Capítulo 9

 

LA sorpresa de abrir los ojos y ver a Bruno que la miraba con el rostro pálido, casi bastó para que Jessica deseara regresar a la inconsciencia.

Entonces recordó la secuencia de acontecimientos que la habían llevado al hospital, y se esforzó por incorporarse.

—El bebé — sabía que sangraba. Podía sentirlo y de pronto la inundó una oleada de pánico. Había perdido al bebé. Lo sabía. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que quería tenerlo —. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? — miró alrededor con expresión de miedo. Las paredes blancas jamás le habían parecido tan intimidatorias. Tenía puesta una de esas horribles batas de hospital.

—Minutos. ¿Recuerdas lo que pasó? — Jessica apenas reconocía su voz. No había ni rastro de sosiego y autoridad. Lo miró con más detenimiento y vio líneas de ansiedad y tensión alrededor de sus ojos.

—Llegué al camino — meneó la cabeza y no realizó esfuerzo para contener las lágrimas que cayeron por su cara. Con mucha suavidad, él las secó con el pañuelo. Ya la trataba como a una inválida. Suficiente confirmación de que el embarazo había llegado a su fin.

—No hables de ello si no tienes ganas.

—¿Me golpeó?

—El coche frenó justo a tiempo — Bruno logró sonreír —. Te aseguro que lo sabrías si te hubiera golpeado. Hablo, desde luego, como alguien con conocimientos limitados de medicina — Jessica le sonrió, apreciando el esfuerzo que hacía por mantener alto su estado de ánimo —. Te trajeron en ambulancia — continuó él.

Su voz era como un bálsamo. Justo lo que necesitaba. Recordó sus manos masajeándole la espalda. También había necesitado eso. Cerró los ojos unos segundos para bloquear la imagen y luego los abrió para mirarlo.

Desde luego, ya no se iba a celebrar la boda. No habría necesidad de casarse; notó que un vacío se extendía por su interior. Ni boda, ni bebé, ni Bruno Carr. Había estado muy aterrada de casarse con él y de entrar en una vida de amor oculto, pero en ese momento la idea de no verlo jamás la llenó con otro tipo de terror. Era como mirar en el interior de un agujero negro.

—Llevas en la habitación un rato — le tomó una de sus manos —. La enfermera regresará en unos minutos. Ya te ha examinado un médico, y te van a hacer una ecografía para ver... — no terminó la frase, aunque no hizo falta. Jessica sabía a qué se refería.

—¿Qué dijo el doctor?

—Se captan latidos, pero...

—Pero pueden no durar, ¿verdad? Quizá sufra un aborto. Bueno, después de eso... — intentó reír, pero no lo consiguió, y él no dijo nada.

Amenazaba con convertirse en un silencio lleno de autocompasión y desesperación cuando entró la enfermera, impecable y alegre. Jessica la miró con expresión sombría y se preguntó cómo los empleados de un hospital siempre lograban mantener su buen humor.

—La radiólogo ya está lista para usted, querida.

Fue trasladada con eficacia de la cama a una silla de ruedas, lo cual hizo que se sintiera más inválida. Agradeció que Bruno le tomara la mano.

Ese era uno de los muchos motivos de por qué lo amaba. Era una fuente de fortaleza.

La sala de la ecografía estaba a oscuras; se echó sobre la cama estrecha y observó mientras la radióloga colocaba la pantalla en un ángulo que le permitiría ver qué aparecía en ella.

Bruno aún le sostenía la mano. La voz de la radióloga, una mujer de mediana edad con expresión de perpetua concentración, sonaba como fondo, aludiendo a un accidente. Luego encendió la máquina y comenzó a pasar el escáner sobre el vientre húmedo de Jessica.

—Ahí — dijo, encontrando lo que buscaba —. Ahí está el feto. Y ahí, ¿lo ve?, el corazón. Late con bastante alegría.

