16
La naturaleza del azufre
El príncipe Carlos, en efecto, compraba su coñac al señor Hawkins. Aparte de ese descubrimiento, poco avanzamos durante las cuatro semanas siguientes. Luis de Francia seguía sin hacer caso de Carlos Estuardo. Jamie continuaba con su negocio de vino y visitando al príncipe Carlos. Fergus seguía robando cartas. Louise, princesa de Rohan aparecía en público del brazo de su marido, con aspecto afligido, pero floreciente. Yo seguía vomitando por la mañana, trabajando en el hospital por la tarde y sonriendo en las reuniones.
No obstante, hubo dos sucesos que parecieron prometer cierto progreso. Carlos, aburrido por el encierro, empezó a visitar las tabernas en compañía de Jamie, muchas veces sin la presencia de su tutor, el señor Sheridan, que se consideraba demasiado viejo para ir de juerga.
—¡Por Dios, este príncipe bebe como una cuba! —exclamó Jamie en cierta oportunidad al regresar de uno de los antros, oliendo a vino barato. Examinó con ojo crítico una enorme mancha que tenía en la camisa.
—Tendré que encargar una camisa nueva —dijo.
—Vale la pena, si te dice algo mientras está bebiendo. ¿De qué habla?
—De caza y de mujeres. —Se negó firmemente a entrar en detalles. O bien la política le importaba menos que Louise de La Tour, o era muy discreto.
El otro suceso fue que Monsieur Duverney, el ministro de Finanzas, perdió al ajedrez con Jamie, no una sino repetidas veces. Tal como Jamie había supuesto, Monsieur Duverney estaba cada vez más empeñado en ganar, razón por la cual nos invitaban con frecuencia a Versalles, donde yo me dedicaba a recoger chismes mientras Jamie jugaba.
Aquella noche, Jamie y el ministro estaban tan concentrados en el juego que permanecían ajenos a todo lo que les rodeaba.
—Nunca he visto algo más aburrido que el ajedrez —murmuró una dama—. ¡Y lo llaman entretenimiento! Me entretengo más mirando cómo mi criada les quita las pulgas a los pajes negros. Por lo menos chillan y ríen un poco.
—No me molestaría que el pelirrojo chillara y riera un poco conmigo —dijo su compañera.
Le sonreí con afabilidad, y sentí cierto placer al ver que el rubor le iba subiendo desde el cuello y le dejaba el cutis con manchas rosadas. En cuanto a Jamie, la rubia bien podría haberle acariciado la cabeza que ni siquiera se habría enterado.
Me pregunté en qué estaría tan concentrado. Seguro que en la partida no; Monsieur Duverney jugaba con mucha cautela, pero siempre utilizaba las mismas estratagemas.
El duque de Neve estaba a mi lado. Vi que sus ojillos oscuros se fijaron en los dedos de Jamie, y después se apartaron. Meditó un momento, examinando el tablero, y luego se alejó para elevar su apuesta.
Un lacayo se detuvo a mi lado, se inclinó y me ofreció otra copa de vino. La rechacé; ya había bebido suficiente; sentía la cabeza ligera.
Al girarme para buscar un asiento, vi al conde de St. Germain al otro lado de la habitación. Quizá era a él a quien miraba Jamie. El conde, a su vez, me miraba a mí; en realidad, me estaba fulminando con la mirada, con una sonrisa en los labios. No era su expresión normal, y no lo favorecía. No me preocupó, pero lo saludé con la cabeza. Después, me confundí entre el grupo de damas, charlando de esto y aquello, pero tratando, siempre que podía, de llevar la conversación hacia Escocia y su rey exiliado.
Por lo general, la posible restauración de los Estuardo no parecía preocupar a la aristocracia de Francia. Cuando yo mencionaba a Carlos Estuardo, la gente ponía los ojos en blanco o se encogía de hombros. A pesar de los buenos oficios del conde de Mar y de los demás Jacobitas de Paris, Luis se negaba a recibir a Carlos en la corte. Y un exiliado sin dinero que no gozaba del favor del rey no iba a ser invitado a reuniones sociales donde pudiera conocer algún banquero rico.
