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UNAS SEMANAS DESPUÉS, James Gooch estaba sentado en el despacho de su editor.

—Ahora los libros son como las películas —decía Redmon Richardly, quitándole importancia a sus palabras con un gesto de la mano—. Te hacen toda la publicidad posible, tienes una gran primera semana y después te sacan del podio. Se acabó el empuje. Ya no es como antes. El público quiere algo nuevo todas las semanas. Y luego están las grandes compañías, que siempre quieren lo último. Presionan a sus editores para que busquen nuevos productos. Los hacen sentir como si estuvieran haciendo algo. Es atroz; corporaciones que controlan la creatividad. Es peor que la propaganda gubernamental.

—Ya —dijo James, que miró a su alrededor y se puso triste.

La antigua oficina de Redmon estaba en un pequeño edificio en el West Village, llena de manuscritos y libros y alfombras orientales deshilachadas que él se había llevado de casa de su abuela, en el sur. Había un viejo sofá hundido de color amarillo en el que sentarse a esperar, hojeando una revista de una pila enorme mientras se veía entrar y salir chicas guapas. Redmon estaba considerado uno de los grandes. Publicaba nuevos talentos y ficción arriesgada, y sus autores iban a ser los futuros gigantes. Redmon hizo que la gente creyera en la labor editorial, hasta 1998 aproximadamente, cuando Internet empezó a hacerse con el poder.

Miró más allá de Redmon, hacia el exterior, a través de la ventana de cristal fijo. Se veía el río Hudson a lo lejos, pequeño consuelo en aquel espacio frío e impersonal.

—Lo que publicamos ahora es un producto de entretenimiento —continuó el hombre. No había perdido su habilidad de pontificar sobre cualquier cosa, pensó James, y el hecho en sí lo reconfortó—. Oakland es el ejemplo perfecto. Ya no es un gran autor, pero eso no importa, porque sigue vendiendo, aunque poco, incluso para él. Pero eso mismo pasa con todos. —Levantó las manos—. El concepto de arte ha desaparecido. La literatura solía ser una forma de éste, pero ya no. Sea buena o mala, no importa. Al público sólo le interesa el tema. ¿De qué va?, preguntan.

»¿Y qué más da?, digo yo. Va sobre la vida. Todos los grandes libros tratan de esa sola cosa, la vida. Pero eso ya no interesa. Si habla de zapatos o de bebés secuestrados, lo leerán. Y nosotros no nos dedicamos a eso, James. No podríamos aunque lo intentáramos.

—Desde luego no podríamos —convino él.

—Mira —prosiguió Redmon—, lo que quiero decir es... Has escrito un buen libro, James, una verdadera novela, pero no quiero que te sientas defraudado. Estará en la lista de más vendidos, eso seguro. Y en seguida, espero. Pero en lo referente a cuánto tiempo se mantendrá ahí...

—Eso no importa —lo interrumpió él—. No lo he escrito para vender un montón de ejemplares. Lo he hecho porque era una historia que necesitaba contar. «Y no me dejaré corromper por tu cinismo.» Yo sigo creyendo en el público. Éste sabe diferenciar. Y comprarán lo que consideren bueno —añadió obstinado.

—No quiero romperte el corazón —le advirtió el otro.

—Tengo cuarenta y ocho años —respondió James—. Tengo el corazón roto desde hace cuarenta.

—Bueno, eso son buenas noticias —dijo entonces Redmon—. Muy buenas. Tu agente y yo acordamos que te lo dijera yo. Puedo ofrecerte un millón de anticipo por el libro. Las compañías son malas, pero también tienen cosas buenas. Por ejemplo, dinero, y yo, toda la intención de gastarlo.

James estaba tan aturdido que no podía ni moverse. ¿Había oído bien?

—Una tercera parte a la firma —continuó Redmon como si fuera por ahí dando anticipos de un millón de dólares todo el rato—. Con eso y lo que te entrará a través de la red, yo diría que éste va a ser un buen año para ti.

—Genial —dijo él que seguía sin saber cómo reaccionar. ¿Debería ponerse en pie de un salto y ejecutar una danza watusi?

