8

 

 

A ÉNID MERLÉ LE GUSTABA DECIR que era incapaz de estar mucho tiempo enfadada con nadie. Había excepciones, claro, como Mindy Gooch. Ahora, cada vez que se la encontraba en el vestíbulo, volvía la cabeza deliberadamente hacia otro lado, como si ni la hubiese visto. Sin embargo, se mantenía al tanto de sus idas y venidas por medio de Roberto, el jefe de conserjes, que lo sabía todo de todos los vecinos. Así se enteró de que Mindy se había comprado un perro —un cocker spaniel— y de que los Rice tenían intención de instalar aire acondicionado por conductos que irían por dentro de las paredes de todo el piso, petición que Mindy tenía previsto denegar. Enid se preguntaba por qué todo el mundo se empeñaba en poner aire acondicionado en cuanto llegaba a un sitio.

Además de no haber perdonado a Mindy, su cólera hacia los Rice crecía dentro de ella con el calor de agosto. Sobre todo porque Annalisa Rice, con aquel pelo caoba y su enorme y curiosa boca, le parecía una intrigante. Enid la había visto en la terraza a distintas horas del día, con una camiseta deslucida y pantalones cortos, durante algún descanso en la tarea de desembalar. La joven se asomaba a la barandilla a respirar aire fresco, soltándose la cola un momento para rehacérsela al instante. El jueves, el día más caluroso en lo que llevaban de verano, Enid le dejó a Roberto una nota para que se la entregara a la «señora Rice».

Siempre servicial, el hombre le subió a ésta el sobre en persona. Mientras lo entregaba, aprovechó para intentar echar —con poco disimulo— una ojeada al interior. Sin los muebles y las alfombras, era una casa enorme llena de eco, aunque lo único que alcanzó a ver fue el segundo vestíbulo y el comedor que había a continuación. Annalisa le dio las gracias y cerró la puerta con firmeza antes de abrir el sobre. Dentro había una tarjeta de color azul claro con el membrete de Enid Merle estampado en relieve en letras de un brillante color dorado. Debajo había escrito: «Por favor, venga a mi casa a tomar el te. De tres a cinco».

Inmediatamente, Annalisa se puso a la tarea de arreglarse para el encuentro. Se cortó y limó las uñas, y se exfolió todo el cuerpo bajo la ducha. Se puso unos pantalones chinos de algodón y una camisa blanca, y se anudó los faldones sobre el ombligo. El efecto era de qué iba arreglada pero informal.

El apartamento de Enid no era como había supuesto. Daba por hecho que estaría lleno de cretonas y pesadas cortinas, como el de Louise Houghton, pero en vez de eso, parecía más bien un museo chic de los setenta, con su alfombra blanca de pelo largo en el salón y un Warhol colgado sobre la chimenea.

—Tiene un apartamento precioso —dijo Annalisa tras estrechar la mano de la mujer.

—Gracias, querida. ¿Te gusta el Earl Grey?

—Cualquier té está bien.

Enid se dirigió a la cocina mientras la joven se sentaba en el sofá de cuero blanco. La anfitriona regresó al poco con una bandeja de papel maché que dejó sobre la mesita.

—Me alegra conocerte al fin como es debido —dijo—. Normalmente soy yo la que se encarga de reunirse con los nuevos vecinos la primera vez, pero desgraciadamente, en esta ocasión no me fue posible.

Annalisa echó una cucharada de azúcar en su té y comenzó a removerlo.

—Todo ha ido muy rápido —convino ella.

Enid ignoró el comentario.

—No ha sido culpa vuestra. Mindy Gooch presentó vuestra candidatura a través de una junta extraordinaria. Estoy segura de que será para bien. A ninguno nos gustaría tener que aguantar un goteo continuo de posibles compradores entrando y saliendo del edificio. Supone más trabajo para los conserjes y es sumamente molesto para los demás vecinos. Pero nos gusta tomarnos nuestro tiempo antes de aceptar a un nuevo candidato. Una vez, tuvimos a un caballero esperando un año entero.

Annalisa sonrió tensa, sin saber exactamente qué pensar de Enid Merle. Sabía quién era, pero en vista de los comentarios que estaba haciendo sobre la manera en que habían accedido a la vivienda, no había decidido aún si se encontraba ante una aliada o una enemiga.

—Era lo que se denomina un especialista en fertilidad —continuó Enid—, y lo cierto es que hicimos bien en esperar. Resultó que fecundaba a sus pacientes con su propio esperma. Yo no hacía más que decirle a Mindy Gooch que había algo sórdido en aquel hombre, aunque no habría sabido explicar qué. Mindy era incapaz de ver nada, pero tampoco era culpa suya, pobrecilla. Por aquel entonces, ella misma estaba intentando quedarse embarazada y no era objetiva al respecto. Pero cuando se destapó el escándalo, tuvo que darme la razón.

—A mí me parece que Mindy Gooch es una mujer agradable —comentó Annalisa con cautela.

Llevaba un rato esperando la oportunidad de hablar de Mindy. Paul mencionaba lo de la plaza de aparcamiento un día sí y otro también, y ella quería encontrar la manera de asegurarse de que la consiguieran. Y tenía la sensación de que Mindy Gooch era la clave.

—Puede ser muy agradable —respondió la anciana, dando un sorbito de té—. Pero también puede ser una persona muy difícil. Irracionalmente obstinada. Es muy resuelta; desafortunadamente, esa determinación suya no siempre la conduce al éxito. —Se inclinó hacia adelante y susurró—: Mindy no tiene don de gentes.

—Creo que sé a lo que se refiere —contestó Annalisa.

—Pero contigo será amable, al menos al principio —dijo Enid—. Lo será, siempre y cuando consiga lo que quiere.

—¿Y qué es lo que quiere? —preguntó la joven.

