Capítulo 8

 

BRUNO Carr siempre obtenía lo que quería. ¿Acaso no se lo había mencionado a Jessica en algún momento? Tendría que haber prestado más atención. Nunca tendría que haber dejado que el encanto de un fin de semana la cegara ante la verdad que había percibido en su primer encuentro. Era un hombre que esperaba que el mundo bailara a su ritmo.

Dos días atrás la había dejado en un estado de confusión, y en ese momento, mientras se ponía una ropa adecuada para reunirse con él en un restaurante en Covent Garden, se miró en el espejo con ojos apagados.

Aún no había reunido el valor para llamar a su madre. Tampoco a sus amigos, ya que era incapaz de enfrentarse a la andanada de preguntas que recibiría.

Bruno le había informado de que tendrían que trazar los detalles de su pequeño acuerdo. Con frialdad le había dicho que no imaginaba por qué no le encantaba la idea. ¿Acaso un matrimonio pactado no era lo último en control? Al oírlo formar esas palabras, Jessica había sentido todo menos control. Nunca su vida había sido tan desordenada o impredecible.

Suspiró y se mesó el pelo, separándolo en tres partes para formar una trenza larga.

Sabía que una parte de ella se estaba mostrando poco razonable.

Casi sin tiempo, llegó al restaurante y lo encontró sentado con una copa.

—Me preguntaba si te habías echado atrás y te asustaba verme — fueron las primeras palabras de Bruno, con expresión seria.

—¿Y si así hubiera sido? — se sentó a la mesa y se relajó con los brazos cruzados, en la clásica postura defensiva.

—Oh, te habría encontrado. Y por si acaso se te pasa por la cabeza la idea de huir de mí, olvídalo. No dejaría ni un rincón sin mirar hasta encontrarte.

—Querrás decir encontrar a tu hijo — indicó ella con amargura.

—Acepto la corrección — le indicó al camarero que les llevara dos menús.

Jessica se ocultó en las palabras que tenía delante. Salmón, carne, salsas y verduras. Poco le importaba lo que comiera. Un buen apetito y la presencia de Bruno Carr eran dos cosas que no encajaban. No de momento.

—No has ganado mucho peso — comentó él, reclinándose en la silla.

—¿Se supone que lo has dicho para tranquilizarme?

—¿Se supone que eso es lo que debo hacer? ¿Tranquilizarte?

—No, claro que no — dijo Jessica con acritud. Los matrimonios se llevan mejor en un estado de guerra fría — jugó con la copa y no captó el amago de sonrisa que bailó durante unos segundos en los labios de él.

—Veo que ya has empezado a resignarte a la idea... — aguardó hasta que ante él depositaron una copa de vino y un zumo de naranja para Jessica, luego adelantó un poco el torso —. Hemos de arreglar muchas cosas.

—Eres un miserable despiadado — repuso.

—Todo lo contrario. Si lo fuera, te habría permitido llevar todo tú sola, como estúpidamente pensabas hacer. El hecho es que, te guste o no, no tengo intención de soslayar mi responsabilidad ni de quedarme en la sombra, viendo como un hijo mío crece sin mi ayuda. Como ya te he dejado claro.

—Así es.

—¿Por qué no pareces embarazada?

—¿Qué intentas decir, Bruno? ¿Dudas de mí? ¿Piensas que me lo he inventado todo?

—No seas ridícula — se sonrojó y apartó la vista incómodo —. Te pregunto si te encuentras bien. Me refiero físicamente. ¿Las cosas funcionan como deben? — la miró de reojo, y ella quedó momentáneamente arrobada por el destello de encanto juvenil que la había cautivado.

—¿Las cosas funcionan como deben? — enarcó las cejas —. ¿Es que no sabes nada sobre el embarazo? — no debía olvidar que bajo todo su encanto ese hombre haría lo que fuera necesario para salirse con la suya. Iba a casarse por el bien del bebé, ¿y luego qué? ¿Fidelidad eterna? Lo dudaba. No la amaba, y sólo sería cuestión de tiempo hasta que sus necesidades sexuales lo impulsaran a salir de caza —. Dudo que se note hasta dentro de un par de semanas, como mínimo — le ardían las mejillas, y se sintió aliviada cuando llegó la comida.