Pero a Redmon se lo veía totalmente calmado.

—¿Qué vas a hacer con el dinero?

—Guardarlo. Para los estudios de Sam —contestó James en seguida.

—Eso sí que es aprovecharlo bien —asintió Redmon—. ¿Para qué sirven seis o setecientos mil dólares en estos tiempos?, una vez descontados los impuestos... Dios. Y esos tipos de Wall Street comprando Picassos por cincuenta millones. —Se llevó las manos a la cabeza como si gastar todo ese dinero fuera algo que no le entraba en la mollera—. Pero supongo que es el nuevo orden mundial.

—Supongo —convino James—. Aunque uno siempre podría hacer realidad su fantasía de adolescente: comprar un pequeño velero y desaparecer unos cuantos años en el Caribe.

—Yo no —contestó Redmon—. Yo me aburriría en dos días. Si casi odio irme de vacaciones. A mí me gustan las ciudades.

—Ya.

James lo miró. Era una suerte conocerse a sí mismo tan bien. Redmon siempre estaba contento con lo que tenía. Entonces se dio cuenta de que él no se conocía en absoluto.

—Te acompaño a la salida —se ofreció Redmon, poniéndose de pie. Hizo una mueca de dolor al tiempo que se llevaba la mano a la mandíbula—. Maldita muela —dijo—. Creo que me van a tener que hacer otra endodoncia. ¿Qué tal tu dentadura? Es alucinante esto de hacerse viejo. Es tan difícil como se dice por ahí. —Salieron del despacho, que daba a un laberinto de cubículos—. Pero también tiene sus ventajas —continuó el hombre, mostrando una vez más su asombrosa confianza en sí mismo—. Por ejemplo, ahora lo sabemos todo. Lo hemos visto ya todo, y sabemos que no hay nada nuevo bajo el sol. ¿Te has dado cuenta? Lo único que cambia es la tecnología.

—Sólo que nosotros no la comprendemos —objetó James.

—Tonterías —lo contradijo Redmon—. No son más que un montón de botones. Lo único que hay que saber es cuál hay que tocar.

—Como el botón del pánico, que hará saltar el mundo por los aires.

—Creía que ya no existía —comentó el otro—. ¿Por qué no hay otra guerra fría? Las cosas eran mucho más sensatas que en una guerra real. —Llamó el ascensor.

—La humanidad está retrocediendo —dijo James. Las puertas del elevador se abrieron y él entró.

—Dale recuerdos a tu familia de mi parte —le pidió Redmon con sincero apremio cuando las puertas se cerraban.

James estaba enormemente impresionado con su amigo. Era un Redmon por completo distinto al de diez años atrás, cuando salía constantemente hasta las tantas de la madrugada, tomaba coca y se acostaba con una agente de prensa diferente cada noche. Entonces, todo el mundo daba por supuesto que algo terrible le ocurriría —parecía estarlo pidiendo a gritos aunque nadie sabía qué podría ser; ¿rehabilitación tal vez? ¿Una muerte horrible?—. Pero jamás le ocurrió nada malo. Al contrario, dio el salto a su nueva vida de hombre casado, padre de un niño y miembro de una importante compañía, con la agilidad de un esquiador. James no lo comprendía, pero acabó pensando que en vez de considerar a Redmon un enigma indescifrable, haría mejor en tomarlo como fuente de inspiración. Si su amigo podía cambiar, ¿por qué él no?

«Ahora tengo dinero.» Y la conciencia de eso lo golpeó al salir a la calle al mismo tiempo que una racha de viento frío de setiembre. Por lo menos, ese año parecía que iban a tener un otoño como era debido. La cotidianidad se le presentaba como un placer y un alivio, un recordatorio de que, en cierta forma, la vida podía seguir su curso como siempre.

Pero ¿sería así ahora que tenía dinero? Al pasar por delante de las cadenas de establecimientos que se alineaban a lo largo de la Quinta Avenida, exponiendo al público sus productos en enormes escaparates de cristal, el sueño de un comprador de clase media, se recordó que tampoco era tanto dinero. Por ejemplo, no era suficiente para comprarse un diminuto estudio en aquella carísima metrópoli. Pero sí que tenía un poco más de dinero que antes. Ya no era —al menos por el momento— un fracasado.