Enid soltó una carcajada. Fue una risa inesperada, una explosión de verdadero júbilo.

—Buena pregunta —exclamó luego—. Supongo que ser poderosa, pero mucho me temo que en realidad no tiene ni idea. Ése es el problema de Mindy, que no sabe lo que quiere. Uno nunca sabe en qué situación se va a encontrar cuando está con ella. —Sirvió más té—. Sin embargo, su marido, James Gooch, es un pedazo de pan. Y su hijo, Sam, es un niño brillante. Es un genio de la informática, aunque qué crío no lo es hoy en día. Resulta aterrador, ¿no te parece?

—Mi marido también es lo que llamaríamos un genio de la informática.

—Naturalmente —convino Enid—. Se dedica a las finanzas, ¿no? Hoy en día, todos esos tejemanejes se llevan a cabo con ordenadores.

—Lo cierto es que es matemático.

—Ah, números —dijo la mujer—. Se me nubla la vista cada vez que los miro. Pero yo no soy más que una vieja boba que apenas aprendió nada en la escuela. No solían enseñar matemáticas a las niñas, más allá de sumas y restas, para que pudieran contar el cambio y poco más. A tu marido parece que le han ido muy bien las cosas. He oído que trabaja en una de esas compañías que se dedican a los fondos de inversión de alto riesgo.

—Sí, acaban de hacerlo socio —contestó Annalisa—. Pero no me pregunte qué es lo que hace. Lo único que sé es que tiene que ver con algoritmos. Y con el mercado de valores.

Enid se levantó.

—Vamos a darnos un gusto.

—¿Disculpe? —dijo la joven, desconcertada.

—Son las cuatro. Yo llevo todo el día trabajando mientras tú desembalabas cajas. Y estamos por lo menos a treinta y seis grados. Lo que nos hace falta es un buen gintonic.

Minutos más tarde, Enid le habló de los antiguos dueños de su vivienda.

—A Louise Houghton no le gustaba su marido lo más mínimo —explicó—. Randolf Houghton era un bastardo. Pero era su tercer marido y ése fue el principal motivo por el que se mudaron al centro de la ciudad. Louise no se equivocaba al pensar que la alta sociedad del Upper East Side no recibiría con los brazos abiertos a una mujer que se había divorciado dos veces, así que convenció a Randolf de que viniesen a vivir a este edificio, considerado bohemio y original; de ese modo consiguió que todos olvidaran que era su tercer marido.

—¿Por qué era un bastardo? —preguntó Annalisa educadamente.

—Por lo de siempre. —La anciana sonrió y se terminó su vaso—. Bebía y la engañaba. Dos aspectos con los que una mujer podía vivir en aquellos días, sólo que convivir con Randolf era imposible. Era grosero, arrogante y, seguramente, violento. Tenían unas peleas terribles. Creo que incluso es posible que la pegara. Por aquella época ya tenían sirvientes, pero ninguno dijo una palabra.

—¿Y no se divorció de él?

—No tuvo que hacerlo. Louise tuvo suerte. Randolf murió.

—Entiendo.

—El mundo era un lugar mucho menos peligroso por aquel entonces —continuó Enid—. Murió de septicemia. Estando en Sudáfrica, tratando de abrirse camino en el negocio de los diamantes, se hizo un corte en un dedo. De vuelta a Estados Unidos, el corte se le infectó, y falleció a los pocos días.

—No puedo imaginar que nadie pueda morir por un corte en un dedo—comentó Annalisa.

La mujer sonrió.

—Estafilococos. Un bacilo muy virulento. Tuvimos un brote en el edificio hace años. Lo provocó una tortuga que alguien tenía como mascota. No se deberían tener criaturas acuáticas en las casas. Pero el caso es que Louise se quedó con su grandioso piso de tres plantas, el dinero de Randolf y el resto de su vida para vivir como le diera la gana. Por entonces el matrimonio se consideraba una especie de prueba para las mujeres. Que una lograra arreglárselas para ser independiente, libre del yugo de un marido, se consideraba una bendición.

Esa noche, Annalisa preparó para Paul un festín compuesto por pizza servida en platos de cartón, y vino.

—He tenido un día de lo más interesante —le contó llena de entusiasmo, sentándose con las piernas cruzadas en el suelo de parqué del comedor. La madera brillaba con el reflejo del sol poniente como si fuera las brasas de una chimenea—. He conocido a Enid Merle. Me ha invitado a tomar el té.

—¿Sabe algo de la plaza de aparcamiento?

—Espera un poco, quiero contártelo todo. —Annalisa cogió un triángulo de pizza—. Primero hemos tomado té y después hemos pasado a los gintonics. Resulta que las cosas no funcionan muy bien entre Mindy Gooch y Enid Merle. Enid dice que si los Gooch viven aquí es debido a la crisis del mercado inmobiliario de principio de los noventa, cuando la junta decidió vender a bajo precio unas habitaciones pequeñas en el bajo donde, hace años, estaba el guardarropa y las habitaciones del servicio, además de ser el lugar de almacenaje del equipaje cuando el edificio era un hotel. «De no haber sido por el equipaje, los Gooch no estarían aquí» —dijo, imitando la voz de la anciana—. Tendrías que haberla visto. Es todo un personaje.

—¿Quién? —preguntó su marido.

—Enid Merle. Paul, ¿te importaría prestarme un poco de atención cuando te hablo?

Él levantó la vista de la pizza y, en un intento de satisfacer a su mujer, dijo:

—Mientras no nos cause problemas.

—¿Por qué habría de causarnos problemas?

—¿Por qué habría de causárnoslos nadie? —dijo Paul—. De hecho, acabo de encontrarme con Mindy Gooch en el vestíbulo de entrada, y me ha dicho que no está permitido colocar aire acondicionado.

