21

La clínica se encontraba lejos de la ciudad, cerca de un pueblo llamado Röthen. Matthäi había tomado el tren y debía recorrer aún un largo trecho. Estaba demasiado impaciente para esperar el camión de correos que en seguida le adelantó y al que Matthäi siguió con la mirada hosca. Atravesaba pequeñas aldeas. Junto a la carretera jugaban niños, y los campesinos trabajaban en los campos. El cielo plateado estaba cubierto. Había vuelto a enfriar, la temperatura iba hacia los cero grados, afortunadamente sin alcanzarlos. Matthäi bordeó las colinas y después de pasar Röthen siguió por el sendero que cruzando la llanura conducía a la casa de salud. Lo primero que le llamó la atención fue un edificio amarillo con una alta chimenea. Parecía corresponder a alguna lúgubre instalación fabril. Pero en seguida la imagen se volvió más amigable. En efecto, el edificio principal estaba oculto por hayas y chopos. Distinguió también cedros y una secoya gigante. Entró en el parque. El sendero se ramificaba. Matthäi siguió una señal que rezaba: «Dirección». Entre la vegetación centelleaba un estanque, aunque quizá era sólo un banco de niebla. Silencio sepulcral. Matthäi sólo oía sus pasos crujir sobre la grava. Después alcanzó a percibir el ruido de un rastrillo. Había un mozo ocupándose del sendero de grava. Se movía despacio y acompasadamente. Matthäi se detuvo indeciso. No sabía adonde debía dirigirse; no había más señales indicadoras.

—¿Podría decirme dónde se encuentra la Dirección? —se dirigió al joven. El muchacho no contestó una palabra. Continuó rastrillando con calma, igual que una máquina, como si nadie le hubiera dirigido la palabra, como si nadie más se hallara presente. En su rostro no había expresión alguna, y el trabajo que realizaba contrastaba de tal modo con su manifiestamente imponente fuerza corporal que Matthäi se sintió sobrecogido por la sensación de encontrarse en peligro. Como si el mozo se dispusiera a atacarle con el rastrillo. Se sentía inseguro. Continuó andando, vacilante, y entró en un patio. Un poco más adelante entró en otro, más grande que el primero. A ambos lados había columnatas, como en un claustro; pero el patio terminaba en un edificio que parecía ser una casa de campo. Tampoco aquí había nadie a la vista, aunque se oía, procedente de algún lugar indeterminado, una voz quejumbrosa, aguda y suplicante, que repetía constantemente la misma palabra, una y otra vez, sin parar. Matthäi volvió a detenerse indeciso. Una inexplicable tristeza se apoderó de él. Estaba abatido como nunca lo había estado. Accionó el picaporte de un viejo portal lleno de profundas hendiduras y tallas; pero la puerta no cedió. Sólo se oía la voz, siempre aquella voz. Como alguien que gritara dormido entre las columnas. En algunos de los enormes jarrones había tulipanes rojos, en otros amarillos. Entonces oyó pasos; un anciano de alta estatura y porte majestuoso venía por el sendero de grava. Extrañado, ligeramente asombrado. Una enfermera le guiaba.

—Buenas tardes. Busco al profesor Locher.

—¿Tiene usted cita? —preguntó la enfermera.

—Me está esperando.

—Vaya al salón —dijo la enfermera, señalando una puerta de dos hojas—, irán a buscarle.

Se alejó, llevando del brazo al anciano, que parecía aturdido; abrió una puerta y desapareció con él. Aquella voz desconocida seguía oyéndose. Matthäi entró en el salón. Era una habitación grande con muebles antiguos, con sillones y un descomunal sofá, sobre el cual pendía el retrato de un hombre en un pesado marco dorado. Debía tratarse del fundador del hospital. De las demás paredes colgaban imágenes de paisajes tropicales, quizá de Brasil. A Matthäi le pareció reconocer las afueras de Rio de Janeiro. Se dirigió a otra puerta de dos hojas. Conducía a una terraza. Había grandes cactus en la barandilla de piedra. Pero ya no se abarcaba el parque con la vista, la niebla se había espesado. Matthäi vislumbró un extenso aunque difuso terreno con algunos monumentos o mausoleos y, sombrío e inquietante, un álamo plateado. El comisario se impacientaba. Encendió un cigarrillo; su nueva pasión le tranquilizaba. Volvió a la estancia y se dirigió al sofá, ante el cual había una vieja mesa redonda con algunos libros viejos: Gustav Bonnier, Flore complete de France, Suisse et Belgique. Lo hojeó: láminas de flores y hierbas dibujadas con esmero, sin duda muy hermosas y sedantes, pero que al comisario no le decían absolutamente nada. Se fumó otro cigarrillo. Finalmente llegó una enfermera, una pequeña y enérgica persona con gafas sin montura.

—¿Señor Matthäi? —preguntó.

—Servidor.

La enfermera le observó.

—¿No trae equipaje?

Matthäi sacudió la cabeza, momentáneamente sorprendido por la pregunta.

—Sólo he venido a hacerle algunas preguntas al profesor —respondió.

—Venga conmigo —dijo la enfermera, y guió al comisario por una pequeña puerta.