24

Me puse en camino. En mi coche, solo. Era domingo, una vez más, y se me ocurre —cuando vuelvo la vista a aquellos días— que en esta historia casi todo lo más relevante sucedió en domingo. Por todas partes repicaban las campanas, el país entero parecía repicar y retumbar; incluso me tropecé con una procesión en algún lugar del cantón de Schwyz. En la carretera un coche tras otro, en la radio un sermón tras otro. Después, los ecos de disparos de armas de fuego, los silbidos, los rugidos, en cada pueblo el estruendo típico de los campos de tiro. Todo estaba inmerso en un desasosiego monstruoso y sin sentido, parecía que toda la Suiza oriental se hubiera puesto en movimiento; en alguna parte había una carrera de automóviles, después una legión de coches de la Suiza occidental; viajes familiares, clanes enteros en circulación, y cuando finalmente llegué a la gasolinera, que, por otra parte, usted ya conoce, estaba agotado de toda la bulliciosa paz de Dios. Miré a mi alrededor. Por aquel entonces la gasolinera no daba la impresión de abandono que da hoy. Era mucho más acogedora, todo estaba limpio y había geranios en las ventanas. Todavía no había ningún bar. Todo era cómodo y pequeñoburgués. Además, a la orilla de la carretera estaba todo lleno de objetos que indicaban la presencia de algún niño, un columpio, una casa de muñecas sobre una tarima, un cochecito de muñecas, un balancín con forma de caballo. Matthäi en persona estaba despachando a un cliente que se largó apresuradamente en su Volkswagen en cuanto yo llegué con mi Opel. Junto a Matthäi estaba una niña de siete u ocho años con una muñeca en brazos. Tenía trenzas rubias y llevaba una falda roja. La niña me resultaba familiar, pero no sabía por qué, puesto que no se parecía nada a la Heller.

—¿No era ése Meier el Rojo? —dije, señalando al Volkswagen que se alejaba—. Sólo hace un año que le soltamos.

—¿Gasolina? —preguntó Matthäi, indiferente. Llevaba puesto un mono azul.

—Súper.

Matthäi llenó el depósito y limpió los cristales.

—Catorce con treinta.

Le di quince.

—Quédese el cambio —dije, cuando quiso darme el cambio, e inmediatamente me puse colorado—. Discúlpeme, Matthäi, se me ha escapado.

—Pero por favor —respondió, guardándose el dinero—, ya estoy acostumbrado.

Me sentía avergonzado, y miré de nuevo a la niña.

—Una niña muy guapa —dije.

Matthäi abrió la portezuela de mi coche.

—Le deseo un buen viaje.

—El caso es —rezongué— que me gustaría hablar con usted. Por todos los demonios, Matthäi, ¿qué significa todo esto?

—Le prometí no fastidiarle más con el caso de Gritli Moser, comandante. Hágame usted el mismo favor y no me fastidie a mí tampoco —respondió, volviéndome la espalda.

—Matthäi —le contesté—, déjese de niñerías.

Guardó silencio. Entonces se oyeron silbidos y disparos. Debía de haber algún otro campo de tiro en las inmediaciones. Eran cerca de las once. Contemplé cómo Matthäi atendía a un Alfa Romeo.

—Ése cumplió tres años y medio —observé, mientras el coche se alejaba—. ¿Podemos entrar? Los disparos me ponen nervioso. No puedo soportarlos.

Me condujo al interior de la casa. En el pasillo nos encontramos con la Heller, que venía del sótano cargada de patatas. Todavía era una hermosa mujer, y yo me sentía algo avergonzado como agente de la ley, con mala conciencia. Nos observó interrogante, por un instante algo intranquila, o eso parecía, pero después me saludó con amabilidad. Me causó una buena impresión en general.

—¿Es de ella la niña? —pregunté en cuanto la mujer hubo desaparecido en la cocina.

Matthäi asintió.

—¿Dónde encontró a la Heller?

—Aquí cerca. Trabaja en la fábrica de ladrillos.

—¿Y qué está haciendo aquí con usted?