—Al rey no le complace que su primo haya llegado a Francia sin solicitar antes su consentimiento —me dijo la condesa de Brabant—. Ha dicho que, por lo que a él concierne, Inglaterra puede seguir siendo protestante. Y si los ingleses arden en el infierno con George de Hannover, tanto mejor. —Frunció los labios con compasión; la condesa era amable—. Lo lamento, sé que ha de ser una desilusión para vosotros, pero realmente… —Se encogió de hombros.
Pensé que podríamos soportar aquella desilusión, y seguí buscando más chismes de este tipo, pero aquella noche no tuve mucho éxito. Los jacobitas, según me dieron a entender, eran muy aburridos.
—Torre por peón cinco dama —murmuró Jamie cuando nos preparábamos para acostarnos. Una vez más éramos invitados en el palacio. Como la partida de ajedrez había durado hasta bien pasada la medianoche, y el ministro no quiso ni oír hablar de que viajáramos a París a semejante hora, nos habían acomodado en un pequeño appartement un poco mejor que el primero, según noté.
—Torres, ¿eh? —dije—. ¿Vas a soñar con ajedrez?
Jamie asintió con un enorme bostezo.
—Sí, estoy seguro de que sí. Espero no molestarte, Sassenach, si enroco dormido.
Mis pies se retorcieron de placer al verse librados de mi peso y sentí un dolor placentero en la parte baja de la espalda al acomodarme para dormir.
—Si quieres, puedes hacer el pino mientras duermes —dije—. Esta noche nada podrá molestarme.
Nunca había estado más equivocada.
Pronto estaba soñando con el bebé, que pateaba y se movía dentro de mi barriga. Me llevé las manos al vientre tratando de aquietar la agitación interior. Pero los retortijones no cesaban, y entonces, en el sueño, me di cuenta de que no era un niño sino una víbora que serpenteaba en mis entrañas. Me doblé, levantando las rodillas, mientras luchaba con el reptil, dando manotazos y buscando la cabeza de la bestia que se retorcía bajo mi piel. Tenía la piel caliente, y mis intestinos se retorcían, convirtiéndose a su vez en serpientes, que mordían y se sacudían entre sí.
—¡Claire! ¡Despierta, querida! ¿Qué te pasa? —Las sacudidas y los gritos me despertaron. Estaba en la cama, Jamie tenía la mano sobre mi hombro y las sábanas de lino me tapaban. Pero las víboras seguían retorciéndose dentro de mí, y me puse a gemir, con un sonido que me alarmó a mí tanto como a Jamie.
Él apartó las sábanas y me puso de espaldas, tratando de bajarme las rodillas. Yo seguía doblada, agarrándome el estómago e intentando contener las terribles punzadas de dolor que me perforaban.
Jamie me cubrió con el edredón y salió corriendo de la habitación; apenas se detuvo para coger la falda de la silla.
Yo sólo me concentraba en mi agonía. Me zumbaban los oídos y un sudor frío me empapaba la cara.
—¿Madame? ¡Madame!
Abrí los ojos lo suficiente para ver a la criada asignada a nuestro appartement con los ojos frenéticos y toda despeinada, inclinada sobre la cama. Jamie, medio desnudo y más frenético aún, estaba detrás de ella. Cerré los ojos, sin dejar de gemir, pero antes vi que Jamie la cogía del hombro con fuerza.
—¿Está perdiendo el bebé?
Parecía muy probable. Me retorcí en la cama, gruñendo, y me encogía aún más, como protegiéndome del dolor.
Hubo un rumor de voces que iba en aumento, la mayoría femeninas, y varias manos me tocaron y empujaron. En medio del rumor oí una voz masculina; no era Jamie, sino un francés. A instancias de la voz, un número de manos agarraron mis tobillos y mis hombros y me estiraron sobre la cama.
Una mano se metió debajo de mi camisón y me palpó el vientre. Abrí los ojos, jadeante, y vi a Monsieur Flèche, el médico real, arrodillado junto a la cama y muy serio. Debí haberme sentido honrada ante esta muestra de favor real, pero no tuve tiempo para eso. La naturaleza del dolor parecía estar cambiando; si bien los espasmos eran más fuertes, se habían vuelto más o menos constantes; sin embargo, parecían moverse, trasladarse desde lo alto de mi abdomen hacia abajo.
