EL JUICIO DE SANDY BREWER SE APROXIMABA y, en previsión de lo que pudiera suceder, The New York Times publicó varios artículos relacionados con la cruz de María la Sanguinaria. Un famoso historiador insistía en que la cruz había sido la causa, no de un solo delito, sino de varios a lo largo de los últimos cuatrocientos años, entre ellos el asesinato. En Francia, en el siglo XVIII, el monje que custodiaba el tesoro fue apaleado hasta la muerte durante un robo rutinario a la sacristía. Entre las cosas que se llevaron, había cuatro francos, un calientacamas y la cruz. Es muy posible que los ladrones no supieran lo que habían robado, y se especuló con la idea de que la vendieran a algún chamarilero. Sea como fuere, al parecer, la cruz terminó en manos de una anciana duquesa viuda de nombre Hermione Belvoir. A su muerte, la joya desapareció nuevamente.
Ahora había reaparecido, y Sandy Brewer iba a ser juzgado por el robo de una pieza de arte. De haber estado vivo Billy, se recordaba Annalisa, probablemente hubiera sido considerado culpable. Pero los muertos no podían hablar, y la defensa no había logrado dar con la misteriosa caja de madera que la señora Houghton le legara, o, en su defecto, cualquier otra cosa que pudiera relacionarlo con el delito. Así las cosas, el proceso judicial abrió sus fauces sobre Sandy Brewer. Éste intentó llegar a un acuerdo con el fiscal, ofreciéndose a pagar una elevada multa de más de 10.000 millones de dólares, pero en los meses transcurridos desde que se recuperara la cruz, el mercado de valores se había hundido vertiginosamente, el precio del petróleo había caído y la gente estaba perdiendo sus hogares y sus fondos de pensiones. La recesión estaba a la vuelta de la esquina, si no más cerca. El pueblo, reclamaba la oficina del fiscal, exigía la cabeza del grotescamente rico operador de fondos de alto riesgo, que bastante dinero había conseguido ya a costa del ciudadano medio y, además, había robado una pieza que pertenecía al tesoro nacional de otro país.
Como consecuencia, la persona de la señora Houghton cobró renovado interés. Las buenas obras que llevó a cabo, su personalidad y sus motivaciones fueron diseccionadas en un reportaje en The Times. En los años setenta, cuando el Museo Metropolitano estaba casi arruinado, ella salvó la venerable institución donando 10 millones de dólares. No obstante, resurgió también el rumor de que había sido ella quien robó la cruz. Entrevistaron a varias personas de edad que la conocieron, entre ellas Enid, y todas insistieron en que era imposible que Louise Houghton hiciera algo así. Alguien se acordó de que el rumor lo había iniciado Flossie Davis, y el periodista trató de entrevistarla, pero Enid lo impidió. Dijo que era ya muy mayor y sufría demencia senil, por lo que se alteraba con facilidad. La entrevista la mataría.
Aprovechando la coyuntura, Sotheby's celebró la subasta de las joyas de la señora Houghton. Llevada por la curiosidad hacia la que fuera la dueña de su piso, Annalisa Rice asistió a la exposición previa a la subasta. Pese a no ser una gran amante de las joyas, observó con detenimiento las vitrinas de cristal donde se exponía la extensa colección, sobrecogida de emoción. Un sentimiento que tal vez estuviera relacionado con el tejido conectivo de la tradición, y cómo la vida de una mujer podía conducir a la de otra. Supuso que ése era el motivo de que las madres legaran sus posesiones a sus hijas. Había una transferencia de poder en la transferencia de posesiones materiales. Pero se trataba sobre todo del concepto de pertenencia, y de que las cosas estuvieran donde les correspondía. Y el lugar de las joyas de la señora Houghton era el ático de la Quinta Avenida, donde siempre habían estado. De modo que pujó agresivamente en la subasta y pudo comprar doce piezas. Las colocó en el enorme joyero de terciopelo que tenía en su cómoda, y, al hacerlo, tuvo la extraña sensación de que el piso estaba casi completo.
Decidió que se pondría las joyas en la gala de la fundación. Delante del espejo del cuarto de baño de mármol, se probó unos pendientes de diamantes y perlas, y retrocedió un poco para contemplar el efecto. Las grandes perlas tenían un tono amarillento natural, que contrastaba con el tono caoba de su pelo y el gris de sus ojos. Se acordó de Billy otra vez y de lo complacido que se habría sentido. Se sobresaltó al oír la voz de Paul mientras se colocaba los pendientes.
—¿En qué estás pensando?
Annalisa levantó la vista y lo vio de pie en la puerta, mirándola.
—En nada —se apresuró a responder ella y a continuación añadió—: ¿Qué haces en casa? Creía que nos veríamos directamente en la gala.
—He cambiado de opinión —dijo—. Es nuestra gran noche. Me ha parecido que debíamos ir juntos.
—Muy amable por tu parte.
—No parece que te alegre.
—Pues me alegra, Paul. Es que estaba pensando en Billy Litchfield. Eso es todo.
—¿Otra vez?
—Sí, otra vez —confirmó ella—. Era mi amigo. Probablemente siempre me acuerde de él.
—¿Por qué? Está muerto.
—En efecto, lo está —replicó con sarcasmo, pasando junto a su marido en dirección al dormitorio—. Pero si no hubieran cogido a Sandy, seguiría vivo. —Abrió la puerta del vestidor—. ¿No deberías empezar a vestirte?
—¿Qué tenía que ver Billy con el asunto? —preguntó Paul mientras se quitaba los zapatos y la corbata—. Quiero que dejes de pensar en él.
—¿Ahora eres también policía de los pensamientos?
—Es hora de avanzar —respondió él, desabrochándose la camisa.
—Billy le vendió la cruz a Sandy —dijo Annalisa—. Supongo que Sandy te lo habrá dicho.
Paul se encogió de hombros.
—No. Pero en toda maniobra comercial existe un elemento de suerte que uno no puede prever. Supongo que Billy fue ese elemento.