—Vaya mierda —exclamó Annalisa—. ¿Te lo ha dicho al menos de forma agradable?

—¿Qué quieres decir con «agradable»?

Su esposa recogió los platos de cartón.

—No te enfrentes con ella, eso es todo. Enid me ha dicho que Mindy puede ser muy quisquillosa. Según parece, la manera de llegarle es a través de su hijo, Sam, que es un genio de los ordenadores. Repara los de todos los vecinos. Podría mandarle un e-mail.

—No —atajó Paul—. No dejaré que un niñato husmee en mi ordenador. ¿Tú sabes lo que hay en mi disco duro? Información financiera por valor de miles de millones de dólares. Si me diera por ahí, podría destruir un pequeño país.

Annalisa se volvió y le dio un beso en la frente.

—Ya sé cuánto os gusta jugar a los espías a los hombres —comentó—. Pero no estaba pensando en tu ordenador, sino precisamente en el mío.

Estaba entrando en la cocina cuando su marido le gritó:

—¿Y no podemos hacerlo a la antigua usanza? ¿No hay nadie en este edificio a quien podamos sobornar?

—No, Paul —contestó Annalisa—. No vamos a hacer nada de eso. Sólo porque tengamos dinero no significa que tengamos que recibir un trato especial. Deja que lo intente al estilo de Enid. Somos nuevos aquí y tenemos que respetar sus costumbres.

En la planta baja, en la cocina del agobiante apartamento de los Gooch, Mindy cortaba verduras.

—Ese Paul Rice prácticamente me ha mandado a hacer puñetas —le contaba a James.

—¿Utilizó esas palabras exactamente?

—No, pero tendrías que haber visto su cara cuando le he dicho que no estaba permitido instalar aire acondicionado.

—Te estás volviendo paranoica.

—No es verdad —respondió Mindy. Su nuevo cachorrito, Skippy, se le subió a la pierna y ella le dio un trozo de zanahoria.

—No deberías darle comida de personas —objetó James.

—Es comida sana. Nadie se ha puesto enfermo nunca por comer zanahorias —respondió Mindy cogiendo al perro y acunándolo entre sus brazos.

—Fuiste tú quien insistió en que se los aceptara —comentó su marido—. Son responsabilidad tuya.

—No seas ridículo —respondió ella llevándose al perro hacia la puerta que daba al rectángulo de cemento que era su patio.

Skippy olisqueó los rincones, y entonces, agachó los cuartos traseros y orinó.

—¡Buen perrito! —exclamó Mindy—. ¿Has visto, James? —Éste miró hacia afuera—. Sólo hace tres días que lo tenemos y ya sabe lo que hay que hacer. ¡Qué perrito más listo! —le dijo a Skippy.

—Y otra cosa. Este perro también es responsabilidad tuya —soltó James—. No esperarás que lo lleve a pasear. Y menos ahora que está a punto de salir mi libro.

No estaba muy seguro de lo que sentía por el cachorro. Nunca había tenido un perro, ni ninguna otra mascota ya puestos, porque a sus padres no les gustaba tener animales en casa. Su madre solía decir que eran los labradores quienes tenían animales en casa.

—¿Es que no puedo tener nada, James, algo que sea sólo mío sin que lo critiques?

—Por supuesto que sí.

El cachorro entró en la cocina como una exhalación y de ahí se dirigió al salón, perseguido por James.

—¡Skippy!—ordenó—. ¡Ven aquí!

El animal ignoró la orden por completo. Se coló en la habitación de Sam y se subió a la cama.

Skippy quiere verte —le dijo James a su hijo.

Skipster, colega —contestó Sam, sentado muy erguido delante del ordenador, en su pequeño escritorio—. Mira esto —le dijo a su padre.

—¿Qué?

—Acabo de recibir un e-mail de Annalisa Rice. La mujer de Paul Rice. ¿No es ése el tipo con el que ha discutido mamá?

—No ha sido una discusión —lo corrigió James—. Sólo han estado hablando.

James se metió en su despacho y cerró la puerta. Tenía una pequeña ventana en la parte superior de la pared y en ella un viejo aparato de aire acondicionado que sonaba como un niño resfriado. Colocó la silla debajo del aparato y se sentó allí a ver si se refrescaba un poco.

 

 

Clone, clone, clone. Eran las ocho de la mañana, y Enid salió a la terraza al oír el ruido. Frunció el cejo al ver que estaban montando unos andamios en la fachada. Todo por culpa de los Rice, que habían empezado ya con las reformas del piso. El andamio estaría montado antes de que terminara el día, pero eso era sólo el principio. Después tendrían que aguantar la cacofonía de las taladradoras, los marrillos y las pulidoras del parqué durante semanas. Con tanto ruido no se iba a poder hacer nada. Los Rice tenían derecho a hacer reformas. Hasta el momento, habían seguido todas las instrucciones al pie de la letra; habían mandado una nota al resto de los vecinos para informar de las obras y el tiempo estimado de duración de las mismas. Iban a cambiar la instalación eléctrica y las cañerías para así poder poner lavadora, secadora y todo un juego de electrodomésticos profesionales y según Roberto, «un equipo informático muy potente». Mindy había ganado el primer asalto con lo del sistema de aire acondicionado, pero ellos seguían insistiendo. Sam le había contado a Enid que Annalisa lo había contratado para que le creara una página web para la fundación Rey David, que daba clases de música y arte a adolescentes de clases desfavorecidas. Ella conocía esa fundación, y sabía que la habían creado Sandy y Connie Brewer. Se rumoreaba que, en la gala del año anterior, habían recaudado 20 millones de dólares subastando cosas como un concierto de Eric Clapton: todos aquellos operadores de fondos de alto riesgo apostando verdaderas burradas empeñados en superar al vecino. Así que Annalisa se estaba abriendo hueco en la alta sociedad del momento, pensó Enid. El otoño se presentaba ajetreado y ruidoso.