—Bueno —respondió Matthäi—, necesito a alguien que me ayude con la casa.

Sacudí la cabeza.

—Me gustaría hablar con usted a solas —dije.

—Annemarie, ve a la cocina —le ordenó Matthäi.

La niña se fue.

El cuarto era humilde, pero pulcro. Nos sentamos a una mesa junto a la ventana. Fuera, los disparos sonaban con fuerza. Una salva detrás de otra.

—Matthäi —le pregunté de nuevo—, ¿qué significa todo esto?

—Muy simple, comandante —respondió mi ex comisario—, estoy pescando.

—¿Qué quiere usted decir?

—Trabajo de detective, comandante.

Me encendí un Bahianos, de mal humor.

—No soy ningún principiante, pero realmente no comprendo nada.

—Deme uno.

—Sírvase, por favor —dije, y le alcancé el estuche. Matthäi sacó una botella de aguardiente. Estábamos sentados al sol; la ventana estaba medio abierta, y fuera, al otro lado de los geranios, el clima benigno del mes de junio y las detonaciones. Cuando se detenía un coche, lo que ocurría pocas veces puesto que ya era casi mediodía, era la Heller quien lo atendía.

—Seguro que Locher ya le habrá informado de nuestra conversación —dijo Matthäi, después de encender cuidadosamente el Bahianos.

—No hemos adelantado nada con ello.

—Pero yo sí.

—¿De qué manera?

—El dibujo de la niña se corresponde con la verdad.

—Ya. ¿Y qué significan los erizos?

—Eso aún no lo sé —respondió Matthäi—, pero he descubierto qué significa el animal de los extraños cuernos.

—¿Y bien?

—Es una cabra montes —dijo Matthäi lentamente, dándole al cigarro una calada y soltando a continuación una larga bocanada que llenó de humo la estancia.

—¿Por eso iba usted al zoo?

—Durante días enteros —respondió—. También le pedí a la niña que dibujara la cabra montés. Lo que dibujó se parece al animal de Gritli Moser.

Caí en la cuenta.

—La cabra montés es el animal heráldico de los Grisones —dije—. El escudo de armas de esta región.

Matthäi asintió.

—A Gritli le llamó la atención el escudo de armas en la placa de matrícula del coche.

La conclusión era simple.

—Deberíamos haberlo pensado —rezongué.

Matthäi contemplaba la ceniza creciendo en su cigarro, el humo que se elevaba levemente.

—El error —dijo, con calma— que cometimos, usted, Henzi y yo, fue suponer que el asesino procedía de Zurich. En realidad procedía de los Grisones. He estado indagando en los escenarios de los crímenes, y todos están en el trayecto Grisones-Zurich.

Consideré el asunto.

—Matthäi, puede que ahí tengamos algo —tuve que reconocerle.

—Pero eso no es todo.

—¿Y bien?

—Estuve con unos pescadores.

—¿Pescadores?

—Pues sí, pescadores, unos niños tan sólo, a decir verdad.

Le miré perplejo.