—Pero has ido a ver al médico... te has hecho pruebas... quiero decir, lo que haya que hacer...

—Pronto, pero todavía no — informó.

—Oh — pareció digerir esa información —. Entonces, ¿como sabes...?

—Bruno — lo miró con firmeza —. El embarazo es algo natural. Me siento bastante bien, aparte de alguna que otra sensación de náusea por la mañana. Estoy segura de que todo va bien. No hay nada por lo que preocuparse.

—¿Quién ha hablado de preocuparse? — tomó un trozo de pescado y le regaló una versión adulterada de una mirada furiosa.

«¿Por qué no puede ser frío y distante en todo momento?», se preguntó ella irritada. Sus cambios de ánimo la minaban. Sintió una oleada de pesar. La situación era una parodia de lo que tendría que haber sido.

—Me has pedido que viniera para hablar del acuerdo... — le recordó insegura.

—El acuerdo. Sí — pareció tan aliviado como ella de retomar la corriente normal de la conversación —. Primero, no hay necesidad de que sigas considerando tu dimisión.

—¿Quieres decir que puedo seguir trabajando hasta que... tenga el bebé? — ya que Bruno conocía el motivo de su dimisión, ya no tenía sentido dejar de trabajar.

—Quiero decir — explicó con paciencia —, que puedes marcharte de inmediato sin molestarle en el tiempo requerido hasta hacer efectiva la dimisión.

—¿Y qué hago? — lo miró como si de repente hubiera empezado a hablar un idioma diferente.

—Nada. Relajarte. Poner los pies en alto. Organizar el cuarto del bebé. Lo que quieras — concluyó irritado, observándola.

—No pienso hacer eso — informó ella —. No voy a quedarme sentada sin hacer nada. Me volvería loca.

—Muchas mujeres lo hacen — indicó con algo de exasperación — Y no hay necesidad económica de que trabajes. Al ser mi esposa, dispondrás de cualquier cosa que necesites.

—Mira, aclaremos una o dos cosas — abandonó el intento de disfrutar de lo que le quedaba de comida en el plato y cruzó el tenedor y el cuchillo —. No voy a abandonar mi trabajo y a quedarme sentada sin hacer nada sólo porque tú pienses que puede ser una gran idea. Pretendo continuar donde estoy y daré a luz cuando llegue el momento, luego volveré a trabajar. No tengo intención de convertirme en una carga financiera para ti.

—Oh, por el amor de Dios...

—Y además, mientras hablamos del tema del dinero, pienso mantener mi casa y alquilarla.

—¿Para qué?

—¡Como fuente de ingresos!

—¡No te hace falta una fuente de ingresos!

—¡Ni a ti! — exclamó —. Pero eso no significa que vayas a dejar de trabajar y a quedarte sentado cuidando del jardín — se miraron largo rato, y al final él suspiró.

—Es una idea que apesta. Las mujeres embarazadas deben descansar.

—¡Según el hombre que reconoce que no sabe nada del tema!

—Dios, dame fuerzas... — masculló Bruno.

—Si empiezas a lamentar tu proposición — aventuró Jessica esperanzada —, éste es el momento de retirarla — si iba a aceptar el así llamado acuerdo de negocios, su intención era estipular unas reglas básicas antes de verse arrastrada a un mundo en el que no podría influir. Bajo ningún concepto pensaba seguir los pasos de su madre y convertirse en la pareja silenciosa de una dictadura injusta. Adelantó la barbilla y él la miró con un destello de diversión.

—Ni se me pasa por la cabeza. Y ahora, en lo concerniente a la boda... — comenzó.

—Acuerdo de negocios, ¿recuerdas?

—Elige las palabras que quieras. Por lo que a mí respecta, cuanto antes, mejor.

—¿Por qué? — sintió algo de nervios en el estómago ante la idea de fijar una fecha.

—¿No te gustaría habituarse a nuestro hogar antes de que nazca el bebé?