En el apartamento contiguo, Philip y Lola se despertaron con el bullicio.

—¿Qué es eso? —se quejó la chica, tapándose los oídos con las manos—. Como no pare me voy a volver loca.

Philip rodó sobre la cama y se quedó mirándola. No había nada como despertar esas primeras veces y encontrarse al lado a una persona nueva. La sorpresa y la felicidad que se sentía al verla.

—Yo me encargaré de que no pienses en ello —dijo, cubriéndole el pecho con la mano. Tenía unos senos especialmente firmes debido a los implantes de silicona. Regalo de sus padres en su decimoctavo cumpleaños, algo que, al parecer, se había convertido en una costumbre muy extendida entre las chicas al entrar en la etapa adulta. Celebró la operación con una fiesta en la piscina de sus padres en la que Lola les enseñó los pechos a todas sus amigas.

Ella le apartó la mano.

—No me puedo concentrar —comentó—. Es como si me estuvieran dando martillazos directamente en la cabeza.

—Ja —exclamó él.

Aunque sólo llevaban acostándose un mes, Philip ya se había percatado de que Lola tenía una agudizada sensibilidad para todo tipo de dolores físicos, reales e imaginarios. A menudo estaba cansada, o le dolía la cabeza o un dedo, lo que probablemente se debiera a los muchos mensajes que mandaba por el móvil, como se encargó de señalarle. La forma de calmar esas molestias era descansar o ver la tele, a menudo en el apartamento de él, a lo que Philip no podía ninguna objeción, puesto que los períodos de descanso solían terminar en sexo.

—Creo que tienes resaca, jovencita —le dijo, besándola en la frente. Se levantó de la cama y fue al baño—. ¿Quieres una aspirina?

—¿No tienes algo más fuerte? ¿Vicodina quizá?

—No —contestó él, desconcertado una vez más con las peculiaridades de la generación de Lola. Era hija de la farmacología. Había crecido en un mundo en el que había un medicamento para cada mal—. ¿No llevas tú nada en el bolso? —le preguntó. Había descubierto que la joven nunca salía sin un verdadero arsenal de pastillas, entre las que se encontraban Xanax (para la ansiedad), Ambien (para el insomnio) y Ritalin (psicoestimulante).

—Es como El valle de las muñecas —había dicho él, alarmado.

—No seas tonto. Recetan todas estas cosas a los niños. Además, las mujeres de El valle de las muñecas eran todas unas drogadictas —había contestado ella con un escalofrío al decir esto último.

Lola contestó a su pregunta de si llevaba ella algo con un «quizá», y gateó sobre la cama para inclinarse por un lado de una manera muy seductora, en busca de su bolso de piel de serpiente. Lo levantó y empezó a hurgar en su interior. Ver su cuerpo desnudo —bronceado con esa técnica que consistía en pulverizar autobronceador por todo el cuerpo con un aerógrafo y perfectamente moldeado (en un desliz se le había escapado que se había hecho una pequeña liposucción en los muslos y el vientre)— lo llenó de alegría. Desde que Lola apareciera en su apartamento aquella tarde de julio, las cosas habían cambiado mucho para él. El estudio estaba encantado con su nuevo guión de El regreso de las damas de honor, y tenían la intención de empezar a grabar en enero. Aparte de eso, su agente le había encontrado trabajo para escribir otro guión, esta vez para una película histórica sobre la reina inglesa conocida como María la Sanguinaria, por el que le pagarían un millón de dólares.

—Estás en racha, cariño —le había dicho su agente cuando lo llamó para darle la noticia—. Huelo a Oscar.

Eso había sido el día anterior, y Philip llevó a Lola al Waverly Inn para celebrarlo. Fue una de esas noches en las que todo el mundo parecía haber salido, y había famosos sentados a todas las mesas, algunos de ellos viejos amigos. En cuestión de un momento, tuvieron que ampliarles la mesa para hacer sitio a un ruidoso y glamuroso grupo que atraía las miradas de envidia de los demás clientes. Lola se presentaba como su ayudante en todo momento, pero eufórico, la corregía diciendo que era su musa, al tiempo que le apretaba cariñosamente la mano por encima de la mesa. Bebieron una botella de vino tinto detrás de otra y llegaron a casa tambaleándose a las dos de la madrugada, en medio de una calurosa neblina que daba al Village la apariencia de un cuadro renacentista.

—Vamos, dormilona —dijo Philip llevándole dos aspirinas.

Ella se metió debajo de las sábanas, se hizo un ovillo en posición fetal y tendió la mano para coger las pastillas.

—¿No me puedo quedar en la cama todo el día? —preguntó, mirándolo como si fuera un hermoso perro que siempre se sale con la suya—. Me duele la cabeza.

—Tenemos trabajo. Tengo que escribir y tú tienes que ir a la biblioteca.

—¿No puedes tomarte el día libre? No esperarán que te pongas a trabajar ya mismo, ¿no? Acaban de darte el trabajo. ¿Eso no significa que puedes tomarte dos semanas libres? Ya sé —exclamó, sentándose en la cama—. Vamos de compras. Podríamos ir a Barneys, o a Madison Avenue.

—No —contestó él. Iba a tener que ocuparse de hacer constantes revisiones al guión de El regreso de las damas de honor hasta que empezaran a rodar, y tenía que entregar un primer borrador de María la Sanguinaria en diciembre. Según su agente, las películas históricas sobre personajes de la realeza estaban de moda y el estudio quería empezar con la producción lo antes posible—. Necesito esos datos —dijo Philip tirándole de los dedos de los pies juguetonamente.