—No es un aborto —aseguró Monsieur Flèche a Jamie, que miraba por encima de su hombro—. No hay hemorragia. —Una de las criadas observaba horrorizada las cicatrices de su espalda. Tiró a su compañera de la manga, para que las viera.
—Quizá sea una inflamación de la vejiga —decía Monsieur Flèche— o un espasmo hepático.
—Idiota —dije, con los dientes apretados.
Monsieur Flèche me miró altivamente, calzándose tardíamente los quevedos con borde de oro para aumentar el efecto. Apoyó una mano sobre mi frente húmeda, tapándome los ojos para que no pudiera seguir mirándolo.
—Lo más probable es que sea el hígado —le decía a Jamie—. Un golpe en la vejiga produce la acumulación de humores biliosos en la sangre, lo cual causa dolor y locura temporal —añadió con autoridad, apretándome más mientras me retorcía de un lado a otro—. Hay que hacerle una sangría de inmediato. ¡Platón, la palangana!
Me solté y aparté la mano que me tapaba los ojos.
—¡Apártate de mí, maldito matasanos! ¡Jamie! ¡No permitas que me toquen con eso! —grité. Platón, el asistente de Monsieur Flèche, se acercaba con una lanceta y una palangana, mientras las espectadoras contenían el aliento y se abanicaban unas a otras.
Jamie, pálido, miraba con impotencia a Monsieur Flèche y a mí. De repente tomó una decisión, cogió al pobre Platón, lo apartó de la cama, le dio la vuelta y lo empujó hacia la puerta, con la lanceta cortando el aire. Las criadas y las damas se echaron atrás gritando.
—¡Monsieur! ¡Monsieur le chevalier! —gritaba el médico. Se había ajustado la peluca, pero no había tenido tiempo de vestirse, y las mangas del camisón flameaban como alas al seguir a Jamie hacia la puerta, agitando los brazos como un espantapájaros enloquecido.
El dolor aumentó otra vez, como una prensa que me retorcía las entrañas; jadeé y me doblé una vez más. Cuando se calmó, abrí los ojos y vi que una de las damas me miraba. Pareció llegar a una conclusión y, todavía mirándome, se inclinó para murmurar algo a una de sus compañeras. Había demasiado ruido en la habitación, pero pude leer sus labios con claridad.
—Veneno —dijo.
El dolor iba bajando cada vez más, y entonces me di cuenta. No se trataba de un aborto, ni de apendicitis, y mucho menos de espasmo de hígado. Tampoco era veneno, precisamente, sino cáscara sagrada.
—¡Vos! —dije, avanzando, amenazadora hacia el maestro Raymond, quien se agazapó detrás del cocodrilo embalsamado—. ¡Vos! ¡Maldito gusano con cara de sapo!
—¿Yo, madonna? No os he hecho ningún mal, ¿verdad?
—¡Aparte de causarme una diarrea violenta frente a una treintena de personas, y de hacerme pensar que había tenido un aborto, y aterrorizar a mi marido, ningún daño!
—Ah, ¿vuestro marido estaba presente? —El maestro Raymond parecía nervioso.
—En efecto —le aseguré. De hecho, me había costado trabajo impedir que Jamie corriera a la tienda del boticario para extraer por la fuerza cualquier información que poseyera aquel enano. Por fin lo convencí de que me esperara fuera, en el carruaje, mientras yo hablaba con el anfibio propietario.
—Pero no estáis muerta, madonna —puntualizó el herbolario. No tenía cejas que hablaran por él, sin embargo una parte de su amplia frente se arrugó—. Y podríais estarlo.
Había pasado por alto ese hecho en medio de la tensión y el malestar físico posterior.
—¿De modo que no se trató sólo de una broma de mal gusto? —dije, sin mayor convicción—. ¿Alguien realmente quiso envenenarme y no estoy muerta gracias a vuestros escrúpulos?
—Quizá mis escrúpulos no sean del todo responsables de vuestra supervivencia, madonna; es posible que se tratara de una broma. Supongo que existen otros proveedores de cáscara sagrada. Pero yo he vendido esa sustancia a dos personas durante este último mes, que no han de ser las responsables.
