a seiscientos metros, vio a las dos figuras agazaparse entre las rocas y abrió fuego. Los cañones gemelos del cañón GSH dieron violentas sacudidas mientras escupían los proyectiles y luego, de pronto, se quedaron quietos. Simonov profirió un insulto cuando se le agotó la munición: había malgastado sus proyectiles con unas cabras y ahora tenía a la vista a dos muyahidin que matar. Levantó la nariz del aparato y describió un amplio arco para esquivar la cima de la montaña, de manera que el Hind se perdió ruidosamente por el valle.

Martin e Izmat Jan permanecieron agachados detrás de su improvisado refugio de rocas. El chico afgano observó cómo el anglo abría rápidamente su bolsa de piel de borrego y extraía un tubo corto. Tenía la vaga percepción de haber sufrido un golpe en el muslo derecho, pero no sentía dolor, solo entumecimiento.

Lo que el miembro del SAS estaba tratando de montar con la máxima velocidad que le permitían sus dedos era uno de los dos misiles Blowpipe que pretendía llevar a Shah Masud en el Panjshir. No era tan bueno como el Stinger estadounidense, pero sí más ligero y simple.

Algunos misiles superficie-aire se guían hacia el objetivo mediante un radar «fijo» hundido en el suelo; otros llevan incorporado su propio radar diminuto en el morro; algunos emiten su propio haz de infrarrojos, los llamados misiles guiados por infrarrojos, mientras que otros son termodirigidos: sus morros «huelen» el calor de los motores del avión y se dirigen hacia él. El Blowpipe era mucho más sencillo que todo eso: empleaba el sistema del comando en la línea de visión o CLOS, y significaba que el operador debía permanecer de pie y guiar al misil hasta el objetivo, sin dejar de enviar señales de radio desde una diminuta palanca de mando a los receptores móviles en la cabeza del misil.

El principal inconveniente del Blowpipe siempre había sido que pedir a un hombre que permaneciese de pie inmóvil delante de una aeronave de asalto equivalía a sufrir la pérdida de numerosos operadores. Martin colocó el misil de dos fases en el lanzacohetes, activó la batería y el giroscopio, entrecerró los ojos para apuntar a través de la mira y vio al Hind dirigiéndose directamente hacia él. Ajustó la imagen en los parámetros de la mira y abrió fuego. Con un sonoro silbido de gases abrasadores, el misil abandonó el tubo apoyado en el hombro de Martin y se adentró a ciegas en el cielo. Puesto que se trataba de un misil completamente manual, requería el control del operador para subir o bajar, desviar su rumbo hacia la izquierda o la derecha. Calculó el alcance en 1.300 metros y aproximándose con rapidez. Simonov abrió fuego con su ametralladora.

En la nariz del Hind, los cuatro cañones que disparaban una ráfaga de balas de metralleta del tamaño de un dedo empezaron a rodar. A continuación, el piloto soviético vio el diminuto parpadeo de la estela del Blowpipe dirigiéndose hacia él. Ahora era una cuestión de temple y coraje.

Las balas torpedearon las rocas y arrancaron esquirlas de piedra que salieron disparadas en todas direcciones. Solo duró dos segundos, pero en tandas de dos mil por minuto, unos setenta proyectiles alcanzaron las rocas antes de que Simonov empezara la maniobra de evasión y la lluvia de balas se desviase a un lado.

Está demostrado que, en casos de emergencia, por reacción instintiva y automática, una persona casi siempre se desvía hacia la izquierda. Por eso conducir por la izquierda en la carretera, aunque solo se haga en un número muy reducido de países, es más seguro. De este modo, un conductor que, presa del pánico, se salga de la carretera irá a parar a un prado en lugar de provocar una colisión frontal. Simonov, empujado por el pánico, viró el Hind hacia la izquierda.

El Blowpipe había abandonado la primera fase y estaba entrando en velocidad supersónica. Martin ladeó la trayectoria a su derecha justo antes de que Simonov virase bruscamente: fue un acierto. Como resultado del viraje, el Hind dejó al descubierto su panza y la cabeza mortal le dio de lleno. El proyectil apenas pesaba dos kilos y el Hind es un helicóptero enormemente resistente, pero incluso un misil de tan reducido tamaño a una velocidad de mil seiscientos kilómetros por hora es capaz de asestar un golpe formidable: atravesó el fuselaje de la base, penetró en el interior y explotó.

Empapado en sudor en el aire gélido de la montaña, Martin vio cómo la bestia colosal se tambaleaba por el impacto y empezaba a vomitar humo y a precipitarse hacia la profundidad del valle, más abajo.

Cuando se estrelló contra el lecho del río, el ruido cesó. De inmediato, tras un sonido amortiguado, un fogonazo de llamas salió despedido de la cabina: si los dos rusos habían sobrevivido a la caída, sin duda morirían abrasados; en unos segundos, una columna de humo oscuro ascendía hacia el cielo. Aquello bastaría para atraer la atención de los rusos en Jalalabad. Pese a que el viaje por tierra era arduo y largo, un avión Sujhoi de combate en tierra apenas tardaría unos minutos en presentarse allí.

—Vamonos —le dijo en árabe a su guía. El chico trató de levantarse, pero no podía. En ese momento, Martin vio la mancha de sangre en el costado del muslo. Sin decir una palabra, dejó el lanzacohetes reutilizable para los Blowpipe en el suelo y fue a buscar su mochila Bergen.

Con ayuda de su cuchillo de combate K-bar, rasgó la pernera del pantalón del sbalwar kamiz. La herida era limpia y pequeña, pero parecía profunda. Si era de una de ías balas de ametralladora, solo podía tratarse de un fragmento del casquillo o bien de una esquirla de roca, pero no sabía a qué distancia estaría de la arteria femoral. Había hecho prácticas en la sala de Accidentes y Urgencias de Hercford y tenía conocimientos de primeros auxilios, pero la ladera de una montaña afgana rodeada de rusos no era el lugar más adecuado para practicar una cirugía compleja.

—¿Vamos a morir, anglo? —preguntó el chico.

Inshallah, hoy no, Izmat Jan, hoy no —repuso. Se enfrentaba a un dilema; necesitaba su Bergen y todo cuanto había en ella, pero solo podía llevar a cuestas la Bergen o al chico.

—¿Conoces bien la montaña? —preguntó mientras registraba la bolsa en busca de gasas.

—Pues claro —contestó el Afgano.

—Entonces tendré que volver con otro guía. Deberás indicarle el sitio exacto donde hemos enterrado la bolsa y los cohetes.

Abrió una caja metálica y plana y extrajo una jeringuilla hipodérmica. El chico, con el rostro pálido, lo miró a los ojos.

«Que así sea —pensó Izmat Jan para sí—, si el infiel quiere torturarme, que lo haga. No pienso decir una sola palabra.»

El anglo le clavó la aguja en el muslo. Izmat Jan no emitió sonido alguno. Al cabo de unos segundos, cuando la morfina comenzó a hacer efecto, el dolor en el muslo empezó a desaparecer. Alentado por la mejoría, trató de incorporarse. El inglés había sacado una pequeña herramienta de zapa plegable y estaba cavando un surco en la pizarra entre las rocas. Cuando hubo terminado, cubrió la Bergen y los dos lanzacohetes con piedras hasta que no quedó rastro de ellos; pero había memorizado la forma de la roca que los había protegido: si conseguía volver a aquella ladera, recuperaría todo su equipo.

El chico prorrumpió en protestas asegurando que podía andar, pero Martin se limitó a echárselo al hombro y empezó a caminar. Todo piel y huesos, músculo y tendones, el Afgano pesaba poco más que la mochila Bergen, unos cuarenta kilos. Aun así, el ascenso por la montaña hacia unas cumbres con cada vez menos oxígeno y contra la gravedad no era viable. Avanzó de lado por el pedregal de la ladera y empezó a descender hacia el valle. Resultó ser una sabia elección.

Los aviones soviéticos derribados siempre atraían a los pastunes, ávidos de remover entre los escombros en busca de cualquier cosa que pudiese resultar útil o de valor. Los rusos todavía no habían visto la columna de humo, y la última transmisión de Simonov había sido un grito final que nadie había sabido interpretar.

Sin embargo, el humo había atraído a un reducido grupo de muyahidin de otro valle. Se encontraron a unos trescientos metros del fondo de la garganta.

Izmat Jan les contó lo sucedido. Los montañeses esbozaron sonrisas de alegría y empezaron a dar palmaditas en la espalda al hombre del SAS. Martín insistió en que su guía necesitaba ayuda y no un simple cuenco de té en algún cbainjana de las colinas: necesitaba transporte y un hospital. Uno de los muyakidin conocía a un hombre con una muía que solo vivía a dos valles de distancia, y se fue en su busca. No regresaron hasta el anochecer. Martín administró una segunda dosis de morfina al chico.

Con un nuevo guía e Izmat Jan montado en una muía, se pusieron en marcha al fin, de noche, solo ellos tres, hasta que al alba llegaron al sector sur de Spin Gar y el guía se detuvo. Señaló hacia

delante.
—Jaji —dijo—. Árabes.

También quería que le devolvieran su muía. Martin llevó al chico a cuestas los tres últimos kilómetros. Jaji era un complejo de quinientas cuevas en las que los llamados árabes afganos llevaban trabajando tres años, ampliándolas, haciéndolas más profundas, excavándolas y equipándolas para convertirlas en una importante base guerrillera. Aunque Martin no lo sabía, en el interior del complejo había barracones, una mezquita, una biblioteca de textos religiosos, cocinas, tiendas y un hospital completamente equipado para realizar intervenciones quirúrgicas.

Cuando Martin se acercó, los centinelas del exterior le cortaron el paso. Era obvio lo que estaba haciendo: llevaba a cuestas a un hombre herido. Los guardias empezaron a discutir entre ellos qué hacer con los dos hombres; Martin reconoció el dialecto del árabe del norte de África. Se vieron interrumpidos por la llegada de un hombre mayor que hablaba como un saudí. Martin lo entendió

todo, pero no le pareció prudente hablar. Haciendo mímica, indicó que su amigo necesitaba cirugía urgentemente. El saudí asintió con la cabeza, les hizo una seña y les mostró el camino.
Izmat Jan fue intervenido al cabo de una hora; le extrajeron un trozo de casquillo de bala de la pierna.