Un punto. Un punto gris indistinto con un corazón feliz. La oleada de alivio fue tan intensa que sintió que podría desmayarse. Escuchó mientras Bruno hacía preguntas y absorbía lo que la radióloga decía sobre medidas y fases de desarrollo.

Miró fijamente la pantalla para cerciorarse de que aún podía ver el punto palpitante.

—Desde luego — comentó la mujer, apagando el monitor —, ha de descansar un poco. Hasta que pare la hemorragia, que será muy pronto. Y luego tómeselo con tranquilidad.

—Lo hará, no se preocupe — repuso Bruno —. Cuando la lleve a casa.

¿A casa? ¿A la casa de quién?

—No puedes quedarte en tu casa sola — repitió él al día siguiente mientras se alejaban del hospital en el coche —. Antes de que inicies un debate sobre el tema, he de decirte que tienes mucha suerte... — la voz se le quebró un poco, pero continuó casi de inmediato con su habitual tono de mando —. Ya oíste lo que dijo la radiólogo. Debes descansar.

—Puedo descansar en mi propia casa — fue una protesta simbólica. El hecho era que quería tener los pies en alto, al menos durante un rato.

—Ni lo sueñes — advirtió; ella lo miró, tratando de leer su mente y saber qué sentía.

¿Se sentía aliviado porque todo estuviera bien? ¿O perturbado por haber percibido una posible liberación de un matrimonio no deseado y verse obligado a regresar a la situación anterior? No se atrevió a preguntárselo.

—¿Cómo te encuentras? — la miró. Era la tercera vez que le hacía esa pregunta.

—Aún aturdida, pero bien. ¿Por qué no paras de preguntarlo?

—¿Tú qué crees? — dejó que la pregunta retórica flotara en el aire —. Se podría decir que yo fui responsable de todo lo que sucedió, ¿no? — tenía el rostro impasible, pero la mente le bullía. Ella lo notó por la tensión en su mandíbula.

—¿Y cómo has llegado a eso?

—No seas obtusa, Jessica — soltó —. Te toqué, y era evidente que no querías que lo hiciera, así que huiste. Sin pensar.

—Bueno, eres muy amable en asumir la culpa, y me encantaría dejar que te salieras con la tuya, pero...

—¿Pero...?

—Mi reacción no tuvo nada que ver contigo — explicó —. Sí, me tocaste, pero yo lo permití. Cuando sucedió, sólo sentí que debía alejarme. Escapar.

—Lo cual parece resumir tus sentimientos desde que tomamos la decisión de casamos por el bien del bebé. Puede que incluso desde antes. Te aterra el compromiso, aun aquel que carece de la carga del amor. ¿Me equivoco?

—Supongo que no — reconoció con cautela mientras él soltaba un suspiro de frustración.

—En cuyo caso, eres libre.

—¿Qué?

—Me has oído — no la miró —. Eres libre. No voy a obligarte a llevar una vida de terror sólo por mis principios.

—¿Hablas en serio? — sintió como si fuera absorbida por un vacío.

—Nunca en mi vida he hablado más en serio — afirmó —. Por error imaginé que podríamos habernos llevado bien, en armonía, como una pareja casada por el bien de nuestro hijo, pero lo acontecido demuestra que no es así. La aversión que sientes hacia mí es tan intensa que estuvo a punto de terminar poniendo en peligro la vida del bebé. Por supuesto, unos abogados redactarán el documento.

—En este momento no tengo ganas de hablar de ello, Bruno — musitó. Apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla y cerró los ojos. Estaba muy cansada. Lo único que quería era meterse en la cama y dormir.

—Aún así, te quedarás un tiempo en mi casa — indicó él —. Al menos durante una semana. Bajo ningún concepto voy a permitir que tu obstinación se anteponga a la salud.

Jessica no respondió. Al rato fue consciente de que el coche aminoraba la velocidad y se detenía delante de la casa, luego lo oyó abrir la puerta; bajó del vehículo y lo siguió.

—Necesitaré que me des las llaves de tu casa — indicó Bruno —. Debo traerte algo de ropa.

—Mañana ya iré a buscarla yo — dijo.