—¿De qué estás hablando ahora, Paul? —preguntó ella, saliendo del vestidor con un par de sandalias doradas de tacón—. ¿Qué maniobra comercial? —Abrió el joyero y sacó una pulsera de platino y diamantes estilo art déco, también de la colección de la señora Houghton.
—De Sandy Brewer —explicó él—. Probablemente iba a despedirme por culpa de aquel problema técnico en el trato con China. ¿Cómo iba a saber yo que Billy Litchfield estaba involucrado en el asunto de la cruz? Pero si retrocedes hasta el origen, verás que la culpa de todo la tiene Sam Gooch. Si no hubiera cortado los cables, yo no habría tenido que hacer lo que hice.
—¿Qué hiciste, Paul? —preguntó Annalisa suavemente.
—Envié un e-mail a The Times contándoles lo de la cruz —dijo, estirando el cuello para ponerse la pajarita—. Un juego de niños —prosiguió, tirando de los dos extremos para enderezarla—. Como las piezas de dominó. Tiras una y caen todas las demás.
—Creía que fue Craig Akio quien envió el e-mail —comentó su mujer, tratando de no elevar el tono de voz.
—Sí, también eso fue un juego de niños —asintió él—. Una cuenta de correo falsa. Cualquiera puede hacerlo. —Se colocó la chaqueta del esmoquin—. Un toque de maestría y un poco de suerte. La mejor forma de deshacerse de dos personas al mismo tiempo. Hacer que una elimine a la otra.
—Dios mío, Paul —exclamó Annalisa con voz temblorosa—. ¿Nadie está a salvo contigo?
—No en este edificio —contestó al tiempo que entraba en el vestidor—. Todavía tengo que idear la forma de echar a Mindy Gooch y a ese cabrón de hijo que tiene. Cuando no estén, devolveré su apartamento a su glorioso origen: lugar de almacenaje.
Se puso los zapatos de charol y le ofreció el brazo.
—¿Lista? —preguntó al ver que ella no se había movido del sitio. Al verla tratar de abrocharse el brazalete con manos temblorosas, añadió—: Deja que te ayude.
—No —espetó Annalisa, retrocediendo un paso. Acertó a abrochar el cierre justo en ese momento. Recobró la compostura y le tendió la muñeca con una risilla nerviosa—. Ya está.
Lo primero que hizo Annalisa al encargarse de la presidencia del comité que organizaba la gala de la fundación había sido cambiar el lugar de celebración, optando por el renovado Plaza. Enid hizo un gesto de aprobación mientras salía de la berlina que la joven le había enviado. Pensaba que, tal vez, la reforma del esplendoroso hotel significara el regreso del antiguo Nueva York, mientras avanzaba lentamente por la alfombra roja desplegada desde la acera hasta la grandiosa entrada. Había paparazzi a ambos lados. Enid se detuvo un momento y asintió con su cabeza pulcramente arreglada al oír que la llamaban, y complacida con el hecho de que aquellos reporteros todavía tuvieran interés en sacarle fotos. Nada más entrar había una hilera de gaiteros tocando. Un joven vestido de negro apareció de un lado y la tomó del brazo.
—Aquí está, señora Merle —dijo—. Annalisa Rice me ha pedido que la escolte.
—Gracias —contestó ella. Philip quería haberla acompañado, como en los viejos tiempos, pero su tía se había negado. Podía apañárselas perfectamente ella sola. Además, Philip ahora estaba prometido, debía acompañar a su prometida. Era hora de avanzar, le había dicho. Así que Philip y Schiffer se habían adelantado para ocuparse de la prensa, como estaba mandado.
La ceremonia tendría lugar en un salón de baile decorado en blanco y dorado, situado tres tramos de escalera más arriba. Enid siempre había subido por la escalinata de mármol, que la hacía sentir como si estuvieran en el decorado de una película, pero el joven la condujo amablemente hacia el ascensor. Enid miró la caja metálica y negó con la cabeza.
—Así no es lo mismo —señaló.
—¿Cómo dice? —preguntó el joven.
—No importa. No importa.
Las puertas se abrieron a un vestíbulo de gran tamaño, donde siempre se había ofrecido el cóctel previo a ese tipo de recepciones. Ver que las cosas no habían cambiado hizo que la mujer se sintiera mejor de nuevo. En ese momento, Annalisa se acercó a ella, y la saludó dándole un beso en cada mejilla.
—Cuánto me alegra que hayas venido.
—No me lo habría perdido por nada, querida —dijo Enid—. Tu primera gran función benéfica. Y como presidenta del comité. ¿Vas a dar un discurso? La presidenta del comité siempre lo hace.
—Sí. Lo he redactado esta misma tarde.
—Buena chica —dijo la anciana—. ¿Estás nerviosa? No deberías. Has conocido al presidente de Estados Unidos, ¿recuerdas?
Annalisa cogió a Enid del brazo y la llevó a un extremo de la sala.
—Paul hizo algo horrible. Me acabo de enterar. Se le escapó mientras se vestía...
La mujer la atajó sin contemplaciones:
—Sea lo que sea, tienes que olvidarlo. Bórralo de tu mente. Debes comportarte como si todo fuera maravilloso, no importa cómo te sientas. Es lo que toda esta gente espera de ti.
—Pero...
—Billy Litchfield te hubiera dicho lo mismo —insistió Enid. Al ver la expresión horrorizada de Annalisa, le dio unas tranquilizadoras palmaditas en el brazo—. Cambia esa cara, querida. Así está mejor. Y ahora, vamos. Tienes un salón lleno de gente que está deseando hablar contigo.
—Gracias, Enid —dijo Annalisa, alejándose. La mujer mayor se mezcló con los demás invitados. Había varias mesas largas colocadas contra la pared, cubiertas con manteles de hilo blanco, y sobre las que se exponían los objetos de una silenciosa subasta. Enid se detuvo delante de la foto en color de un enorme yate. Debajo aparecía la descripción y una hoja en la que los interesados podían anotar sus pujas. «The Impressor—rezaba—. Espléndido yate de 76 metros. Doce miembros de servicio, entre los que hay instructores de yoga y submarinismo. Disponible en julio. Precio de salida, 250.000 por semana.»
Levantó la vista y se encontró con Paul Rice.
—Deberías pujar —le sugirió.