Martin esperó hasta que el chico se despertó. Se sentó en cuclillas, obedeciendo la costumbre local, entre las sombras de un rincón de la sala, y nadie sospechó que no fuese otra cosa que un montañés pastún que había traído a su amigo herido.

Una hora más tarde, dos hombres entraron en la sala; uno de ellos era muy alto, joven y con barba. Llevaba una chaqueta de combate de camuflaje por encima de una chilaba y un turbante blanco. El otro era bajo, rechoncho, también en la treintena, con la nariz chata y unas gafas redondas apoyadas en la punta. Llevaba una bata de cirujano. Tras examinar a dos de los suyos, la pareja se acercó al Afgano. El alto hablaba en árabe de Arabia Saudí.

—¿Cómo se encuentra nuestro joven combatiente afgano?

Inshallah, estoy mucho mejor, Sheij. —Izmat contestó en árabe y se dirigió al hombre mayor con tratamiento de reverencia. El hombre alto parecía complacido.

—Ah, hablas árabe, y eso a pesar de que eres muy joven —comentó sonriendo.

—Estuve siete años en una madrasa de Peshawar. Regresé el año pasado para luchar.

—¿Y por quién luchas, hijo mío?

—Lucho por Afganistán —respondió el chico. Una expresión adusta nubló el rostro del saudí. El
Afgano se dio cuenta de que tal vez no había dicho lo que el hombre esperaba oír—. Y también lucho por Alá, Sheij —añadió.
La expresión adusta se disipó y la amable sonrisa regresó a los labios del hombre. El saudí inclinó el cuerpo hacia delante y dio unas palmaditas al chico en la espalda.

—Llegará un día en que Afganistán podrá prescindir de ti, pero el misericordioso Alá siempre necesitará un guerrero como tú. Bueno, ¿y cómo va la herida de nuestro joven amigo?

Dirigió la pregunta al hombre de la bata de cirujano.

—Vamos a comprobarlo —dijo el doctor, que empezó a retirar el vendaje. La herida estaba limpia, amoratada en los bordes pero cerrada por seis puntos, y no estaba infectada. Expresó su satisfacción con un chasquido con la lengua y volvió a cubrir la sutura—. Dentro de una semana ya podrás andar —dijo el doctor Ayman al-Zawahiri. A continuación, él y Osama bin Laden abandonaron la sala. Ninguno de ellos se fijó en el muyahid cubierto de sudor y agachado en el rincón con la cabeza en las rodillas, como si estuviera dormido.

Martin se levantó y se acercó a la cama del chico.

—Tengo que irme —dijo—. Los árabes cuidarán de ti. Trataré de localizar a tu padre y buscaré un nuevo guía. Que Alá te acompañe, amigo mío.

—Ve con cuidado, Ma-ik —replicó el chico—. Estos árabes no son como nosotros. Tú eres un kafir, un no creyente. Son como el imam de mi madrasa; odian a todos los infieles.

—En ese caso, te agradecería que no les dijeses quién soy —repuso el inglés. Izmat Jan cerró los ojos. Moriría bajo tortura antes que revelar la identidad de su nuevo amigo y traicionarlo. Ese era el código de honor que regía sus actos. Cuando abrió los ojos, el anglo se había ido. Supo más tarde que el extranjero había llegado hasta Shah Masud en el Panjshir, pero nunca más volvió a verlo.

Después de sus seis meses detrás de las líneas soviéticas en Afganistán, Mike Martin regresó a casa vía Pakistán sin ser descubierto y con la capacidad de hablar pastún con fluidez como parte de su arsenal. Le dieron un permiso, lo volvieron a incorporar al ejército y, cuando aún estaba al servicio del SAS, lo destinaron de nuevo a Irlanda del Norte. Sin embargo, esta vez fue diferente.
Los integrantes de los SAS eran los hombres que de verdad aterrorizaban al IRA y matar, o mejor aún, capturar con vida, torturar y luego matar a un miembro del SAS era el sueño de los activistas irlandeses. Mike Martin se puso bajo las órdenes del 14.° Batallón de Inteligencia, también conocido como «el Destacamento» o el Det.

Estaba formado por los observadores, los rastreadores y los escuchas, y su tarea consistía en desenvolverse con tanto sigilo como para no ser detectados nunca, pero al mismo tiempo averiguar cuándo iban a volver a actuar los sicarios del IRA. Para conseguirlo, llevaban a cabo verdaderas hazañas.

Entraban en las casas de los cabecillas del IRA por los tejados y colocaban los micrófonos desde la buhardilla hasta la planta baja. También colocaban micrófonos en los ataúdes de los miembros muertos de la organización, pues los líderes irlandeses tenían por costumbre hacer negociaciones mientras fingían presentar sus respetos al difunto. Unas cámaras de largo alcance captaban imágenes de labios que se movían y luego los especialistas descifraban las palabras. Los micrófonos de tubo grababan conversaciones a través de ventanas cerradas. Cuando los del Det se hacían con una auténtica joya, se la pasaban a los hombres duros.

Las reglas del combate eran muy estrictas: los hombres del IRA tenían que disparar antes, y tenían que disparar a los miembros del SAS. Si arrojaban sus armas durante el intercambio, debían ser hechos prisioneros. Antes de disparar, tanto los miembros del SAS como los Para debían tener muchísimo cuidado, pues los políticos y abogados británicos habían instaurado la tradición relativamente reciente de que los enemigos de Gran Bretaña tienen derechos civiles, pero sus propios soldados no.

Pese a todo, durante los dieciocho meses que Martin pasó como capitán del SAS en el Ulster participó en las emboscadas en plena noche. En cada una, un grupo de hombres armados del IRA era pillado por sorpresa y amenazado. En cada una de esas ocasiones fueron lo bastante insensatos para sacar sus armas y tratar de dispararlas. Y en cada ocasión eran agentes de la policía protestante del Royal Ulster Constabulary quienes descubrían los cadáveres por la mañana.

Sin embargo, fue en el segundo tiroteo cuando Martin recibió un disparo. Tuvo suerte, solo era una herida superficial en el bíceps izquierdo, pero lo bastante seria como para enviarlo en avión a casa y pasar un período de convalecencia en Headley Court, Leatherhead. Fue allí donde conoció a la enfermera, Lucinda, que se convertiría en su esposa tras un breve noviazgo.

De vuelta en los Para en la primavera de 1990, Mike Martin fue destinado al Ministerio de Defensa en Whitehall, Londres. Tras fijar su residencia en una casita alquilada en las inmediaciones de Chobham para que Lucinda pudiese continuar con su carrera, Martin se encontró, por primera vez en su vida, viajando a Londres todos los días en el tren de la mañana, enfundado en un traje oscuro para acudir al trabajo. Tenía el rango de oficial del Estado Mayor sección Tres y trabajaba en la oficina del MOSP, la unidad de proyectos especiales de operaciones militares. Una vez más, iba a ser un agresor extranjero quien lo sacase de allí.

El 2 de agosto de ese mismo año, el presidente de Irak, Sadam Husein, invadió el vecino Kuwait. Una vez más, Margaret Thatcher no iba a permitir aquello y el presidente de Estados Unidos, George Bush padre, estuvo de acuerdo. Al cabo de una semana, se desarrolló una actividad frenética para crear una coalición de varios países para contraatacar y liberar al pequeño Estado rico en petróleo.

Aunque la oficina del MOSP era un hervidero de gente, el alcance y la influencia del Servicio Secreto de Inteligencia bastó para localizarlo y «proponerle» que se reuniese con algunos de los «amigos» para almorzar.

La reunión se celebró en un discreto club en Saint James, y sus anfitriones eran dos veteranos del Servicio. En la mesa también había un analista de origen jordano y nacionalizado británico, a quien habían traído del GCHQ de Cheltenham. Su trabajo allí consistía en escuchar y analizar conversaciones radiofónicas en el interior del mundo árabe. Sin embargo, su papel en la mesa del almuerzo era distinto.

Habló con Mike Martin en árabe muy rápido y Martin contestó. Al final, asintió con la cabeza a los dos agentes de Century House.

—Nunca había oído nada parecido —comentó—, con esa cara y esa voz, puede pasar perfectamente.

Y tras decir esto, se levantó de la mesa: había cumplido claramente su misión.

—Le estaríamos muy agradecidos —dijo el veterano— si fuese a Kuwait a ver qué está pasando allí.

—¿Y qué dirá el ejército? —preguntó Martin.

—Creo que compartirá nuestro punto de vista —murmuró el otro.

El ejército volvió a poner objeciones, pero lo dejó marchar. Al cabo de unas semanas, haciéndose pasar por un tratante de camellos beduino, Martin cruzó la frontera saudí hasta el Kuwait ocupado por Irak. Por el camino en dirección norte a Kuwait City, pasó ¡unto a vanas patrullas iraquíes que ni siquiera se fijaron en el nómada barbudo que conducía dos camellos al mercado. Los beduinos son tan decididamente apolíticos que han pasado milenios viendo cómo los invasores se repartían por todos los rincones de Arabia sin haber intervenido ni una sola vez, de modo que los invasores casi siempre los han dejado en paz.

Tras varias semanas en Kuwait, Martin se puso en contacto y ayudó a la recién creada resistencia kuwaití, les enseñó las tácticas del oficio, señaló las posiciones iraquíes, sus puntos fuertes y sus debilidades, y luego volvió a salir.

Su segunda incursión durante la guerra del Golfo fue en el propio Irak. Atravesó la frontera saudí por la parte occidental y se limitó a subir a un autobús que se dirigía a Bagdad. Su disfraz era el de un simple campesino con un cesto de mimbre lleno de gallinas.

De vuelta en una ciudad que conocía como la palma de su mano, empezó a trabajar de jardinero en una lujosa casa; se alojó en el cobertizo del fondo del jardín. Su misión consistía en interceptar mensajes y transmitirlos, para lo cual disponía de una pequeña antena parabólica portátil cuyos mensajes «blitz» eran imposibles de interceptar por la policía secreta iraquí, pero sí podían llegar a Riad.

Uno de los secretos mejor guardados de aquella guerra era que el Servicio tenía una fuente, un «agente clandestino» que ocupaba un cargo importante en el gobierno de Sadam. Martin no llegó a conocerlo, se limitaba a recoger los mensajes en buzones secretos acordados previamente o «puntos de recogida» y a enviarlos a Arabia Saudí, donde el cuartel general de la coalición encabezada por los estadounidenses estaba perplejo y agradecido a la vez. Sadam capituló el 28 de febrero de 1991; Mike Martin abandonó su tapadera, y estuvo a punto de caer bajo los disparos de la Legión Extranjera francesa cuando atravesaba la frontera en la oscuridad.