—Hasta el final luchas por tu independencia, ¿eh, Jessica? — ella captó el cinismo en su voz y se encogió —. Todavía eres incapaz de aceptar hasta el mínimo favor por miedo a descubrir que eso puede erosionar tu preciado autocontrol.

—Por favor, Bruno. Ahora no. Me siento muy frágil en este momento.

Sabía que él respetaría eso, pero, ¿por cuánto tiempo? Estaba furioso con ella y Jessica se preguntó si se debía a que por una vez no había sido capaz de hacer que los acontecimientos se desarrollaran como él deseaba. Había querido casarse con ella, había querido ponerse el manto de la paternidad, y en ese momento veía que todo se le escabullía. «¿Cómo crees que me siento yo?», pensó en gritarle. Sabía que tendría seguridad económica, pero el vacío que se extendía ante ella era casi insoportable.

Visitas semanales. Con la suficiente frecuencia para garantizar que nunca pudiera recuperarse de la destrucción que había labrado en su corazón. Y tener que observar desde un lado hasta que con el tiempo Bruno encontrara a alguien.

La condujo arriba a uno de los dormitorios de invitados.

—Tus llaves — le recordó de pie junto a la puerta —, observando cómo Jessica se hundía en la cama.

—Sí, mis llaves — buscó en el bolso —. No me alegra mucho la idea de que andes hurgando por mi casa... — comenzó.

—Qué pena. No tienes elección — aceptó las llaves y desapareció.

Ella esperó unos minutos y luego se puso una ropa más cómoda, cerró las cortinas y se echó en la cama.

Debió quedarse dormida, porque cuando volvió a abrir los ojos había oscurecido y Bruno se hallaba junto a la cama. Sobre el sillón al lado de la ventana vio su maleta y se sentó, momentáneamente desorientada.

—¿Cuánto tiempo he dormido? — inquirió.

—Horas. Regresé y no quise molestarle. Me he asomado cada rato para comprobar que te encontrabas bien.

No había encendido la luz, de modo que apenas podía verlo, pero su voz no irradiaba rastro alguno de enfado.

—Té — Bruno señaló en la dirección de la mesita de noche y Jessica tomó la taza agradecida y bebió un sorbo —. ¿Cómo te sientes?

—Mucho mejor. Gracias.

Él acercó una silla a la cama y se sentó para que ella no tuviera que levantar la cabeza para verlo. Jessica sabía que debían hablar. Habían trazado los detalles del matrimonio que no tendría lugar, y en ese momento tenían que plantear los arreglos para ella y el bebé después de que naciera.

¿Cómo podía explicar que casarse con él y aguantar el tormento de su amor en silencio había parecido insoportable, pero que la alternativa le parecía peor?

No podía.

—Bien — comenzó Bruno, sin mirarla —, llevas un bebé en tu interior.

—¿Podríamos encender la luz? No te veo.

—En un minuto — se reclinó en la silla y extendió las piernas, cruzándolas a la altura de los tobillos —. Nunca he... he tenido una experiencia...

—Me alivia oírlo — intervino ella.

—Dudo que puedas volver al trabajo tan pronto como tú habías anticipado...

—Posiblemente no — reconoció Jessica, aprovechando que no la miraba para empaparse de él. Reinó una pausa incómoda —. ¿Qué me has traído? — preguntó para romper el silencio —. Quizá podría ducharme...

Sin decir una palabra, él se levantó, fue a recoger la maleta y la depositó en la cama a su lado. Su silencio empezaba a ponerla nerviosa. Bruno había aceptado que no habría matrimonio, y en ese momento ella se preguntó si había llegado a la conclusión de que ya podía dejar de esforzarse. ¿Para qué molestarse en construir una relación tenue cuando no era necesario? La había reducido a ser la madre de su hijo. En cuanto pasara esa semana, regresaría a su casa y él la visitaría de vez en cuando, suponía que para tranquilizarse de que no se había arrojado sobre otro coche que pasaba. Pero mientras tanto continuaría con su vida y sólo reanudaría el contacto con ella después de que hubiera nacido el bebé. Por ese entonces, se habrían producido todos los acuerdos legales.