Al llegar a la calle Dieciséis, pasó por delante de Paul Smith y se detuvo a echar un vistazo al escaparate por pura costumbre. La ropa de esa marca era un símbolo de estatus, la elección del hombre urbano y sofisticado. James tenía una camisa de allí que Mindy le había regalado para Navidad, hacía años, cuando aún se sentía orgullosa de él y le pareció que bien merecía el derroche. Estaba contemplando unos pantalones de terciopelo cuando se le ocurrió que, por primera vez en su vida, podía permitirse comprar algo en aquella tienda. Rebosante de la seguridad en sí mismo que el pensamiento le infundió, se animó a entrar.

No había hecho más que cruzar el umbral cuando le sonó el móvil. Era Mindy.

—¿Qué haces?

—Estoy de compras.

—¿Tú de compras? —repitió ella con un tono de sorpresa impostada que rayaba en el desdén—. ¿Y dónde estás?

—Estoy en Paul Smith.

—No irás a comprarte nada ahí, ¿verdad? —dijo Mindy.

—Tal vez.

—Será mejor que no. Esa tienda es demasiado cara —le advirtió ella.

A James se le había pasado por la cabeza la idea de llamarla para contarle lo del anticipo nada más salir, pero se dio cuenta de que le apetecía guardárselo para sí.

—¿Cuándo vas a venir a casa?

—Pronto.

—¿Qué tal te ha ido con Redmon?

—Fenomenal —contestó él, y colgó. Negó con la cabeza, pensativo. Mindy y él tenían una manera curiosa, casi puritana, de ver el dinero. Como si se les fuera a terminar, y por eso no había que despilfarrarlo. Y es que la relación que se tenía con el dinero era algo que se heredaba. Si uno había tenido unos padres temerosos de gastarlo, el hijo también sería así. Mindy provenía de una familia de Nueva Inglaterra en la que despilfarrar estaba mal visto. Él provenía de una familia de inmigrantes que consideraban que el dinero servía para comer y para pagar una educación. Ellos dos habían sobrevivido en Nueva York a base de ahorrar y no basar su autoestima en la apariencia externa. Pero tal vez no fuese ésa la solución, pensó James, porque ni Mindy ni él parecían tener demasiada autoestima.

Echó un vistazo por la tienda y se acercó a un perchero del que colgaban varias chaquetas y se detuvo ante un tres cuartos de cachemir muy agradable al tacto. Para él, disponer de dinero era algo nuevo. Hasta ese momento, su situación económica lo había atado a su mujer. Lo sabía, lo había sabido durante años, pero lo negaba, lo había racionalizado, se había avergonzado de ello; sin embargo, lo más vergonzoso era que en ningún momento había tenido intenciones de cambiar las cosas. Porque se había convencido de que su persecución de la literatura era un ideal. No le había importado sacrificar su hombría a cambio de tan elevado objetivo. Se había amparado en la creencia de que era un luchador honesto.

Pero ¡ahora tenía dinero! Echó un vistazo a su alrededor, aspirando el masculino aroma a cuero y colonia. La tienda parecía un decorado teatral, con sus paredes revestidas de madera; una cornucopia rebosante de todo aquello que pudiera desear un hombre sofisticado, con buen gusto y mucho estilo. Se fijó entonces en la etiqueta del precio del tres cuartos: 3.000 dólares, y pensó con ironía en lo caro que resultaba abrigarse.

En un impulso de audacia, descolgó la prenda y se la llevó a un probador. Se quitó la chaqueta, una prenda de lana de un anodino color azul marino, comprada hacía cinco años en unas rebajas en Barneys, y se miró al espejo. Por lo menos era alto, aunque con un poco de barriga, y era bastante desgarbado. Y si bien seguía teniendo unas piernas firmes, también tenía el culo caído, y el pecho fofo (con tetas como se decía ahora), pero todos esos defectos podían disimularse con la ropa adecuada. Metió los brazos por las mangas de la chaqueta y se la abrochó. De pronto se había convertido en un hombre que iba a hacer cosas importantes con su vida.