Por alguna razón, el hombre le lanzó una mirada llena de hostilidad, aunque Enid se lo tomó como si fuera su habitual reacción al tener que hablar con relativos desconocidos.
—¿De verdad? ¿Por qué? —preguntó él.
—Todos sabemos lo de tu acuario, querido —dijo Enid—. Es obvio que te gustan los peces. Hay un instructor de buceo a bordo. Supongo que el océano es como un acuario gigante. ¿Has buceado alguna vez?
—No —contestó Paul.
—He oído que aprender es muy fácil —concluyó la mujer, y se alejó.
La llamada avisando de que la cena iba a comenzar sonó en el salón.
—¡Nini! —exclamó Philip, que acababa de divisarla entre la multitud—. Llevo buscándote toda la noche. ¿Dónde estabas?
—Charlando con Paul Rice.
—¿Y por qué demonios tendrías que hacerlo? Sobre todo, después de los problemas que ha causado en el edificio.
—Me cae bien su mujer —declaró su tía—. ¿No sería fantástico que a él le ocurriera algo y Annalisa se quedara con el piso para ella sola?
—¿Estás urdiendo un asesinato? —preguntó Philip, y se echó a reír.
—Pues claro que no —respondió Enid—. Pero no sería la primera vez que eso ocurriera.
—¿Lo del asesinato? —dijo su sobrino, negando con la cabeza.
—No, querido —contestó la mujer—. Accidentes.
Philip puso los ojos en blanco y la tomó del brazo para acompañarla a la mesa presidencial. Estaban sentados con Annalisa y Paul, y Schiffer, por supuesto, y otras personas que Enid no conocía y que tenían aspecto de ser socios de Paul. Schiffer estaba entre Paul y Philip, y Enid a continuación de su sobrino.
—Una gala maravillosa —le dijo Schiffer a Paul, tratando de entablar conversación.
—Es bueno para el negocio. Eso es todo —replicó él.
Philip rodeó la espalda de Schiffer con un brazo y le acarició la nuca. Ella se reclinó sobre él y se besaron fugazmente. Al otro lado de la mesa, Annalisa los observaba con una punzada de envidia. Hubo un tiempo en que Paul y ella se habían comportado de la misma manera. Se levantó para dar su discurso, preguntándose qué iba a pasar con ellos.
Se dirigió hacia el podio. En un monitor situado delante, tenía el discurso que había preparado. Miró hacia el mar de rostros que la observaban. Algunos parecían expectantes, otros la miraban con expresión de superioridad, reclinados sobre sus asientos. ¿Por qué no habrían de hacerlo? Eran ricos. Poseían aviones, helicópteros y casas de campo. Y obras de arte. A montones. Igual que Paul y ella. Miró a su marido. Estaba tamborileando con los dedos encima de la mesa, como si estuviera ansioso por que la velada llegara a su fin.
Tomó aire y, prescindiendo del discurso que había preparado, dijo:
—Me gustaría dedicar esta gala a Billy Litchfield.
Paul levantó la cabeza con brusquedad, pero Annalisa siguió:
—Billy centró su vida en la búsqueda del arte en vez del dinero, algo que probablemente suene fatal a todos aquellos de ustedes que se dedican al mundo de las finanzas. Pero Billy conocía el verdadero valor del arte, aquel que no estaba en el precio de las piezas, sino en lo que las obras en sí proporcionaban al alma. Esta noche, sus donaciones irán a parar a aquellos niños menos favorecidos que no tienen el privilegio de contar con obras de arte en sus vidas. Algo que, gracias a la Fundación Rey David, podemos cambiar.
Sonrió, tomó aliento y siguió hablando:
—El año pasado, se recaudaron veinte millones de dólares. Esta noche queremos recaudar aún más. ¿Quién quiere hacer la primera oferta?
—Yo lo haré —dijo un hombre que estaba sentado cerca del podio—. Medio millón de dólares.
—Medio millón más —dijo otro.
—Un millón —gritó alguien.
—Dos millones.
Paul se levantó. No estaba dispuesto a dejar que nadie lo superara.
—Cinco millones de dólares.
Annalisa se quedó mirándolo, impasible. Entonces le hizo un gesto de asentimiento, embargada por una fuerte excitación. Las ofertas se sucedieron.
—¡Otros cinco millones! —exclamó otro hombre.
En cuestión de cinco minutos, la puja llegó a su fin. Habían recaudado treinta millones. Así que de eso se trataba, pensó.
Volvía a su asiento cuando Enid la agarró de la muñeca. Ella se inclinó para escuchar lo que le decía.
—Bien hecho, querida —le susurró—. La propia señora Houghton no lo habría hecho mejor. —Miró hacia Paul y, acercando a Annalisa más hacia sí, añadió—: Te pareces mucho a ella. Pero recuerda, no debes ir demasiado lejos.
Seis semanas más tarde, Annalisa Rice estaba apoyada en la barandilla del yate, siguiendo con la vista los movimientos de Paul y su instructor de buceo cuando ambos se sumergieron bajo la superficie de las aguas de la Gran Barrera de Coral. Se dio la vuelta y, casi de inmediato, tenía a su lado a una de los doce miembros de la tripulación.
—¿Le apetece alguna cosa, señora Rice? ¿Un té helado?
—Me encantaría.
—¿A qué hora le gustaría que sirviéramos la comida? —le preguntó la joven.
—Cuando vuelva el señor Rice. Hacia la una.
—¿Volverá a bucear esta tarde?
—Espero que no —contestó Annalisa—. Se supone que no.
—De acuerdo, señora —dijo la chica y, con un gesto de asentimiento de la cabeza, se dirigió a la cocina en busca del té.
