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Matthäi no acompañó al fiscal en su regreso. Fue a reunirse con el buhonero. Los agentes le hicieron sitio. Hacía calor dentro del enorme vehículo. No se atrevían todavía a bajar las ventanillas. Si bien los magendorfianos les habían dejado pasar, aún seguían allí. Von Gunten se agachó detrás del conductor, y Matthäi se sentó junto a él.

—Soy inocente —protestó Von Gunten en voz baja.

—Por supuesto —dijo Matthäi.

—Nadie me cree —murmuró Von Gunten—, tampoco los policías.

El comisario sacudió la cabeza.

—Eso son sólo figuraciones suyas.

El buhonero no se dejaba tranquilizar.

—Usted tampoco me cree, comisario.

El automóvil se puso en marcha. Los policías guardaron silencio. Fuera se había hecho de noche. Las farolas arrojaban luces doradas sobre los rostros rígidos. Matthäi percibía la desconfianza que todos abrigaban hacia el buhonero, la sospecha que iba en aumento. Sintió lástima por él.

—Yo le creo, Von Gunten —dijo, sintiendo que ni siquiera lograba persuadirse del todo a sí mismo—, sé que es usted inocente.

Se acercaban las primeras casas de la ciudad.

—Tendrá usted que declarar aún ante el comandante, Von Gunten —dijo el comisario—. Es usted nuestro testigo más importante.

—Entiendo —murmuró el buhonero, y a continuación rezongó—: Tampoco usted me cree.

—Tonterías.

El buhonero seguía en sus trece. «Lo sé», dijo en voz baja, casi inaudible, y contempló los anuncios luminosos rojos y verdes que resplandecían como constelaciones espectrales sobre el automóvil.