Tuvo ganas de decir que no. Al pensar en compartir una casa con él experimentó otra oleada de ansiedad.

—Acostumbrarse a unos ladrillos no cuesta mucho — aseveró. Siempre que no sintiera nada por él. No estaba muy segura de lo que sentía, pero lo percibía agitado en su interior. Un acuerdo de negocios involucraba a dos desconocidos desapasionados, y ellos no lo eran, ¿verdad?

—Deja de poner tantos obstáculos. No funcionará.

—¿Qué no va a funcionar?

—Intentar postergar lo inevitable — pidió café —. Y no quiero que te eches atrás en el último minuto. Ambos sabemos cuál va a ser el resultado, así que lo mejor es que te enfrentes a los hechos — bebió un sorbo de café y la contempló por encima del borde de la taza.

Esos ojos. Esos dedos doblados en el asa de la taza. Sin importar lo mucho que intentaba convencerse de que le parecía poco razonable, carente de ternura y despiadado hasta la médula, su cuerpo aún respondía con ansiedad nada más verlo. ¿Por qué? ¿Por qué?

—De modo que hemos aceptado que voy a trabajar hasta que llegue el momento de dar a luz.

—No puedo arrastrarte hasta mi casa y encadenarte a un mueble.

—Así que no darás la noticia de que mi trabajo con tu empresa ha terminado.

—Señor.

—¿Perdón?

—Por el amor de Dios, ¿no puedes relajarte un poco sobre esa cuestión?

—¿Cómo esperas que lo haga? — soltó en voz alta —. De repente me siento como si estuviera en una montaña rusa. ¿Es fácil relajarse en una montaña rusa? — contempló su taza de café con desagrado.

—La vida va a cambiar para los dos — indicó él con frialdad —. Tú no serás la única que va a notar las repercusiones de esto, ¿verdad? — pidió la cuenta sin dejar de mirarla, como si esperara que Jessica saliera corriendo en dirección a la puerta.

—Puedo regresar a mi casa en metro — indicó ella después de que Bruno pagara.

—Vamos a ir a mi casa — la condujo a un taxi. — ¿Para qué?

—Porque yo lo digo.

—Tú no eres mi amo y señor — protestó de malhumor.

—Si quieres participar en las decisiones, entonces tendrás que actuar de forma más madura. Las circunstancias nos han colocado en una situación que no habíamos esperado, pero ya que estamos en ella será mejor que aprovechemos su lado bueno.

—¡Es más fácil decirlo que hacerlo!

—Sólo si no aceptas la realidad — la miró con ojos duros —. Puedes hacer que las cosas sean difíciles para ti misma o aceptar la situación en la que nos encontramos y disfrutarla.

—¿Disfrutarla? — preguntó incrédula —. ¿Tú la disfrutas? ¿Anhelas casarte con alguien con quien preferirías no hacerlo? ¿Se entusiasma tu corazón ante la perspectiva de compartir una casa con una mujer que iba a ser una aventura temporal? — pronunciar esas palabras le provocó un ataque de autocompasión; giró la cara y miró por la ventanilla del taxi.

Tenía las hormonas revueltas. Sabía que todo lo que había dicho era verdad, pero que la situación podría haber sido mucho peor. Había pocos hombres que aceptaran esa responsabilidad.

No iba a facilitarse las cosas si insistía en oponerse a él a cada paso.

El taxi paró frente a la casa de Bruno. Jessica la observó con curiosidad. Había imaginado a un hombre que vivía en un ático en lo alto de un edificio exclusivo en alguna zona muy céntrica. No podía haber estado más lejos de la verdad. Su casa se hallaba rodeada de jardines en una calle tranquila de la zona de St. John's Wood, y al entrar se sintió invadida por su calor. No era una mansión, pero tampoco un apartamento. Cálida, de ladrillos rojos, con hiedras trepando hasta las ventanas, y por dentro unos colores ricos y profundos y unos muebles antiguos y cómodos.

—Pensé que todos los altos ejecutivos que vivían solos lo hacían en pisos a rebosar de objetos cromados y negros — dijo al rato.