Al salir del probador, se dio de bruces con Philip Oakland, y su confianza recién adquirida se disolvió como la bruma. Aquél no era su sitio, pensó con creciente pánico. Hasta las tiendas creaban una especie de tribu a su alrededor y él no formaba parte de aquélla. Seguro que Philip Oakland lo percibía. James se lo había encontrado muchas veces en el vestíbulo del edificio, o por la calle, cerca de su casa, y Oakland nunca lo había saludado, aunque tal vez ahora lo hiciera, dentro de aquella tienda, con una prenda que el propio Philip podía tener. En efecto, este último alzó la vista de un montón de jerseys y lo saludó como si fueran conocidos.

—Hola —saludó.

—Hola —respondió James.

Y ahí se habría terminado todo de no ser por la chica, la preciosa jovencita que acompañaba a Oakland y que James había visto varias veces por el edificio, entrando y saliendo a distintas horas del día. Siempre se había preguntado quién sería y qué estaría haciendo allí, ahora todo encajaba: era la novia de Philip.

La joven habló y James se sobresaltó.

—Te queda bien —le dijo.

—¿En serio? —preguntó él, mirándola. Emanaba la incuestionable seguridad en sí misma que da el hecho de ser guapa.

—Lo sé todo sobre la ropa —prosiguió ella con absoluto desparpajo—. Mis amigas siempre me dicen que debería haber sido estilista.

—Lola, por favor —intervino Philip.

—Es verdad —continuó la chica, volviéndose hacia él—. Tú te vistes mucho mejor desde que yo empecé a darte consejos.

Philip se encogió de hombros y miró a James poniendo los ojos en blanco, como diciendo «Mujeres».

James aprovechó la oportunidad para presentarse.

—Te he visto antes —comentó Lola.

—Sí. Yo también vivo en la Quinta Avenida. Soy escritor.

—Todo el mundo es escritor en ese edificio —dijo con una arrogancia que hizo reír a James.

—Deberíamos irnos ya —intervino Philip.

—Pero si no hemos comprado nada —protestó Lola.

—«Hemos», ¿te has fijado? —dijo él dirigiéndose a James—. ¿Por qué ir de compras con mujeres se convierte siempre en una actividad de grupo?

—No lo sé —contestó. Le echó una ojeada a Lola y se preguntó qué habría que hacer para conseguir una chica como aquélla. Era insolente. Le gustaba la forma en que le hacía frente al gran Philip Oakland, y se preguntó cómo se lo tomaría él.

—Los hombres no saben comprar solos —replicó la joven—. Mi madre dejó que mi padre fuera solo de compras una vez, y volvió con un jersey acrílico a rayas. Ahí se acabó el experimento. ¿Y qué escribes? —le preguntó a James cambiando bruscamente de tema.

—Novelas —respondió él—. Mi nuevo libro va a salir en febrero. —Le dio un enorme placer poder decirlo delante de Philip. «Toma ya.»

—Tenemos el mismo editor —comentó éste, y James pensó si por fin se daba cuenta de quién era—. ¿Cuántos ejemplares van a tirar?

—No lo sé —contestó él—. Pero quieren colocar doscientos mil en las librerías digitales en la primera semana.

Philip lo miró con patente incomodidad.

—Interesante —comentó.

—Lo es, sí —contestó James—. Según me han dicho es el futuro de la edición.

Lola empezó a aburrirse.

—Si no vamos a comprar nada aquí, ¿podemos ir a Prada, por favor?

—Claro —dijo Philip—. Hasta luego —se despidió de James.

—Hasta luego —contestó éste.

Cuando ya se marchaban, Lola se volvió hacia él y le dijo:

—Cómprate ese tres cuartos. Te queda fenomenal.

—Lo haré —contestó James.

Pagó la prenda y, mientras el dependiente se la iba a meter en una bolsa, James tuvo una súbita inspiración.

—Déjelo —le dijo—. Me la llevo puesta.