—¿Podrás arreglarte sola?

—No estoy enferma, Bruno. Sufrí un ligero shock, cierto, pero estoy bien — se sentó y abrió la maleta para ver que le había puesto varios vestidos, todo el cajón de la ropa interior, ningún pijama, una camisa y un par de pantalones, que sin duda fueron los primeros que vio al abrir el armario. Eran de seda verde, adecuados sólo para salir de noche. Vació el contenido y se lo quedó mirando —. Piensas que voy a ir a muchos cócteles durante la próxima semana, ¿no?

—¿Cócteles? — encendió la luz, que reveló la selección inapropiada en todo su esplendor.

—¿Vestidos? — lo miró con curiosidad, olvidándose por el momento de su depresión —. Se supone que estos días debo relajarme. ¿Te parece que esto… — alzó un vestido rojo que no había visto la luz en años —... me ayudará a hacerlo?

—Es un color muy vivo — comentó él, ruborizándose —. Pensé que podría alegrarte.

—De acuerdo. Entonces, ¿qué motivo hay para éstos otros dos negros?

—Debí sumarlos por equivocación — carraspeó y cruzó los brazos, estudiando la ropa que había sobre la cama.

—No es ropa que me vaya a ser de mucha utilidad. Tendré que ir yo a traer algo — se preparó para bajar los pies al suelo.

—¡Ni lo sueñes! Dime qué quieres que te traiga, e iré a buscarlo.

—Pero quería darme una ducha ahora — insistió.

—Perfecto. Quédate donde estás. Vuelvo en un segundo — desapareció para regresar un minuto más tarde con una camisa de manga corta en la mano —. Toma. Puedes ponerte esto.

—Pero es tuya.

—Oh, es verdad — la miró como si la viera por primera vez —. Bueno, no te morderá y acaba de llegar de la lavandería. Dúchate y volveré en media hora con algo para comer — antes de que ella pudiera protestar, salió por la puerta.

En cuanto Bruno se marchó, Jessica fue al cuarto de baño y se dio una ducha. El recuerdo de la hemorragia empezaba a desvanecerse, y su estado de ánimo mejoró.

Parecía que aún no dominaba sus pensamientos, pero al menos ya no sentía que estuviera a punto de derrumbarse.

Si lograba mantener su buen humor, eso le daría tiempo para levantar sus defensas contra él. En el pasado había funcionado, y la había protegido como si fuera una segunda piel.

Esa situación era distinta, pero, ¿el objetivo no era más o menos el mismo?

Se secó, se cepilló el pelo y luego se puso la camisa grande que le llegaba hasta la mitad de los muslos y le cubría bastante bien el cuerpo.

En esa ocasión no iba a permitir que sus emociones emboscaran sus buenas intenciones. Sonreiría hasta que el gesto llegara a convertirse en parte de su expresión cada vez que estaba con él.

Se observó en el espejo y practicó. Cuando Bruno regresó con una bandeja, se había metido bajo las mantas de la cama.

—Se te ve mejor — comentó al mirarla unos segundos —. Comida.

—No tendrías que haberte molestado —, repuso mientras acomodaba la bandeja en su regazo y, misteriosamente, volvía a ocupar la silla a su lado.

—Tienes toda la razón. Debí dejar que te arreglaras tú sola.

—Bueno, lo he hecho toda la vida — repuso distraída, comiendo un trozo de tostada con huevos revueltos encima. El pelo le cayó por un hombro y se lo apartó, pensando que tendría que habérselo recogido en una coleta.

—Suena agotador — dijo él al rato.

—¿Qué? — preguntó Jessica, dejando de comer.

—Una vida dedicada a cuidar de ti misma.

Se ruborizó y volvió a comer. Era una conversación normal. El primer paso para aprender cómo enfrentarse a su situación sería responder sus preguntas con cortesía y sin encogerse.