Mientras, ella subió a la cubierta de arriba, donde estaba la pequeña piscina con unas cuantas tumbonas a su alrededor. En un extremo había un toldo con más tumbonas y en el otro estaba el bar. Annalisa se echó al sol y tamborileó con los dedos sobre el reposabrazos de teca de la hamaca. Se aburría mucho. Era un pensamiento horrible, sobre todo teniendo en cuenta que estaba en un fabuloso yate de 76 metros de eslora. Justo encima de la cubierta había un helicóptero, una lancha motora, varias motos acuáticas y otros juguetes, todo ello a su disposición, pero no tenía ningún interés en ellos. Llevaban dos semanas en el yate y ya tenía ganas de volver a Manhattan, donde, por lo menos, podía estar lejos de Paul durante el día. Pero él no estaba por la labor. Al contrario, estaba encantado con su nueva afición —el buceo— y se negaba a acortar sus vacaciones. Se había gastado dos millones en el yate, señalaba, pujando por encima de todos los demás invitados durante la gala, y tenía toda la intención de sacarle provecho. Y eso ella no podía discutírselo, ¿no? Además, había sido Enid quien le había sugerido a su marido que pujara por el barco.
A Annalisa le pareció raro, tanto como el comentario que le hizo a ella de que no debía ir demasiado lejos. No lograba entender qué habría podido querer decirle Enid con ello, pero no tenía ninguna duda de que la mujer quería a Paul fuera del edificio. Tal vez pensaba que un mes sin él era mejor que nada, pero no tenía de que preocuparse. Lo más probable era que se cumpliera su deseo, porque Paul no dejaba de decir que, en cuanto regresaran, quería vender el piso del Quinta Avenida.
—Es demasiado pequeño para nosotros —se quejaba.
—Sólo somos dos —replicaba ella—. ¿Cuánto espacio necesitas para adueñarte del mundo?
—Mucho —respondía él, sin captar el sarcasmo.
Annalisa le había sonreído, pero como había cogido por costumbre últimamente, no le había dicho nada. Desde que le contó que él había sido el artífice de la caída de Sandy y de la muerte de Billy, aunque sólo hubiera sido como consecuencia imprevista, Annalisa funcionaba en piloto automático, mientras intentaba buscar una solución a su situación con Paul. Ya no lo conocía, y además se había convertido en un hombre peligroso. Pero cuando sacó el tema del divorcio, él no le hizo ningún caso.
—Si de verdad quieres cambiar de casa —aventuró ella una tarde mientras él daba de comer a sus peces—, tal vez deberías hacerlo. Yo podría quedarme con este piso...
—¿Te refieres a que nos divorciemos? —le preguntó Paul suavemente.
—Sí. Hoy en día ocurre.
—¿Qué te hace pensar que te dejaría el piso?
—Yo me he ocupado de la reforma.
—Con mi dinero —se burló él.
—Dejé mi carrera por ti. Me mudé a Nueva York por ti.
—No creo que haya sido algo tan duro, ¿no? —replicó—. Creía que eso te gustaba. Creía que te gustaba este edificio. Aunque no entiendo el porqué.
—No se trata de eso.
—Tienes razón —dijo su marido, dirigiéndose hacia su mesa—. No se trata de eso. De lo que se trata es de que ni hablar del divorcio. He tenido varios encuentros con el gobierno indio. Es posible que les interese un acuerdo similar al de China. Ahora mismo, el divorcio sería muy inoportuno.
—¿Y cuándo te vendría bien entonces?
—No lo sé. —Apretó un botón del ordenador—. Por otro lado, como has podido comprobar por lo ocurrido con Billy Litchfield, puede que la muerte sea una solución más práctica. Si no hubiera muerto, probablemente estaría en la cárcel. Y eso habría sido terrible. ¿Quién sabe lo que les ocurre a las personas como él en la cárcel?
Ésa había sido su respuesta. Y, desde entonces, Annalisa no dejaba de darle vueltas al asunto, preguntándose si sólo sería cuestión de tiempo que Paul acabase también con ella. ¿Qué desaire imaginario podría desencadenar sus instintos? Quedarse con él sería estar vigilándolo constantemente, tratando de evaluar en todo momento sus cambios de humor, viviendo con el miedo de que llegara un día en que no supiera cómo aplacarlo.
Paul regresó de su inmersión media hora más tarde, con un montón de información sobre la cantidad de especies marinas que había visto. A la una en punto se sentaron a la larga mesa con su mantel de hilo blanco, uno en cada extremo, y comieron ensalada de langosta al limón.
—¿Vas a volver a bucear esta tarde?
—Lo estoy pensando. Hay un pecio cerca de aquí que me gustaría explorar.
Dos camareros con uniforme gris y guantes blancos se acercaron a la mesa. Les retiraron los platos y les colocaron los cubiertos de postre.
—¿Le apetece más vino, señora?
—No, gracias —contestó Annalisa—. Me duele un poco la cabeza.
—Es por la presión barométrica. Está cambiando. Es posible que mañana haga mal tiempo —comentó el camarero.
—Yo sí tomaré más vino —pidió Paul.
—Me gustaría que no bucearas esta tarde —dijo ella mientras el camarero llenaba la copa de su marido—. Sabes que hacer más de dos inmersiones en un día es peligroso. Sobre todo después de haber bebido.
—No he tomado ni dos copas.
—Pero es suficiente —insistió su mujer.
Paul pasó por alto la preocupación de Annalisa y dio un sorbo al vino en actitud desafiante.
—Son mis vacaciones, y haré lo que me plazca.
Después de comer, ella se fue a echar la siesta al camarote. Estaba tumbada en la cama de 2 metros cuando Paul entró a cambiarse.
—No sé —dijo, bostezando—. Puede que al final no salga a bucear.
—Me alegro de que seas sensato —comentó Annalisa—. Ya has oído al camarero. La presión barométrica está cambiando. A ver si va a cambiar el tiempo y te va a pillar dentro del agua.
Paul miró por la ventana del camarote.
—Hace sol —dijo, como siempre para llevar la contraria—. Si no salgo ahora, tal vez luego tenga que esperar varios días.
Cuando se estaba poniendo el traje de neopreno, se le acercó el capitán con el registro de inmersiones.
—Señor Rice —dijo—. Le recuerdo que ésta será su tercera inmersión del día. No puede estar más de media hora en total, incluidos los diez minutos de la descompresión.
—Soy perfectamente consciente de la relación tiempo-oxígeno-nitrógeno —contestó Paul—. Llevo haciendo cálculos matemáticos desde los tres años —añadió, y poniéndose el regulador en la cara, saltó al agua.