—Otra de tus ideas estúpidas — la condujo hasta el salón coqueto y con una chimenea maravillosa. Encima de la repisa había un espejo exquisito y, a ambos lados, dos cuadros que parecían perturbadoramente familiares. Todo lo que había visto Jessica hablaba de riqueza, pero sin ostentación —. La casa pertenece a mi familia desde hace generaciones.

—Es...

—¿Muy distante del cromo y el negro?

—Absolutamente espléndida.

—Bueno, ya hemos superado el primer escollo — indicó con sequedad —. ¿Quieres tomar algo? ¿Té? ¿Café?

—Té, gracias. Con leche, un terrón de azúcar había tantas cosas básicas que no sabía de ella y, sin embargo, de vez en cuando tenía la impresión de que conocía a Bruno de toda la vida.

Se sentó a esperar que regresara, y pensó que tendrían que darse sus respectivos currículos para que el otro lo leyera. Estaban haciendo las cosas al revés. Tenían un bebé antes de casarse, y celebrarían el matrimonio antes de la relación.

Lo más que podía esperar era que tuvieran el bebé y pudieran comunicarse sin fricciones. Sin amor que confundiera la convivencia, su relación jamás se elevaría a grandes alturas, pero con el tiempo quizá pudieran ser amigos. Dos amigos que compartían una casa. Ella haría la vista gorda a sus aventuras sexuales y, era de suponer, él haría lo mismo con las suyas.

No, sabía que no tendría ninguna.

Jamás había pensado en el matrimonio, pero al verse obligada a ello, lo mejor era que se enfrentara a los hechos. No era ninguna mujer del siglo veinte que portara la antorcha de la liberación sexual, con o sin anillo en el dedo.

Para ella, el matrimonio era un compromiso.

Miró por la ventana y vislumbró el cielo y el jardín.

Trataba sobre el amor, sobre estar enamorada.

Su mente comenzó a rememorar los últimos meses. Y fue como si por primera vez viera su vida con absoluta claridad.

Con orgullo había pensado que su pasado la había endurecido, transformando cualquier pensamiento de romance en cinismo. Había logrado convencerse durante años de que lo único que deseaba en la vida era su carrera. El hecho de que sus relaciones hubieran sido breves y libres de dolor le había parecido un signo positivo. Había pensado que los hombres eran objetos de deseo o, al menos, de placer temporal.

Pero la verdad es que jamás había encontrado el amor. Hasta que Bruno Carr entró en escena. Todas esas emociones intensas y conflictivas que había sentido en su presencia no tenían nada que ver con el desagrado. Tenían que ver con abrir los ojos y estar realmente viva.

¿Cuándo se había enamorado? No lo sabía, aunque lo cierto es que estaba enamorada. No era de extrañar que el embarazo no le hubiera causado una consternación real. En el subconsciente había querido a ese bebé desde el principio. Cerró los ojos para intentar bloquear esos pensamientos, pero no lo logró. Se sintió mareada.

No lo oyó entrar. Lo primero que supo de su presencia fue cuando le preguntó si se encontraba bien.

—Estás blanca como el papel.

Abrió los ojos y lo miró, y fue como si lo viera por primera vez. Aceptó la taza de té y observó en silencio mientras se sentaba frente a ella y cruzaba las piernas.

Debía guardar en secreto su amor. Se mostraría profesional y tranquila porque era el único modo de comportarse sin revelar lo que bullía en su interior. Él la miraba a la espera de una especie de respuesta; Jessica respiró hondo.

—Unas náuseas pasajeras. No tengo el estómago acostumbrado a tanta comida — aventuró una sonrisa que recibió un fruncimiento de ceño —. ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? — inquirió con cortesía.

—Ya te lo he dicho — acentuó la expresión ceñuda —. La casa lleva en...

—En tu familia durante generaciones. Claro. Lo olvidé.

—¿Qué te sucede? — entrecerró los ojos.

