Capítulo decimonoveno

Alertados telefónicamente por Tschanz, llegaron Charnel desde Lamboing, Clenin desde Twann y, de Biel, la brigada móvil. Encontraron a Tschanz sangrando junto a los tres cadáveres, un segundo tiro lo había herido en el antebrazo izquierdo. El combate debió de ser breve, aunque los tres muertos alcanzaran a disparar. A cada uno se le encontró un revólver, y uno de los criados tenía el suyo firmemente aferrado. Lo que ocurrió tras la llegada de Charnel ya no pudo precisarlo Tschanz. Se desmayó dos veces mientras lo vendaba el médico de Neuveville, pero sus heridas no revestían peligro. Más tarde fueron llegando aldeanos, campesinos, obreros, mujeres. El patio estaba repleto y la policía acordonó el recinto, pero una joven consiguió llegar hasta el salón donde se arrojó, gritando, sobre Gastmann. Era la camarera, la novia de Charnel. Éste, rojo de ira, se hallaba presente. Luego trasladaron a Tschanz al automóvil, entre campesinos que abrían paso.

—Ahí yacen ahora los tres —dijo Lutz a la mañana siguiente señalando los muertos, pero su voz no sonó triunfante, sino triste y cansada.

Von Schwendi asintió con la cabeza, consternado. El coronel había ido a Biel con Lutz, por encargo de sus clientes. Ahora estaba en el recinto donde yacían los cadáveres. Por un ventanuco enrejado entraba un rayo de luz oblicuo. Ambos estaban allí con los abrigos puestos, pero tiritando. Lutz tenía los ojos rojos. Se había pasado toda la noche examinando los diarios de Gastmann y una serie de documentos taquigrafiados, de difícil lectura.

El doctor metió aún más sus manos en los bolsillos:

—El miedo que los hombres nos tenemos unos a otros nos lleva a crear Estados, von Schwendi —prosiguió en voz baja—, a rodearnos de guardianes de todo tipo, de policías, de soldados, de una opinión pública; pero ¿de qué nos sirve?

La cara de Lutz se contrajo en una mueca, los ojos se le desorbitaron y el juez lanzó una carcajada hueca y quejumbrosa en medio del recinto, vacío y pobre, que los rodeaba.

—Una cabeza hueca al frente de una gran potencia, consejero, y en seguida nos arrastrará la resaca; un Gastmann, y nuestras cadenas no tardarán en estar rotas y los puestos de avanzada, asediados.

Von Schwendi se dio cuenta de que lo mejor sería hacer que el juez instructor pusiera los pies en la realidad, mas no sabía muy bien cómo.

—Nuestros círculos son explotados de forma casi vergonzosa por toda suerte de personas —dijo por último—. Es penoso, terriblemente penoso.

—Nadie sospechaba nada —lo tranquilizó Lutz.

—¿Y Schmied? —preguntó el consejero nacional, contento de haber pronunciado una palabra clave.

—En casa de Gastmann encontramos una carpeta que pertenecía a Schmied. Contenía datos sobre la vida de Gastmann y conjeturas sobre sus crímenes. Schmied estaba intentando desenmascararlo. Lo hacía a título personal, fallo que hubo de pagar con su vida. Pues se ha demostrado que Gastmann también mandó matar a Schmied: debieron de asesinarlo con el revólver que uno de los criados tenía en la mano cuando Tschanz le disparó. El examen del arma lo confirmó de inmediato. Además, la causa del asesinato es evidente: Gastmann temía ser desenmascarado por Schmied. Éste hubiera debido confiarse a nosotros. Pero era joven y ambicioso.

Bärlach entró en el recinto mortuorio. Cuando Lutz vio al viejo, se puso melancólico y volvió a esconder las manos en los bolsillos.

—Vaya, vaya, comisario —dijo, apoyando el cuerpo alternativamente en una y otra pierna—, qué bien que nos encontremos aquí. Ha vuelto usted a tiempo de su permiso y yo tampoco he llegado demasiado tardé con mi consejero nacional. Los muertos están servidos. Hemos discutido mucho, Bärlach, yo era partidario de una policía sofisticada y que funcionase por todo lo alto, hasta la habría dotado de la bomba atómica, y usted, comisario, se inclinaba por algo más humano, por una especie de guardia rural integrada por abuelos sensatos. Enterremos la disputa. Ambos estábamos equivocados. Tschanz nos ha rebatido de forma totalmente anticientífica con su simple revólver. No quiero saber cómo. Cierto es que actuó en defensa propia, tenemos que creerle y podemos creerle. El botín valía la pena, los asesinos merecían mil veces la muerte, como suele decirse; de haber procedido científicamente, estaríamos ahora husmeando en los ambientes diplomáticos extranjeros. Tendré que ascender a Tschanz. Y aquí estamos ahora nosotros dos, como un par de burros. El caso Schmied está cerrado.

Lutz bajó la cabeza, confundido por el enigmático silencio del viejo, se deprimió y volvió a ser de pronto el funcionario correcto y esmerado; carraspeó y se sonrojó al observar a von Schwendi, no recuperado aún de su perplejidad. Luego salió lentamente, acompañado por el coronel, a la oscuridad del pasillo, y dejó a Bärlach solo. Los cadáveres yacían en camillas y estaban cubiertos con sábanas negras. De las paredes grises, vacías, empezaba a desprenderse el yeso. Bärlach se acercó a la camilla del centro y descubrió al muerto. Era Gastmann. El comisario se inclinó ligeramente sobre él, sosteniendo la sábana negra en la mano izquierda. En silencio contempló el rostro céreo del difunto, el gesto aún risueño de los labios; las órbitas de ambos ojos eran ahora más profundas, y nada terrible acechaba ya en esos abismos. Así se encontraron por última vez el cazador y la presa, que yacía aniquilada a sus pies. Bärlach presintió entonces que la vida de ambos había llegado a su fin, y, una vez más, su mirada se deslizó a lo largo de los años, su espíritu volvió a recorrer los misteriosos senderos del laberinto que había sido su vida y la del otro. Entre ellos ya sólo quedaba la inconmensurabilidad de la muerte, un juez cuya sentencia es el silencio. El viejo permaneció un rato inclinado; la mortecina luz de la celda le daba en la cara y en las manos e iluminaba también el cadáver, una luz válida para ambos, creada para ambos, que los reconciliaba a ambos. El silencio de la muerte se abatió sobre él, deslizándose en su interior, pero no le dio paz como al otro. Los muertos siempre tienen razón. Lentamente volvió a cubrir Bärlach la cara de Gastmann. Era la última vez que lo veía; a partir de entonces, su enemigo pertenecía a la tumba. Un solo pensamiento lo había dominado durante años: aniquilar al que ahora yacía a sus pies en aquel recinto gris y vacío, salpicado por trocitos de yeso como por una nieve escasa, ligera; y ya sólo le quedaba el cansino gesto de cubrirlo, un humilde ruego de olvido, única gracia capaz de apaciguar un corazón consumido por un furioso fuego.