—Ya veo. —Respiré hondo, y me sequé el sudor de la frente con el guante. Así que había sueltos dos posibles envenenadores; justo lo que necesitaba—. ¿Podríais decirme quiénes? —pregunté bruscamente—. La próxima vez podrían comprarle a otro proveedor sin vuestros escrúpulos.
El maestro Raymond asintió. La boca amplia, parecida a la de un sapo, se frunció al pensar.
—Es una posibilidad, madonna. Pero dudo que os ayude saber quiénes la compraron. Vinieron sirvientes, obedeciendo, claro está, a su amo o ama. Una era la doncella de la vizcondesa de Rambeau; no sé para quién trabajaba el otro, un hombre.
Tamborileé con los dedos sobre el mostrador. La única persona que había proferido amenazas contra mí era el conde de St. Germain. ¿Habría contratado a un sirviente anónimo para procurar lo que él pensaba que era veneno y luego lo había puesto él mismo en mi copa? Volviendo a pensar en la reunión de Versalles, pensé que era posible. Los sirvientes pasaron las bandejas con las copas llenas de vino; si bien el conde no se había acercado a mí, podía haber sobornado a un sirviente para que me diera una copa determinada.
Raymond me estaba examinando con curiosidad.
—¿Puedo hacer una pregunta, madonna? ¿Habéis hecho algo para contrariar a la vizcondesa? Es una mujer muy celosa; ésta no es la primera vez que acude a mí para tratar de eliminar a una rival, aunque por suerte sus celos son de corta duración. Al vizconde se le van los ojos detrás de las mujeres… siempre hay una nueva que la haga olvidar la última.
Me senté sin esperar invitación.
—¿Rambeau? —pregunté, tratando de relacionar el nombre con la cara. Luego se aclaró la bruma del recuerdo, revelando un cuerpo elegantemente vestido y una cara redonda y vulgar oliendo a rapé.
—¡Rambeau! —exclamé—. Pues, sí. Lo conozco, pero todo lo que hice fue golpearle con mi abanico cuando me mordió los dedos de los pies.
—Según su estado de ánimo, eso podría ser provocación suficiente para la vizcondesa —observó el maestro Raymond—. Y si es así, creo que no se repetirán los ataques.
—Gracias —dije con sequedad—. ¿Y si no fue la vizcondesa?
El pequeño boticario vaciló un momento. Entonces se decidió: fue a la mesa de piedra donde hervían sus alambiques y me hizo un ademán con la cabeza para que lo siguiera.
—Seguidme, madonna. Tengo algo para vos.
Para mi sorpresa, se agachó debajo de la mesa y desapareció. Como no regresaba, me incliné y espié. Había un lecho de carbón ardiendo en el hogar, pero con espacio hacia un lado y otro. Y debajo de la mesa, oculta entre las sombras, había una oscura abertura.
Al otro lado de la pared había suficiente espacio para estar de pie, aunque la habitación era bastante pequeña. La estructura externa del edificio no daba ningún indicio de ella.
Dos paredes de la habitación oculta estaban ocupadas por estantes en forma de panal, cada una de cuyas celdas exhibía el cráneo de diferentes bestias. Al ver la pared di un paso atrás; todos los ojos vacíos parecían fijos en mí, mostrando los dientes en una sonrisa de bienvenida.
Pestañeé varias veces antes de poder localizar a Raymond, el cual se había agachado con cuidado al pie de su osario. Nervioso, levantó los brazos, mirándome como si esperara que yo gritara o me arrojara sobre él. Pero yo había visto cosas peores que una simple fila de huesos, así que seguí caminando con calma para examinarlos con mayor detenimiento.
Al parecer, el maestro tenía de todo. Cráneos pequeños, de murciélago, ratón y musaraña, de huesos transparentes, dientes pequeños y afilados. Caballos, desde enormes percherones con enormes mandíbulas en forma de cimitarra, muy adecuados para aplastar ejércitos de filisteos, hasta cráneos de burros, tan duraderos como los de los enormes caballos de tiro.
Todos tenían cierto atractivo, tan quietos y hermosos, como si cada objeto conservara la esencia de su propietario, como si los huesos alojaran el fantasma de la carne y la piel que alguna vez tuvieron.
