Capítulo séptimo
Eran las diez cuando Tschanz se despidió de Clenin y de Charnel para dirigirse al restaurante de la quebrada, donde lo esperaba Bärlach. Sin embargo, al llegar al punto donde el camino de tierra se bifurcaba hacia la casa de Gastmann, detuvo una vez más el coche. Se apeó y caminó lentamente hacia la puerta del jardín, para bordear luego el muro. La casa seguía como antes, oscura y solitaria, cercada por los gigantescos álamos que se doblaban al viento. Las limusinas aún se hallaban en el parque. Esta vez Tschanz no dio la vuelta completa a la casa, sino que avanzó hasta una de las esquinas, desde la que pudo observar la fachada posterior iluminada. Una y otra vez se dibujaban siluetas en los cristales amarillos, y el policía se pegó a la pared para no ser visto. Miró hacia el campo. El perro ya no estaba sobre la tierra pelada, alguien debía de habérselo llevado, sólo el charco de sangre seguía brillando, negro, a la luz de las ventanas. Tschanz volvió al coche.
Pero no encontró a Bärlach en el restaurante de la quebrada. La propietaria le informó que se había marchado hacía media hora rumbo a Twann, tras haberse tomado una copa de aguardiente; apenas había estado en el local cinco minutos.
Tschanz se preguntó qué habría querido hacer el viejo, pero no pudo seguir reflexionando más tiempo: el camino, no demasiado ancho, reclamaba toda su atención. Pasó cerca del puente junto al cual habían esperado, y luego bajó por el bosque.
Allí tuvo una experiencia extraña y misteriosa que lo dejó pensativo. Había conducido de prisa y de pronto vio el lago que relucía en las profundidades, un espejo nocturno entre rocas blancas. Debía de hallarse a la altura del lugar de los hechos. Una silueta oscura se desprendió entonces de la pared de roca y le indicó por señas que detuviera el coche.
Tschanz paró involuntariamente y abrió la portezuela derecha del automóvil, aunque al instante se arrepintió de haberlo hecho, pues cayó en la cuenta de que lo que acababa de ocurrirle también le había ocurrido a Schmied segundos antes de que lo mataran. Metió la mano en el bolsillo del abrigo y aferró el revólver, cuyo frío lo tranquilizó. La silueta se acercó. En ese momento reconoció a Bärlach, pero su tensión no disminuyó, sino que se puso blanco de terror, sin que pudiera explicarse la razón de semejante pánico. El comisario se inclinó y ambos se miraron a la cara unos segundos solamente, aunque les parecieran horas. Ninguno dijo una palabra, y sus ojos eran como piedras. Entonces Bärlach se sentó junto a Tschanz, cuya mano soltó el arma oculta.
—Continúa, Tschanz —dijo Bärlach con voz indiferente.
El otro se estremeció al oír que el viejo lo tuteaba, cosa que el comisario siguió haciendo a partir de entonces.
Sólo después de Biel interrumpió Bärlach el silencio y le preguntó qué había averiguado en Lamboing, «como tendremos que llamar desde ahora, en francés, al pueblucho aquél».
No comentó nada al enterarse de que tanto Charnel como Clenin consideraban imposible una visita del asesinado teniente Schmied a casa de Gastmann, y con respecto al escritor de Schernelz mencionado por Clenin, anunció que hablaría personalmente con él.
Tschanz le iba informando con más animación que de costumbre, aliviado por la reanudación del diálogo y porque deseaba calmar su extraña excitación, aunque ya antes de Schüpfen callaron ambos nuevamente.
Poco después de las once se detuvieron ante la casa de Bärlach, en Altenberg, y el comisario se apeó del coche.
—Te agradezco una vez más, Tschanz —dijo estrechándole la mano—. Aunque sea incómodo hablar de ello, lo cierto es que me has salvado la vida.
Aún permaneció un rato de pie y siguió con la mirada las luces traseras del coche que se alejaba velozmente.
—Ahora podrá conducir como quiera.
Entró en su casa sin cerrar con llave y, una vez en el salón-biblioteca, metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó de él un arma, que puso cuidadosamente sobre el escritorio, al lado de la serpiente. Era un revólver grande, pesado.
Luego se quitó lentamente el abrigo, dejando al descubierto el brazo izquierdo envuelto en un trozo de paño grueso, como es habitual entre quiénes adiestran perros de presa.