4
Pero la orden de custodiar al buhonero resultó un error que de ningún modo podía haberse previsto. Mägendorf constituía una comunidad pequeña. Casi todos allí eran campesinos, aunque también había algunos que trabajaban en plantas industriales, en el valle, o en la cercana fábrica de ladrillos. Había ciertamente algunos «urbanitas» que vivían allí, dos o tres arquitectos, un escultor clasicista, pero ninguno de ellos jugaba ningún papel en la vida del pueblo. Todos se conocían, y casi todos estaban emparentados unos con otros. El pueblo mantenía una relación conflictiva con la ciudad, si bien no de forma oficial, sí de manera larvada; pues los bosques que rodeaban Mägendorf pertenecían a la ciudad, un hecho del que ningún magendorfiano decente se daba por enterado, lo cual inquietaba a las autoridades forestales, que durante años reivindicaron y finalmente consiguieron que se creara en Mägendorf un puesto de policía. A esto se añadía la circunstancia de que cada domingo los habitantes de la ciudad fluían en oleadas al villorrio, anexionándoselo, y El Ciervo atraía a muchos también por la noche. Teniendo en cuenta todo esto, el policía allí destinado debía comprender bien su oficio, que por lo demás consistía en caerle bien a la gente. Esa comprensión se abrió paso en seguida en la mente del agente Wegmüller cuando le destinaron allí. Procedía de una familia campesina, bebía mucho y ataba corto a los magendorfianos; cierto es que mediante tantas concesiones que habría debido de intervenir yo personalmente, pero vi en él —un poco constreñido también por la falta de personal— un mal menor. A cambio de paz, dejé a Wegmüller tranquilo. Sin embargo, cuando él estaba de vacaciones, sus sustitutos lo pasaban francamente mal. A ojos de los magendorfianos no hacían nada a derechas. Si bien el furtivismo y el robo de madera en las zonas forestales, así como las peleas en el pueblo, pertenecían a la leyenda desde la ya lejana coyuntura favorable, la tradicional resistencia a la autoridad hervía en la población. Esta vez Riesen lo tenía particularmente difícil. Era un chaval sin malicia, fácil de ofender y sin sentido del humor, que no estaba a la altura de las continuas bromas de los magendorfianos y era demasiado sensible incluso para un lugar normal. Se había vuelto invisible por miedo a la población, y había prescindido de los controles y las salidas de servicio. En tales circunstancias debió de resultarle imposible vigilar al buhonero sin llamar la atención. La aparición del policía en El Ciervo, un lugar que él solía evitar con recelo, equivalía de antemano a un gran escándalo. Riesen se comportaba además de un modo tan condescendiente hacia el buhonero que los campesinos, intrigados, enmudecieron de repente.
—¿Café? —preguntó el dueño del hotel.
—No —respondió el policía—, estoy de servicio.
Los campesinos clavaron la vista en el buhonero con curiosidad.
—¿Qué ha hecho? —preguntó un anciano.
—No ha hecho nada.
El bar era pequeño y estaba lleno de humo, una caverna de madera, calurosa y opresiva, y sin embargo el dueño del hotel no había encendido ninguna luz. Los campesinos estaban sentados ante una larga mesa, unos bebiendo vino blanco, otros cerveza, reducidos a sombras recortadas en los cristales plateados de las ventanas, contra los cuales golpeaba la lluvia y resbalaba formando arroyuelos. En alguna parte el ruido de un futbolín. En alguna parte el tintineo y los golpes de una máquina tragaperras.
Von Gunten bebía aguardiente. Temblaba. Estaba sentado en un rincón, con el brazo derecho apoyado en el asa de su canasta, y esperaba. Le parecía llevar varias horas allí. Todo era aburrido y silencioso, pero también amenazador. En las ventanas iba aclarando, la lluvia amainaba, y de pronto ya hacía sol otra vez. Sólo el viento continuaba aullando y sacudiendo las paredes. Von Gunten se alegró cuando finalmente aparecieron los coches en el exterior.
—Venga —dijo Riesen, levantándose. Salieron los dos. Delante del establecimiento esperaban una limusina oscura y un gran coche patrulla; les seguía una ambulancia. La plaza del pueblo estaba bañada de una luz deslumbrante. Junto a la fuente había dos chicos de cinco o seis años, una niña y un niño, la niña con una muñeca bajo el brazo. El niño con un látigo pequeño.
—¡Siéntese junto al conductor, Von Gunten! —ordenó Matthäi desde la ventana de la limusina, y después, cuando el buhonero hubo tomado asiento, volviendo a respirar como si se encontrara a salvo, y Riesen hubo subido al otro vehículo—: Ahora enséñenos lo que ha encontrado en el bosque.