—Oh, se convierte en un hábito con el tiempo indicó —. A propósito, está delicioso. Siempre he admirado a un hombre que no teme cocinar.

—Personalmente yo no diría que dos huevos revueltos son un ejemplo de alta cocina.

—Se empieza por lo pequeño — terminó el plato y dejó los cubiertos con cierto pesar. Luego se reclinó sobre las almohadas con la taza de té en la mano y miró en silencio mientras él llevaba la bandeja a una mesita lateral —. No hace falta que te quedes aquí — comentó al rato al ver que no mostraba intención de marcharse —. Te doy mi palabra de que no huiré corriendo sumida en otro estado de confusión.

—¿Por eso lo hiciste? — preguntó en voz baja —. ¿Porque mi contacto te confundió?

La súbita intimidad de la pregunta melló su decidido esfuerzo de mantener una fachada sonriente. Sintió que la sonrisa comenzaba a desvanecerse.

—Quiero decir — soslayó su pregunta —, ¿no tienes que trabajar? ¿Enviar algún fax olvidado?

—Nada que no pueda esperar — no dejó de mirarla —. No me has contestado.

—No hay nada que contestar — el corazón empezó a latirle con más fuerza.

—¿Y si dijera que nunca más volvería a tocarte?

—No entiendo a dónde quieres ir a parar.

—Podríamos vivir bajo el mismo techo.

—¡Me volvería loca! — exclamó. Percibía que las lágrimas no estaban lejos.

—Comprendo — se levantó de golpe y la miró con las manos en los bolsillos.

—¡No lo entiendes! — unos ojos implorantes se encontraron con otros de hielo.

—Creo que sí. Olvida que te hice esa pregunta. Tenías razón. Me espera trabajo, de modo que te dejaré descansar. Esta noche llamaré a mi madre para que venga a echarme una mano.

—¿A tu madre?

—Buenas noches, Jessica. Llámame si necesitas algo. Estaré en mi estudio abajo.

—Aguarda, Bruno — ya se dirigía a la puerta —. ¿Por qué no hablamos de ello? — se sentía al borde de confesarle todo y tirar con las consecuencias.

—No hay nada de qué hablar — repuso con cortesía —. No forcemos algo que no existe. Somos dos personas que se conocieron de pasada, lo cual, como tú bien te has ocupado de señalar, es precisamente donde tendría que haber terminado.

Se marchó de la habitación y Jessica se derrumbó sobre la cama. Se había terminado. Bruno había realizado un último esfuerzo para incorporarla a su vida por el bebé, y de forma espontánea ella había pronunciado las palabras equivocadas. Aunque tampoco había unas adecuadas.

El pasado y el presente se mezclaron en su cabeza. Apagó la luz del cuarto, esperando, con los ojos secos, mientras el exterior era dominado por la oscuridad. No se oían sonidos en la casa. No le habría sorprendido que él hubiera salido. A buscar una mujer de verdad en vez de la mujer reprimida e inhibida que tenía en su casa y que ni siquiera era capaz de revelar lo que pasaba por su mente porque las verdades sentidas eran algo que nunca antes había tenido que aceptar.

Cuando volvió a abrir los ojos, notó que la luz intentaba entrar por las cortinas y que llamaban a la puerta. No sabía con certeza qué la había despertado. El reloj de pulsera le indicó que eran poco más de las ocho.

La camisa estaba arrugada. El pelo revuelto. La cara... no se atrevió a mirar. Si Bruno aún no se sentía del todo repelido por ella, le esperaba una sorpresa.

Mientras veía cómo giraba el pomo de la puerta intentó parecer un ser humano y no una zombi que acababa de salir del cementerio local. Lucía una sonrisa fija y dolorosa cuando una mujer alta y de pelo oscuro entró en la habitación. Iba vestida con elegancia con un traje de lana de color tostado y un collar de hilos de oro al cuello.

«Si ésta es la casera, entonces yo soy la reina de Inglaterra», pensó Jessica, pero no dejó de sonreír hasta que la mujer se acercó a la cama.