Mientras descendía, feliz como un niño al haber descubierto la sensación de que allí la gravedad no afectaba a su cuerpo, se le unió el instructor del yate. El agua era particularmente transparente en la Gran Barrera de Coral, incluso a 25 metros de profundidad, y no tardó en divisar el pecio. El viejo barco le resultó fascinante. Entraba y salía del casco, sintiéndose verdaderamente feliz. No podía abandonar aquello, se dijo. Entonces se acordó de algo que había leído en el manual de buceo, y trató de encontrarle explicación al mareo que estaba empezando a sentir. Podía tratarse de una inminente narcosis por nitrógeno, pero desechó la idea. Seguro que por cinco o diez minutos más no le pasaría nada. La sensación de mareo fue en aumento, pero no hizo caso del instructor que le hacía señas para que ascendiera. En vez de eso se alejó de allí. Por primera vez en su vida estaba mostrando su rechazo a las rígidas normas de los monstruosos números que dominaban su existencia, pensó de forma incongruente. Era libre.
El instructor de buceo fue en su busca y lo que ocurrió a continuación fue una pelea submarina digna de una película de James Bond. Al final, ganó el instructor, que consiguió inmovilizarlo desde atrás con una llave. Ascendieron lentamente, pero ya era demasiado tarde. Una burbuja se había formado dentro del cuerpo de Paul y se le había alojado en la espina dorsal. A medida que ascendía, la burbuja fue expandiéndose, y cuando llegaron a la superficie, explotó, haciéndole pedazos los nervios de la columna.
—Yujú —llamó Enid.
Annalisa se asomó por encima de la terraza, desde donde miraba cómo levantaban una carpa blanca de gran tamaño. Vio que Enid le hacía señas muy excitada por algo.
—Me han informado del periódico que han declarado culpable a Sandy Brewer. Va a ir a la cárcel.
—Sube y me lo cuentas —le dijo la joven.
A los pocos minutos, Enid entraba en la terraza de arriba, un poco jadeante, abanicándose el rostro.
—Qué calor hace. No parece que sea setiembre. Dicen que el sábado estaremos a 32 grados. Seguro que después habrá tormenta.
—No importa —dijo Annalisa—. Tenemos la carpa y todo el piso. He quitado casi todas las cosas que Paul tema en el salón de baile, así que también podemos contar con ese espacio.
—¿Cómo está? —preguntó Enid, un poco por costumbre.
—Igual —contestó la joven. Como siempre que hablaba de Paul, bajó la voz, negando lentamente con la cabeza al mismo tiempo—. He ido a verlo esta mañana.
—Querida, no sé cómo lo soportas.
—Existe una leve posibilidad de que se recupere. Dicen que los milagros ocurren.
—Entonces podría terminar siendo otro Stephen Hawking —dijo Enid, dándole unas palmaditas tranquilizadoras en el brazo.
—He decidido donar dinero al centro médico para que creen un ala con el nombre de Paul. Aunque no salga del coma, es posible que, dentro de diez años, alguien en su mismo estado sí lo logre.
—Es lo mejor que puedes hacer, querida —dijo la mujer mayor, asintiendo con gesto de aprobación—. Y aun así vas a verlo a diario. Es admirable.
—Está a media hora en helicóptero —dijo Annalisa, buscando el frescor del interior—. Pero cuéntame lo de Sandy.
—Bueno —empezó Enid, tomando aire profundamente, pues la importancia de la noticia lo merecía—. Lo han condenado a cinco años.
—Es terrible.
—El fiscal ha querido que se le imponga un castigo ejemplar. Seguro que al final no cumple toda la condena. Yo creo que estará dos años o dos años y medio. Luego saldrá y todo el mundo se olvidará del asunto. Como ocurre siempre. Lo que no alcanzo a comprender es de dónde sacó Sandy Brewer la cruz.
—¿No lo sabes? —preguntó Annalisa.
—No, querida.
—Ven conmigo —dijo ella—. Quiero enseñarte una cosa.
La condujo a su dormitorio en el piso superior. Allí, encima de su cómoda, estaba la caja de madera que la señora Houghton le legó a Billy
—¿La reconoces? —le preguntó, abriendo la tapa. Sacó las joyas que había comprado en la subasta y señaló la pequeña bisagra—. Tiene doble fondo.
—Oh, Dios mío —exclamó Enid, cogiendo la caja para examinarla—. Así que era aquí donde la tenía. —Le devolvió la caja—. Muy propio de Louise. Esconderla a plena vista. ¿De dónde has sacado la caja?
—Schiffer me la dio después de la gala. Estaba conmovida por lo que dije de Billy e insistió en que la guardara yo.
—Pero ¿de dónde la sacó ella?
Annalisa sonrió.
—¿Tampoco lo sabes? La cogió del apartamento de Billy el día en que encontró su cadáver.
—Qué lista —comentó la anciana—. Me alegro de que Philip y ella vayan a casarse por fin.
—Vamos arriba —la invitó Annalisa—. Quiero que veas el salón de baile.
—Oh, querida, es maravilloso —exclamó Enid pasando entre las enormes puertas de acceso. Había vuelto a colocar en el suelo las losetas blancas y negras en forma de tablero de ajedrez, el acuario había desaparecido, y habían pulido la chimenea de mármol, revelando las intrincadas figuras labradas que representaban la historia de la diosa Atenea. Menos mal que Paul no había tocado el techo, así las pinturas del cielo y los querubines seguían allí. Repartidas por toda la sala había múltiples mesitas, sillas y jarrones con lirios blancos y lilas. Olía a gloria. Enid se acercó lentamente a la chimenea y examinó con detenimiento las figuras.
—Maravilloso —dijo, haciendo un gesto de aprobación con la cabeza—. Has hecho tantas cosas en tan poco tiempo...
—Soy muy eficiente —respondió la joven—. Y, además, necesitaba mantenerme ocupada. Después del accidente de Paul y eso, no me parece apropiado dejarme ver en público.
—Oh, no, querida —dijo Enid—. Por lo menos hasta dentro de unos seis meses más. Pero una ceremonia íntima es otra cosa. Sólo seremos setenta y cinco personas.