La mañana del 15 de febrero de 1989, el general Boris Gromov, comandante en jefe del XL Ejército de Tierra soviético, el ejército de ocupación de Afganistán, atravesó en solitario el Puente de la Amistad sobre el río Amu Daría hacia el Uzbekistán soviético. La totalidad de su ejército lo había precedido: la guerra había terminado.
La euforia duró poco. El Vietnam de la Unión Soviética había terminado en catástrofe; sus descontentos satélites europeos empezaban a mostrar abiertamente síntomas de rebelión y su economía se estaba desintegrando. Hacia el mes de noviembre, los berlineses habían derribado el muro y la URSS simplemente se vino abajo.

En Afganistán, los soviéticos habían dejado tras de sí un gobierno que, según el pronóstico de la mayoría de los analistas, no duraría, puesto que los victoriosos señores de la guerra formarían un gobierno estable y se harían con el poder. Sin embargo, los expertos se equivocaron. El gobierno del presidente Najibullah, el afgano amante del whisky al que los soviéticos habían abandonado en Kabul, se sostuvo por dos razones: la primera, porque el ejército afgano era, sencillamente, más fuerte que cualquier otra fuerza del país, pues contaba con el apoyo de la policía secreta del Jad, y pudo controlar las ciudades y, por lo tanto, al grueso de la población; y la segunda razón, más significativa, porque los señores de la guerra se desintegraron sin más en un maremágnum de confusión, pillaje, contiendas y oportunistas que solo servían a sus propios intereses y que, lejos de unirse para formar un gobierno estable, hicieron todo lo contrario: provocaron una guerra civil.

Nada de todo eso afectó a Izmat Jan. Con su padre aún al frente de su familia, aunque con el cuerpo agarrotado y viejo antes de tiempo, y con la ayuda de los vecinos, se dedicó a reconstruir la aldea de Maloko-zaÍ. Piedra sobre piedra y roca sobre roca, limpiaron los escombros que habían dejado las bombas y los cohetes, y rehicieron la hacienda familiar junto a las moreras y los granados.

Una vez recuperado por completo de la herida en la pierna, había vuelto a la guerra y había asumido el mando del lashkar de su padre a todos los efectos; los hombres lo siguieron por haber sido herido por el enemigo. Cuando llegó la paz, su grupo de guerrilla confiscó un enorme alijo de armas que los soviéticos no podían llevarse a casa.

Transportaron las armas a través de las montañas de Spin Gar hasta Parachinar en Pakistán, una ciudad que prácticamente no es otra cosa que un mercado de armas. Allí, intercambiaron el alijo soviético por vacas, cabras y ovejas para recomponer sus rebaños. Si la vida había sido dura antes de la guerra, volver a empezar fue aún peor, pero Izmat disfrutaba trabajando, así como de la sensación de triunfo al ver que Maloko-zai volvía a cobrar vida. Un hombre debía tener sus raíces, y las suyas estaban allí. A los veinte años ya convocaba a la oración y dirigía los rezos en la mezquita de la aldea cada viernes.

Los nómadas kuchi que recalaban por allí traían malas noticias de las llanuras: las tropas de la RDA, leales a Najibullah, todavía controlaban las ciudades, pero los señores de la guerra infestaban el campo y ellos y sus hombres se comportaban como bandoleros. En las carreteras principales se imponían peajes de forma arbitraria, y a los viajeros los despojaban de sus posesiones y su dinero o les daban fuertes palizas.

Pakistán, mediante su servicio de información, el ISI, apoyó a Hekmatyar para que se hiciese con el control de todo Afganistán, y en las zonas en las que gobernaba él imperaba el terror. Los antiguos componentes del grupo de los Siete de Peshawar, que se había formado para combatir a los rusos, andaban siempre a la greña, y el pueblo expresaba sus protestas sin cesar. De héroes, los muyahidin habían pasado a ser considerados unos tiranos. Izmat Jan agradeció al misericordioso Alá que le estuviese ahorrando la desgracia de ser testigo de las miserias de las llanuras.

Con el fin de la guerra, casi todos los árabes habían salido de las montañas y sus preciosas cuevas. El hombre que hacia el final se había convertido en su aclamado líder, el saudí alto del hospital de la cueva, también había desaparecido. Unos quinientos árabes se habían quedado allí, pero no eran muy populares, así que se habían dispersado por todo el país y vivían como mendigos.

A los veinte años, Izmat Jan estaba visitando un valle cercano cuando vio a una chica lavando la ropa de su familia en un arroyo. A causa del ruido de la corriente la muchacha no oyó al caballo que se aproximaba, y antes de que tuviera tiempo de taparse el rostro con la punta de su hiyab, Izmat ya la había mirado a los ojos. La chica salió corriendo, azorada y abochornada, pero él ya había visto que era hermosa.

Izmat hizo lo que habría hecho cualquier joven: consultó con su madre. La mujer estaba encantada, y dos tías suyas no tardaron en conchabarse con ella para encontrar a la muchacha y persuadir a Nuri Jan para que se pusiera en contacto con el padre y así concertar el matrimonio. La muchacha se llamaba Maryam y la boda tuvo lugar a finales de la primavera de 1993.

Por supuesto, se celebró al aire libre, que estaba impregnado por la fragancia de los nogales en flor. Hubo un convite y la novia llegó de su aldea a lomos de un caballo enjaezado. Hubo música de flautas y bailes «attan» bajo los árboles, pero claro está, solo para los hombres. Por su educación en la madrasa, Izmat protestó por la música y el baile, pero su padre se sentía rejuvenecido e impuso su

El lapso entre la primera vez que se habían visto en el arroyo y la boda fue necesario tanto para disponer los detalles de la dote como para construir una nueva casa para los recién casados dentro de la hacienda de la familia de Jan. Fue allí adonde llevó a su novia cuando cayó la noche y los exhaustos vecinos regresaron a sus hogares; su madre, a cuarenta metros de distancia, asintió con satisfacción cuando el gríto de una muchacha en la noche le hizo saber que su nuera se había convertido en mujer. Al cabo de tres meses, era evidente que la muchacha daría a luz en las nieves de febrero.

Cuando Maryam se quedó encinta de Izmat, los árabes regresaron. El saudí alto que los dirigía no estaba entre ellos, sino que se hallaba en un lugar lejano llamado Sudán, pero envió mucho dinero y, pagando el tributo a los señores de la guerra, pudo establecer campos de entrenamiento en la zona. Hasta allí, a Jalid ibn Walid, al-Farouk, Sadeek, Jaldan, Jihad Wai y Darunta, llegaron los millares de nuevos voluntarios de todo el mundo de habla árabe con la intención de entrenarse para la guerra.

Pero ¿qué guerra? Por lo que Izmat Jan sabía, no tomaban partido en la guerra civil entre los sátrapas tribales, de modo que ¿contra quién iban a combatir? Descubrió que todo era porque el hombre alto, a quien sus acólitos llamaban el Emir, había declarado el yihad contra su propio gobierno en Arabia Saudí y contra Occidente.

Sin embargo, Izmat Jan no tenía ninguna cuenta pendiente con Occidente, que había contribuido con armamento y dinero a la derrota de los soviéticos, y el único kafir al que había conocido le había salvado la vida. Decidió que aquella no era su guerra santa, su yihad. Su máxima preocupación era su país, cuya situación estaba degenerando hasta un grado de auténtica locura.

6
El regimiento de paracaidistas lo readmitió y nadie hizo preguntas porque esas eran las órdenes, pero Martín estaba empezando a adquirir reputación de bicho raro. Dos ausencias del servicio sin justificar, cada una de seis meses y en un período de cuatro años, dan pie a muchas miradas de soslayo durante el desayuno de cualquier unidad militar. En 1992 lo enviaron al Staff College de Camberley, y de ahí de nuevo al ministerio, pero como comandante.
Esta vez lo destinaron a la dirección de Operaciones Militares, como oficial de segundo grado de Estado Mayor del Departamento tres, encargado de los Balcanes. La guerra seguía con toda su crueldad, los serbios de Milosevic dominaban la situación y el mundo sentía asco al conocer las matanzas, conocidas como limpieza étnica. Irritado ante la total falta de acción, se pasó dos años vistiendo trajes oscuros y tomando el tren a diario para trasladarse de las afueras de Londres al centro de la ciudad.

Los oficiales que han servido en el SAS pueden realizar un segundo período de servicio, pero solo mediante invitación previa. Mike Martin recibió su llamada de Hereford a finales de 1994. Fue el regalo de Navidad que tanto había ansiado. Sin embargo, a Lucinda no le gustó demasiado.

No habían tenido hijos y sus carreras tomaban senderos opuestos. A Lucinda le habían ofrecido un importante ascenso; ella lo consideraba la oportunidad que solo se presenta una vez en la vida, pero implicaba irse a trabajar a la región de las Midlands. El matrimonio estaba sometido a una gran presión y Mike Martin había recibido órdenes de comandar el Escuadrón B-22.° de los SAS, y de trasladarse con él a Bosnia para llevar a cabo una serie de operaciones secretas. Al parecer, iban a formar parte de la misión de paz UNPROFOR de la ONU. De hecho, debían buscar y secuestrar a criminales de guerra. No tenía permiso para contarle los detalles a Lucinda, solo podía decirle que tenía que irse de nuevo.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Ella sospechaba que se trataba de un nuevo traslado a Arabia, de modo que le dio un ultimátum: o se quedaba con sus paracaidistas, el SAS y el maldito desierto, o se iba con ella a Birmingham como un matrimonio normal. Él lo meditó y se decantó por «el desierto».

Fuera de los aislados valles altos de las Montañas Blancas, el anciano jefe Yunis Jales murió y el partido Htzb-i Islami quedó bajo el control de Hekmatyar, cuya reputación de hombre cruel detestaba Izmat.
Cuando su hijo nació en febrero de 1994, el presidente Naji-bullah había caído pero seguía vivo, recluido en una casa de huéspedes de Kabul. Se suponía que lo había sucedido el profesor Rabbani, pero como era tayiko los pastunes no lo aceptaban. Fuera de Kabul, solo los señores de la guerra gobernaban sus dominios, pero el verdadero amo y señor era el caos y la anarquía.

