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Sin embargo, cuando Feller, a eso de las dos de la tarde, recogió a Matthäi para llevarle al aeropuerto, y como el equipaje ya había sido facturado, el comisario comentó que, dado que aún tenía tiempo, le gustaría dar un rodeo por Magendorf. Feller obedeció y condujo a través del bosque. Llegaron a la plaza del pueblo cuando pasaba el cortejo fúnebre, una larga comitiva de gente silenciosa. Gente del pueblo y de las aldeas vecinas, junto con otros que habían venido de la ciudad para asistir al entierro. Los periódicos ya habían informado de la muerte de Von Gunten; había una sensación general de alivio. La justicia había triunfado. Matthäi había dejado el coche y se hallaba, junto con Feller y rodeado de niños, enfrente de la iglesia. El féretro iba sobre un carro tirado por dos caballos y estaba cubierto de rosas blancas. Detrás del féretro iban los niños del pueblo, de dos en dos, con una corona, conducidos por la maestra, el profesor, el párroco, las niñas vestidas de blanco. A continuación iban los padres de Gritli Moser, dos sombras oscuras. La mujer se detuvo y contempló al comisario. Su rostro no tenía expresión, sus ojos estaban vacíos.

—Ha cumplido su promesa —dijo en voz baja, pero con tanta claridad que Matthäi pudo oírla—. Gracias.

Siguió caminando. Indómita, orgullosa junto a un hombre roto, definitivamente viejo.

Toda la comitiva desfiló por delante del comisario: el alcalde, representantes del gobierno, campesinos, obreros, amas de casa, hijas, todos con sus mejores vestidos, con el traje de los domingos. Todo era silencio bajo el sol de la tarde, ninguno de los espectadores hacía el menor ruido, sólo eran audibles el repicar de las campanas de la iglesia, el rodar del carro y los incontables pasos de los hombres sobre el rugoso pavimento de la calle.

—Lléveme al aeropuerto —dijo Matthäi, y volvieron a subir al coche.