Extendí la mano y toqué uno de los cráneos; el hueso no estaba frío como había esperado, sino extrañamente tibio, como si la calidez desaparecida hace tiempo flotara allí cerca.
Yo había visto restos humanos tratados con menos reverencia; los cráneos de los primeros mártires cristianos yacían amontonados en las catacumbas y los fémures arrojados en un montón como si fueran palillos chinos.
—¿Es un oso? —pregunté, en voz baja. Era un cráneo grande, con los colmillos curvos para desgarrar y los molares chatos.
—Sí, madonna. —Al ver que yo no tenía miedo, Raymond se relajó. Su mano rozó las curvas del cráneo sólido y duro—. ¿Veis los dientes? Comedor de pescado y carne, pero triturador de bayas y gusanos. Rara vez mueren de inanición, pues comen cualquier cosa.
Me giré: lentamente, admirando, tocando aquí y allá.
—Son preciosos —dije.
—Sí. Conservan el carácter del animal, ¿veis? Puede decirse mucho de lo que fue sólo por lo que queda.
Cogió uno de los cráneos más pequeños y señaló las protuberancias de la parte inferior; parecían pequeños globos.
—Aquí… el canal del oído entra aquí y así el sonido hace eco en el cráneo. Así se explica el oído tan agudo de la rata, madonna.
—Tímpano bullae —dije, asintiendo.
—Mi latín es muy pobre. Los nombres que uso para esas cosas son… inventados por mí.
—¿Aquéllos…? —Señalé hacia arriba—. Son especiales, ¿no es cierto?
—Ah, sí, madonna. Son lobos. Lobos muy antiguos. —Levantó uno.
Aquellos cráneos no eran de un suave color blanco como los demás, sino manchados de marrón y brillantes de tanto pulido.
—Estas bestias ya no existen, madonna.
—¿No existen? ¿Queréis decir que se han extinguido? —Toqué el cráneo una vez más, fascinada—. ¿Y dónde los conseguisteis?
—Bajo tierra, madonna. Enterrados en la turba.
Al mirarlos de cerca, pude ver las diferencias entre aquellos cráneos y los más nuevos y blancos en la pared opuesta. Aquellos animales habían sido más grandes que los lobos comunes, con mandíbulas que habrían quebrado los huesos de las patas de un alce, o desgarrado el gaznate de un ciervo.
Sentí un escalofrío al tocarlo, pues recordé el lobo que había matado al salir de la prisión de Wentworth y sus compañeros de manada que me habían perseguido en el crepúsculo helado, apenas seis meses atrás.
—¿No os gustan los lobos, madonna? —preguntó Raymond—. ¿Y sin embargo los osos y los zorros no os preocupan? También son cazadores, comedores de carne.
—Sí, pero no de la mía —respondí secamente, entregándole el cráneo centenario—. Siento mucha más simpatía por nuestro amigo el alce. —Di una palmadita afectuosa al hocico saliente.
—¿Simpatía? —Los suaves ojos oscuros me miraron con curiosidad—. Es una emoción inusual para sentir por un hueso, madonna.
—Bueno… sí —dije, un poco avergonzada—, pero en realidad no parecen sólo huesos. Quiero decir que se puede percibir cómo fue el animal al observar sus cráneos. No son sólo objetos inanimados.
Raymond sonrió, como si hubiera oído algo que le gustaba. Sin embargo, no respondió.
—¿Para qué los queréis? —pregunté al darme cuenta de que un conjunto de cráneos no era lo usual en una botica. Los cocodrilos tal vez sí, pero no todo aquello.
Se encogió de hombros, de buen humor.
—Bueno, son una compañía mientras realizo mi trabajo. —Hizo un gesto hacia un rincón, donde había una mesa de trabajo atestada de objetos—. Y aunque pueden hablarme de muchas cosas, no son tan ruidosos como para atraer la atención de los vecinos. Venid —dijo—. Tengo algo para vos.
Lo seguí, intrigada, hasta un armario alto, al fondo de la habitación.