Sin embargo estaba ocurriendo algo más. Tras la guerra soviética, miles de jóvenes afganos habían regresado a las madrasas paquistaníes para finalizar su educación. Otros, demasiado jóvenes para entrar en combate, cruzaron la frontera para intentar conseguir alguna educación, la que fuera.

A pesar de que el anciano Yunis Jales era un gran devoto, albergaba ciertos sentimientos de moderación en su interior, por lo que sus madrasas de los campamentos de refugiados habían enseñado el islam desde un punto de vista moderado. Otros se concentraron solo en los pasajes más agresivos de los versículos de la Espada que se encuentran en el Corán. Y el viejo Nuri Jan, a pesar de que también era devoto, también era humano y no veía ningún mal en cantar, bailar, en practicar deporte y en mostrar tolerancia hacia los demás.

Los que regresaron habían recibido una mala educación a cargo de imames muy poco cultos. No sabían nada de la vida, de las mujeres (la mayoría morían vírgenes), ni siquiera de sus propias culturas tribales, a diferencia de Izmat, cuyo padre le había transmitido esos conocimientos. Aparte del Corán, sólo conocían una cosa más: la guerra. La mayoría provenía del sur más profundo, donde se había adoptado una de las variantes más estrictas del islam de todo Afganistán.

En el verano de 1994, Izmat Jan y un primo abandonaron los valles altos para trasladarse a Jalalabad. Fue una visita corta, pero lo bastante larga para ser testigos de una matanza salvaje perpetrada por los seguidores de Hekmatyar en una aldea que se había negado a pagarle más tributos. Los dos viajeros se encontraron ante un espectáculo desolador: los hombres habían sido víctimas de torturas y asesinados; las mujeres, de palizas y la aldea estaba arrasada por las llamas. Izmat Jan estaba indignado. En Jalalabad aprendió que lo que acababa de presenciar era un hecho bastante habitual.

Entonces ocurrió algo en el sur. Desde la caída del gobierno central, por llamarlo de algún modo, el antiguo ejército afgano oficial se había puesto a las órdenes del señor de la guerra que pagara mejor. Fuera de Kandahar, algunos soldados se llevaron a dos chicas adolescentes a su campamento y las violaron en grupo.

El clérigo de la aldea, que también dirigía su propia escuela religiosa, se dirigió al campamento del ejército con treinta estudiantes y dieciséis rifles. A pesar de que pintaban bastos, les dieron una paliza a los soldados y colgaron al comandante del cañón de un tanque. El clérigo se llamaba Muhammad Ornar, o mulá Ornar. Había perdido el ojo derecho en combate.

La noticia corrió como la pólvora. La gente empezó a acudir a él en busca de ayuda. Su grupo empezó a crecer y a responder a los llamamientos de la gente. No aceptaban dinero, no violaban a las mujeres, no robaban cosechas, no pedían recompensa alguna. Se convirtieron en héroes locales. En diciembre de 1994, doce mil hombres se habían unido a su grupo y habían adoptado el turbante negro del mulá. Se hacían llamar los estudiantes. En árabe, «estudiante» es talib. De vigilantes de aldea pasaron a ser movimiento y, cuando se apoderaron de la ciudad de Kandahar, se convirtieron en gobierno alternativo.

Mediante los ISI, cuya única función parecía consistir en urdir conspiraciones, Pakistán había intentado derrocar a los tayikos en Kabul prestando su apoyo a Hekmatyar, pero fracasó en repetidas ocasiones. Como varios musulmanes ultraortodoxos se habían infiltrado en los ISI, Pakistán cambió de táctica y pasó a apoyar a los talibanes. Gracias a la toma de Kandahar, el nuevo movimiento heredó un gran número de armas, tanques, vehículos acorazados, camiones, cañones, seis cazas MiG 21 y seis helicópteros de transporte de la antigua Unión Soviética. Empezaron a avanzar hacia el norte. En 1995, Izmat Jan abrazó a su mujer, dio un beso de despedida a su bebé y bajó de las montañas para unirse a ellos.

Más adelante, en el suelo de una celda en Guantánamo, recordaría que los días en la granja con su mujer y su hijo habían sido los más felices de su vida. Tenía veintitrés años.

Se había dado cuenta demasiado tarde de que los talibanes tenían su lado oscuro. En Kandahar, a pesar de que los pastunes habían sido muy devotos, la población estaba sometida al régimen más duro que el mundo del islam había visto jamás.

Todas las escuelas de chicas se cerraron de golpe. A las mujeres se les prohibió salir de casa si no era en compañía de un familiar masculino. Se decretó la obligatoriedad de llevar la burqa a todas

También se prohibió cantar, bailar, tocar música, practicar deporte y hacer volar cometas, lo que había sido un pasatiempo nacional. Había que rezar cinco veces al día. Los hombres estaban obligados a llevar barba. Los encargados de hacer respetar el orden solían ser adolescentes fanáticos con turbantes negros que solo habían aprendido los versículos de la Espada, la crueldad y la guerra. De libertadores pasaron a ser tiranos, pero su avance fue imparable. Su misión consistía en destruir las influencias de los señores de la guerra, y como estos eran blanco del odio de la gente, la población acató esta nueva severidad. Como mínimo por fin había ley, orden, y se había acabado la corrupción, las violaciones y el crimen; solo reinaba una ortodoxia fanática.

El mulá Omar era un clérigo-guerrero, pero nada más. Tras iniciar su revolución con el ahorcamiento de un violador en un cañón, se retiró al aislamiento de su fortaleza sureña, en Kandahar. Sus seguidores parecían salidos de la Edad Media, y entre las muchas cosas que no reconocían se encontraba el miedo. Adoraban al mulá tuerto, y antes de la caída de los talibanes, ochenta mil hombres murieron por éL Lejos de aquella zona, en Sudán, el saudí alto y amable que controlaba a veinte mil árabes establecidos en Afganistán, observaba y aguardaba.

Izmat Jan se unió a un lashkar de hombres que provenían de su provincia, Nangarhar. Enseguida se ganó el respeto de todos porque era maduro, había luchado contra los rusos y lo habían herido.

El brazo armado de los talibanes no era un ejército de verdad; no tenía capitán general, Estado Mayor, cuerpo de oficiales, rangos ni infraestructura. Cada lashkar gozaba de cierta independencia y estaba sometido a la autoridad de un jefe tribal, que ejercía su dominio gracias a su personalidad, a su valor en combate y a su devoción religiosa. Como los guerreros musulmanes de los primeros califatos, acabaron con sus enemigos gracias a su valentía fanática, lo que les granjeó cierta reputación de invencibilidad, hasta el punto que sus adversarios se rendían a menudo sin necesidad de disparar un solo tiro. Cuando al final se encontraron con soldados de verdad, con las fuerzas del carismático tayiko Shah Masud, sufrieron un atroz número de bajas. Al no disponer de cuerpo médico, sus heridos morían al borde de la carretera. Pero aun así, siguieron avanzando.

Cuando llegaron a las puertas de Kabul negociaron con Masud, pero el líder tayiko se negó a aceptar sus condiciones y se retiró a sus montañas del norte, desde donde había luchado y desafiado a los rusos. De modo que empezó la siguiente guerra civil entre los talibanes y la Alianza del Norte de Masud el tayiko y Dostum el uzbeko. Era 1996. Solo Pakistán, que lo había organizado, y Arabia Saudí, que lo financió, reconocieron al nuevo y extraño gobierno de Afganistán.

Para Izmat Jan la suerte estaba echada. Su viejo aliado, Shah Masud, era ahora su enemigo. Más al sur del país, aterrizó un avión. Traía al saudí alto con quien había hablado ocho años atrás, en una cueva de Jaji, y al doctor gordinflón que le había sacado un trozo de acero soviético de la pierna. Ambos hombres se apresuraron a tributar homenaje al mulá Ornar, y le ofrecieron dinero y tecnología, con lo que se aseguraron su lealtad eterna.

Tras la entrada en Kabul de los talibanes, se interrumpió brevemente la guerra. Uno de los primeros actos de los hombres del mulá Omar fue sacar a rastras al derrocado ex presidente Najibullah de su arresto domiciliario, torturarlo, mutilarlo y ejecutarlo antes de colgar su cadáver de una farola. Aquello marcó la pauta del gobierno que estaba a punto de llegar. A Izmat Jan no le gustaba la crueldad gratuita. Había luchado con ahínco por la conquista de su país, de modo que había pasado de voluntario a comandante de su propio lashkar, y empezó a correr la voz sobre sus dotes de mando hasta que su grupo se convirtió en una de las cuatro divisiones del ejército talibán. Luego pidió que le permitieran regresar a su aldea natal, Nangarhar, y fue nombrado gobernador provincial. Como su base de operaciones estaba en Jala-labad, podría visitar a su familia, mujer e hijo.

Nunca había oído hablar de Nairobi o de Dar es Salam. Nunca había oído hablar de alguien llamado William Jefferson Clinton. Sin embargo, sí que había oído hablar mucho de un grupo que tenía la base en su país, llamado al-Qaida, y sabía que sus partidarios habían declarado el yihad

Él luchaba contra la Alianza del Norte para unir su patria de una vez por todas, y ya habían logrado que la Alianza se retirara hasta dos pequeños y recónditos enclaves. Uno de los grupos estaba formado por opositores de la tribu hazara, que se habían escondido en las montañas de Darai-Suf, mientras que el otro estaba encabezado por el propio Masud, quien se había hecho fuerte en el inexpugnable valle del Panjshir y en las montañas del nordeste, en la zona llamada Badakshán.

El 7 de agosto explotaron unas bombas frente a las embajadas estadounidenses de dos capitales africanas. Izmat Jan no se enteró de nada de eso. Estaba prohibido escuchar radios extranjeras y él acataba las reglas. El 21 de agosto, el gobierno de Estados Unidos ordenó disparar setenta misiles de crucero Tomahawk contra Afganistán. Fueron lanzados por los cruceros Cowpen y Shilo desde el mar Rojo, y desde los destructores Briscoe, Ellio, Hayler y Milius, además del submarino Columbia todos situados en el golfo Pérsico, al sur de Pakistán.

Su objetivo eran los campos de entrenamiento de al-Qaida y las cuevas de Tora Bora. Entre los que tomaron un rumbo equivocado, había uno que entró en la boca de una cueva vacía y natural, en lo alto de la montaña, cerca de Maloko-zai. La detonación que se produjo en el interior de la cueva resquebrajó la montaña y destrozó una ladera entera. Diez millones de toneladas de roca arrasaron el valle que había a sus pies.