—Amnesia y embarazo. Es algo que está bien documentado — respondió. Bebió un poco de té y adoptó una postura más relajada —. No creo que debamos precipitamos con la boda — indicó—. Faltan meses para que nazca el bebé. Creo que al menos podríamos tomarnos el tiempo para conocemos un poco — necesitaría tiempo para que sus emociones se asentaran, o al menos para aprender a controlarlas. La idea de compartir su casa de inmediato la llenaba de horror.

—En realidad, creo que nos conocemos mejor de lo que tú crees — comentó Bruno —. Pero si quieres esperar un par de meses, está bien. Supongo que no te opondrás al anillo de compromiso.

—¿La gente sigue prometiéndose en la actualidad? — sabía que sí, pero un anillo parecía una exhibición de hipocresía mayor que planificar la boda. Los compromisos involucraban estar sumida en sueños, esperanzas y planes. Debían llevarse como una prueba de amor.

—No tengo ni idea... — se encogió de hombros — y no es algo que me preocupe. Pero a mi madre le resultaría perturbador que no respetáramos los ritos convencionales. Puede que el gesto no signifique nada para nosotros, pero representaría mucho para ella.

Sus palabras la hirieron como un cuchillo, pero se obligó a sonreír.

—En ese caso... — también se encogió de hombros —... a mí tampoco me importa, y si con ello hacemos más feliz a tu madre, perfecto — las cosas tendrían que haber sido distintas. Tendrían que haber estado planeando una vida de felicidad, con un bebé de camino. Pero quizá era mejor de esa manera. Si no había sueños, entonces no sería posible quebrarlos.

—Vamos — dijo de repente, poniéndose de pie —. Te mostraré la casa.

—¿Por qué no?

Lo siguió por todas las habitaciones de la planta baja, haciendo comentarios favorables al tiempo que trataba de cerrar los ojos a las imágenes de que envejecían felices juntos, sentados lado a lado en el sofá, compartiendo risas en la cocina, recibiendo a amigos en el salón.

Al subir a la planta alta se le aceleró el ritmo del corazón. Detrás de las puertas cerradas había dormitorios, y pensar en ellos la hacía sudar.

La distribución de la planta alta era idéntica a la baja, con un pasillo central amplio que daba a todos los cuartos. Cuatro dormitorios enormes y un gran salón que había sido convertido en sala de estar. Hizo comentarios sobre los muebles, observó los cuadros y postergó otro ataque de nervios cuando tuviera que enfrentarse al dormitorio. El de ambos. Su cama. Dios ¿él querría tocarla?¿O sus ojos la contemplarían con desinterés?

Resultó que el dormitorio de Bruno era lo bastante grande para incluir una zona de estar, además de un cuarto de baño grande particular.

—Es grande — musitó, sin moverse de la puerta.

—¿Qué demonios te pasa? — giró para quedar frente a ella y apoyó las manos a ambos lados del marco.

—Nada — se humedeció los labios con gesto nervioso.

—¿La idea de compartir una casa conmigo te asusta? — preguntó, leyéndose la mente; Jessica negó con la cabeza.

—¿Continuamos?

—No hasta que respondas algunas preguntas — la llevó al dormitorio, hacia el sofá pequeño junto a la ventana y la hizo sentar; ella evitó mirar la gran cama victoriana que dominaba la habitación —. Desde que entraste por esa puerta te has estado comportando como una zombi. ¿Por qué? — demandó, sentándose junto a ella. Sus muslos se rozaban.

—Todo parece tan irreal — musitó Jessica mientras sentía la fuerza plena de su personalidad como un martillo.

—¿Cómo crees que será nuestra vida cuando nos casemos? ¿Cuando vivas aquí y no tengas una casa a la que poder huir?

—No lo sé. Supongo que tendré que esperar para verlo. Además, mi mente estará concentrada en el embarazo. Y después... bueno, los bebés requieren mucha atención.

—Aún no has respondido a mi pregunta.

—¿Qué contestación quieres? — repuso con vehemencia. Le molestaba su compostura. Sabía que eso le resultaba mucho más fácil porque la perspectiva del matrimonio no lo amenazaba. Tuvo ganas de tirarle algo a la cabeza.