El maestro no era un naturalista, ni tampoco lo que yo entendía por científico. No llevaba notas, ni hacía dibujos, ni registros que otros pudieran consultar y de los cuales pudiera aprenderse. Sin embargo, estaba convencida de que él deseaba fervientemente enseñarme las cosas que sabía… ¿su cariño por los huesos, tal vez?
El armario estaba pintado con gran cantidad de signos extraños, cruces y espirales metidas en pentágonos y círculos. Símbolos cabalísticos. Reconocí uno o dos, de algunas de las referencias históricas de mi tío Lamb.
—¿Estáis interesado en la cábala? —pregunté. Aquello explicaría el taller oculto. Si bien existía un fuerte interés por el ocultismo entre los literatos franceses y la aristocracia, se mantenía en la clandestinidad por temor a la ira de la Iglesia.
Ante mi sorpresa, Raymond se echó a reír. Sus dedos de uñas cortas apretaron el centro de un símbolo y la cola de otro.
—Pues no, madonna. Los cabalistas son pobres, por lo general, así que no frecuento su compañía. Pero estos símbolos ahuyentan a la gente curiosa. Lo cual no es poco poder para un poco de pintura. A lo mejor los cabalistas tienen razón cuando atribuyen poderes a estos símbolos.
Sonrió mientras abría el armario. Vi que era doble. Si algún curioso que no temiera los símbolos, abría la puerta, sólo vería el armario de un boticario. Pero si se tocaba la secuencia correcta de una serie de pestillos y lengüetas, se accedía a una profunda cavidad secreta.
Raymond abrió un cajoncito y extrajo una piedra blanca cristalina, que me entregó.
—Para vos —me dijo—. Para vuestra protección.
—¿Es mágica? —pregunté escépticamente.
Raymond volvió a reír. Sostuvo la mano sobre el escritorio y dejó caer un puñado de piedrecitas de colores, que rebotaron sobre el papel secante.
—Supongo que podéis llamarla así, madonna. Puedo cobrarla más cara cuando lo hago. —Con la punta del dedo separó una piedrecita de color verde pálido del montón.
—Tienen la misma magia, ni más ni menos, que los cráneos. Son los huesos de la tierra, con la esencia de la matriz de donde provienen, y los poderes que allí se alojaban también pueden encontrarse aquí. —Empujó hacia mí una piedrecita amarilla.
—Azufre. Si lo mezcláis con otros elementos y le acercáis una cerilla, explota. Pólvora. ¿Es eso magia? ¿O sólo la naturaleza del azufre?
—Supongo que depende de con quién estéis hablando —observé; su rostro se iluminó con una sonrisa.
—Si alguna vez queréis abandonar a vuestro marido, madonna —dijo, riéndose entre dientes— seguramente no os moriréis de hambre. Una vez os dije que erais una profesional, ¿verdad?
—¡Mi marido! —exclamé, palideciendo. De repente encontré explicación a los ruidos ahogados que provenían de la tienda. Hubo un fuerte golpe, como el de un puño enorme sobre un mostrador.
—¡Cristo santo! ¡Me olvidé de Jamie!
—¿Vuestro marido está aquí? —Los ojos de Raymond se abrieron más de lo normal.
—Lo dejé fuera —le expliqué—. Debe de haberse cansado de esperar.
—¡Aguardad, madonna! —La mano de Raymond me cogió del codo, deteniéndome. Puso su otra mano sobre la mía.
—El cristal, madonna. Os dije que es para vuestra protección.
—Sí, sí —dije con impaciencia; la voz de Jamie aumentaba de volumen—. ¿Qué es lo que hace?
—Es sensible al veneno, madonna. Cambia de color en presencia de varios compuestos nocivos.
Me detuve. Me enderecé y lo miré fijamente.
—¿Veneno? —dije lentamente—. Entonces…
—Sí, madonna. Puede existir peligro aún. —La cara de sapo de Raymond se puso seria—. No puedo asegurarlo, ni sé de dónde proviene. Si lo averiguo, os lo comunicaré. —Miró hacia la entrada. Se oían golpes sobre la pared exterior—. Y decídselo también a vuestro marido, por favor, madonna.
—No os preocupéis —le aseguré, agachándome para cruzar el dintel—. Jamie no muerde… no lo creo.