—He invitado a Mindy y a James Gooch. Y también a Sam —explicó Annalisa—. He decidido que Mindy es como una de esas brujas de los cuentos de Grimm. Si no la invitas, es capaz de desbaratarlo todo.
—Cuánta razón tienes —convino la mujer—. Y además siempre es bonito que haya niños en una boda. —Miró a su alrededor complacida—. Ah, recuerdo las veces que nos reunimos en este salón. Cuando Louise era aún joven. Desde Jackie Onassis a Nureyev. La princesa Gracia de Mónaco cuando aún era Grace Kelly. Hasta la reina Isabel asistió una vez. Con su propio cuerpo de seguridad. Unos chicos muy guapos, con trajes hechos a medida.
—Y ahora resulta que la señora Houghton era una ladrona —comentó Annalisa, mirando a Enid a los ojos—. O eso parece.
La anciana perdió un poco el equilibrio y ella la cogió del brazo.
—¿Estás bien? —le preguntó, conduciéndola hasta una silla.
Enid se dio unas palmaditas en el pecho, sobre el corazón.
—Sí, querida. Es por la temperatura tan alta. A los viejos no nos beneficia. Por eso mueren tantos cuando hay una ola de calor. ¿Me podrías traer un poco de agua, por favor?
—Claro —dijo Annalisa, apretando el botón del intercomunicador—. ¿Gerda? ¿Podría subir vaso de agua con hielo para la señora Merle?
La sirvienta trajo el agua en seguida y Enid bebió un buen sorbo.
—Mucho mejor. ¿Por dónde íbamos, querida?
—La cruz. Y la señora Houghton.
Enid apartó la mirada.
—Te pareces mucho a ella. Me di cuenta aquella noche, en la gala.
Annalisa se echó a reír.
—¿Me estás diciendo que tengo una valiosa antigüedad oculta en mi casa?
—No —respondió Enid—. La señora Houghton no era una ladrona. Era otras cosas, pero sacar antigüedades de un museo no era su estilo.
Annalisa se sentó en una pequeña silla dorada al lado de la mujer.
—¿Cómo la consiguió entonces?
—Eres muy curiosa.
—Me interesa.
—Es mejor dejar que algunos secretos sigan siendo eso, secretos.
—Billy Litchfield murió por ella.
—Sí, querida —dijo Enid, dándole una palmadita en la mano—. Y hasta que me has enseñado el joyero, jamás imaginé que él hubiera estado involucrado en el asunto. No era propio de su carácter.
—Estaba desesperado —explicó Annalisa—. El edificio en el que vivía de alquiler iba a convertirse en un edificio de propietarios, y no tenía dinero para comprar su apartamento. Estaba seguro de que tendría que abandonar Nueva York.
—Ah, Nueva York —exclamó la mujer, dando otro sorbo—. Nueva York siempre ha sido un lugar difícil. Últimamente, la ciudad es más grande que todos nosotros. Yo llevo aquí más de setenta años y lo he visto una y otra vez. La ciudad avanza, pero, por algún motivo, las personas no, y mueren arrolladas por ella. Me temo que eso es lo que le pasó a Billy. —Se reclinó en el asiento—. Estoy cansada, querida. Yo también me estoy haciendo mayor.
—No —la contradijo Annalisa—. No fue Nueva York. El responsable fue Paul. Sandy Brewer le enseñó la cruz una noche. Paul pensaba que Sandy lo iba a despedir porque había perdido veintiséis millones de dólares la mañana de la debacle de Internet, así que envió a The Times un e-mail.
—Aja —dijo Enid. Y entonces, con un gesto de la mano, como si quisiera borrar lo sucedido, añadió—: Ahí lo tienes. Las cosas siempre siguen su curso.
—¿Sí? —preguntó Annalisa—. Todavía no sé cómo consiguió la señora Houghton la cruz. —Miró a Enid a los ojos, recordándole que Louise también solía hacerlo. Te clavaba la mirada hasta que conseguía exactamente lo que quería—. Enid —insistió con voz suave—. Me lo debes.
—¿De veras? —La mujer soltó una pequeña carcajada—. Supongo que sí. De no haber sido así, quién sabe lo que habría sucedido con este piso. Está bien, querida. Si quieres saberlo todo, lo sabrás. Louise no cogió la cruz del Met, se la quitó a mi madrastra, Flossie Davis. Ésta la había robado porque es tonta y estúpida, y le pareció una joya bonita. Louise la vio y la obligó a devolvérsela. Estoy segura de que tenía la intención de entregarla al museo, pero Flossie sabía un oscuro secreto de Louise. Estaba segura de que había matado a su marido.
Annalisa se levantó.
—Creía que habías dicho que murió de una infección.
Enid suspiró.
—Así es como yo lo recordaba. Pero tras la muerte de Billy, tuve una charla con Flossie. Después fui a la biblioteca. No cabe duda de que Randolf Houghton regresó de su viaje con una infección. Pero al día siguiente empezó a empeorar y murió en cuestión de doce horas. La causa de la muerte nunca se determinó. Tampoco era tan inusual en aquellos tiempos. No tenían los medios y el equipo médico de que se dispone ahora. Pero Flossie no se lo creyó. Al parecer, una de las criadas le dijo que, justo antes de morir, Randolf se quedó sin voz. No podía hablar. Es uno de los síntomas del envenenamiento con belladona. Algo muy antiguo.
—Entonces, ¿Louise era una asesina?
—En realidad era una apasionada de la jardinería —respondió la anciana, con cautela—. Hubo un tiempo en que tuvo un invernadero en la terraza, pero lo quitó cuando Randolf murió. Flossie insiste en que cultivaba belladona. Si eso era cierto, necesitaría un invernadero. Esa planta no sobrevive a la luz directa del sol.
—Ah —dijo Annalisa, asintiendo con la cabeza—. Y supongo que querías que yo hiciera lo mismo con Paul.
—Claro que no —negó Enid—. Aunque se me pasó por la cabeza que la muerte de Randolf ocurrió por una buena causa. Louise hizo mucho por la ciudad, pero hoy en día no se habría salido de rositas. Y, además, tu marido sigue vivo. Sé que no se te ocurriría hacerle daño.