 

 

Esa misma tarde, Norine Norton, la estilista, acudió a su tercera cita al piso de Annalisa. A ésta, Norine la ponía nerviosa, con sus extensiones, la cirugía plástica, por sutil que fuera, y su conocimiento casi enciclopédico sobre la última moda en bolsos y zapatos o sobre el diseñador, adivino, entrenador personal o tratamiento cosmético de moda. En su primera cita, le había dicho que la apodaban «el conejito Duracell», por su torrente de energía que Annalisa sospechaba que provenía de alguna droga. La mujer hablaba sin parar y, por mucho que ella se repitiera que era un ser humano de carne y hueso, una vez y otra, la propia Norine conseguía convencerla de que no era así.

—Te he traído algo que te va a encantar —dijo, al tiempo que chasqueaba los dedos y se dirigía a Julee, su ayudante—: El de lame dorado, por favor.

—¿El de golf? —preguntó la otra, una chica de aspecto frágil de pelo rubio y fino, y con los ojos asustados de un conejo.

—Sí —contestó Norine con impostada paciencia. Parecía a punto de saltar en cualquier momento con su ayudante, pero cuando se volvía hacia Annalisa era toda amabilidad y atención, como un mercader presentando sus productos a una gran dama.

Julee le tendió una percha de plástico transparente de la que colgaba un top dorado diminuto, a juego con una minifalda.

Annalisa observó el conjunto horrorizada.

—No creo que a Paul le guste.

—Escucha, tesoro —dijo la mujer. Se sentó en el borde de la cama con dosel y colgaduras de seda recién llegadas de Francia, y palmeó sobre el colchón a su lado, invitándola a sentarse también—. Tenemos que hablar.

—¿Ah, sí? —preguntó Annalisa. Ella no quería sentarse con Norine, ni tampoco quería que le echara otro de sus sermones. Hasta el momento, había transigido, pero ese día no estaba de humor.

Miró alternativamente a Norine y a Julee, que seguía allí de pie, sujetando la percha como si estuviera en un concurso de la tele. Debía de cansársele el brazo de estar así, y Annalisa se sintió mal por ella.

—De acuerdo —aceptó finalmente, y se metió en el cuarto de baño a probárselo.

—Eres tan tímida... —comentó Norine a su espalda.

—¿Cómo? —preguntó Annalisa, asomando la cabeza desde el cuarto de baño.

—Que eres muy tímida. Te cambias en el cuarto de baño. Deberías hacerlo aquí, para que pueda ayudarte —contestó la otra—. No tienes nada que no haya visto antes.

—Ya —contestó ella cerrando la puerta. Se miró al espejo e hizo una mueca. ¿Cómo demonios se había metido en aquel berenjenal? Al principio, le había parecido una buena idea lo de contratar una estilista. Billy decía que todo el mundo lo hacía, o más bien todo el mundo con dinero y un cierto estatus que asistía a un montón de eventos y era objeto de los fotógrafos. Decía también que era la única forma de conseguir las mejores prendas. Pero aquello se estaba saliendo de madre. Norine no dejaba de llamarla y de enviarle por mail fotos de ropa, accesorios y joyas que veía mientras estaba por ahí de compras o en el estudio de algún diseñador. Annalisa no tenía ni idea de que hubiera tantas colecciones. Porque no estaban sólo las de primavera y otoño, sino también las de verano y Navidad, además de las colecciones resorts y crucero. Cada temporada se llevaba un look distinto, y conseguirlo requería el mismo grado de planificación que un asalto militar. Había que elegir la ropa y pedirla con meses de adelanto si una no quería quedarse sin ella.

Annalisa se colocó el conjunto de lame sobre el cuerpo sin descolgarlo de la percha. Pensó que aquello ya había llegado demasiado lejos.

Pero tal vez todo hubiera llegado demasiado lejos. Pese a los progresos que habían hecho con las reformas, Paul no estaba contento. La plaza de aparcamiento a la que tenía derecho un vecino del edificio se había sorteado ya y no les había tocado. Y a eso había que añadir la carta de Mindy Gooch informándoles oficialmente de que se les había denegado la petición de instalar aire acondicionado en el piso.