Cuando Izmat Jan llegó a la montaña era imposible reconocer nada. El valle entero había quedado sepultado. Ya no había arroyo, ni granja, ni huerto, ni corral ni mezquita, ni establos ni casas. Toda su familia y todos sus vecinos habían desaparecido. Sus padres, tíos y tías, hermanas, mujer e hijo yacían muertos bajo toneladas de granito. No había ningún lugar donde cavar ni nada por lo que hacerlo. Se había convertido en un hombre sin raíces, sin familia, sin clan.

Izmat se arrodilló en el suelo de pizarra bajo el que se encontraba su familia muerta y se volvió hacia el oeste, hacia La Meca; los últimos rayos del sol iluminaron su rostro; inclinó la cabeza sobre el suelo y rezó. Pero esta vez su plegaria fue distinta; se trató de un juramento imponente, una venganza jurada, un yihad personal hasta la muerte dirigido contra la gente que había hecho aquello. Le declaró la guerra a Estados Unidos.

Una semana más tarde, dimitió de su cargo de gobernador y regresó al frente. A lo largo de dos años luchó contra la Alianza del Norte. Durante el período en el que había estado alejado de la contienda, Masud, gracias a su brillantez táctica, había contraatacado de nuevo y había provocado un enorme número de bajas a los incompetentes talibanes. Había habido matanzas en Mazar-e Sharif, donde el alzamiento de los hazara había eliminado a seiscientos talibanes; poco más tarde, el gobierno talibán envió a la zona a un regimiento, que ejecutó a más de dos mil civiles.

Los acuerdos de Dayton se habían firmado; desde un punto de vista técnico, la guerra de Bosnia se había acabado. Pero lo que quedaba atrás era un escenario de pesadilla. La Bosnia musulmana había sido el teatro de la guerra, aunque tanto bosnios, como serbios y croatas habían estado involucrados. Había sido el conflicto más sangriento de Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Los croatas y los serbios, mucho mejor armados, habían cometido la mayor parte de las atrocidades. Una Europa absolutamente avergonzada organizó un tribunal de crímenes de guerra en La Haya y esperaba las primeras acusaciones. El problema era que los culpables no iban a dar un paso al frente con las manos en alto. Milosevic no iba a ofrecer ayuda alguna; de hecho, estaba preparando una nueva y sanguinaria intervención en otra provincia musulmana, la de Kosovo.

Parte de Bosnia, el tercio que era únicamente serbio, se había declarado República Serbia, y gran parte de los criminales se escondían en ella. Esa era la tarea de Mike: encontrarlos, identificarlos, secuestrarlos y llevarlos al tribunal. Los miembros del SAS vivieron en el campo y en los bosques, y se pasaron el año 1997 buscando a lo que ellos llamaban los PACG (personas acusadas de crímenes de guerra).

En 1998 ya había regresado al Reino Unido y a los paracaidistas; era teniente coronel e instructor en el Staff College, en Camberley. Al año siguiente fue nombrado jefe del primer batallón, conocido como los Para Uno. Los aliados de la OTAN habían vuelto a intervenir en los Balcanes, en esta ocasión con algo más de rapidez que la anterior, y de nuevo para impedir una matanza lo bastante grande como para que los medios de comunicación usaran la palabra «genocidio», de la que tendían a abusar.

Los departamentos de Inteligencia habían convencido tanto al gobierno estadounidense como al británico de que Milosevic pretendía «limpiar» la provincia rebelde de Kosovo, y que iba a emplearse a fondo para lograr su cometido. Para hacerlo, pensaba expulsar a la mayoría de los casi dos millones de ciudadanos en dirección oeste, hacia Albania. Bajo bandera de la OTAN, los aliados le dieron un ultimátum a Milosevic. Él hizo caso omiso de la advertencia y varías columnas de kosovares desesperados y sumidos en la miseria se vieron obligados a atravesar los pasos de montaña que conducían a la vecina Albania.

La respuesta de la OTAN no consistió en una invasión, sino en una serie de ataques aéreos que duraron setenta y ocho días y arrasaron Kosovo y la Yugoslavia serbia. Con el país en ruinas, Milosevic acabó cediendo y la OTAN entró en Kosovo para intentar poner orden en aquel desastre. El hombre que estaba a cargo de la operación era un paracaidista de toda la vida, el general Mike Jackson, y los Para Uno fueron con él.

A buen seguro ese habría sido el último destino de «acción» de Mike Martin, de no haber sido por los West Side Boys.

El 9 de septiembre de 2001 empezó a correr la noticia entre el ejército talibán de que los soldados gritaban «Allahu akbar», Alá es grande, una y otra vez. Sobre el campamento de Izmat Jan, situado en las afueras de Bamiyan, el cielo refulgía debido a disparos hechos en un delirio de alegría. Alguien había asesinado a Ah-mad Shan Masud. Su enemigo estaba muerto. El hombre cuyo carisma había mantenido unida la causa del inútil Rabbani, cuya astucia como guerrillero había suscitado la veneración de los soviéticos y cuyos dones de mando habían hecho pedazos a las fuerzas talibanes, ya no existía.
De hecho, lo habían asesinado dos terroristas suicidas, unos marroquíes ultrafanáticos que fingieron ser periodistas gracias a unos pasaportes belgas robados, y que fueron enviados por Osama bin Laden como favor a su amigo el mulá Ornar. El saudí no había tramado aquel ardid; fue alguien mucho más inteligente, el egipcio Ayman al-Zawahiri, quien se dio cuenta de que si al-Qaida le hacía este favor a Ornar, el mulá tuerto jamás podría expulsarlos por lo que iba a ocurrir luego.

El 11 de septiembre, cuatro aviones comerciales fueron secuestrados cuando sobrevolaban la costa Este estadounidense. Al cabo de noventa minutos, dos de ellos habían destruido el World Trade Centre de Manhattan, uno había atacado el Pentágono y el cuarto se había estrellado en un campo, cuando un grupo de pasajeros se rebeló e invadió la cabina para arrebatar el control de la nave a los secuestradores.

Al cabo de pocos días, se conoció la identidad y el móvil de los terroristas, y al cabo de pocos días más el recién elegido presidente estadounidense dio un rotundo ultimátum al mulá Ornar: o les entregaba a los cabecillas o deberían hacer frente a las consecuencias. Sin embargo, la operación suicida que había acabado con uno de sus más acérrimos enemigos, Ahmad Shah Masud, le impedía someterse a las exigencias estadounidenses: así lo establecía el código.

En aquel infierno del África occidental llamado Sierra Leona, los años de guerra civil y barbarie habían dejado en la otrora rica colonia británica un panorama de caos, bandolerismo, enfermedad, pobreza y mutilados por amputación de sus miembros. Años antes, los británicos habían decidido intervenir y se había convencido a la ONU para que enviara quince mil soldados que, en líneas generales, se limitaron a permanecer sentados en su cuartel general de la capital, Freetown. La selva que había más allá de los límites de la ciudad se consideraba un lugar demasiado peligroso. Pero entre las fuerzas de la ONU había miembros del ejército británico, y ellos, como mínimo, patrullaron la zona.
A finales de agosto, una patrulla de once hombres de los Royal Irish Rangers se alejaron de la carretera principal y siguieron un sendero que llevaba a una aldea, que era el cuartel general de un grupo rebelde que se hacía llamar los West Side Boys. Eran unos psicópatas fuera de todo control que se emborrachaban constantemente con una bebida del lugar hecha de alcohol puro; se frotaban las encías con cocaína o se cortaban los brazos para ponerse la droga en los cortes y tener un «subidón» más rápido. Las monstruosidades con las que atormentaban a los campesinos eran indescriptibles; pero eran cuatrocientos y estaban armados hasta los dientes. Los Rangers fueron capturados rápidamente y los retuvieron como rehenes.

Tras una temporada en Kosovo, Mikc Martin había llevado a los Para Uno a Freetown, donde tenían su base en el campamento Waterloo. Tras unas complejas negociaciones, liberaron a cinco Rangers, pero los otros seis parecían destinados a acabar descuartizados. En Londres, el jefe del Estado Mayor, sir Charles Guthrie, dio la orden: «Entrad a la fuerza y sacadlos».

El destacamento especial estaba formado por cuarenta y ocho miembros del SAS, veinticuatro del SBS y noventa de los Para Uno. Diez hombres del SAS se adentraron en la selva una semana antes del ataque, y permanecieron al acecho en los alrededores de la aldea de los bandidos, observando, escuchando e informando a sus superiores. Así es como los británicos averiguaron que no había esperanzas de que tuviera lugar una liberación pacífica.

Mike Martin entró con el segundo grupo de asalto, después de que un desafortunado disparo de mortero de los rebeldes hubiera herido a seis hombres del primer grupo, entre los que se incluía el comandante, que tuvieron que ser evacuados a toda prisa.

La aldea — en realidad, las aldeas gemelas de Gberi Baña y Magbeni— estaba separada por un maloliente riachuelo llamado Rokel Creek. Los setenta hombres de los SAS asaltaron Gberi Bana, donde se encontraban los rehenes, los rescataron y repelieron una serie de contraataques desesperados. Los noventa paracaidistas tomaron Magbeni. Al amanecer, había alrededor de doscientos West Side Boys en cada una.

Tomaron seis prisioneros, los ataron y los llevaron a Freetown. Unos cuantos huyeron hacia la selva. No hubo ningún intento para contar los cuerpos, ni entre las ruinas de las dos aldeas ni en la selva, pero nadie discutió que la cifra alcanzaba los trescientos muertos.

Los SAS y los paracaidistas sumaron doce heridos, y un miembro del SAS, Brad Tinnion, murió a causa de las heridas. Mike Martin, que había perdido a su comandante en el primer asalto, llegó en el segundo Chinook y dirigió el asalto final a Magbeni. Fue un combate a la vieja usanza, disparos a bocajarro y lucha cuerpo a cuerpo. En el lado sur de Rokel Creek, los paracaidistas perdieron su radio por culpa de la misma explosión de mortero que hirió al comandante. Debido a esto, no pudieron indicar a los helicópteros que volaban en círculos sobre ellos dónde debían lanzar sus proyectiles; además, la selva era demasiado densa para ver los objetivos.