Entonces se le ocurrió que la sonrisa constante podía parecer neurótico y se relajó un poco.

—Debes estar preguntándote quién soy — comenzó la mujer, y en cuanto habló Jessica supo exactamente quién era.

Tenía la edad, el aspecto y el acento adecuados. Se le hundió el corazón.

—Debe ser la madre de Bruno — se sintió en desventaja estando en la cama con la camisa de su hijo. El embarazo añadía otra desventaja enorme. La mujer tenía la misma cara angulosa y fuerte de su hijo, aunque el tiempo la había vuelto menos intimidatoria.

—Victoria — entró en la habitación y, si estaba horrorizada por las circunstancias que la habían obligado a abandonar la cordura de su mansión de campo para ir a Londres, no dio muestras de ello —. Y tú eres Jessica, por supuesto.

—Encantada de conocerla — mintió Jessica.

—¿Sí? — los ojos brillantes y astutos la examinaron —. Me gustaría poder decir lo mismo, pero me temo que sería una absoluta mentira.

«Muy bien», pensó Jessica. «No nos andemos con rodeos».

—En realidad — continuó la mujer —, llegué anoche a petición de Bruno. Va a ausentarse del país unos días y pensó que, en vista de la situación, mi presencia aquí podría ser de ayuda .—Jessica asintió con gesto desdichado, sin saber qué decir —. Aún no tienes experiencia con niños, pero, hablando como madre, no hace falta decirte lo decepcionada que me siento.

—Bueno — Jessica reaccionó después de la sorpresa inicial —, odiaría parecer grosera, pero, hablando como la persona que se encuentra inmersa en esta situación, puedo asegurarle que para mí tampoco es precisamente un lecho de rosas.

Por primera vez un destello de humor pasó por los ojos de la mujer, aunque guardó silencio durante un rato, hasta que fue a descorrer las cortinas y a sentarse en el sillón junto a la ventana. Jessica la siguió con la mirada.

—Siempre había esperado, querida, que Bruno complacería a su madre con una boda de blanco, con todo... — sonrió con melancolía —. No, quizá no muy formal, pero sí una boda, en cualquier caso.

—Lo entiendo — repuso Jessica incómoda. ¿Le habría contado a su madre que habían planeado una boda para desmantelarla en un abrir y cerrar de ojos?

—Me ha informado de que algo así es imposible — observó con atención a Jessica —. ¿Puedo preguntar por qué?

—Porque las bodas, el matrimonio... Fui una tonta, señora Carr. Un error y... — empezó a quebrársela la voz, pero se obligó a continuar —. Y aquí estoy. Embarazada. Sé que Bruno no había planeado que su vida siguiera este terrible curso, ni yo tampoco.

—¿Y qué habías planeado tú, querida? — la voz sonó suave pero insistente.

¿Qué había planeado? Era una buena pregunta. Suspiró y se reclinó en la cama con la vista clavada en el techo.

—Una vida de independencia. Una carrera. Una vida sin ataduras emocionales. Siempre pensé que eso sería mucho más fácil. Bajo ningún concepto planeé tener familia ni estar con su hijo... No, todo eso era lo último que se me pasaba por la cabeza...

—¿Todo eso?

Giró la cabeza y miró a la madre de Bruno. Se encogió de hombros.

—Compromiso, supongo. Sé que hay un bebé, pero el matrimonio... bueno, bajo toda esa fachada imagino que fui más romántica de lo que pensaba.

—Creo que en todo momento pensé que el matrimonio y el amor debían ir de la mano. Bruno y yo no nos vamos a casar porque no me ama, y no se me ocurre nada más injusto para él que obligarlo a estar a mi lado por un error.

—Y también injusto para ti, si tampoco lo amas.

Jessica captó la mirada de la mujer y abrió la boca para coincidir, pero no fue capaz. Basta de mentiras.

—Ojalá fuera así de fácil — murmuró —. Ojalá.