—Verá usted —me explicó—, después de mi descubrimiento lo primero que hice fue venirme al cantón de los Grisones. Lógicamente. Pero en seguida me di cuenta de que era inútil. El cantón de los Grisones es tan grande que es imposible encontrar aquí a un hombre del que no se sabe nada salvo que es corpulento y conduce un viejo coche americano. Más de siete mil kilómetros cuadrados, más de ciento treinta mil personas dispersas por un sinfín de valles: es algo imposible. Entonces, un gélido día, me dejé caer por el río Inn, en la Engadina, y me quedé contemplando a los niños que trajinaban a la orilla del río. Ya iba a marcharme cuando observé que los chavales se habían vuelto hacia mí, vigilantes. Parecían asustados y estaban allí parados, desconcertados. Uno tenía una caña de pescar que se había fabricado él mismo. «Seguid pescando», dije. Los niños me observaban con desconfianza. «¿Es usted policía?», preguntó un pelirrojo con pecas, de unos doce años. «¿Tengo aspecto de serlo?», contesté. «No lo sé», respondió el niño. «No soy policía», dije. Luego estuve mirando cómo lanzaban el cebo al agua. Eran cinco niños, todos ellos absortos en su tarea. «No pica ninguno», dijo el pecoso al cabo de un rato, con resignación, y subió desde la orilla hasta donde yo estaba. «¿Tiene usted un cigarrillo?», me preguntó. «¿A tu edad?», dije yo, «no me hagas reír». «Me dio la impresión de que me daría usted uno», dijo el niño. «Entonces no me queda otro remedio», respondí y le alcancé mi paquete de Parisiennes. «Gracias», dijo el pecoso, «ya tengo yo fuego». Expulsaba el humo por la nariz. «Esto viene bien, después del fracaso total con la pesca», explicó, con aires de suficiencia. «Sin embargo», dije yo, «tus amigos parecen tener más paciencia que tú. Siguen pescando, y seguro que en seguida atrapan algo». «No lo harán», aseguró el chico, «como mucho un tímalo». «A ti te gustaría atrapar una carpa», me mofé. «Las carpas no me interesan», respondió el chico. «Truchas. Pero para eso hace falta dinero». «¿Cómo es eso?», pregunté. «Cuando yo era chico las pescábamos a mano». Él sacudió la cabeza con desdén. «Serían crías», dijo. «Pero intente atrapar con la mano a una trucha adulta. La trucha es un depredador, como la carpa, pero más difícil de atrapar. Y además necesitas un permiso, y eso cuesta dinero», agregó el muchacho. «Bueno, seguro que lo que hacéis aquí lo hacéis sin dinero», reí. «Pero el inconveniente es», explicó el chico, «que no podemos ir a los buenos sitios. En los sitios buenos sólo dejan a los que tienen permiso». «¿A qué llamas tú un sitio bueno?», pregunté. «Está claro que no entiende usted nada de peces», sentenció el chico. «Lo reconozco», respondí. Estábamos los dos sentados tranquilamente sobre el talud de la orilla. «¿Se imagina usted que pescar es algo tan simple como lanzar la caña al agua en cualquier parte?», dijo. Lo pensé un poco y pregunté: «¿Acaso no es así?» «Típico de un principiante», replicó el pecoso, soltando otra vez el humo por la nariz: «Para pescar hay que entender de dos cosas: de sitios y de cebos». Yo le escuchaba maravillado. «Supongamos», prosiguió el muchacho, «que quiere usted pescar una trucha, un depredador adulto. Lo primero que tiene que plantearse es dónde preferirá vivir el pez. Naturalmente, en algún sitio donde se encuentre a resguardo de la corriente, pero, en segundo lugar, cerca de donde pase una fuerte corriente, pues será donde haya más animales, así que el mejor sitio sería río abajo, detrás de una piedra en un desnivel, o todavía mejor: en un desnivel detrás del pilar de un puente. Esos sitios, por desgracia, están ocupados por pescadores con permiso». «Un sitio donde la corriente quede interrumpida», recapitulé yo. «Lo ha cogido», asintió él, altanero. «¿Y el cebo?», pregunté. «Eso depende de si quiere usted atrapar a un depredador, o digamos un tímalo o una farra, que son vegetarianos», fue su respuesta. «Una farra, por ejemplo, puede atraparse usando una cereza. Pero para coger un depredador, como una trucha o una perca, debe usar usted algo vivo. Una mosca, una lombriz o un pez pequeño». «Algo vivo», dije yo, pensativo, y me levanté. «Toma», dije, y le di el paquete entero de Parisiennes. «Te lo has ganado. Ahora sé cómo atrapar a mi pez. Primero tengo que buscar el sitio y después el cebo».

Matthäi se calló. Yo no dije nada durante un rato, seguí bebiendo aguardiente, clavando la vista en el tardío día de primavera al otro lado de la ventana, oyendo los ecos de las escopetas, y volví a encender mi casi extinto cigarro.

—Matthäi —empecé, finalmente—, ahora comprendo adonde quiere llegar con lo de los peces. Este sitio, esta gasolinera es el sitio ideal, y esa carretera es la corriente, ¿no es cierto?