—¡La maldita verdad!

—¡No, no es cierto! — espetó, próxima a las lágrimas —. ¡La verdad es lo último que quieres! Lo que buscas es mi aceptación total de todo lo que digas. Quieres que asienta todo el tiempo y te diga lo inteligente que eres.

—¡Dices tonterías!

—¡No, Bruno! Analicemos las cosas con frialdad, ¿quieres? Fui bastante buena para un fin de semana, pero eso era lo único que a ti te interesaba...

—Si no recuerdo mal, ése era tu punto de vista explicó él.

—¡De acuerdo! Un fin de semana, una semana, tal vez un mes, pero luego quedé embarazada, y ahora que tú lo has averiguado, has decidido aceptar la paternidad y arreglarlo todo con un matrimonio falso, que para ti no significa nada...

—¿Y tú quieres que...?

—¡Jamás he dicho eso!

—Entonces, ¿qué es exactamente lo que dices?

—Que... — desesperada intentó buscar una respuesta, pero lo único que tenía en la cabeza era la espantosa revelación de que amaba a ese hombre y que ese amor no era recíproco. ¿Qué clase de respuesta podía darle? — Oh, no sé — hundió la cabeza en las manos y se daba un discurso mental sobre lo que significaba el autocontrol cuando sintió la mano de él en la nuca.

—Date la vuelta — pidió él con voz ronca y Jessica obedeció, bajando la cabeza. No quería pensar que las manos de Bruno en su cuello la relajaban. Él hundió los pulgares contra los huesos y los rotó a lo largo de los hombros, haciendo que ella suspirara de placer —. ¿Te gusta? — murmuró Bruno, y Jessica asintió. Los dedos encontraron los omóplatos, luego la columna para presionar la línea de las vértebras, involuntariamente ella soltó un gemido de satisfacción. Las manos le rodearon la caja torácica, luego regresaron a la columna, después se colocaron bajo sus pechos. Jessica jadeó —. Estás muy tensa — susurró, haciéndole cosquillas con el aliento en la oreja —. No soy ningún masajista, pero puedo sentirlo. Relájate — le desprendió el sujetador y deslizó las manos por su espalda, apretando con suavidad los músculos para soltarlos.

—No estoy tensa.

—Y deja de discutir. Discutes mucho — le rodeó la cintura con las manos y empezó a subirlas — hasta que los dedos provocaron la parte inferior de los pechos, más llenos y pesados por el embarazo.

Con los ojos aún cerrados, Jessica se apoyó contra él y ladeó la cabeza sobre su hombro, al tiempo que temblaba al sentir que le coronaba los pechos y lentamente comenzaba a masajearlos. Se hundió más contra Bruno, y cuando él se movió un poco, ella arqueó el cuerpo y posó la cabeza sobre el apoyabrazos del sofá.

Fue como si hubiera pasado las últimas semanas en un estado de constante necesidad, con un anhelo que se había negado a reconocer.

Él se inclinó y su lengua aleteó sobre los pezones. El gemido que salió de los labios de Jessica parecía proceder de otra persona. Era un gemido de honda satisfacción. La boca de Bruno le cubrió el pezón y se puso a succionar, haciendo que ella se retorciera, sonriera y le clavara los dedos en el pelo.

Su entrepierna se mojó y separó los muslos, sabiendo que la mano de él encontraría la hambrienta humedad que había bajo las braguitas de encaje. Con la falda subida, Bruno comenzó a acariciarle el interior de los muslos al tiempo que lamía y jugaba con sus pechos en la boca.

—¿Ves? No tengas miedo. El matrimonio no será tan malo como tu anticipas.

Las palabras tardaron un segundo en penetrar en ella pero en cuanto lo hicieron, su cerebro se activó y se puso a analizar lo que había dicho.

La idea de vivir con Bruno, de casarse con él, de tener que ocultar su amor como si fuera un secreto sucio, ofrecía la perspectiva de un dolor constante. Pero que la tocara, sabiendo que no la amaba y que, con el tiempo, probablemente también tocaría a otras mujeres, sería insoportable.