—Ya encontraremos otra solución —había dicho Annalisa tratan do de tranquilizar a su marido.

—No.

—Tendremos que hacerlo.

Paul la fulminó con la mirada.

—Es una conspiración —soltó—. Y todo porque nosotros tenemos dinero y ellos no.

—La señora Houghton tenía dinero —dijo Annalisa, tratando de razonar—. Y vivió aquí durante años sin ningún problema.

—Porque ella era uno de los suyos —se obstinó él—. Y nosotros no.

—Paul —dijo su esposa con paciencia—. ¿De qué estás hablando?

—Estoy ganando mucho dinero ahora —replicó—. Y espero que se me trate con cierto respeto.

—Creía que ya ganabas mucho dinero hace seis meses —observó ella, intentando quitarle hierro al asunto.

—Cuarenta millones no es mucho dinero. Cien millones se acerca más a esa definición.

Annalisa sintió que el estómago le daba un vuelco. Sabía que Paul estaba ganando mucho dinero, y que tenía intención de ganar más aún. Pero por alguna razón no se le había pasado por la cabeza que eso pudiera hacerse realidad.  

—Eso es una locura —exclamó, pero se sintió excitada, igual que uno se excita al mirar fotos porno aunque no quiera y se sienta culpable. Tal vez un exceso de dinero fuera como un exceso de sexo. Cuando se cruzaba una determinada línea, se volvía pornográfico.

—Venga, Annalisa, abre la puerta y deja que te vea —dijo Norme.

Había algo pornográfico en aquello también. En dejarse ver, en aquella implacable exigencia de dejarse ver constantemente en todas partes. Se sentía peor que si estuviera desnuda, como si sus partes pudendas estuvieran expuestas al escrutinio del público.

—No sé —dijo saliendo finalmente del baño. El trajecito de golf de lame dorado consistía en una faldita hasta medio muslo y un top en la forma de polo (se llamaban  Lacoste cuando era pequeña, pero ella los llamaba «las camisetas del cocodrilo», prueba de lo poco elegante pero feliz que era cuando era más joven), y ambas piezas se unían con un cinturón ancho que se llevaba caído sobre las caderas—. ¿Qué se supone que me tengo que poner debajo de esto?

—Nada —respondió Norine.

—¿Ni siquiera bragas?

—Si quieres, puedes ponerte unas de lame dorado. O mejor plateado, para que contraste —consistió Norine.

—Paul no me dejaría llevar algo así —concluyó ella en tono categórico, con la esperanza de zanjar el tema.

Norine le tomó el rostro entre sus manos de uñas pulcramente arregladas, y se lo estrujó como si fuera una niña. Negó con la cabeza y frunció los labios.

—No debes, no debes volver a hablar así —dijo la mujer con voz infantil—. No nos importa lo que le guste o no a papá Paulie. Repite conmigo: «Elegiré yo misma mi ropa».

—Elegiré yo misma mi ropa —repitió Annalisa con cierta reticencia. Ahora sí que se había metido en un lío. Norine no parecía entender que cuando le decía que a Paul no le iba a gustar algo, en realidad lo que quería decir era que a quien no le gustaba era a ella, pero que no lo decía para no ofenderla.

—Muy bien —prosiguió Norine—. Llevo mucho en esto, demasiado, y lo único que sé es que a los hombres no les importa lo que se pongan sus mujeres siempre y cuando las haga felices. Y que estén guapas. Más que las mujeres de los demás.

—Pero ¿y si no es así? —preguntó Annalisa con la sensación de que ya estaba harta de todo aquello.

—Para eso me tienen a mí —contestó la otra con una aplastante confianza en sí misma. Chasqueó los dedos en dirección a su ayudante—. Una foto, por favor —ordenó.

Julee levantó el móvil y sacó una foto de Annalisa.

—¿Qué tal ha salido? —le preguntó Norine.

—Bien —contestó Julee, claramente aterrorizada.

Le pasó el móvil y la mujer escudriñó la diminuta imagen.

—Estás muy bien —convino luego, enseñándosela a Annalisa.

