Capítulo decimoséptimo
Al cabo de una media hora se dirigió al pasillo y buscó su linterna de bolsillo. Telefoneó a Tschanz que viniera en seguida. Luego cambió los fusibles quemados por otros nuevos y la luz volvió a la casa. Bärlach se sentó en su sillón y escuchó los ruidos de la noche. Un coche se detuvo fuera, frenando bruscamente. Otra vez oyó abrirse la puerta de la calle y luego unos pasos. Tschanz entró en la habitación.
—Han intentado matarme —dijo el comisario.
El agente estaba pálido. No llevaba sombrero, los cabellos revueltos le caían sobre la frente, y bajo su abrigo de invierno asomaba el pijama. Fueron juntos al dormitorio. Tschanz sacó el puñal de la pared no sin esfuerzo, pues se había incrustado muy hondo en la madera.
—¿Con esto? —preguntó.
—Con esto, Tschanz.
El joven policía miró con detenimiento el cristal destrozado.
—¿Disparó usted contra la ventana, comisario? —preguntó sorprendido.
Bärlach le contó todo.
—Es lo mejor que pudo hacer —murmuró el otro.
Se dirigieron al pasillo y Tschanz levantó la bombilla del suelo.
—Muy listo —comentó en tono admirativo y volvió a dejarla.
Luego regresaron a la biblioteca. El viejo se estiró en el diván, se cubrió con la manta y permaneció allí, desvalido, de pronto viejísimo y como desmarrido. Tschanz seguía con el puñal en la mano. Preguntó:
—¿Y no pudo reconocer a su agresor, comisario?
—No. Fue precavido y se largó rápidamente. Sólo alcancé a ver que llevaba guantes de piel marrón.
—Eso es poco.
—No es nada. Pero aunque no lo vi, y apenas pude oír su respiración, sé quién era. Lo sé, lo sé.
Todo eso lo dijo con una voz casi inaudible. Tschanz sopesó el puñal en su mano y observó aquella figura yacente, gris, aquel anciano cansado, aquellas manos inmóviles junto al frágil cuerpo como flores marchitas al lado de un muerto. Luego miró los ojos de Bärlach, que, tranquilos, impenetrables, claros, estaban clavados en él. Tschanz puso el puñal sobre el escritorio.
—Esta mañana debería irse a Grindelwald, está enfermo. ¿O prefiere no ir? Tal vez no sea lo más indicado, por la altura. Allí es invierno ahora.
—Sí, iré.
—Entonces será mejor que duerma un poco. ¿Quiere que me quede vigilándolo?
—No, puedes irte, Tschanz —dijo el comisario.
—Buenas noches —dijo el policía y salió lentamente.
El viejo ya no contestó, parecía haberse dormido. Tschanz abrió la puerta de la casa, salió y volvió a cerrarla. Lentamente recorrió los pocos pasos que lo separaban de la calle, y cerró también la puerta del jardín, que estaba abierta. Luego se volvió hacia la casa. Aún era noche cerrada. Todas las cosas estaban como perdidas en esa oscuridad, también las casas vecinas. Sólo bastante más arriba ardía una farola, una estrella perdida entre aquellas lóbregas tinieblas, cargada de tristeza, llena del rumor del río. Tschanz se detuvo un instante y, bruscamente, soltó una maldición en voz baja. Su pie empujó de nuevo la puerta del jardín y, con aire decidido, el agente atravesó otra vez el jardín hasta la puerta de la casa, volviendo sobre sus pasos. Empuñó el picaporte y presionó hacia abajo. Pero la puerta de la casa estaba cerrada con llave.
Bärlach se levantó a las seis sin haber dormido. Era domingo. El viejo se lavó y se cambió de ropa. Luego pidió un taxi por teléfono; quería comer en el vagón restaurante. Cogió el cálido abrigo de invierno y salió de la casa para adentrarse en la mañana gris; no llevaba ningún equipaje consigo. El cielo estaba claro. Un estudiante gandul pasó zigzagueando y con tufo a cerveza; saludó. «Es Blaser», pensó Bärlach, «ya es la segunda vez que este pobre chico suspende el examen preclínico. Y es ahí cuando empiezan a beber». El taxi llegó y se detuvo. Era un coche americano, grande. El taxista, que llevaba el cuello subido —Bärlach apenas pudo verle los ojos—, le abrió la portezuela.