—No son sus dientes los que me preocupan, madonna —oí que decía detrás de mí.
Jamie, a punto de descargar otro golpe con la empuñadura de su daga sobre el mostrador, me vio saliendo por la chimenea, así que bajó el arma.
—Ah, ahí estás —observó—. Ah, ahí está nuestro pequeño escuerzo. ¿Tiene alguna explicación, Sassenach, o lo pincho en la pared como los demás? —Sin quitar los ojos de encima de Raymond, hizo un ademán hacia la pared de la tienda, donde había colgada una serie de sapos y ranas disecados y pinchados a una larga tira de fieltro.
—No, no —me apresuré a responder al ver que Raymond se disponía a volver a su santuario—. Me ha contado todo. De hecho, ha sido de mucha ayuda.
Jamie guardó la daga con desgana y me incliné para ayudar a salir a Raymond de su escondite. Éste retrocedió un poco al ver a Jamie.
—¿Este hombre es vuestro esposo, madonna? —preguntó, como quien espera que la respuesta sea «no».
—Sí, por supuesto —respondí—. Mi esposo, James Fraser, señor de Broch Tuarach —dije señalando a Jamie, aunque no podía haberme referido a ninguna otra persona. Señalé en la otra dirección—. El maestro Raymond.
—Eso supuse —dijo Jamie con voz seca. Hizo una reverencia y extendió una mano hacia Raymond. Raymond tocó la mano extendida y la quitó en seguida, sin poder reprimir un pequeño escalofrío. Lo miré sorprendida.
Jamie se limitó a alzar una ceja, y después se inclinó hacia atrás y se apoyó en la mesa. Cruzó los brazos en el pecho.
—De acuerdo —dijo—. ¿Qué ha pasado?
Le di la mayor parte de las explicaciones. Raymond sólo contribuyó con monosílabos de confirmación de vez en cuando.
—Es verdad, milord —le aseguró a Jamie—. En realidad no sé si es vuestra esposa o vos quien está en peligro, o tal vez los dos juntos. No escuché nada especifico; sólo el nombre «Fraser» pronunciado en un lugar donde rara vez se pronuncia un nombre como bendición.
Jamie lo miró con fijeza.
—¿Ah, sí? Y vos frecuentáis esos lugares, ¿no es verdad, maestro Raymond? ¿Las personas de las que habláis son vuestros socios?
Raymond sonrió lánguidamente.
—Me inclinaría a describirlos más bien como rivales comerciales, milord.
Jamie gruñó.
—Hum. Y cualquiera que intente algo puede recibir algo más que una bendición. Sin embargo, os agradezco la advertencia, maestro Raymond. —Hizo otra reverencia, pero no ofreció su mano otra vez—. Con respecto a lo otro —dirigió una ceja hacia mí— si mi esposa está dispuesta a perdonar vuestras acciones, no voy a añadir nada más. Tampoco —añadió— os puedo aconsejar que os metáis en vuestro escondite la próxima vez que la vizcondesa entre en la tienda. Vamos, Sassenach.
Mientras regresábamos a la Rue Tremoulins, Jamie permaneció en silencio, mirando por la ventana del carruaje con los dedos rígidos de su mano derecha apoyados en el muslo.
—«Un lugar donde rara vez se pronuncia un nombre como bendición» —murmuró cuando el carruaje viró en la Rue Gamboge—. ¿A qué se referirá?
Recordé los signos cabalísticos del armario de Raymond, y sentí un pequeño escalofrío que me puso los pelos de punta. Recordé los chismes de Marguerite acerca del conde de St. Germain y la advertencia de Madame de Ramage. Se lo conté a Jamie, y también lo que me había dicho Raymond.
—Tal vez él lo considere un poco de pintura —concluí— pero conoce gente que no piensa como él, pues ¿a quién quiere alejar de su armario?
Jamie asintió.
—Sí. He oído rumores de tales actividades en la corte. En aquel momento no les presté atención, pensando que sólo eran tonterías, pero indagaré un poco más. —Se echó a reír de repente, y me apretó contra su cuerpo. Enviaré a Murtagh a que persiga al conde de St. Germain. Así el conde tendrá un demonio real con el cual jugar.