—Estoy ridícula —la contradijo ella.

—Pues a mí me parece que estás fabulosa —insistió Norine. Le pasó el móvil a Julee y se cruzó de brazos, dispuesta a soltar otro sermón—. Mira, Annalisa —empezó—. Eres rica. Puedes hacer lo que te dé la gana. No va a venir el coco a castigarte.

—Creía que era Dios quien nos castigaba —contestó Annalisa con un hilo de voz.

—¿Dios? —repitió la mujer—. No lo había oído nunca. La espiritualidad debe ser sólo apariencia. La astrología, pase. El tarot, también. La tabla de ouija, el kundala, la cienciología y hasta la reencarnación se pueden aguantar. Pero ¿un Dios verdadero? Eso no es práctico.

En su despacho, Mindy escribía: «¿Por qué torturamos a nuestros maridos? ¿Es una necesidad o sólo el resultado inevitable de nuestra inherente frustración respecto al sexo opuesto?». —Se reclinó en su sillón y leyó la frase con satisfacción. Su blog era un éxito. En los últimos dos meses había recibido 872 e-mails felicitándola por su coraje a la hora de hablar sobre cosas por las que siempre se pasaba de puntillas, como si una mujer realmente necesitaba a su marido una vez que éste le había proporcionado ya hijos—. «Todo gira en torno a una pregunta existencial —siguió escribiendo—. Y, como mujeres, no se nos permite hacernos preguntas existenciales. Se supone que tenemos que estar agradecidas por lo que tenemos, en caso contrario somos unas perdedoras. ¿No podemos tomarnos un descanso en esa felicidad impuesta y admitir que, pese a todo lo que tenemos, podemos sentirnos vacías? No se hunde el mundo porque pensemos que nos falta algo y que es posible que nuestras vidas carezcan de sentido. En vez de sentirnos mal por ello, ¿por qué no podemos admitir que es algo normal?»

Aplicaba idéntico enfoque carente de sentimentalismo a los hombres y a las relaciones y Mindy llegaba a la conclusión de que el matrimonio era como la democracia: imperfecta, pero el mejor sistema de que disponían las mujeres. Desde luego, mejor que la prostitución.

Releyó la frase inicial del artículo de esa semana y meditó un poco sobre lo que quería decir a continuación. Escribir un blog era un poco como ir al psiquiatra, pensó; te obligaba a examinar tus verdaderos sentimientos. Pero en cierto sentido era mejor, porque Internet era un foro que permitía mirarse el ombligo delante de varios miles de personas en vez de sólo delante de una. Y, según su experiencia, ese uno —el psiquiatra— normalmente daba cabezadas en las sesiones y lo único que le interesaba era el dinero. «Esta semana me he dado cuenta de que me paso al menos media hora al día incordiando a mi marido —escribió—. ¿Y con qué objeto? No hay consecuencias.» Levantó la vista y vio a su ayudante delante de su escritorio.

—¿Tenías una cita con Paul Rice? —le preguntó, como si Paul Rice fuera una cosa en vez de una persona. La expresión de sorpresa de Mindy le indicó que no era así—. Eso me imaginaba —prosiguió la chica—. Pediré a los de seguridad que le digan que se vaya.

—No —la detuvo Mindy con un tono un poco demasiado impaciente—. Vive en mi edificio. Dile que suba.

Se calzó nuevamente los zapatos y se levantó. Se alisó la falda y se recolocó la blusa, sobre la que llevaba un chaleco de lana. El chaleco no era sexy y dudó si quitárselo o no, sin poder dejar de preguntarse si resultaría obvio que había hecho un esfuerzo por él. Finalmente, decidió que se estaba comportando de una manera ridícula. Paul Rice no podía saber que había llevado un chaleco puesto todo el día, así que se lo quitó. Se sentó tras su escritorio y se ahuecó el pelo. Revolvió en el primer cajón en busca de un pintalabios antiguo que tenía por allí, y se aplicó un poco de color.