—A la estación —dijo el viejo y subió. El coche se puso en marcha.
—¿Qué tal? —dijo una voz a su lado—; ¿cómo te va? ¿Has dormido bien?
Bärlach volvió la cabeza. En el rincón opuesto iba Gastmann. Llevaba un impermeable claro y tenía los brazos cruzados, con las manos enfundadas en guantes de piel marrón. Sentado allí, parecía un campesino viejo y burlón. Desde el asiento delantero, el chófer volvió la cara y sonrió maliciosamente. Ya no llevaba el cuello alzado: era uno de los criados. Bärlach comprendió que había caído en una trampa.
—¿Y ahora qué quieres de mí? —preguntó el viejo.
—Aún me sigues la pista. Fuiste a ver al escritor —dijo Gastmann desde su rincón; su voz sonaba amenazadora.
—Es mi profesión.
El otro no dejaba de mirarlo:
—Todos los que se han metido conmigo han muerto, Bärlach.
El chófer conducía a una velocidad demencial por el Aargauerstalden.
—Aún estoy vivo, y siempre me he metido contigo —respondió el comisario tranquilamente.
Ambos guardaron silencio.
El chófer seguía conduciendo como una exhalación rumbo a la Viktoriaplatz. Un anciano que cruzaba renqueando la calle pudo salvarse con gran esfuerzo.
—Tened cuidado —dijo Bärlach irritado.
—Más deprisa —exclamó Gastmann tajante y miró burlonamente al viejo—. Me gusta la velocidad de las máquinas.
El comisario se estremeció. Detestaba los espacios vacíos. Atravesaron el puente a toda marcha, rozando casi un tranvía, y, teniendo debajo la cinta plateada del río, se acercaron como una flecha a la ciudad, que se les ofrecía complaciente. Las calles aún estaban desiertas, y en lo alto el cielo era cristalino.
—Te aconsejo que abandones el juego. Ya va siendo hora de que admitas tu derrota —dijo Gastmann al tiempo que rellenaba su pipa.
El viejo miró las oscuras bóvedas de las arcadas que se sucedían vertiginosamente, las espectrales figuras de dos policías plantados frente a la librería Lang.
«Geissbühler y Zumsteg», pensó: «Debería pagar de una vez el Fontane».
—No podemos abandonar nuestro juego —respondió por último—. Aquella noche en Turquía tú te hiciste culpable, Gastmann, por haber hecho la apuesta, y yo por haberla aceptado.
Pasaron delante del Parlamento federal.
—¿Sigues creyendo que yo maté a Schmied? —preguntó el otro.
—En ningún momento lo he creído —replicó el viejo y prosiguió luego, mirando con indiferencia cómo Gastmann encendía su pipa—: Pero como no he podido acusarte de los crímenes que cometiste, ahora te acusaré de uno que no has cometido.
Gastmann examinó al comisario de pies a cabeza.
—Con esta eventualidad no había contado para nada —dijo—. Tendré que tomar mis precauciones.
El comisario no respondió.
—Tal vez seas un tipo más peligroso de lo que creía, viejo —dijo Gastmann, pensativo, desde su rincón.
El coche se detuvo. Estaban en la estación.
—Es la última vez que hablo contigo, Bärlach —añadió—. La próxima te mataré, suponiendo que sobrevivas a tu operación.
—Te equivocas —dijo Bärlach, tiritando ligeramente en el aire matinal de la plaza—. No me matarás. Soy el único que te conoce y, por lo tanto, también soy el único que puede juzgarte. Ya te he juzgado, Gastmann, y te he condenado a muerte. No pasarás del día de hoy. El verdugo que he elegido irá a verte hoy mismo. Te matará, porque es algo que hay que hacer algún día, en nombre de Dios.
Gastmann se estremeció y clavó una mirada sorprendida en el viejo, que en ese momento entraba en la estación, las manos enterradas en su abrigo, sin volverse, perdiéndose en el oscuro edificio que poco a poco se iba llenando de gente.
—¡Viejo loco! —gritó de pronto Gastmann en dirección al comisario, en voz tan alta que varios transeúntes se volvieron—. ¡Viejo loco!
Pero Bärlach ya había desaparecido.