Al final, los paracaidistas decidieron atacar, a sangre y fuego, gritando y perjurando, hasta que los West Side Boys, que se habían divertido torturando a campesinos y prisioneros, huyeron, murieron, volvieron a huir y a morir hasta que no quedó ninguno.

Habían pasado casi seis meses cuando Martin, que ya había regresado a Londres, dejó el desayuno a medias al ver por televisión las increíbles imágenes de los dos aviones, llenos de pasajeros y combustible, que se estrellaban contra las Torres Gemelas. Una semana más tarde, no había duda alguna de que Estados Unidos iba a tener que ir a Afganistán en busca de los responsables, con el consentimiento del gobierno de Kabul o sin él.

Londres se apresuró a asegurar que proporcionaría todo aquello que fuera necesario, y las necesidades más inmediatas eran aviones cisterna y fuerzas especiales. El jefe del SIS en Islamabad dijo que también necesitaría toda la ayuda que pudieran ofrecerle.

Aquello era un problema para Vauxhall Cross, pero el agregado de Defensa de Islamabad también solicitó ayuda. Mike Martin tuvo que dejar su escritorio del cuartel general de los paracaidistas, situado en Aldershot, y embarcarse en el siguiente vuelo a Islamabad como oficial de enlace de las fuerzas especiales.

Llegó dos semanas después de la destrucción del World Trade Centre, el día que empezaban los primeros ataques aliados.

7
Izmat Jan seguía al mando en la región norte, en el frente de Badajshán, cuando empezó la lluvia de bombas en Kabul. Mientras el mundo estudiaba las características de la capital de Afganistán y las tácticas de distracción en el sur, las Fuerzas Especíales estadounidenses entraron en la región de Badajshán para ayudar al general Fahim, que había tomado el mando del ejército de Masud. Era el lugar donde se iba a desarrollar la lucha de verdad; lo demás eran fuegos artificiales para distraer a los medios de comunicación. La clave iba a ser el ejército de tierra de la Alianza del Norte y el poderío aéreo estadounidense.
Sin tan siquiera llegar a despegar, las endebles fuerzas aéreas afganas se volatilizaron. Sus tanques y artillería, al menos los que eran descubiertos por las fuerzas aliadas, eran «eliminados». Convencieron al uzbeko Rashid Dostum, que había pasado varios años en un lugar seguro al otro lado de la frontera, para que regresara y abriera un segundo frente en el noroeste para echar una mano al frente de Fahim, en el nordeste. Y en noviembre empezó la gran ofensiva. La clave era la señalización de objetivos, la tecnología que ha revolucionado silenciosamente el mundo bélico desde la primera guerra del Golfo, en 1991.

Escondidos entre las fuerzas aliadas, los hombres de las fuerzas especiales utilizan prismáticos de largo alcance para identificar las posiciones semienterradas del enemigo, cañones, tanques, depósitos de munición, reservas, provisiones y refugios fortificados de mando. Cada uno es señalado o «pintado» con un punto infrarrojo gracias a un proyector de hombro mientras que, por radio, se organiza el ataque aéreo.

Los encargados de llevar a cabo los ataques para destruir al ejército talibán que se enfrentaba a la Alianza del Norte eran bien los cazas de los portaaviones estadounidenses de la costa, bien los A10, conocidos como los «cazadores de tanques», que despegaban desde Uzbekistán. Unidad tras unidad, gracias a las bombas y a los misiles, que no podían fallar ya que seguían un rayo infrarrojo, el ejército talibán fue liquidado y los tayikos emprendieron la ofensiva para confirmar el triunfo.

Izmat Jan tuvo que batirse en retirada una y otra vez tras perder todas las posiciones que iba tomando. El ejército talibán del norte había empezado con más de treinta mil soldados, pero sufría mil bajas diarias. No había medicamentos, ni médicos y tampoco hubo evacuación. Los heridos solo podían rezar y caían como moscas. Gritaban «Allabu akbar» y cargaban contra muros de balas.

Hacía tiempo que el ejército talibán se había ido quedando sin los voluntarios originarios. Quedaban pocos. Las brigadas de reclutamiento talibanes habían obligado a decenas de miles de hombres a alistarse, pero muchos no querían luchar. El número de fanáticos de verdad iba menguando. A Izmat Jan no le quedaba más alternativa que retirarse, convencido cada vez más de que si intentaba mantenerse en primera línea de todas las batallas, no duraría mucho. El 18 de noviembre llegó a la ciudad de Kunduz.

Debido a una de esas casualidades de la historia, Kunduz es un pequeño enclave de la etnia galzai, de origen pastún, en medio de un mar de tayikos y hazaras. De modo que el ejercito talibán pudo hallar refugio ahí, hasta que finalmente decidió rendirse.

Para los afganos, una rendición negociada no tiene nada de deshonroso y, en cuanto alcanzan un acuerdo, siempre respetan las condiciones. El ejército talibán entero se rindió al general Fahim, que aceptó la rendición siguiendo los consejos de los asesores estadounidenses.

Entre los talibanes había dos grupos no afganos. Uno de esos grupos estaba formado por seiscientos árabes, todos devotos de Osama bin Laden, que los había enviado allí. Ya habían muerto más de tres mil árabes, y la actitud estadounidense era que no iban a derramar ni una sola lágrima si los demás también iban a hacer compañía a Alá.

Asimismo, había unos dos mil paquistaníes que iban a poner en un claro aprieto a Islamabad si alguien los descubría. Tras el 11-S, al presidente paquistaní, el general Musharraf, no le quedó la más mínima duda de que debía elegir: o se convertía en un aliado entregado de Estados Unidos, con lo que recibiría miles de millones de dólares en ayudas, o seguía apoyando, mediante los ISI, a los talibanes y, por lo tanto, a Bin Laden, y pagaba las consecuencias. Eligió la primera opción.

Sin embargo, los ISI aún tenían un pequeño ejército de agentes dentro de Afganistán, y los voluntarios paquistaníes que luchaban con los talibanes no iban a ocultar que los habían animado a ir hacia el norte. Durante tres noches, un puente aéreo secreto devolvió a la mayoría a Pakistán.

En otro acuerdo secreto, unos cuatro mil prisioneros fueron vendidos por distintas cantidades de dinero, según su importancia, a Estados Unidos y Rusia. Los rusos querían a todos los chechenos y, como favor a Tashkent, a cualquier uzbeko que se hubiera alzado contra el régimen de Urbekistán.

El ejército que se rindió estaba formado por más de catorce mil hombres, pero esta cifra descendía rápidamente. Al final, la Alianza del Norte anunció a los medios de comunicación de todo el mundo que se dirigían en tromba hacia el norte para cubrir la guerra de verdad, que solo tenía ocho mil prisioneros.

Luego se decidió entregar a cinco mil hombres más al comandante uzbeko, el general Dostum, que tenía la intención de llevárselos al oeste, a Sheberghan, dentro de su territorio. Los metieron en contenedores de mercancías de acero sin comida ni agua, tan apretados que solo podían estar de pie y tenían que esforzarse para alcanzar la bolsa de aire que había sobre ellos. En algún momento de su viaje hacia el oeste, alguien decidió hacer agujeros para que les entrara aire. Lo hicieron con unas ametralladoras que no pararon de disparar hasta que dejaron de oírse gritos.

De los aproximadamente tres mil hombres restantes, se seleccionó a los árabes. Provenían de todas las partes del mundo musulmán: había saudíes, yemeníes, marroquíes, argelinos, egipcios, jordanos y sirios. Los uzbekos ultrarradicales quedaron a merced de Tashkent, así como la mayoría de los chechenos, pero unos pocos habían conseguido quedarse. A lo largo de la campaña, los chechenos se habían ganado la reputación de ser los más fieros, crueles y suicidas de todos.

Los otros dos mil cuatrocientos prisioneros quedaron en manos de los tayikos y no se ha vuelto a saber nada de ellos desde entonces. Uno de los encargados de hacer la selección habló en árabe con Izmat Jan y, como respondió en esa misma lengua, lo tomaron por árabe. No llevaba insignias, tenía un aspecto mugriento, desastrado, hambriento y exhausto. Cuando le dieron un empujón para que avanzara en cierta dirección, estaba demasiado cansado para quejarse. Así que acabó siendo uno de los seis afganos del grupo destinado a Mazar-e Sharif, que debía acabar en las manos de Dostum y sus uzbekos. Por aquel entonces, los medios de comunicación occidentales seguían la acción más de cerca y los prisioneros recibieron un salvoconducto de la ONU, cuya delegación acababa de llegar a la zona.

Se buscaron camiones para el transporte, y los seiscientos hombres fueron llevados por un camino lleno de baches hacia Mazar. Pero su destino final no iba a ser la ciudad, sino una inmensa cárcel fortaleza, situada a quince kilómetros al oeste.

De modo que llegaron a la boca del infierno, el fuerte de Qala-i Jangi.

La conquista de Afganistán, si se tiene en cuenta desde la primera bomba hasta la caída de Kabul a manos de la Alianza del Norte, duró unos cincuenta días, pero las fuerzas especiales de los países aliados llevaban operando en Afganistán desde mucho antes. Mike Martin ansiaba ir con ellos, pero la embajada británica de Islamabad se mantuvo firme en su decisión de que lo necesitaba para que hiciera de puente con los mandamases del ejército paquistaní.

No pudo moverse de Islamabad hasta que cayó Bagram. Estaba claro que esta inmensa base aérea ex soviética, situada al norte de Kabul, iba a ser una baza importante para los aliados durante la posible ocupación. Los aviones talibanes que había eran un montón de chatarra y la torre de control estaba en ruinas. Pero tanto la inmensa pista de aterrizaje, como los numerosos hangares y los barracones donde vivió la guarnición soviética podían reconstruirse con tiempo y dinero.

El aeropuerto fue ocupado la tercera semana de noviembre y el escuadrón anfibio especial (SBS) se instaló en él para reclamar su propiedad. Mike Martin utilizó la noticia como excusa para ir al aeródromo de Rawalpindi y pedir a los estadounidenses que lo llevaran a echar un vistazo al lugar, según sus propias palabras.

Era un lugar inhóspito e incómodo, pero el SBS había «liberado» un hangar antes de que los estadounidenses llegaran al lugar, y ya lo habían habilitado para protegerse del gélido viento.