—Pediré los libros a Amazon. Así me puedo quedar todo el día aquí contigo.

—Si te quedas aquí, no avanzaré nada y se me amontonará el trabajo. —Se puso unos vaqueros y una camiseta—. Me voy a comprar bagels. ¿Quieres algo?

—¿Puedes subirme una botella Vita Water de té verde con manzana? Pero mira bien que sea té verde con manzana. Odio el de té verde con mango. El mango es asqueroso. Ah, ¿y podrías traerme también un helado Snickers? Tengo hambre.

Philip salió del apartamento negando con la cabeza con desaprobación ante la costumbre de comer chucherías para desayunar.

En la acera se encontró con Schiffer Diamond. Estaba saliendo de una furgoneta blanca con la ayuda del conductor.

—¡Eh! —exclamó Philip al verla.

—Estás de buen humor —comentó ella, dándole un beso en la mejilla.

—Ayer me encargaron un guión sobre María la Sanguinaria. Deberías salir en la peli.

—¿Quieres que haga de camarera?{ii}*

—No me refiero al cóctel, sino a la reina. La primogénita de Enrique VIII. Vamos —la animó él—. Podrás ir por ahí cortándole la cabeza a los demás.

—¿Para que al final me la corten a mí también? No, gracias —contestó Schiffer dirigiéndose hacia la entrada del edificio—. Me he pasado la noche rodando en una maldita iglesia de Madison sin aire acondicionado. Ya tengo bastante catolicismo por el momento.

—Hablo en serio —insistió Philip, dándose cuenta de que el papel le iría como anillo al dedo—. ¿Pensarás en ello por lo menos? Te entregaré personalmente el guión cuando esté terminado, acompañado de una botella de Cristal y una lata de caviar.

—El Cristal está pasado de moda, chico listo. Que sea una magnum Grande Dame y tal vez me lo piense —le gritó por encima del hombro.

Él pensó que con Schiffer siempre era igual; siempre acababa alejándose. Pero no quería que esa vez la cosa terminara allí, así que le preguntó adónde iba.

La mujer puso una mano sobre la otra y apoyó la mejilla en ellas.

—A dormir —contestó—. Tengo rodaje a las seis.

—Nos vemos después entonces —dijo Philip, y echó a andar. Mientras se alejaba, recordó por qué las cosas no habían funcionado nunca entre ellos. Schiffer no estaba disponible. Nunca lo había estado y nunca lo estaría. En cambio, lo bueno de Lola era que, al contrario, siempre estaba disponible para él.

En el apartamento, la chica salió de la cama y fue a la cocina. Un perezoso pensamiento le cruzó un instante por la mente: sorprender a Philip preparando café, pero cuando vio la bolsa del café en grano junto a un pequeño molinillo decidió que era demasiado esfuerzo. Fue al cuarto de baño y se lavó los dientes con esmero, después separó los labios en una mueca grotesca para comprobar la blancura de los mismos. Pensó con irritación en la obligación de tener que ir andando a la biblioteca de la calle Cuarenta y dos, con el calor que se avecinaba. ¿Por qué había aceptado aquel trabajo? ¿Por qué tenía que trabajar en absoluto? Lo dejaría en cuanto se casaran. Pero sin estar comprometida, su madre no la dejaría quedarse en Nueva York a menos que tuviera trabajo. «Parecerías una furcia», le había dicho. Siguiendo su aleatorio discurrir, se recordó que, de no haber aceptado ese trabajo con Philip, jamás lo hubiera conocido ni se habría convertido, tal como él decía, en su musa. Ser la musa de un artista era algo increíblemente romántico, y lo que siempre acababa ocurriendo era que el gran artista se enamoraba de su musa, se empeñaba en casarse con ella y tenían niños preciosos.

Pero hasta entonces, aprovecharía para coger experiencia con eso de los grupitos y las jerarquías sociales, aunque, en el mundo de Philip, eso de ser musa quizá no fuera suficiente. Una cosa era codearse con los famosos, y otra bien distinta que te aceptaran como una de ellos. Se acordó de un actor que había conocido la víspera en el restaurante. Era un hombre de mediana edad, no especialmente atractivo y claramente anterior a la época de ella, que no recordaba exactamente quién era ni las películas que había protagonizado. Pero como todos los demás no dejaban de darle coba, por completo pendientes de sus palabras como si fuera Jesús, pensó que tenía que hacer un esfuerzo. Casualmente, estaba apretujado en su atestada mesa, justo a su lado, y, cuando terminó su largo soliloquio sobre lo bonitas que eran las películas de los setenta, ella le preguntó:

—¿Hace mucho que vives en Nueva York?

El giró lentamente la cabeza y se quedó mirándola. El hecho de que el tipo hubiera tardado un minuto en llevar a cabo el movimiento, hizo que Lola se preguntara si se suponía que tenía que temerlo. Porque no era así, y si creía que podía intimidar a Lola Fabrikant con una mirada, andaba fresco.

—Y tú ¿a qué te dedicas? —le preguntó él, como burlándose de su pregunta—. No me digas que eres actriz.

—Soy la ayudante de investigación de Philip —respondió ella, con el tono que solía emplear para acallar a los desconocidos. Pero con aquel hombre no pudo. La miró primero a ella y seguidamente a Philip, y luego de nuevo a ella. Sonrió ampliamente.

—Conque ayudante de investigación, ¿eh? —Soltó una carcajada—. ¿Y te he dicho que yo soy Santa Claus?

Toda la mesa prorrumpió en carcajadas, Philip incluido. Lola les siguió el juego y también se rió, como si hubiera percibido que no era el momento para ponerse digna, aunque lo cierto era que aquello le parecía demasiado. No estaba acostumbrada a que la trataran de aquel modo. Decidió dejarlo pasar por esa vez, pero se aseguraría de que no volviera a suceder. Tenía toda la intención de hablarlo con Philip, pero con cuidado. Normalmente, no era buena idea quejarse de los amigos de un hombre en su cara; podía herir sus sentimientos, lo que solía repercutir negativamente en una.