—No, no lo haría —contestó Annalisa—. Paul ahora está indefenso.
—Me alegro, querida —dijo la anciana, poniéndose en pie—. Y ahora que lo sabes todo, me tengo que ir. Schiffer y yo vamos a hacer el cambio de apartamento esta semana y tengo que empezar a embalar mis cosas.
—Claro, claro —asintió la joven. Tomó a la mujer del brazo y la ayudó a bajar los dos tramos de escalera. Se detuvo al llegar a la puerta—. Todavía hay algo que no me has dicho. ¿Por qué lo hizo la señora Houghton?
Enid soltó una risa socarrona.
—¿Tú qué crees? Su marido quería vender el piso. —Hizo una pausa—. Quiero que tú también me digas una cosa. ¿Cómo lo hiciste?
—No hice nada —respondió Annalisa—. Le supliqué que no se metiera en el agua.
—Claro —contestó Enid—. Algo típico de los hombres. Nunca escuchan.
Una hora más tarde, Philip encontró a su tía en la cocina, haciendo peligrosos equilibrios sobre una escalera, mientras sacaba las cosas de la estantería superior de un armario.
—Nini, ¿qué estás haciendo? —la riñó—. Ya lo sacarán todo los hombres de la mudanza. Falta un día para mi boda —dijo mientras la ayudaba a bajar—. ¿Qué pasa si te caes y te rompes la cadera?
—¿Qué pasaría si ocurriera? —preguntó, dándole unas palmaditas afectuosas en la mejilla. Por algún motivo se acordó de Annalisa y añadió—: Las cosas seguirían su curso. Siempre es así, de una manera u otra.
El día de la boda amaneció brumoso y con mucho calor. Se esperaba que desaparecieran las nubes, pero había posibilidad de tormenta al final del día. En la asfixiante cocina de los Gooch, Mindy y James hojeaban un catálogo de neveras.
—Fue sólo una casa de campo, pero no por eso tenemos que comprar cosas de peor calidad. Podemos permitírnoslo. Y así no tendremos que preocuparnos por la nevera hasta dentro de veinte años por lo menos. —Miró a James y le sonrió—. Dentro de veinte años tendremos sesenta y tantos. Y llevaremos casados casi cuarenta, ¿no te parece asombroso?
—Sí —contestó él con el tono nervioso que se le había convertido en algo casi permanente. Mindy aún no le había dicho lo que pensaba de Lola, pero no era necesario. Bastó con que le enviara las columnas. No hablarían de ello jamás, igual que nunca hablaban de los problemas que tenían en su matrimonio. Claro que ése era un tema del que Mindy no necesitaba hablar con él. Ya tenía su blog para airearlo.
—¿Qué te parece? ¿La de un metro o la de un metro y medio? Yo diría que la de metro y medio, aunque cuesta tres mil dólares más. Sam llevará a sus amigos a casa y necesitaremos el espacio para la comida.
—Me parece genial —dijo James.
—¿Has comprado el papel higiénico y los rollos de cocina? —preguntó Mindy.
—Lo hice ayer, ¿no te diste cuenta?
—La verdad, James, estoy bastante ocupada. Entre la reforma de la casa y convertir mi blog en un libro... Lo que me recuerda que Sam va a llevar a su amiguita a la boda. Le he pedido a Thayer Core que venga a recogerlo a las dos para que así lo acompañe a recoger a Dominique a la estación de Penn. Viene de Springfield, Massachusetts. Podrías agradecérmelo. He pensado que preferirías que no te molestaran, para así poder trabajar.
—Gracias —masculló él.
—Y una cosa más —continuó Mindy—. Dominique es la sobrina de Billy. Irónico, ¿no te parece? Pero supongo que así es la vida. Al final, el mundo es un pañuelo. La conoció en el campamento. Empezará a asistir a la escuela de la señorita Porter en otoño, de modo que no digas cosas feas de Billy. Tengo entendido que la chica es muy sensible. Pero no tenemos que preocuparnos por ella. Sam dice que ha heredado tres millones de Billy. Están en un banco suizo. ¿Quién iba a pensar que tuviese tanto dinero?
Horas después, hacia media tarde, Lola Fabrikant despertó en la cama de Thayer, exhausta. Él no estaba —lo más probable era que estuviera haciéndole algún recado a aquella horrible Mindy Gooch— y encendió el móvil por costumbre. Se suponía que ella tenía el sábado libre, pero su nuevo jefe, un tío majara llamado Harold Dimmick, le había enviado seis mensajes. Estaba histérico. Quería saber si podía ir a su apartamento para aconsejarle sobre qué ponerse para ir a la boda de Schiffer y Philip. Por un momento, Lola pensó en no hacer caso, pero después se lo pensó mejor. Harold Dimmick tenía unas costumbres muy raras, y apenas hablaba, pero estaba tan loco que tenía que pagar a sus ayudantes 80.000 al año para conseguir que alguien trabajara para él. Lola necesitaba el empleo y el dinero, así que soportaba las largas jornadas y a Harold. El tipo acababa de empezar a rodar una película independiente y trabajaba día y noche sin descanso, y, como consecuencia, ella también.
Se levantó y fue al baño, se lavó la cara y se miró al espejo, preguntándose qué había pasado con su vida. Cuando James se negó a seguir viéndose con ella, su mala suerte dio un nuevo giro... a peor. Marquee desapareció, y con él la web, < la Mirilla». Se puso furiosa, porque le debía 2.000 dólares, pero no podía hacer nada. Trató de arreglárselas durante un tiempo, pero el dinero se le agotó pronto, así que tuvo que pedirle a Thayer que dejara que se fuera a vivir con él. Trató incluso de encontrar un trabajo normal, pero resultó que James tenía razón: escribir una columna de sexo podría tener efectos negativos. Parecía como si todos la conocieran y no consiguió ni una entrevista. Un día, mientras vigilaba el edificio, se encontró con Schiffer. Ésta la había visto medio escondida entre los arbustos, delante del bloque de Flossie Davis, y cruzó de acera para saludarla.