Los soldados poseen un gran talento para lograr crear lo más parecido a un hogar en los lugares más extraños, y las fuerzas especiales son los mejores porque acostumbran a encontrarse en lugares más raros que la mayoría. La unidad del SBS formada por veinte hombres había salido a buscar algo con sus grandes Land Rovers y regresaron con unos contenedores de mercancías de acero que metieron en el hangar.

Con unos cuantos bidones, unas planchas de metal y buenas intenciones crearon su alojamiento, con camas, sofás, mesas, luces eléctricas y, lo que es más importante, un generador eléctrico para enchufar la tetera y poder preparar té.

La mañana del 26 de noviembre el comandante en jefe dio la noticia a sus hombres:

—Parece que está ocurriendo algo en un lugar llamado Qala-i Jangi, al oeste de Mazar. Por lo que se sabe, algunos prisioneros se han sublevado, han cogido las armas de los guardias y están ofreciendo resistencia. Creo que deberíamos ir a echar un vistazo.

Se eligió a seis marines, a los que les asignaron dos Land Rovers cargados de combustible.

Cuando estaban a punto de partir, Martin preguntó:
—¿Os importa que os acompañe? Tal vez no os venga mal un intérprete.

El oficial al mando de la pequeña unidad SBS era un capitán de los marines. Martin era un coronel de paracaidistas. No hubo ninguna objeción. Mike subió al segundo vehículo, junto al conductor. Tras él, había dos marines agachados con ametralladoras del calibre 30. El viaje, de unas seis horas, los llevó por el paso de Salang hacia las llanuras del norte, por la ciudad de Mazar hasta llegar al fuerte de Qala-i Jangi.

El motivo concreto que desencadenó la matanza de prisioneros no quedó claro en su momento, y nunca lo quedará. Pero existen pruebas convincentes.

Los medios de comunicación occidentales, que nunca se avergüenzan de tergiversar algunas informaciones, se obstinaron en llamar talibanes a los prisioneros. Eran justo lo contrario. Eran, con la excepción de los seis afganos incluidos por accidente, el ejército derrotado de al-Qaida. Como tal, habían ido a Afganistán para llevar a cabo el yihad: matar y morir. Los que iban metidos en camiones, hacia el oeste de Kunduz, eran los seiscientos hombres más peligrosos de Asia.

Lo que encontraron en Qala fueron cien uzbekos que apenas habían recibido entrenamiento y que estaban a las órdenes de un comandante incompetente. El propio Rashid Dostum había desaparecido; su segundo, Sayid Kamel, era quien estaba al mando.

Entre los seiscientos hombres había unos sesenta que pertenecían a tres categorías no árabes. Había chechenos que, al sospechar en Kunduz que ser incluidos en el envío para los rusos los conduciría a una muerte segura, evitaron la matanza selectiva. Había uzbekos antitayikos que también se habían dado cuenta de que en Uzbekistán solo les aguardaba una muerte miserable, por lo que se escondieron. Y, luego, también había paquistaníes que tomaron la decisión errónea, ya que evitaron que los repatriaran a Pakistán, donde los habrían puesto en libertad.

Los demás eran árabes. Eran, a diferencia de muchos de los talibanes que se habían quedado en Kunduz, voluntarios. Y todos eran ultrafanáticos. Habían sido adiestrados en los campos de

El fuerte de Qala no está construido como un fuerte occidental. Es un complejo de cuarenta mil metros cuadrados con espacios abiertos, árboles y edificios de una planta. Todo el espacio está rodeado por un muro de quince metros de alto, pero cada lado está construido en pendiente, de modo que cualquiera capaz de trepar puede subir por la rampa y echar un vistazo por encima del parapeto.

Estos anchos muros albergaban un laberinto de cuarteles, almacenes y corredores bajo los que había otro laberinto de túneles y bodegas. Los uzbekos lo habían capturado diez días atrás y parecían no saber que había un almacén de armas talibán y un polvorín en el extremo sur. Ahí fue donde encerraron a los prisioneros.

En Kunduz les habían quitado los fusiles y los lanzagranadas a los presos, pero nadie los cacheó. Si lo hubieran hecho, los captores se habrían dado cuenta de que casi todos los hombres llevaban una granada o dos escondidas entre la ropa. Así llegaron a Qala.

El primer indicio apareció la noche del sábado, a su llegada, lzmat Jan estaba en el quinto camión y oyó la explosión a cien metros de distancia. Uno de los árabes reunió a varios uzbekos a su alrededor e hizo detonar su granada. Estaba anocheciendo. No había luz. A la mañana siguiente, los hombres de Dostum decidieron cachear a los prisioneros. Los metieron en un barracón sin comida ni agua y los dejaron en cuclillas, rodeados por guardias armados pero muy nerviosos.

Al amanecer empezaron los cacheos. Los prisioneros, que aún se mostraban dóciles debido al cansancio que arrastraban de la batalla, dejaron que les ataran las manos a la espalda. Como no tenían cuerdas, los uzbekos usaron los turbantes de los prisioneros. Pero los turbantes no son cuerdas.

Fueron registrándolos uno a uno. Empezaron a salir pistolas, granadas y dinero. A medida que este se iba amontonando, Sayid Kamel y su segundo lo llevaban a una sala contigua. Un soldado uzbeko, que echó un vistazo por la ventana al cabo de un rato, vio que los dos hombres se quedaban con todo. El soldado entró para protestar y le dejaron bien claro que se esfumara. Pero volvió con un fusil.

Hubo dos prisioneros que lo vieron y que ya habían logrado soltarse las manos. Entraron en la sala después del soldado, cogieron el fusil y mataron a culatazos a los tres uzbekos. Como no había habido disparos, nadie se dio cuenta de nada, pero el barracón se estaba convirtiendo en un polvorín.

Los agentes de la CIA, Johnny «Mike» Spann y Dave Tyson, habían entrado en la zona y Spann empezó a realizar una serie de interrogatorios al aire libre. Estaba rodeado por seiscientos fanáticos cuya única ambición antes de reunirse con Alá era matar a un estadounidense. Poco después, un guardia uzbeko vio al árabe armado y dio un grito de alarma. El árabe disparó y lo mató. El polvorín estalló.

lzmat Jan estaba agazapado en el suelo, esperando a que le llegara el turno. Como muchos otros, tenía las manos libres. Mientras el soldado uzbeko caía, otros que estaban apostados en los muros abrieron fuego con sus metralletas. La carnicería acababa de empezar.

Más de cien prisioneros murieron maniatados en el suelo y así los encontraron cuando los observadores de la ONU pudieron entrar. Otros prisioneros desataron a sus vecinos para que pudieran luchar. lzmat Jan encabezó un grupo, en el que también estaban sus cinco compañeros afganos, que se dirigió a toda prisa hacia el lado sur, esquivando a todo el mundo, donde sabía que se encontraba el arsenal gracias a su visita anterior, cuando el fuerte estaba en manos de los talibanes.

Veinte árabes que estaban cerca de Mike Spann se abalanzaron sobre él y lo mataron a puñetazos y patadas. Dave Tyson vació el cargador de su pistola contra la muchedumbre, mató a tres hombres,

Al cabo de diez minutos, la zona al aire libre del complejo estaba vacía salvo por los cadáveres y los heridos, que se quedaron tirados en el suelo, llorando, hasta que murieron. Los uzbekos se encontraban fuera del muro, la puerta principal se cerró de golpe y los prisioneros estaban dentro. El asedio había empezado; iba a durar seis días y nadie tenía intención de hacer prisioneros. Cada bando estaba convencido de que el otro había roto los términos de la rendición, pero eso por entonces ya no importaba.

La puerta del arsenal fue derribada fácilmente y repartieron el tesoro. Había suficiente para pertrechar a un pequeño ejército y reabastecer a quinientos hombres. Tenían fusiles, granadas, lanza-granadas y morteros. Después de coger todo lo que pudieron, avanzaron por los túneles y pasillos hasta que lograron hacerse con la fortaleza. Cada vez que uno de los uzbekos del exterior asomaba la cabeza por el parapeto, un árabe le disparaba a través de una rendija desde el otro lado del complejo.

Los hombres de Dostum no tuvieron más opción que pedir ayuda con urgencia, que llegó en forma de cientos de uzbekos enviados por el general Dostum, quien se dirigió a toda prisa a Qala~i Jangi. También estaban de camino un grupo de boinas verdes estadounidenses, cuatro hombres de Fort Campbell, Kentucky, un hombre de las fuerzas aéreas estadounidenses para ayudar en las tareas de coordinación aérea y seis de la 10.a División de Montaña. Su tarea consistía, fundamentalmente, en observar, informar y organizar ataques aéreos para destruir la resistencia.

A media mañana, y procedentes de la base de Bagram, situada al norte de la capital de Kabul recién capturada, llegaron dos Land Rovers que transportaban a seis británicos del SBS y a un interprete, el teniente coronel Mike Martin del SAS.

El martes empezó a tomar forma el contraataque uzbeko. Protegidos por un sencillo tanque, volvieron a entrar en el complejo y empezaron a bombardear las posiciones rebeldes. Izmat Jan fue reconocido como comandante y lo pusieron al mando de un ala de la cara sur. Cuando el tanque abrió fuego, ordenó a sus hombres que se refugiaran en el sótano hasta que finalizara el bombardeo, momento en que volvieron a salir.

Sabía que solo era cuestión de tiempo. No había ninguna otra salida, ni posibilidad de obtener clemencia. Tampoco la quería. Al final, a la edad de veintinueve años, había encontrado el lugar donde iba a morir, un sitio tan bueno como cualquier otro.

Ese mismo martes también llegó el avión de ataque estadounidense. Los cuatro boinas verdes y el piloto estaban echados en el suelo, fuera del parapeto, sobre la rampa externa, eligiendo objetivos para los bombarderos. Esc día hubo treinta ataques y veintiocho de ellos dieron en el edificio donde se escondían los rebeldes. Cien de ellos murieron debido, en gran parte, al desprendimiento de rocas. Hubo dos bombas que no acertaron.

Mike Martin estaba a unos cien metros de donde se encontraban los boinas verdes cuando la primera bomba falló en su objetivo. Cayó justo en medio del círculo formado por cinco estadounidenses. De haber sido una bomba antipersona, todos habrían volado en pedazos. El hecho de que todos sobrevivieran y solo se les hubiera roto el tímpano y algunos huesos era un milagro.

La bomba era una J-DAM, una cazadora de refugios fortificados, diseñada para horadar cualquier superficie antes de explotar. Penetró doce metros en la gravilla antes de estallar.