Pensó que, mientras tanto, encontraría la manera de que la tomaran un poquito más en serio. A ningún hombre le gusta estar con una mujer que a ojos de los demás es una estúpida, por lo que ir a la biblioteca no le parecía tan mala idea.

Sin embargo, cuando Philip volvió, se la encontró en la cama, profundamente dormida. Se metió en su despacho y escribió cinco páginas de un tirón. Oía los suaves ronquiditos de Lola en la otra habitación. Era tan natural..., pensó. Releyó las páginas que había escrito. Eran excelentes. Sin lugar a dudas, Lola era su amuleto de la suerte.

 

 

El piso de los Rice iba tomando forma poco a poco. El comedor, vacío poco antes, estaba ocupado ahora por una ornamentada mesa y seis sillas estilo reina Ana que Billy se había sacado por arte de birlibirloque de un depósito de almacenaje de un amigo suyo en algún sitio en el Upper East Side. La mesa era un préstamo mientras encontraban otra más apropiada (lo que quería decir más grande). Entretanto, estaba cubierta por toda una colección de libros de decoración y muestras de color, tanto de tela como de pintura, y fotos de mobiliario sacadas de Internet. Annalisa miró hacia la mesa y sonrió al recordar algo que le había dicho Billy Litchfield unas semanas atrás.

—Querida —la había reprendido un día en que se le ocurrió decir que quizá, en un futuro, se planteara volver a trabajar como abogado—, ¿cómo esperas poder ocuparte de dos trabajos?

—¿Cómo dices?

—Ya tienes un trabajo —le explicó él—. A partir de ahora, la vida con tu marido será tu trabajo. En realidad, es más que un trabajo. Es toda una carrera —se corrigió—. Él gana el dinero y tú creas el modo de vida que llevaréis. Y eso conlleva un gran esfuerzo. Tendrás que hacer ejercicio cada mañana al levantarte, no sólo para mantenerte atractiva, sino para desarrollar resistencia física. La mayoría de las damas de sociedad prefieren el yoga. Después tendrás que vestirte adecuadamente. Luego consultarás la agenda y enviarás e-mails. Asistirás a alguna reunión para alguna fundación benéfica por la mañana y, quizá, visites a algún marchante de arte o un estudio. Después vendrá la comida y las reuniones con los decoradores, los encargados del catering y los estilistas; te teñirás el pelo dos veces al mes e irás a la peluquería a peinarte tres veces por semana. Disfrutarás de visitas privadas a los museos y leerás, espero, tres periódicos cada día: The New York Times, The New York Post y The Wall Street Journal. Al final del día, te arreglarás para salir, lo que puede consistir en dos o tres cócteles y una cena. A veces, habrá funciones de carácter benéfico de etiqueta a las que se espera que asistas vestida de noche, y no podrás repetir modelo. Además, para tal evento, deberás acudir a un salón de belleza para maquillarte y peinarte. Tendrás que ocuparte también de organizar y coordinar las vacaciones y los fines de semana fuera de la ciudad. Es posible que compréis una casa de campo y en ese caso deberás organizar, decorar y contratar al servicio. Conocerás a la gente adecuada, a quienes tendrás que camelar de manera sutil pero desvergonzada al mismo tiempo. Y, después de todo eso, querida mía, vendrán los niños. Así que, manos a la obra —concluyó.

Y vaya si se habían puesto manos a la obra. Había infinidad de detalles que reclamaban su atención: que si los azulejos del baño hechos a mano en Carolina del Sur a juego con los suelos de mármol (había cinco cuartos de baño en la vivienda, y cada uno estaba decorado con una temática distinta), que si las alfombras, que si el tratamiento de las ventanas, hasta las manijas de las puertas. Annalisa se pasaba la mayor parte del día en el distrito donde se encontraban todos los establecimientos dedicados al mobiliario, en las calles Veinte Este y Veinte Oeste, sin olvidar los anticuarios de Madison que aún no había visitado y las casas de subastas. Y luego estaban las reformas en sí. Tiraron abajo todas y cada una de las paredes, cambiaron la instalación eléctrica y luego volvieron a levantar todos los tabiques. Se pasaron el primer mes moviendo un colchón inflable de un lado a otro, para no molestar a los obreros, hasta que el dormitorio principal quedó terminado. Por otra parte, llevaba «reuniendo un guardarropa» como Billy decía, desde entonces.

El portero automático sonó exactamente a mediodía.

—Un hombre viene a verla —dijo Fritz desde abajo.

—¿Como que un hombre? —preguntó Annalisa, pero el conserje ya había colgado. El intercomunicador estaba situado en la cocina, en la primera planta del piso. Annalisa atravesó corriendo el salón vacío y subió la escalera hasta su dormitorio, tratando de vestirse a toda prisa.

—¿María? —llamó a la asistenta a quien había oído trastear en alguna de las habitaciones del fondo del pasillo.

—¿Sí, señora Rice? —preguntó la mujer, saliendo al pasillo. La había enviado una agencia y, entre sus tareas, estaba cocinar, limpiar y hacer recados, y hasta pasear al perro si lo tenían, pero hasta el momento a Annalisa la incomodaba bastante tener que pedirle que hiciera esto o aquello. No estaba acostumbrada a tener servicio.

—Sube una visita —le dijo a María—. Creo que es Billy Litchfield. ¿Te importa abrir la puerta?

