Capítulo decimoquinto

Aquella misma tarde fue Bärlach a ver a su médico, el doctor Samuel Hungertobel, en la Bärenplatz. Ya habían encendido las luces, y una noche cada vez más oscura iba cayendo minuto a minuto. Desde la ventana de Hungertobel contempló el comisario la plaza y la marea humana que se agitaba allá abajo. El médico recogió sus instrumentos. Bärlach y Hungertobel se conocían de toda la vida: habían sido compañeros de instituto.

—El corazón está bien —dijo Hungertobel—, ¡gracias a Dios!

—¿Has ido elaborando alguna ficha sobre mi caso? —le preguntó Bärlach.

—Una carpeta entera —respondió el médico, señalándole un alto de papeles encima del escritorio—. Todo sobre tu enfermedad.

—¿No le has hablado a nadie de ella? —preguntó el viejo.

—¡Pero Hans! —dijo el otro anciano—, ¡eso es secreto profesional!

Abajo, en la plaza, apareció un Mercedes que al pasar bajo una farola lanzó un destello azul y se detuvo luego entre otros coches aparcados. Bärlach prestó más atención. Del automóvil se apeó Tschanz, y con él una joven de impermeable blanco, sobre el que la cabellera se derramaba en rubios mechones.

—¿Han entrado a robarte alguna vez, Samuel? —preguntó el comisario.

—¿Por qué me preguntas eso?

—No sé, se me ha ocurrido.

—Una vez encontré mi escritorio revuelto —confesó Hungertobel—, y tu historial clínico estaba encima de todo. Del dinero no faltaba nada, aunque había muchísimo en el escritorio.

—¿Y por qué no pusiste una denuncia?

El médico se rascó la cabeza:

—Como te digo, no faltaba ni un céntimo, pese a lo cual quise hacer la denuncia; pero luego se me olvidó.

—Ajá —dijo Bärlach—, se te olvidó. Contigo al menos tienen suerte los ladrones.

Y pensó: «Así se enteró Gastmann». Volvió a mirar hacia la plaza. Tschanz entraba con la joven en el restaurante italiano. «El mismo día del entierro», pensó Bärlach, apartándose definitivamente de la ventana. Miró a Hungertobel, que estaba sentado a su escritorio, escribiendo.

—¿Cómo me encuentras?

—¿Tienes dolores?

El viejo le contó su ataque.

—Mal asunto, Hans —dijo Hungertobel—; tendremos que operarte dentro de tres días. No hay otra salida.

—Ahora me siento mejor que nunca.

—Dentro de cuatro días te vendrá otro ataque, Hans —dijo el médico—, y no lo sobrevivirás.

—Entonces aún me quedan dos días. Dos días, y en la mañana del tercero me operarás. El martes por la mañana.

—El martes por la mañana —dijo Hungertobel.

—Y luego aún tendré un año de vida ¿verdad, Samuel? —preguntó Bärlach mirando, impenetrable como siempre, a su compañero de instituto. Éste se levantó de un salto y empezó a pasearse por la habitación:

—¡Pero qué tonterías dices!

—Me las dijo el que leyó mi historial clínico.

—¿Eres tú el ladrón? —exclamó el médico, nervioso.

Bärlach negó con la cabeza:

—No, yo no. Pero la cosa es así, Samuel; sólo un año más.

—Sólo un año más —repitió Hungertobel, se sentó junto a la pared de su consulta, en una silla, y miró desamparado a Bärlach, que estaba de pie en medio del cuarto, inmóvil y humilde, envuelto en una soledad fría, lejana, y cuya mirada perdida obligó al médico a bajar los ojos.