Matthäi no mudó su semblante.

—Todo el que vaya de los Grisones a Zurich usará esta carretera, si no quiere dar un rodeo y tomar el paso de Oberalp —respondió, con calma.

—Y la niña es el cebo —dije, espantado—. Y ahora sé también a quién se parece —concluí—. A Gritli Moser.

Nos quedamos callados de nuevo. Fuera hacía más calor, las montañas espejeaban en la niebla, y los disparos continuaban, tenía que tratarse de un concurso de tiro.

—¿No cree que lo que está haciendo es algo diabólico? —pregunté al fin, no sin vacilar.

—Es posible —me respondió.

Le pregunté, preocupado:

—¿Pretende usted esperar aquí hasta que el asesino pase por ahí delante, vea a Annemarie y caiga en la trampa que le ha preparado?

—El asesino debe pasar por aquí —respondió.

Reflexioné.

—Bueno —dije entonces—, supongamos que tiene usted razón. Existe ese asesino. Cabe esa posibilidad. En nuestra profesión todo es posible. Pero ¿no cree usted que su método es demasiado arriesgado?

—No hay otro método —explicó, y arrojó los restos de su cigarro por la ventana—. Yo no sé nada del asesino. No puedo buscarle. Por tanto debo buscar a su siguiente víctima, una niña, y usar a esa niña de cebo.

—Bueno —dije—, pero ese método lo ha adoptado usted de los usos y costumbres de los pescadores. Y una cosa no se corresponde con la otra. Una niña no puede estarse continuamente parada junto a una carretera, haciendo de cebo, también tiene que ir a la escuela, abandonando su puesto junto a la jodida carretera.

—Pronto empezarán las vacaciones —respondió Matthäi, obstinado.

Sacudí la cabeza.

—Me temo que se le ha ido a usted la cabeza —repliqué—. No puede quedarse aquí hasta que suceda algo que quizá no llegue a suceder. Concedido, puede que el asesino aparezca por aquí, pero todavía está por ver si picará el anzuelo, para seguir con el símil. Y usted espera y espera…

—También con los peces hay que esperar —respondió Matthäi, terco.

Espié a través de la ventana, contemplando cómo la mujer atendía a Oberholzer. Seis años en la prisión de Regendorf.

—¿Sabe la Heller por qué está usted aquí, Matthäi?

—No —repuso—. Sólo le dije que necesitaba un ama de casa.

Me sentía incómodo. El hombre me infundía respeto; ciertamente, su método era algo fuera de lo común, pero tenía algo de grandioso. De pronto, le admiré, y deseé que tuviera éxito, aunque sólo fuese por humillar al odioso Henzi; sin embargo se trataba de un plan casi desesperado, el riesgo era demasiado grande, y las expectativas de éxito demasiado reducidas.

—Matthäi —intenté hacerle entrar en razón—, todavía está usted a tiempo de recuperar su puesto en Jordania, de lo contrario enviarán a Schafroth.

—Que le envíen.

Todavía no quise darme por vencido.

—¿No le gustaría volver a unirse a nosotros?

—No.

—De momento le destinaríamos a trabajos de oficina, con su salario de siempre.

—No me apetece.

—También podría pedir traslado a la policía municipal. Debería usted pensárselo, aunque sólo fuera desde el punto de vista económico.

—Casi gano más ahora como empleado de gasolinera que trabajando para el Estado —respondió Matthäi—. Pero ahí viene un cliente, y la Heller tiene que ir a ocuparse del asado.

Se levantó y salió. En seguida tuvo que atender a otro cliente. A Leo el Guapo. Para cuando hubo acabado, yo ya estaba sentado al volante de mi coche.

—Matthäi —le dije a modo de despedida—, realmente se encuentra usted más allá de toda ayuda posible.

—Así son las cosas —respondió, haciéndome señas de que la carretera estaba libre. Junto a él estaba la niña del vestido rojo, y junto a la puerta apareció la Heller, con delantal, mirando otra vez con desconfianza. Metí la marcha atrás.