A continuación, Annalisa se dirigió al vestidor. Reunir un guardarropa no se refería a construir físicamente un armario, vestidor o lo que fuera, sino al contenido. Según Billy, debía tener una amplia colección de zapatos, bolsos, cinturones, vaqueros, camisas blancas, trajes para asistir a almuerzos, vestidos de cóctel, vestidos de noche, vestuario informal para las vacaciones, ya fuera en la montaña o en una isla, así como ropa para practicar diversos deportes posibles: golf, tenis, equitación, surfing, rapel, rafting y hasta hockey. Con el propósito de ayudarla a reunir el guardarropa adecuado, Billy había contratado para ella a la famosa estilista Norine Norton, que elegiría las prendas y se las llevaría a casa para que se las probara. Todo el mundo sabía que Norine era una mujer muy ocupada, por lo que tendrían que esperar dos semanas antes de que pudiera atenderlos, pero Billy estaba exultante. «Norine es como uno de los mejores cirujanos plásticos. Puede que tengas que esperar seis meses a que te atienda, y eso sólo para hacerle la consulta.»

Entretanto, la ayudaría a elegir la ropa una de las seis ayudantes de Norine. Sobre una estantería, a poca altura del suelo, se alineaba una hilera de cajas de zapatos con una foto del zapato en cuestión pegada en la parte frontal de la caja. Annalisa eligió unos de salón de color negro con un tacón de 10 centímetros. Odiaba llevar tacones durante el día, pero Billy le había dicho que era necesario.

—La gente espera ver a Annalisa Rice, así que eso es lo que tienes que darles.

—Pero ¿quién es Annalisa Rice? —había preguntado ella en tono de guasa.

—Eso, querida, es lo que vamos a averiguar. ¿No te parece divertido?

Pero resultó que la visita no era Billy Litchfield, sino el tipo del acuario de Paul. Annalisa lo acompañó hasta la última planta, lo que había sido el salón de baile, y, con pesar, levantó la vista hacia el techo en el que había aquella caprichosa representación renacentista del Cielo, con sus nubes algodonosas rodeadas de un halo rosado, sobre las que reposaban varios querubines gordezuelos. A veces, cuando tenía un momento libre, Annalisa subía allí a descansar un rato. Se tumbaba en el suelo, en un recuadro de sol, y se sentía feliz, pero Paul había decretado que aquél iba a ser su espacio privado y tenía la intención de convertirlo en el «puesto de control central» desde donde podría tomar el mundo por asalto, como le decía ella en broma. Cambiaría el acristalamiento de las puertas por un novedoso compuesto que las volvía totalmente opacas con sólo tocar un botón —así evitaría que pudieran fotografiar la habitación o lo que fuera que sus ocupantes hicieran en su interior, ni siquiera utilizando una cámara con zoom desde un helicóptero— y pondrían una pantalla tridimensional encima de la chimenea. En el tejado, instalarían una antena especial que codificara las transmisiones de móvil y satélite. Por último, Paul tendría allí un acuario de último modelo, de 6 metros de largo por 2 de ancho, lo que le permitiría dedicarse a su nueva afición: coleccionar peces raros y muy caros. Era una pena destrozar así la habitación, pero su marido no pensaba discutirlo. «Puedes hacer lo que te dé la gana con el resto de la casa, pero esta habitación es para mí», le había dicho.

El hombre del acuario empezó a tomar las medidas mientras preguntaba por el voltaje y si quería que les construyera un suelo elevado con el fin de que soportara el peso del acuario. Annalisa trató de responder a todas sus preguntas lo mejor que pudo, pero acabó por hartarse y salió huyendo de allí en cuanto pudo.

Mientras, Billy Litchfield había llegado, y cinco minutos después estaban sentados en el asiento trasero de una reluciente berlina en dirección al centro de la ciudad.

—Tengo una sorpresa para ti, querida —dijo—. He pensado que tal vez te apetecería tomarte un descanso después de ver tanto mueble, y hoy iremos a ver obras de arte. Anoche tuve una idea brillante. —Inspiró antes de continuar—. Estoy pensando en arte feminista.

—Entiendo.

—¿No eres feminista?

—Por supuesto —contestó ella.

—Tampoco tiene mayor importancia si no lo eres. Quiero decir, que dudo que te guste el cubismo, pero piensa en lo mucho que se ha revalorizado en estos momentos. Ahora casi nadie puede permitirse comprar arte cubista.

—No es el caso de Paul —observó Annalisa.

—Ni siquiera Paul —la contradijo Billy—. Está sólo al alcance de multimillonarios, y vosotros dos todavía estáis jugando en la liga de los millonarios. De todas formas, el arte cubista no es chic. Ni siquiera en el caso de una pareja joven. Pero el arte feminista... ése es el futuro. Está a punto de eclosionar, y es fácil acceder a la mayor parte de las piezas que realmente merecen la pena. Hoy vamos a ir a ver una fotografía. Un autorretrato de la artista amamantando a su hijo. Impactante sin duda. Y los colores son impresionantes. Pero lo mejor de todo es que no tiene lista de espera.

—Creía que era bueno que hubiera lista de espera —observó ella con cautela.

—Una lista de espera es excelente —convino Billy—. Especialmente cuando es algo que cuesta mucho conseguir, y cuando tienes que pagar al contado y por adelantado por un cuadro que ni siquiera has visto. Pero ya llegaremos a eso. Mientras tanto, necesitamos una o dos obras espectaculares que vayan a incrementar su valor en el futuro.

—Billy —preguntó Annalisa—, ¿qué sacas tú de todo esto?

—El placer de hacerlo —contestó él. La miró y le dio unas cariñosas palmaditas en la mano—. No te preocupes por mí, querida. Yo soy un esteta. Sería feliz si pudiera pasarme el resto de la vida admirando obras de arte. Cada una es única, realizada por una persona, una mente, un punto de vista. Supongo que es una manera de encontrar solaz en un mundo manufacturado como éste.