La segunda bomba que falló en su objetivo fue aún más desafortunada. Eliminó el tanque uzbeko y el puesto de comando que había detrás.

El miércoles, los medios de comunicación occidentales ya habían llegado y se arremolinaron alrededor del fuerte o, como mínimo, en las cercanías. Tal vez no se dieron cuenta, pero su presencia fue el único factor que, al final, impidió que los uzbekos lograran acabar con todos los rebeldes.

En el transcurso de los seis días, veinte rebeldes decidieron arriesgarse e intentaron escapar al amparo de la noche, con la intención de huir a campo traviesa. Todos fueron capturados y linchados

Mike Martin se encontraba sobre la rampa, mirando a través del parapeto, hacia las zonas al aire libre del complejo. Los cuerpos de los primeros días seguían en el mismo lugar y el hedor era ya insoportable. Los estadounidenses, con sus gorros negros de lana, iban con la cara descubierta, y las cámaras de televisión ya los habían grabado. Los siete británicos preferían el anonimato. Todos llevaban el shebagh aquella especie de pasamontañas de algodón para proteger de las moscas, la arena, el polvo y los curiosos. El miércoles empezó a cumplir otra función: la de filtro contra el hedor.

Poco antes de la puesta de sol, el único superviviente de la CIA, Dave Tyson, que había regresado después de estar un día en Mazar-e Sharif, fue lo bastante intrépido para entrar en el complejo con un equipo de televisión que estaba desesperado por filmar un reportaje que les permitiera ganar algún premio. Martin los observó mientras se deslizaban por el muro lejano. El marine J. estaba tumbado junto a él. De pronto, un grupo de rebeldes salió por una puerta oculta, agarró a los cuatro occidentales y los metió dentro.

—Alguien debería sacarlos de ahí —comentó el marine J. con un tono de lo más tranquilo. Echó un vistazo alrededor. Seis pares de ojos lo miraban sin decir nada.

Pronunció dos palabras muy sinceras, «Oh, mierda», saltó el muro, bajó por la rampa y recorrió el espacio abierto a toda prisa. Tres hombres del SBS entraron con él. Los otros dos y Martin hicieron de francotiradores para cubrirlos. Los rebeldes estaban recluidos en el muro sur. La estupidez de la acción que acababan de realizar los marines cogió a los rebeldes totalmente por sorpresa. No hubo disparos hasta que llegaron a la puerta de la pared más lejana.

El marine J. fue el primero en entrar. El SAS y el SBS practican el rescate de rehenes una y otra vez hasta que se convierte en algo casi inherente a su naturaleza. En Hereford, el SAS tiene la «casa de la muerte» para practicar; el SBS, por su parte, tiene la misma instalación en su cuartel general de Poole.

Los cuatro miembros del SBS entraron por la puerta sin ningún miramiento, identificaron a los tres rebeldes gracias a la ropa y la barba y dispararon. El procedimiento se llama «doble impacto»; dos balas en toda la cara. Los tres árabes no pudieron hacer ni un disparo ya que, además, miraban en la dirección opuesta. David Tyson y el equipo de la televisión británica prometieron que nunca mencionarían el incidente, y nunca lo han hecho.

El miércoles por la noche, Izmat Jan se dio cuenta de que él y sus hombres no podían quedarse en la superficie durante más tiempo. La artillería había llegado y empezaba a reducir a escombros la cara sur. Los sótanos eran su último recurso. El número de rebeldes supervivientes se había reducido a menos de trescientos.

Algunos de ellos decidieron no bajar: preferían morir bajo el cielo. Iniciaron un contraataque suicida que solo duró unos cien metros, aunque les permitió matar a unos cuantos uzbekos desprevenidos y de reflejos lentos. Pero luego la ametralladora de otro tanque uzbeko abrió fuego e hizo pedazos a los árabes. La mayoría eran yemeníes, aunque había algunos chechenos.

El jueves, y siguiendo consejo estadounidense, los uzbekos cogieron unos cuantos bidones de combustible que habían traído para su tanque y los vertieron por los conductos que llegaban al sótano. Luego le prendieron fuego.

Izmat Jan no estaba en aquella zona del sótano. El hedor de los cuerpos era más fuerte que el del combustible, pero oyó el ruido de la detonación y sintió el calor. Murieron más hombres, y los supervivientes salieron a trompicones de la nube de humo y se dirigieron hacia él. Todos se ahogaban y tenían arcadas. En el último sótano, con unos ciento cincuenta hombres a su alrededor, Izmat Jan cerró de golpe la puerta con pestillo para que no entrara humo. Al otro lado, el golpeteo de los hombres que agonizaban se fue haciendo cada vez más débil hasta que al final cesó. Sobre ellos, los obuses estallaban en las salas vacías.

La última bodega conducía a un pasillo, al final del cual los hombres pudieron respirar, por fin, aire fresco. Intentaron ver si había alguna salida, pero solo era un canalón que llevaba hasta allí el aire del exterior. Esa noche, al nuevo comandante uzbeko Din Muhammad se le ocurrió la idea de desviar una acequia hacia ese canalón. Tras las lluvias de noviembre, la acequia estaba llena y, el agua, helada.

A medianoche, el agua llegaba hasta la cintura de los hombres que quedaban. Debilitados por el hambre y el cansancio, empezaron a dejarse caer en el agua y a morir ahogados.

En la superficie, la delegación de la ONU acababa de tomar el mando de todo; estaba rodeada por los medios de comunicación y sus instrucciones fueron que era el momento de dar una oportunidad a los prisioneros. A través de los escombros de los edificios que se habían derrumbado, los últimos rebeldes podían oír las voces que, por los megáfonos, les decían que salieran desarmados y con las manos en alto. Después de veinte horas, los primeros rebeldes empezaron a dirigirse a trompicones hacia las escaleras. Al cabo de poco, los siguieron otros más. Y, al final, por fin derrotado, Izmat Jan, el último afgano que quedaba vivo, se unió a ellos.

Una vez en la superficie, tropezando con los bloques de piedra rotos que habían formado la cara sur, los últimos seis u ocho rebeldes se encontraron frente a un bosque de metralletas y lanzacohetes que los miraban. Bajo la luz del amanecer del sábado, parecían los espantapájaros de una película de terror. Mugrientos, apestosos, negros por el hollín de la cordita, harapientos, desastrados y con barba de varios días e hipotermia, se dirigieron al exterior tambaleándose; algunos incluso cayeron. Uno de ellos era Izmat Jan.

Al bajar de un montón de rocas, resbaló, estiró el brazo para mantener el equilibrio y se agarró a una roca. Se quedó con un trozo en la mano. Un joven uzbeko pensó que lo iba a atacar y disparó su lanzagranadas.

La granada le rozó la oreja al Afgano y dio contra una roca que tenía detrás. Esta se partió en mil trozos y uno de ellos, del tamaño de una bola de béisbol, le golpeó con una fuerza devastadora en la nuca.

No llevaba turbante, y ni siquiera sabía cuándo lo había perdido. La roca le habría destrozado el cráneo si le hubiera golpeado en un ángulo de noventa grados. Pero rebotó, le rebanó el cuero cabelludo y lo dejó en un estado cercano al coma. Cayó entre los escombros, mientras la sangre manaba a borbotones del corte. Los demás se dirigieron hacia los camiones que esperaban fuera.

Una hora más tarde, siete soldados británicos avanzaban por el complejo y tomaban notas. Mike Martin, como oficial de mayor rango y a pesar de que solo era el intérprete de la unidad, iba a tener que hacer un largo informe. Estaba contando los muertos, aunque sabía que había muchos, tal vez hasta doscientos, que se encontraban aún bajo tierra. Un cuerpo, en concreto, le interesó porque aún sangraba. Los cadáveres no sangran.

Le dio la vuelta al espantapájaros. La vestimenta no encajaba. Era ropa pastún. Se suponía que no debía haber ningún miembro de esa etnia allí. Le quitó el shebagh de la cabeza y le limpió la cara mugrienta. Le resultaba vagamente familiar.

Cuando sacó su machete, un uzbeko que lo observaba sonrió. Si el extranjero quería divertirse, ¿por qué no? Martin cortó la pernera del muslo derecho.

Aún seguía ahí, arrugada a causa de seis puntos, la cicatriz provocada por un fragmento de un proyectil soviético trece años atrás. Por segunda vez en su vida, se echó a Izmat Jan al hombro y se lo llevó. En la puerta principal encontró un Land Rover blanco con el logotipo de las Naciones Unidas.

—Este hombre está vivo pero herido —dijo—. Tiene una herida grave en la cabeza.

Después de cumplir su tarea, se subió al Land Rover del SBS y regresó a Bagram.

El equipo de rastreo estadounidense encontró al Afgano en el hospital de Mazar al cabo de tres días y solicitó permiso para interrogarlo. Lo llevaron en camión a Bagram, a la zona estadounidense de la inmensa base aérea, y fue allí donde, al cabo de dos días, recobró el conocimiento, lentamente

El 14 de enero de 2003 llegaron a la bahía de Guantánamo los primeros detenidos, procedentes de Kandahar. Llevaban los ojos vendados, iban encadenados, y estaban hambrientos, sedientos y sucios. Izmat Jan era uno de ellos.

El coronel Mike Martin regresó a Londres la primavera de 2002 para pasar tres años como segundo jefe de Estado Mayor, en el cuartel general de la dirección de las Fuerzas Especiales, que estaba situado en el alcázar del duque de York, en Chelsea. Se retiró en diciembre de 2005 después de una fiesta en la que un grupo de amigos, entre los que se encontraban Jonathan Shaw, Mark Carleton-Smith, Jim Davidson y Mike Jackson, intentaron, sin conseguirlo, obligarlo a beber hasta que estuviera como una cuba. En enero de 2006, se compró un granero catalogado como patrimonio artístico en el valle de Meon, en el condado de Hampshire, y a finales de verano empezó a restaurarlo para convertirlo en una casa de campo.

Posteriormente, los informes de la ONU demostraron que quinientos catorce fanáticos de al-Qaida murieron en Qala-i Jan-gi y otros ochenta y seis sobrevivieron, a pesar de las heridas. Todos fueron trasladados a la bahía de Guantánamo. También murieron sesenta guardias uzbekos. El general Rashid Dostum pasó a ser el ministro de Defensa del nuevo gobierno afgano.