—Hola, guapa —le dijo, como si fueran amigas en vez de ser la mujer que le había robado a Philip—. Me preguntaba qué habría sido de ti. Enid me dijo que habías vuelto a la ciudad.
Lola intentó recordarse que la odiaba, pero se aturulló ante la arrolladura personalidad de la mujer. A fin de cuentas era una estrella de cine, y si alguien había de robarle a Philip, era mejor que hubiese sido ella y no otra jovencita de su edad. Así que Lola se encontró, de buenas a primeras, contándole todas sus penas, y Schiffer se ofreció a ayudarla, diciendo que era lo menos que podía hacer. Le concertó una entrevista con Harold Dimmick, uno de los directores de «Lady Superior». Éste la contrató gracias a su recomendación, pero ahora Lola ya no creía que Schiffer hubiera tenido algo que ver. Harold era un tío tan raro que sólo alguien tan desesperado como ella habría aceptado el trabajo.
—Por fin te has levantado —dijo Thayer cuando llegó.
—Anoche trabajé hasta las tres de la mañana, por si no lo recuerdas —le espetó Lola—. No todos tenemos un cómodo horario de nueve a cinco.
—Mejor de nueve a siete —contestó él—. Y encima Gooch me hace trabajar hoy también. Tengo que ir a llevar a su hijo a la estación de tren a recoger a su novia.
—Aghh —exclamó Lola—. ¿Por qué no puede hacerlo ella? Es su hijo.
—Está trabajando en su libro —contestó Thayer.
—Va a ser horrible. Espero que sea un fracaso.
—Pues probablemente sea un éxito tremendo. Recibe más de cien mil visitas a su blog.
—Por lo menos podría habernos invitado a la boda.
—Sigues sin pillarlo, ¿no? —se mofó Thayer—. A nosotros sólo se nos considera mano de obra.
—Si tú quieres pensar eso de ti, allá tú. Yo no lo haré jamás.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó él.
—No me quedaré aquí sentada viendo cómo me ocurren las cosas. Y tú tampoco deberías. Escucha, Thayer —dijo mientras sacaba una botella de agua del pequeño frigorífico de la cocina—. No voy a seguir viviendo de este modo. He estado mirando anuncios en las agencias inmobiliarias. Hay un pequeño apartamento en el sótano de un edificio en la Quinta Avenida, entre las calles Once y Doce, por cuatrocientos mil dólares. El edificio acaba de pasar a régimen de propiedad.
—Ah, sí —dijo Thayer—. Ahí es donde vivía Billy Litchfield.
—Con tus cien mil anuales y mis ochenta mil tenemos un total de ciento ochenta mil al año. Con eso podríamos conseguir una hipoteca.
—Ya —dijo él—. Y seguro que el apartamento es del tamaño de una caja de zapatos.
—Era un espacio que se utilizaba para almacenaje. ¿Y qué? Está en la Quinta Avenida.
—Y lo siguiente que me pedirás será que nos casemos.
—¿Y? —preguntó Lola—. Tampoco se puede decir que vayas a encontrar a nadie mejor.
—Me lo pensaré —contestó. El cielo se estaba poniendo oscuro y empezaron a oírse los truenos—. Se acerca una tormenta. Será mejor que me vaya.
Mientras esperaba en la estación, con Sam, las nubes pasaron por encima de sus cabezas sin descargar lluvia. Al salir a la calle con el chico y Dominique —una niña escuálida, de pelo rubio y lacio— seguía haciendo mucho calor, un calor asfixiante. Thayer paró un taxi e instó a los dos chavales a entrar en el asiento trasero.
—Es la primera vez que vengo a Nueva York. Hay mucha gente y es un sitio muy feo —comentó Dominique.
—No has visto aún la mejor parte. Ya verás, después mejora —dijo Thayer.
A medida que avanzaban por la Quinta Avenida, empezaron a formarse nubes de tormenta sobre la parte baja de Manhattan. Los cielos se abrieron justo cuando el taxi paraba delante del edificio, empapándolos con gotas del tamaño de monedas pequeñas.
—¡Me estoy mojando! —gritó Dominique, metiéndose a la carrera en el portal.
Roberto salió con un paraguas —demasiado tarde— y negó con la cabeza, riéndose.
—Qué mal tiempo hace, ¿eh, Sam?
Éste se enjugó el agua de la cara
—Han dicho que aclararía más tarde.
—Seguro. Justo a tiempo para la boda. La señora Rice siempre consigue lo que quiere —dijo Roberto, guiñándole un ojo.
En honor de la ocasión, se había decorado el vestíbulo con cientos de fragantes rosas blancas. Dominique miró a su alrededor, maravillada, contemplando a los conserjes uniformados, las paredes revestidas y los cientos de flores.
—No puedo creer que vivas aquí —le dijo a Sam—. Cuando sea mayor, yo también voy a vivir aquí.
Thayer hizo una mueca.
—Pues buena suerte.
El aroma de las flores se coló en el apartamento de los Gooch, metiéndosele a Mindy por la nariz mientras escribía muy erguida, delante del ordenador. Inspiró profundamente y cerró los ojos por un momento, reclinándose en el sillón. ¿Cuándo había comenzado a abrirse paso en ella aquella misteriosa y desconocida sensación de contento? ¿Fue cuando Annalisa Rice regresó a casa sin Paul? ¿O tal vez antes, cuando empezó a escribir el Blog? ¿O quizá cuando descubrió que James se estaba acostando con Lola? «Que Dios bendiga a esa guarrilla», pensó. Gracias a ella, su marido y ella tenían ahora un matrimonio perfecto. James no se atrevía a hacer nada que pudiera enfadarla. Y Mindy ya no tenía que preocuparse de darle sexo. Lo dejaría que tuviera sus escarceos fuera de casa, pensó. Ella tenía todo lo que quería.
Colocó los dedos sobre el teclado y escribió: «Las alegrías de no tenerlo todo —se detuvo para buscar la forma de empezar y, a continuación, escribió—: ¿Por qué la vida no debería ser más fácil si puede serlo? Acepta lo bueno y al cuerno todo lo demás»
FIN