—No me refería a eso —insistió ella—. Quería decir que cómo se te paga.

Billy sonrió.

—Ya sabes que yo no hablo de mi situación financiera.

Annalisa asintió. Había intentado tocar el tema varias veces, y él había cambiado de asunto todas ellas.

—Necesito saberlo, Billy. Si no, no me parece bien que pases tanto tiempo conmigo. La gente debería recibir una compensación económica por su trabajo.

—En cuestiones de arte, me llevo un dos por ciento de comisión. Del marchante —respondió él apretando los dientes.

La joven se sintió muy aliviada. Billy mencionaba de vez en cuando alguna venta por valor de un millón de dólares en la que había tomado parte. Haciendo cálculos, resultaba que se llevaba un pellizco de 20.000 dólares.

—Debes de ser rico —le había dicho ella medio en broma.

—Querida, apenas si me llega para vivir en Manhattan —le había contestado el hombre.

En la galería, Billy retrocedió un paso para poder contemplar la fotografía y se cruzó de brazos mientras asentía en señal de aprobación.

—Es muy moderna, pero al tiempo se trata de una composición clásica de madre e hijo —comentó.

Costaba 100.000 dólares. Annalisa la compró, embargada por la sensación de culpa que siempre la acompañaba por la buena suerte que ella había tenido en la vida. Pagó con la MasterCard, que, según Billy, todo el mundo utilizaba en grandes compras para conseguir puntos extra de las compañías aéreas. Aunque no sería porque ninguno de los usuarios necesitara los dichosos puntos, puesto que la mayoría se movía en aviones privados. Sin embargo, al salir de la galería con la fotografía envuelta en papel burbuja en el maletero del coche, Annalisa se recordó que para Billy aquello significaba 2.000 dólares más en el bolsillo. Era lo menos que podía hacer.

 

 

Lola se sentó a la larga barra situada contra el ventanal del Starbucks mientras leía un artículo que había encontrado en Internet. Finalmente, no se había visto capaz de hacer el viaje hasta la biblioteca. Aunque de todas formas habría sido una pérdida de tiempo. Tal como ella imaginaba, había un montón de información en Internet. Lola se colocó bien las gafas y se dispuso a leer. De camino a la cafetería, se había comprado unas monturas negras con cristales sin graduar sólo para tener un aire más serio. Y, al parecer, su truco estaba funcionando. Mientras leía sobre la obsesión de la reina María con el catolicismo, un joven con pinta de intelectual que estaba sentado, a su lado, levantó la tapa de su portátil y no dejaba de lanzarle miraditas por encima. Lola hizo lo posible por ignorarlo, fingiendo estar absortaren el texto. Por lo que había sacado en claro, la reina María, a la que describían como enfermiza y frágil, lo que Lola interpretó como anoréxica, era una especie de adicta a la moda del siglo XVI que jamás aparecía en público sin sus joyas por valor de millones de dólares, para recordar a las masas el poder y la riqueza de la Iglesia católica. Lola levantó la vista de su lectura y se encontró a su vecino de barra mirándola fijamente. Bajó la vista de nuevo al texto, la volvió a levantar y él seguía mirándola. Era pelirrojo y con pecas, pero más atractivo de lo que le había parecido en un principio. Al final, el chico se dirigió a ella:

—¿Sabes que son de hombre?

—¿Qué? —dijo Lola, fulminándolo con la mirada.

Pero el muy tontaina no se amilanó.

—Las gafas. Son de hombre. ¿Son de verdad siquiera?

—Pues claro que son de verdad.

Él puso los ojos en blanco.

—¿En serio las necesitas o sólo las llevas para dar el pego?

—No es asunto tuyo —contestó ella y, para asegurarse, amenazó—: Ya sabes lo que quiero decir.

—Ahora a todas os ha dado por llevar gafas —continuó el chico, impasible—. Y sabes perfectamente que son falsas. ¿Cuántas chicas jóvenes necesitan gafas? Las gafas son para la gente mayor. Es otro de eso fingimientos femeninos.

Lola se reclinó en su taburete.

—¿Y?

—Me preguntaba si serías una de esas chicas falsas. Lo pareces. Pero también podrías no serlo.

—¿Y por qué habría de importarte?

—¿Porque creo que eres muy mona? —contestó él con sarcasmo—. Si me dices tu nombre, tal vez te mande un mensaje a través de Facebook.

Lola le dirigió una fría sonrisa de superioridad.

—Ya tengo novio, gracias.

—¿Quién ha dicho que quiera ser tu novio? Dios, qué arrogantes son las tías en Nueva York.

—Eres patético —replicó ella.

—Aja. Pues mírate tú. Llevas ropa de diseño en un Starbucks, el pelo arreglado de peluquería y moreno de pistola. Probablemente de City Sun. Son los únicos que consiguen ese tono.

Lola se preguntó cómo podía conocer aquel tío las sutilezas del autobronceador de pistola.

—Más bien mírate tú —le contestó con el tono más condescendiente de que fue capaz—. Llevas pantalones de cuadros escoceses.

—Perdona, vintage —respondió él—. Hay una diferencia.

Lola recogió sus papeles y se levantó.

—¿Te vas? ¿Tan pronto? —El chico se levantó a su vez y se metió la mano en el bolsillo trasero de sus horribles pantalones de cuadros. Ni siquiera eran cuadros Burberry, pensó Lola, algo que aún podría haber tenido excusa. Le entregó una tarjeta. Thayer Core, decía. En la esquina inferior derecha había un número con el prefijo 212—. Ahora que ya sabes mi nombre, ¿me dices el tuyo?

—¿Y por qué iba a hacerlo?

—Nueva York es un sitio enigmático —contestó él—. Y yo soy el joker.