Paul Rice apareció en la puerta del despacho. Iba vestido con un traje impecable y una camisa blanca. No le pasó desapercibido que su aspecto parecía caro. Más propio de un europeo sofisticado que de un matemático manchado siempre de tinta. Claro que los matemáticos ya no iban manchados de tinta. Ahora hacían sus cálculos con ordenador, como todo el mundo.

Mindy se levantó y le estrechó la mano por encima del escritorio.

—Hola, Paul. Qué sorpresa. Siéntate —lo invitó, haciendo un gesto hacia el pequeño sillón que había frente a su mesa.

—No tengo mucho tiempo —dijo él estirando el brazo para dejar al descubierto su enorme Rolex de oro, y consultó la hora con un gesto cargado de intención—. Exactamente siete minutos, el tiempo que tardará mi chófer en dar la vuelta a la manzana.

—No a las cuatro y media de la tarde —lo contradijo Mindy—. Con el tráfico de la hora punta, hacerlo le llevará por lo menos un cuarto de hora.

Paul se quedó mirándola fijamente sin decir nada.

Ella empezó a sentirse un poco excitada.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó. Desde que conociera a Paul el día en que los Rice se reunieron con ella y otros miembros de la junta, se le había metido dentro hasta el punto de sentirse afectada por él en secreto. Le parecía muy sexy. Si había algo que a Mindy la volviera loca eso eran los genios, y se rumoreaba que Paul Rice lo era. Además, tenía un montón de dinero. No era lo más importante, pero los hombres capaces de ganarse bien la vida siempre resultaban interesantes.

—Necesito instalar el aire acondicionado.

—Vamos a ver, Paul —empezó ella con un tono de maestra de escuela que la sorprendió incluso a sí misma. Se reclinó en su sillón, cruzó las piernas y se vio mentalmente como directora de un colegio. Sonrió—. Creía haberme explicado claramente en la carta que os envié. Nuestro edificio es emblemático. No está permitido hacer nada que altere la fachada o la estructura del edificio.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó él entornando los ojos.

—Significa que no puedes instalar aire acondicionado. Nadie puede hacerlo —respondió Mindy.

—Pues habrá que hacer una excepción.

—No puedo. Es ilegal —dijo ella.

—Tengo en ese piso un equipo informático muy costoso. Es imprescindible que esté a una temperatura constante y muy precisa.

—¿Y cuál sería esa temperatura?

—Diecisiete coma ocho grados centígrados.

—Me gustaría ayudarte, Paul, pero no puedo.

—¿Cuánto dinero costaría?

—¿Estás intentando sobornarme?

—Llámalo como quieras —contestó él—. Pero yo necesito ese aire. Y también la plaza de aparcamiento. Vamos a dejarnos de tonterías, dime cuánto.

—Paul —replicó Mindy muy despacio—. No se trata de dinero.

—Todo tiene que ver con el dinero.

—En tu mundo tal vez, pero no en nuestro edificio —explicó ella en el tono más didáctico de que fue capaz—. Se trata de preservar un lugar histórico. Eso es algo que el dinero no puede comprar.

El permaneció impasible.

—He pagado veinte millones por esa casa —dijo—. Así que ahora mismo darás tu visto bueno al sistema de aire acondicionado que necesito. —Comprobó la hora y se levantó.

—No —insistió Mindy—. No lo haré. —Y se levantó también.

—En ese caso —Paul avanzó un paso hacia la mesa—, es la guerra.

Ella ahogó un pequeño grito. Sabía que debería haber enviado a los Rice la carta oficial denegándoles el permiso para instalar el aire acondicionado hacía semanas, cuando la pareja les presentó el informe con las reformas que tenían pensado hacer, pero había preferido posponerlo y tener así una excusa para hablar con Paul cuando se lo encontraba en el vestíbulo. Pero aquélla no era la forma en que se suponía que tenía que desarrollarse el juego.

—¿Cómo dices? ¿Me estás amenazando?

—Jamás he amenazado a nadie, señora Gooch —respondió él sin mostrar emoción alguna—. Me limito a exponer unos hechos. Si no das tu aprobación a la instalación de aire acondicionado que quiero, esto va a ser la guerra. Y yo seré el ganador.